Mary avanzó por las calles silenciosas de Florencia, salió a la carretera por la que había venido y empezó a subir la colina en cuya cima estaba la villa. La pendiente era pronunciada y la carretera describía curvas en horquilla. A mitad de la subida había una terracita semicircular con un ciprés muy alto y muy viejo, provista de un parapeto desde el que se dominaba una vista de la catedral y las torres de Florencia. Tentada por la belleza de la noche, Mary detuvo el coche, se apeó y se acercó al extremo de la terraza. Estaba tan bonito el valle bañado por la luna llena y bajo un cielo sin nubes, que Mary sintió que el corazón le palpitaba casi dolorosamente.
De pronto, descubrió a un hombre entre las sombras del ciprés. Brilló la brasa de un cigarrillo y el desconocido se acercó. Mary se había sobresaltado pero no quería demostrarlo. Él se quitó el sombrero.
—Perdone, ¿no es la señora que fue tan generosa en el restaurante? Me gustaría darle las gracias.
Entonces lo reconoció.
—Usted es el violinista.
Ya no llevaba aquel ridículo traje napolitano sino ropa informal bastante raída. Hablaba con marcado acento extranjero.
—Debía dinero a mi patrona. Las personas con quienes vivo son muy buenas conmigo, pero necesitan dinero. Ahora podré pagarles.
—¿Y qué hace aquí? —preguntó Mary.
—Iba camino de mi alojamiento y me paré a contemplar la vista.
—Entonces, ¿vive por aquí?
—Vivo en las casitas que hay cerca de su villa.
—¿Cómo sabe dónde vivo?
—La he visto pasar en el coche. Sé que su casa tiene un bonito jardín y frescos en las paredes.
—¿Ha estado allí?
—No; ¿cómo iba a estar? Lo dicen los contadini.
El nerviosismo de Mary se había desvanecido. Era un joven educado y un poco tímido. Mary recordó lo cohibido que parecía en el restaurante.
—¿Le gustaría visitar el jardín y los frescos? —preguntó.
—Me encantaría. ¿Cuándo le parece?
La inesperada proposición de matrimonio de Rowley había divertido y excitado a Mary, que no tenía ganas de acostarse.
—¿Por qué no ahora? —propuso impulsivamente.
—¿Ahora? —repitió él, sorprendido.
—¿Por qué no? El jardín nunca está más hermoso que a la luz de la luna.
—Encantado —dijo él, aún asombrado.
—Suba, lo llevaré.
El hombre se sentó a su lado. Mary puso en marcha el coche y siguió subiendo. Pasaron por delante de unas casitas acurrucadas a un lado de la carretera.
—Vivo ahí —dijo él.
Ella aminoró la marcha y contempló con aire pensativo el mísero arrabal. Era terriblemente sórdido. Siguieron subiendo y, poco después, llegaban a la verja de la villa, que estaba abierta. El coche entró sin detenerse.
Mary aparcó y los dos subieron por el estrecho sendero. Las habitaciones principales y el dormitorio de Mary estaban en el primer piso, al que se llegaba por una magnífica escalera. Ella abrió la puerta y encendió las luces. En el vestíbulo no había mucho que ver, por lo que llevó al joven directamente al salón de los frescos. Era una estancia noble, que los dueños habían amueblado austeramente con piezas de gran calidad, cuya augusta severidad suavizaban unos ramos de flores. Los frescos estaban un poco deteriorados y no muy bien restaurados, pero sus figuras, ataviadas a la usanza del siglo XVI, daban al ambiente una fastuosa animación.
—Maravilloso, maravilloso... —repetía él—. Creí que estas cosas no se veían más que en los museos. No pensaba que la gente pudiera poseerlas.
Ella se sintió conmovida por su entusiasmo. No consideró necesario explicar que en el salón no había ni una silla en la que pudieras sentarte cómodamente, ni que, con aquellos suelos de mármol y altos techos abovedados, tiritabas de frío salvo en plena canícula.
—¿Y todo es suyo? —preguntó él.
—No, no. La casa pertenece a unos amigos. Me la han prestado mientras están de viaje.
—Lo siento. Es usted muy hermosa, y sería justo que poseyera cosas bellas.
—Acompáñeme —dijo ella—. Tomará una copa de vino y después iremos a ver el jardín.
—No, gracias; no he cenado y el vino se me subiría a la cabeza.
—¿Y por qué no ha cenado?
