JUNE
Ayer tuve una pesadilla. Soñé que Anden perdonaba a Day todos sus crímenes. Después, los Patriotas se lo llevaban a rastras hasta un callejón oscuro y le pegaban un tiro en el pecho. Razor se giraba hacia mí y decía: Es su castigo, señorita Iparis, por haberse puesto del lado del Elector. Me desperté bañada en sudor, estremecida de los pies a la cabeza.
Un día después de nuestra primera entrevista (veintitrés horas, para ser exacta), vuelvo a ver al Elector. Esta vez, en la sala del detector de mentiras.
Mientras los guardias me conducen por el pasillo de mi alojamiento hacia los todoterrenos que esperan fuera, voy recordando todo lo que aprendí en Drake sobre el funcionamiento de los detectores de mentiras. El examinador intentará intimidarme y utilizará mis debilidades contra mí: a Metias, a mis padres, tal vez incluso a Ollie. A Day, sin duda.
Procuro concentrarme mientras caminamos, repasando cada una de mis debilidades para empujarlas hasta lo más profundo de mi mente.
El todoterreno recorre varias manzanas de la capital. Esta vez contemplo la ciudad nevada bajo el resplandor gris de la mañana. Por las aceras resbaladizas, aún iluminadas por las farolas, caminan soldados y trabajadores. Las pantallas son enormes: algunas abarcan quince pisos. Los altavoces de los tejados están en mejor estado que los de Los Ángeles, y la voz del locutor no crepita.
Pasamos de largo la Torre del Capitolio. Examino sus paredes lisas, las pantallas de cristal blindado que protegen sus balcones. Hace años, el antiguo Elector salió a un balcón del piso cuarenta para pronunciar un discurso y un francotirador intentó matarle desde la calle. Después de aquello, la República se aseguró de que no volviera a ocurrir algo así. Las pantallas de la Torre tienen restos de escarcha que distorsionan las imágenes, pero consigo leer algunos titulares según pasamos. Hay uno que me resulta familiar:
FUSILADO DANIEL ALTAN WING EL 26 DE DICIEMBRE.
¿Por qué siguen transmitiendo eso, cuando todas las demás noticias son recientes? Puede que intenten convencer a la gente de que es cierto.
Otro titular destella ante mis ojos:
EL ELECTOR ANUNCIARÁ HOY LA PRIMERA LEY DEL AÑO
EN LA TORRE DEL CAPITOLIO, DENVER.
Me gustaría pararme y releer ese titular, pero el coche acelera y el viaje termina enseguida. La puerta del todoterreno se abre, los soldados me agarran de los brazos y me sacan. Por un instante, la gente me rodea y sus gritos me ensordecen. Varios periodistas me enfocan con las pantallitas rectangulares de sus cámaras. Cuando me fijo en la multitud, me doy cuenta de que no todos son curiosos. Muchos gritan consignas contra el Elector, y la policía se los lleva a rastras mientras ellos enarbolan sus pancartas. JUNE IPARIS ES INOCENTE, dice una. ¿DÓNDE ESTÁ DAY?, leo en otra.
Uno de los guardias me empuja.
—Circule —gruñe, conduciéndome a una larga escalera que desemboca en un pasillo de apariencia oficial.
El ruido de voces se amortigua hasta que no oigo más que el eco de nuestros pasos. Noventa y dos segundos más tarde, nos detenemos ante unas amplias puertas de cristal. Los guardias deslizan por el panel de control una tarjeta fina (aproximadamente doce por siete centímetros, negra, con barniz reflectante y el sello dorado de la República en una esquina) y entramos.
La sala del detector de mentiras es circular, con una bóveda baja sustentada por doce columnas plateadas. Mis escoltas me colocan de pie en la máquina, me sujetan los antebrazos y las muñecas con grilletes metálicos y me colocan unos electrodos fríos (catorce) en el cuello, las mejillas, la frente, las palmas de las manos, los tobillos y los pies. La sala está llena de soldados (veinte en total). Seis forman parte del equipo que me examina: llevan brazaletes blancos y gafas de cristal verde. Las puertas de la estancia son de vidrio transparente (las lunas tienen grabado un pequeño círculo partido por la mitad, lo que indica que son a prueba de balas por uno de los lados. Si consiguiera liberarme de alguna forma, los soldados que están fuera podrían dispararme a través del cristal, pero yo no podría responderles porque mis balas rebotarían).
