DAY

Esa misma noche, regreso a la sala principal y me uno a los demás para enterarme de cómo será la siguiente fase de la misión. Razor ha regresado. Varios Patriotas se afanan en una esquina de la estancia. La mayoría parecen hackers; creo que están analizando cómo montar altavoces en un edificio. Empiezo a reconocer a algunos: uno es calvo y enorme como un tanque, aunque más bien bajo; otro tiene una nariz gigantesca, los ojos brillantes y la cara muy delgada; el tercero es tuerto. Casi todos tienen alguna cicatriz.

Miro a Razor, que está pronunciando una especie de discurso en el fondo de la sala. Su silueta se recorta a la luz del mapa que se proyecta a su espalda. Estiro el cuello, intentando distinguir a Tess entre el público. Me gustaría hablar con ella, disculparme. Al fin la distingo en una mesa, rodeada de otros médicos en prácticas. Tiene unas hojas verdes en la mano y les está explicando a sus compañeros cómo usarlas. Decido dejar la conversación para más tarde; ahora no parece necesitarme. Eso me hace sentir triste y extrañamente incómodo.

—¡Day! —Tess se ha dado cuenta de que la estoy mirando y me hace un gesto de saludo.

Se acerca a mí y se saca del bolsillo dos píldoras y un rollo de vendas limpias.

—Creo que esta noche saldrás a la calle. Cuídate, ¿quieres? —dice rápidamente, sin rastro de la tensión que había entre los dos hace un rato—. Sé cómo te pones cuando estás cargado de adrenalina. No hagas locuras —señala las píldoras—. Esto te ayudará a entrar en calor si hace demasiado frío.

Esta chica actúa como si fuera mucho mayor que yo… Sin embargo, su preocupación por mí me hace sentir una sensación cálida en el pecho.

—Gracias, hermana —contesto guardándome su regalo en los bolsillos—. Oye, yo…

Corta mi disculpa poniéndome la mano en el brazo. Sus ojos, tan enormes como siempre, me reconfortan. Por un instante me tienta pedirle que me acompañe esta noche.

—Olvídalo. Y prométeme que tendrás cuidado, ¿de acuerdo?

A pesar de todo, ya me ha perdonado. ¿Pensará de verdad todo lo que me dijo antes? ¿Seguirá enfadada por dentro? Le doy un abrazo rápido.

—Te lo prometo. Cuídate tú también.

Ella me aprieta la cintura como respuesta y regresa con los demás aprendices de médico antes de que me disculpe otra vez.

Vuelvo a prestar atención a Razor. Ahora señala la imagen borrosa de una calle cercana a las vías del tren de Lamar, por la que pasamos Kaede y yo al venir. Una pareja de soldados cruza rápidamente la pantalla, con las solapas levantadas para resguardarse del aguanieve. Van comiendo unas empanadillas humeantes, y se me hace la boca agua al verlos. La comida enlatada de los Patriotas es un lujo, pero daría casi cualquier cosa por un pastel de carne caliente.

—En primer lugar, quiero informaros de que nuestros planes van por buen camino —dice Razor—. Nuestra agente ha mantenido un encuentro satisfactorio con el Elector y le ha informado del falso atentado —señala la pantalla con el dedo índice—. El Elector tenía intención de visitar San Angelo para elevar la moral de las tropas y después dirigirse a Lamar, pero ahora irá a Pierra. También hemos logrado que sustituya su escolta por otra en la que tenemos varios hombres infiltrados —Razor me lanza una mirada fugaz, señala la pantalla y se queda en silencio.

Aparece otra escena: un dormitorio. Lo primero que veo es una figura esbelta sentada al borde de la cama, con el mentón apoyado en las rodillas. ¿June? Pero esa habitación no es una celda… La cama parece mullida, y sobre ella hay varios edredones por los que yo hubiera matado en Lake.

—¡Hombre! —dice alguien agarrándome del brazo—. ¡Aquí estás, campeón!

