Cuando Mary llegó a casa, encontró un telegrama que acababan de entregar: «Regreso mañana en avión. Edgar».
El jardín estaba dividido en terrazas y había en él un rincón por el que Mary sentía predilección. Era una franja de césped, como una pista de bolos, rodeada de un seto de ciprés que, a un lado, formaba un arco por el que se divisaba una vista no de Florencia sino de un monte cubierto de olivos y un pueblo de tejados rojos y con campanario en lo alto. Era un lugar fresco e íntimo, y allí fue a sentarse Mary en un sillón, buscando paz. Era un alivio estar sola y no tener que fingir. Ahora podía dar rienda suelta a la preocupación. Al cabo, Nina le llevó una taza de té. Mary le dijo que esperaba a Rowley.
—Cuando llegue, trae whisky, sifón y hielo.
—Muy bien, signora.
Nina era una mujer joven, un poco chismosa, que ahora estaba ansiosa de comentar una noticia. La había traído Agata, la cocinera, que vivía en el arrabal. Unos parientes suyos habían alquilado una habitación a uno de aquellos refugiados que infestaban Italia, y el hombre se había marchado sin pagar la pensión. Eran personas muy modestas, que necesitaban el dinero y los pocos efectos que había dejado el hombre no valían ni cuatro liras. Ellos no le apremiaban para que les pagara las tres semanas que les debía porque era simpático y les daba lástima, pero menuda faena... Eso les enseñaría que no hay que hacer favores a la gente.
—¿Cuándo se marchó? —preguntó Mary.
—Salió ayer tarde para ir a tocar el violín en casa de Peppino... Sí, precisamente donde cenó la signora. Dijo a Assunta que le pagaría cuando volviera, pero no volvió. Ella ha ido a ver a Peppino, pero Peppino dice que no sabe nada de él, que ha desaparecido sin avisar y que no hace falta que vuelva. Pero que tenía dinero, su parte de la colecta. Una señora dio cien liras, y...
Mary la atajó. No quería oír más.
—Pregunta a Agata cuánto debe a Assunta ese hombre. Yo... no quiero que salga perjudicada por haber hecho un favor. Yo le pagaré.
—Oh, signora, eso sería una gran ayuda para ellos. Sus dos hijos están haciendo el servicio militar, sin ganar dinero, y les cuesta mucho salir adelante. Ellos le daban de comer, y hoy en día la comida está muy cara. Somos nosotros, los pobres, los que tenemos que sacrificarnos para que Italia se convierta en una gran nación.
—Está bien. Puedes marcharte.
Era la segunda vez en el día que tenía que oír hablar de Karl. Estaba aterrada. Parecía que aquel desgraciado, por el que nadie se preocupó cuando vivía, concitaba la atención general de un modo misterioso después de muerto. Recordó una observación de la princesa. Había dicho que, puesto que ella había sido la causante de que perdiera el empleo, deseaba hacer algo por él. Era una mujer decidida y lo buscaría. También era obstinada y removería cielo y tierra hasta averiguar qué había sido de él.
Tengo que marcharme. Estoy asustada, se dijo. ¡Si por lo menos viniera Rowley! En aquel momento, él parecía su único refugio. Sacó del bolso el telegrama de Edgar y volvió a leerlo. Aquello era una vía de escape. Empezó a pensar intensamente.
Poco después oyó pronunciar su nombre.
—Mary.
Era Rowley, que había aparecido por el extremo de la explanada y se acercaba con su andar desgarbado y las manos en los bolsillos. No tenía un porte elegante sino una naturalidad y una indolencia que muchos hubieran encontrado provocativas en un individuo tan poco recomendable, pero en aquel momento resultaron extrañamente tranquilizadoras para Mary. Él seguía imperturbable.
—Nina me ha dicho que te encontraría aquí. Le he pedido un trago que necesito con urgencia. Qué calor, subir esa cuesta. —La miró fijamente—. ¿Qué sucede? Tienes mala cara.
—Espera a que Nina traiga las bebidas.
