3

Habían cenado tarde y eran más de las once cuando la princesa pidió la cuenta. Al ver que se iban, el violinista se acercó, con un platillo en el que había monedas y billetes pequeños que habían echado los clientes de las otras mesas. Era la única remuneración que recibían los músicos. Mary abrió el bolso.

—Déjalo —dijo Rowley—. Yo le daré.

Sacó un billete de diez liras y lo puso en el platillo.

—Yo también quiero darle algo —dijo Mary. Dejó un billete de cien liras. El hombre esbozó un gesto de sorpresa, miró fijamente a Mary, se inclinó y se marchó.

—¿Se puede saber por qué le has dado tanto dinero? —exclamó Rowley—. Es absurdo.

—Tiene una cara tan triste y toca tan mal...

—Ellos no esperan tanto.

—Ya lo sé. Por eso se lo di. Significará mucho para él. Puede suponer una diferencia trascendental.

Los invitados italianos se fueron en sus coches y la princesa se dispuso a acompañar a los Trail.

—¿Podría dejar a Rowley en su hotel, Mary? —dijo—. A mí me pilla muy a trasmano.

—Si no te molesta —dijo él.

Mary sospechó que era una intriga urdida por aquella vieja Celestina, que sentía gran predilección por Rowley, pero no era posible negarse a petición tan razonable, y contestó que estaría encantada. Subieron al coche y se alejaron por el muelle. La luna llena iluminaba la calzada. Hablaban poco. Rowley intuía que ella estaba sumida en pensamientos a los que él era ajeno y no quería importunarla. Pero cuando llegaron al hotel dijo:

—Hace una noche tan hermosa que da pena irse a dormir. ¿No querrías pasear un poco más? ¿Tienes sueño?

—No.

—Demos una vuelta por el campo.

—¿No es un poco tarde para ir al campo?

—¿Tienes miedo del campo o de mí?

—De ninguno de los dos.

Ella volvió a poner en marcha el coche. Siguieron el curso del río y, al poco rato, habían salido de la ciudad.

Al pie de la carretera había casitas aisladas y, más allá, granjas de paredes blancas entre altos cipreses que se erguían, oscuros y hieráticos, al claro de luna.

—¿Piensas casarte con Edgar Swift? —preguntó él bruscamente.

Ella se volvió a mirarle.

—¿Sabías que estaba pensando en él?

—¿Cómo iba a saberlo?

Mary tardó en responder.

—Hoy, antes de marcharse, me ha pedido que me case con él. Le he dicho que le contestaría cuando volviera.

—¿Entonces no estás enamorada?

Mary aminoró la marcha. Parecía tener ganas de hablar.

—¿Qué te hace suponer eso?

—Si lo quisieras, no necesitarías tres días para reflexionar. Lo habrías aceptado inmediatamente.

—Supongo que tienes razón. No; no estoy enamorada de él.

—Pues él lo está de ti.

—Era amigo de mi padre y lo conozco de toda la vida. Fue muy bueno conmigo cuando más necesitaba consuelo y le estoy muy agradecida.

—Debe de tener veinte años más que tú.

—Veinticuatro.

—¿Te deslumbra la posición que puede ofrecerte?

—Un poco. ¿No te parece que deslumbraría a la mayoría de las mujeres? Al fin y al cabo soy humana.

—¿Crees que será divertido vivir con un hombre del que no estás enamorada?

—Es que yo no quiero amor. Estoy más que harta de amor.

Lo dijo con tanta vehemencia que Rowley la miró sorprendido.

—Es extraño oír decir eso a una persona de tu edad.

Circulaban entre campos, por una carretera estrecha. La luna llena resplandecía en un cielo sin nubes. Ella detuvo el coche.

