5

La habitación estaba a oscuras, pero por los balcones abiertos de par en par entraba la luna. Mary se había sentado en un sillón antiguo de alto respaldo y el joven estaba en el suelo, con la cabeza apoyada en las rodillas de ella, fumando un cigarrillo. La brasa brillaba en la oscuridad. En respuesta a las preguntas de ella, le había explicado que, bajo el gobierno Dollfuss, su padre, jefe de policía de una pequeña ciudad austríaca, había sofocado con severidad los disturbios que alteraban la paz durante aquellos agitados tiempos. Cuando, después del asesinato del pequeño canciller campesino, Schussnigg llegó al poder, el padre de Karl se mantuvo en su puesto, gracias a su firmeza y determinación. Él estaba a favor de la restauración del archiduque Otto, porque pensaba que era la única forma de impedir que Austria, a la que amaba con fervoroso patriotismo, fuera absorbida por Alemania. Durante los tres años siguientes, se ganó la hostilidad de los nazis austríacos con las severas medidas que adoptó para poner coto a sus actividades subversivas. El día aciago en que las tropas alemanas entraron en el pequeño país indefenso, se disparó un tiro al corazón. Su hijo Karl estaba a punto de terminar sus estudios. Se había especializado en historia del arte, pero pensaba dedicarse a la enseñanza. Por el momento, nada podía hacer e, indignado, escuchaba entre la multitud el discurso que Hitler pronunció desde el balcón del ayuntamiento de Linz, después de su entrada triunfal, y oía a los austríacos desgañitarse aclamando a su conquistador. Pero no tardó en enfriarse el entusiasmo, y cuando los más atrevidos formaron una asociación secreta para combatir el gobierno extranjero por todos los medios a su alcance, tuvieron muchos seguidores. Uno de ellos fue Karl. Celebraban reuniones que creían secretas y conspiraban con ineficacia, eran poco más que unos mozalbetes y no sospechaban que todos sus movimientos y todas sus palabras eran repetidos en la jefatura de la policía secreta. Un día todos fueron arrestados. Fusilaron a dos, para escarmiento, y enviaron a los demás a un campo de concentración. Karl escapó al cabo de seis meses y tuvo la suerte de poder cruzar la frontera por el Tirol italiano. No llevaba pasaporte ni documento alguno, porque se los habían quitado en el campo de concentración, y vivía con el temor a ser arrestado y encarcelado por vagabundo o deportado al Reich, donde le esperaba un severo castigo.

—De haber tenido dinero para comprar un revólver, me hubiera matado, lo mismo que mi padre.

Tomó la mano de ella y se la llevó al pecho.

—Aquí, en el cuarto espacio intercostal. Donde ahora tienes los dedos.

—No digas eso —murmuró Mary retirando la mano bruscamente con un estremecimiento.

Él soltó una carcajada triste.

—No sabes las veces que he mirado el Arno, preguntándome cuándo llegaría el día en que no tendría más remedio que arrojarme a sus aguas.

Mary suspiró. El destino de aquel muchacho parecía tan cruel que cualquier palabra que ella pudiera decir para consolarle habría parecido frívola. Él le oprimió la mano.

—No suspires —le dijo dulcemente—. Ya no lamento nada. Todo habrá merecido la pena, después de esta noche maravillosa.

Permanecieron en silencio. Mary pensaba en la triste historia que él le había contado. No tenía salida. ¿Qué podía hacer ella? ¿Darle dinero? Lo ayudaría durante un tiempo, quizá; pero nada más. Él era un romántico, su lenguaje grandilocuente era el del muchacho que sabe más de los libros que de la vida, a pesar de sus terribles experiencias, y era posible que se negara a aceptar dinero de ella. De pronto, cantó un gallo. El sonido rasgó el silencio con tanta violencia que ella se estremeció. Retiró la mano.

—Ahora debes marcharte, cariño —dijo.

—Todavía no. Todavía no, amor mío.

—Pronto amanecerá.

—Aún falta mucho. —Se puso de rodillas y la abrazó—. Te adoro.

Ella se desasió.

—Pero tienes que marcharte, de verdad. Es tarde. Por favor.

Ella intuyó más que vio la dulce sonrisa que él esbozaba. El muchacho se levantó, se puso la americana y los zapatos y ella encendió la luz. Una vez vestida, la abrazó.

—Amor mío —susurró—. Me has hecho muy feliz.

—Me alegro.

—Me has dado algo por lo que vivir. Ahora que te tengo a ti, lo tengo todo. Ya no me asusta el futuro. La vida no es tan mala. Todo se arreglará.

—¿Nunca me olvidarás?

—Nunca.

Ella alzó los labios hasta los de él.

—Entonces adiós.

—Adiós, ¿hasta cuándo? —murmuró él apasionadamente.

Ella volvió a soltarse.

—Adiós para siempre, cariño. Pronto me marcharé, dentro de tres o cuatro días, supongo. —Se le hacía difícil decir lo que tenía que decir—. No podemos volver a vernos. Compréndelo, no soy libre.

—¿Estás casada? Me dijeron que eras viuda.

Hubiera sido fácil mentirle. Pero, sin saber por qué, no pudo. Buscó una evasiva.

