La villa estaba en lo alto de la colina. Delante tenía una terraza con una magnífica vista de Florencia, y detrás un jardín viejo, con pocas flores, árboles hermosos, setos de boj recortados, senderos de hierba y un templete en el que cascabeleaba una fuente. La casa había sido construida en el siglo XVI por un noble florentino cuyos empobrecidos descendientes la vendieron a unos ingleses, que la habían prestado a Mary Panton para una temporada. Las habitaciones eran espaciosas y de techo alto, pero la casa no era muy grande, y para cuidarla bastaban los tres criados que habían dejado los dueños. Los muebles eran escasos, antiguos y valiosos, y el conjunto poseía un aire señorial. A pesar de que no había calefacción central, y cuando llegó Mary, a últimos de marzo, hacía bastante frío, la casa no carecía de todo confort, puesto que los Leonard, sus dueños, habían hecho instalar cuartos de baño. Ahora era junio, y Mary solía pasar la mayor parte del día en la terraza, desde la que veía las cúpulas y las torres de Florencia, o en el jardín de atrás.
Durante las primeras semanas Mary se dedicó a descubrir las bellezas de la ciudad, y pasaba mañanas muy agradables visitando los Uffizi y el Bargello, entrando en las iglesias y paseando por los barrios viejos. Pero ahora casi nunca bajaba a Florencia más que para almorzar o cenar con amigos. Le gustaba quedarse en el jardín a leer y, cuando salía, prefería explorar los alrededores en el Fiat. Nada más bello que el paisaje de la Toscana, con su sofisticada inocencia. Al contemplar los frutales en flor y el verde tierno de los álamos que contrastaba con el plata perenne de los olivos, Mary sentía una placidez que creía perdida para siempre. Después de la trágica muerte de su marido, ocurrida hacía un año, y de los meses de zozobra que siguieron, en los que tenía que estar siempre disponible por si la necesitaban los abogados que trataban de salvar los restos de su malbaratada fortuna, Mary aceptó encantada el ofrecimiento que le hicieron los Leonard de descansar en la vieja casona, para sosegar los nervios y pensar en el futuro. Después de ocho años de matrimonio desgraciado y de ver cómo su marido despilfarraba su patrimonio, ahora, a los treinta, conservaba unas bonitas perlas y una renta que le aseguraba la subsistencia si controlaba estrictamente sus gastos. En fin, mejor esto que lo que auguraban los abogados al principio, cuando, con cara larga, le dijeron que era de temer que, después de pagar las deudas, no quedara absolutamente nada. En ese momento, tras dos meses y medio de vivir en Florencia, Mary pensaba que incluso esta perspectiva hubiera podido afrontar serenamente. Cuando marchó de Inglaterra, su viejo abogado y viejo amigo le dijo dándole palmadas en la mano:
—No te preocupes por nada, hija, sólo de recuperar la salud y las fuerzas. No digo tu buen semblante, porque nada parece afectarlo. Eres joven y muy bonita y no me cabe duda de que volverás a casarte. Pero la próxima vez no te cases por amor; es una equivocación. Cásate por una buena posición y por la compañía.
Ella se echó a reír. Había tenido una amarga experiencia y no pensaba reincidir en el matrimonio; era extraño que ahora se planteara hacer exactamente lo que le había aconsejado el viejo y sagaz abogado. Y parecía que iba a tener que decidirse aquella misma tarde. En aquellos momentos, Edgar Swift iba camino de la villa. Había llamado por teléfono hacía un cuarto de hora para decirle que tenía que viajar a Cannes inesperadamente, para ver a Lord Seafair y que se marchaba aquel mismo día, pero antes quería hablar con ella de un asunto urgente. Lord Seafair era secretario de Estado para asuntos de la India, y aquella repentina convocatoria sólo podía significar que efectivamente iba a ofrecer a Edgar el alto puesto que él ambicionaba. Sir Edgar Swift era funcionario de la administración civil de la India, lo mismo que su padre, y había hecho una brillante carrera. Durante cinco años fue gobernador de las Provincias del Noroeste y, en tiempos de gran inestabilidad, dio prueba de una extraordinaria habilidad. Cuando terminó su mandato, tenía la reputación de ser el hombre más competente de la India. Era un gran administrador, dotado de firmeza y también de tacto y si, en ocasiones, podía ser perentorio, su talante era generoso y moderado. Se había ganado la estima y confianza tanto de hindúes como de musulmanes. Mary lo conocía de toda la vida. Cuando murió su padre, joven todavía, y ella y su madre regresaron a Inglaterra, Edgar Swift solía pasar mucho tiempo con ellas cada vez que volvía a casa con permiso. Llevaba a la pequeña Mary a los títeres y al circo y, ya mayorcita, al cine y al teatro, y le hacía regalos por su cumpleaños y por Navidad. Cuando Mary cumplió diecinueve años, su madre le dijo:
—En tu lugar, yo no vería mucho a Edgar, hija. No sé si te habrás dado cuenta, pero está enamorado de ti.
Mary rió.
—Pero si es un viejo.