Él soltó una risa forzada y un poco infantil.
—No tenía dinero. Pero no importa; ya comeré mañana.
—Pero eso es terrible. Venga a la cocina, veré si encuentro algo.
—No tengo hambre. Esto es mejor que la comida. Vamos a ver el jardín al claro de luna.
—El jardín seguirá donde está y la luna también. Voy a hacerle un poco de cena y luego vea lo que quiera.
Bajaron a la cocina. Era muy grande, con suelo de piedra y enormes fogones en los que se hubiera podido guisar para cincuenta personas. Nina y Ciro se habían acostado hacía rato y la cocinera se había marchado a su casa del arrabal. Mary y el desconocido buscaban comida sintiéndose como dos ladrones. Encontraron pan, vino, huevos, tocino y manteca. Mary conectó el hornillo eléctrico que habían hecho instalar los Leonard, puso a tostar unas rebanadas de pan y rompió unos huevos en la sartén, para hacerlos revueltos.
—Corte unas lonchas de tocino —dijo al joven—. Las freiremos. ¿Cómo se llama?
Con el tocino en una mano y el cuchillo en la otra, él dio un taconazo.
—Karl Richter, estudiante de historia del arte.
—Oh. Creí que era italiano —dijo Mary con indiferencia mientras batía los huevos—. El nombre parece alemán.
—Yo era austríaco, cuando Austria existía.
En su tono había un acento de amargura que hizo que Mary lo mirara interrogativamente.
—¿Cómo es que habla mi idioma? ¿Ha estado en Inglaterra?
—Lo aprendí en el colegio y en la universidad. —Sonrió bruscamente—. Es maravilloso que sepa hacer eso.
—¿El qué?
—Cocinar.
—¿Le sorprenderá si le digo que he sido una muchacha trabajadora y que si sé cocinar es porque he tenido que hacerlo?
—Me cuesta creerlo.
—¿Prefiere creer que he vivido siempre rodeada de lujo y de criados?
—Sí. Como una princesa de cuento de hadas.
—De acuerdo. Sé hacer huevos revueltos y freír tocino porque mi hada madrina me otorgó ese don el día de mi bautizo.
Cuando todo estuvo preparado, lo pusieron en una bandeja y Mary llevó al muchacho al comedor. Era una habitación grande, con pinturas en el techo, sendos tapices en las paredes anterior y posterior y apliques de madera dorada en los laterales. Se sentaron en sillones de alto respaldo, uno a cada extremo de la mesa de refectorio.
—Me da vergüenza llevar estos andrajos —sonrió él—. En esta habitación tan magnífica tendría que vestir de seda y terciopelo, como los personajes de los retratos.
Su traje estaba deformado; los zapatos, remendados, y la camisa, deshilachada. No llevaba corbata. A la luz de las velas que ardían en los altos candelabros de encima de la mesa, sus ojos parecían oscuros y hundidos. Tenía una cabeza extraña, con el cabello negro y muy corto, pómulos pronunciados, mejillas hundidas, tez muy pálida y una mirada de ansiedad que resultaba patética. Mary pensó que, vestido como los jóvenes príncipes de los cuadros de Bronzino que había visto en los Uffizi, hubiera estado casi guapo.
—¿Cuántos años tiene?
—Veintitrés.
—¿Y qué más puede importar?
—¿De qué sirve la juventud sin esperanza? Vivo en una cárcel de la que no puedo escapar.
—¿Es músico?
Él se echó a reír.
—¿Tiene que preguntarlo, después de oírme tocar? No soy violinista. Cuando escapé de Austria, conseguí trabajo en un hotel, pero el negocio iba mal y me despidieron. He tenido un par de empleos más, pero a un extranjero indocumentado le es difícil encontrar trabajo. Toco el violín cuando se presenta la ocasión, para no morirme de hambre, pero la ocasión no se presenta todos los días.
—¿Por qué se marchó de Austria?
—Algunos estudiantes protestamos contra el Anschluss. Tratamos de organizar una resistencia. Fue una estupidez, desde luego. No teníamos la menor posibilidad. Lo único que conseguimos fue que mataran a dos de los nuestros y que a los demás nos enviaran a un campo de concentración. Yo estuve seis meses, pero conseguí escapar y pasar a Italia por las montañas.
—Es horrible —dijo Mary. Parecía un comentario trivial e incongruente, pero fue lo único que se le ocurrió.
