Mary se maquillaba. Nina, de pie detrás de ella, la miraba con interés y, de vez en cuando, le daba un consejo no solicitado. Nina había estado al servicio de los Leonard el tiempo suficiente para aprender un poco de inglés y Mary, en los tres meses que llevaba en la villa, había asimilado mucho italiano, de modo que se entendían perfectamente.
—¿Te parece que llevo bastante colorete, Nina?
—Con el color tan bonito que tiene la signora, no le hace falta colorete.
—Las otras llevarán la cara bien embadurnada. Si no me pinto un poco, a su lado pareceré la muerte.
Mary se puso el bonito vestido y las joyas que había elegido y se tocó con un sombrerito absurdo pero muy elegante. La ocasión lo exigía. Cenaban en un restaurante nuevo de la margen del Arno que, al parecer, tenía una cocina excelente. En la terraza, gozarían de la tibia noche de junio y, cuando saliera la luna, contemplarían las pintorescas casas del otro lado del río. La princesa había descubierto a un cantante de voz, según ella, extraordinaria, y quería que sus invitados lo oyeran.
Mary se colgó el bolso del brazo.
—Lista.
—La signora olvida el revólver.
El arma estaba encima del tocador.
—No es olvido, tonta. ¿De qué podrá servirme? No he disparado un revólver en mi vida. Me dan miedo. No tengo licencia de armas y, si me lo descubren, podría costarme un disgusto.
—La signora prometió al signore que lo llevaría.
—El signore es un viejo tonto.
—Todos los hombres lo son cuando se enamoran —sentenció Nina.
Mary desvió la mirada. No deseaba entrar en confidencias. Los criados italianos eran fieles y trabajadores, pero no podías hacerte ilusiones de que no estuvieran al corriente de todos tus asuntos, y Mary comprendió que Nina deseaba comentar los proyectos de Edgar con toda franqueza. Abrió el bolso.
—Está bien. Mete el dichoso chisme.
Ciro había sacado el coche. Era un descapotable que Mary había comprado cuando llegó a la casa y que pensaba vender cuando se marchara. Se sentó al volante, avanzó prudentemente por la estrecha avenida, dejó atrás la verja y salió a un sinuoso camino que desembocaba en la carretera general de Florencia. Encendió la luz para mirar el reloj, vio que le sobraba tiempo y mantuvo una velocidad moderada. En el fondo, no tenía muchos deseos de llegar y hubiera preferido cenar sola, en la terraza de la villa. Daba gusto cenar allí mientras aún era de día, y dejarse envolver poco a poco por la noche. Éste era un placer del que Mary no se cansaba; le producía una deliciosa sensación de paz, pero no una paz vacía y letárgica, sino activa y estimulante, que mantenía alerta el cerebro y agudizaba los sentidos. Quizá el aire dulce de la Toscana impregnaba de espiritualidad incluso las sensaciones físicas. Era una emoción parecida a la que produce la música de Mozart, que es melodiosa y alegre pero también melancólica: una placidez que te sustraía a las exigencias de la carne. Durante unos minutos de éxtasis te sentías libre de todo lastre terrenal, y la confusión del mundo se disolvía en una belleza perfecta.
—Qué tontería, salir de casa —suspiró Mary en voz alta—. Debí excusarme cuando Edgar dijo que se marchaba.
Hubiera resultado extraño, desde luego. A pesar de todo, Mary habría preferido disponer de la noche para reflexionar con calma. Aunque hacía tiempo que sospechaba las intenciones de Edgar, hasta aquella tarde no estaba segura de que llegara a pedirle que se casara con él, y no creía necesario pensar en la respuesta. Lo dejaría al impulso del momento. Bien, ahora ya se lo había pedido, y ella estaba más indecisa que antes. Con estos pensamientos, llegó a la ciudad, donde la multitud de peatones y bicicletas que invadían la calzada la obligó a centrarse en la conducción.
Al llegar al restaurante, Mary vio que era la última.