En el exterior de la habitación se encuentra Anden, de pie junto a dos hombres trajeados (senadores, supongo) y veinticuatro guardias más. No parece muy contento: habla con los senadores, que tratan de ocultar su incomodidad con sonrisas falsas.
La examinadora principal se acerca a mí. Tiene los ojos de un verde muy pálido, el pelo rubio y la piel de porcelana. Examina mi rostro con atención antes de teclear en un aparato negro que sostiene en la mano derecha.
—Señorita Iparis, soy la doctora Sadhwani. Vamos a hacerle una serie de preguntas. Dado que usted ha sido agente de la República, estoy convencida de que entiende tan bien como yo lo que puede hacer esta máquina. Registraremos todas sus reacciones, incluso el más ligero temblor de sus manos. Le recomiendo encarecidamente que nos diga la verdad.
Su advertencia no es más que el aviso estándar antes de empezar un test: intenta convencerme del poder absoluto del detector de mentiras. Cuanto más lo tema el sujeto, más evidentes serán sus reacciones. La miro a los ojos. Respira lentamente. Ojos relajados, boca cerrada.
—Me parece bien —contesto—. No tengo nada que ocultar.
La doctora comprueba los electrodos y la cámara que me graba la cara; supongo que la imagen se retransmitirá por la pantalla que hay a mi espalda. Está nerviosa: sus ojos se mueven a los lados con inquietud, y tiene la frente perlada de sudor. Debe de ser la primera vez que interroga a una criminal famosa, y no creo que la presencia del Elector la tranquilice demasiado.
Como esperaba, comienza con preguntas simples e irrelevantes.
—¿Se llama June Iparis?
—Sí.
—¿Cuándo es su cumpleaños?
—El once de julio.
—¿Cuál es su edad?
—Quince años, cinco meses y veintiocho días —respondo en tono monocorde.
Cada vez que contesto, hago una pausa de varios segundos y acelero la respiración para subir mi frecuencia cardiaca. Si están midiendo mi respuesta física, observarán fluctuaciones durante las preguntas de prueba y les resultará más difícil averiguar cuándo miento.
—¿En qué colegio estudió?
—Harion Gold.
—¿Y después?
—Sea más específica, por favor —replico.
La examinadora se estremece ligeramente antes de recuperar la compostura.
—De acuerdo, señorita Iparis —concede con un tono irritado—. ¿A qué instituto fue después de estudiar en el colegio Harion Gold?
Me enfrento a la audiencia que me observa desde detrás del cristal. Los senadores evitan mis ojos y fingen sentirse fascinados por los cables que serpentean a mi alrededor, pero Anden me devuelve la mirada sin vacilar.
—Harion High.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Dos años.
—¿Y después…?
Me permito un estallido para que piensen que me cuesta controlar mis emociones (y, por tanto, los resultados del test).
—Y luego, como todo el mundo sabe, estuve tres años en la Universidad de Drake —bufo—. Me aceptaron cuando acababa de cumplir doce años y me dieron el título a los quince gracias a mis aptitudes excepcionales. ¿Responde eso a su pregunta?
—Sí —responde con voz tirante; creo que empieza a odiarme.
—Bien. Pues sigamos.
Ella frunce los labios y observa su dispositivo negro, evitando mirarme a los ojos.
—¿Ha mentido alguna vez? —pregunta.
Ya está pasando a preguntas más comprometidas. Acelero mi respiración de nuevo.
—Sí.
—¿Ha mentido a algún militar o funcionario del gobierno?
—Sí.
Justo después de contestar, unos chispazos extraños aparecen en los bordes de mi campo de visión. Pestañeo dos veces hasta lograr que desaparezcan y vuelvo a enfocar la mirada. La doctora Sadhwani ha debido de notar algo raro, porque teclea en su dispositivo con aire satisfecho. Me obligo a poner de nuevo la mente en blanco.
—¿Ha mentido alguna vez a un profesor de Drake?
—No.
—¿Ha mentido alguna vez a su hermano?