Es Pascao, con su sonrisa eterna y sus ojos grises repletos de entusiasmo. Le saludo con un gesto y vuelvo a mirar la pantalla. Razor está exponiendo las líneas generales de la siguiente fase del plan, pero Pascao vuelve a tirarme de la manga sin hacerle caso.

—Tú y yo saldremos con otros corredores dentro de un par de horas —pestañea y fija la mirada en el vídeo antes de seguir hablando—. Escucha: Razor quiere que dé a mi grupo instrucciones más específicas que las que él está ofreciendo. Ya he informado a Baxter y a Jordan.

Apenas le presto atención; estoy seguro de que la silueta menuda que se sienta sobre la cama es June. Sí: la forma en que se aparta el pelo de la cara, la mirada escrutadora con la que analiza la habitación… Lleva puesto un camisón que parece grueso, pero tiembla como si tuviera frío. ¿De verdad será esa su celda? Recuerdo las palabras de Tess: June te traicionó. Mató a tu madre.

Pascao me vuelve a tirar del brazo y me aparta del grupo.

—Escucha, Day. Esto es importante —susurra—. Esta noche llegará a Lamar un tren cargado de suministros para los soldados del frente: armas, medicinas, herramientas, equipamiento de laboratorio, alimentos… Queremos robar todo lo que podamos y destruir un vagón cargado de granadas. Esa es nuestra misión de esta noche.

Ahora June habla con el guardia que está junto a la puerta, pero no oigo lo que dice. Razor ha terminado su explicación y conversa con dos Patriotas, que señalan de vez en cuando a la pantalla y se sacan algo del bolsillo.

—¿Para qué queremos volar un cargamento de granadas? —pregunto.

—Es el señuelo. El Elector pensaba venir a Lamar antes de que June le dijera que estábamos planeando un atentado en la ciudad. Nuestra misión consiste en convencerle de que June le ha dicho la verdad, por si todavía no lo tiene claro. Además, será una buena oportunidad para conseguir unas cuantas granadas. Ñam, ñam, nitroglicerina… —Pascao se frota las manos con una risita, y por un momento me pregunto si no estará un poco trastornado—. De la explosión nos encargaremos otros tres corredores y yo, pero necesitamos a alguien especial que distraiga a los soldados.

—¿A qué te refieres con eso de especial?

—Me refiero —responde Pascao recalcando cada sílaba— a que Razor te reclutó para este tipo de cosas, Day. Esta es nuestra primera oportunidad de demostrarle a la República que estás vivo. Por eso Kaede te dio un disolvente para que recuperaras tu color de pelo. Cuando se corra la voz de que te han visto en Lamar atacando a un tren de la República, la gente se volverá loca. ¿El criminal más famoso del país, vivo y coleando después de que el gobierno intentara ejecutarlo? Si eso no despierta un sentimiento de rebelión, nada lo hará. Eso es lo que estamos buscando: provocar el caos. Cuando hayamos terminado, la gente te seguirá adonde quieras llevarla. Será la atmósfera perfecta para el atentado contra el Elector.

La emoción de Pascao me hace sonreír. ¿Incordiar a la República? He nacido para eso.

—Cuéntame los detalles —le pido, haciéndole un gesto para que se acerque.

Pascao se vuelve, comprueba que Razor sigue ocupado y me guiña un ojo.

—Nuestro equipo desenganchará el vagón de las granadas dos kilómetros antes de la estación. Cuando lleguemos, no quiero que haya más que un puñado de soldados vigilando el tren. Ten cuidado: normalmente no hay muchas tropas en las vías, pero esta noche será distinto. La República está en guardia por la advertencia de June sobre el atentado. Estate pendiente por si hay soldados camuflados. Despéjanos el terreno y asegúrate de que te ven.

—Sin problemas —me cruzo de brazos—. Dime adónde hay que ir.

Pascao sonríe y me da una palmada en la espalda.