—Tiene cuarenta y tres años —respondió su madre ásperamente.
Pero cuando, dos años después, ella se casó con Matthew Panton, Edgar le regaló unas bellas esmeraldas indias y, al enterarse de que no era feliz en su matrimonio, la trató con exquisita delicadeza y comprensión. Una vez terminado su mandato de gobernador, regresó a Londres y, enterado de que ella estaba en Florencia, decidió hacerle una breve visita. Pero se había quedado varias semanas, y Mary no era tan boba como para no darse cuenta de que él estaba esperando el momento oportuno para proponerle matrimonio. ¿Desde cuándo la quería? Al mirar atrás, le parecía que desde que tenía quince años, la vez en que, al volver a Inglaterra de vacaciones, la encontró hecha una mujer. Era conmovedora tanta fidelidad y, desde luego, la diferencia que existía entre una muchacha de diecinueve años y un hombre de cuarenta y tres no era la que había entre una mujer de treinta y un hombre de cincuenta y cuatro. La disparidad parecía menor. Y él ya no era un oscuro funcionario sino un hombre relevante. Era absurdo suponer que el gobierno fuera a renunciar a sus servicios. Sin duda estaba destinado a ocupar cargos de creciente responsabilidad. También la madre de Mary había muerto, y ella no tenía más familia; nadie en el mundo a quien quisiera tanto como a Edgar.
Me gustaría poder tomar una decisión, se dijo.
Edgar ya no podía tardar. Mary se preguntó si debía recibirlo en el salón, que se mencionaba en las guías turísticas por sus frescos del Ghirlandaio joven, su vetusto mobiliario de estilo renacimiento y sus magníficas lámparas, pero se dijo que aquella habitación, tan seria y suntuosa, imprimiría en el momento una excesiva solemnidad, y decidió esperar en la terraza, donde le gustaba sentarse al atardecer, para disfrutar de una vista de la que nunca se cansaba. Sería un entorno más informal, si realmente iba a pedirle que se casara con él: los dos estarían más cómodos al aire libre, con una taza de té, mientras ella mordisqueaba una pastita. Sería un marco correcto y no excesivamente romántico. Había naranjos en grandes tiestos y sarcófagos de mármol rebosantes de flores de colores vivos. Bordeaba la terraza una vieja balaustrada de piedra con grandes urnas y, en cada extremo, la imagen barroca y un tanto deteriorada de un santo.
Mary se sentó en un sillón de mimbre y dijo a Nina, la criada, que sirviera el té. Otro sillón esperaba a Edgar. No había ni una nube y la ciudad, a lo lejos, estaba bañada en la luz suave y diáfana de la tarde de junio. Se oyó llegar un coche y, al cabo de un momento, Ciro, el criado de los Leonard y marido de Nina, acompañaba a la terraza a Edgar: alto, delgado, a un tiempo atlético y elegante, con su bien cortado traje de sarga azul y su sombrero flexible negro. Mary, aun sin saberlo, sólo con verle, hubiera adivinado que era excelente tenista, buen jinete y certero tirador. Al quitarse el sombrero, Edgar descubrió una ondulada cabellera negra, apenas matizada de gris. La cara delgada, de mandíbula enérgica y nariz aguileña, estaba bronceada por el sol de la India y, bajo unas cejas pobladas, los ojos, castaños y hundidos, brillaban alerta. ¿Cincuenta y cuatro años? No aparentaba más de cuarenta y cinco. Era un hombre apuesto en la plenitud de la vida. Poseía dignidad sin altivez. Inspiraba confianza. Un hombre que no se desconcertaba ni alteraba fácilmente. Ni perdía el tiempo en charla trivial.
—Seafair me ha llamado por teléfono esta mañana. Me ofrecen el puesto de gobernador de Bengala. Piensan que, en las actuales circunstancias, no procede enviar a un hombre nuevo que tenga que familiarizarse con la situación antes de poder ser útil, sino a alguien que ya conozca el terreno.
—Y tú, naturalmente, has aceptado.
—Naturalmente. Es el cargo que siempre deseé.
—Me alegro muchísimo.
—Pero hay que aclarar varias cosas, y salgo para Milán esta noche. Allí tomaré un avión hasta Cannes. Estaré ausente dos o tres días, lo cual es un inconveniente, pero Seafair quiere que nos veamos inmediatamente.
—Es natural.
Una sonrisa cálida asomó a los labios firmes y delgados de Edgar, que acarició a Mary con la mirada.
—Es un puesto importante, ¿sabes? Si tengo éxito, será un tanto en mi haber.
—Estoy segura de que lo harás muy bien.
—Supone mucho trabajo y responsabilidad. Pero me gusta. Y, desde luego, tiene sus compensaciones. El gobernador de Bengala vive con mucho fasto, y no me importa confesar que eso me gusta. La residencia es casi un palacio. Tendré que dar recepciones.
Ella adivinaba lo que pretendía decirle, pero lo miraba con una sonrisa afable e inexpresiva, como si no tuviera ni la menor idea. Sentía una grata excitación.