De pronto, la sala se desdibuja y otra imagen aparece ante mis ojos: un salón que conozco muy bien, bañado por la luz tibia del atardecer. Un cachorro blanco duerme a mis pies, y un adolescente alto de pelo negro se sienta a mi lado con los brazos cruzados. Es Metias. Frunce el ceño, apoya los codos en las rodillas y se inclina hacia delante.
—¿Me has mentido alguna vez, June?
Parpadeo, atónita. Es falso, me digo a mí misma. El detector de mentiras está provocando alucinaciones diseñadas para eliminar mis barreras mentales. He oído hablar de este tipo de aparatos; al parecer, se usan cerca del frente. Estimulan patrones de neuronas que reproducen el mecanismo cerebral de los sueños.
Pero Metias parece tan real como si pudiera extender el brazo, atusarle el pelo y apretar su mano con la mía. Casi puedo creerme que está conmigo de verdad. Cierro los ojos, pero la imagen continúa fija en mi mente.
—Sí —respondo: es la verdad.
En los ojos de Metias aparece una mirada dolida. De pronto, se desvanece junto a Ollie y el apartamento. Estoy otra vez en la sala gris del detector de mentiras, ante la doctora Sadhwani, que no deja de tomar notas. Asiente con la cabeza, satisfecha de mi respuesta. Yo intento controlar el temblor de mis manos.
—Muy bien —murmura.
—¿Piensan usar la imagen de mi hermano para el resto de las cuestiones? —pregunto con voz gélida.
La doctora alza la mirada del dispositivo en el que toma notas. Ahora parece más relajada: ya no le suda la frente.
—Ah, ¿ha visto a su hermano? —pregunta.
Ya lo entiendo: son capaces de obligar a mi mente a producir retazos de imágenes y recuerdos, pero no tienen control sobre las visiones y no saben qué es lo que yo veo. Mantengo la cabeza alta y miro a la doctora a los ojos.
—Sí.
Las preguntas continúan:
—¿Qué curso se saltó en Drake?
—Segundo.
—¿Cuántos avisos disciplinarios recibió allí?
—Dieciocho.
—Antes de la muerte de su hermano, ¿experimentó algún sentimiento de rechazo hacia la República?
—No.
La examinadora sigue y sigue. Trata de introducirme en un patrón de preguntas anodinas para que mi cerebro baje la guardia; de ese modo, podrá detectar una reacción física cuando pregunte algo relevante. Veo a Metias en dos ocasiones más. Cada vez que sucede, tomo aire profundamente y me obligo a contenerlo durante varios segundos. Me interrogan sobre la forma en que escapé de los Patriotas y el atentado en el que me querían involucrar. Repito lo que le dije a Anden durante la cena. De momento, todo va bien. El detector indica que he dicho la verdad.
—¿Day está vivo?
La imagen de Day aparece a unos metros de distancia. Sus ojos azules son tan brillantes que puedo verme reflejada en sus pupilas. Esboza una sonrisa despreocupada y, de pronto, su ausencia me duele tanto que siento vértigo. No es real. Solo es una visión. Mantengo el ritmo respiratorio.
—Sí.
—¿Por qué ayudó a escapar a Day, cuando sabe que es culpable de un gran número de crímenes contra la República? ¿Alberga sentimientos hacia él?
Una pregunta peligrosa. Trato de endurecerme por dentro antes de contestar.
—No. Lo hice porque iban a ejecutarle por un delito que no cometió.
Ella deja de escribir, me mira y enarca una ceja.
—Es sorprendente que se arriesgara tanto por alguien a quien apenas conocía.
—¿Dónde está su sentido de la moral, doctora Sadhwani? —respondo estrechando los ojos—. El día en que vayan a ejecutar a alguien por culpa de un error que haya cometido usted, hablamos.
El espejismo de Day se desvanece. La doctora aparta la vista sin responder y me pregunta un par de cuestiones irrelevantes antes de volver a la carga.
—¿Se integraron Day y usted en los Patriotas?
Day reaparece ante mis ojos. Ahora está tan cerca que su pelo suave me acaricia las mejillas. Me atrae hacia sí y me da un largo beso. De pronto, la escena cambia abruptamente. Es de noche. Day cojea bajo una lluvia torrencial y su pierna herida deja un rastro de sangre en el suelo. Se derrumba de rodillas ante Razor y desaparece. Me esfuerzo por mantener la voz firme.