—Genial. Eres el mejor corredor que he visto jamás: podrás ocuparte de esos soldados sin problemas. Te veo en dos horas, junto a la puerta por la que entraste. Nos lo vamos a pasar de muerte —hace chascar los dedos—. Ah, y no le hagas mucho caso a Baxter. Está un poco resentido porque piensa que Tess y yo te tenemos enchufado.

En cuanto Pascao se marcha, me vuelvo a mirar la pantalla y clavo los ojos en June. Mientras la observo, escucho fragmentos de la conversación de Razor con los otros Patriotas.

—… suficiente para oír qué pasa —dice—. Lo tiene en posición.

June parece dormitar. No hay sonido, pero no me importa. En ese momento, la puerta se abre y aparece un joven moreno con un elegante abrigo negro: es el Elector. Se sienta en la cama y dice algo. De pronto, se acerca a June y ella se tensa. Noto que la sangre abandona mi rostro y dejo de oír el bullicio que suena a mi alrededor. El Elector agarra la barbilla de June y acerca su cara a la de él. Se está apropiando de algo que yo creía mío, y me invade una repentina sensación de pérdida. Me gustaría apartar la vista, pero incluso así sería consciente de que se están besando.

La escena parece no terminar nunca. Observo aturdido cómo se separan por fin. El Elector se levanta y sale de la habitación, mientras June se queda sentada en la cama. ¿Qué estará pensando? No soy capaz de mirarla más.

Estoy a punto de darme la vuelta y alejarme tras los pasos de Pascao cuando algo me llama la atención: June se toca la ceja con dos dedos.

Es nuestra señal.

Después de la medianoche, Pascao, tres corredores más y yo nos pintamos franjas negras sobre los ojos y nos vestimos con los uniformes negros y las gorras que llevan los soldados en el frente. Es la primera vez que salgo del refugio desde mi llegada.

Al principio, las calles están casi desiertas, pero vemos más tropas en cuanto cruzamos las vías del tren. El cielo está cubierto, y el aguanieve brilla a la tenue luz de las farolas. La acera está resbaladiza y el aire huele rancio, a una mezcla de humo y de moho. Me levanto las solapas de la guerrera y me trago una de las píldoras que me dio Tess. Por un instante, pienso que me gustaría seguir viviendo con ella en los húmedos barrios bajos de Los Ángeles. Aparto la idea de mi mente con un suspiro y acaricio la bomba de humo que llevo guardada bajo la chaqueta para comprobar que no se ha mojado. La escena de June y el Elector se repite una y otra vez en mi mente.

La señal de June iba dirigida a mí. Me pide que pare, pero ¿en qué parte del plan? ¿Quiere que aborte la misión, que abandone a los Patriotas y escape? Si desertase ahora, ¿qué le pasaría a ella? Esa señal puede significar millones de cosas. Incluso puede indicar que ha decidido mantenerse fiel a la República. Aparto esa idea de mi mente con furia. No: June nunca haría eso. ¿Aunque el Elector se enamorara de ella? ¿Eso haría que se quedara?

De pronto caigo en la cuenta de que el vídeo no tenía sonido. ¿Se lo habrán quitado los Patriotas a propósito? ¿Estarán escondiendo algo?

Pascao se detiene en un callejón oscuro, no muy lejos de la estación.

—El tren llega en quince minutos —indica entre nubes de vaho—. Baxter e Iris, venid conmigo.

Iris sonríe. Es una chica alta y delgada, con ojos hundidos que se mueven constantemente en sus cuencas. Baxter frunce el ceño y aprieta la mandíbula. Decido ignorarle y no pensar en qué le estará contando a Tess sobre mí.

Pascao señala a la tercera corredora, una chica menuda con trenzas cobrizas que me echa miradas furtivas.

—Jordan, tú nos señalarás cuál es el vagón —ella levanta el pulgar y Pascao se vuelve hacia mí—. Day —susurra—, ya sabes cuál es tu misión.

Me toco el borde de la gorra.

—Hecho, hermano.

No sé qué significará la señal de June, pero este no es el momento adecuado para abandonar a los Patriotas. Tess sigue dentro del búnker, y no tengo la menor idea de dónde está Eden. No voy a ponerlos en peligro de ninguna manera.

