6

Al abrir los ojos, Mary vio a Nina de pie al lado de la cama.

—¿Qué hay? —preguntó con voz soñolienta.

—Es tarde, signora. La signora tiene que estar en Villa Bolognese a la una y ya son las doce.

Mary recordó de pronto y sintió una punzada de angustia. Completamente despierta ya, miró a la criada, que estaba sonriente y amable como de costumbre. Mary trató de tranquilizarse.

—Después de que me despertaras me costó conciliar el sueño. Como no quería pasar el resto de la noche en vela, tomé un par de somníferos.

—Lo siento mucho, signora. Oí ruido y pensé que debía venir a ver si ocurría algo malo.

—¿Qué clase de ruido?

—Fue como un disparo. Recordé el revólver que le había dejado el signore y me asusté.

—Sería un coche en la carretera. Por la noche los sonidos llegan muy lejos. En cuanto me traigas café, me baño. Tengo que darme prisa.

Cuando Nina salió, Mary se levantó de un salto y fue al cajón en que había guardado el revólver. Temía que Nina lo hubiera encontrado mientras ella dormía y se lo hubiera llevado. Ciro, su marido, le habría dicho inmediatamente que se había descargado una de las cámaras. Pero el revólver seguía allí. Mientras esperaba el café, Mary reflexionaba. Ahora comprendía por qué Rowley había insistido en que fuera a aquel almuerzo. En su conducta no debía haber nada fuera de lo normal; debía tener cuidado tanto por él como por sí misma. Se sentía profundamente agradecida. Él había conservado la serenidad y pensado en todo. ¿Quién iba a imaginar que aquel tarambana tuviera tanta sangre fría? ¿Qué hubiera ocurrido si él no llega a conservar la serenidad cuando el coche de los italianos borrachos se cruzó con ellos en el momento más peligroso? Quizá Rowley no fuera un individuo muy útil a la sociedad, pero era un buen amigo; eso no podía negarse.

Tras beber café y tomar un baño, se sentó al tocador para maquillarse y empezó a sentirse mucho mejor. Era asombroso comprobar que, a pesar del trance por el que había pasado, su aspecto no había cambiado en absoluto. Ni rastro de terror, ni de las lágrimas. Se sentía despejada y tranquila. Su cutis dorado no había perdido tersura; ni su pelo, lustre; ni sus ojos, brillo. Sintió cierta excitación estimulante al pensar en aquel almuerzo en que tendría que mostrarse animada y alegre, para que todos comentaran, cuando se hubiera ido: «Hoy Mary estaba en excelente forma». Había olvidado preguntar a Rowley si había aceptado la invitación; esperaba verlo allí. Le daría confianza.

Por fin estuvo lista para salir. Se miró al espejo por última vez. Nina le sonreía con admiración.

—La signora está hoy más guapa que nunca.

—No me adules tanto, Nina.

—Es verdad. Dormir le ha hecho bien. Parece una niña.

Los Atkinson eran un matrimonio americano de mediana edad que poseían una espléndida villa que había pertenecido a los Médicis, y habían dedicado veinte años a coleccionar los muebles, cuadros y estatuas que hacían de su casa una de las más suntuosas mansiones florentinas. Eran muy hospitalarios y daban grandes fiestas. Cuando Mary entró en el salón, decorado con vitrinas renacentistas, vírgenes de Desiderio da Settignano y Sansovino y pinturas de Perugino y Filippino Lippi, la mayoría de los invitados ya habían llegado. Los criados de librea pasaban cócteles y canapés. Las mujeres estaban muy bonitas con sus vestidos de verano comprados en París y los hombres, relajados y cómodos con trajes ligeros. Los altos balcones se abrían a un jardín fastuoso, con boj delicadamente recortado, simétricas urnas de piedra rebosantes de flores y estatuas barrocas erosionadas por la intemperie. Aquel día cálido de primeros de junio el aire tenía una dulzura que embriagaba. Daba la sensación de que nadie sufría de ansiedad, todo el mundo parecía tener mucho dinero y estar deseoso de divertirse. Imposible imaginar que existiera alguien que careciera de lo necesario para vivir. En un día como aquél era una delicia estar vivo.

Al entrar en el salón, Mary captó con fina sensibilidad la animación del ambiente, pero precisamente aquella alegría de vivir, aquel goce espontáneo en el momento presente que percibió como esa bofetada de calor que sientes al salir de una sombría callejuela de Florencia a una plaza calcinada por el sol, le produjo una angustia viva y cruel. Ahora mismo, aquel pobre muchacho yacía bajo el cielo en una ladera de la cuenca del Arno, con una bala en el corazón. Entonces vio a Rowley. La miraba desde el fondo del salón y Mary recordó lo que él le había dicho. Ahora venía hacia ella. Harold Atkinson, el anfitrión, un hombre apuesto, de pelo gris, sanguíneo y un tanto corpulento, gran admirador de la belleza femenina, que gustaba de galantear a Mary de un modo festivo y paternal, retuvo su mano más tiempo del necesario. Rowley llegó.

