DAY
No tenía que haberle gritado. He hecho mal, y lo sé.
Pero en lugar de disculparme, vuelvo a revisar las habitaciones del refugio. Todavía me tiemblan las manos, y el cuerpo me hormiguea por el subidón de adrenalina. Lo he dicho: he dicho las palabras que llevaban semanas quemándome por dentro. Ya están dichas y no puedo retirarlas. Bueno, ¿y qué? Me alegro de que lo sepa. Tenía que saberlo. Y eso de que el dinero no lo es todo, esa frase que ha soltado con total naturalidad… Me vienen a la cabeza todos los momentos en los que he necesitado tener más, en los que podría haber estado mejor con más. Una tarde, en una semana especialmente mala, llegué a casa del colegio y me encontré a Eden hurgando en el frigorífico. Tenía cuatro años. Dio un brinco cuando me vio entrar: tenía en las manos una lata vacía de carne en conserva que aquella mañana estaba a la mitad. Eran los restos del día anterior, y mi madre los había tapado cuidadosamente con papel de aluminio para la siguiente cena. Eden tiró la lata vacía al suelo y rompió a llorar.
—Por favor, no se lo digas a mamá —suplicó.
Corrí hacia él y le abracé. Él me agarró la camisa con sus manitas y apretó la cara contra mi pecho.
—No se lo diré —susurré—. Te lo prometo.
Todavía recuerdo lo delgado que estaba.
Esa noche, cuando mi madre y John llegaron a casa, le dije a ella que me había comido las sobras. Me dio una bofetada y me dijo que ya era mayor para comportarme con tanto egoísmo. John me regañó, decepcionado. A mí no me importó.
Doy un portazo, rabioso. No creo que June haya tenido que preocuparse jamás por cosas así. Si hubiera sido pobre, ¿perdonaría tan fácilmente a la República?
La pistola que me dieron los Patriotas me pesa en el cinto. La muerte del Elector les habría proporcionado la oportunidad de acabar con la República. Habría sido la chispa que prendiera el polvorín; pero por June, por culpa de June, la oportunidad se ha esfumado. ¿Y para qué? ¿Para ver cómo este Elector acaba siendo exactamente igual que su padre? Me entran ganas de reír ante la idea de que haya liberado a Eden. Una patraña más de la República.
No estoy más cerca que antes de salvarlo, y por si fuera poco, he perdido a Tess. Estoy de vuelta en el punto de partida: solo y perseguido.
Es la historia de mi vida.
Cuando regreso a la cocina media hora más tarde, June se ha marchado. Debe de estar en los pasillos, anotando mentalmente todas y cada una de las grietas de las paredes. Abro los cajones, encuentro un par de sacos y empiezo a llenarlos de comida. Arroz. Maíz. Puré de patatas. Tres cajas de galletas. Genial: todo se estará yendo al infierno, pero al menos podré llenarme el estómago. Agarro varias botellas de agua y cierro los sacos. Suficiente por ahora. Pronto tendremos que ponernos en marcha otra vez, y quién sabe lo largo que es el túnel o cuándo encontraremos otro refugio. Si llegamos hasta las Colonias, tal vez ellos nos ayuden. Eso sí, tendremos que ir de incógnito: hemos arruinado el atentado contra el Elector que su gobierno estaba financiando. Suspiro profundamente, deseando haber hablado más con Kaede. Ojalá le hubiera sonsacado todo lo que sabe de la vida al otro lado de la frontera.
¿Cómo es posible que nuestros planes se hayan ido al traste?
Oigo un ruido débil en el umbral de la cocina. Me giro y veo a June, de pie con los brazos cruzados. Lleva abierta su guerrera de la República, y se ve lo arrugados que están su camisa y su chaleco. Tiene las mejillas más rojas de lo normal y los ojos hinchados, como si hubiera estado llorando.
—El circuito eléctrico no está conectado a ninguna fuente de alimentación de la República —dice; si ha derramado alguna lágrima, no se le nota en la voz—. Los cables siguen hacia el final del túnel.
