JUNE

20:07

Dos días después del alta

Rascacielos Oxford, sector Lodo, Denver

Temperatura interior: 22 ºC

Ayer a las siete de la mañana le dieron el alta a Day. Le he llamado tres veces desde entonces, pero solo obtuve respuesta hace un par de horas.

—¿Tienes tiempo hoy, June? —me estremecí al oír la suavidad de su voz—. ¿Te importa que me acerque a verte? Quiero hablar contigo.

—Ven —le contesté. Y eso fue todo.

Pronto llegará. Llevo más de una hora limpiando el apartamento y cepillando el pelo de Ollie para distraerme, pero no puedo dejar de dar vueltas a lo que querrá decirme.

Me resulta raro vivir otra vez en un espacio que es mío, y más cuando está amueblado con un montón de cosas nuevas que me resultan extrañas: sillones elegantes, lámparas de araña, mesas de cristal, suelos de madera… Ya no me siento del todo cómoda con tanto lujo a mi alrededor.

Miro por la ventana: en el exterior cae una nevada ligera. Ollie duerme a mi lado en uno de los sofás. Cuando me dieron el alta, varios soldados me escoltaron en un todoterreno hasta el rascacielos Oxford, y lo primero que vi al entrar en el apartamento fue a Ollie meneando la cola como un loco y empujándome la mano con el hocico. Pregunté dónde había estado y me contaron que, después de que Thomas me detuviera, el Elector pidió que trajeran a Ollie a Denver y lo cuidaran. Ahora que me lo han devuelto, es como si hubiera recuperado una pequeña parte de Metias. Me pregunto qué pensará Thomas de todo esto. ¿Se limitará a seguir órdenes como siempre y me saludará con una inclinación la próxima vez que le vea, jurando lealtad eterna? Puede que Anden haya ordenado su arresto junto a los de Razor y la comandante Jameson. No estoy segura de cómo me sentiría si fuera así.

Ayer enterraron a Kaede. Iban a incinerarla para meter sus cenizas en un nicho diminuto, pero insistí en que recibiera algo mejor, una tumba auténtica solo para ella. Anden, por supuesto, accedió. Si Kaede estuviera viva, ¿qué haría ahora? ¿La aceptaría la República en sus fuerzas aéreas? Me pregunto si Day habrá visitado ya su tumba. ¿Se sentirá tan culpable como yo por su muerte? ¿Tal vez sea ese el motivo por el que ha esperado tanto para ponerse en contacto conmigo después de que le dieran el alta?

¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer ahora?

Las veinte y doce. Day llega tarde. No dejo de mirar la puerta, incapaz de pensar en otra cosa, como si tuviera miedo de que no apareciera si pestañeo un instante.

Las veinte y quince. Se oye el timbre. Ollie levanta la cabeza, endereza las orejas y suelta un gañido. Ya está aquí. Me levanto de un salto. Day camina tan silenciosamente que ni siquiera mi perro le ha oído andar por el descansillo.

Abro la puerta y me detengo petrificada, incapaz incluso de saludar. Day está delante de mí con las manos en los bolsillos, impresionante en su uniforme nuevo de la República (negro, con franjas de color gris oscuro en los lados de los pantalones y en los puños, cuello grueso y triangular a la usanza de las tropas de la capital y unos elegantes guantes blancos de neopreno que sobresalen de sus bolsillos, decorados con una fina cadena de oro). Su pelo, suelto y brillante, está salpicado de copos de nieve, como las pestañas de sus ojos intensamente azules. Me quedo sin habla. Nunca le había visto vestido de manera formal, salvo las veces en que se disfrazaba. No estaba preparada para verle así, con ropa nueva y favorecedora, mostrando por primera vez toda la fuerza arrolladora de su atractivo.

Day se da cuenta de mi expresión y me dedica una sonrisa irónica.

—Me han vestido para la foto —dice señalando su ropa—. Querían sacarme estrechando la mano del Elector. No ha sido idea mía, obviamente. Espero no lamentar haberle ofrecido mi apoyo a ese tipo.

—¿Conseguiste despistar a los manifestantes que rodean tu casa? —digo finalmente, recomponiéndome lo bastante para ofrecerle una sonrisa—. Corre el rumor de que la gente quiere que seas el nuevo Elector.

Frunce el ceño y suelta un gruñido exasperado.

—¿Yo, Elector? No me veo capaz, la verdad. Ni siquiera estoy seguro todavía de que me guste la República… Lo que sí soy capaz de hacer, como ya sabes, es despistar a mis perseguidores. Preferiría no tener que enfrentarme a nadie ahora mismo.

Hay una nota de tristeza en su voz, algo que me dice que ya ha visitado la tumba de Kaede. Carraspea al darse cuenta de cómo le miro y me tiende una cajita de terciopelo. Su actitud distante y educada me deja perpleja.

