Cuando alzaba la vista de los papeles, y sobre todo cuando apoyaba la cabeza contra el borde del alto y duro respaldo, lo veía con nitidez, en todos los detalles, en todos los signos, como si su mirada se hubiera vuelto sutil y puntiaguda y el dibujo renaciese con la misma precisión y meticulosidad con que, en el año 1513, lo grabara Alberto Durero. Lo había comprado, hacía muchos años, en una subasta, por ese repentino e irreflexivo deseo de posesión que a veces lo asaltaba frente a un cuadro, un grabado o un libro. Lo había disputado a los otros interesados, y casi había llegado a odiar al más porfiado, que acabó cediéndoselo por un precio que, por equivaler a dos meses de su sueldo, le había inquietado un poco en el momento de pagar. Enorme no sólo con respecto a sus medios, aunque ahora, por el aumento vertiginoso de la inflación y por la multiplicación del valor de las obras de Durero y de cualquiera de los grandes grabadores, se hubiera vuelto irrisorio. Lo había llevado consigo cada vez que había cambiado de destino, de despacho, y siempre lo había colgado en la pared situada frente al escritorio. Pero de todos los que a lo largo de los años habían entrado en su despacho sólo uno (un ingenioso estafador que aceptaba alegremente el destino que de aquel despacho lo enviaría a hospedarse por unos años en una inhóspita cárcel) se había detenido a mirarlo y valorarlo: eso, a valorarlo según los últimos catálogos de los marchantes de grabados de Zürich y París.

Aquella valoración lo había alarmado un poco: en un arranque de mezquindad, de avaricia, había decidido llevárselo a casa; pero en seguida lo había olvidado. Ya estaba acostumbrado a tenerlo delante en las muchas horas que pasaba en el despacho. El caballero, la muerte y el diablo. Detrás, en el cartón que servía de protección, estaban los títulos, escritos con lápiz, en alemán y francés: Ritter, Tod und Teufel; Le chevalier, la mort et le diable. Y, misteriosamente: Christ? Savonarole? ¿Acaso el coleccionista o el marchante que se había interrogado sobre esos nombres pensaba que el pintor había querido simbolizar a uno o a otro en el caballero?

Era lo que a veces se preguntaba al contemplar el grabado. Pero ahora, con la cabeza apoyada contra el borde del respaldo por la fatiga y el dolor, lo miraba meditando sobre el hecho de haberlo comprado años atrás. La muerte; y aquel castillo allá arriba, inalcanzable.

Tras los muchos cigarrillos fumados durante la noche, el dolor de siempre había perdido consistencia, pesadez, hasta decolorarse en un tormento más difuso. Sí, los colores podían usarse para nombrar las diversas cualidades del dolor, su mutación. Ahora había pasado del violeta al rojo: un rojo llama cuyas lenguas lamían repentinamente cualquier parte de su cuerpo, para estrecharla o extinguirse.

Con gesto automático encendió otro cigarrillo. Pero lo habría dejado consumirse en el cenicero si el Jefe, al entrar, no le hubiese reprochado, como siempre, lo mucho que fumaba y el daño que le hacía. Vicio estúpido, vicio mortal. Él, el Jefe, había dejado de fumar hacía apenas seis meses. Estaba muy orgulloso: tan grande como el sufrimiento que aún sentía era la especie de envidia, de rencor, que lo invadía cuando veía fumar a los otros; un sentimiento que avivaba el hecho de que ahora realmente el olor a tabaco le molestaba hasta darle náuseas, mientras que el recuerdo de sus épocas de fumador le evocaba una suerte de paraíso perdido.

—¿Acaso no siente que se ahoga? —dijo el Jefe.

El Vice cogió el cigarrillo del cenicero y aspiró voluptuosamente. Sí: se ahogaba. El cuarto estaba lleno de humo, más denso alrededor de las lámparas aún encendidas, y que como una diáfana cortina velaba los cristales de la ventana por donde se filtraba, cada vez más intensa, la claridad matinal. Volvió a aspirar.

—Comprendo —dijo el Jefe con tolerante tono de superioridad— que no tenga suficiente fuerza de voluntad para dejar de fumar del todo, pero buscarse con tanta terquedad y exceso una muerte como ésta… Mi cuñado… —Lo del cuñado, fumador empedernido que había muerto hacía unos meses, sólo era una fachada delicada para no referirse directamente a la enfermedad que estaba conduciendo al Vice hacia una muerte inexorable.