Me concentro en apilar varias latas.
—¿Y qué? —murmuro.
—Pues que la electricidad tiene que venir de las Colonias.
—Supongo. Parece lógico, ¿no? —levanto los dos sacos y los dejo en la encimera—. Bueno, al menos eso demuestra que el túnel desemboca en alguna parte. Cuando estemos listos para continuar, seguiremos los cables para ver de dónde vienen. Deberíamos descansar un poco antes.
Estoy a punto de salir de la cocina cuando June se aclara la garganta.
—Oye, ¿te enseñaron a pelear los Patriotas cuando estuviste con ellos?
Sacudo la cabeza.
—No. ¿Por qué?
Ella se gira hacia mí y nuestros hombros se rozan. El contacto me produce un escalofrío. Sacudo la cabeza, molesto porque su proximidad siga provocándome ese efecto a pesar de todo.
—Cuando te enfrentaste a ese Patriota mientras huíamos, me di cuenta de que solo utilizabas los puños, y eso no es muy efectivo. Deberías usar las piernas y la cadera.
Su crítica me crispa los nervios, aunque la haya hecho en un tono vacilante que resulta extraño en ella.
—No me apetece hablar de eso ahora.
—Entonces, ¿cuándo? —June se apoya en el marco de la puerta y señala la entrada del refugio—. ¿Y si nos topamos con algún enemigo?
Levanto las manos y suspiro.
—Si esta es tu forma de pedir perdón después de una pelea, se te da fatal. Escucha: siento haberme enfadado antes —susurro, recordando lo que le dije. La verdad es que no lo siento, pero prefiero no empeorar las cosas—. Dame un rato, ya se me pasará.
—Venga, Day. ¿Y si encontramos a Eden y tienes que protegerlo?
Está intentando disculparse de manera sutil. Al menos lo intenta… La miro durante un instante.
—Vale —accedo—. Enséñame algunos trucos, soldado. ¿Qué tienes guardado en la manga?
Ella me dedica una leve sonrisa y me indica que la siga a la sala principal del refugio. Al llegar al centro, se detiene junto a mí.
—¿Has leído El arte de la lucha, de Ducain?
—¿A ti te parece que yo he tenido tiempo libre para leer algo? —replico, y me siento mal de inmediato por seguir tan agresivo.
—Bueno, pues te lo explicaré —dice ella sin hacerme caso—. Tienes un gran juego de pies, eres muy rápido y tu sentido del equilibrio es perfecto. Pero no utilizas tus puntos fuertes cuando peleas. Es como si te entrara el pánico y olvidaras tu centro de gravedad.
—¿Mi qué de gravedad? —pregunto, y ella me da un toque en la pierna con la bota.
—Ponte de puntillas y separa las piernas hasta que los pies queden a la misma distancia que tus hombros —me pide—. Ahora adelanta un pie e imagina que estás en equilibrio sobre las vías de un tren.
Me quedo un poco sorprendido. June ha observado atentamente mi actitud al pelear, incluso cuando el caos reinaba a nuestro alrededor. Y ahora me doy cuenta de que tiene razón: cada vez que intento pelear, olvido mi sentido del equilibrio.
Hago lo que me pide.
—Vale. Y ahora, ¿qué?
—Bueno. Para empezar, baja la barbilla.
Me agarra las manos y coloca una a la altura de mi mejilla y la otra delante de mi cara. Recorre mis brazos para revisar la postura y siento un hormigueo en la piel.
—La mayor parte de la gente se echa hacia atrás y levanta demasiado la cabeza —dice con el rostro muy cerca del mío, y me da un toque en el mentón—. Lo mismo haces tú. Estás pidiendo a gritos que te noqueen.
Intento concentrarme en mi postura y subo los puños.
—¿Cómo lo haces tú?
June me acaricia con suavidad la punta de la barbilla y la frente.
