8

Eran las cuatro de la tarde del día siguiente cuando Nina salió al jardín en busca de Mary, que tejía un tapiz, para distraerse, y le dijo que Edgar Swift estaba al teléfono. Acababa de llegar al hotel y quería saber si podía ir a visitarla.

Mary, que no sabía a qué hora llegaba el avión, esperaba la llamada de Edgar desde después del almuerzo. Pidió a Nina que le contestara que estaría encantada de verlo a la hora en que él quisiera ir. Se le aceleró un poco el corazón. Sacó la polvera del bolso y se miró. Estaba pálida, pero no se puso colorete, porque sabía que a él no le gustaba; se dio unos toques con la borla de los polvos y se pintó los labios. Llevaba un vestido de lino amarillo con flores estampadas que parecía una sencilla bata, como la que hubiera podido llevar una criada, pero estaba hecho por la mejor modista de París. Oyó llegar el coche y, a los pocos momentos, apareció Edgar. Mary se levantó y fue a su encuentro.

Como de costumbre, él vestía del modo más apropiado a su edad y posición. Daba gusto verle acercarse por el césped: alto, delgado, erguido. Se había quitado el sombrero, y su cabello espeso y oscuro relucía de fijador. Bajo las pobladas cejas, sus bellos ojos grises tenían una expresión afectuosa y en sus sobrias facciones no había el habitual gesto de severidad sino una sonrisa de dicha. Estrechó cariñosamente la mano de Mary.

—Respiras placidez y serenidad. Estás tan bonita como un cuadro.

Mr. Atkinson utilizaba este trasnochado símil cada vez que la veía. Mary se sorprendió al oírlo de labios de Edgar y supuso que era lo que los hombres de cierta edad decían a las mujeres jóvenes.

—Siéntate. Nina nos traerá el té. ¿Has tenido buen viaje?

—Me alegro de volver a verte. Me parece que hace un siglo que me marché.

—No tanto.

—Menos mal que sabía lo que hacías en cada momento, dónde estabas a cada hora, y te seguía con el pensamiento.

Mary sonrió débilmente.

—Pensé que estarías muy ocupado.

—Y lo estuve, desde luego. Mantuve un par de largas conversaciones con mi ministro, y me parece que está todo decidido. Embarco a primeros de septiembre. Me habló con franqueza, no me ocultó que es tarea difícil, aunque eso, naturalmente, ya lo sabía cuando acepté, pero dijo que por eso me ofrecía el cargo a mí. No quiero aburrirte repitiendo los elogios que me dedicó, pero...

—Quiero oírlo todo. No me aburre.

—Bien. Dijo que, en vista de las especiales circunstancias, había que enviar allí a una persona de talante conciliador y firme a la vez, y tuvo la amabilidad de agregar que nadie combinaba mejor estas cualidades que yo.

—Estoy segura de que no se equivoca.

—De todos modos, es halagador. Compréndelo, he tenido que luchar mucho y es una gran satisfacción encontrarme por fin cerca de la cumbre. Es un trabajo importante y de mucha responsabilidad que me dará la oportunidad de demostrar mis aptitudes. Creo que puedo ser útil. —Vaciló un momento—. Si, tal como espero yo y esperan ellos, las cosas salen bien, quizá después vengan misiones más importantes.

—Eres ambicioso, ¿verdad?

—Supongo que sí. Me gusta el poder y no me asusta la responsabilidad. Tengo ciertas dotes y me satisface poder desplegarlas.

—A la cena de la otra noche asistió un tal coronel Trail. Dijo que si tenías éxito en Bengala podrían nombrarte virrey.

A Edgar le brillaron los ojos.

—Ahora se dice gobernador general. Imagino que eso está dentro de lo posible. Nombraron virrey a Willingdon e hizo un trabajo excelente.

Habían terminado de tomar el té y él dejó la taza.

—¿Sabes, Mary, que ni el nombramiento ni el honor que conlleva significarían tanto para mí si no esperase poder compartirlos contigo?

Ella sintió que el corazón le daba un vuelco. Había llegado el momento. Para tranquilizarse, encendió un cigarrillo. No lo miró, pero sentía sus ojos fijos en ella con expresión cariñosa.

