JUNE

Quedan menos de dos días para que intenten asesinar al Elector. Tengo treinta horas para evitarlo.

Acaba de atardecer cuando Anden, junto a seis senadores y al menos cuatro patrullas (cuarenta y ocho soldados), sube a un tren que se dirige a la ciudad de Pierra. Yo los acompaño. Ya no voy como prisionera, sino como pasajera. Me han proporcionado unas gruesas mallas de invierno, un jersey suave, unas botas de ante (sin tacones ni puntera de acero, para que no pueda usarlas como arma) y una capa carmesí con capucha y ribetes plateados. No estoy esposada. Anden incluso ha ordenado que me entreguen unos guantes (de cuero suave, negros y rojos), y por primera vez desde que llegué a Denver no tengo las manos heladas. Llevo el pelo recogido en una coleta apretada, como de costumbre, limpio y seco. A pesar de todo, me duelen los músculos y noto la cabeza pesada.

Las luces de la estación están apagadas y no se ve a nadie. Subimos al tren en completo silencio. Es posible que ni siquiera los senadores conozcan el súbito cambio de ruta del Elector: en vez de ir a Lamar, como estaba previsto, nos dirigimos a Pierra.

Los guardias me conducen a un vagón privado, tan lujoso que estoy segura de que estoy aquí por indicación expresa de Anden. Es el doble de grande que los vagones normales (unos ochenta metros cuadrados, con seis ventanas cubiertas por cortinajes de terciopelo y el omnipresente retrato de Anden en la pared derecha). Me acompañan hasta la mesa central y me apartan una silla para que me siente. Siento un extraño desapego, como si nada fuera real, como si hubiera vuelto a mi punto de partida: una niña rica en el lugar que le corresponde dentro de la elite de la República.

—Si necesita algo, háganoslo saber —dice un soldado educadamente; sin embargo, la rigidez de su mandíbula delata lo nervioso que está en mi presencia.

Solo se oye el suave traqueteo del tren. Intento no mirar directamente a los soldados, pero los vigilo por el rabillo del ojo. ¿Habrá Patriotas disfrazados a bordo? Si así fuera, ¿sospecharán que mis lealtades han cambiado?

Aguardamos en un silencio incómodo. Vuelve a nevar; los copos se acumulan en el borde de las ventanas y la escarcha se pega al cristal. Recuerdo el funeral de Metias: mi vestido blanco, el traje impecable de Thomas, las lilas y las alfombras blancas…

El tren acelera y me acerco a la ventana hasta rozar el frío cristal con la mejilla. Contemplo en silencio el paisaje: a lo lejos se divisa el Escudo de Denver. A pesar de la oscuridad, distingo los túneles que lo atraviesan para permitir el paso de trenes; algunos están sellados con una compuerta metálica, mientras que otros permanecen abiertos para que entren los convoyes de mercancías que llegan por la noche.

Al cabo de unos minutos, atravesamos sin detenernos uno de los túneles. Supongo que los trenes que abandonan la capital no pasan inspección, especialmente si el propio Elector ha autorizado su salida. En cuanto dejamos atrás el enorme muro, veo cómo un tren que se acerca en sentido contrario aminora al llegar al puesto de control.

Nos sumergimos en la noche. Dejamos atrás los rascacielos ruinosos de los barrios deprimidos; hace un tiempo, me habrían intrigado, pero ahora sé muy bien cómo vive la gente en los suburbios. Además, estoy demasiado cansada para prestar atención a los detalles.

No dejo de pensar en lo que me dijo Anden ayer por la noche. ¿Cómo podría avisarle del peligro sin perjudicar a Day? Si le revelo antes de tiempo el auténtico complot, los Patriotas se darán cuenta de que los he traicionado. No: tengo que ir con pies de plomo. Mi única opción es hacerlo justo antes del asesinato, cuando pueda ponerme en contacto con Day sin problemas. Cómo me gustaría sincerarme con Anden ahora mismo… Contárselo todo, acabar de una vez. Si Day no existiera, lo haría. Si Day no existiera, todo sería distinto. Recuerdo las pesadillas que he tenido, la imagen de Razor pegándole un tiro a Day. El anillo de clips parece quemarme. Una vez más, me llevo dos dedos a la frente. Si Day no vio la primera señal, confío en que vea esta. Los guardias no perciben nada raro: deben de pensar que estoy reposando la cabeza.