—Verás, yo estaba locamente enamorada de mi marido. Me decían que era una estúpida al casarme con él, que era jugador y borracho; pero no me importaba. Él se empeñó en que nos casáramos. Entonces tenía mucho dinero, pero aunque no hubiera tenido ni un céntimo también me hubiera casado con él. No puedes imaginar lo simpático que era entonces, atractivo, alegre y optimista. ¡Lo que nos divertíamos juntos! Tenía una vitalidad arrolladora. Era amable, dulce, cariñoso... cuando estaba fresco. Bebido, era jactancioso, ordinario y violento. Desesperante. Me avergonzaba. Pero no podía enfadarme con él; después se sentía muy arrepentido. Él no quería beber. Cuando estaba a solas conmigo era tan morigerado como el que más, pero si había otras personas se excitaba y, después de tomar dos o tres copas, no podía parar. Yo tenía que esperar hasta que estaba completamente borracho, porque entonces me seguía sin oponer resistencia, y podía acostarlo. Hice todo cuanto pude para curarlo, pero fue inútil; no se puede. No creo que se pueda curar a un borracho. Y me encontré metida a la fuerza en el papel de enfermera y guardiana. Lo enfurecía que tratara de corregirlo. Pero ¿qué iba a hacer yo? Era una situación muy difícil. Yo no quería que viera en mí a una especie de institutriz, pero algo tenía que hacer para evitar que bebiera. A veces perdía la paciencia con él y teníamos unas escenas horribles. Porque también era jugador y, cuando estaba borracho, perdía cientos de libras. De no haber muerto, se hubiera arruinado por completo y yo hubiera tenido que volver al teatro para mantenerle. Ahora me queda una pequeña renta y las joyas que me regalaba en los primeros tiempos de casados. A veces no volvía en toda la noche, porque se emborrachaba y se iba con la primera que encontraba. Al principio esto me dolía, pero con el tiempo llegué a preferirlo, porque cuando se metía en mi cama apestando a whisky, comprendía que su pasión no era amor sino embriaguez y que lo mismo le daba que fuera yo u otra. Entonces sus besos me repugnaban y su deseo me mortificaba. Luego, una vez satisfecho, se echaba a roncar con el sueño del borracho. Te sorprendió que dijera que estoy más que harta del amor. Durante años el amor sólo me deparó humillaciones.

—Pero ¿por qué no lo dejabas?

—¿Cómo iba a dejarlo? Él dependía de mí para todo. Cuando algo salía mal, si tenía problemas o caía enfermo, acudía a mí. Se aferraba a mí como un niño. —Le temblaba la voz—. Verlo tan indefenso me partía el corazón. A pesar de sus infidelidades, a pesar de que se escondía de mí para emborracharse a sus anchas, a pesar de que a veces yo lo irritaba hasta hacerme odiosa, en el fondo, siempre me quiso. Sabía que yo nunca lo abandonaría y también que, de no ser por mí, se hundiría por completo. Cuando estaba borracho era tan odioso que se quedó sin más amigos que la chusma que lo sangraba, lo explotaba y lo robaba; él sabía que yo era la única persona del mundo a quien importaba si estaba vivo o muerto, y yo sabía que era lo único que se interponía entre él y la ruina total. Y, cuando murió en mis brazos, quedé destrozada.

Las lágrimas le resbalaban por la cara sin que ella tratara de contenerlas. Rowley, pensando que tal vez sería bueno que se desahogara, guardaba silencio. Poco después, encendió un cigarrillo.

—Dame uno. Soy una estúpida.

Él sacó otro cigarrillo del estuche y se lo dio.

—¿Me das el pañuelo, por favor? Está en el bolso.

El bolso estaba en el asiento, entre los dos. Rowley lo abrió para sacar el pañuelo, y sus dedos tropezaron con el revólver.

—¿Por qué llevas un arma? —preguntó, sorprendido.

—A Edgar no le gusta que salga sola con el coche y me hizo prometerle que lo llevaría. Sé que es una idiotez. —La pregunta de Rowley, al desviar la conversación, la ayudó a dominar los nervios—. Siento haberme puesto tan sentimental.

—¿Cuándo murió tu marido?

—Hace un año. Y ahora doy gracias de que muriera. Ahora me doy cuenta de lo desgraciada que era a su lado y de que él no podía esperar de la vida nada más que sufrimiento.

—Murió joven, ¿verdad?

—Tuvo un accidente de automóvil. Conducía borracho. Iba a ciento veinte por una carretera mojada y el coche patinó. Murió a las pocas horas. Afortunadamente tuve tiempo de llegar a su lado. Sus últimas palabras fueron: «Siempre te he querido, Mary»... —Suspiró—. Su muerte nos liberó a los dos.

Fumaron en silencio. Rowley encendió otro cigarrillo con la colilla del primero.