—Mantén ocupados a los soldados, ¿vale? Cabréalos hasta que dejen de pensar.

—Esa es mi especialidad —sonrío.

Levanto la cabeza y observo las paredes ruinosas y los tejados inclinados que nos rodean. Para un corredor, son como toboganes gigantes. Le doy las gracias mentalmente a Tess: su píldora azul me está haciendo entrar en calor desde dentro, como si me hubiera tomado un buen plato de sopa.

—Perfecto —asiente Pascao con aire satisfecho—. Vamos a ofrecerles un buen espectáculo.

Observo cómo los demás se alejan por las vías del tren y se pierden entre el aguanieve. Me oculto en las sombras y examino los edificios. Todos son antiguos y están agrietados, llenos de puntos de apoyo. Por si eso fuera poco, muchos tienen vigas oxidadas que sobresalen de las paredes. Algunos se han quedado sin techumbre y se abren al cielo nocturno; otros tienen tejados a dos aguas. A pesar de todo, no puedo evitar una punzada de emoción. Estos edificios son el paraíso para un corredor.

Avanzo hasta llegar a la esquina, me asomo y le echo un vistazo a la estación. Hay por lo menos dos grupos de soldados, y tal vez más al otro lado. Casi todos se alinean frente a las vías, con los fusiles en posición y las franjas negras de los ojos relucientes por la lluvia. Me toco la cara, compruebo mi pintura y me calo la gorra. Ha llegado la hora de divertirme un poco.

Busco un punto de apoyo en una pared y trepo hasta el tejado. Cada vez que apoyo la pierna noto la presión de la piel contra el implante metálico, frío al tacto incluso a través de la tela. Unos segundos después, me oculto detrás de una chimenea ruinosa, a tres pisos de altura. Desde aquí diviso a un tercer grupo de soldados, como esperaba: están al otro lado de la estación. Me acerco al alero y salto a la casa siguiente sin hacer ruido. Voy avanzando de edificio en edificio hasta situarme en el lomo de un tejado de dos aguas. Estoy lo bastante cerca para verles las caras a los soldados. Rebusco bajo mi chaqueta y me vuelvo a asegurar de que la bomba de humo esté seca. Me agacho y aguardo el momento oportuno.

Pasan unos minutos.

Me levanto y arrojo la bomba tan lejos de la estación como puedo.

¡BAM! Explota con una humareda gigantesca en cuanto toca el suelo. Una nube de humo envuelve un edificio entero y se extiende por la calle en oleadas espesas. Los soldados empiezan a gritar.

—¡Allí! ¡Ha sido a tres manzanas!

Qué observador, soldado.

Una patrulla se acerca corriendo a la nube de humo. Tomo impulso y me deslizo de pie por el tejado, que está tan resbaladizo como un cristal húmedo. Las tejas se rompen y saltan placas de hielo, pero los gritos y las carreras de los soldados disimulan el estrépito. La nieve me golpea las mejillas. Al llegar al alero, salto al vacío; desde el suelo debo de parecer un fantasma.

Mis botas resuenan en el tejado del edificio contiguo a la estación. Los soldados siguen desconcertados y cegados por el humo. Me agarro a una farola, me deslizo hasta el suelo y aterrizo con un crujido en un charco helado.

—¡Seguidme! —grito; con el uniforme negro y la franja de pintura en los ojos, parezco un soldado más—. ¡Los Patriotas están atacando un almacén! —hago un gesto imperioso—. ¡Venid, deprisa! ¡Órdenes del comandante!

Giro sobre mis talones, echo a correr y oigo inmediatamente un estruendo de pisadas a mi espalda. No van a arriesgarse a desobedecer una orden, aunque eso signifique dejar la estación sin vigilancia. A veces me encanta la disciplina férrea de la República.

Sigo corriendo.