—Prometiste contestarme a mi regreso —sonrió él—. ¡Si estaré impaciente que esta mañana he fletado un avión para llegar antes!

Ella aplastó el cigarrillo recién encendido y suspiró ligeramente.

—Antes de darte mi respuesta, tengo que decirte una cosa. Lo siento, pero temo que vas a llevarte un disgusto. Te ruego que no me interrumpas. Todo lo que tengas que decir, las preguntas que quieras hacerme, déjalas para cuando termine.

Él la miró con repentina severidad.

—Adelante.

—No hace falta que te diga que daría cualquier cosa por poder callar, pero estimo que no sería lo correcto. Debes conocer los hechos y obrar en consecuencia.

—Te escucho.

Ella contó la larga y dolorosa historia que la víspera había referido a Rowley, sin omitir nada, sin exagerar ni minimizar los hechos; pero contársela a Edgar era más difícil. Él la escuchaba inmóvil, con la cara hermética, impasible, sin un parpadeo que denotara lo que pensaba.

Durante su relato, Mary se daba cuenta de que su proceder parecía más disparatado e irreflexivo ahora que cuando se lo expuso a Rowley. Imposible intentar siquiera dar un sesgo plausible a sus motivos. Algunos episodios resultaban increíbles, y la idea de que quizá él no la creyera le hacía sentir una opresión en el pecho. Ahora le parecía una enormidad el que Rowley y ella hubieran cargado el cadáver en el coche y lo hubieran llevado al bosque de la montaña, a pesar de que no se le ocurría qué otra cosa hubieran podido hacer para evitar el escándalo y sabe Dios cuántas dificultades con la policía. Pero que aquello pudiera ocurrirle a una persona como ella resultaba grotesco, irreal, una pesadilla.

Por fin terminó. Edgar permaneció inmóvil un momento, sin decir nada. Luego se levantó y empezó a pasearse por el césped, con la cabeza inclinada, las manos a la espalda y una expresión hosca y sombría que ella no conocía. Parecía más viejo. Por fin se detuvo delante de ella, la miró con una sonrisa dolorida y le habló con una voz tan dulce que le estremeció el corazón.

—Perdona si me muestro sorprendido. Eres la última mujer de la que hubiera esperado algo semejante. Cuando te conocí eras una niña inocente y adorable. Parece increíble que precisamente tú...

Se interrumpió, pero ella sabía qué quería decir; parecía increíble que precisamente ella se hubiera entregado a un vagabundo desconocido.

—Sé que no tengo excusa.

—Perdona, pero me parece que te comportaste como una loca.

—Peor.

—No es necesario que ahondemos en eso. Creo que te amo lo suficiente como para comprender y perdonar. —Había un extraño temblor en la voz del hombre fuerte, pero su sonrisa era indulgente y tierna—. Eres una romántica, una tontita romántica. Imagino que lo que hicisteis cuando ese hombre se suicidó parecía lo único que podía hacerse, dadas las circunstancias. Fue un grave riesgo el que corriste, pero parece que todo salió bien. Lo cierto es que necesitas a un hombre que cuide de ti.

Ella lo miró dubitativamente.

—¿Aún quieres casarte conmigo ahora que lo sabes todo?

Él tuvo una vacilación pero tan leve que nadie, excepto Mary, la hubiera percibido.

—No pensarás que voy a dejarte en la estacada. No podría hacerte eso, Mary, cariño.

—Estoy avergonzada de mí misma.

—Quiero que te cases conmigo. Haré cuanto esté en mi mano para que seas feliz. La carrera no lo es todo. Al fin y al cabo, ya no soy tan joven; he hecho mucho por mi país y no hay razón por la que no pueda retirarme ahora y dejar paso a los jóvenes.

Ella le miró con perplejidad.

—¿Qué quieres decir?

Él volvió a sentarse y le cogió las manos.

—Amor mío, debes comprender que esto cambia un poco las cosas. No puedo aceptar el cargo, no sería correcto. Si llega a saberse lo ocurrido, las consecuencias podrían ser desastrosas.

Mary estaba atónita.

—No lo entiendo.

—No te preocupes, Mary, cariño. Telegrafiaré al ministro que voy a casarme y no puedo ir a la India. Tu estado de salud puede ser un buen pretexto. No podré ofrecerte la posición que esperaba, pero no hay razón que nos impida ser felices. Podemos alquilar una casa en la Riviera. Siempre quise tener un barco. Ya verás lo bien que lo pasamos navegando y pescando.

