JUNE

Según Kaede, llegaremos a la frontera de la República dentro de un minuto. Teniendo en cuenta la velocidad a la que vamos (más de mil doscientos kilómetros por hora: noto el cambio de presión cuando rompemos la barrera del sonido, como si estuviera sumergida y me sacaran de golpe del agua), debemos de encontrarnos a unos veinte kilómetros de la frontera y a unos trescientos de Denver.

Day me resume rápidamente lo que le ha dicho Kaede sobre los Patriotas, la verdadera cara de Razor y la conjura del Senado para eliminar al Elector. Luego me habla de Eden. Antes, cuando escapamos de la habitación y llegamos a la azotea del hospital, tenía la cabeza muy cargada. Ahora, tras despejarme con el aire fresco y las locuras de Kaede a los mandos, soy capaz de examinar los detalles con más claridad.

—Ya estamos en el frente —dice Kaede, y en ese instante distingo el resplandor de las bombas en el suelo.

Estamos a muchos kilómetros de altitud, y aun así noto el temblor de las explosiones. Nos elevamos repentinamente y la presión me hunde contra el asiento: Kaede quiere subir tan alto como pueda para evitar los misiles antiaéreos. Me obligo a tomar aire despacio para tranquilizarme mientras seguimos ascendiendo. Trago saliva para intentar destaponarme los oídos.

Alcanzamos a varios cazas de las Colonias que vuelan en formación, y Kaede se coloca detrás como si fuera uno más.

—Nos tendremos que separar pronto de ellos —murmura, y su voz suena estrangulada: debe de dolerle la herida—. Agarraos.

—¿Day? —susurro.

No me responde. Por un momento pienso que se ha desmayado, pero entonces oigo un murmullo débil.

—Sigo aquí, June.

Me da la impresión de que está luchando por no perder la consciencia.

—No falta mucho para Denver —dice Kaede.

Volvemos a subir. Miro por el cristal de la cabina y veo las nubes muy por debajo de nosotros. La imagen me corta el aliento: una enorme flota de dirigibles de las Colonias (cuento más de ciento cincuenta) salpica el cielo, como cuchillos diminutos que cortaran el aire. Todos llevan pintada una franja dorada en la parte central, tan ancha que se distingue incluso desde aquí. Delante de ellos, no muy lejos, hay una amplia franja vacía, solo cruzada por columnas de humo. Al otro lado hay hileras de dirigibles que reconozco, marcados con una estrella roja a cada lado del casco: son de la República. Aquí y allá se ven escaramuzas de cazas de los dos bandos, como peleas de perros rabiosos. Debemos de estar a unos doscientos metros por encima de ellos, pero no estoy segura de que nos encontremos a salvo.

En el panel de control suena una alarma. Se interrumpe y una voz (masculina, con acento de las Colonias) suena en la cabina.

—Piloto, no está autorizado a permanecer en esta área —dice—. Este no es su escuadrón. Le ordeno que aterrice en DesCon 9 inmediatamente.

—Negativo —replica Kaede subiendo un poco más.

—Piloto, le ordeno que aterrice en DesCon 9 inmediatamente.

Kaede desconecta el micrófono y nos mira. Parece incluso contenta con la situación.

—Huy, qué miedo me dan —se burla—. Tenemos a dos en la cola —abre el micrófono y habla alegremente—. Negativo, DesCon. Voy a barreros del cielo.

El otro piloto suelta una exclamación de sorpresa.

—Cambie de rumbo y siga… —ruge, pero Kaede le interrumpe con un aullido de guerra.

—¡Vamos a cortar el cielo, chicos!

Nuestro avión sale despedido hacia delante a una velocidad vertiginosa. De repente, traza un giro brusco y veo ráfagas de luz junto al cristal de la cabina: los dos cazas que nos siguen deben de haberse acercado lo bastante para disparar. El estómago me da un vuelco cuando caemos en picado: Kaede ha parado los motores. Bajamos a una velocidad tal que la visión se me desdibuja.

Un instante después, vuelvo en mí con un sobresalto: he debido de perder el conocimiento durante unos segundos.

Estamos cayendo. Nos vamos a estrellar. Los dirigibles que tenemos debajo se ven cada vez más grandes, y por un momento pienso que vamos a aterrizar en el puente de uno de ellos. No: vamos demasiado rápido. Si lo intentáramos, acabaríamos destrozados. Más ráfagas de luz pasan a nuestro lado. Los cazas de las Colonias nos siguen.