Cuando estamos a cuatro o cinco manzanas de la estación, lejos de la humareda y rodeados de almacenes, giro de pronto. Antes de que los soldados puedan doblar la esquina, corro hacia el muro del callejón, salto justo antes de estamparme contra él y me impulso de una patada contra los ladrillos, estirando los brazos. Mis dedos se cierran sobre la cornisa del segundo piso. Subo a pulso y en un instante estoy de pie sobre el alféizar de una ventana.

Cuando mis perseguidores entran en el callejón, ya me he colado por la ventana y me he fundido con las sombras. Los primeros se detienen entre exclamaciones de desconcierto. Este es un momento tan bueno como cualquier otro, pienso. Me quito la gorra y libero mi pelo rubio. Uno de los soldados gira la cabeza lo bastante rápido para verme pasar como una flecha junto a la ventana.

—¿Habéis visto? —grita con incredulidad—. ¡Ese es Day!

Me asomo por otra ventana y empiezo a trepar al tercer piso. Los soldados pasan de la confusión a la ira, y uno de ellos ordena que me disparen. Aprieto los dientes y subo a pulso mientras las balas rebotan en la pared. Una se clava a centímetros de mi mano. Asciendo sin detenerme hasta llegar al alero, lo agarro, me balanceo para tomar impulso y me encaramo al tejado. Por debajo de mí, las balas levantan chispas en los ladrillos. Diviso la estación a lo lejos: el tren está llegando, aunque apenas se ve con el humo. No tiene más vigilancia que la de los soldados que viajan dentro.

Echo a correr por el otro lado del tejado y salto al edificio contiguo. Algunos de los soldados regresan corriendo a la estación: han debido de darse cuenta de que todo esto era una maniobra de distracción. Fijo la mirada en el tren, y solo la desvío en los instantes que necesito para saltar de tejado en tejado.

Está a dos manzanas.

Entonces, una nube cegadora y brillante se eleva a lo lejos, en las vías, y hace temblar incluso la azotea en la que estoy. Pierdo el equilibrio y caigo de rodillas. Esa es la explosión de la que hablaba Pascao. Observo el resplandor y reflexiono un instante: dentro de un momento, la estación será un hervidero de tropas. Es arriesgado ir allí. Pero si la República tiene que enterarse de que estoy vivo, debo procurar que me vea la mayor cantidad de gente posible. Tomo impulso y echo a correr mientras me meto el pelo debajo de la gorra. Los soldados se han dividido en dos grupos: uno que regresa a la estación y otro que continúa persiguiéndome.

De pronto, derrapo y me detengo. Los soldados se adelantan: no se han dado cuenta de que yo he parado. Sin perder ni un segundo, bajo deslizándome por un canalón hasta llegar a la acera. A estas alturas se habrán dado cuenta de que me han perdido la pista, pero yo ya corro por la calle en dirección al tren como un soldado más.

La nevada arrecia. El resplandor de la explosión ilumina la noche. Ya estoy lo bastante cerca del tren para oír los gritos y las pisadas de los soldados. ¿Habrán escapado sin problemas Pascao y los demás? Acelero el ritmo. Aparecen más soldados y me uno a ellos sin dificultades mientras nos acercamos al fuego.

—¿Qué ha pasado? —grita uno.

—Ni idea. Una chispa habrá prendido el cargamento…

—¡Eso es imposible! ¡Todos los vagones están cubiertos!

—¡Que alguien avise a los mandos! Es un atentado de los Patriotas. ¡Informad al Elector! ¡Son…!

Siguen hablando, pero no oigo lo que dicen. Me desplazo con discreción hasta situarme al final de la hilera y después me escurro por el hueco entre dos vagones. Todos los soldados que tengo al alcance de la vista se dirigen al incendio, pero supongo que habrá más en la zona donde lancé la bomba de humo, y puede que los que me perseguían continúen registrando la calle en la que los despisté.

Cuando no queda nadie cerca, cruzo al lado opuesto de la vía. Me suelto el pelo de nuevo; ahora solo necesito esperar el momento oportuno para hacer mi aparición estelar.