Él se sentó y encendió un cigarrillo. Cuando llegó Nina, él dijo jocosamente:
—Vamos a ver, Nina, ¿y todos esos niños que el Duce reclama para la patria a todas las italianas? Me parece que tú no cumples con tu deber.
—Mamma mia, como si no fuera ya bastante difícil alimentarse una hoy en día. ¿Cómo iba a dar de comer a media docena de criaturas?
Cuando la mujer se marchó, él miró a Mary.
—¿Qué ocurre?
Ella le contó el incidente del almuerzo, cuando la princesa se puso a hablar de Karl, y lo que Nina acababa de decirle. Él la escuchó atentamente.
—Mujer, no es para tanto. Estás nerviosa. Ese muchacho pensó que había encontrado un trabajo permanente y lo echaron; debía dinero a su patrona, había prometido pagarle y no tenía suficiente. Y si lo encuentran, ¿qué? Se suicidó. Razones no le faltaban.
Desde luego, lo que decía Rowley parecía lógico. Mary sonrió y suspiró.
—Sin duda tienes razón. Estoy nerviosa. ¿Qué haría sin ti, Rowley?
—No me lo imagino —rió él.
—Si llegan a descubrirnos anoche, ¿qué nos hubiera ocurrido?
—Que hubiéramos caído en desgracia, cariño.
Mary ahogó una exclamación.
—No querrás decir que hubiéramos... ido a la cárcel.
La miró con una sonrisa irónica en los ojos.
—Hubiéramos tenido que dar un montón de explicaciones, ¿comprendes? Dos ingleses paseando por el campo con un cadáver. No veo cómo hubiéramos podido demostrar que se había suicidado. Podía haberlo matado uno de nosotros.
—¿Por qué ibas a matarlo tú?
—A la fértil imaginación de un policía se le hubieran ocurrido media docena de buenas razones. Anoche nos marchamos juntos de casa de Peppino. La gente dice que no tengo la mejor de las reputaciones en asuntos de mujeres. Tú eres un ejemplar casi perfecto de bombón. ¿Cómo demostrar que entre nosotros no había algo? Yo podía haber encontrado al chico en tu habitación y haberlo matado en un arrebato de celos. O podía habernos sorprendido él en una situación comprometedora, y yo haberlo matado para salvar tu reputación. Son tonterías que hace la gente.
—Te expusiste a un grave riesgo.
—No hay que hablar de ello.
—Anoche estaba tan asustada que ni te di las gracias. Fui una estúpida, pero te estoy agradecida, Rowley. Te lo debo todo. De no ser por ti, creo que me hubiera suicidado. No me explico por qué has de hacer eso por mí.
Él la miró fijamente un momento y luego le sonrió con naturalidad y afecto.
—Cariño, hubiera hecho lo mismo por cualquier buen amigo. Es más, no podría jurar que no lo hubiera hecho también por un perfecto desconocido. Es que me gusta el peligro, ¿comprendes? En realidad no soy una persona muy respetuosa de la ley, y me divertí muchísimo. Una vez, en Monte, de una carta dependían mil libras. Aquello también fue emocionante; pero no hay punto de comparación. Por cierto, ¿dónde está el revólver?
—Lo tengo en el bolso. No me atreví a dejarlo en casa cuando salí a almorzar. Me daba miedo que Nina lo encontrara.
Él tendió la mano.
—Dame el bolso.
Ella no comprendía por qué se lo pedía, pero se lo dio. Él lo abrió, sacó el revólver y se lo echó al bolsillo.
—¿Por qué haces eso?
Rowley se recostó contra el sillón con indolencia.
—Supongo que antes o después encontrarán el cadáver. Bien pensado, creo preferible que encuentren el revólver con él.
Mary ahogó un grito de espanto.
—No pensarás volver allí.
—¿Por qué no? Es una hermosa tarde y necesito hacer ejercicio. He alquilado una bicicleta. No hay razón por la que no pueda salir a pedalear por la carretera y, una vez allí, ceder al impulso de tomar por un desvío para visitar el pintoresco pueblo de la montaña.
—Alguien podría verte entrar en el bosque.
—Desde luego, pienso tomar la elemental precaución de cerciorarme de que no hay nadie por los alrededores.