Entonces, sin previo aviso, Kaede enciende de nuevo los motores con un rugido atronador. Empuja la palanca hasta el fondo y el morro del avión se eleva hasta apuntar hacia arriba. El cambio de rumbo hace que me aplaste contra el asiento. Vuelvo a perder el conocimiento, y esta vez no tengo ni idea de cuánto tiempo tardo en recuperarlo. ¿Unos segundos? ¿Minutos? Volvemos a ascender.

Miro hacia abajo y veo a nuestros perseguidores. Parece que están intentando elevarse como nosotros, pero es demasiado tarde. Una explosión nos sacude en nuestros asientos: los dos cazas se han estrellado contra la cubierta de un dirigible de la República y estallan en llamas naranjas y amarillas. Ya hemos cruzado la frontera, y Kaede hace un bucle para esquivar la lluvia de fuego que nos llega desde abajo. Estamos atravesando el espacio aéreo por encima de los dirigibles de la República. Un único avión de combate de las Colonias en medio del caos. Trago saliva y me pregunto qué pensarán los mandos de la República al ver que un caza de las Colonias ataca a dos de sus compañeros. Ojalá eso los desconcierte y nos dé algo de tiempo.

—¿A que nunca habíais visto un rizo acrobático tan emocionante? —pregunta Kaede, en un tono que quiere ser despreocupado y no acaba de conseguirlo.

A lo lejos ya se adivinan los rascacielos de Denver y su imponente Escudo, envueltos en un velo permanente de neblina y humo.

—¿Cómo vamos a entrar? —grita Day mientras Kaede hace girar el avión, lanza una ráfaga y acelera.

—Lo conseguiré —responde ella.

—No podemos pasar por encima —replico yo—. El Escudo está erizado de misiles: nos derribarán antes de que podamos aterrizar en el centro.

—No hay ninguna ciudad impenetrable —replica Kaede, aminorando la velocidad a pesar de que nuestros perseguidores nos ganan terreno—. Sé lo que hago.

Denver se acerca rápidamente. Las paredes del Escudo se elevan ante nosotros como una amenaza, reforzadas por gruesos pilares (uno cada treinta metros). Cierro los ojos. Es imposible: Kaede no puede superar esa barrera. Quizá un escuadrón entero de cazas pudiera despistar a los artilleros lo suficiente para que alguno se colara dentro del Escudo, pero incluso así sería difícil. Me imagino lo que va a pasar: dentro de nada, un misil antiaéreo nos alcanzará. Nuestros asientos eyectables saldrán despedidos, y los cañones reventarán nuestros paracaídas para que nos estrellemos contra el suelo. Han tenido que detectarnos hace un buen rato, así que los artilleros estarán más que preparados. Seguro que es la primera vez que ven un caza de las Colonias tan osado.

Entonces, sin previo aviso, Kaede traza un ángulo de casi noventa grados y hace bajar el avión en picado. Day suelta un jadeo. Los edificios parecen abalanzarse contra nosotros. Ha perdido el control del avión. Lo sé. Nos han dado.

En el último instante, Kaede corrige el rumbo y sobrevolamos las torres de las afueras a toda velocidad, tan cerca de sus tejados que me da la impresión de que vamos a rozarlos en cualquier momento. Nuestra velocidad se reduce hasta que vamos al mínimo necesario para mantenernos en el aire. De pronto me doy cuenta de lo que pretende hacer Kaede. Es una locura. No quiere sobrevolar el Escudo: lo que pretende es meter el caza por uno de los túneles que usan los trenes para entrar y salir de la ciudad. Claro. El sistema antiaéreo del Escudo no está preparado para defenderse de algo así: los cañones no pueden disparar con un ángulo tan escaso, y las ametralladoras no son lo bastante potentes. Pero si Kaede se desvía lo más mínimo, nos estrellaremos contra el muro y quedaremos carbonizados.

Ya estamos lo bastante cerca para ver a los soldados que corren por encima del Escudo. Están tomando posiciones a toda prisa, pero a estas alturas no pueden hacer nada para detenernos. En un segundo tenemos el Escudo a treinta metros, y al siguiente enfilamos la boca negra del túnel.

