JUNE
Metias siempre me reñía por no descansar cuando me ponía enferma.
Sé que hace frío, pero no sabría decir a qué temperatura estamos. Sé que es de noche, pero ignoro qué hora será. Sé que Day ha conseguido llevarnos de algún modo al otro lado del frente, pero estoy demasiado agotada para pensar en qué punto de las Colonias nos encontramos. Noto el brazo de Day en torno a mi cintura, sosteniéndome, tembloroso por el esfuerzo de haberme llevado a cuestas tanto tiempo.
—Aguanta un poquito más —me susurra al oído—. Por aquí tiene que haber hospitales; estamos cerca del frente.
Apenas puedo mantenerme en pie, pero me niego a desmayarme. Caminamos haciendo crujir la nieve, con los ojos fijos en la ciudad resplandeciente que se alza ante nuestros ojos.
No todos los edificios son igual de altos: algunos solo tienen cinco pisos y otros deben de tener más de cien, porque desaparecen entre las nubes bajas. El paisaje me resulta familiar en algunos aspectos y desconcertante en otros. Los muros están cubiertos de banderas triangulares azules y doradas; los edificios tienen arcos decorativos tallados en las paredes; hay aviones de combate en todas las azoteas… Son muy distintos a los de la República, con alas invertidas que les dan un aspecto como de tridente. Todos llevan pintados unos pájaros dorados de aspecto feroz en las alas, junto a un símbolo que no reconozco.
Ahora comprendo los rumores de que la fuerza aérea de las Colonias supera a la de la República: estos aviones de combate son más modernos que los que conozco y, teniendo en cuenta que están situados en las azoteas, deben de ser capaces de despegar y aterrizar en vertical. Esta ciudad del frente parece más que preparada para defenderse.
Y la gente… Están por todas partes, soldados y civiles. Llenan las calles, envueltos en abrigos con capucha para resguardarse de la nieve. Cuando pasan bajo las luces de neón, sus rostros se iluminan en verde, naranja y violeta. Estoy demasiado agotada para analizarlos en detalle, pero me doy cuenta de que la ropa que llevan (botas, pantalones, camisas y abrigos) tiene impresos decenas de emblemas y palabras. Me asombra la cantidad de carteles que hay: se extienden hasta donde alcanza la vista, a veces tan pegados los unos a los otros que ocultan los muros. Parecen anunciar todo tipo de cosas, algunas de las cuales me resultan desconocidas y desconcertantes. ¿Colegios financiados por corporaciones? ¿Navidades?
Pasamos junto a una cristalera tras la que se ve un montón de pantallas en miniatura que muestran noticias y vídeos. ¡REBAJAS!, dice un cartel pegado al vidrio. ¡30% DE DESCUENTO HASTA EL LUNES! Algunas de las transmisiones me resultan familiares: titulares sobre el frente, conferencias políticas… LA CORPORACIÓN DESCON CONSIGUE OTRA VICTORIA PARA LAS COLONIAS EN LA FRONTERA ENTRE DAKOTA Y MINNESOTA. YA A LA VENTA ESCOMBROS DE LA REPÚBLICA COMO RECUERDO. Otras pantallas muestran películas, algo que en la República solo se retransmite en los cines de los sectores ricos. Pero en la mayoría hay anuncios. Son diferentes de la propaganda de la República: es como si intentaran convencer a la población de que compre cosas. Me pregunto qué clase de gobierno dirige un lugar como este. Puede que no tengan ninguno.
—Mi padre me contó una vez que el resplandor de las ciudades de las Colonias se veía desde muy lejos —dice Day; sus ojos saltan de un anuncio al siguiente, mientras me ayuda a avanzar entre la marea de personas—. Es justo como me lo contó, pero no entiendo estos anuncios. ¿No te parecen extraños?
Asiento. En la República, la publicidad muestra siempre el sello distintivo del gobierno, idéntico en todo el país. Aquí, los anuncios no siguen ningún código oficial de color: son una mezcla abigarrada de luces intermitentes. Es como si no procedieran de un gobierno central, sino de muchos grupos pequeños e independientes.
Uno de los anuncios muestra a un oficial uniformado y muy sonriente. La voz en off dice: DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE TRIBUNE. ¿NECESITA DENUNCIAR UN CRIMEN? ¡SOLO TIENE QUE HACER UN DEPÓSITO DE QUINIENTOS BILLETES! Bajo la imagen del oficial aparece un texto en letra pequeña: EL DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE TRIBUNE ES UNA EMPRESA SUBSIDIARIA DE LA CORPORACIÓN DESCON.