—¿Qué supones que he querido decir? Te repito que es imposible que volvamos a vernos. No querrás destrozarme la vida, ¿verdad?

—Pero tengo que volver a verte. Sólo una vez, sólo una. De lo contrario, moriré.

—Sé razonable, cariño. Te repito que es imposible. Cuando nos digamos adiós, será para siempre.

—Pero yo te quiero. ¿Tú a mí no?

Ella titubeó. No quería ser brusca, pero en aquel momento le pareció necesario decir la verdad. Movió la cabeza y sonrió ligeramente.

—No.

Él la miraba fijamente, como si no comprendiera.

—Entonces, ¿por qué me trajiste a tu casa?

—Te vi tan solo y triste que quise darte unos momentos de felicidad.

—¡Oh, qué crueldad! ¡Qué monstruosa crueldad!

A ella le temblaba la voz.

—No digas eso. No pretendía ser cruel. Me movían la ternura y la compasión.

—Yo no te he pedido tu compasión. ¿Por qué no me dejaste en paz? Me has mostrado el cielo y ahora quieres echarme otra vez a la tierra. No. No.

Parecía crecerse a medida que hablaba. En su indignación había un acento trágico. Ella estaba vagamente impresionada. No pensó que él pudiera tomárselo de aquel modo.

—Quizá he sido una estúpida. No quería herirte.

Ya no había amor en los ojos de él sino fría hostilidad. Su cara, más pálida que nunca, era como la máscara de la muerte. Ella estaba alarmada. Ahora comprendía lo tonta que había sido. Los criados dormían lejos y no la oirían por más que gritara. ¡Qué idiota, pero qué idiota había sido! Pero no debía perder la serenidad ni dejar traslucir el miedo.

—Lo siento mucho —murmuró—. No quise herir tus sentimientos. Si algo puedo hacer para compensarte...

Él frunció el entrecejo.

—¿Y ahora qué? ¿Me ofreces dinero? No quiero tu dinero. ¿Cuánto tienes aquí?

Ella tomó el bolso de encima del tocador y, al meter la mano, tocó el revólver. Tuvo un sobresalto. Nunca había disparado un arma. Pero era una tontería imaginar que las cosas llegarían hasta semejante extremo. De todos modos, se alegraba de tenerlo. Al fin y al cabo, el bueno de Edgar no era tan estúpido. Le cruzó la idea de que no era para una situación como ésa que él la había obligado a aceptarlo. Incluso en estas circunstancias la idea la divirtió y la ayudó a sobreponerse.

—Tengo dos o tres mil liras. Suficiente para que puedas llegar a Suiza. Allí estarás más seguro. Créeme, no me harán falta.

—Claro que no te harán falta. Tú eres rica, ¿verdad? Lo bastante como para pagarte una noche de diversión. ¿Siempre pagas a tus amantes? Si quisiera dinero, ¿crees que me conformaría con unas cuantas liras? Me llevaría las perlas y las pulseras.

—Llévatelas si quieres. No significan nada para mí. Están en el tocador. Tómalas.

—Eres tan ruin que crees que todos los hombres tienen un precio. Estúpida. Si el dinero significara tanto para mí, ¿crees que no hubiera podido contemporizar con los nazis? No hubiera tenido necesidad de expatriarme. Ni de pasar hambre.

—Dios mío, ¿por qué no quieres comprenderme? Sólo quería ser buena contigo, y piensas que pretendía hacerte daño. Déjame remediar ese daño. Si te he ofendido, si te he herido, te pido perdón. Sólo quería hacerte bien.

—Mientes. Eres una mujer ociosa, sensual, vacía. Me pregunto qué has hecho de bueno en tu vida. Vas por el mundo buscando emociones, experiencias nuevas, lo que sea, para engañar al tedio, sin que te importe el daño que puedas causar. Pero esta vez te has equivocado. Es peligroso llevar a casa a un desconocido. Te tomé por una diosa y no eres más que una puta. Quizá debería estrangularte, para impedir que hagas a otros el daño que me has hecho a mí. No sería arriesgado, ¿sabes? ¿Quién iba a sospechar de mí? ¿Quién me ha visto entrar en esta casa?

Dio un paso. Ella sintió pánico. Ahora le parecía siniestro y amenazador. Su cara angulosa estaba crispada de odio, y sus ojos, oscuros y hundidos, la miraban torvamente. Trató de dominar el miedo. Todavía tenía el bolso en la mano; sacó el revólver y le apuntó.

—¡Si no te vas ahora mismo, disparo! —exclamó.

—Pues dispara.

Dio otro paso hacia ella.

—Si te acercas disparo.

—Dispara. ¿Imaginas que la vida significa algo para mí? Me quitarías de encima un peso intolerable. Dispara. Dispara y te lo perdonaré todo. ¡Te quiero!

Su cara se había transfigurado. La ira se había disipado y sus grandes ojos negros brillaban de exaltación.

Se acercó a ella con la cabeza erguida y los brazos abiertos, ofreciendo el pecho.

—Puedes decir que un ladrón entró en tu habitación y lo mataste. Vamos, vamos.

Ella dejó caer el revólver, se desplomó en una silla y se cogió la cara entre las manos; se echó a llorar. Él la miraba.