—Pero no puedes renunciar a todo ahora que estás a punto de llegar a la cumbre. ¿Por qué?

—Escucha, cariño, en el puesto que me ofrecen mi gestión sería muy difícil. Exigiría inteligencia y serenidad. Y yo estaría siempre temiendo que esto pudiera descubrirse. Una persona que se encuentra al borde del cráter de un volcán no está en condiciones de actuar con calma y ecuanimidad.

—Pero ¿qué pueden descubrir ahora?

—Está el revólver. La policía, si se toma la molestia, podría averiguar que me pertenece.

—Desde luego. Ya lo había pensado. Pero ese hombre podría habérmelo quitado en el restaurante.

—Sí; puede haber muchas explicaciones plausibles, sin duda, pero precisamente no quiero tener que dar explicaciones. No es por presumir, pero no soy de la clase de hombre que se dedica a contar mentiras. Además, el secreto no es tuyo solamente. Está Rowley Flint.

—No pensarás que él me delataría.

—Eso es lo que pienso, sí. Es un granuja sin escrúpulos. Un vago. Un derrochador. La clase de hombre que me repugna. ¿Cómo sabes lo que hará cuando beba un par de copas? La historia es muy buena como para callársela. Se la contará en secreto a alguna mujer. Primero a una y luego a otra, y al final será la comidilla de Londres. Créeme, no tardaría mucho tiempo en llegar a la India.

—Te equivocas, Edgar, lo juzgas mal. Ya sé que es despreocupado e imprudente, o no se hubiera expuesto a semejante riesgo para salvarme, pero sé que puedo confiar en él. Nunca me traicionaría. Antes se dejaría matar.

—No conoces la naturaleza humana como la conozco yo. Te aseguro que no podrá resistir la tentación de contar la historia.

—Si es eso lo que piensas, dará lo mismo que te retires o no.

—Quizá haya habladurías, pero, si soy un particular, ¿qué puede importarnos? Podemos encogernos de hombros. Si fuera gobernador de Bengala sería diferente. Al fin y al cabo, cometisteis un delito que puede ser extraditable. Una Italia poco amistosa podría aprovechar la oportunidad para desprestigiarnos. ¿No has pensado que podrías ser acusada de matar a ese hombre?

La miraba con tanta severidad que ella se estremeció.

—Tengo que actuar con rectitud —prosiguió él—. No puedo defraudar la confianza del gobierno. En el cargo que me ofrecen, ni mi esposa ni yo podemos dar pábulo a la murmuración. Nuestra posición en la India depende ahora en gran medida del prestigio de nuestros funcionarios. Si tuviera que dimitir, ello podría tener graves consecuencias. No puede haber discusión, Mary, tengo que hacer lo que me parece justo.

Su tono había cambiado gradualmente y su voz era tan áspera como severa su expresión. Ahora veía Mary al hombre que era conocido en toda la India no sólo por su habilidad política sino también por su implacable firmeza. Miraba todas las líneas de su cara adusta, buscando un indicio revelador de sus verdaderos sentimientos hacia ella y de sus pensamientos más íntimos. Comprendía que su confesión lo había devastado. Él era incapaz de comprender una conducta tan irreflexiva como reprobable. Había perdido la confianza en ella y nunca volvería a sentirse seguro, pero no sería digno de él retirar el ofrecimiento que le había hecho. Ya que ella, voluntariamente, le había contado algo que hubiera podido callar, él tenía que corresponder a su franqueza con generosidad. Estaba dispuesto a sacrificar su carrera y la posibilidad de hacerse un nombre, para casarse con ella. Entonces Mary intuyó que él encontraba una amarga alegría en la idea del sacrificio, no porque lo justificara su amor por ella sino porque aumentaba su propia estimación. Lo conocía lo bastante como para saber que nunca le haría reproches, que nunca le diría que por su causa había tenido que renunciar a mucho; pero también sabía que, con su energía, su apasionado amor al trabajo y su ambición, nunca dejaría de lamentar las oportunidades perdidas. La amaba y no poder casarse con ella supondría una cruel desilusión, pero Mary sospechaba que, si le fuera posible renunciar a ella sin desmerecerse ante sus propios ojos, por mucho que le doliera, él renunciaría. Pero era esclavo de su propia integridad.