—Lo sé, éramos amigos… Supongo que usted ya habrá escogido su forma de morir. Un día de estos le pediré que me hable de ella: quizás hasta me convenza.

—No la he escogido, no se puede escoger; pero como he dejado de fumar confío en que moriré de otra manera.

—Sin duda, sabrá usted que fueron los judíos conversos quienes inventaron la inquisición católica en España.

No lo sabía. Así que dijo:

—Entre nosotros, nunca he sentido demasiada simpatía por los judíos.

—Lo sé. Pero al menos esperaba que tuviera algún interés por los conversos. —Eran casi colegas, se conocían desde hacía muchos años; por eso se permitía, sin maldad, ciertas impertinencias, ironías, frases no exentas de mordacidad. Y el Jefe no les hacía caso por el respeto que le infundía la incomprensible lealtad del Vice para con él. Nunca había conocido a un Vice tan leal: al principio se había devanado los sesos tratando de descubrir a qué podía deberse; pero ahora sabía que no había ninguna causa oculta.

—Pues, conversos o no, no me inspiran ninguna simpatía. Usted, en cambio…

—Yo, en cambio, judíos o no, los que no me inspiran simpatía son los conversos: el que se convierte siempre se convierte a lo peor, aunque parezca lo mejor. Lo peor, en quien es capaz de convertirse, siempre acaba siendo lo peor de lo peor.

—Pero esto no tiene nada que ver con convertirse a no fumador, suponiendo que convertirse sea en general una ignominia.

—Sí que tiene que ver, puesto que el que se convierte empieza a perseguir a los que siguen fumando.

—¡Cómo que perseguir! Si yo estuviese en eso, estas oficinas estarían llenas de letreros de prohibido fumar; y no sé si no debería hacerlo, aunque le cargue, por su bien. Porque si digo estas cosas es por su bien: mi cuñado…

—Lo sé.

—Pues entonces no insistiré. En cuanto a su filosofía de la conversión, tengo argumentos que me permitirían destruirla así —y para mostrar lo fulmíneo de la destrucción hizo un chasquido con el índice y el pulgar. Era un gesto frecuente en él, porque había muchas cosas que se proponía destruir; el Vice, que a veces trataba de imitarlo sin lograr nunca ese chasquido, se lo envidiaba puerilmente—. Pero nos espera algo muy distinto. Acompáñeme.

—¿Adónde?

—Creo que ya lo sabe. Vamos.

—¿No es un poco temprano?

—No, ya son las siete: he perdido tiempo adrede con su filosofía.

«Temprano, siempre temprano.» Detestaba la costumbre policial de ejecutar las órdenes de captura, los registros domiciliarios e incluso los reconocimientos o las inspecciones de rutina, a primeras horas de la mañana y, muchas veces, en plena noche; pero para sus colegas y subordinados aquello era un placer que no estaban dispuestos a perderse por mínima que fuese la ocasión, por difícil que resultara justificarlo. Aquel golpear con fuerza una puerta al otro lado de la cual desprevenidas familias estaban entregadas al reposo, al sueño: y en la hora en que el sueño, liberado ya del peso de la fatiga, se volvía menos opaco, más transparente al mundo onírico, más placentero; la alarmada pregunta ¿quién es? y la solemne y estentórea respuesta: policía; aquel entreabrirse de la puerta, aquellos ojos soñolientos que acechaban con desconfianza; el violento empujón contra la puerta, la irrupción; y ya dentro el agitado despertar de toda la familia, las voces de miedo y estupor, el llanto de los niños… Por un placer como ése nadie, por alta o baja que fuese su graduación, lamentaba haber tenido que renunciar al propio sueño; pero al Vice, amén de que le gustaba dormir —después de haber leído al menos una hora— entre medianoche y las siete, aquello le producía una sensación de vergüenza lindante con la angustia, por sí mismo, cuando raramente le tocaba participar en este tipo de operaciones, y siempre por el cuerpo al que pertenecía.

—Son las siete —dijo el Jefe— y se tarda casi media hora para llegar a Villaserena. Además, dadas las circunstancias, no puedo permitirme ninguna delicadeza especial, ni siquiera por tratarse de él.

—Ya nos la hemos permitido —dijo irónicamente el Vice—, si no se tratase de él ya haría tres horas que estaríamos allí y le habríamos revuelto toda la casa.