Él la miró con una sonrisa irónica.
—No soy el único, ¿sabe? Ahora hay miles y miles de nosotros por el mundo. Por lo menos, yo estoy libre.
—Pero ¿qué planes tiene?
Al ir a contestar, él esbozó un gesto de desesperación, pero hizo un movimiento de impaciencia y se echó a reír.
—No quiero pensar en eso ahora. Me gustaría disfrutar de este momento sublime. Nunca me había ocurrido algo parecido. Quiero gozar de ello y, venga lo que venga, conservar este recuerdo como un tesoro.
Mary lo miró de un modo extraño y creyó sentir los latidos de su propio corazón. Lo dicho a Rowley era poco más que una broma, una idea fantástica que, llegado el momento, no se atrevería a realizar. ¿Había llegado ese momento? Se sentía extrañamente audaz. Habitualmente bebía poco, y el fuerte vino tinto que había tomado para acompañar a su peculiar invitado se le había subido a la cabeza. La escena, en aquel vasto comedor cargado de historia, frente a aquel muchacho de expresión trágica, le parecía turbadora y misteriosa a la vez. Eran más de las doce. Por los balcones entraba un aire tibio y perfumado. Mary sentía una especie de languidez bajo su excitación; le parecía que el corazón se le paraba y, al mismo tiempo, la sangre le corría por las venas vertiginosamente. Se levantó de la mesa con brusquedad.
—Ahora le enseñaré el jardín y después tendrá que marcharse.
La mejor salida al jardín era por el salón de los frescos, y allí lo llevó. Por el camino, él se paró a contemplar un bello cassone y entonces descubrió el gramófono.
—¡Resulta extraño en este entorno!
—A veces, cuando estoy sola en el jardín, pongo música.
—¿Puedo encenderlo?
—Si lo desea.
Él hizo girar el mando. Casualmente, el disco que había en el plato era un vals de Strauss. Él lanzó una exclamación de alegría.
—Viena. Es uno de nuestros valses.
La miró con ojos brillantes. Su cara se había transfigurado. Ella adivinó lo que quería pedirle y comprendió que no se atrevía a hacerlo por timidez. Le sonrió.
—¿Sabe bailar?
—Sí; bailo mejor que toco el violín.
—Vamos a comprobarlo.
Él la tomó por el talle y, en aquella habitación suntuosa y vacía, en plena noche, se pusieron a bailar al son de una música romántica y anticuada. Después, ella lo llevó de la mano al jardín. A la luz del sol parecía un poco abandonado, como la mujer que ha sido muy amada y ha perdido su belleza, pero, al claro de luna, con sus setos recortados y sus árboles vetustos, el templete y las extensiones de césped, resultaba misterioso y romántico. Los siglos se desvanecían, y al pasear por sus senderos, te sentías habitante de un mundo más joven, en el que imperaba el instinto sin que importaran las consecuencias. La noche olía a jazmín.
Caminaban en silencio, de la mano.
—Esto es tan hermoso que casi no se puede resistir —murmuró él, citando la célebre frase de Goethe, con la que Fausto, colmado al fin, suplica al momento fugaz que perdure—. Debe de ser muy feliz aquí.
—Mucho —sonrió ella.
—Me alegro. Es amable, buena y generosa. Merece ser feliz. Me gustaría pensar que tiene todo lo que desea en el mundo.
Ella ahogó la risa.
—Por lo menos, todo lo que tengo derecho a desear.
Él suspiró.
—Me gustaría morir esta noche. No volverá a ocurrirme algo tan maravilloso. Pensaré en ello durante toda mi vida. Siempre recordaré esta noche. Su belleza y este lugar maravilloso. Pensaré en usted como una diosa y le rezaré como a la Madonna.
Se llevó la mano de ella a los labios y, con una inclinación un poco desgarbada y conmovedora, la besó. Ella le acarició la cara suavemente. De pronto, él cayó de rodillas y le besó el borde del vestido. En aquel momento ella sintió una viva excitación. Le tomó la cabeza entre las manos, lo levantó y lo besó en los párpados y en los labios. El gesto tenía una mística solemnidad. Mary experimentaba una sensación nueva. Sentía una gran ternura.
Él se levantó y la abrazó apasionadamente. Tenía veintitrés años. Ella no era una diosa a la que rezar sino una mujer a la que poseer.
Entraron en la casa silenciosa.