JUNE

Tribunal Olan, Pierra

Alrededor de las 09:00

Temperatura exterior: -2 ºC

Ha llegado el día fijado para el asesinato de Anden. Tengo menos de tres horas para impedirlo.

Ayer por la noche vino a verme la soldado que me transmitió el mensaje de los Patriotas.

—Buen trabajo —me susurró al oído mientras yo estaba tumbada en la cama—. Mañana, el Elector y los senadores te indultarán en el tribunal Olan de Pierra y te liberarán. Escucha con atención: cuando hayáis terminado, los todoterrenos del Elector os llevarán a todos al cuartel general de Pierra. Los Patriotas os tenderán una emboscada en el camino.

La soldado hizo una pausa por si yo quería preguntar algo, pero me limité a clavar la mirada en el techo. No era difícil adivinar lo que esperaban de mí: querrían que separase a Anden de los guardias para poder sacarle del coche y matarle a tiros. Lo grabarían todo y luego lo retransmitirían a la República entera desde la Torre del Capitolio de Denver.

Al ver que me quedaba callada, la Patriota se aclaró la garganta y siguió hablando con rapidez.

—Oirás una explosión en la carretera. Cuando eso ocurra, convence al Elector para tomar una ruta distinta. Asegúrate de que se separa de sus guardaespaldas. Pídele que confíe en ti. Si has hecho bien tu trabajo, caerá en la trampa —sonríe brevemente—. Cuando su coche se haya separado de los demás, déjalo todo en nuestras manos.

Apenas pude dormir después de aquello.

Ahora, mientras me escoltan hasta el juzgado, escruto los tejados y los callejones en busca de los Patriotas, a la espera de encontrarme a uno con los ojos azules. Day tiene que estar entre ellos. Me sudan las manos bajo los guantes negros. Aunque haya visto mi señal, ¿la habrá entendido? ¿Se dará cuenta de que quiero que abandone a los Patriotas antes del atentado?

Avanzo por la acera, memorizando por pura costumbre los nombres de las calles y los hitos de la ciudad: el cuartel principal, el hospital de Pierra, allá a lo lejos… Me da la impresión de que puedo sentir cómo los Patriotas ocupan sus puestos.

Hay una extraña inmovilidad en el aire, aunque las calles son estrechas y en las aceras hay un bullicio constante de soldados y civiles (la mayoría pobres, asignados para atender a las tropas). Algunos de los soldados nos miran con más intensidad de lo normal. Procuro memorizar sus caras: debe de haber algún Patriota entre ellos.

Pasamos bajo el gran arco que marca la entrada del juzgado y me sorprendo al comprobar que en el vestíbulo hace mucho frío. Mi aliento sale en nubes de vaho, y no dejo de temblar. (En el fondo no es tan raro: el techo tiene al menos seis metros de altura, y el pavimento, a juzgar por el ruido que hacen nuestras pisadas, es de algún material sintético que imita madera. No resulta muy adecuado para mantener el calor en invierno).

—¿Cuánto va a durar esto? —pregunto a uno de los guardias mientras me acompañan hasta un asiento en la parte frontal de la sala.

Mis botas (de cuero cálido e impermeable) producen un eco sordo contra el suelo. Tiemblo a pesar del abrigo de doble capa que llevo puesto.

—No mucho, señorita Iparis —responde él con cortesía ensayada—. El Elector y los senadores están deliberando. No creo que tarden más de media hora en acabar.

La verdad es que me divierte ver esto: dado que el Elector va a indultarme hoy mismo, los guardias no saben cómo tratarme. Oscilan entre vigilarme como si fuera una prisionera o hacerme la pelota como a una agente de alto rango.

La espera se alarga. Estoy un poco mareada. Esta mañana acabé por decirle a Anden que no me encontraba bien y me envió un médico que me recetó unas pastillas, pero no me han servido de mucho. Me siento febril, y me cuesta llevar la cuenta mental del tiempo que pasa.

Finalmente, al cabo de unos veintiséis minutos (puedo haberme equivocado en unos cuantos segundos), Anden entra en la sala por la puerta del fondo, seguido de un grupo de personas. Sus acompañantes no parecen muy contentos: algunos aprietan las mandíbulas, con los labios tan cerrados que apenas se les ven. Reconozco entre ellos al senador Kamion, el hombre con el que Anden discutió en el tren. Hoy parece aún más desaliñado. También reconozco a una senadora que he visto alguna vez en las noticias: O’Connor, una mujer gruesa y pelirroja con la boca tan ancha como la de una rana. Aparte de los senadores, dos periodistas jóvenes acompañan a Anden; uno no deja de tomar notas en un dispositivo como el de la doctora Sadhwani, mientras el segundo se esfuerza por grabar todo lo que se dice.

Me pongo en pie cuando se acercan. Algunos senadores que parecían discutir entre ellos se callan, y Anden les hace un gesto a mis guardias.

—June Iparis: el Senado ha accedido a perdonarle los delitos que ha cometido contra la República, con la condición de que ponga sus habilidades al servicio de la nación. ¿Está de acuerdo, señorita Iparis?

Asiento con la cabeza. Incluso ese leve movimiento empeora mi mareo.

—Sí, Elector —contesto.

El periodista teclea rápidamente, y la pantalla parpadea bajo sus dedos.