—Recuerda: para pelear, la precisión es mucho más importante que la fuerza. Puedes deshacerte de alguien mucho más fuerte que tú si le golpeas en el lugar adecuado.
Antes de que me dé cuenta, ha pasado media hora. June me enseña decenas de trucos: subir el hombro para protegerme la cara, engañar a mi oponente con amagos, dar golpes con la palma y con el dorso, retroceder para tomar impulso y lanzar ataques con las piernas, buscar los puntos débiles como los ojos o el cuello… Al final me propone una pelea de entrenamiento y yo la ataco con todas mis fuerzas. Pero cada vez que trato de pillarla por sorpresa, se me escurre como el agua. En cuanto parpadeo una vez, ella aprovecha para situarse a mi espalda, rápida como un relámpago, y retorcerme el brazo. Me derriba de una zancadilla, se tira sobre mí y me sujeta las muñecas.
—¿Lo ves? —dice—. Te he engañado. Siempre miras a tu oponente a los ojos, y eso disminuye tu visión periférica. Si quieres estar pendiente de los brazos y las piernas, tienes que fijarte en el pecho de tu adversario.
Enarco una ceja.
—No me digas más —contesto obedeciéndola.
June se ríe y se pone un poco roja. Nos quedamos así un minuto o dos: yo tirado boca arriba y ella casi sentada en mi estómago, sujetándome los brazos contra el suelo. Los dos jadeamos. Ahora entiendo por qué quería que entrenáramos: el ejercicio ha hecho que se me pase el enfado. Aunque no lo diga, veo claramente su expresión de disculpa, la forma en que frunce las cejas con tristeza y el temblor ligero de sus labios por las palabras que no pronuncia. Me ablando un poco. Aún no me arrepiento de lo que le he dicho, pero sé que no estoy siendo del todo justo. June ha perdido tanto como yo, y ha renunciado a una vida lujosa y acomodada para salvarme. Es cierto que jugó un papel en la muerte de mi familia, pero… Suspiro, sintiendo el peso de los remordimientos en la boca del estómago. No puedo culparla por todo. Y no puedo estar solo en un momento como este.
De pronto, me suelta y cierra los ojos.
—¿Estás bien? —pregunto apoyándome en los codos.
Ella frunce el ceño y sacude una mano para quitarle importancia.
—Sí, creo que he pillado un virus o algo así. Nada importante.
La observo con atención: si parece ruborizada es porque el resto de su cara está más pálida de lo normal. Me incorporo mientras ella se hace a un lado y le pongo la mano en la frente.
—Chica, estás ardiendo —digo dando un respingo.
Ella empieza a protestar, pero de pronto se tambalea y tiene que apoyarse en un brazo. Está claro que el entrenamiento la ha debilitado.
—Estoy bien —murmura—. Deberíamos irnos, de todas formas.
De pronto me avergüenza enfadarme con ella después de todo lo que le ha pasado. Soy un imbécil integral. Le paso un brazo por la espalda y otro bajo las piernas y la levanto en vilo. Se derrumba contra mi pecho y noto la alarmante temperatura de su frente contra mi piel fría.
—Tienes que descansar.
La llevo a uno de los dormitorios, le quito las botas, la tumbo en la cama y la cubro con las mantas. Ella me mira y parpadea.
—Siento lo que te dije antes —murmura; aunque tiene los ojos vidriosos por la fiebre, en ellos hay un brillo inconfundible de sinceridad—. Lo del dinero. Y yo no… no quería…
—Deja de hablar —le aparto el flequillo de la frente.
¿Y si se ha contagiado de algo grave cuando estuvo arrestada? ¿Y si es la peste? Pero June es de clase alta. Tiene que estar vacunada. Espero.
—Voy a buscar medicamentos, ¿vale? —murmuro—. Tú cierra los ojos e intenta descansar.
Ella menea la cabeza, pero no intenta disuadirme.
Después de poner patas arriba todo el refugio, consigo encontrar un frasco de aspirinas y vuelvo a la cama de June. Ella se traga un par de pastillas. Al ver que está estremecida, quito otras dos mantas de las literas contiguas y se las echo por encima, aunque no parece servir de mucho.