—Seguro —dijo el Jefe, con un cinismo que sabía a resentimiento.

En el patio —un bello patio barroco enmarcado por armoniosos soportales— los esperaba el coche negro. Al agente que conducía no tuvieron que decirle adónde iban: todos lo sabían, en aquel edificio que se estaba despertando y zumbaba como una colmena. ¿Cuántos telefonazos —se preguntó el Vice— habían salido ya de aquel edificio para anunciar al Presidente la visita que estaba por recibir? El Presidente: no era necesario añadir de las Industrias Reunidas, porque en aquella ciudad el presidente por antonomasia era él; sólo para el resto de los presidentes era necesario especificar, incluso en el caso del de la República.

Durante la media hora del trayecto no hablaron; una auténtica carrera, por entre el tráfico que empezaba a animarse. El Jefe desenrollaba y arrollaba y no paraba de enrollar lo que pensaba decirle al Presidente: la preocupación se le leía en la cara como un dolor de muelas. Y el Vice lo conocía tan bien que podía descifrar minuciosamente esa preocupación: casi palabra por palabra; con todas las tachaduras, las correcciones y las sustituciones que se imponían. Un verdadero palimpsesto.

Llegaron a la mansión. El agente que conducía (de pronto no me atrevo a utilizar la palabra chófer, y lamento haberla utilizado otras veces; pero ¿se puede volver a decir, como se decía en mi infancia, mecánico?) bajó y oprimió, larga e imperiosamente, el timbre de la portería. El dolor de muelas se volvió lancinante: ¡así no, por Dios! Hay maneras y maneras. Pero no dijo nada, por respeto a la costumbre.

Cuando apareció el portero, el Jefe se limitó a decir su nombre. Pensó que no pronunciar la palabra policía era de elemental delicadeza tratándose del Presidente: pero el portero tenía ojo clínico y bastante experiencia como para comprender que debía anunciar a dos señores de la policía, aunque como buen meridional le costara un poco pronunciar, por cierto con un deje de desprecio, la palabra señores. Regresó sin decir nada: abrió la verja y con un gesto les indicó que podían avanzar por la alameda, hasta la mansión que, al final de la arbolada perspectiva, destacaba con todo su encanto, su canto («cuando un edificio canta, es arquitectura»).

Todo era de un rococó frágil, musical, «cantado»: amplio vestíbulo, escalinata, pasillos, bibliotecas, estudio del Presidente.

No tuvieron que esperar mucho: el Presidente apareció silenciosamente desde detrás de una cortina. Llevaba un cómodo batín pero ya estaba afeitado y listo para vestirse con esa severa y segura elegancia que las revistas de moda —una moda que a fuerza de variar ya casi ha dejado de ser tal— le reconocían. Y a su alrededor aleteaba el fastidio por haber tenido que demorar la habitual, puntual, casi legendaria salida matinal en dirección al rascacielos de las Industrias Reunidas, desde cuyo piso más alto, que casi limitaba con el cielo, adoptaba las cotidianas y siempre justas decisiones por las que todo el país se mantenía en el filo de la riqueza: aunque eso sí, con el precipicio de la miseria por un lado, y el de la peste por el otro.

—¿A qué debo el placer de esta insólita visita? —preguntó el Presidente al tiempo que estrechaba largamente la mano del Jefe y fugazmente la del Vice; y pronunció la palabra insólita como si estuviera materializándola en enfática cursiva.

El Jefe gesticuló, y de su mente —como escapa el hidrógeno de un globo pinchado— escapó todo el discurso que tenía preparado. Dijo:

—Usted conocía bien al abogado Sandoz, y…

—Somos amigos —dijo el Presidente—, pero en cuanto a conocerlo bien… Ni siquiera a los propios hijos se los conoce bien, mejor dicho, siempre se los conoce mal, muy mal… En suma: el abogado Sandoz es amigo mío, nos vemos a menudo, tenemos intereses, si no en común, al menos contiguos. Pero me parece que usted ha dicho conocía: o sea que…

El Jefe y el Vice cruzaron una rápida mirada de inteligencia. En sus mentes habituadas a desconfiar, a sospechar, a tender celadas de palabras o atrapar algunas que podían convertirse en trampas, pasó rauda la certeza de que el Presidente ya estaba enterado —como era obvio, porque sin duda no le faltaban devotos en la policía— de la muerte de Sandoz: lo raro era que tratase de mostrar que lo ignoraba. Pero el Jefe desechó en seguida esa idea pensando que el Presidente, por su parte, tenía una mente habituada a no comprometer a sus informadores. Dijo:

—Lamentablemente, el abogado Sandoz ya no existe: lo mataron esta noche, al parecer después de las doce.