Cada vagón por el que paso lleva un rótulo distinto. Carbón. Armas. Munición. Comida. Por un momento me tienta detenerme en el último, llevado por la costumbre de mi vida en Lake. Me recuerdo a mí mismo que ya no tengo que hurgar en los contenedores de basura, que los Patriotas tienen la despensa llena, y me obligo a seguir adelante. Más rótulos. Más suministros para los soldados del frente.

De pronto veo un símbolo que me hace parar en seco. Un escalofrío me recorre la espalda. Retrocedo rápidamente para asegurarme de que no me lo he imaginado. No: ahí está, pintado claramente en el metal. Lo reconocería en cualquier parte.

La equis con tres aspas. La cabeza me da vueltas mientras recuerdo cómo la patrulla antipeste la trazó con pintura roja en la puerta de mi madre, y cómo luego se llevaron a Eden. Ese símbolo solo puede significar que mi hermano, o algo relacionado con él, viaja en ese vagón. Me olvido completamente del plan de los Patriotas. Eden podría estar aquí.

Las puertas están cerradas con llave, así que retrocedo unos pasos, tomo carrerilla y salto. En tres impulsos estoy encima del vagón.

En mitad del techo hay una especie de escotilla circular; es posible que pueda entrar por ahí. Me acerco a ella, paso los dedos por los bordes y encuentro cuatro pestillos. Los aflojo a toda velocidad, ya que los soldados pueden aparecer de un momento a otro. Empujo con fuerza y se abre un resquicio lo bastante grande para colarme.

Aterrizo con un ruido sordo. Todo está en penumbra. Palpo a ciegas una superficie curvada. Poco a poco, me acostumbro a la oscuridad: estoy ante un cilindro de vidrio casi tan alto y ancho como el vagón, con un armazón metálico en los extremos. Emite un débil resplandor azul. En su interior hay una figura tumbada, con varios tubos enganchados en un brazo. Es un niño. Tiene el pelo corto y ondulado, y viste un mono claro que destaca entre las sombras.

Los oídos me zumban. La mente se me ha quedado en blanco. Es Eden. Es Eden. Tiene que ser él. Lo he encontrado. No acabo de creerme la suerte que tengo. Está aquí, lo he localizado en mitad de la nada por pura coincidencia, en medio de la República. Es una locura. Voy a sacarlo de aquí. Podremos huir a las Colonias mucho antes de lo que creía. Podríamos irnos esta misma noche.

Tomo impulso y le doy un puñetazo al cristal con la esperanza de que se haga añicos, aunque parece muy grueso. Al oír el golpe, el chico abre los ojos y lanza una mirada vacilante en derredor.

Me lleva un largo instante darme cuenta de que no es Eden.

Noto el sabor amargo de la decepción. Tiene la edad de mi hermano, no es extraño que lo confundiera con él. ¿Habrá otros que enfermaran con la cepa mutada de la peste? Claro que tiene que haberlos. ¿Por qué iba a ser Eden el único de todo el país?

Espero un rato delante de él. Al principio creí que me miraba, pero parece incapaz de enfocar. Estrecha los ojos de una forma que me recuerda a Tess cuando fuerza la vista por la miopía. Eden… Recuerdo cómo le sangraban los iris por la peste. Por la forma de mirar de este chico, estoy casi seguro de que se ha quedado ciego. A mi hermano ha debido de pasarle lo mismo.

De pronto parece salir del trance que lo paraliza. Gatea hacia mí y pega las manos al cristal. Tiene los ojos castaños, no del negro espeluznante de los de Eden, pero la mitad inferior del iris está púrpura por la sangre. ¿Significará eso que este chico —que Eden— está mejorando y la sangre se está reabsorbiendo? ¿O estará empeorando, pero su estado aún no es tan grave como el de mi hermano?

—¿Hay alguien? —pregunta, con la voz amortiguada por el cristal. Ni siquiera parece verme a esta distancia.

—Un amigo —contesto con voz ronca—. Quiero sacarte de ahí.