—No te preocupes, son bastantes —susurra cuando estoy a punto de ir a buscar más mantas—. Voy a seguir temblando por más mantas que me eches encima. Lo único que me hace falta es descansar un poco para que mi cuerpo pueda ocuparse de los gérmenes —titubea y busca mi mano—. ¿Puedes quedarte aquí?
El hilo de voz con el que lo dice me preocupa más que cualquier otro síntoma. Me tumbo junto a ella encima de las mantas y la abrazo como puedo. June sonríe un poco antes de cerrar los ojos.
El contacto de su cuerpo hace que me recorra una oleada de calor. Nunca se me habría ocurrido describir la belleza de June como delicada, porque no es una palabra que le encaje, pero ahora que está enferma me doy cuenta de lo frágil que parece. Tiene las mejillas rosadas, los labios suaves y finos y los ojos enormes, sombreados por las oscuras pestañas. No me gusta verla tan vulnerable. Aún estoy inquieto por la discusión de antes, pero de momento prefiero olvidarla. Lo último que necesitamos ahora son más peleas. Ya lo arreglaremos más adelante.
Lentamente, nos quedamos dormidos.
Algo me despierta de pronto. Un pitido estridente. Somnoliento, lo escucho un momento para localizar de dónde proviene y acabo por levantarme con cuidado para no despertar a June. Antes de salir de la habitación, le pongo la mano en la frente. No ha mejorado. Su frente está perlada de sudor y sigue ardiendo.
Avanzo en dirección al pitido, llego a la cocina y veo una lucecita que parpadea encima de la puerta por la que entramos. Unas palabras brillan en color rojo amenazador:
ACERCÁNDOSE: CIEN METROS
Me invade el pánico. Alguien se acerca por el túnel: Patriotas, tal vez, o soldados de la República. No sabría decir qué es peor. Giro sobre mis talones y regreso corriendo al sitio donde he dejado los sacos de comida. Saco unas cuantas latas de uno para aligerar el peso, me los cuelgo de las cuerdas como si fueran mochilas y vuelvo a la cama. June se mueve y suelta un gemido.
—Eh —susurro, intentando que mi voz suene serena y tranquilizadora. Le acaricio el pelo—. Hora de irnos. Ven aquí.
Aparto las mantas, la envuelvo en una, le calzo las botas y la levanto en brazos. Por un instante opone resistencia, como si creyera que se está cayendo, pero la sujeto con más fuerza.
—Despacio —susurro a su oído—. Ya te tengo.
Se deja llevar, medio inconsciente.
Salgo con ella del refugio y me adentró en el oscuro túnel. Mis botas chapotean en los charcos y el barro. June respira de forma rápida y superficial, y su aliento está caliente por la fiebre. El sonido de la alarma se debilita a medida que avanzo, hasta convertirse en un zumbido leve. Me tenso esperando oír pasos tras nosotros en cualquier momento, pero el zumbido acaba por desvanecerse y el silencio nos envuelve.
—Cuarenta y dos minutos y treinta y tres segundos —murmura June al cabo de un rato que a mí se me ha hecho eterno.
Este tramo de túnel es mucho más largo que el primero, y de vez en cuando hay bombillas parpadeantes que iluminan débilmente el camino. Cuando no puedo más, me detengo en una zona seca y saco agua y una lata de sopa (al menos, creo que es sopa; no veo demasiado en la penumbra, así que agarro lo primero que pillo). June está temblando otra vez, lo que no me sorprende: hace mucho frío aquí, tanto que nuestro aliento forma nubes de vaho. La envuelvo bien en la manta, le toco la frente e intento que tome algo de sopa, pero ella la rechaza.
—No tengo hambre —murmura.
Apoya la cabeza en mi pecho y noto su calor a través de la camisa. Tengo los brazos tan entumecidos que me cuesta apretarle la mano.