La princesa de San Ferdinando era una americana ya mayor, de aire autoritario y cabello gris acero con ondas prietas, que vivía en Italia desde hacía cuarenta años, durante los cuales no había vuelto a su país natal ni de visita. Su marido, un príncipe romano, había muerto hacía un cuarto de siglo y sus dos hijos estaban en el ejército italiano. Tenía poco dinero, lengua afilada y carácter bondadoso. Aunque nunca fue una belleza y ahora, con su porte arrogante, sus ojos grandes y sus facciones enérgicas, probablemente tenía mejor aspecto que en su juventud, se murmuraba que había engañado bastante al príncipe, aunque ello en modo alguno afectaba la excelente posición que ocupaba en sociedad. Conocía a toda la gente que deseaba conocer, y la gente estaba encantada de conocerla a ella. El resto de los invitados eran un matrimonio inglés, el coronel y lady Grace Trail, unos cuantos italianos y un joven inglés llamado Rowley Flint, al que Mary había frecuentado desde su llegada a Florencia, porque él la hacía objeto de asiduas atenciones.
—Debo confesar que estoy aquí de suplente —dijo Rowley Flint cuando Mary le estrechó la mano.
—Ha sido muy amable —dijo la princesa—. Lo invité cuando sir Edgar me llamó para decir que se iba a Cannes, y ha dejado otro compromiso para venir.
—Princesa, yo lo dejo todo por cenar con usted.
La princesa sonrió ligeramente.
—Creo que debo decir que, antes de aceptar, ha querido saber quién venía exactamente.
—Resulta halagador que hayamos merecido su aprobación —dijo Mary.
La princesa dedicó al hombre otra de sus miradas risueñas, en las que brillaba la indulgencia del viejo pendón que no ha olvidado ni se arrepiente de su pasado, y la sagacidad de la mujer que conoce el mundo como la palma de la mano y ha llegado a la conclusión de que nadie es mejor de lo que debe ser.
—Es usted un truhán, Rowley, y ni siquiera lo bastante guapo como para hacérselo perdonar, pero le queremos.
Rowley no tenía mucha prestancia, desde luego. Su figura era sólo aceptable, no pasaba de mediana estatura y, con ropa informal, resultaba ligeramente achaparrado. Ninguna de sus facciones era impecable: tenía los dientes blancos, pero un poco irregulares; buen color, pero la piel tosca; cabello espeso, pero de un tono castaño muy corriente, ni claro ni oscuro, y unos ojos bastante grandes, pero de un azul desvaído que parecía gris. Se apreciaba en él cierto aire de disipación, sus enemigos decían que era un embaucador, y hasta sus mejores amigos convenían en que no merecía confianza. Tenía mala reputación. A los veinte años se había fugado y casado con la prometida de otro y, tres años después, estuvo involucrado en un caso de divorcio. Su esposa se divorció de él y él volvió a casarse, pero no con la mujer que había provocado el divorcio sino con otra, a la que abandonó al cabo de dos o tres años. Ahora acababa de cumplir los treinta. En suma, se había ganado a pulso su mala fama. Al parecer, no tenía cualidad que lo redimiera; y el coronel Trail, el inglés que estaba de paso, alto, delgado, curtido por la intemperie, de cara larga y colorada, bigotito gris y aire de imbecilidad, se preguntaba por qué la princesa se había permitido obligarles a él y a su esposa a cenar con semejante rufián.
«Me refiero —hubiera dicho, de haber tenido a quién— a que no es la clase de individuo cuya compañía se considera apropiada para una mujer decente.»
