DAY

Cuando llego a la Torre del Capitolio, estoy empapado en sudor y me duelen todos los músculos. Me dirijo a una fachada lateral y observo a la multitud. La gente se apiña en todas direcciones. A nuestro alrededor, las pantallas muestran al joven Elector suplicando a la muchedumbre que se disperse antes de que la situación se salga de control. Intenta exponer sus planes de reforma para la República: eliminar la Prueba, cambiar la forma en que se asigna la profesión… Pero su discurso no va a satisfacer a nadie. Aunque Anden sea mayor que June y yo, no se da cuenta de lo esencial.

La gente no le cree. Nadie confía en él.

Los senadores deben de estar frotándose las manos. Razor también. ¿Sabrá Anden que el alma de la trama para derrocarle es el comandante DeSoto? Entrecierro los ojos y trepo hasta agarrarme a la cornisa del primer piso, imaginando que June me anima al oído.

Como me dijo Kaede en Lamar, el cableado de los altavoces sigue en su sitio. Me agacho en la cornisa y examino las conexiones. Sí: parece el mismo sistema que empleé yo la noche en que me encontré con June en aquel callejón, cuando le pedí las vacunas de la peste por los altavoces. Pero esta vez mi voz no se retransmitirá a una calle, sino a toda la ciudad. A toda la República.

El viento me hiere las mejillas y me sacude, obligándome a cambiar de posición continuamente para mantener el equilibrio. No sé cuánto tiempo me queda de vida: los soldados que montan guardia en los tejados podrían dispararme antes de que llegue a un balcón protegido por un cristal blindado, a decenas de metros de altura. También puede que me hayan reconocido y no quieran abrir fuego.

Escalo hasta el décimo piso, el mismo en el que se encuentra el Elector, y me detengo para mirar abajo. En cuanto doble la esquina me verá todo el mundo. La mayor parte de la gente se concentra en la fachada principal y se enfrenta al Elector con los puños alzados de ira; incluso desde esta altura distingo a muchos con un mechón rojo en el pelo. Al parecer, la prohibición no ha servido de nada.

En los bordes de la plaza, la policía y los soldados golpean a la gente sin piedad con las porras y la empujan con sus escudos transparentes. Me sorprende que no se oigan disparos. Las manos empiezan a temblarme de ira. Hay pocas cosas más intimidatorias que cientos de soldados con el rostro oculto por cascos antidisturbios, inmóviles y amenazantes: un muro sombrío contra una masa de manifestantes desarmados. Me aplasto contra la pared y tomo una bocanada de aire helado, luchando por mantener la calma. Hago un esfuerzo por recordar a June, a su hermano y al Elector. Detrás de esos cascos puede haber buenas personas, buenos padres, hermanos e hijos. Tal vez no se oigan disparos porque Anden ha ordenado a sus tropas que no abran fuego. Tengo que creer en eso. Si no, jamás convenceré a nadie de lo que voy a decir.

No tengas miedo, me digo cerrando los ojos con fuerza. No puedes permitírtelo.

Me desplazo a toda prisa por la cornisa hasta doblar la esquina y salto al balcón que tengo más cerca. El cristal blindado de la terraza se eleva treinta centímetros por encima de mi cabeza, pero noto el viento que entra desde arriba. Me quito la gorra, la lanzo por encima del vidrio y veo cómo planea hasta llegar al suelo. El pelo me cae en cascada sobre los hombros. Tiro de un cable hasta desprender el altavoz más cercano y lo agarro para usarlo de megáfono.

Al principio nadie se fija en mí, pero pronto un rostro se gira en mi dirección, seguramente atraído por el resplandor de mi pelo. Luego otro, y otro más. Al principio no son muchos, pero la voz se corre entre la multitud. La gente enmudece poco a poco. Me pregunto si June me estará viendo. Los soldados de los tejados me apuntan, pero no disparan: estamos atrapados en una especie de punto muerto. Me gustaría salir corriendo como he hecho una y otra vez durante los últimos cinco años de mi vida: escapar, esconderme entre las sombras.

Pero me mantengo firme. Estoy cansado de huir.

Ahora reina un silencio solo roto de cuando en cuando por gritos de incredulidad o carcajadas. Ese no puede ser Day, imagino que dirán. Tiene que tratarse de un impostor. Pero cuanto más tiempo permanezca aquí, más claro les quedará. Todo el mundo me mira. Echo un vistazo hacia el balcón de Anden; él también me está mirando. Contengo el aliento y ruego para mis adentros que no dé la orden de abrir fuego. ¿Estará de mi lado?

Entonces, de pronto, todo el mundo empieza a corear mi nombre como si se hubieran puesto de acuerdo. ¡DAY! ¡DAY! ¡DAY! No doy crédito a mis oídos. Están vitoreándome, y el eco de su voz llega de todas partes. Me quedo congelado, aferrando mi megáfono improvisado, incapaz de apartar la vista de la multitud. Al final hago un esfuerzo y me lo llevo a los labios.

—¡Pueblo de la República! —grito—. ¿Me oís?