Otro anuncio muestra un texto en letras brillantes: EL 27 DE ENERO, LA CORPORACIÓN CLOUD PATROCINARÁ UNA NUEVA MEDICIÓN DEL NSE* EN TODO EL TERRITORIO NACIONAL. ¿NECESITA AYUDA PARA PASAR? ¡NUEVAS PÍLDORAS DE FELICINA DE MEDITECH, A LA VENTA EN TODOS LOS ESTABLECIMIENTOS! Al pie, tras un asterisco, hay más letra pequeña: NSE: NIVEL DE SATISFACCIÓN DE LOS EMPLEADOS.
El tercer anuncio en el que me fijo es tan extraño que, por un momento, me pregunto si será una alucinación provocada por la fiebre. Muestra una fila de niños pequeños, con ropas idénticas y las sonrisas más amplias que he visto en mi vida. Cuando aparece el texto, leo: ENCUENTRE A SU HIJO, HIJA O EMPLEADO PERFECTO EN LA CADENA DE TRUEQUE SWAPSHOP (UNA FILIAL DE EVERGREEN ENT). Frunzo el ceño, perpleja. ¿Será una especie de residencia para niños huérfanos?
Según avanzamos, me doy cuenta de que todos los anuncios muestran el mismo emblema en la esquina inferior de la pantalla o el papel. Es un círculo dividido en cuatro partes, con un símbolo pequeño dentro de cada una de ellas. Debajo, en letras mayúsculas, pone lo siguiente:
CLOUD. MEDITECH. DESCON. EVERGREEN
UN ESTADO LIBRE ES UN ESTADO CORPORATIVO
De pronto noto el aliento cálido de Day en mi oído.
—June —musita.
—¿Qué pasa?
—Alguien nos sigue.
Otro detalle en el que no me he fijado. He perdido la cuenta de las cosas que estoy pasando por alto.
—¿Le ves la cara?
—No, pero me parece que es una chica.
Aguardo unos instantes antes de girarme. No veo más que una multitud de gente de las Colonias. Fuera quien fuera, ha desaparecido entre la muchedumbre.
—Habrá sido una falsa alarma —murmuro—. Una chica cualquiera.
Day recorre la calle con la vista, perplejo, y después se encoge de hombros. No me sorprende que estemos empezando a imaginar cosas raras, teniendo en cuenta todas las luces parpadeantes y los anuncios de neón que nos rodean.
Cuando echamos a andar de nuevo, vemos que alguien viene derecho hacia nosotros. Es una mujer de uno setenta de altura, mejillas caídas y piel rosada. Algunos mechones de pelo negro se escapan por los bordes de su pesada capucha. Tiene un dispositivo plano en la mano y una bufanda apretada en torno al cuello (lana sintética, a juzgar por la textura uniforme del tejido). El vaho de su respiración se ha congelado dejándole un rastro de cristalitos de hielo en la barbilla. En la manga lleva cosidas las palabras SUPERVISOR CIUDADANO sobre un símbolo que no reconozco.
—No os encuentro. ¿Corporación? —murmura sin apartar la vista de la pantalla de su dispositivo, que muestra una especie de mapa con burbujas que se desplazan.
Cada burbuja parece corresponder a un viandante; debe de referirse a que no aparecemos en la pantalla. Entonces me doy cuenta de que hay mucha gente vestida con la misma chaqueta azul.
—¿Corporación? —repite con impaciencia.
Day está a punto de contestar cuando yo me adelanto.
—Meditech —respondo, recordando los cuatro nombres que aparecían en los anuncios.
La mujer nos mira de arriba abajo y observa con desaprobación la ropa que llevamos (camisas sucias, pantalones negros y botas).
—Debéis de ser nuevos —murmura antes de teclear algo en la tableta—. Estáis muy lejos de donde os toca. No sé si os habrán dado ya las directrices, pero Meditech no se toma bien los retrasos —nos dedica una sonrisa falsa y suelta una fórmula extraña con voz cantarina—: Estoy patrocinada por la Corporación Cloud. ¡Acérquense a Central Square a comprar nuestro nuevo pan! —cierra la boca de golpe, se da la vuelta y se aleja a toda prisa.
La sigo con la mirada hasta que se detiene junto a otra persona algo más allá. Aunque apenas oigo su voz, me doy cuenta de que está soltando el mismo eslogan.
—Hay algo raro en esta ciudad —musito mientras seguimos avanzando.
Day me agarra con fuerza. Está muy tenso.
—Por eso no he preguntado dónde hay un hospital —responde.