El vagón se inclina hacia un lado y de pronto siento vértigo. Tal vez el resfriado que tengo —si es que es un resfriado, y no algo más serio— esté afectando a mi capacidad para razonar. Aun así, no quiero pedir un médico. Los medicamentos inhiben el sistema inmunológico, y siempre he preferido que mi cuerpo se enfrente por su cuenta a las enfermedades (algo que desesperaba a Metias).

¿Por qué siempre acabo pensando en Metias?

Una voz irritada me devuelve a la realidad. Parece la de un hombre mayor. Me incorporo en la silla y miro por el ventanuco de la puerta. En el pasillo hay dos figuras que se acercan. Uno debe de ser el hombre que acabo de oír: es bajo, con el cuerpo en forma de pera, barba desaliñada y nariz bulbosa. El otro es Anden. Me esfuerzo por escuchar lo que dicen; al principio no me entero más que de fragmentos, pero según se aproximan los oigo con claridad.

—Elector, si insisto es por su bien. Los actos de rebeldía deben ser reprimidos con severidad. Si no reaccionamos adecuadamente, es cuestión de tiempo que se conviertan en auténticas revueltas.

Anden escucha pacientemente, con las manos detrás de la espalda y la cabeza inclinada hacia el hombre.

—Le agradezco su preocupación, senador Kamion, pero lo tengo decidido. No es el momento adecuado para sofocar los disturbios de Los Ángeles con efectivos militares.

Afino el oído al escuchar eso. El hombre mayor hace un aspaviento irritado.

—Tiene que mostrarles quién manda. Exhiba su autoridad, Elector. Demuéstreles quién tiene la última palabra.

—Eso llevaría a la gente al límite —Anden menea la cabeza—. ¿Emplear la fuerza de las armas antes de anunciar las reformas que tengo previstas? Ni hablar. No voy a dar la orden: esa es mi última palabra.

El senador se rasca la barba con enfado y agarra el brazo de Anden.

—El pueblo ya se ha levantado en armas. Su clemencia será vista como debilidad, tanto en el exterior como en el interior del país. Los administradores de la Prueba en Los Ángeles han empezado a quejarse de su inacción. Las protestas los han obligado a cancelar los exámenes durante varios días.

Anden yergue la cabeza en un gesto que destila autoridad.

—Creo que ya sabe lo que opino de la Prueba, senador.

—Sí —replica este con hosquedad—. Es un tema que discutiremos más adelante. En cualquier caso, si no nos permite sofocar los disturbios, le garantizo que va a recibir muchas reclamaciones del Senado y de las patrullas de Los Ángeles.

—¿De veras? —repone Anden en tono cortante—. Lo lamento. Yo creía que el Senado y las fuerzas armadas entendían perfectamente cuál es el peso de mis palabras.

El senador se seca el sudor de la frente.

—Bueno… Evidentemente, el Senado acatará sus deseos, señor, pero me refiero a que…

—Ayúdeme a convencer a los demás senadores de que no es el momento adecuado para tratar al pueblo con crueldad —Anden se detiene para mirar al hombre y le da una palmada en el hombro—. No deseo crearme enemigos en el Senado: quiero que sus colegas y la audiencia nacional acaten mis decisiones igual que lo hacían con mi padre. Usar la fuerza de las armas para sofocar las revueltas solo provocará más crispación contra el Estado.

—Pero, señor…

Anden se para en seco ante la puerta de mi vagón.

—Continuaremos esta discusión en otro momento —dice—. Estoy cansado.

Aunque su voz me llega amortiguada a través de la puerta, noto el hielo en su tono.

El senador murmura algo, inclina la cabeza, gira sobre sus talones y se marcha rápidamente. Anden lo observa unos instantes antes de abrir la puerta. Se asoma y los guardias se cuadran ante su presencia.

Nos saludamos con un gesto.

—Vengo a informarle de las condiciones de su puesta en libertad —me dice Anden con formalidad distante; tal vez aún esté afectado por la gélida conversación que acaba de mantener con el senador.

Es como si el beso de ayer no fuera más que una alucinación. Aun así, su presencia hace que me sienta cómoda. Me arrellano en el asiento como si estuviera hablando con un viejo amigo.

—Me han informado de que ayer por la noche se produjo un ataque en Lamar —explica—. El tren en el que iba a viajar yo fue destruido. Aunque no conseguimos arrestar a ninguno de los responsables, damos por sentado que han sido los Patriotas. Nuestros equipos les siguen la pista ahora mismo.

—Me alegro de haber servido de ayuda, Elector —retuerzo las manos en mi regazo y noto una vez más lo suaves que son mis guantes.

Me da mala conciencia estar segura y cómoda en este vagón de lujo, mientras Day se juega la vida con los Patriotas.