—¿Te falta valor? Pobrecilla. Qué estúpida, qué terriblemente estúpida. No debes jugar con los hombres como has jugado conmigo. Ven.

La rodeó con los brazos y trató de levantarla. Ella no sabía qué pretendía y, sin dejar de sollozar, se aferraba a la silla. Él le cogió la muñeca con un fuerte manotazo y ella, con un grito de dolor, instintivamente se soltó. Rápidamente, él la levantó en brazos, cruzó la habitación, la arrojó sobre la cama, se tendió a su lado, la abrazó y le llenó la cara de besos. Ella trataba de rechazarlo, pero él no la soltaba. Era fuerte, mucho más de lo que aparentaba, y ella estaba inerme en sus brazos. Finalmente dejó de oponer resistencia.

Minutos después, él se levantó. Ella estaba yerta. Él se quedó de pie al lado de la cama, mirándola.

—Me has pedido que no te olvide. Yo te olvidaré, pero tú a mí no.

Ella no se movió. Lo miraba con ojos aterrorizados. Él soltó una risa áspera.

—No tengas miedo, no voy a hacerte daño.

Ella no dijo nada. Apretó los párpados, para no ver sus ojos crueles. Le oyó andar a tientas por la oscura habitación. Luego, sonaron una detonación y el golpe sordo de un cuerpo que caía al suelo. Ella se levantó con un grito de horror.

—¡Dios mío, qué has hecho!

Estaba tendido delante del balcón, iluminado por la luna. Ella se arrodilló a su lado.

—Karl, Karl, ¿qué has hecho?

Le tomó una mano; al soltársela, cayó inerte al suelo. Le palpó la cara y el corazón. Estaba muerto. Se sentó sobre los talones y contempló el cadáver con horror. La mente se le quedó en blanco. No sabía qué hacer. La cabeza le daba vueltas y temía desmayarse.

De pronto se sobresaltó, porque en el pasillo se oían pasos, el palmear de unos pies descalzos que se entreparaban. Mary comprendió que al otro lado de la puerta había alguien escuchando. Miró el picaporte con pánico. Se oyó un pequeño golpe. Mary temblaba violentamente y tuvo que hacer un esfuerzo para ahogar el grito que le subía a la garganta. Siguió sentada en el suelo, tan quieta como el muerto que yacía a su lado. Se oyó otro golpe.

—¿Quién es? —preguntó ella.

—¿Está bien, signora? —Era la voz de Nina—. Me ha parecido oír un ruido.

Mary se clavaba las uñas en las palmas de las manos, para hablar con naturalidad.

—Lo habrás soñado. Yo no he oído nada. Acuéstate.

—Está bien, signora.

Hubo una pausa y volvieron a oírse las pisadas, que esta vez se alejaban. Como si pudiera seguir el sonido con la mirada, Mary volvía la cabeza hacia el pasillo. Había hablado instintivamente, para darse tiempo de reflexionar. Suspiró profundamente. Pero había que hacer algo. Se inclinó para mirar otra vez al austriaco y sintió un escalofrío. Volvió a ponerse de pie, asió al cadáver por debajo de los brazos para arrastrarlo hacia el balcón. Casi no sabía lo que hacía; un impulso irracional le hacía desear sacarlo de la habitación, pero pesaba mucho. Exhaló un entrecortado suspiro de angustia. Se sentía tan débil como un ratón. No sabía qué hacer. De pronto comprendió que había sido un disparate mandar a Nina a acostarse. ¿Cómo explicar ahora que, con un muerto en la habitación, hubiera dicho que no ocurría nada? ¿Por qué negar que había oído ruido, cuando un hombre se había disparado una bala entre aquellas cuatro paredes? Vio desfilar, en vertiginoso tropel, las terribles consecuencias de lo sucedido. La vergüenza. El escándalo. ¿Y qué respuesta podría dar cuando le preguntaran por qué se había matado aquel hombre? No había más remedio que decir la verdad; y la verdad era bochornosa. Era terrible estar sola, sin alguien que la ayudara y le dijera qué podía hacer. En su desesperación, lo único que comprendía era que tenía que hablar con alguien. Ayuda, ayuda. Tenía que recibir ayuda. Rowley. Era la única persona a la que podía recurrir. Estaba segura de que, si lo llamaba, acudiría. Él la apreciaba, le había dicho que la quería. Y, aunque tenía fama de desaprensivo, era buena persona. Por lo menos podría darle un consejo. Aunque era muy tarde. ¿Cómo podía esperar que acudiera a aquellas horas de la madrugada? Pero no era posible aguardar a que se hiciera de día. Si algo se podía hacer, había de hacerse inmediatamente.

Tenía un teléfono al lado de la cama. Sabía el número de memoria, porque Edgar se hospedaba en el mismo hotel y ella lo llamaba a menudo. Marcó. Tardaron en contestar. Por fin se oyó una voz que hablaba en italiano. Probablemente era el portero de noche que estaría dando una cabezada. Pidió que le pusiera con la habitación de Rowley. Se oía la llamada, pero nadie contestaba. Por un momento pensó que habría salido. Tal vez se había ido a algún sitio cuando ella lo dejó; a jugar, o quizá, siendo como era, a casa de una mujer. Lanzó un suspiro de alivio al oír una voz soñolienta e irritada.