—Sí.
—¿Va a producirse un intento de asesinato contra nuestro glorioso Elector?
No hace falta que mienta. Mis ojos se cruzan con los de Anden y él me hace un leve gesto de asentimiento, supongo que para animarme.
—Sí.
—¿Son conscientes los Patriotas de que usted conoce sus planes?
—No.
La examinadora intercambia miradas con sus colegas y unos segundos después se vuelve hacia mí. El detector indica que he dicho la verdad.
—¿Están involucrados en la conjura contra el Elector varios soldados cercanos a él?
—Sí.
Otro silencio. La doctora comprueba la respuesta con sus colegas y asiente. Se gira hacia Anden y los senadores.
—Dice la verdad.
—Bien —declara Anden con voz amortiguada por el cristal—. Continúe, por favor.
Los senadores me contemplan muy serios, con los brazos cruzados y la mandíbula apretada.
Las preguntas de la doctora Sadhwani se suceden en un torrente interminable.
—¿Está involucrado Day en los planes?
—Sí.
—¿Por qué motivo?
—Está en deuda con los Patriotas por haberle curado la pierna.
—¿Cuándo tendrá lugar el atentado?
—Durante el viaje del Elector al frente, en la ciudad de Lamar, Colorado.
—¿Sabe dónde estaría a salvo?
—Sí.
—¿Dónde?
—En otra ciudad del frente.
—Lamar… —murmura la doctora tecleando en su dispositivo—. Sí, supongo que el Elector debería cambiar de ruta.
Otra pieza del plan que encaja en su sitio.
Por fin se acaban las preguntas. La doctora Sadhwani se gira y habla con sus colegas, y yo aprovecho para respirar hondo y apoyarme en la máquina. Llevo aquí dos horas y quince minutos. Mis ojos se cruzan con los de Anden: está de pie frente a la puerta de vidrio, rodeado de soldados.
—Esperen —dice, y los examinadores se vuelven a mirarle—. Tengo una última pregunta para la señorita Iparis.
La doctora Sadhwani pestañea.
—Por supuesto, Elector Primo. Adelante.
Anden da un paso para acercarse más a la puerta.
—¿Por qué me estás ayudando?
Enderezo los hombros y le miro fijamente.
—Porque deseo obtener el perdón.
—¿Eres leal a la República?
Un aluvión de recuerdos se precipita sobre mí. Nos veo a mi hermano y a mí en una calle del sector Ruby, con el brazo alzado hacia una pantalla mientras recitamos el juramento. La imagen es sustituida por la cara de Metias, con la sonrisa preocupada que mostraba la última vez que lo vi. Luego desfilan las banderas de la República que adornaban su ataúd. Aparece una pantalla, y distingo las entradas secretas que Metias escribió en su blog: palabras de preocupación y de ira contra la República. Veo a Thomas apuntando a la madre de Day; veo cómo la cabeza de ella se sacude con el impacto de la bala, y sé que es por culpa mía. Después aparece Thomas ocultando el rostro en la sala de interrogatorios, torturado por su obediencia ciega, eternamente prisionero de lo que hizo.
¿Soy leal a la República? Ya no. He venido a la capital para ayudar a los Patriotas a asesinar al nuevo Elector, un hombre al que juré lealtad. Les ayudaré a matarle y después huiré. Sé que el detector de mentiras revelará mi traición. Estoy desgarrada por el conflicto interno que me produce tener que hacer esto por Day y dejar la República en manos de los Patriotas.
Me recorre un escalofrío. No son más que visiones. Solo recuerdos. Guardo silencio hasta que se calman los latidos de mi corazón. Luego cierro los ojos y tomo aire profundamente.
—Sí —digo abriéndolos—. Soy leal a la República.
Espero a que la luz del detector se ponga roja y la máquina comience a pitar, pero no ocurre nada de eso. La doctora Sadhwani teclea algo con aire tranquilo.
—Está diciendo la verdad —declara por fin.
He pasado. No puedo creerlo. Según la máquina, he dicho la verdad.
No es más que una máquina.
Esa misma noche, sentada al borde de la cama, hundo la cara entre las manos. Todavía tengo las muñecas esposadas, pero puedo moverme con libertad por la estancia. Las voces de los guardias suenan al otro lado de la puerta.