Anden me observa con las cejas enarcadas: debe de haber advertido que no me encuentro bien.

—A partir de ahora iniciará un periodo de libertad condicional, como me han aconsejado mis senadores, durante el cual será supervisada hasta que se decida que está preparada para volver al servicio activo. Será asignada a una patrulla de la capital; esta tarde, en el cuartel general de Pierra, decidiremos a cuál exactamente —mira a ambos lados—. ¿Algún comentario, senadores?

Todos guardan silencio unos segundos. Finalmente, uno se decide a hablar.

—Espero que comprenda que su expediente no está limpio todavía, agente Iparis —dice con un desprecio apenas disimulado—. Será vigilada en todo momento. Confío en que entienda que nuestra decisión es un acto de suma generosidad.

—Gracias, Elector Primo —respondo, cuadrándome como cualquier soldado—. Gracias, senadores.

—Soy yo quien debe agradecerle su ayuda —responde Anden con una leve inclinación.

Aunque sigo sin mirarle, percibo el doble sentido: me está dando las gracias tanto por haberle protegido como por la ayuda que espera recibir de mí y de Day.

Ahí fuera, en alguna parte, Day está entre los Patriotas. Cada vez que lo pienso, la ansiedad me revuelve el estómago.

Los soldados nos escoltan hacia los coches. Camino muy despacio, con cuidado, intentando centrarme. Mantengo los ojos fijos en el portal de entrada. En las últimas horas he estado dando vueltas a una idea que tal vez pueda frustrar el plan de los Patriotas. Si sale bien, evitaré que Anden se dirija al cuartel general de Pierra.

Espero que funcione: no puedo permitirme ningún error. Cuando estoy a tres metros del portal, tropiezo. Me enderezo inmediatamente y sigo avanzando, pero vuelvo a trastabillar. Oigo el murmullo de los senadores a mi espalda.

—¿Qué pasa? —pregunta uno.

Anden se acerca inmediatamente, pero dos de sus hombres se interponen entre él y yo.

—Elector, señor —dice uno—. Por favor, hágase a un lado. Nosotros nos ocupamos de esto.

—¿Qué ocurre? —insiste Anden, dirigiéndose primero a los soldados y después a mí—. ¿Estás herida?

No me cuesta demasiado fingir que estoy a punto de desmayarme: todo me da vueltas, y mi visión se desenfoca a ratos. Me duele la cabeza. Levanto la vista, miro a Anden y me dejo caer al suelo.

Suena un coro de exclamaciones de sorpresa entre las que sobresale la voz del Elector. Por suerte, dice justo lo que yo esperaba oír:

—Llevadla al hospital de inmediato.

Me invade una oleada de alivio: está claro que recuerda lo que le dije en el tren.

—Pero Elector… —protesta uno de los guardias que le han impedido acercarse antes.

La voz de Anden se vuelve de acero.

—¿Me está cuestionando, soldado?

Noto unas manos fuertes que me levantan. Atravesamos el portón y salimos a la luz brumosa de la mañana. Echo un vistazo a mi alrededor, intentando localizar rostros sospechosos. ¿Los soldados que me llevan serán Patriotas disfrazados? Sus facciones son completamente inexpresivas. Noto una subida de adrenalina: he dado el primer paso. Los Patriotas ya saben que me he apartado del plan, pero no pueden averiguar si lo he hecho a propósito o no. Lo importante es que el hospital está en dirección contraria al cuartel de Pierra. Anden vendrá conmigo, y los Patriotas no tendrán tiempo de preparar otra emboscada.

Y si ellos se enteran del cambio de planes, Day también se enterará. Cierro los ojos y deseo que sea así. Huye, le digo mentalmente. En cuanto sepas que me he apartado del plan, huye tan rápido como puedas. Un guardia me ayuda a subir al asiento trasero del todoterreno, y Anden y sus guardaespaldas se montan en el coche que nos precede. Los senadores, perplejos e indignados, entran en los demás vehículos.

Me acomodo en el asiento y reprimo la sonrisa que pugna por aflorar a mis labios. El coche se pone en marcha, y veo por el parabrisas que el vehículo del Elector se aleja del edificio.

Entonces, justo cuando me estoy felicitando por el éxito de mi estratagema, me doy cuenta de que los dos coches se dirigen al cuartel. No vamos al hospital. Mi alegría se desvanece, sustituida por el miedo.

No soy la única que advierte algo raro: uno de mis escoltas mira fijamente al conductor y le da un toque en el hombro.

—Eh, que vamos en dirección contraria: el hospital está a la izquierda —suspira—. Póngase en contacto con el conductor del coche del Elector. Hay que decirle que…

El conductor asiente con un gesto, pero de pronto se aprieta el oído. Escucha algo durante unos segundos y luego mira al soldado.

—Negativo: tenemos órdenes de mantener la ruta original. Según el comandante DeSoto, el Elector ha decidido que la señorita Iparis vaya al hospital más tarde.

Me quedo helada. Razor ha debido de mentir al chófer. Dudo mucho que Anden haya emitido esa orden. Va a seguir adelante con el plan: está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de obligarnos a seguir la ruta prevista. Y ni siquiera voy en el mismo coche que Anden, de modo que no puedo advertirle.

Vamos rumbo al cuartel general de Pierra… por un camino plagado de Patriotas.