Se levantó.
—¿No te irás ya?
—Creo que sí. En realidad, no es un gran bosque. No te lo dije anoche porque bastante asustada estabas ya y no había tiempo de buscar otro lugar, pero me parece que hay que contar con que no tarden en descubrirlo.
—No estaré tranquila hasta saber que has vuelto.
—¿De verdad? —sonrió él—. Subiré a verte. Me parece que estaré deseando tomar otro trago.
—Oh, Rowley.
—No temas. El diablo es un compañero leal que no abandona a los suyos.
Se marchó. Esperar su regreso era ahora una tortura que hacía que, en comparación, todo lo ocurrido pareciera una nimiedad. De nada servía repetirse que, después del riesgo que habían corrido la víspera, esto no era nada. Pero aquel acto, por lo menos entonces, parecía inevitable, mientras que éste era innecesario. Rowley se metía en la boca del lobo por diversión, porque le gustaba tentar a la suerte. De pronto, Mary se enfureció. Él no tenía derecho a cometer una estupidez semejante; debió impedírselo. Pero lo cierto era que, cuando él estaba a su lado y le hablaba con su cáustico humor, era casi imposible situar las cosas en su justa perspectiva. Además, tenía la impresión de que cuando él tomaba una decisión no era fácil disuadirle. Era un hombre extraño. Quién iba a suponer que, bajo su aparente frivolidad, hubiera tanta determinación.
Desde luego, está acostumbrado a hacer su voluntad, se dijo con irritación.
Por fin regresó. Ella lanzó un suspiro de alivio. No había más que verle caminar hacia ella con aquel aire de desfachatez y aquel rictus burlón en los labios para comprender que todo había ido bien. Él se dejó caer en el sillón y se sirvió un whisky con soda.
—Un buen trabajo bien hecho. Ni un alma a la vista. A veces, la fortuna se complace en echar una mano al criminal. Corría un poco de agua cerca de allí, de alguna fuente, supongo. Por eso hay tanta vegetación. Tiré el revólver en un charco. Bueno va estar dentro de un par de días.
Ella quería preguntar por el cadáver, pero no se atrevía. Permanecieron un rato en silencio, mientras él fumaba despacio y tomaba su fresca bebida con fruición.
—Me gustaría contarte qué ocurrió exactamente anoche —dijo ella por fin.
—No es necesario. Puedo adivinar lo esencial y el resto no importa mucho, ¿no te parece?
—Es que deseo contártelo, quiero que sepas lo peor de mí. En realidad, no sé por qué se mató ese pobre muchacho, pero tengo remordimientos.
Él la escuchó en silencio. Sus ojos fríos y perspicaces permanecían fijos en ella mientras Mary relataba, paso a paso, todo lo ocurrido desde que vio a Karl salir de la sombra del ciprés hasta el momento horrible en que el disparo la hizo saltar de la cama. Había cosas muy difíciles de decir, pero, al sentir fijos en ella aquellos ojos grises, comprendía que sería inútil tratar de ocultar algo. Por otra parte, le producía cierto alivio contar los hechos descarnadamente. Cuando acabó de hablar, él se echó atrás en el sillón y pareció contemplar absorto los anillos de humo del cigarrillo.
—Creo que puedo explicarte por qué se mató —dijo al fin—. Era un marginado, un desarraigado, sin casa, sin dinero, medio muerto de hambre. No tenía mucho por lo que vivir, ¿no te parece? Entonces llegaste tú. No creo que hubiera visto en toda su vida a una mujer tan hermosa. Tú le diste algo que él no hubiera podido ni soñar. Todo su mundo se transformó de pronto, porque tú lo amabas. ¿Cómo puedes esperar que adivinara que no era amor lo que te impulsaba a entregarte a él? Luego le dijiste que te daba lástima. Mary, cariño, los hombres somos vanidosos, sobre todo los jóvenes, ¿no lo sabías? Fue una humillación intolerable. No me extraña que estuviera tentado de matarte. Tú lo habías acercado a las estrellas y volvías a arrojarlo a la cuneta. Es como si a un prisionero sus carceleros lo acompañaran hasta la puerta y, cuando va a salir a la libertad, le dijeran que era una broma. ¿No te parece que eso fue suficiente para que pensara que la vida no merecía la pena?