Intento asentir y la cabeza me da vueltas.
—Aguanta —susurra él al notar que me tambaleo—. Ya pensaremos en algo.
Me gustaría contestar, pero no encuentro la voz. Day me habla, pero no entiendo ni una palabra; es como si me encontrara debajo del agua.
—¿Qué has dicho? —balbuceo.
Todo gira. Se me doblan las rodillas.
—He dicho… puede que… hospital…
Estoy perdiendo el conocimiento, lo sé. Las piernas se me doblan, y me abrazo instintivamente como si quisiera protegerme. Lo único que me sujeta a la consciencia son los ojos azules de Day. Me pone las manos en los hombros, pero es como si estuviera a miles de kilómetros de distancia. Intento hablar, pero tengo la boca pastosa, como si estuviera llena de tierra. Me hundo en la oscuridad.
Un destello dorado y gris. Una mano fría contra mi frente. Intento tocarla, pero se aparta en cuanto acerco los dedos. No dejo de tiritar. Hace un frío espantoso.
Cuando consigo abrir los ojos, descubro que estoy sentada en un camastro cubierto por una sábana blanca, recostada sobre el pecho de Day. Tardo un segundo en advertir que él mira a otra persona… A otras tres (llevan el uniforme de los soldados de las Colonias: guerrera azul marino con charreteras y botones dorados y un ribete dorado y blanco en el dobladillo). Sacudo la cabeza.
Me he debido de desmayar. De hecho, sigo aturdida.
—… por los túneles —dice Day.
Las luces del techo me ciegan.
—¿Cuánto tiempo lleváis en las Colonias? —pregunta uno de los hombres, con un acento extraño. Tiene un bigote ralo y el pelo grasiento, y su piel muestra un tono enfermizo a la luz hiriente de los focos—. Más te vale ser sincero, chaval. DesCon no tolera las mentiras.
—Acabábamos de llegar —contesta Day.
—¿De dónde venís? ¿Trabajáis con los Patriotas?
Aunque estoy atontada, me doy cuenta de que es una pregunta peligrosa. No creo que se pongan muy contentos si averiguan que fuimos nosotros los que frustramos sus planes de asesinar al Elector. Puede que todavía no sepan lo que ha pasado: Razor dijo que mantenía un contacto esporádico con las Colonias.
Day debe de haber pensado lo mismo que yo, porque evita contestar.
—Hemos venido solos —hace una pausa y continúa hablando con tono impaciente—. Por favor, está ardiendo de fiebre. Llevadnos a un hospital y os contaré lo que queráis. No he venido hasta aquí para verla morir en una comisaría.
—El hospital cuesta dinero, hijo —contesta el hombre.
Day rebusca en mi bolsillo y saca nuestro pequeño fajo de billetes. Me doy cuenta de que ya no lleva la pistola: se la habrán confiscado, seguro.
—Tenemos cuatro mil billetes de la República…
Los soldados le interrumpen con una risita.
—Chaval, con cuatro mil billetes de la República no te da ni para comprar un plato de sopa —se burla uno—. Además, tenéis que quedaros aquí hasta que venga nuestro comandante. Después iréis al campo de prisioneros de guerra y seréis sometidos al interrogatorio habitual.
Un campo de prisioneros…
Me viene a la mente la misión a la que Metias me permitió acompañarle, hace poco más de un año. Teníamos que atrapar a un prisionero de guerra de las Colonias que había escapado de la cárcel. Le perseguimos por varios estados de la República y acabamos por atraparlo en la ciudad de Yellowstone. No salió con vida. Al recordar la sangre que empapaba su uniforme y se extendía por el suelo, me entra un ataque de pánico. Me agarro con fuerza al cuello de Day. Los soldados se sobresaltan y oigo chasquidos metálicos.
Day me rodea con los brazos.
—Tranquila —susurra.
—¿Cómo se llama la chica?
—Sarah —miente Day—. No supone ninguna amenaza: solo está enferma.
Los hombres comentan algo que hace que Day se enfade, pero vuelvo a hundirme en un caos de chispas de colores. Creo que llego a perder la consciencia a ratos. Oigo voces y un portazo, y luego se hace el silencio.
A veces me parece ver a Metias en la esquina, mirándome. Luego, su imagen se deforma hasta convertirse en Thomas, y no sé si sentir rabia o lástima por él. Noto la mano de Day sobre la mía. Me dice que me calme, que todo irá bien. Las visiones se esfuman.
Después de lo que parecen horas, empiezo a distinguir palabras sueltas de una conversación.
—¿… de la República?
—Sí.