—¡Agarraos! —chilla Kaede, haciendo descender el avión un poco más.

La entrada se abre ante nosotros. No vamos a conseguirlo. La abertura es demasiado pequeña.

De pronto, todo se vuelve negro como el carbón: estamos dentro. Las puntas de las alas raspan de vez en cuando las paredes dejando una estela de chispas. Oigo un ruido sordo por encima de nosotros: están intentando cerrar la compuerta, pero es demasiado tarde.

Un segundo más y salimos al exterior. Estamos en Denver. Kaede tira de una palanca para reducir la velocidad.

—¡Sube, sube! —grita Day.

Los edificios pasan a nuestro lado. Estamos pegados al suelo y vamos directos hacia el muro de un cuartel.

Kaede gira bruscamente y evitamos el muro por un pelo. Volamos muy, muy bajo. La panza del avión roza el suelo y nos frena de golpe, lanzándonos contra los cinturones de seguridad. Me siento como si un gigante quisiera arrancarme los brazos y las piernas. Cientos de civiles y militares corren por la calle, despavoridos. El cristal de la cabina se resquebraja por los disparos de los pocos soldados que mantienen la presencia de ánimo. La mayor parte de la gente, militares incluidos, observa boquiabierta el avión que se arrastra por la calle.

Nos detenemos del todo cuando un ala choca contra el costado de un edificio, y salgo despedida contra el asiento de Kaede. La cabina se abre antes de que consiga tomar aliento. Me quito el cinturón de seguridad y salto hasta el borde, mareada.

—Kaede —estrecho los ojos para distinguirla entre el humo—, tenemos que…

Las palabras mueren en mis labios. Kaede está inerte en el asiento del piloto, todavía con el cinturón puesto. Tiene las gafas en el pelo; supongo que ni siquiera se ha molestado en ponérselas. Sus ojos miran de forma ausente el panel de mandos. Una mancha de sangre se extiende por su camisa, no muy lejos de la herida que recibió antes de montar en el avión. Ha debido de alcanzarla una de las balas que dispararon contra la cabina hace un momento. Hace unos minutos parecía invencible, y ahora está muerta.

Me quedo helada por un instante. Dejo de oír el caos que reina a mi alrededor. El humo lo cubre todo excepto el cuerpo de Kaede, aún amarrado al asiento del piloto. Y entonces, una vocecita logra atravesar el aturdimiento que siento. Es como si un piloto de alarma me pusiera en funcionamiento.

Muévete, dice. Ahora.

Aparto los ojos de Kaede y busco a Day con desesperación. No está en su asiento. Trepo por el ala y me deslizo a ciegas por el fuselaje abollado hasta caer al suelo apoyándome en los pies y las manos. No veo nada. Entonces, entre el humo, aparece Day a la carrera. Me ayuda a levantarme y de pronto recuerdo la primera vez que le vi, cuando apareció de la nada con sus ojos azules y su cara sucia de polvo y me tendió la mano. En su rostro hay una mueca de dolor. Ha debido de ver a Kaede él también.

—Por fin, June… Creí que ya habías salido —musita mientras avanzamos torpemente entre los cascotes—. Tenemos que mezclarnos con la gente.

Me duelen las piernas. Sospecho que mi cuerpo se ha convertido en una enorme magulladura.

Cuando aparecen los primeros soldados, nos ocultamos bajo la única ala que le queda al avión. Varios nos dan la espalda para formar una barrera improvisada que mantenga alejados a los civiles. Los demás nos buscan, iluminando con linternas la chatarra en que ha quedado convertida la nave.

Uno descubre a Kaede y llama a sus compañeros a gritos.

—¡Es un avión de combate de las Colonias! —exclama con incredulidad—. Un caza ha conseguido atravesar el Escudo y entrar en Denver.

Aún no nos han visto, pero van a localizarnos de un momento a otro. Me pregunto cómo traspasar la barrera sin que se den cuenta para llegar hasta la multitud.

Ahora que he logrado tranquilizarme, me doy cuenta del estruendo que reina en la ciudad. Por todas partes se oye ruido de cristales rotos, de gritos, de voces que cantan consignas; solo la gente que está más cerca parece haberse dado cuenta de que un avión de las Colonias se ha estrellado en Denver. En medio de la confusión, una voz tranquila parece esforzarse por reclamar la atención. La escucho un momento y me doy cuenta de que es la de Anden: ya ha comenzado su discurso.