—Recogí esto de camino hacia aquí. Para ti, June.

Se me escapa una exclamación de sorpresa.

—Gracias —agarro la caja con cuidado, la observo un instante y después inclino la cabeza—. ¿A qué se debe esto?

Day se mete el pelo tras la oreja e intenta parecer indiferente.

—Me pareció bonito.

Abro el envoltorio y me quedo sin aliento al ver lo que contiene: una cadena de plata con un rubí tallado en forma de lágrima, bordeado de pequeños diamantes y envuelto en tres hilos de plata que lo rodean en espiral.

—Es… precioso —digo con las mejillas encendidas—. Gracias. Tiene que haber sido carísimo.

Me maldigo en cuanto acabo de decirlo. ¿Desde cuándo empleo frases hechas para hablar con Day?

Él niega con la cabeza.

—Al parecer, la República cree que me tendrá contento si me entierra en dinero. El rubí es tu piedra favorita, ¿no? Bueno, pensé que deberías tener algún recuerdo de mí que fuera un poco mejor que un anillo de clips —le rasca la cabeza a Ollie y echa un vistazo a mi apartamento—. Bonito sitio. Se parece al mío.

Day ha recibido un apartamento similar a este, y aún más vigilado, a un par de manzanas de distancia.

—Gracias —repito, depositando la caja con cuidado en la encimera—. Aunque me gustaba más el anillo de clips, la verdad —añado con un guiño.

El rostro se le ilumina durante una fracción de segundo. Me gustaría lanzarme en sus brazos y besarle, pero hay algo en su postura que me obliga a mantener la distancia.

—¿Qué tal está Eden? —pregunto, en un intento de averiguar por qué parece tan incómodo.

—Bastante bien —vuelve a contemplar la habitación antes de mirarme a los ojos—. Teniendo en cuenta lo que ha pasado, claro.

Bajo la vista.

—Yo… siento lo de sus ojos. Está…

—Está vivo —me interrumpe con suavidad—. Me contento con eso.

Asiento con torpeza y nos quedamos callados.

—Querías hablar conmigo —digo al cabo de un momento.

—Sí —Day mira al suelo, juguetea con sus guantes y acaba metiéndose las manos en los bolsillos—. Me he enterado del puesto que te ha ofrecido Anden.

Me siento en el sofá. No han pasado ni siquiera cuarenta y ocho horas y ya he visto dos veces la noticia en las pantallas:

EL ELECTOR PROPONE A JUNE IPARIS

COMO CANDIDATA A PRÍNCEPS.

Debería alegrarme de que Day haya sacado el tema: no sabía cómo abordarlo, y ahora ya no es necesario. Aun así, se me acelera el pulso y me pongo tan nerviosa como me temía. Puede que esté enfadado porque no se lo dijera en el momento.

—¿Qué sabes de ese cargo? —le pregunto mientras se acerca para sentarse a mi lado.

Su rodilla me roza suavemente el muslo y noto un cosquilleo en el estómago. Le miro a la cara para averiguar si lo ha hecho a propósito. Supongo que no, porque tiene los labios apretados y la expresión tensa, como si supiera adónde conduce esta conversación y no quisiera llegar hasta el final.

—He oído que tienes que seguir a Anden como una sombra, ¿no? Vas a recibir formación para convertirte en su Prínceps. ¿Me equivoco?

Suspiro, agacho la cabeza y oculto la cara entre las manos. Al oírselo decir siento toda la importancia del compromiso. Claro que entiendo los motivos prácticos por los que Anden me lo ha propuesto; de hecho, yo también espero poder colaborar en la reforma de la República. Todo mi entrenamiento militar, la educación que me dio Metias… Sé que puedo ser útil en ese puesto, pero…

—Sí, es cierto —digo apresuradamente—. Pero no es una propuesta de matrimonio ni nada parecido. Es un puesto de trabajo, y no soy la única que opta a él. Sin embargo, significa que pasaré semanas, meses incluso… lejos. Lejos de…

Lejos de ti, querría decir, pero suena tan cursi que decido no terminar la frase. En su lugar, le explico todos los detalles a los que he estado dando vueltas. Le hablo de la extenuante agenda de un candidato a Prínceps, del tiempo libre que he decidido concederme si acepto, de mis dudas sobre lo que estoy dispuesta a sacrificar por la República…

Al cabo de un rato me doy cuenta de que estoy divagando, pero me sienta tan bien desahogarme y contarle mis problemas a la persona que más me importa en el mundo, que ni siquiera intento detenerme. Si hay alguien que merece saber todo lo que pienso, ese es Day.

—No sé qué decirle a Anden —termino—. No me ha presionado, pero pronto tendré que darle una respuesta.