—Diga. ¿Qué hay?

—Rowley, soy yo, Mary. Estoy en un grave aprieto.

Le pareció que él se despejaba de inmediato. Le oyó reír entre dientes.

—¿No te parece un poco tarde para meterse en un atolladero? ¿De qué se trata?

—No puedo explicártelo por teléfono. Es grave. Quiero que vengas.

—¿Cuándo?

—Ahora. Inmediatamente. En cuanto puedas. Por Dios.

Él percibió el temblor en su voz.

—Voy ahora mismo. No te preocupes.

Qué consuelo daban aquellas tres palabras. Calculó lo que tardaría. Había casi cinco kilómetros desde el hotel hasta la villa, cuesta arriba la mayor parte. Y de madrugada no encontraría taxi. Si tenía que ir andando, no llegaría antes de una hora. Dentro de una hora amanecería. No podía esperarle en la habitación. Era terrible. Rápidamente, se quitó la bata y se puso un vestido. Apagó la luz, hizo girar el picaporte con sigilo y salió al pasillo. Abrió la puerta principal, bajó por la escalinata monumental a la avenida del jardín y avanzó manteniéndose a la sombra de los árboles que la bordeaban, porque la luna, que antes la había deleitado, ahora la aterraba con su resplandor. Al llegar a la verja, se paró. Le angustiaba pensar en la interminable espera. Pero de pronto oyó pasos y, presa de pánico, se escondió en las sombras. Alguien subía por la empinada escalinata que conducía desde el pie de la colina hasta la villa y que, hasta que se construyó la carretera, era la única vía de acceso. Quienquiera que fuera, venía a la villa y parecía tener prisa. De la oscuridad salió un hombre. Era Rowley. El alivio hizo que casi se le doblaran las rodillas.

—Gracias a Dios que has venido. ¿Cómo has podido llegar tan pronto?

—El portero de noche estaba dormido y he cogido su bicicleta. La he escondido abajo y he acortado por la escalinata.

—Ven.

Él la miró.

—Dime, ¿qué ocurre? Te veo muy alterada.

Ella movió la cabeza. No podía decírselo. Le asió el brazo y lo llevó rápidamente a la casa.

—No hagas ruido —susurró al entrar—. No digas nada.

Lo condujo al dormitorio. Abrió la puerta. Una vez dentro, echó la llave. No se atrevía a encender la luz, pero no había otro remedio. Pulsó el interruptor. Del techo colgaba una gran lámpara y la habitación se iluminó brillantemente. Al ver a un hombre tendido en el suelo, al lado de uno de los dos grandes balcones, Rowley pegó un respingo.

—¡Dios mío! —La miró fijamente—. ¿Qué ha pasado?

—Está muerto.

—Ya.

Se arrodilló junto al cadáver, le levantó un párpado y, al igual que Mary, le puso la mano en el corazón.

—Está muerto, desde luego. —El hombre aún empuñaba el revólver—. ¿Se ha suicidado?

—No pensarás que lo he matado yo.

—¿Dónde están los criados? ¿Has llamado a la policía?

—No —suspiró ella.

—Pues tienes que avisar. No podemos dejarlo aquí. Hay que hacer algo. —Maquinalmente, sin darse cuenta de lo que hacía, arrancó el revólver de la mano del muerto y lo miró.

—Se parece mucho al revólver que me enseñaste en el coche.

—Es el mismo.

Él la miró fijamente. No comprendía. ¿Cómo iba a comprender? La situación era demencial.

—¿Por qué se ha suicidado?

—No me preguntes, por Dios.

—¿Sabes quién es?

Estaba pálida y temblorosa. Parecía a punto de desmayarse.

—Vale más que te tranquilices, Mary. De nada servirá que te pongas histérica. Espera un momento, te traeré un poco de coñac. ¿Dónde está el comedor?

Ella lo detuvo con una exclamación.

—No me dejes. Me da miedo quedarme aquí sola.

—Pues ven conmigo —repuso él secamente.

Le rodeó los hombros con el brazo y la sacó de la habitación. En el comedor aún estaban encendidas las velas. Lo primero que él vio al entrar fueron los restos de la cena: los platos, las copas, la botella de vino y la sartén en que Mary había preparado los huevos con tocino. Rowley se acercó a la mesa. Al lado de la silla de Karl estaba su mugriento sombrero. Lo recogió del suelo, lo miró y se volvió hacia Mary. Ella no pudo sostener su mirada.

—No es cierto que no lo conociera.

—Eso, si me permites la expresión, salta a la vista.

—Déjate de ironías, Rowley. Estoy deshecha.

—Perdona —dijo él suavizando el tono—. Dime, ¿quién es?

—El violinista. El que pasó el platillo en el restaurante. ¿No te acuerdas?

—Su cara me resultaba familiar. Iba vestido de pescador napolitano, ¿verdad? Por eso no lo reconocí. Y, desde luego, ahora está diferente. ¿Qué hacía aquí?

Mary titubeó.

—Lo encontré cuando volvía a casa. Estaba en el mirador. Se acercó a hablarme. Parecía muy solo y triste.