—¿Lo han matado?

—Lo han matado.

—¡Increíble!… Lo dejé poco antes de medianoche, nos despedimos a la salida del restaurante. La cocina tradicional… ¡Lo han matado! Pero ¿por qué?, ¿quién?

—Si lo supiésemos no estaríamos aquí fastidiándolo.

—¡Increíble! —volvió a decir el Presidente. Pero se corrigió:— Lo de increíble es un decir: en este país nuestro ya todo es creíble, todo es posible… Yo… —el Vice pensó que estaba dudando entre fingir que se disponía a despedirlos y demostrarles que había comprendido que aquello no era todo, que había otras preguntas a las que debería responder. Decidió fingir, apoyando las manos en los brazos de la butaca, como para ponerse de pie y despedirlos pero con tanta torpeza que el Jefe lo captó instintivamente y, sin darse cuenta, se libró del empacho en que había estado sumido hasta ese momento. Como siempre que iba a iniciar un interrogatorio, se arrellanó en la butaca como si fuera a embutirse en ella, y su voz adquirió la habitual vibración que significaba digas lo que digas has de saber que no estoy aquí para creerte. La introducción que tenía preparada («Hemos venido a importunarlo, a estas horas inconvenientes, para preguntarle algo que quizá no signifique nada, pero que también puede ser un punto de partida para la investigación; investigación que, claro está, de todas formas no lo afectaría a usted, a su persona…») quedó eliminada y dijo—: En un bolsillo de la chaqueta de Sandoz hemos encontrado esta nota —y la extrajo del suyo: un rectángulo de color marfil—. De un lado, escrito a máquina, está su nombre: Ingeniero Cesare Aurispa, Presidente I. R.; al dorso, escrito a mano, Te mataré… Está claro que se trata de una tarjeta para indicar la ubicación en la mesa; pero ¿qué significa ese Te mataré?

—Habrá pensado que se trata de una amenaza ejecutada de inmediato. Por mí mismo, desde luego —el Presidente se echó a reír: con ironía, amargura, indulgencia.

La rudeza profesional del Jefe desapareció al instante. Protestó azorado:

—Pero qué dice… ¡Por favor!… Jamás me permitiría pensar…

—No, no —dijo generosamente el Presidente—, puede permitírselo. Sólo que sería un error: y un hombre que desempeña sus funciones puede enamorarse incluso de los errores, puede cultivarlos como flores y ponerse alguno en el ojal. Me parece normal. Muy normal. Y así es como a veces las cosas más simples se vuelven endiabladamente complicadas… Ha entendido bien: esa tarjeta indicaba mi ubicación en la cena de anoche, organizada por la asociación cultural que lleva el nombre del conde de Borch; y el Te mataré lo escribí yo. Era una broma entre Sandoz y yo, que le explicaré en seguida… Entregué la nota a un camarero para que se la llevase al pobre Sandoz, que estaba al otro lado de la mesa, a unas cinco o seis sillas de la mía… La broma era ésta: ambos fingíamos cortejar a la señora De Matis; y como a la señora, tal como había sucedido en otras cenas de ese tipo, la habían sentado junto a él…

—Así que fingían cortejarla —dijo el Jefe con una pizca de desconfianza: inopinada intromisión del oficio. De hecho, el Presidente se picó.

—Puede usted creerme; por lo demás, basta con mirar a la señora… —acotó, casi con disgusto.

—No me atrevería a dudarlo —dijo el Jefe.

Pero el Vice pensó: has dudado, aún dudas; honras a tu oficio, al nuestro. Y faltando a su decisión de no hablar, se permitió hacer una pregunta policial, en forma de comprobación, de afirmación:

—Y el abogado Sandoz respondió escribiendo en la tarjeta que tenía sobre la mesa…

El Jefe le echó una mirada de reprobación; otro tanto hizo el Presidente, que justo entonces pareció percibir su presencia.

—Sí, siguiendo con el juego, me respondió, que aceptaba el riesgo, o algo por el estilo.

—Pero usted no ha conservado la notita.