—¿Estás segura de que, casándote con un hombre que no significa nada para ti, no te expones a ser tan desgraciada como antes? —preguntó él, como si no se hubiera interrumpido la conversación.

—¿Conoces bien a Edgar?

—Le he visto varias veces durante las cinco o seis semanas que ha estado colgado de tus faldas. Es el típico forjador del Imperio. No es un tipo que me caiga demasiado bien.

Mary rió ahogadamente.

—No; en eso estoy de acuerdo contigo. Es un hombre firme y sagaz que inspira confianza.

—En suma, todo lo contrario de mí.

—¿No podemos dejar de hablar de ti durante un minuto?

—Está bien. Sigue enumerando sus virtudes.

—Es amable y considerado. Es ambicioso. Es un hombre que ha hecho grandes cosas y hará grandes cosas en el futuro. Quizá yo pueda ayudarle. Sé que te parecerá una idiotez, pero me gustaría ser útil a la sociedad.

—No tienes una gran opinión de mí, ¿verdad?

—No —sonrió Mary.

—Me gustaría saber el motivo.

—Te lo diré —respondió ella fríamente—. Porque eres un derrochador y un crápula. Porque no piensas más que en divertirte y en seducir a mujeres que son lo bastante estúpidas como para prendarse de ti.

—Lo considero una descripción bastante exacta. Tuve la suerte de heredar unas rentas que me permiten vivir sin trabajar. ¿Piensas que debería buscar un empleo y quitar el pan a un pobre diablo? Que yo sepa, no tengo más que esta vida y me gusta un horror. Estoy en la afortunada situación de poder vivir por vivir. ¡Qué estúpido sería si no aprovechara la oportunidad! Me gustan las mujeres y, por extraño que resulte, yo les gusto a ellas. Soy joven y sé que la juventud no es eterna. ¿Por qué no he de divertirme mientras pueda?

—Sería difícil encontrar a alguien más distinto de Edgar.

—De acuerdo. Pero es posible que sea más fácil vivir conmigo. Más divertido, desde luego.

—Olvidas que Edgar quiere casarse conmigo. Tú sugieres una relación mucho más provisional.

—¿Qué te hace suponer eso?

—Bien, en primer lugar, da la casualidad de que ya estás casado.

—En eso te equivocas. Hace un par de meses que me divorcié.

—Te lo tenías muy callado.

—Naturalmente. Las mujeres tienen ideas extrañas acerca del matrimonio. Las cosas resultan mucho más fáciles si no se plantea la cuestión. Entonces cada cual sabe a qué atenerse.

—Comprendo —sonrió Mary—. Pero lo que no me explico es por qué me revelas este oscuro secreto. ¿Es que, si me portara bien, quizá un día llegaras a recompensarme con un anillo de boda?

—Cariño, soy lo bastante inteligente como para darme cuenta de que no eres tonta.

—No es necesario que me llames cariño.

—Canastos, estoy intentando proponerte matrimonio.

—¿En serio? ¿Por qué?

—No me parece tan mala idea. ¿Y a ti?

—Fatal. ¿Cómo se te ha podido ocurrir?

—Ha sido de pronto. Verás, cuando me hablabas de tu marido, me di cuenta de lo mucho que te aprecio. Eso es diferente de estar enamorado, pero a mi manera te quiero. Siento por ti una gran ternura.

—Preferiría que no dijeras esas cosas. Eres un demonio. Pareces saber por instinto qué decir a cada mujer para llegarle al corazón.

—No podría decir estas cosas si no las sintiera.

—Vamos, cállate. Afortunadamente para ti, tengo la cabeza clara y sentido del humor. Volvamos a Florencia. Te dejaré en el hotel.

—¿Quiere eso decir que la respuesta es no?

—En efecto.

—¿Por qué?

—Estoy segura de que te sorprenderá, pero no estoy enamorada de ti.

—No me sorprende. Lo sabía; pero te enamorarías si te dieras a ti misma la oportunidad.

—Eres modesto, ¿eh? Sin embargo, no quiero darme la oportunidad.

—¿Estás decidida a casarte con Edgar Swift?

—Ahora lo estoy, sí. Gracias por haberme dado ocasión de hablar. Es duro no tener a nadie con quien explayarse. Me has ayudado a tomar una decisión.

—Que me ahorquen si lo entiendo.