Rowley se miró los pies. Estaba violentado. Mary era la última mujer de la que él hubiera sospechado que era capaz de hacer lo que forzosamente tenía que sospechar que había hecho.

—Mary, cariño, sabes que haría cualquier cosa por ti. Quiero ayudarte.

—Tenía hambre. Le di de cenar.

Rowley frunció el entrecejo.

—Y, después del tentempié, él va y se suicida con tu revólver. ¿Es así la película?

Mary lloraba.

—Bebe un poco de vino. Ya llorarás después.

Ella meneó la cabeza.

—No; estoy bien. No lloraré. Ahora sé que ha sido una locura, pero en aquel momento no me lo pareció. Seguramente por un minuto estuve loca. Ya sabes lo que te dije en el coche poco antes de despedirnos.

Él comprendió a qué se refería.

—Sí, una sarta de bobadas románticas. No pensé que pudieras cometer semejante disparate. ¿Por qué se ha matado este hombre?

—No lo sé. No lo sé.

Él reflexionó mientras ponía los platos y las copas en la bandeja.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

—¿No te parece preferible que no haya señales de que tuviste un invitado a cenar? ¿Dónde está la cocina?

—Por esa puerta. Hay que bajar una escalera.

Él se llevó la bandeja. Cuando volvió, Mary estaba sentada a la mesa, sujetándose la cabeza con las manos.

—Menos mal que he bajado. Te habías dejado las luces encendidas. Se ve que no estás acostumbrada a borrar tus huellas. Los criados no habían fregado los cacharros de su cena. Puse esas cosas con los demás. Es probable que no se den cuenta. Ahora llamaremos a la policía.

Ella casi gritó.

—¡Rowley!

—Escucha, cariño, no pierdas la cabeza. He pensado lo que vamos a hacer. Dirás que dormías y que te despertó un hombre, evidentemente un ladrón, que entró en tu habitación. Encendiste la luz y le apuntaste con el revólver que estaba en la mesita de noche. Él trató de quitártelo y, en el forcejeo, el arma se disparó. Si lo mataste tú o se mató él no importa. Probablemente deducirán que, cuando se vio acorralado, temiendo que tus gritos alertaran a los criados, se disparó un tiro.

—¿Quién va a creer una historia tan descabellada?

—Pues es más plausible que la verdad. Si te mantienes firme, nadie podrá demostrar que es mentira.

—Nina oyó el disparo. Vino a la puerta a preguntar qué ocurría. Le dije que nada. Cuando la policía la interrogue lo dirá. ¿Y qué explicación puedo dar entonces? Toda la historia se desmoronará. ¿Por qué había de decirle que no ocurría nada, si en mi habitación había un muerto? No hay salida.

—¿Por qué no me cuentas toda la verdad?

—Es vergonzoso. Sin embargo, en aquel momento creí estar haciendo algo bello.

Él la miró fijamente. Empezaba a comprender, pero estaba desconcertado. Ella suspiró profundamente.

—Sí, vamos a llamar a la policía y acabemos de una vez. Es la ruina. Bien, supongo que lo tengo merecido. No podré volver a mirar a la cara a la gente. Los periódicos... Edgar... Eso también quedará descartado. —Entonces dijo algo sorprendente—: Al fin y al cabo, el chico no era un ladrón. Bastante daño he hecho al pobre muchacho como para, encima, calumniarlo. Yo tengo la culpa de todo y debo asumir las consecuencias.

Rowley la miraba.

—Sí, será la ruina, en eso tienes razón y un escándalo de cuidado. Vas a pasarlo mal, cariño. Y, si la cosa trasciende, nadie podrá ayudarte. ¿Estás dispuesta a correr un riesgo? Te lo advierto, es un gran riesgo. Si no sale bien, tu situación habrá empeorado todavía más.

—Correría cualquier riesgo.

—¿Por qué no nos llevamos el cadáver? ¿Quién va a sospechar que tuviste algo que ver con su muerte?

—¿Y cómo nos lo llevaríamos? Es imposible.

—No lo es. Si me ayudas, podemos cargarlo en el coche. Conoces bien las montañas de los alrededores. Seguramente encontraríamos un lugar donde tardarían meses en descubrirlo.

—Lo echarán de menos. Lo buscarán.

—¿Por qué? ¿Quién quieres que se preocupe por un violinista italiano? Pensarán que se ha largado porque no podía pagar el alquiler, o que se ha fugado con la mujer de alguien.

—No era italiano. Era un refugiado austríaco.

—Mejor. Puedes apostar las botas a que nadie va a remover cielo y tierra para encontrarlo.

—Es horrible, Rowley. ¿Y tú? ¿No te expones a un grave peligro?

—Es lo único que podemos hacer, cariño. Por mí no te preocupes. Me gusta el riesgo, apurar todas las emociones que pueda ofrecer la vida.

A Mary le hacía bien oírle hablar con aquel desenfado. Se le hacía más tolerable la angustia. Existía una posibilidad de que consiguieran hacer lo que él proponía. Pero entonces la asaltó otra duda.

—Pronto será de día. Los campesinos salen a trabajar en cuanto amanece.

Él miró el reloj.