Mary bajó los ojos, para ocultar una chispa de regocijo. Extrañamente, aquella situación le resultaba divertida, porque ahora sabía con certeza que en ningún caso —aunque no hubiera ocurrido nada que él pudiera temer, aunque lo hicieran gobernador general de la India al día siguiente se casaría con Edgar. Lo apreciaba, le estaba agradecida porque había aceptado con tanta ecuanimidad los desdichados incidentes que ella se había sentido obligada a explicar, y no quería herir sus sentimientos innecesariamente. Tendría que proceder con cautela. Al menor descuido, él reaccionaría con obstinación y sería capaz de aplastar todas sus objeciones y casarse con ella casi a la fuerza. Bien, si era necesario, Mary sacrificaría el último vestigio de la buena opinión que aún pudiera merecerle. La perspectiva no era muy agradable, pero tal vez fuera inevitable y, si tan defraudado se sentía, más fácil le resultaría renunciar a ella.

Mary suspiró y pensó en Rowley, en lo fácil que era tratar con un granuja sin escrúpulos como él. Cualesquiera que fueran sus defectos, no se asustaba de la verdad. Hizo de tripas corazón.

—Querido Edgar, me apenaría mucho saber que he arruinado tu carrera.

—Eso ni lo pienses. Te prometo que, una vez me haya retirado, tampoco yo volveré a acordarme.

—Pero no debemos pensar sólo en nosotros. Tú eres el hombre idóneo para ese cargo. Te necesitan. Tienes el deber de aceptar sin tomar en consideración tus sentimientos personales.

—No soy tan presuntuoso como para creerme indispensable.

—Siento una gran admiración por ti, Edgar y no soportaría la idea de que abandonaras tu puesto cuando tan necesaria es tu presencia. Podría interpretarse como una señal de debilidad.

Él tuvo un ligero sobresalto y ella comprendió que le había tocado la fibra sensible.

—No puedo hacer otra cosa. Sería peor aceptar el nombramiento en estas circunstancias.

—Sí que puedes hacer otra cosa. Al fin y al cabo, no tienes obligación de casarte conmigo.

Él le lanzó una mirada tan fugaz que Mary no tuvo tiempo de descifrar su significado. Eso ya lo sabía él, desde luego. Seguramente su mirada quería decir «Por Dios, ¿crees que si yo pudiera salir airosamente de esta situación, iba a pensármelo dos veces?». Pero él sabía dominar sus expresiones, y cuando respondió sus labios sonreían y su mirada era tierna.

—Es que yo quiero casarme contigo. No hay en el mundo nada que desee más.

Bien, no había más remedio que tomar la amarga medicina.

—Edgar, yo te aprecio, te debo mucho. Eres el mejor amigo que he tenido. Sé lo espléndido que eres, sincero, leal, amable y cariñoso, pero no te quiero.

—Sé que soy bastante mayor que tú y me doy cuenta de que no puedes quererme como querrías a un hombre de tu misma edad. Pero pensaba que, en fin, la posición que te ofrecía te compensaría en cierta medida. Temo que ahora mi futuro no resulte tan atractivo.

¡Rayos, qué difícil se lo ponía! ¿Por qué no le decía, sencillamente, que era una golfa y que sería maldito si se casara con ella? En fin, allí estaba el caldero de aceite hirviendo, y no había más remedio que cerrar los ojos y dar el salto.

—Voy a hablarte con franqueza, Edgar. Siendo gobernador de Bengala, hubieras tenido mucho trabajo, y yo también; al fin y al cabo, soy humana y el cargo me deslumbraba. Hubiéramos tenido tanto que hacer que no parecía tener importancia el que yo no estuviera enamorada de ti; bastaba con que te apreciara. —Ahora venía lo más difícil—. Pero, una vida tranquila en la Riviera, sin nada que hacer de la mañana a la noche... En fin, creo que lo único que la haría viable sería que yo te quisiera tanto como tú a mí.

—Tampoco tendría que ser forzosamente la Riviera. Viviríamos donde tú quisieras.

—¿Y en qué cambiaría eso las cosas?