Cuando se sentaron a la mesa, el coronel observó con alivio que su esposa, situada al lado de Rowley Flint, escuchaba con frialdad sus amables observaciones. Lo peor era que aquel tipo no era un aventurero ni nada por el estilo; en realidad, era primo de su mujer. Pertenecía a una buena familia y disponía de una renta muy decente. Lo malo era que nunca había tenido que ganarse la vida. En fin, hasta en las mejores familias hay una oveja negra; pero lo que el coronel no comprendía era qué veían las mujeres en aquel individuo. Desde luego, no se podía esperar que el íntegro y probo militar comprendiera que lo que distinguía a Rowley Flint, lo que explicaba su éxito, era su sex-appeal, y que su falta de escrúpulos en sus relaciones con las mujeres parecía aumentar su atractivo. Por muchos prejuicios que una mujer pudiera tener, a la media hora de conversación, se derretía y se decía que no creía ni la mitad de las cosas malas que se contaban de aquel hombre. Pero, si le hubieran preguntado qué veía en él, no hubiera sabido qué contestar. Porque no era guapo, ni siquiera distinguido; parecía un mecánico de garaje y llevaba ropa buena como el que lleva un mono de trabajo, como si no le importara su aspecto. Era irritante que no pareciera tomar nada en serio, ni siquiera el amor. Él dejaba muy claro que en la mujer sólo buscaba una cosa, y su absoluta falta de sentimentalismo resultaba intolerablemente ofensiva. Pero tenía algo que hacía perder la cabeza, una especie de dulzura debajo de la aspereza de sus modales, una ternura bajo su gesto burlón, una comprensión instintiva de que la mujer es una criatura diferente del hombre, que resultaba extrañamente halagadora. Y a todo ello había que añadir la sensualidad de su boca y la caricia de sus ojos grises. La vieja princesa lo había expresado con su crudeza habitual:
—Desde luego es un granuja, un crápula, pero, si yo tuviera treinta años menos y me pidiera que me fugase con él, no me lo haría repetir, aun sabiendo que me abandonaría al cabo de una semana y sería desgraciada el resto de mi vida.
Pero en la mesa a la princesa le gustaba que la conversación fuera general y, cuando sus invitados se sentaron, se dirigió a Mary:
—Siento mucho que sir Edgar no haya podido venir.
—También lo ha sentido él. Pero ha tenido que marchar a Cannes.
La princesa informó al resto de los presentes.
—Es un secreto, pero acaban de nombrarlo gobernador de Bengala.
—Ah, caramba —exclamó el coronel—. Magnífico puesto.
—¿Ha sido una sorpresa?
—Él sabía que era una de las personas propuestas.
—Es el hombre idóneo para el cargo. Acerca de eso no puede existir la menor duda —dijo el coronel—. No me sorprendería que si tiene éxito lo nombraran virrey.
—Me parece que nada me gustaría tanto como ser virreina de la India —dijo la princesa.
—¿Por qué no se casa con él, por si acaso? —sonrió Mary.
—Pero ¿no está casado? —preguntó lady Grace.
—No. —La princesa dirigió a Mary una mirada maliciosa—. Aunque no le niego que ha flirteado conmigo de un modo escandaloso durante las seis semanas que ha estado aquí.
Rowley rió entre dientes y miró de soslayo a Mary, entornando sus largas pestañas.
—¿Ha decidido casarse con él, princesa? Porque, en tal caso, no creo que el pobre diablo tenga muchas posibilidades.
—Opino que sería un enlace muy pertinente —dijo Mary.
Sabía que tanto la princesa como Rowley bromeaban para tirarle de la lengua, pero ella no tenía intención de revelar nada. Edgar Swift había demostrado tanto a sus propios amigos como a los de ella en Florencia que estaba enamorado; y más de una vez la princesa había tratado de sonsacarla acerca de sus proyectos.
—Me parece que no le gustaría el clima de Calcuta —dijo lady Grace, que lo tomaba todo completamente en serio.
—Oh, a mi edad prefiero alianzas transitorias —respondió la princesa—. Comprenda, no dispongo de tiempo para perder. Por eso siento predilección por Rowley; sus intenciones son siempre malas.
El coronel contempló su plato con un fruncimiento de cejas totalmente injustificado, porque los scampi habían llegado de Viareggio aquella misma tarde, y su esposa esbozó una sonrisa forzada.
En el restaurante había una pequeña orquesta. Los músicos vestían un deslucido traje napolitano de opereta e interpretaban música napolitana.
Al poco rato, la princesa dijo:
—Me parece que ya es hora de que actúe el cantante. Ya verán, es asombroso. Tiene una voz preciosa, toda macaroni y sentimiento. Harold Atkinson está pensando seriamente en hacerle estudiar bel canto. —Llamó al maître—. Diga al tenor que nos cante la canción que interpretó la noche que estuve aquí.
—Lo siento, Excelencia, pero no ha venido. Está enfermo.
—¡Qué fastidio! Yo quería que mis amigos lo escucharan. Hemos venido ex profeso.
—Nos ha enviado a un sustituto, pero es violinista. Le diré que toque.
—Si algo detesto es el violín —dijo ella—. Nunca comprenderé que pueda haber gente que disfrute oyendo cómo alguien restriega unas tripas de gato con pelos de cola de caballo.
