JUNE
Denver, Colorado
19:37
-4 ºC
El tren llega a la capital (estación 42B) en medio de una tormenta de nieve. Una multitud espera en el andén para verme. Echo un vistazo por la ventanilla cubierta de escarcha mientras el tren se detiene. Aunque hace un frío espantoso, los civiles se agolpan tras una barandilla de metal improvisada, empujándose como si acabara de llegar Lincoln u otro artista famoso. Nada menos que dos patrullas de soldados los contienen. Oigo sus gritos amortiguados.
—¡Atrás! ¡Que todo el mundo se sitúe detrás de la barrera! ¡Detrás de la barrera! ¡Cualquiera que saque una cámara será arrestado en el acto!
Es extraño: la mayoría de esos civiles parecen pobres. Ayudar a Day me ha dado buena reputación en los sectores marginales. Acaricio los finos alambres de mi anillo. Ya se ha convertido en un hábito.
Thomas se asoma a la puerta del compartimento y se inclina para hablar con los soldados que me flanquean.
—Llevadla rápidamente a la puerta —ordena.
Examina sin decir nada la ropa que llevo puesta (un chaleco amarillo de presidiaria y una fina camisa blanca). Lleva todo el día actuando como si la conversación de ayer no se hubiera producido. Yo clavo los ojos en mi regazo: cada vez que le miro a la cara siento náuseas.
—Ahí fuera hace frío —les dice Thomas a sus hombres—. Entregadle una chaqueta.
Los soldados me apuntan con los fusiles (modelo XM-2500, setecientos metros de alcance, balas con sensor inteligente capaces de atravesar dos capas de cemento) y me ordenan que me incorpore. Llevo todo el trayecto mirándolos de hito en hito, así que a estas alturas deben de tener los nervios de punta. Supongo que creen que estoy planeando quitarles una de las armas en cuanto se distraigan (una suposición ridícula: esposada no tengo forma de disparar correctamente un fusil. Además, con esa munición, un solo disparo haría que muriera desangrada).
Me conducen hasta el final del vagón, donde hay cuatro soldados que esperan ante la puerta. Salimos al andén y una ráfaga de aire helado me corta el aliento. Una vez estuve cerca del frente, en la única misión que llevé a cabo junto a Metias, pero fue al oeste de Tejas y en verano. Nunca había visto una ciudad cubierta de nieve. Thomas se pone delante del pequeño grupo de soldados y le hace un gesto a uno para que me cubra con una chaqueta. La acepto agradecida.
La multitud (entre noventa y cien personas) se queda en silencio al ver mi chaleco de un amarillo fluorescente. Mientras bajo los escalones noto que todos los ojos se clavan en mí, ardientes como focos. Mucha gente tiembla; están delgados y pálidos, y sus ropas raídas son insuficientes para este frío. No lo entiendo. A pesar de la temperatura, han venido a verme bajar del tren, y quién sabe cuánto tiempo llevarán esperando.
De pronto me siento culpable por haber aceptado la chaqueta.
Casi hemos llegado al vestíbulo de la estación cuando oigo un grito. Me doy la vuelta antes de que los soldados puedan impedirlo.
—¿Day está vivo? —pregunta un chico.
No puede ser mucho mayor que yo. Tendrá veinte años como mucho, pero está esquelético y es tan bajo que lo habría tomado por un niño si no me hubiera fijado en su cara. Le sonrío.
Entonces, un guardia le golpea la cara con la culata del rifle, y los soldados de mi escolta me obligan a reemprender la marcha. La muchedumbre rompe a gritar. En medio del escándalo, oigo lo que dicen algunos: ¡Day está vivo! ¡Day está vivo!
—Sigue andando —ruge Thomas.
Entramos en el vestíbulo; el frío desaparece en cuanto la puerta se cierra a nuestra espalda. No he dicho nada, pero mi sonrisa ha sido suficiente. Sí. Day está vivo. Estoy convencida de que los Patriotas agradecerán que haya expandido el rumor.