—¿A qué hora empieza a clarear? No antes de las cinco. Disponemos de una hora. Si nos damos prisa, podemos conseguirlo.

Ella suspiró.

—Me pongo en tus manos. Haré lo que digas.

—Pues vamos. Y haz el condenado favor de conservar la calma.

Rowley recogió el sombrero del muerto y volvieron al dormitorio.

—Tú levántalo por las piernas —dijo Rowley—. Yo lo agarraré por debajo de los brazos.

Cruzaron el recibidor, sacaron el cadáver por la puerta principal y, con dificultad, lo bajaron por la escalinata. Rowley iba delante, andando de espaldas. Al llegar abajo, lo dejaron en el suelo. Pesaba mucho.

—¿Puedes traer el coche hasta aquí?

—Sí, pero no hay sitio para dar la vuelta. Tendré que salir de espaldas —respondió Mary dubitativamente.

—Conduciré yo.

Mientras ella bajaba hasta el extremo del sendero a buscar el coche, Rowley volvió a entrar en la casa. Había sangre en el suelo. No mucha, afortunadamente, porque el hombre se había disparado al pecho y la hemorragia había sido interna.

Rowley entró en el baño y mojó una toalla con la que limpió la sangre. El suelo era de mármol rosa y, a simple vista, a los ojos de la criada que fregara, no se notaría nada. Salió al jardín con la toalla en la mano. Mary esperaba al lado del coche. No le preguntó qué había hecho.

Rowley abrió la puerta trasera y volvió a asir al hombre por debajo de los brazos, lo levantó y Mary, al ver que tenía dificultades, le ayudó a cargarlo. No hablaban. Depositaron el cadáver en el suelo del coche y Rowley le envolvió el tórax con la toalla por si la herida sangraba con el traqueteo. Le encasquetó el sombrero, se sentó al volante y llevó el coche marcha atrás hasta la verja. Allí había espacio para girar.

—¿Quieres que conduzca yo?

—Sí. Al llegar al pie de la colina, tuerce a la derecha.

—Tenemos que salir de la carretera principal cuanto antes.

—A unos seis u ocho kilómetros hay un desvío que lleva a un pueblo de la montaña. Creo recordar que hay un bosque en la ladera.

Cuando llegaron a la carretera, Rowley aceleró.

—Vas muy deprisa —dijo Mary.

—No hay tiempo que perder, cariño —repuso él ásperamente.

—Tengo miedo.

—Eso nos será de ayuda.

Al verle tan irritable, ella guardó silencio. Se había puesto la luna y estaba muy oscuro. Mary no podía ver el indicador de velocidad, pero le parecía que iban a más de ciento treinta. Se retorcía las manos. Le parecía que hacían algo terrible, algo muy peligroso, pero era su única posibilidad de salvación. El corazón le latía dolorosamente. Se repetía una y otra vez: «¡Qué estúpida he sido!».

—Debemos de haber hecho unos siete kilómetros. ¿No habremos pasado de largo?

—No, pero ya no tardaremos en llegar. No corras tanto.

Siguieron adelante. Mary miraba ansiosamente, buscando el estrecho camino que llevaba al pueblo de la montaña. Había pasado por allí dos o tres veces, tentada por la vista del pueblo de la cima, que parecía una de esas pequeñas ciudades que se ven en el fondo de los viejos cuadros florentinos, con escenas de los Evangelios que el pintor sitúa en el bello paisaje de su Toscana natal.

—¡Ahí está! —exclamó.

Pero Rowley ya había dejado atrás el desvío. Frenó y retrocedió hasta que pudo girar. Lentamente, empezaron a subir. Escudriñaban la oscuridad, a uno y otro lado. De pronto, Mary tocó el brazo de Rowley señalando hacia la izquierda. Él paró el coche. A ese lado había un bosquecito de unos árboles que parecían acacias. El sotobosque era tupido y la pendiente, muy pronunciada. Rowley apagó los faros.

—Saldré a echar un vistazo. Parece un buen sitio.

Se apeó y se adentró en el bosque. En la quietud de la madrugada, el ruido de sus pisadas en los matorrales parecía terriblemente fuerte. Reapareció al cabo de dos o tres minutos.

—Creo que el sitio está bien. —Hablaban en susurros, a pesar de que parecía no haber nadie por los alrededores—. Ayúdame a sacarlo. Tendré que llevarlo en brazos, si puedo. Vale más que tú no bajes. Te magullarías con las zarzas.

—No me importa.

—No eres tú quien me preocupa —respondió él secamente—. ¿Qué piensas decir a los criados para explicar las medias rotas y la suciedad de los zapatos? Creo que podré llevarlo yo solo.

Ella salió del coche y abrieron la puerta trasera. Iban a sacar el cadáver cuando vieron una luz encima de ellos. Un coche bajaba la montaña.

—¡Dios mío, estamos perdidos! —exclamó ella—. Vete, Rowley. No debes mezclarte en esto.

—Déjate de sandeces.

—No quiero meterte en dificultades —dijo ella con desesperación.

—No seas estúpida. No habrá dificultades; si no pierdes la cabeza. Ya verás cómo nos las arreglamos.

—No, Rowley, por Dios. Estoy perdida.

—Basta ya. Contrólate. Sube atrás.