Day no dice nada, y el eco de mis palabras flota en el silencio. No podría describir la expresión de su rostro: hay algo desgarrado en su mirada, como si estuviera hecho pedazos o se hubiera extraviado, una tristeza profunda y silenciosa que me está destrozando. ¿Qué le pasará por la cabeza? ¿Pensará, como yo, que tal vez Anden me ofrezca el puesto porque se siente atraído por mí? ¿Estará triste porque si acepto apenas nos veremos en diez años? Le miro a la cara e intento adivinar qué va a decir. Evidentemente, la idea no puede gustarle; va a protestar, seguro. Ni siquiera me gusta a mí…

—Acepta —murmura de pronto.

Me echo hacia delante creyendo que le he oído mal. Day me observa con cautela. Su mano se crispa como si quisiera levantarla para acariciarme la mejilla, pero no la mueve.

—He venido a decirte que deberías aceptar su oferta —insiste en voz baja.

Parpadeo. Me duele la garganta y lo veo todo borroso. No puede haber dicho eso; esperaba cualquier otra respuesta de Day. Aunque tal vez no sea su respuesta lo que me deja perpleja, sino la forma de decirla, como si fuera una despedida definitiva.

Le miro fijamente, preguntándome si habré oído mal. Pero su expresión —triste, distante— sigue siendo la misma.

—¿Por qué? —susurro aturdida.

—¿Por qué no? —responde él, en un tono indiferente y seco que me trae a la mente una flor marchita.

No lo entiendo. ¿Es una respuesta sarcástica? ¿O irá a decirme que de todas formas podemos estar juntos? Sin embargo, no añade nada más. ¿Por qué quiere que acepte la oferta? Creí que estaría feliz de que todo haya terminado, que estaría deseoso de… de llevar una vida normal conmigo, sea eso lo que sea. Yo estaría dispuesta a buscar alguna forma de compaginar la oferta de Anden con mi vida privada; ni siquiera me importaría rechazarla si Day me lo pidiera. ¿Por qué no me lo dice? Creía que él era el más emocional de los dos…

Sonríe con amargura cuando ve que no contesto. Nos quedamos sentados sin tocarnos, dejando que todo el peso del mundo se interponga entre nosotros mientras los segundos se arrastran lentamente. Al cabo de unos minutos, Day toma aire.

—Yo… esto… Tengo otra cosa que decirte.

Asiento en silencio y espero a que continúe. Temo lo que va a contarme. Temo que me explique el porqué de su actitud.

Vacila un buen rato antes de hablar, y cuando parece que va a hacerlo, se limita a soltar una risa amarga y sacude la cabeza. Me doy cuenta de que ha cambiado de idea: ha decidido guardar en secreto lo que iba a decirme, estrujarlo hasta convertirlo en una bolita y arrinconarla en lo más profundo de su corazón.

—¿Sabes? A veces me pregunto qué habría pasado si… si nos hubiéramos conocido como la gente normal —murmura—. Si hubiera ido andando por la calle una mañana soleada y, al verte, me hubieras parecido guapa y te hubiera tendido la mano diciendo: Hola, me llamo Daniel.

Cierro los ojos. Habría sido tan bonito, tan liberador… tan fácil…

—Me habría gustado —musito.

Day juega con la cadenita de oro de sus guantes.

—Anden es el Elector Primo de la República. Nunca se te volverá a presentar una oportunidad como esta.

Sé lo que está intentando decirme.

—Pero no hace falta, Day. Aunque declinara la oferta, podría influir en la evolución de la República, buscar un punto medio. No es la única forma de…

—Escúchame, June —me interrumpe con suavidad alzando las manos—. Escúchame, porque no sé si podré repetir esto.

La forma en que pronuncia mi nombre me provoca un escalofrío, y su sonrisa rompe algo en mi interior. No sé por qué, pero me mira como si esta fuera la última vez que me ve.

—June, los dos sabemos lo que tiene que pasar. Solo nos conocemos desde hace un par de meses, pero yo llevo toda la vida luchando contra ese sistema que el Elector quiere reformar. Y tú… Bueno, es cierto que tu familia ha sufrido tanto como la mía —hace una pausa y sus ojos se pierden en el vacío—. June, yo sirvo para dar un discurso desde lo alto de un edificio y conmover a la multitud, pero no sé nada de política; solo puedo servir como hombre de paja. Tú, sin embargo… Tú eres lo que necesita la gente. Tienes la posibilidad de cambiar las cosas —me agarra la mano con una dulzura dolorosa y acaricia con sus dedos ásperos el lugar donde estaba el anillo—. La decisión depende de ti, claro, pero tú sabes lo que tienes que hacer. No cambies de idea porque te sientas culpable por mí. No te preocupes. Sé qué es lo que te está frenando; lo veo en tus ojos.

No respondo. ¿De qué está hablando? ¿Qué ve en mis ojos? ¿Qué muestran ahora?