Tres todoterrenos nos esperan. En cuanto dejamos atrás la estación y tomamos una autopista elevada, me quedo boquiabierta al mirar por la ventanilla. No se puede visitar Denver sin motivo: para entrar en la ciudad hace falta un permiso específico, salvo en el caso de los civiles residentes. De hecho, me extraña que me hayan permitido venir. Todo está cubierto de nieve, pero aun así distingo la enorme muralla oscura que rodea Denver como un dique ciclópeo. Es el Escudo. Lo estudié en el colegio, claro, pero verlo con mis propios ojos es totalmente distinto. Los rascacielos son tan altos que se pierden entre las nubes cargadas de nieve; cada uno de ellos se asegura con gigantescos contrafuertes metálicos. Diviso la Torre del Capitolio. De vez en cuando, los focos de un dirigible atraviesan el cielo, y en un momento dado veo cuatro aviones de combate que se deslizan velozmente sobre los edificios. Me detengo a admirarlos (son Reapers X-92, aviones experimentales que todavía no se producen fuera de la capital; si los ingenieros les permiten sobrevolar el centro de Denver, es que ya han pasado los test de prueba). La capital está tan militarizada como Vegas, y resulta aún más intimidante de lo que imaginaba.
La voz de Thomas me devuelve a la realidad.
—Vamos a llevarte a Colburn —declara desde el asiento del copiloto, sin volver la cabeza para mirarme—. Es una sala de banquetes en Capital Plaza donde acuden los senadores a veces. El Elector cena allí con frecuencia.
¿Colburn? Un lugar mucho más elegante de lo que esperaba, especialmente teniendo en cuenta que mi destino inicial era el centro penitenciario de Denver. Observo a Thomas: todo esto también debe de ser nuevo para él. No creo que haya visitado con anterioridad el interior de la capital, pero, como buen soldado, no pierde el tiempo en mirar por la ventana. Estoy deseando ver Capital Plaza: ¿será tan grande como la imagino?
—He recibido órdenes de dejarte allí. De ahí en adelante, pasarás a estar custodiada por la patrulla del comandante DeSoto —dice, y procuro ocultar el respingo de sorpresa que me produce oír ese nombre—. El Elector te recibirá en el comedor principal. Me atrevo a sugerir que te comportes de forma apropiada.
—Gracias por el consejo —dirijo una sonrisa fría hacia el espejo retrovisor, donde el reflejo de Thomas me mira fijamente—. Me aseguraré de hacerle la mejor de mis reverencias.
La verdad es que estoy empezando a ponerme nerviosa. Me han enseñado a venerar al Elector desde que nací; hasta hace unos días, habría dado mi vida por él sin dudarlo. A pesar de todo lo que sé sobre la República, noto que mi compromiso hacia ella está profundamente arraigado. Es una sensación familiar, como una manta con la que me gustaría cubrirme. Qué extraño: no sentí esto cuando me enteré de la muerte del Elector ni cuando vi el primer discurso televisado de Anden. El sentimiento ha permanecido oculto hasta ahora, cuando estoy a punto de verlo en persona.
Pero yo ya no soy la valiosa niña prodigio que era la primera vez que nos vimos. ¿Qué pensará ahora de mí?
Colburn, comedor principal
La sala de banquetes es tan grande que, al entrar, mis pasos han hecho eco. Estoy sentada en el extremo de una mesa larguísima (cuatro metros de largo, tablero de cerezo, patas talladas a mano, decoración de detalles dorados trazados con un pincel milimétrico). Por ahora no ha aparecido ningún otro comensal. Al otro lado de la sala, el fuego de una chimenea crepita bajo un gigantesco retrato del nuevo Elector. Hay ocho lámparas doradas y soldados por todas partes: cincuenta y dos contra la pared, hombro con hombro, y seis tras de mí en posición de firmes.
Aunque fuera hace un frío terrible, aquí hace el suficiente calor para estar cómoda con el vestido ligero y los botines de ante que me han puesto unos criados al llegar. Antes de hacerlo, me han lavado el pelo y me lo han secado y cepillado. Mi melena brillante llega hasta la mitad de mi espalda. La han adornado con ristras de diminutas perlas cultivadas (cada una debe de valer al menos dos mil billetes). Al principio las tomé entre los dedos para admirarlas, pero luego recordé las ropas raídas de la gente de la estación y aparté la mano, asqueada conmigo misma. Otro criado me ha maquillado los ojos con una sombra iridiscente. Mi vestido, de un blanco cremoso con reflejos grises, se derrama a mis pies en capas de gasa. La parte superior es un corsé que me corta la respiración. Se trata de un traje muy caro, sin duda. ¿Cincuenta mil billetes? ¿Sesenta mil?