Estoy extenuada. No debería, ya que no he realizado ningún esfuerzo físico desde que me arrestaron. Pero no dejo de dar vueltas a las preguntas de la doctora Sadhwani. Sus cuestiones se mezclan con lo que me dijo Thomas y me acosan hasta que me duele la cabeza y tengo que apretarme las sienes.
Ahí fuera, en alguna parte, las autoridades están decidiendo si debo morir o no. No hago más que temblar, aunque hace calor en la habitación.
Debo de estar incubando una enfermedad, pienso. Puede que sea la peste. Tendría gracia… No, en realidad no la tendría; solo de pensarlo, me invade una oleada de miedo y tristeza. No puede ser: estoy vacunada. Será un resfriado. Metias siempre decía que yo era muy sensible a los cambios de temperatura.
Metias… Ahora que estoy sola, me dejo llevar por las dudas. Mi última respuesta debería haber hecho saltar la alarma del detector, pero no lo hizo. ¿Significa eso que sigo siendo leal a la República de manera inconsciente? La máquina ha debido de captar el rechazo que me suscitan los planes de los Patriotas.
¿Pero qué le sucederá a Day si decido no seguir adelante con el plan? Tengo que encontrar alguna manera de ponerme en contacto con él sin que Razor se entere.
¿Y después, qué? No creo que Day comparta mi opinión sobre el Elector. No, aún no tengo un plan alternativo. Piensa, June. Tengo que encontrar la forma de que salgamos vivos de esta. Si quieres rebelarte, hazlo sin salirte del sistema, me dijo Metias. Sus palabras me vienen a la mente una y otra vez, pero me resulta difícil concentrarme con los escalofríos.
De pronto suena algo raro al otro lado de la puerta. Los tacones de los guardias entrechocan: se acerca una visita oficial. Espero en silencio. El picaporte gira y la puerta se abre para dejar paso a Anden.
—Elector, señor, ¿está seguro de que no quiere que le acompañemos?
Anden niega con la cabeza y les hace un gesto a los soldados.
—Por favor, no os preocupéis —responde—. Deseo intercambiar unas palabras en privado con la señorita Iparis. Solo será un instante.
Me recuerda a lo que les dije yo a los guardias cuando fui a ver a Day en su celda de la intendencia de Batalla.
El soldado se cuadra rápidamente y cierra la puerta. Nos quedamos solos. Alzo la vista sin levantarme y las esposas tintinean en mis muñecas. El Elector no lleva su uniforme de gala, sino un largo gabán negro con una franja roja por delante. Por debajo se adivina un atuendo simple y elegante (camisa negra, chaleco oscuro con seis botones relucientes, pantalones negros y botas negras de piloto). Su pelo brilla, perfectamente peinado. Lleva una pistola al cinto, pero no le daría tiempo a desenfundar si decido atacarle de repente. Quiere transmitirme que confía en mí.
Razor me dijo que matara a Anden si tenía la ocasión. Que aprovechara. Pero ahora que está frente a mí, no hago un solo gesto. Además, si le intentara matar aquí no volvería a ver a Day. No sobreviviría.
Anden se sienta en la cama a cierta distancia de mí. De pronto me da vergüenza el aspecto que tengo: agotada, encorvada, con el pelo revuelto y vestida con un camisón. Me enderezo y alzo la barbilla con toda la elegancia posible. Soy June Iparis, me recuerdo a mí misma. No permitiré que note la confusión que me invade.
—Quería decirte que estabas en lo cierto —comienza; su voz tiene una calidez auténtica—. Dos soldados de mi guardia personal desaparecieron esta tarde. Huyeron.
Los dos señuelos de Razor han escapado, como estaba previsto. Suspiro y le dirijo la mirada de alivio que tenía ensayada, por si los Patriotas nos están viendo de algún modo.
—¿Dónde han ido?
—No lo sabemos. Nuestros rastreadores les están siguiendo la pista —Anden se frota las manos enguantadas—. El comandante DeSoto ha asignado nuevos soldados para mi escolta.
Razor. Está colocando a sus hombres en el lugar adecuado, preparándose para asesinarlo.