Al oír eso, sus ojos se abren de par en par y la esperanza ilumina su rostro delgado. Paso las manos por el cristal en busca de algo, lo que sea, que abra este maldito cilindro.

—¿Cómo se abre esta cosa?

El chico golpea el cristal, frenético.

—¡Ayúdame, por favor! —grita con voz temblorosa—. ¡Sácame de aquí! ¡Por favor, sácame de aquí!

Me rompe el corazón oírle gritar. ¿Estará así Eden, aterrorizado y ciego, esperando en un vagón oscuro a que alguien le salve? Tengo que sacar de aquí a este chico. Intento mantener la calma.

—Tienes que tranquilizarte, chaval, ¿vale? No te asustes. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres?

Las lágrimas ruedan por sus mejillas.

—Me llamo Sam Vatanchi… Mi familia es de Helena, Montana —sacude la cabeza—. No saben dónde estoy. ¿Puedes decirles que quiero volver a casa? ¿Puedes…?

No, no puedo. No sé cómo ayudarte. Me entran ganas de aporrear las paredes metálicas del vagón.

—Voy a ver. ¿Sabes cómo se abre este cilindro? —repito—. ¿Corremos algún peligro si lo abro?

El chico señala el otro lado del vagón. Me doy cuenta de que está intentando controlar el pánico.

—A ver… —medita un instante—. Creo que no hay peligro. Ahí debe de haber un teclado en el que introducen un código: siempre oigo pitidos antes de que se abra el tubo. Sácame, por favor…

Me acerco a toda prisa al lugar que señala. ¿Lo estoy imaginando, o se oye un débil eco de pisadas en el exterior?

—Aquí hay una especie de pantalla de cristal —digo.

En el centro brilla la palabra CERRADO con letras rojas. Me giro hacia el chico y golpeo el vidrio con los nudillos. Él mueve los ojos hacia el ruido.

—¿Sabes si hay alguna contraseña? —le pregunto—. ¿Cómo se teclea?

—¡No lo sé! —protesta alzando las manos, con la voz rota por las lágrimas—. Por favor…

Maldita sea. Me recuerda tanto a Eden que apenas puedo contener las ganas de llorar.

—Venga, Sam —intento animarle, luchando para que no me tiemble la voz—. Piensa: ¿hay otra forma de abrir esto, aparte del teclado?

—No lo sé —sacude la cabeza—. ¡No lo sé!

Me imagino lo que diría Eden: soltaría algo práctico, propio del pequeño ingeniero que es. Diría algo como ¿Tienes algo con el borde afilado? o ¡Busca el control manual!

Saco el cuchillo que siempre llevo en el cinto. He visto mil veces cómo Eden abría dispositivos y reconfiguraba los cables y los circuitos. Voy a tratar de hacer lo mismo.

Clavo la hoja en el borde del teclado y presiono con cuidado. No pasa nada. Aprieto con más fuerza y el cuchillo se dobla.

—Lo han fabricado a conciencia —murmuro.

Ojalá June estuviera aquí: ella no tardaría más de medio segundo en abrir este chisme. El niño y yo guardamos silencio un instante. Él baja la cabeza y cierra los ojos.

Tengo que ayudarle. Tengo que salvar a Eden. Aprieto los dientes para reprimir un grito de frustración.

No me estaba imaginando las pisadas: ahora suenan con más claridad. Los soldados deben de estar registrando todos los vagones.

—Sam —susurro—. Háblame. ¿Estás enfermo? ¿Qué te han hecho?

Él se frota la nariz. No queda ni rastro de la esperanza que iluminaba antes su rostro.

—¿Quién eres?

—Alguien que quiere ayudarte. Cuantas más cosas me cuentes, más posibilidades tendré de hacerlo.

—Ya no estoy enfermo —responde rápidamente, como si se hubiera dado cuenta de que tenemos poco tiempo—. Pero dicen que tengo algo en la sangre. Un virus lactante… latente, algo así —se para a pensar—. Me dan medicamentos para que no recaiga —se frota los ojos ciegos, suplicándome sin palabras que le rescate—. Cada vez que el tren se detiene, me sacan una muestra de sangre.