Él guardó silencio. Cuando volvió a mirarla sus ojos eran fríos.

—¿Quieres decir que estabas dispuesta a casarte con el gobernador de Bengala pero no con un funcionario jubilado?

—Creo que podría decirse así.

—En tal caso, no hay más que hablar.

—No queda mucho que decir, ¿verdad?

Él volvió a guardar silencio. Estaba muy serio y su cara no reflejaba sus pensamientos. Se sentía humillado y amargamente decepcionado, pero Mary estaba segura de que también se sentía infinitamente aliviado. Aunque esto sería lo último que él dejaría traslucir. Por fin se puso en pie.

—Me parece que no tiene objeto que permanezca en Florencia. A no ser, desde luego, que quieras que me quede por si surge algún problema acerca... del hombre que se suicidó.

—Oh, no, creo que no será necesario.

—Entonces mañana mismo regresaré a Londres. Quizá sea mejor que nos despidamos ahora.

—Adiós, Edgar. Y perdona.

—No hay nada que perdonar.

Se llevó la mano de ella a los labios y, con una dignidad que no tenía nada de ridícula, se alejó por el césped. Al cabo de un momento, había desaparecido tras el seto de boj. Mary oyó alejarse el coche. La entrevista había fatigado a Mary. Hacía dos noches que no dormía de modo espontáneo y, arrullada por el sonsonete de las cigarras, el único sonido que turbaba el silencio, se quedó dormida al aire cálido de la tarde. Al cabo de una hora despertó, descansada. Dio un paseo por el viejo jardín y decidió sentarse en la terraza, para ver atardecer en la ciudad. Cuando pasaba por delante de la casa, vio que Ciro salía en su busca.

—El signor Rowley al teléfono, signora —dijo el criado.

—Que deje el recado.

—Desea hablar con la signora.

Mary se encogió de hombros ligeramente. No tenía muchos deseos de hablar con Rowley, pero tal vez él tenía algo importante que decirle. El recuerdo de aquel pobre muchacho tendido en la ladera no se apartaba de su mente. Se dirigió al teléfono.

—¿Tienes hielo en casa? —preguntó él.

—¿Para esto me has hecho venir al teléfono? —repuso ella con impaciencia.

—No, también quería preguntarte si tienes ginebra y vermut.

—¿Algo más?

—Sí, deseo que me contestes a esto: si tomo un taxi y voy a hacerte una visita, ¿me ofrecerás un cóctel?

—Tengo muchas cosas que hacer.

—Magnífico. Yo te ayudaré.

Ella se encogió de hombros con cierta irritación. Colgó y dijo a Ciro que preparara lo necesario para el cóctel. Luego salió a la terraza. Estaba deseando marcharse de Florencia. La ciudad se le había hecho odiosa, pero no quería que su marcha suscitara comentarios. Tal vez fuera bueno tener ocasión de hablar con Rowley; se lo preguntaría. Aunque, desde luego, era absurdo confiar tanto en una persona tan poco digna de confianza.

Rowley llegó quince minutos después. Mientras cruzaba la terraza, ofrecía un fuerte contraste con Edgar que, con su figura alta y delgada, tenía un aire muy distinguido, una dignidad natural y el aplomo del hombre que, desde hace muchos años, está acostumbrado a hacerse obedecer. Aunque estuviera rodeado de una multitud, aquel hombre de rostro enérgico y aire autoritario llamaba la atención. El achaparrado Rowley, que llevaba la ropa como si fuera un mono de mecánico, se acercaba con los hombros caídos y las manos en los bolsillos, con un aire de indolente insolencia y despreocupación que, Mary tuvo que reconocerlo, no carecía de atractivo. Su boca reidora y la sorna amigable de sus ojos grises le daban aspecto de persona tratable y simpática. De pronto, Mary pensó que, a pesar de todos sus defectos (y sin tomar en consideración el gran favor que le había hecho), ella se sentía muy a gusto en su compañía. Podías ser tú misma. No tenías que fingir, en primer lugar, porque él tenía mucha perspicacia, captaba la hipocresía y se reía de ti y, en segundo lugar, porque él nunca fingía.

Rowley se preparó un cóctel, lo bebió de un trago, se sentó en un sillón y la miró con aire malicioso.

—Así que el forjador del Imperio te ha dejado plantada.