—Quería agradecerte tu ayuda, June —prosigue Anden—. Te pido disculpas por haberte sometido a la prueba del detector. Sé que tuvo que resultar desagradable, pero era necesario. Te agradezco mucho que hayas contestado con sinceridad. Tendrás que permanecer aquí unos días más, hasta que la amenaza del atentado se haya disipado. Puede que tengamos que volver a interrogarte. Después pensaremos cómo reintegrarte en la República.
—Gracias —respondo con voz sorda.
Anden se inclina hacia mí.
—Lo que te dije durante la cena iba en serio —susurra muy deprisa, sin apenas mover la boca.
De pronto me invade una sensación de paranoia. Me doy un toque con el índice en los labios y le dirijo una mirada afilada. Él abre mucho los ojos, pero no se aparta; en vez de hacerlo, me agarra la barbilla con delicadeza y tira de mí como si fuera a besarme. Detiene los labios justo al lado de los míos, rozando mi mejilla. Noto un cosquilleo en la espina dorsal, junto a una sensación soterrada de culpabilidad.
—Así las cámaras no registrarán nuestra conversación —musita.
Es una buena táctica: si alguien se asoma, creerá que Anden está intentando besarme. Un cotilleo jugoso, sí, pero menos arriesgado que la verdad. Los Patriotas, por su parte, pensarán que estoy actuando de acuerdo con sus planes.
Noto el aliento tibio de Anden contra mi piel.
—Necesito tu ayuda —murmura—. Si todos tus crímenes contra la República fueran perdonados y recuperaras la libertad, ¿podrías ponerte en contacto con Day? ¿O has roto tu relación con él tras escapar de los Patriotas?
Me muerdo el labio. Por su forma de hablar, Anden está convencido de que ha habido algo entre nosotros.
—¿Por qué quieres que hable con él?
—Day y tú sois las personas más famosas de la República. Si pudiera formar una alianza con los dos, me ganaría el apoyo del pueblo. En vez de dedicarme a sofocar rebeliones y apagar fuegos, podría poner en marcha las reformas que necesita el país.
Su tono transmite seguridad en sí mismo, pero al mismo tiempo es tan apremiante que se me pone la carne de gallina al oírlo. La cabeza me da vueltas: este giro es tan sorprendente que ni siquiera sé qué contestar. Anden está arriesgándose mucho al contarme esto. Trago saliva, ruborizada todavía por su cercanía, y tuerzo un poco la cabeza para verle los ojos.
—¿Por qué deberíamos confiar en ti? —replico—. ¿Qué te hace pensar que Day estaría dispuesto a ayudarte?
Los ojos de Anden muestran una resolución férrea.
—Voy a cambiar la República, y empezaré por liberar al hermano de Day.
La boca se me seca. De pronto desearía que estuviéramos hablando en voz alta y que Day pudiera escucharlo.
—¿Vas a liberar a Eden?
—Para empezar, nunca deberían haberlo apresado. Sí, voy a liberarlo, y también a los demás enfermos que hay ahora mismo en el frente.
—¿Dónde se encuentra? —musito—. ¿Cuándo…?
—Eden lleva varias semanas viajando por la línea del frente. Mi padre ordenó que se lo llevaran junto a otras diez o doce personas. Forman parte de una nueva táctica bélica: los están usando como armas biológicas —su expresión se ensombrece—. Voy a poner fin a esa locura. Mañana daré la orden: Eden volverá a la capital y será atendido por los mejores médicos.
Esto es nuevo. Esto lo cambia todo.
Tengo que encontrar la forma de hablar con Day antes de que los Patriotas maten a la única persona que puede ordenar la liberación de su hermano. ¿Cómo podría comunicarme con él? Seguro que los Patriotas vigilan todos mis movimientos con las cámaras de seguridad, pienso mientras me devano los sesos. Tengo que hacerle una señal. Recuerdo su rostro y me imagino corriendo hacia él para contarle la buena noticia.
¿Es una buena noticia? Mi parte práctica me advierte que no me apresure. Puede que Anden esté mintiendo, que todo esto sea una trampa. Pero si fuera una estratagema para atrapar a Day, ¿por qué Anden no se limita a amenazar con matar a Eden? Eso sacaría a Day de su escondite, sin duda.
Anden aguarda pacientemente a que responda.
—Necesito ganarme la confianza de Day —murmura.