Mis palabras resuenan por todos los altavoces de la plaza… y del país, espero. Me siento intimidado. La gente suelta un grito unánime de júbilo que hace retemblar la torre. Los soldados han debido de recibir órdenes de sus mandos, porque algunos alzan las armas. Una única bala pasa silbando y rebota con un chispazo en el cristal, pero yo no muevo un músculo.

El Elector hace un gesto rápido a los soldados que le acompañan y todos se acercan la mano a la oreja y se ponen a hablar por sus micrófonos. Puede que les haya ordenado que no me disparen. Me obligo a creerlo.

—Yo no haría eso —grito señalando la huella que ha dejado la bala, y las aclamaciones de la gente se convierten en un rugido—. No querréis que se produzca una revuelta, ¿verdad, señores del Senado?

¡DAY! ¡DAY! ¡DAY!

—Hoy voy a dar un ultimátum a los senadores —vuelvo los ojos hacia las pantallas—. Habéis arrestado a un montón de Patriotas por un crimen del que sois responsables vosotros. Soltadlos. A todos. Si no lo hacéis, pediré a la gente que pase a la acción y os encontraréis con una revolución auténtica, en vez de la farsa que estabais orquestando —la multitud estalla en gritos de aprobación y los cánticos se enardecen—. ¡Pueblo de la República! ¡Escuchadme! Hoy quiero daros un ultimátum a todos.

La gente sigue coreando consignas hasta que se dan cuenta de que me he quedado callado. Poco a poco, se quedan en silencio. Me vuelvo a llevar el megáfono a los labios.

—Me llamo Day —digo—. He luchado contra todas las injusticias por las que ahora estáis protestando. He sufrido lo mismo que habéis sufrido vosotros. Igual que vosotros, he visto a mi familia y a mis amigos morir a manos de los soldados de la República —hago un esfuerzo por contener la cólera y respiro hondo—. He pasado hambre, he sido golpeado y humillado. He sido torturado, insultado y silenciado. He vivido en la miseria junto a vosotros. He arriesgado mi vida por vosotros, igual que vosotros la habéis arriesgado por mí. Nos hemos jugado la vida por nuestro país; no por el país en el que vivimos ahora, sino por el país en el que deseamos vivir. Todos vosotros, todos y cada uno de vosotros, sois héroes.

La gente estalla en gritos triunfales, tan incontenibles que me tengo que interrumpir un momento. Los soldados de abajo intentan en vano reducir y arrestar a algunas personas, y unos cuantos se esfuerzan por desconectar los cables de los altavoces. Espero que no lo logren, porque aún tengo cosas que decir. Me doy cuenta de que el Senado está atemorizado. Les doy miedo —siempre se lo he dado—, así que sigo hablando.

Le cuento a la gente lo que les pasó a mi madre y a mis hermanos, lo que le pasó a June. Les hablo de los Patriotas y del atentado contra Anden que organizaron los senadores. Ojalá Razor esté escuchando todo esto. Ojalá la rabia le reconcoma.

Hablo y hablo, y la gente me escucha.

—¿Confiáis en mí? —grito al fin.

La muchedumbre contesta con un rugido unánime y ensordecedor. Si mi madre estuviera todavía viva, si mi padre y John siguieran aquí… ¿estarían mirándome y sonriendo? Tomo aire con un estremecimiento. Sigue, di lo que tienes que decir.

Me centro en la gente y en el joven Elector, saco fuerzas de flaqueza y digo lo que pensé que no diría nunca.

—¡Pueblo de la República! ¡Tenéis que daros cuenta de quién es vuestro enemigo! Vuestro enemigo es la forma de vida de la República, las leyes y tradiciones que nos ahogan, el gobierno que nos ha conducido a esta situación. El Elector fallecido. El Senado —levanto la mano y señalo a Anden—. Pero el nuevo Elector… ¡NO ES VUESTRO ENEMIGO! —la gente me mira, sorprendida y expectante—. ¿Creéis que el Senado quiere acabar con la Prueba y ayudar a vuestra familia? No es así. Pero este hombre sí que desea hacerlo —señalo a Anden mientras lo digo, esforzándome por confiar en él—. El Elector es joven y ambicioso, y sus ideas son muy distintas a las de su padre. Quiere luchar por vosotros, igual que yo, pero necesita que le deis una oportunidad. Si le apoyáis, él nos ayudará. Cambiará las cosas poco a poco. Construirá el país que todos deseamos. Esta noche he venido por vosotros… y por él. ¿Confiáis en mí? —elevo la voz—. ¡Pueblo de la República! ¿Confiáis en mí?

Silencio. Después se alzan unos cuantos vítores. Se unen más. Al final, todos alzan los puños en mi dirección con un grito que no cesa, una marea revolucionaria.

—¡Entonces, apoyad la causa del Elector como yo lo hago, y él apoyará la vuestra!

Los cánticos son ensordecedores y ahogan cualquier otro sonido. El joven Elector clava los ojos en mí, y al devolverle la mirada me doy cuenta de que June tenía razón. No quiero que la República se hunda. Quiero que cambie.