—Está él.

—Cállate.

La empujó y subió detrás de ella. Los faros del coche que bajaba quedaban ocultos por los recodos, pero reaparecerían al siguiente viraje.

—Abrázame. Nos tomarán por una parejita que ha buscado un lugar tranquilo para arrullarse. Pero estate quieta. No te muevas.

El coche se acercaba. En un par de minutos estaría a su lado, y el paso era tan estrecho que tendría que frenar al cruzarse con ellos. Pasaría rozándolos. Rowley la abrazó. Debajo de sus pies estaba el cadáver.

—Voy a besarte. Bésame tú también, como si fuera en serio.

El coche venía haciendo eses. Entonces oyeron a sus ocupantes cantar a voz en cuello.

—Vaya por Dios, están borrachos. Ojalá nos vean. Sería mala pata que nos embistieran. Anda, bésame.

Ella lo hizo. Parecían besarse tan apasionadamente que no advertían la presencia del otro coche. Éste debía de ir lleno de gente, porque el griterío hubiera podido despertar a un muerto. Probablemente regresaban de una boda en el pueblo, habían estado bebiendo hasta la madrugada y ahora volvían a casa repletos de alcohol. Ocupaban el centro de la calzada; la colisión parecía inevitable. Nada podía hacerse. De pronto, se oyó un alarido. Los faros habían iluminado el coche aparcado. Se oyó un agudo chirrido de frenos. Quizá, al darse cuenta del peligro, el conductor había recuperado la sobriedad de golpe, porque aminoró a paso de tortuga. Entonces alguien observó que había gente en el coche aparcado. Y cuando vieron a una pareja que se abrazaba tiernamente, soltaron grandes carcajadas; un hombre soltó una broma obscena y dos o tres hicieron sonidos groseros. Rowley abrazaba a Mary estrechamente. Se hubiera dicho que estaban ajenos a todo lo que no fuera el éxtasis del amor. Un chistoso rompió a cantar, con sonora voz de barítono, «La Donna è mobile» de la ópera Rigoletto de Verdi, y sus compañeros que, al parecer, no conocían la letra pero deseaban unirse a la broma, tararearon estrepitosamente el acompañamiento. Pasaron por su lado muy despacio, a menos de dos dedos.

—Rodéame el cuello con los brazos —susurró Rowley y, sin apartar los labios de los de Mary, agitó la mano alegremente a los borrachos cuando el otro coche los dejaba atrás.

—¡Bravo, bravo! —gritaron los viajeros—. Buon divertimento.

Y el barítono la emprendió otra vez con «La Donna è mobile». El coche bajaba bamboleándose peligrosamente mientras ellos cantaban con entusiasmo. Cuando ya se habían perdido de vista, seguían oyéndose sus gritos a lo lejos.

Rowley soltó a Mary, que se dejó caer, exhausta, en el rincón del coche.

—Es una suerte para nosotros que todo el mundo sienta simpatía hacia los enamorados —dijo Rowley—. Ahora vale más que sigamos con la labor.

—¿Es seguro? Si lo descubren precisamente aquí...

—Si lo descubren en cualquier sitio próximo a esta carretera, pueden pensar que nuestra presencia en los alrededores era sospechosa. Pero quizá no encontremos un lugar tan bueno en muchos kilómetros, y no tenemos tiempo para explorar toda la zona. Ésos estaban borrachos, hay cientos de Fiats como éste, y ¿qué puede relacionarnos a nosotros? Además, es evidente que el hombre se suicidó. Sal del coche.

—No estoy segura de conseguir tenerme en pie.

—Pues tienes que ayudarme a sacarlo. Después puedes quedarte sentada por ahí.

Rowley se apeó y tiró de ella. De pronto, Mary se desplomó en el estribo y empezó a sollozar histéricamente. Él tomó impulso y le dio una fuerte bofetada. Ella se puso en pie de un salto y dejó de llorar tan repentinamente como había empezado, sin siquiera dolerse del golpe.

—Ahora ayúdame.

Sin cruzar palabra, pusieron manos a la obra y entre los dos sacaron el cadáver. Rowley lo asía por debajo de los brazos.

—Ahora pon sus piernas sobre mi otro brazo. Pesa un horror. Aparta esas matas, para que pueda pasar sin troncharlas.

Ella obedeció y, andando pesadamente, Rowley se adentró en los matorrales. Mary, aterrada, pensaba que hacía tanto ruido que tenía que oírsele en varios kilómetros a la redonda. La espera se le hacía interminable. Por fin, lo vio subir por la carretera.

—He creído más prudente no volver por el mismo camino.

—¿Todo bien? —preguntó ella ansiosamente.

—Creo que sí. Dios, estoy deshecho. No me vendría mal un trago. —Le dirigió una mirada en la que se insinuaba una sonrisa—. Ahora, si quieres, puedes llorar.

Ella no contestó y los dos subieron al coche. Él siguió adelante.

—¿Adónde vas? —preguntó Mary.

—Aquí no puedo dar la vuelta. Además, es preferible seguir un trecho, para que no se vea que alguien ha parado y dado la vuelta en este lugar. ¿Sabes si más adelante hay otro desvío por el que podamos salir a la carretera principal?