—Si recuerda algún otro detalle, señorita Iparis, le ruego que lo comparta con nosotros. Ha sido aceptada de nuevo por la República: ahora es una de los nuestros, y le doy mi palabra de que no tiene nada que temer. En cuanto lleguemos a Pierra, su ficha quedará limpia. Me aseguraré personalmente de que recupere su rango, aunque será destinada a una patrulla distinta —Anden se lleva una mano a la boca y se aclara la garganta—. La he recomendado a un equipo de Denver.

—Gracias —respondo en voz baja. Está cayendo de cabeza en la trampa de los Patriotas.

—Algunos senadores consideran que soy demasiado generoso con usted, pero todo el mundo está de acuerdo en que es nuestra mejor baza para localizar a los líderes de los Patriotas —Anden se acerca y se sienta a mi lado—. Estoy convencido de que volverán a atacar, y quiero que esté al cargo de mis hombres para interceptar los futuros atentados.

—Es muy amable, Elector. Me siento honrada —bajo la cabeza en una reverencia discreta—. Si se me permite la pregunta, ¿está mi perro…?

Anden se sonríe.

—Tu perro está en la capital. Te reunirás con él a tu llegada.

Nuestras miradas se cruzan y permanecemos así un momento. Las pupilas de Anden se dilatan y se sonroja ligeramente.

—Entiendo que al Senado le moleste su indulgencia —digo finalmente; necesito estar a solas un minuto con él—. Pero es cierto que nadie puede garantizar su seguridad mejor que yo. Aunque… tiene que haber alguna otra razón para que se muestre tan amable conmigo.

Anden traga saliva y clava la vista en su propio retrato. Lanzo una mirada fugaz a los guardias que están junto a la puerta y, como si me hubiera adivinado el pensamiento, les hace un gesto para que se marchen y luego señala las cámaras que hay en el techo.

Cuando todos han desfilado por la puerta, en las cámaras se enciende una luz roja que parpadea antes de apagarse. Por primera vez, no hay nadie observándonos. Estamos verdaderamente solos. Anden se vuelve hacia mí.

—June, lo cierto es que eres muy popular entre la gente —dice—. Si se corriera la voz de que la chica prodigio de la República es acusada de traición, o incluso degradada por deslealtad… Bueno, eso desprestigiaría al gobierno. Incluso el Senado lo sabe.

Dejo de retorcerme las manos y las poso en mi regazo.

—Los senadores y tú veis el mundo de modo muy diferente —murmuro recordando la conversación que acaba de mantener con el senador Kamion—. Al menos, eso tengo entendido.

Menea la cabeza y sonríe con amargura.

—Es una forma suave de decirlo.

—No sabía que te desagradara tanto la Prueba.

Anden asiente. No parece sorprenderse de que haya escuchado su discusión.

—La Prueba es un sistema anticuado para elegir a los más brillantes y dotados del país.

Me resulta extraño oír eso de labios del propio Elector.

—¿Por qué al Senado le interesa mantenerla, entonces?

—Es una larga historia —Anden se encoge de hombros—. Cuando la Prueba se puso en marcha, era… distinta.

Me inclino hacia él, intrigada. Solo conozco la historia de la República por lo que me contaron en el colegio y por la propaganda. Ahora, el propio Elector me va a presentar una versión alternativa.

—¿En qué era distinta? —pregunto.

—Mi padre era… muy carismático —contesta Anden, de pronto a la defensiva.

Una respuesta extraña.

—Bueno, estoy convencida de que tu padre tendría sus métodos —comento, procurando mantener un tono neutro.

Él cruza las piernas y se recuesta en la silla.

—No me gusta la evolución que ha sufrido la República —añade pensativo, desgranando lentamente cada palabra—. Pero mentiría si dijera que no entiendo por qué las cosas están así. Mi padre tenía sus razones para hacer lo que hizo.

Frunzo el ceño, desconcertada. ¿No acaba de negarse a tomar medidas drásticas contra los manifestantes?

—¿A qué te refieres?

Abre la boca para contestar y la cierra acto seguido, como si estuviera buscando las palabras adecuadas.

—Antes de que mi padre se convirtiera en Elector, la Prueba era voluntaria —hace una pausa cuando oye mi exclamación de asombro—. Prácticamente nadie sabe esto: fue hace mucho.

La Prueba no siempre fue obligatoria. La idea me resulta inconcebible.

—¿Por qué la cambió? —pregunto.

—Como ya he dicho, es una larga historia. La mayoría de la gente no sabe cómo se formó la República, y por muy buenas razones.