—¿Tú eres Day?
—Ese soy yo.
Más ruido de pasos, exclamaciones de incredulidad.
—Sí, le reconozco —repite alguien—. ¡Es él! ¡Es Day de verdad!
Más ruidos. Entonces, Day se levanta y me quedo tumbada sobre la fría sábana, sola. Se lo han llevado a alguna parte. Se lo han llevado.
Intento centrarme en eso, pero la fiebre se apodera de mí y me hundo en la negrura.
Me encuentro en mi apartamento del sector Ruby. Mi cabeza reposa en una almohada húmeda de sudor, y estoy tapada con una manta fina. Por la ventana entra la luz anaranjada del atardecer. Ollie duerme cerca de mí, con sus patazas de cachorro estiradas sobre las frías baldosas de mármol. Me doy cuenta de que la escena no tiene sentido, porque tengo casi dieciséis años y Ollie debería tener nueve. Debo de estar soñando.
Noto un paño húmedo en la frente. Abro los ojos y veo a Metias sentado a mi lado. Coloca el paño con cuidado para que no me entre agua en los ojos.
—Hola, bichito —susurra con una sonrisa.
—¿No vas a llegar tarde?
Tengo una sensación de angustia en el estómago. Metias no debería estar aquí. Va a llegar tarde a alguna parte.
Pero mi hermano niega con la cabeza y varios mechones oscuros le caen sobre la frente. El sol le ilumina los ojos, que despiden un brillo dorado.
—¿Cómo iba a dejarte aquí sola?
Se ríe, y ese sonido me llena de felicidad. Tanta que podría estallar.
—Lo quieras o no, te toca aguantarme —remacha—. Ahora tómate la sopa. No voy a aceptar un no por respuesta.
Doy un sorbo. Juraría que casi la saboreo.
—¿De verdad vas a quedarte aquí conmigo?
Metias se inclina y me da un beso en la frente.
—No se te puede ocultar nada, ¿eh?
—Deberías haberme contado lo vuestro, ¿sabes? —me duele pronunciar esas palabras, aunque no sé bien por qué. Es como si estuviera olvidando algo importante—. Yo no se lo habría dicho a nadie. ¿Tenías miedo de que la comandante Jameson se enterara y os pusiera en patrullas distintas?
Metias agacha la cabeza y hunde los hombros.
—No había motivos para contártelo.
—¿Tú le quieres?
Recuerdo que estoy soñando: lo que responda Metias no será más que una proyección de mis pensamientos. Aun así, me entristece ver cómo baja la vista y asiente ligeramente.
—Creía que sí —responde en voz apenas audible.
—Lo siento muchísimo —musito, y él me mira con los ojos bañados en lágrimas.
Intento abrazarle, pero la escena cambia de pronto. La luz se debilita y me descubro tumbada en una habitación pintada de blanco, en una cama que no es la mía. Metias se ha esfumado. En su lugar veo a Day. Su melena, dorada como el sol, enmarca su rostro mientras me coloca una toalla húmeda en la frente. Me mira con intensidad.
—Hola, Sarah —me dice empleando el nombre falso de antes—. No te preocupes, estás a salvo.
Pestañeo, confusa. ¿Será esto otro sueño?
—¿A salvo?
—Cuando descubrieron quién soy, la policía de las Colonias nos trajo a un hospital. Parece que por estas tierras se habla mucho de mí y eso ha jugado a nuestro favor —explica con una sonrisa tímida.
Sin embargo, por una vez me decepciona ver a Day. Metias ha vuelto a desaparecer en mis sueños, y eso me hace tanto daño que tengo que morderme el labio para no llorar. Noto los brazos muy débiles. No he podido levantarlos para abrazar a mi hermano; tal vez se haya desvanecido por eso.
La sonrisa de Day desaparece al notar mi dolor. Me acaricia la mejilla con una mano. Su rostro, pegado al mío, parece brillar en la penumbra. Me incorporo un poco usando las pocas fuerzas que me quedan y me abrazo a él.
—Day —musito en su oído, con la voz rota por los sollozos que llevo tanto tiempo conteniendo—. Le echo de menos. Le echo tanto de menos… Y lo siento, lo siento, siento mucho todo lo que ha pasado —repito una y otra vez lo que le dije a Metias en sueños, lo que le diré a Day el resto de mi vida.
Él me estrecha entre sus brazos, me acaricia el pelo y me mece como si fuera una niña pequeña. Me aferro a él con todas mis fuerzas, incapaz de respirar, febril, triste y vacía.
Metias se ha ido otra vez. Siempre se va.