—Vale. Pero tienes que beber agua, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —musita acurrucándose contra mí—. ¿Crees que nos siguen?
Entrecierro los ojos y miro el túnel por el que hemos venido.
—No —miento—. Los perdimos hace mucho. Tú relájate y no te preocupes, pero procura mantenerte despierta.
Ella asiente. Me doy cuenta de que está jugueteando con algo y, cuando me fijo, veo que es el anillo que le hice con clips.
—Ayúdame a no dormirme. Cuéntame algo.
Tiene los ojos casi cerrados, aunque se nota que lucha por mantenerlos abiertos. Habla tan bajo que tengo que inclinarme para oírla.
—¿Qué quieres que te cuente? —contesto, decidido a impedir que pierda la consciencia.
—No sé —inclina ligeramente la cabeza para mirarme y al cabo de un segundo vuelve a hablar con voz somnolienta—. Háblame de tu primer beso. ¿Cómo fue?
La pregunta me pilla desprevenido: nunca he conocido a una chica a la que le gustara que hablara de otras delante de ella. Pero luego me doy cuenta de que estoy con June: tal vez esté utilizando los celos para mantenerse despierta. No puedo evitar sonreír. Qué lista es esta mujer…
—Yo tenía doce años —murmuro—. Ella, dieciséis.
June abre los ojos, más espabilada.
—Debías de tener una labia impresionante.
Me encojo de hombros.
—Es posible. Por aquel entonces era aún bastante torpe; de hecho, estuvieron a punto de matarme unas cuantas veces. El caso es que ella trabajaba con su padre en el muelle de Lake y me pilló intentando robar unas cajas de comida. La convencí de que no me denunciara y, como parte del trato, me llevó a un callejón cerca del lago.
June intenta reírse, pero la carcajada se convierte en un ataque de tos.
—¿Y os besasteis allí?
—Sí… Por decirlo de algún modo —sonrío.
Consigue enarcar una ceja ante mi respuesta. Me lo tomo como una buena señal: por lo menos, está despierta. Acerco los labios a su oído y mi aliento agita unos suaves mechones de pelo.
—La primera vez que te vi, cuando luchaste en la pelea de skiz contra Kaede, pensé que eras la chica más guapa que había visto en mi vida. Podría haberme quedado mirándote eternamente. Y la primera vez que nos besamos… —el recuerdo me abruma de pronto y, por un momento, casi consigo borrar la persistente imagen del Elector besando a June—. Bueno, creo que ese podría considerarse mi primer beso.
A pesar de la oscuridad, veo que esboza una leve sonrisa.
—Ya. Sí que tienes labia.
Hago una mueca.
—Cariño, ¿te he mentido yo alguna vez?
—Ni lo intentes. Me daría cuenta.
Suelto una risita.
—No lo dudo.
Hablamos de forma natural y casi despreocupada, pero los dos notamos la tensión que hay detrás de nuestras palabras: el esfuerzo por olvidar, por dejar atrás lo que ha pasado, lo que nos hemos dicho y ya nunca podremos retirar.
Nos quedamos así unos minutos más. Después recojo nuestras cosas, levanto a June con cuidado y sigo avanzando por el túnel. Me tiemblan los brazos y respiro con jadeos entrecortados. No veo rastros de ningún otro refugio. Aunque el aire está húmedo y frío, sudo como si me encontrara en Los Ángeles en medio del verano. Tengo que detenerme con mayor frecuencia cada vez, hasta que me paro en un tramo seco y me derrumbo contra la pared.
—Solo necesito tomar aliento —le aseguro a June mientras le doy un poco de agua—. Creo que ya falta poco.
Fiel a su palabra, se da cuenta de que le estoy mintiendo.
—No podemos seguir —murmura débilmente—. Te hace falta descansar. No puedes aguantar otra hora así.
Ignoro sus palabras.
—El túnel tiene que acabar en alguna parte. Ya hemos debido de pasar bajo la línea del frente, y eso significa que estamos en territorio de las Colonias —me detengo en seco cuando me doy cuenta de lo que he dicho y un escalofrío recorre mi espina dorsal. En territorio de las Colonias.