Se pasa la mano por el pelo ondulado y apoya el codo en la mesa.

—¿De verdad quieres saberlo?

Por un momento me planteo si estará de broma: ¿cómo no voy a querer saberlo? Pero luego detecto la soledad que esconden sus palabras. Ahora que lo pienso, tal vez yo sea la primera persona con la que Anden habla libremente. Me inclino hacia él, asiento y aguardo a que continúe.

—La República se formó durante la peor crisis que ha sufrido nunca Norteamérica… y el mundo entero, de hecho —comienza—. Las inundaciones habían destruido la costa este, y millones de personas querían emigrar al oeste. Pero había demasiados refugiados, y la administración no podía hacerse cargo de ellos. No había trabajo, comida ni alojamiento para todos. El país se estaba desintegrando, consumido por las revueltas. Los alborotadores sacaban de los coches a los soldados y los policías y los golpeaban hasta matarlos o les prendían fuego. No quedaba ni una tienda por saquear, ni un escaparate por romper —toma aire—. El gobierno federal hizo lo que pudo para mantener el orden, pero las catástrofes naturales se sucedían. No había dinero suficiente para manejar aquella crisis. El país cayó en la anarquía más absoluta.

Meneo la cabeza, atónita: no soy capaz de imaginar un momento en el que la República no haya controlado a su pueblo. De pronto caigo en la cuenta de que Anden se refiere al gobierno de los antiguos Estados Unidos, no a la República.

—Entonces, el primer Elector se alzó con el poder —prosigue—. Era un militar poco mayor que yo, lo bastante ambicioso como para ganarse el apoyo de las tropas descontentas del oeste. Declaró la independencia de los territorios occidentales de la Unión y los llamó la República. Acto seguido, instauró la ley marcial en el nuevo país. Los soldados podían disparar sin previo aviso, y después de haber visto cómo sus compañeros eran torturados y morían en la calle, se aprovecharon de su poder. Se convirtió en un nosotros contra ellos: el ejército contra el pueblo —Anden contempla sus brillantes mocasines como si se sintiera avergonzado—. Mucha gente murió antes de que el ejército tomara el control de la República.

No dejo de preguntarme qué opinaría Metias de todo esto. O mis padres. ¿Lo habrían aprobado? ¿Habrían elegido poner orden de esa forma?

—¿Y qué pasó con las Colonias? —pregunto—. ¿No sacaron ventaja de lo que estaba sucediendo?

—En ese momento, la parte oriental de Estados Unidos estaba aún peor. La mitad de su territorio estaba anegada por el mar. Cuando el primer Elector de la República cerró las fronteras, se quedaron sin un lugar en el que establecerse, así que nos declararon la guerra —Anden se endereza—. Después de aquello, el Elector juró no permitir que la República volviera a caer en el caos. Sus sucesores, mi padre incluido, respetaron ese juramento.

Sacude la cabeza y se frota la cara antes de seguir hablando.

—La Prueba se diseñó para incentivar el esfuerzo y el trabajo duro entre la población, y en un primer momento consiguió su objetivo. Pero, poco a poco, empezó a usarse para eliminar a los débiles y a los rebeldes. Al final acabó por convertirse en un sistema para controlar la superpoblación.

Los débiles y los rebeldes… Me estremezco: Day entró en la última categoría.

—Entonces, ¿sabes lo que les pasa a los niños que suspenden la Prueba?

—Sí —Anden se estremece—. Yo… En mi opinión, la Prueba tenía sentido al principio: era una simple herramienta voluntaria que servía para atraer a los jóvenes más capacitados hacia el ejército. Con el tiempo, pasó a hacerse en todos los colegios. Pero eso no era suficiente para mi padre: él quería que solo sobrevivieran los mejores. Para él, las personas menos capaces solo eran un desperdicio de espacio y de recursos. Repetía constantemente que la Prueba era necesaria para que la República floreciera. Y cuando empezamos a ganar batallas gracias a ese sistema de selección, el Senado le apoyó sin fisuras.

Aprieto las manos con tanta fuerza que los dedos empiezan a dolerme.

—¿Y tú crees que la política de tu padre funcionó? —pregunto en voz baja.

Anden agacha la cabeza y medita la respuesta.

—¿Qué puedo responder? Sí: funcionó. La Prueba hizo que nuestras fuerzas armadas se volvieran más fuertes. ¿Pero eso disculpa a mi padre? Me lo pregunto una y otra vez, y nunca soy capaz de responder.

Me muerdo el labio, entendiendo de pronto la confusión que debe de sentir Anden. El amor que sentía por su padre choca contra su visión de la República.