—Estaba diciendo a esta muchacha que es tan bonita como un cuadro —dijo Atkinson.

—Pierdes el tiempo, amigo —respondió Rowley con su irónica sonrisa—. Es como decir piropos a la estatua de la Libertad.

—¿Es que te ha dado calabazas?

—Monumentales.

—No se lo reprocho.

—Lo cierto, Mr. Atkinson, es que a mí no me gustan los jovencitos —dijo Mary con los ojos brillantes—. La experiencia me dice que no vale la pena hablar con un hombre hasta que ha cumplido los cincuenta.

—Tendremos que discutir de eso con más calma —respondió Atkinson—. Me da la impresión de que tenemos muchas cosas en común.

Se volvió a saludar a un invitado que acababa de llegar.

—Así me gusta —musitó Rowley.

Su mirada de aprobación la alentó, pero no pudo evitar mirarle con angustia.

—Continúa. Imagina que estás interpretando un papel.

—Te he dicho y te repito que no tengo talento para la escena —respondió ella, pero sonreía.

—Si eres mujer, a la fuerza tienes que saber hacer teatro —replicó él.

Mary hizo teatro durante todo el almuerzo. A su derecha estaba el anfitrión, con el que mantenía un festivo coqueteo que a él le divertía y halagaba. Con su vecino del otro lado, especialista en arte italiano, hablaba de los pintores de Siena. En Florencia, la sociedad no era muy amplia, y varios de los presentes habían asistido a la cena de la víspera. La princesa de San Ferdinando, que había sido su anfitriona, estaba sentada a la derecha de Atkinson y sacó un tema que estuvo a punto de hacer perder la serenidad a Mary. La anciana se dirigió a ella por encima de la mesa.

—Estaba hablando con el conde de la cena de anoche. —Volviéndose hacia Atkinson, explicó—: Los invité a cenar en el restaurante de Peppino, para que oyeran cantar a un hombre que tiene una voz maravillosa. ¿Y sabe qué pasó? Pues que el hombre no se presentó.

—Ya lo he oído cantar —dijo Atkinson—. Mi mujer quiere que le pague los estudios de canto. Opina que debería dedicarse a la ópera.

—En su lugar tenían a un desastre de violinista. Peppino me contó que era un refugiado alemán al que había dado una oportunidad para hacer una buena obra, pero que no volvería a dejarlo tocar. ¿Se acuerda, Mary? Fue horrendo.

—No tocaba muy bien, desde luego.

Se preguntó si su voz sonaría a los demás tan forzada como a sus propios oídos.

—Eso es expresarlo con mucha suavidad —dijo la princesa—. Si yo tocara el violín de esa manera, me pegaría un tiro.

Mary comprendió que tenía que decir algo. Se encogió de hombros ligeramente.

—Debe de ser muy difícil para esas personas encontrar trabajo.

—Es muy triste —dijo Atkinson—. ¿Y era joven?

—Sí; poco más que un muchacho —respondió la princesa—. Tenía una cara interesante, ¿verdad, Mary?

—No me fijé —respondió ella—. Se empeñan en vestirlos de un modo tan estrafalario...

—No sabía que fuera un refugiado. Ahora siento haberme quejado. Supongo que Peppino dijo que lo despediría porque yo protesté. Me pregunto si podría encontrarlo. Me gustaría darle doscientas o trescientas liras para que pueda ir tirando hasta que encuentre otro trabajo.

Siguió hablando de él interminablemente. Mary lanzó una mirada de desesperación a Rowley, pero él estaba en el otro extremo de la mesa y no la vio. Tendría que arreglárselas sola. Por fin cambiaron de tema. Mary estaba exhausta. Conversaba, reía las bromas de sus vecinos, fingía interés y aparentaba que se divertía, mientras por su memoria torturada desfilaban los sucesos de la noche anterior, vívidamente, como una comedia que se representara en un escenario. Se alegró cuando por fin pudo despedirse.

—Muchas gracias; ha sido una reunión magnífica. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien.

Mrs. Atkinson, una dama de cabello blanco, amable, perspicaz y con un ácido sentido del humor, le estrechó la mano largamente.

—Gracias a usted, querida. Es tan hermosa que con su sola presencia hace que cualquier reunión sea un éxito. Y también Harold lo ha pasado estupendamente. Es un terrible conquistador.

—Ha sido muy amable conmigo.

—Lo que usted se merece. ¿Es verdad que nos deja pronto?

Por el tono de Mrs. Atkinson Mary dedujo que se refería a Edgar. Quizá la princesa le había contado algo.

—Quién sabe —sonrió.

—Bien, espero que sea cierto lo que me han dicho. ¿Sabe?, me considero buena conocedora de las personas. Y usted no sólo es hermosa sino buena, cariñosa y sincera. Merece ser muy feliz.

Mary no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. Esbozó una débil sonrisa y se alejó rápidamente.