—La dejé sobre la mesa, quizá metida en el pequeño soporte de metal que tenía forma de flor, si mal no recuerdo.

—El pobre abogado Sandoz, en cambio, se metió en el bolsillo la que le había enviado usted: sin darse cuenta, en un gesto automático —dijo el Jefe, sin que la frase servil lograse disimular cierta incredulidad, cierta sospecha.

—Eso: sin darse cuenta, con gesto automático —aprobó el Presidente.

—¡Qué problema! —dijo el Jefe.

—¿Y usted ha venido a verme creyendo que yo era la solución? —Preguntó el Presidente: con ironía, con enfado, casi colérico.

—Pero no, de ninguna manera: sólo he venido porque era necesario aclarar en seguida este detalle, descartarlo; para seguir otra línea de investigación, de búsqueda…

—¿Entonces tienen otro punto del que partir?

—De momento, ninguno.

—Cualquiera que sea su valor, y creo que no es mucho, quizá yo pueda proporcionarle uno. —Guardó un largo silencio, sumiendo al Jefe en una ansiedad que al Vice le pareció demasiado expresiva para ser verdadera; también el rostro del Presidente se volvió demasiado expresivo: de promesa por lo que se disponía a revelar, y de pesar por lo exiguo de la revelación. Y de hecho, dijo—: No es que me parezca un punto de partida sólido, incluso me parece que es una broma: así lo calificó el pobre Sandoz cuando me lo mencionó… —(otra broma, pensó el Vice: esta gente se pasa la vida bromeando)—. Anoche mismo, al salir del restaurante, me dijo que lo habían amenazado por teléfono, quizás una vez, o varias, no recuerdo bien, de parte de… Déjeme que recuerde de parte de quién, porque no puede haber sido, como me parece recordar en este momento, de parte de los muchachos del noventa y nueve… No, no puede ser: los muchachos del noventa y nueve eran los llamados a filas después de Caporetto, en 1917: el Piave murmuraba, etcétera… Los que aún estén vivos de aquellos muchachos deben de andar por los noventa; además sería una referencia a un hecho ya tan indecentemente patriótico… No es posible… Déjeme pensar… —lo dejaron pensar. Hasta que vieron cómo el recuerdo atrapado iluminaba al fin su rostro—. Ya está: los muchachos del ochenta y nueve, creo… Sí, del ochenta y nueve… Pero ahora que lo pienso, no los muchachos, sino los hijos, quizá…

Los hijos del ochenta y nueve —repitió el Jefe saboreando las palabras, pero sintió la amargura de lo incomprensible—. El ochenta y nueve, pues; o sea los hijos de este mismo año: 1989.

El Vice, que ante el producto de los esfuerzos memorísticos del Presidente había pensado que hubiera tenido que resultarle más fácil recordar el 89, cuya fiesta de Año Nuevo se había celebrado hacía apenas unos días, que el 99 del Piave, se oyó decir:

—De 1789, más bien. Una buena idea.

Ni el Jefe ni el Presidente apreciaron la intrusión.

—Usted siempre piensa en la historia —dijo el Jefe.

Y el Presidente:

—¿Qué idea?

—La de 1789. ¿De dónde se puede extraer a estas alturas la idea de la revolución, sino de aquélla? Ya falta muy poco para afirmar que, como en otros tiempos se decía de cierta bebida, fue la primera y sigue siendo la mejor… Sí, una buena idea.

—Yo no diría que tan buena —dijo el Presidente, e hizo como que espantaba una mosca molesta.

—Ya se trate de 1989 o de 1789 —dijo el Jefe—, eso lo veremos después, incluso puedo decir que lo sabremos pronto… Lo que importa aquí y ahora, también para no seguir haciéndole perder su precioso tiempo, sólo es esto: saber qué fue exactamente lo que, con respecto a estos hijos del ochenta y nueve, a sus amenazas, le confió anoche el pobre abogado Sandoz.

—Por favor, no hablemos de confidencia: me lo comentó con cierta despreocupación, con cierto desenfado. Como ya le he dicho, creía que se trataba de una broma.

—Pues no lo era —dijo el Jefe, agarrándose de pronto, aunque ya se veía que no los soltaría fácilmente, de Los hijos del ochenta y nueve. Como un mastín.

—Eso es todo lo que puedo decirle —dijo el Presidente al tiempo que se ponía de pie—. Pruebe con los otros amigos del pobre Sandoz, con sus colaboradores inmediatos.