Le rodeo el cuello y acerco los labios a su oído. Huele a sándalo y a lana limpia.
—Buscaré alguna forma de comunicarme con él para convencerlo. Pero si liberas a su hermano, confiará en ti —musito.
—También quiero ganarme la tuya. Me gustaría que tuvieras fe en mí, como yo la tengo en ti desde hace mucho tiempo.
Su respiración se acelera y su mirada cambia. De pronto, su aire de autoridad distante se desvanece y deja paso a un hombre joven, un ser humano. Entre nosotros pasa una corriente de electricidad. Anden ladea un poco la cara y nuestros labios se encuentran.
Cierro los ojos. El contacto es leve, suave como una caricia; pese a todas mis reservas, me descubro queriendo más. Con Day todo es hambre y fuego, una especie de furia nacida de la desesperación y la necesidad. Con Anden, en cambio, el beso es delicadeza, gracia, refinamiento, modales aristocráticos, poder y elegancia. El placer se mezcla con una oleada de vergüenza. ¿Podrá verme Day por las cámaras? La idea se me clava igual que un cuchillo.
Al cabo de unos segundos, Anden se separa de mí. Dejo escapar el aliento y abro los párpados. Lleva un buen rato aquí dentro; si no sale ya, los guardias comenzarán a inquietarse.
—Lamento haberte molestado —dice, inclinando la cabeza antes de levantarse y estirarse el abrigo.
Ha vuelto a revestirse de una coraza de formalidad, pero observo una cierta incomodidad en su postura y una sonrisa que pugna por imponerse en las comisuras de los labios.
—Descansa, June. Hablaremos mañana.
La puerta se cierra a su espalda, y un silencio pesado se instala en la habitación. Me abrazo las piernas y apoyo el mentón en las rodillas. Me arden los labios por su contacto. Rememoro todo lo que me ha dicho, acariciando mi anillo de clips.
Los Patriotas pretenden que Day y yo les ayudemos a asesinar al nuevo Elector. Según ellos, su muerte propiciará una revolución que nos liberará de la República y traerá de vuelta la gloria de los antiguos Estados Unidos. ¿Pero qué significa eso realmente? ¿Qué puede ofrecernos la idea de los Estados Unidos que no pueda ofrecer Anden? ¿Libertad? ¿Paz? ¿Prosperidad? ¿Se convertirá la República en un país lleno de rascacielos iluminados, con sectores ricos y limpios? Los Patriotas le han prometido a Day que le ayudarán a encontrar a su hermano y los llevarán a las Colonias.
Pero si Anden puede conseguirlo con nuestro apoyo, si no hace falta que huyamos a las Colonias, ¿qué logramos asesinándolo?
Anden no se parece a su padre. De hecho, su primer acto oficial como Elector consistirá en deshacer algo que hizo este: liberar a Eden y detener los experimentos con la peste. Si le ayudamos a mantenerse en el poder, puede que la República mejore. ¿No podría ser él el catalizador del que hablaba Metias en su blog?
Además, hay algo raro, una incongruencia que no puedo quitarme de la cabeza. Razor tiene que saber, o al menos intuir, que Anden no es un dictador como lo era su padre. Al fin y al cabo, tiene influencia más que suficiente para haber escuchado rumores sobre las tendencias reformadoras de Anden. De hecho, nos dijo a Day y a mí que el Senado no veía a Anden con buenos ojos… Pero no nos dijo por qué motivo lo rechazaban los senadores.
¿Por qué querrá matar a un elector joven que podría ayudar a los Patriotas a establecer una nueva República?
Y en medio de todo este caos de pensamientos, hay algo que me queda muy claro.
Ya sé dónde está mi lealtad. No voy a ayudar a Razor a asesinar al Elector. Tengo que avisar a Day para que no siga adelante con los planes de los Patriotas.
Necesito enviarle una señal.
Entonces me doy cuenta de que puede haber una manera de mandársela, siempre que esté viendo las imágenes de las cámaras junto a los demás Patriotas. No sabrá por qué motivo lo hago, pero es mejor que nada. Agacho ligeramente la cabeza, levanto la mano en la que llevo el anillo y me llevo dos dedos a la frente. Es la señal que pactamos cuando llegamos a Vegas.
Detente.