—¿Cómo lo sabes?

—Sé sumar dos y dos. Al volver al hotel, ha pedido un horario de trenes y, cuando ha visto que podía tomar el expreso Roma-París de esta noche, ha hecho llamar un coche para ir a Pisa. Me figuro que tanta prisa por marcharse significa que ha habido pinchazo. Ya te advertí que era una tontería confesar. De un hombre como él no se puede esperar que se trague esa historia.

No tenía objeto hacer una tragedia de algo que Rowley se tomaba tan a la ligera. Mary sonrió.

—Se ha comportado muy bien.

—No lo dudo. Estoy seguro de que ha reaccionado como un perfecto caballero.

—Es un perfecto caballero.

—Más de lo que yo soy. Yo soy caballero por nacimiento, pero no por naturaleza.

—No es necesario que me lo jures, Rowley.

—No estarás dolida, ¿verdad?

—¿Yo? No. No te pido que me creas, pero la verdad es que, mientras hablábamos, comprendí que por nada del mundo me casaría con él.

—De buena te has librado. No quise insistir mucho, ya que parecías decidida a casarte con él, pero te hubieras muerto de aburrimiento. Conozco a las mujeres. Tú no eres de las que deban casarse con un forjador del Imperio.

—Es un gran hombre, Rowley.

—Ya lo sé. Un gran hombre que va por el mundo de gran hombre. Esto es lo fantástico de él. Como si Charlie Chaplin hiciera de Charlie Chaplin.

—Quiero marcharme de aquí, Rowley.

—Nada te lo impide. Un cambio de aires te sentará bien.

—Has sido muy bueno conmigo. Te echaré de menos.

—Oh, pero estoy seguro de que de ahora en adelante nos veremos mucho.

—¿Qué te hace suponer eso?

—Pues, por un lado, que ahora no tienes más remedio que casarte conmigo.

Ella se irguió y le miró de hito en hito.

—¿Qué dices?

—Bien, han pasado muchas cosas desde entonces y supongo que se te ha olvidado, pero la otra noche te hice una proposición de matrimonio. No supondrás que tomé tu respuesta como definitiva. Hasta ahora todas las mujeres a las que he pedido que se casaran conmigo se han casado.

—Creí que bromeabas. No es posible que quieras casarte conmigo ahora.

Él se arrellanó en el sillón, fumando tranquilamente, con una sonrisa en los labios y un brillo humorístico en los ojos. Su tono era tan intrascendente que parecía estar hablando de cosas triviales.

—Verás, cariño, la ventaja que yo puedo ofrecer es que soy una bala perdida. Muchos me critican por las cosas que he hecho y creo que tienen razón; pero me parece que nunca he hecho daño a nadie. Caigo bien a las mujeres y, como soy afectuoso por naturaleza, el resto sigue casi automáticamente. Pero no tengo ni derecho ni inclinación a reprochar a otras personas lo que ellas hacen. Vive y deja vivir ha sido siempre mi divisa. Yo no soy un forjador del Imperio, no soy un hombre de carácter enérgico ni reputación intachable. Sólo soy un individuo tolerante, que tiene un poco de dinero y desea vivir bien. Dices que soy un holgazán y un granuja. Pues bien, intenta reformarme. Tengo una granja en Kenia y voy a despedir al administrador por incompetente. Estaba pensando en hacerme cargo de ella. Puede que ya sea hora de sentar la cabeza. Quizá te guste vivir allí.

Hizo una pausa, esperando que ella hablara, pero Mary no dijo nada. Estaba tan sorprendida y todo lo que él decía era tan inesperado que no podía sino mirarle como si no le comprendiera. Él prosiguió, arrastrando un poco las sílabas al hablar, como si lo que decía fuera muy divertido y esperase que ella riera.

—Verás, al principio tenías razón al decir que sólo buscaba una aventura. ¿Y por qué no? Eres muy bonita. Yo hubiera sido un tipo raro si no hubiera tenido mis planes al respecto. Pero la otra noche en el coche dijiste un par de cosas que me conmovieron. Me resultaste francamente encantadora.

—Desde entonces han ocurrido muchas cosas.

—Ya lo sé, y no me importa decirte que hubo un momento en que me enfadé mucho contigo.

Ella le miró con los párpados entornados.