—Si eso que dices es verdad, nunca podré perdonármelo.
—Creo que es verdad, pero no toda la verdad. Verás, él estaba desequilibrado por todo lo que había sufrido. Quizá no estaba en su sano juicio. Quizá había algo más. Quizá tú le diste unos momentos de éxtasis tan sublimes que pensó que la vida ya no podía ofrecerle algo mejor, y se sintió dispuesto a abandonar. ¿Sabes?, la mayoría de nosotros hemos tenido momentos de una felicidad tan grande que hemos exclamado: «¡Ahora ya podría morirme!». Bien, él tuvo este momento, se le ocurrió este pensamiento y murió.
Mary miraba a Rowley con asombro. ¿Era realmente él, el hombre duro, burlón, irreflexivo y sinvergüenza el que decía esas cosas? Éste era un Rowley desconocido.
—¿Por qué me dices eso?
—Pues, en parte porque no quiero que te lo tomes tan a pecho. Ya nada puedes hacer. Sólo olvidar, y quizá lo que acabo de decirte te permita olvidar con más tranquilidad. —Le dedicó aquella sonrisa burlona y familiar—. Y también, en parte, porque he tomado varias copas y estoy un poco trompa.
Ella no contestó. Le tendió el telegrama de Edgar. Él lo leyó.
—¿Vas a casarte con él?
—Quiero marcharme de aquí. Ahora odio esta casa. Cada vez que entro en mi habitación, siento deseos de gritar de horror.
—Y la India está muy lejos.
—Edgar es un hombre fuerte, con mucho carácter. Me quiere. Compréndelo, Rowley, ahora he desmerecido a mis propios ojos. Me siento desvalida. Quiero que alguien cuide de mí. Necesito apoyarme en alguien.
—Bien, entonces no hay más que hablar.
Mary no estaba segura de qué había querido decir. Lo miró, pero él la contemplaba con ojos risueños que no delataban nada.
Ella suspiró ligeramente.
—Claro que quizá él no quiera casarse conmigo.
—¿Se puede saber de qué estás hablando? Está loco por ti.
—Tengo que contárselo, Rowley.
—¿Por qué? —exclamó él, estupefacto.
—No podría casarme con él con este secreto. Me pesaría en la conciencia. No tendría ni un minuto de paz.
—¿Paz? ¿Y la paz de él? ¿Crees que te dará las gracias por contárselo? Puedes estar segura de que no tienes nada que temer. Ya nada puede relacionarte con la muerte de ese desgraciado.
—Tengo que ser sincera con él.
Rowley frunció el entrecejo.
—Cometes un grave error. Conozco bien a esos forjadores del Imperio. Son la esencia de la integridad y todas esas cosas. ¿Qué saben ellos de tolerancia? Nunca la necesitaron. Es una locura destruir su confianza en ti. Él te adora. Te cree perfecta.
—¿Y eso qué importa si no lo soy?
—¿No piensas que cuanto mejor te cree la gente mejor puedes llegar a ser? Tu Edgar tiene grandes cualidades que le han situado donde ahora está. Peor, mal que te pese, también posee cierta dosis de obstinación y estupidez que también le han ayudado. Sin ellas no sería el personaje que es. Tú, al pedirle que comprenda el laberinto de la sensibilidad femenina, le exiges algo que está fuera de su alcance.
—Si me ama lo suficiente, me comprenderá.
—Está bien, querida, como quieras. No es la clase de individuo con quien me gustaría casarme si fuera mujer; pero, si te has encaprichado, adelante. De todos modos, si quieres un buen consejo, imita a la almeja.
Ahogó una risa, le estrechó una mano ligeramente y se alejó con su andar insolente. Ella pensó entonces que tal vez nunca volvería a verlo, y la idea le produjo una leve opresión en el pecho. Tenía gracia que le hubiera pedido que se casara con él. Tuvo que sonreír al pensar en el susto que se hubiera llevado Rowley si ella le hubiese tomado en serio y aceptado.