—¿Sabes qué ciudades has recorrido?

—Ni idea… Una vez oí que nombraban Bismarck —su voz se va apagando—. Y Yankton, creo.

Dos ciudades del frente, en Dakota. Pienso en la forma en que lo transportan. Lo mantienen aislado en el tubo; así, los científicos pueden entrar a sacarle muestras de sangre que luego mezclarán con algo para activar el virus latente. Los tubos del brazo deben de servir para alimentarlo.

Lo están usando como arma biológica contra las Colonias, como una rata de laboratorio. Igual que a Eden. La idea de que mi hermano esté pasando por esto hace que me falte el aire.

—¿Sabes adónde os dirigís? —pregunto.

—¡No lo sé! Yo solo… solo quiero irme a casa —solloza.

Lo querrán llevar a algún otro lugar del frente, seguro. Me pregunto cuántas personas más estarán pasando por esto. No me quito de la cabeza la imagen de Eden metido en un cilindro.

—Escúchame, Sam. ¿Has oído hablar de un chico llamado Eden? ¿Te suena ese nombre?

Cada vez llora más fuerte.

—No… no lo sé… ¡No sé!

No puedo esperar más. Echando mano de toda mi fuerza de voluntad, aparto los ojos del chico y echo a correr hasta las puertas correderas del vagón. Las pisadas son cada vez más fuertes: los soldados no pueden estar a más de cinco o seis vagones de distancia. Le dirijo una última mirada.

—Lo siento. Tengo que irme —digo, destrozado.

El niño golpea el grueso cristal con los puños.

—¡No! —gime—. ¡Te he dicho todo lo que sé! ¡Por favor, no me dejes aquí!

No soporto oírle más. Apoyo el pie contra el reborde de la puerta, salto hasta el techo y aferro el borde de la escotilla. Aprieto los dientes y me elevo a pulso hasta salir al aire libre. Me agazapo en el techo del vagón, notando cómo el aguanieve me pica en los ojos y me hiere la cara. Me avergüenzo de mí mismo. Ese chico me ha ayudado todo lo que ha podido, ¿y así es como le pago? ¿Huyendo para salvarme?

Los soldados que inspeccionan los vagones están a unos veinte metros. Vuelvo a colocar la trampilla en su sitio, repto hasta el borde opuesto y me dejo caer.

Pascao aparece entre las sombras. Sus ojos grises brillan en la oscuridad. Debe de llevar un rato buscándome.

—¿Qué demonios haces aquí? —susurra—. ¡Se supone que ibas a montarla cerca de la explosión! ¿Dónde andabas?

No estoy de humor para contestarle.

—Ahora no —le interrumpo, y echo a correr.

Tenemos que regresar al túnel. Según avanzamos, el paisaje se difumina en una niebla irreal. Pascao abre la boca para añadir algo más, pero al verme la cara decide dejarlo pasar.

—Esto… —comienza al cabo de unos minutos, en un tono mucho menos agresivo que al principio—. Bueno, ha estado bastante bien. Supongo que se correrá la voz de que estás vivo, aunque no hayas montado una buena. Tu huida por los tejados fue bastante espectacular. Ya veremos qué dice la gente mañana.

Al ver que no contesto, se muerde el labio y deja de hablar.

Hasta que no matemos al Elector, Razor no me ayudará a encontrar a Eden. Me invade una oleada de cólera contra el Elector. Te odio. Te odio con toda mi alma, y te juro que te hundiré una bala en el pecho en cuanto tenga la oportunidad de hacerlo. Por primera vez desde que me uní a los Patriotas, estoy ansioso por acabar con él. Haré todo lo que esté en mi mano para asegurarme de que la República no vuelve a tocar jamás a mi hermano.

Entre el resplandor del incendio y los disparos de las tropas, huimos hasta el otro extremo de la ciudad y nos adentramos en la noche.