Como si alguien me hubiera oído, se produce un ruido sobre nuestras cabezas, en el exterior del túnel. Me quedo callado e intento localizar de dónde proviene: es un zumbido que debe de ser muy potente, pero que llega mitigado hasta nosotros.
—¿Habrá un dirigible ahí fuera? —pregunta June.
El sonido se apaga lentamente, y de pronto caigo en la cuenta de que sopla una corriente gélida. Subo la vista y veo un rectángulo diminuto por el que penetra un débil resplandor. Debe de comunicar con el exterior. Recorro el techo con la mirada: hay aberturas similares cada varios metros, pero estoy tan agotado que ni siquiera había reparado en ellas. Me levanto con dificultad y me pongo de puntillas para examinar la más cercana. Está rodeada de una superficie lisa que parece de metal. La palpo para ver dónde termina y compruebo que se trata de un cuadrado de aproximadamente un metro de lado. Le doy un empujón de prueba.
Se desplaza un poco. Empujo con más fuerza y la plancha metálica se desliza hacia un lado. Aunque parece que es de noche, el exterior está mucho más iluminado que el interior del túnel, y por un momento no veo nada. Algo frío y ligero me cae en el rostro. Me lo quito de un manotazo, confundido, y solo entonces caigo en la cuenta de que debe de ser nieve. El corazón se me acelera. Abro la trampilla todo lo que puedo y me quito la guerrera del ejército de la República: no me apetece que me maten de un tiro justo al llegar a la tierra prometida. Doy un salto, agarro los bordes de la abertura con los brazos temblorosos y me asomo a echar un vistazo. Parece que da a un callejón oscuro. No hay nadie a la vista. Bajo otra vez y le agarro las manos a June, que está empezando a quedarse dormida.
—Aguanta —murmuro ayudándola a levantarse—. ¿Puedes subir?
June se despoja de la manta, y yo me agacho y la ayudo a subirse a mis hombros. Se tambalea y respira con dificultad, pero se las arregla para salir a la superficie. Saco la manta y las bolsas de comida y alcanzo el suelo de un salto.
Estamos en un callejón estrecho y oscuro, no muy distinto del que daba acceso al túnel. Por un segundo me pregunto si el recorrido nos habrá llevado de vuelta a la República; eso sí que sería irónico. Pero al momento me doy cuenta de que es imposible. La capa de nieve deja adivinar un suelo liso y bien asfaltado, y los muros están cubiertos de carteles coloridos que muestran soldados y niños sonrientes. En la esquina de cada uno de los carteles veo un símbolo que reconozco enseguida: un pájaro parecido a un halcón, de color dorado. Con un escalofrío de emoción, me doy cuenta de lo mucho que se parece al que hay grabado en la moneda de mi colgante, bajo la funda de metal.
June tiene los ojos vidriosos por la fiebre, y su aliento forma nubes espesas. Estamos rodeados de barracones con las paredes cubiertas de carteles. A los lados de la calle, decenas de farolas se alinean a intervalos regulares. De aquí debe de venir la electricidad que ilumina el túnel y el refugio. Un viento cargado de nieve nos golpea el rostro.
De pronto, June me aprieta la mano y se estremece.
—Day… Allí… —no deja de temblar, pero no sé si es por el frío o por el espectáculo que se ofrece a nuestros ojos.
Delante de nosotros, al final del callejón bordeado de barracones, se eleva una ciudad: rascacielos brillantes que se alzan hacia el cielo entre las nubes y la nieve fina. Cada edificio está iluminado en un precioso color azul que sale de casi todas las ventanas. En las azoteas se alinean aviones de combate. Todo refulge. Aprieto la mano de June y los dos nos quedamos un rato inmóviles, incapaces de decir nada. Es justo como lo describía mi padre.
Hemos llegado a una de las radiantes ciudades de las Colonias de América.