—El bien y el mal pueden ser relativos, ¿no crees?

Anden asiente.

—En cualquier caso, no importa cuál fuera el origen de las cosas ni si estaban bien o mal cuando empezaron. La cuestión es que, con el tiempo, las leyes fueron evolucionando y retorciéndose. Las cosas cambiaron. Al principio, la Prueba no estaba destinada a los niños y no favorecía a los ricos. En cuanto a la peste… —titubea y cambia de tema—. La gente está furiosa, pero a los senadores les da miedo cambiar las cosas por si vuelven a perder el control. Para ellos, la Prueba es la mejor manera de reforzar el poder de la República.

En el rostro de Anden hay una tristeza profunda: le avergüenza formar parte de ese legado.

—Lo siento —murmuro, y le agarro la mano para consolarle.

Esboza una sonrisa vacilante: en este momento es evidente la atracción, la debilidad que siente por mí. Si antes lo intuía, ahora lo veo claro. Aparto la vista con rapidez, confiando en que la vista del paisaje nevado me refresque las mejillas.

—Dime, June —musita—. ¿Tú qué harías si estuvieras en mi lugar? ¿Cuál sería tu primera medida como Elector de la República?

—Ganarme a la gente —contesto sin dudarlo—. El Senado no tendrá poder sobre ti si el pueblo puede amenazarlos con la revolución. Necesitas al pueblo de tu lado, y ellos necesitan un líder.

Anden se reclina; la luz de las lámparas crea un halo dorado a su alrededor. Su expresión es resuelta, como si hablar conmigo le hubiera inspirado una idea o hubiera reafirmado las que ya tenía.

—Serías una buena senadora, June —me dice—. Serías una buena aliada para tu Elector… y el pueblo te adora.

Cierro los ojos. La cabeza me da vueltas. Podría quedarme en la República y ayudar a Anden. Convertirme en senadora cuando tenga edad suficiente. Recuperar mi vida. Dejar a Day con los Patriotas. Sé lo egoísta que es pensar así, pero soy incapaz de parar. ¿Y qué tiene de malo ser egoísta, de todas formas?, me planteo con amargura. Podría contarle a Anden ahora mismo los planes de los Patriotas, sin preocuparme porque se enfaden o dañen a Day por mi culpa, y regresar a una vida lujosa y segura de funcionaria de elite. Podría honrar el recuerdo de mi hermano cambiando el país desde dentro. ¿Podría?

No, no podría. Aparto de mi mente esa oscura fantasía. La idea de abandonar a Day de esa forma, de traicionarle, de no volver a estrecharlo entre mis brazos nunca más, hace que apriete los dientes con angustia.

Cierro los ojos un instante y recuerdo sus manos ásperas y delicadas al mismo tiempo, la ferocidad de su pasión. No: nunca podría hacer eso. Lo sé con tal certeza que me da miedo. Después de todo lo que hemos sacrificado los dos, nos merecemos una vida juntos —o un tiempo, algo— cuando esto haya acabado. ¿Pero dónde? ¿En las Colonias… o aquí, en la República, ayudando a reconstruirla? Anden quiere aliarse con Day. Podríamos trabajar juntos. ¿Cómo voy a darle la espalda ahora que estamos a punto de salir del túnel? Tengo que encontrar a Day. Tengo que contárselo todo.

Pero lo primero es lo primero: ahora que por fin no hay testigos, debo advertir a Anden. Pienso rápidamente qué decirle. Si le cuento demasiado, su reacción alertará a los Patriotas. Aun así, decido intentarlo. Lo más importante es que confíe ciegamente en mí; cuando sabotee los planes de los Patriotas, necesito que me respalde sin cuestionárselo.

Abro los párpados y le miro.

—¿Confías en mí? —le agarro la mano.

Anden se pone rígido, pero no se aparta. Sus ojos buscan los míos; tal vez se pregunte en qué he estado pensando durante los últimos segundos.

—Quizá deba hacerte la misma pregunta —replica con una sonrisa triste.

Los dos hablamos con sobreentendidos, haciendo referencia a los secretos que compartimos. Asiento y confío en que se tome mis palabras en serio.

—Entonces, cuando lleguemos a Pierra, tienes que hacer lo que yo te pida. ¿Me lo prometes? Todo lo que te pida.

Tuerce la cabeza, frunce el ceño con perplejidad y después se encoge de hombros y asiente. Ha entendido que intento decirle algo sin pronunciarlo en voz alta.

Cuando los Patriotas ataquen, espero que recuerde su promesa.