—¿Por eso me diste la bofetada?

—¿Te refieres a cuando salías del coche? Te pegué porque quería que dejaras de llorar.

—Me hiciste daño.

—Ésa era la idea.

Mary bajó la mirada. Cuando contó a Edgar lo ocurrido entre ella y aquel muchacho, se había puesto lívido de dolor. Estaba escandalizado, pero ella comprendía que lo que más lo mortificaba era que hubiera podido manchar la pureza que él tanto apreciaba en ella. La verdad era que Edgar no amaba a la mujer que Mary era sino a la jovencita a la que regalaba bombones, que le fascinaba con su ingenuidad. Y lo que impulsó a Rowley a abofetearla eran los celos del macho frustrado. Era extraño que descubrirlo ahora le produjera cierto orgullo. No pudo menos que mirarlo con una leve sonrisa. Sus miradas se encontraron.

—Pero ya no estoy enfadado contigo. ¿Sabes?, me gustó que me llamaras cuando te viste en el atolladero, y la forma en que conservaste la serenidad. Hubo un momento en que las cosas se pusieron bastante feas. Tienes presencia de ánimo y eso también me gusta. Desde luego, fuiste una perfecta idiota, pero eso demuestra que tienes un corazón generoso y, a decir verdad, no he conocido a muchas que lo tuvieran. Te quiero mucho, Mary.

—¡Qué extraños sois los hombres! —suspiró ella—. Tanto tú como Edgar dais importancia a algo que no la tiene. Lo que realmente importa, lo que me destroza el corazón es que, por mi culpa, ese pobre muchacho está muerto y sin enterrar bajo el cielo.

—Da lo mismo que esté allí o en un cementerio. Llorando por él no podrás devolverle una vida que él no apreciaba. ¿Qué significa para ti en realidad? Nada. Si mañana te cruzaras con él por la calle, probablemente no lo reconocerías. Despeja la mente de pamemas. Es lo que decía el doctor Johnson y es un buen consejo.

Ella abrió los ojos.

—¿Qué sabes tú del doctor Johnson?

—En los momentos de sosiego de una vida agitada, he leído mucho. El viejo Sam Johnson es uno de mis favoritos. Tenía mucho sentido común y conocía bastante bien la naturaleza humana.

—Estás lleno de sorpresas, Rowley. Nunca creía que leyeras algo más que las páginas de deportes.

—Yo no pongo todas mis buenas prendas en el escaparate —sonrió él—. No creo que estar casada conmigo te resulte tan aburrido como puedas suponer.

Ella se alegró de que se le ocurriera una observación frívola.

—¿Y cómo podría estar segura de que vas a serme razonablemente fiel?

—Bien, eso dependerá de ti. Dicen que una mujer debe tener una ocupación, y ésta sería muy apropiada para ti en Kenia.

Ella lo miró con gesto pensativo.

—¿Por qué quieres casarte conmigo, Rowley? Si me quieres tanto como dices, no tengo inconveniente en irme de viaje contigo. Podríamos hacer una gira por Provenza.

—Es una idea, desde luego. Pero condenadamente mala.

—No parece que tenga mucho aliciente cambiar un buen amigo por un marido mediocre.

—Bonita observación en boca de una mujer respetable.

—No soy tan respetable. ¿No crees que ya es un poco tarde para hacer aspavientos?

—No lo creo. Y, si empiezas a tener complejos de inferioridad, te daré una zurra que no se te olvidará en un mes. O matrimonio o nada, querida. Te quiero para siempre.

—Pero no estoy enamorada de ti, Rowley.

—La otra noche te dije que, si te dabas una oportunidad, te enamorarías.

Ella le miró dubitativamente, y en sus bellos ojos apareció una sonrisa tenue pero burlona.

—No sé si tienes razón —murmuró—. No me importa reconocer que la otra noche, cuando me tenías abrazada, mientras pasaban los borrachos de aquel coche, a pesar de lo asustada que estaba, la sensación no era... del todo desagradable.

Él rió entre dientes. Se puso de pie, le cogió la mano, la hizo levantar, la abrazó y la besó en los labios.

—Bien —dijo ella—. Si insistes en casarte conmigo... Pero corremos un grave riesgo.

—Amor mío, vivir es eso, correr riesgos.