—No lo hay, seguro. Este camino termina en el pueblo.

—Está bien. Seguiremos un trecho y daremos la vuelta donde podamos.

Avanzaron un rato en silencio.

—La toalla aún está en el coche.

—Yo me la llevaré. La tiraré por ahí.

—Tiene las iniciales de los Leonard.

—No te apures, ya me las arreglaré. En última instancia, la echaré al Arno con un pedrusco dentro, camino del hotel.

Unos tres kilómetros más allá había una explanada al lado de la carretera, y Rowley decidió dar la vuelta.

—¡Rediez! —exclamó al empezar la maniobra—. El revólver.

—¿Cómo? Está en mi habitación.

—Me había olvidado de él. Si encuentran al hombre y no ven el arma con que se mató, sospecharán. Tendríamos que haberlo dejado al lado del cuerpo.

—¿Qué hacemos?

—Nada. Confiar en la suerte. Hasta ahora nos ha favorecido. Si descubren el cadáver pero no el revólver, la policía probablemente pensará que algún muchacho se ha tropezado con el cuerpo y se ha llevado el revólver.

Regresaron tan aprisa como habían venido. De vez en cuando Rowley lanzaba al cielo una mirada de ansiedad. Aún era de noche, pero no estaba tan oscuro como a la ida. A pesar de que no clareaba todavía, tenía la impresión de que el día estaba al llegar. El campesino italiano madruga mucho, y Rowley quería dejar a Mary en casa antes de que la gente empezara a salir al campo. Por fin llegaron al pie de la colina de la villa. Ya amanecía.

—Vale más que subas tú sola. Dejé la bici por aquí.

Apenas pudo distinguir la leve sonrisa de ella. Vio que trataba de decir algo. Él le dio unas palmadas en el hombro.

—No te preocupes. Todo saldrá bien. Y, hazme caso, toma un par de somníferos. De nada servirá que te quedes despierta cavilando. Te sentirás mucho mejor después de dormir.

—Me parece que no podré volver a dormir en mi vida.

—Lo imagino. Por eso te digo que tomes algo, para estar segura de que duermes. Vendré a verte mañana.

—Estaré en casa todo el día.

—Creí que almorzabas con los Atkinson. A mí también me invitaron.

—Les llamaré y diré que no me encuentro bien.

—No; debes ir y hacer como si no tuvieras ni la menor preocupación. Es simple precaución. Si, por una remota posibilidad, se llegara a sospechar de ti, no debe haber en tu conducta nada que denote inquietud. ¿Comprendes?

—Sí.

Mary se sentó al volante y esperó hasta que Rowley sacó la bicicleta del escondite y se alejó. Entonces empezó a subir la cuesta. Dejó el coche en el garaje, que estaba al lado de la verja, y subió andando por el sendero. Entró en la casa sin hacer ruido. Subió a su habitación y se detuvo en la puerta. No se atrevía a entrar y, por un momento, sintió el supersticioso temor de que al abrir se encontraría de frente a Karl, con su raída chaqueta negra. Comprendió que no podía dejarse dominar por la angustia y trató de sobreponerse, pero al girar el picaporte le temblaba la mano. Encendió la luz rápidamente y suspiró de alivio al ver que la habitación estaba vacía y tenía el aspecto de siempre. Mary miró el reloj de la mesita de noche. Aún no eran las cinco. La de cosas horribles que habían ocurrido en poco tiempo. Hubiera dado todo lo que tenía en el mundo para hacer retroceder el reloj y volver a ser la mujer despreocupada de hacía unas horas. Empezaron a resbalarle las lágrimas por la cara. Estaba cansada, le latían las sienes y, de forma confusa, como en un fogonazo de la memoria, recordó simultáneamente todos los sucesos de aquella noche desgraciada. Se desnudó despacio. Hubiera preferido no acostarse en aquella cama, pero no había más remedio. Tendría que permanecer en la villa durante unos días por lo menos; Rowley le diría cuándo podría marcharse sin temor. Si anunciaba su compromiso con Edgar, parecería natural que se marchara de Florencia unas semanas antes de lo previsto. Había olvidado si él le había dicho cuándo tendría que viajar a la India. Pronto, sin duda. Una vez allí, estaría segura; allí podría olvidar.

Pero, al ir a meterse en la cama, recordó los cacharros de la cena que Rowley había llevado a la cocina. A pesar de lo que él había dicho, no se sentía tranquila y decidió comprobar que todo estaba en orden. Se puso la bata y bajó al comedor y a la cocina. Si, por casualidad, uno de los criados la oía, pensaría que había despertado con hambre y había bajado a ver si encontraba algo de comer. La casa parecía espantosamente vacía y la cocina, una lóbrega caverna. Vio el tocino en la mesa y lo guardó en la despensa. Echó las cáscaras de los huevos al cubo de la basura que estaba debajo del fregadero, lavó las copas y los platos que habían utilizado ella y Karl y los guardó. Colgó la sartén. Ya nada podía despertar sospechas. Volvió a la habitación. Tomó el somnífero y apagó la luz. Confiaba en que las tabletas no tardaran en surtir efecto; tan cansada estaba que, mientras se decía que si no se dormía pronto se volvería loca, se quedó dormida.