—Desde luego, es cargo para un hombre casado. Un soltero tendría muchos inconvenientes.
Ella, con una mirada totalmente candorosa, respondió:
—Estoy convencida de que habrá muchas mujeres adecuadas, deseosas de compartir tu grandeza.
—Sospecho que tienes razón; en vano he vivido en la India durante casi treinta años. Lo malo es que sólo hay una mujer a la que yo desee pedírselo.
Ya llegaba el momento. ¿Le decía que sí o que no? Ay, era difícil tomar una decisión. Él la miró con cierta sorna.
—¿Te sorprendería si te dijera que, desde que eras una niña con tirabuzones, estoy perdidamente enamorado de ti?
¿Qué se puede contestar a esto? Una se echa a reír alegremente.
—Edgar, qué tonterías dices.
—Eres la criatura más hermosa y adorable que he conocido. Yo sabía que no tenía posibilidad. Era veinticinco años mayor que tú, contemporáneo de tu padre. Sospechaba que de niña veías en mí a un extravagante carcamal.
—Eso nunca —protestó ella, no del todo sincera.
—En fin, cuando te enamoraste, era natural que fuera de alguien de tu generación. Puedes creerme si te digo que, cuando me escribiste que te casabas, te deseé sinceramente toda la felicidad del mundo, y que me dolió saber que no eras feliz en tu matrimonio.
—Quizá Mattie y yo éramos muy jóvenes para casarnos.
—Ha llovido mucho desde entonces. Me pregunto si la diferencia de edad sigue pareciéndote tan importante.
Era una pregunta muy difícil, y Mary optó por guardar silencio y dejarlo continuar.
—Siempre me he cuidado, Mary. No me siento viejo. Pero lo malo es que en ti los años no han tenido otro efecto que el de hacerte aún más bonita.
Ella sonrió.
—¿Será posible que estés nervioso, Edgar? Nunca lo hubiera imaginado. El hombre de hierro.
—Eres un pequeño monstruo, pero tienes razón, estoy nervioso. Y este hombre de hierro, en tus manos, nunca fue más que un terrón de arcilla, eso lo sabes mejor que nadie.
—¿Me equivoco al pensar que estás pidiéndome que me case contigo?
—Exactamente. ¿Estás escandalizada o sorprendida?
—Escandalizada no, desde luego. Edgar, te quiero mucho. Para mí eres el hombre más encantador del mundo. Me halaga que quieras casarte conmigo.
—Entonces ¿aceptas?
Ella sentía una extraña aprensión. Desde luego, era un hombre muy apuesto. Sería emocionante ser la esposa del gobernador de Bengala, vivir rodeada de fasto y disponer de ordenanzas y secretarios.
—¿Dices que estarás unos días fuera?
—Tres a lo sumo. Seafair tiene que regresar a Londres.
—¿Me dejas que lo piense hasta tu regreso?
—Por supuesto. En estas circunstancias me parece razonable. Desde luego, tienes que estar segura, aunque creo que si supieras que la respuesta es «No», no necesitarías reflexionar.
—Cierto —sonrió ella.
—Entonces lo dejaremos así. Lo siento, pero tengo que marcharme si no quiero perder el tren.
Ella lo acompañó hasta el taxi.
—A propósito, ¿has avisado a la princesa de que esta noche no vas a la cena?
Los dos estaban invitados a una cena que ofrecía la vieja princesa de San Ferdinando.
—Sí; la llamé y le dije que tenía que marcharme de Florencia unos días.
—¿Le has dicho el motivo?
—Ya la conoces, es una vieja tirana —sonrió él con indulgencia—. Me apostrofó de mala manera por dejarla plantada en el último momento y no tuve más remedio que confesar la verdad.
—Ya encontrará a alguien que ocupe tu lugar —respondió Mary con indiferencia.
—Supongo que llevarás a Ciro, ya que yo no podré acompañarte.
—Imposible. Di permiso a Ciro y Nina para que salieran esta noche.
—Me parece peligroso que vayas sola de noche por esas carreteras desiertas. Cumplirás tu promesa, ¿verdad?
—¿Qué promesa? Ah, el revólver. Me parece absolutamente ridículo. Las carreteras de la Toscana son tan seguras como las de Inglaterra. De todos modos, si eso te tranquiliza, lo llevaré.
Edgar, que sabía lo mucho que gustaba a Mary hacer excursiones en coche por el campo y que tenía la convicción del inglés de que, en general, todos los extranjeros son gente peligrosa, se había empeñado en prestarle un revólver y le hizo prometer que lo llevaría consigo siempre, a no ser que fuera sólo a Florencia.
—El campo está lleno de refugiados y gente sin trabajo que pasa hambre. Sólo estaré tranquilo si sé que, llegado el caso, podrías defenderte.
El criado abrió la puerta del taxi. Edgar le dio un billete de cincuenta liras.
—Ciro, estaré fuera unos días. Esta noche no podré venir a buscar a la signora. Asegúrese de que lleva el revólver cuando salga. Me lo ha prometido.
—Está bien, signore —dijo el hombre.