—Las mujeres no razonamos de la misma manera que los hombres. Todo lo que has dicho, lo que he dicho yo, el recuerdo de la vida con mi marido, el sufrimiento, la mortificación... Bien, frente a eso Edgar aparece como una roca; es fuerte y firme. Sé que puedo fiarme de él; él nunca me defraudará, no podría. Me ofrece seguridad. En este momento siento por él un afecto tan grande que es casi amor.

—Esta carretera es muy estrecha —dijo Rowley—. ¿Quieres que dé la vuelta al coche?

—Soy perfectamente capaz de dar la vuelta a mi propio coche, muchas gracias.

Aquel ofrecimiento la irritó momentáneamente, no porque él dudara de su pericia al volante, sino porque hacía que lo que ella acababa de decir resultara melodramático. Rowley rió entre dientes.

—Hay cuneta a un lado y al otro. Me molestaría ir a parar a una u otra.

—Cierra el pico.

Él encendió un cigarrillo y observó cómo ella frenaba, giraba el volante con esfuerzo, calaba el motor, arrancaba, metía la marcha atrás, retrocedía con precaución, su rostro enrojecía y, finalmente, daba la vuelta y emprendía el regreso. Fueron en silencio hasta el hotel.

Era tarde y la puerta estaba cerrada. Rowley no hizo ademán de apearse.

—Hemos llegado —dijo Mary.

—Ya lo sé.

Él permaneció en silencio unos momentos, con la mirada perdida en el espacio. Ella lo miró interrogativamente y él se volvió con una sonrisa.

—Mary, cariño, eres tonta. Sí, ya sé que me has rechazado. Está bien. Pero me parece que yo sería mejor marido de lo que piensas. Es un disparate casarte con un hombre que te lleva veinticinco años. ¿Cuántos tienes tú? Treinta, como mucho. Y no eres de hielo, no hay más que mirar esa boca, y el brillo de tus ojos y las líneas de tu cuerpo para comprender que eres apasionada y sensual. Sé que tuviste una experiencia desastrosa, pero a tu edad una persona se recupera. Volverás a enamorarte. ¿Imaginas que podrás reprimir tu instinto sexual? Ese cuerpo tuyo está hecho para el amor; no te permitirá que lo reprimas. Eres muy joven para renunciar a la vida.

—Me repugnas, Rowley. Hablas como si la finalidad de la vida fuera la cama.

—¿Nunca tuviste un amante?

—Nunca.

—Pero te habrán amado muchos hombres, además de tu marido.

—No lo sé. Algunos me lo han dicho. Pero no puedes imaginar lo poco que significaban para mí. No puedo decir que resistiera la tentación, porque nunca la sentí.

—Pero ¿cómo puedes desperdiciar así tu juventud y tu belleza? Duran muy poco. ¿De qué sirve la riqueza si no la disfrutas? Eres amable y generosa. ¿Nunca sentiste el impulso de dar algo de tu caudal?

Mary guardó silencio por un instante.

—Te diré una cosa, a pesar de que sin duda después me considerarás más tonta todavía.

—Es posible. Pero dímela de todos modos.

—Sería una estúpida si no supiera que soy más bonita que la mayoría de las mujeres. Es cierto que a veces he pensado que puedo dar algo que significaría mucho para el que lo recibiera. ¿Te parece una gran presunción?

—No; es la pura verdad.

—Últimamente he dispuesto de mucho tiempo para pensar, y supongo que he pensado muchas tonterías. De haber tomado un amante, no hubiera sido un hombre como tú, mi pobre Rowley. Tú eres el último hombre con quien yo tendría una aventura. Pero a veces he pensado que, si me tropezara con un hombre pobre, solo y desgraciado, que no conociera los placeres de la vida ni hubiera disfrutado de las cosas buenas que se compran con dinero... si a ese hombre yo pudiera brindarle una experiencia única, una hora de felicidad total, algo que él no hubiera soñado y que no se repetiría, le daría con gusto cuanto pudiera.

—¡Nunca oí mayor disparate! —exclamó Rowley.

—Bien, pues ya lo sabes —repuso ella con vivacidad—. Conque haz el favor de bajar del coche para que pueda volver a casa.

—¿No te importa irte sola?

—En absoluto.

—Pues buenas noches. Cásate con tu forjador del Imperio y chínchate.