Day suspira ante mi silencio. No soporto la expresión de su rostro.

—June —dice lentamente, en un tono tan frágil como si pudiera quebrarse en cualquier momento—, lo nuestro nunca funcionaría.

Y ahí está el motivo, la verdadera razón. Meneo la cabeza: no quiero oír esto. No. Por favor, no lo digas, Day. Por favor, no lo digas.

—Encontraremos la forma… —digo, y empiezo a enumerar opciones—. Yo podría trabajar en una patrulla de la capital durante un tiempo; eso sería más factible, la verdad. Podría convertirme en ayudante de un senador, si quisiera entrar en política. Doce de los senadores…

Day ni siquiera me mira.

—No estamos destinados a acabar juntos, June. Han… han pasado demasiadas cosas. Demasiadas cosas… —repite en un susurro.

Sus palabras poseen un peso abrumador. Esto no tiene nada que ver con el puesto de Prínceps: es otra cosa. Day diría lo mismo aunque Anden no me hubiera hecho ninguna oferta. Nuestra discusión en el refugio subterráneo… Me gustaría replicarle que se equivoca, pero no puedo ofrecerle ningún argumento porque sé que tiene razón. ¿Cómo he podido imaginar que no sufriría las consecuencias de todo lo que le hice? ¿Cómo he tenido la arrogancia de suponer que al final todo saldría bien, que acabaríamos juntos, que con un par de buenas obras podría compensarle todo el dolor que le he causado? La verdad no va a cambiar. Por mucho que se esfuerce, cada vez que me mire recordará lo que le ocurrió a su familia. Lo que le hice siempre se interpondrá entre nosotros.

Tengo que dejarle marchar.

Apenas puedo contener las lágrimas, pero no me atrevo a dejarme llevar.

—Entonces, ¿se acabó? —susurro con voz temblorosa—. ¿Después de todo lo que ha pasado?

Incluso mientras lo digo me doy cuenta de que no tiene sentido. El daño ya está hecho. No hay vuelta atrás.

Day se encorva y se aprieta los ojos con las manos.

—Lo siento mucho —musita.

Pasan unos segundos eternos.

Trago saliva. No voy a llorar. El amor es ilógico; el amor tiene consecuencias. Yo me lo he buscado y tengo que asumirlo. Pues asúmelo, June. Debería pedirle perdón.

Al final, en lugar de decir lo que me gustaría decirle, consigo controlar el temblor de mi voz y le doy una respuesta más adecuada: la que debo darle.

—Se lo haré saber a Anden.

Day se pasa la mano por el pelo, abre la boca y vuelve a cerrarla. Sé que hay algo que no me está contando, pero no le presiono. No cambiaría nada, de todas formas: ya hay suficientes motivos por los que no podemos estar juntos. Sus ojos reflejan la luz de la luna que entra por las ventanas. Pasa otro instante silencioso y vacío en el que solo se oye el sonido de nuestra respiración.

—Bueno, yo… —se le quiebra la voz y aprieta los puños. Se queda así quieto un instante, como si estuviera haciendo acopio de valor—. Debería dejarte dormir. Tienes que estar cansada.

Se levanta y se estira la chaqueta. Intercambiamos un gesto de despedida, una leve inclinación de cabeza. Después se inclina cortésmente, se da la vuelta y empieza a caminar.

—Buenas noches, June.

El corazón me estalla en mil pedazos; casi puedo sentir cómo me sangra en el pecho. No puedo permitir que se marche así. Hemos pasado por demasiadas cosas juntos para tratarnos como si fuéramos desconocidos. No podemos despedirnos con una inclinación cortés. Echo a correr hacia él y le alcanzo antes de que llegue a la puerta.

—¡Day! ¡Espera!

Se gira y, antes de que pueda decirle nada, da un paso hacia delante, envuelve mi rostro entre sus manos y me besa por última vez. Me abruman el calor, la vida, el amor, el dolor y la tristeza que desprende. Le rodeo el cuello con los brazos y él me estrecha la cintura. Mis labios buscan los suyos y me besa con desesperación, devorándome, bebiéndose hasta mi último aliento. No te vayas, le suplico en silencio. Pero sus labios saben a despedida, y ahora soy incapaz de contener las lágrimas. Day está temblando; tiene las mejillas húmedas. Me aferro a él como si tuviera miedo de que desaparezca, como si su ausencia me fuera a dejar sola para siempre en esta habitación oscura, flotando en la nada. Tal vez Anden sea el hombre más poderoso de la República, pero Day, el chico vagabundo sin más posesiones que la ropa que lleva puesta y la honradez de su mirada, es el dueño de mi corazón.

Day es hermoso por fuera y por dentro.

Day es el resplandor que ilumina un mundo lleno de oscuridad.

Day es mi luz.