El maître hablaba con soltura media docena de lenguas, pero no entendía ninguna. Creyó que la princesa le decía que estaría encantada y se fue a hablar con el violinista. Éste se adelantó. Era un joven moreno y delgado, con enormes ojos de hambre y aspecto melancólico. Llevaba el ridículo traje napolitano con un aire romántico, pero parecía desnutrido. Su cara estaba descarnada, afilada. Tocó una pieza.
—Es francamente horrendo, mi pobre Giovanni —dijo la princesa al maître.
Esta vez él la entendió.
—Muy bueno no es, princesa, lo siento. No lo sabía. Pero el cantante volverá mañana.
Los músicos atacaron otra pieza y Rowley, amparándose en el ruido, dijo a Mary.
—Esta noche estás preciosa.
—Gracias.
A él le brillaban los ojos.
—¿Te digo lo que más me gusta de ti? Que, a diferencia de ciertas mujeres, cuando alguien te dice que eres bonita no finges sorpresa sino que lo aceptas con la misma naturalidad que si te dijeran que tienes cinco dedos en cada mano.
—Hasta que me casé, mi aspecto fue mi único medio de vida. Cuando murió mi padre, a mi madre y a mí no nos quedó más que una pequeña pensión. Si conseguí papeles en cuanto salí de la Academia de Arte Dramático fue gracias a la suerte de tener este físico.
—Estoy seguro de que hubieras podido triunfar en el cine.
Ella rió.
—Por desgracia, carezco de talento. Sólo fachada. Quizá con el tiempo hubiera podido aprender a interpretar, pero me casé y dejé el teatro.
Una leve sombra cruzó por su cara y por un momento pareció contemplar su pasado con tristeza. Rowley miraba su perfil perfecto. Era realmente una criatura muy hermosa. Tenía unas facciones exquisitas, pero lo que la hacía tan extraordinaria era su maravilloso color.
—Eres trigueña, ¿eh?
Mary tenía el cabello color de miel, los ojos grandes y castaños y la piel dorada. Era su encendido color lo que disipaba la frialdad que pudieran tener sus facciones de corte clásico y les daba un calor y una sazón poderosamente atractivos.
—Creo que eres la mujer más hermosa que he visto.
—¿A cuántas se lo has dicho?
—A muchas. Pero eso no significa que ahora no sea sincero.
Ella rió.
—Supongo que no, pero dejémoslo ahí, ¿quieres?
—¿Por qué? Es un tema muy interesante.
—Desde que tenía dieciséis años oigo decir a la gente que soy bonita, y ya ha dejado de impresionarme. Es una ventaja, y sería una estúpida si no me alegrara. Pero también tiene sus inconvenientes.
—Eres una persona sensata.
—Ese cumplido sí me halaga.
—No trataba de halagarte.
—¿No? Parecía un preámbulo que he oído muchas veces. Para la fea, un sombrero; para la guapa, un libro. ¿No va por ahí?
Él no se desconcertó.
—¿No estás demasiado cáustica esta noche?
—Siento parecértelo. Sólo quería dejar en claro de una vez por todas que conmigo no tienes nada que hacer.
—¿No sabes que estoy desesperadamente enamorado de ti?
—Quizá desesperadamente no sea la palabra adecuada. Durante las últimas seis semanas has dejado entrever que te gustaría tener una aventurilla conmigo. Una viuda, bonita y sin compromiso, en un lugar como Florencia... El plan ideal.
—¿Y vas a reprochármelo? Es natural que en primavera la mente de un hombre contemple pensamientos amorosos.
Su franqueza desarmaba de tal modo que ella no pudo menos que sonreír.
—No te lo reprocho. Pero, por lo que a mí respecta, pierdes el tiempo. Lo lamento.
—Qué considerada. En realidad tengo mucho tiempo que perder.
—Desde que tenía dieciséis años me han galanteado muchos hombres. Viejos y jóvenes, feos y guapos, todos parecen pensar que una está ahí sólo para satisfacer sus apetitos.
—¿Nunca has estado enamorada?
—Sí, una vez.
—¿De quién?
—De mi marido. Por eso me casé con él.
Se produjo una pausa. La princesa rompió el silencio con un comentario trivial y, nuevamente, la conversación se hizo general.