Echo un vistazo hacia la Torre del Capitolio. Las palabras de Anden se retransmiten por todos los altavoces de la ciudad, y su imagen debe de estar apareciendo en las pantallas de la nación entera. Veo a lo lejos unos manifestantes furiosos que lanzan cócteles incendiarios a los soldados. La gente no tiene ni idea de que el Senado está detrás de todo esto; ni siquiera sospechan que los senadores han atizado su ira para dar un golpe de estado y convertir a Razor en Elector. Es imposible que Anden consiga tranquilizar a la multitud. Me imagino que se estarán produciendo las mismas protestas por todo el país, en las calles de todas las ciudades. Si los Patriotas hubieran conseguido difundir el asesinato de Anden desde la Torre del Capitolio, la revolución habría estallado sin remedio.

—Ahora —dice Day.

Salimos corriendo de debajo del ala y pillamos por sorpresa a la barrera de soldados. Antes de que puedan reaccionar, nos hemos fundido con la multitud. Day agacha la cabeza y se escabulle entre la apretada muchedumbre, aferrándome la mano. Me cuesta respirar, pero no podemos permitirnos ir más despacio. Empujo sin miramientos, y la gente grita sorprendida mientras nos abrimos paso.

A nuestra espalda, los soldados ya han dado la alarma.

—¡Allí! —grita uno.

Se oyen disparos: los tenemos detrás. Seguimos avanzando. De vez en cuando oigo gritar a la gente: ¿Ese es Day? ¡Ha venido en un avión de las Colonias! Me giro y veo que bastantes soldados se han despistado y van en dirección opuesta, pero un par de ellos aún nos siguen el rastro. Estamos a una manzana de la Torre del Capitolio, pero es como si nos quedaran kilómetros. De vez en cuando distingo el edificio en los huecos entre la gente. Las pantallas muestran a Anden en el balcón: una figura vestida de negro y rojo que eleva las manos en un gesto de súplica.

Necesita la ayuda de Day.

Los dos soldados nos pisan los talones. Se me están agotando las fuerzas; apenas puedo tomar aire. Day reduce la velocidad para ajustarse a mi paso, pero yo le aprieto la mano y niego con la cabeza.

—Tienes que adelantarte —exijo.

—¿Estás loca? —aprieta la mandíbula y tira de mí hacia delante—. Casi hemos llegado.

—No —susurro pegándome a él—. Nuestra única oportunidad es que te adelantes tú solo. Hazlo, Day.

Él vacila, indeciso. Se debe de estar preguntando si dejarme ahora no supondrá perderme para siempre, pero no hay tiempo para pensar en eso.

—No puedo correr, pero puedo esconderme entre la gente —jadeo—. Confía en mí.

Sin previo aviso, me rodea la cintura, me abraza y me besa. Sus labios están ardiendo. Le devuelvo el beso con fiereza, acariciándole la espalda.

—Siento no haberte creído —jadea—. Escóndete. Mantente a salvo. Te veo pronto.

Me estrecha otra vez y desaparece. Tomo una bocanada de aire helado. Corre, June. No hay tiempo que perder.

Giro en redondo, me agacho y echo a andar hacia los soldados sin que se den cuenta. El primero ni siquiera me ve llegar. El segundo intenta abalanzarse sobre mí, pero le pongo la zancadilla y cae de bruces. Sin pararme a mirarlo, avanzo a trompicones entre la multitud furiosa y me abro camino hasta perderme de vista. Me cuesta creer que haya tanta gente. Por todas partes estallan peleas entre los civiles y la tropa. En lo alto, las pantallas muestran el rostro serio de Anden, que continúa pidiendo calma protegido tras el cristal blindado.

Pasan seis minutos. Estoy a diez metros de la Torre del Capitolio cuando advierto que la gente va quedándose en silencio. Ya no están pendientes de Anden.

—¡Mirad ahí arriba! —grita alguien.

Están señalando a un chico con el pelo brillante como el sol, de pie en el balcón contiguo al de Anden. El cristal blindado retiene la luz de la calle y le rodea de un halo resplandeciente. Tomo aire y me detengo. Es Day.