Lo único que desentona en la imagen son los pesados grilletes que me rodean los tobillos y las esposas de mis muñecas.
Pasa media hora antes de que otro soldado (con la chaqueta negra y roja distintiva de las patrullas de la capital) entre en la sala. Sin cerrar la puerta, se cuadra y eleva la barbilla.
—Nuestro glorioso Elector Primo ha llegado al edificio —anuncia—. En pie.
Parece decirlo como si no se dirigiera a nadie en especial, pero yo soy la única que está sentada. Me levanto con un tintineo de cadenas.
Pasan cinco minutos más. Justo cuando empiezo a preguntarme si vendrá alguien de verdad, aparece una figura. Entra con paso tranquilo y asiente en dirección a los soldados de la puerta, que se cuadran a su paso. Las esposas me impiden cuadrarme o hacer una reverencia, así que me quedo como estoy, mirándole.
Anden no ha cambiado desde que le conocí en el baile de celebración: es alto, majestuoso y sofisticado. Lleva una guerrera de gala de color gris antracita, con franjas doradas de piloto en las mangas y charreteras doradas en los hombros. Sus ojos verdes muestran una expresión solemne, pero noto algo distinto en la leve inclinación de sus hombros, como si soportaran un peso nuevo. Puede que la muerte de su padre le haya afectado, después de todo.
—Siéntese, por favor —me pide con voz suave y clara extendiendo una mano (lleva guantes Condor de piloto, blancos)—. Confío en que haya estado cómoda, señorita Iparis.
Obedezco y tomo asiento.
—Así es, gracias.
Se acomoda en el otro extremo de la mesa y los soldados vuelven a la posición de descanso.
—¿Me permitirá que la tutee? —pregunta, y yo asiento con un movimiento de cabeza—. Bien, June: estás aquí porque me enteré de que deseabas verme en persona. Supongo que no te importará vestir la ropa que he seleccionado para ti —se interrumpe durante una fracción de segundo y una sonrisa tímida ilumina su rostro—. Pensé que no te apetecería cenar con el uniforme de presidiaria.
Algo en su tono condescendiente me crispa los nervios. ¿Cómo se atreve a vestirme como si fuera una muñeca?, pienso con indignación. Y sin embargo, no puedo evitar que me impresione su aspecto seguro, la forma en que ha asumido su nueva posición. Sobre él acaba de recaer un poder enorme, pero lo lleva con tanta naturalidad que mi antigua lealtad me presiona en el pecho. La incertidumbre que percibí en él ha desaparecido: este hombre ha nacido para gobernar. Recuerdo las palabras de Razor: Anden está interesado en ti. Bajo la vista y le observo entre las pestañas.
—¿Por qué me está tratando con tanta consideración? Es raro que se dispense este trato a una enemiga de la República.
—Sería una vergüenza que tratáramos a nuestra cadete prodigio como si fuera una prisionera —responde mientras alinea cuidadosamente sus cubiertos y sus copas—. ¿Te incomoda?
—No, en absoluto —recorro la sala y memorizo la posición de las lámparas, la decoración de los muros, la ubicación de cada soldado y las armas que llevan.
La calculada elegancia de este encuentro me hace pensar que Anden no solo pretende coquetear conmigo: lo que desea es que esto se filtre a la opinión pública. Quiere que la gente compruebe que el nuevo Elector trata bien a la salvadora de Day. Mi indignación se disipa, sustituida por una sensación de intriga. Consciente de su escasa popularidad, Anden quiere ganarse el apoyo del pueblo. Si es así, se está tomando más molestias por impresionar a la gente de las que jamás se tomó el antiguo Elector. Pero si busca el apoyo popular, ¿qué pensará hacer con Day? Desde luego, no va a ganarse el favor de la gente poniendo precio a la cabeza del rebelde más apreciado por el pueblo.
Entran dos criados con sendas bandejas de comida (una ensalada con fresas auténticas y un asado de cerdo con guarnición de palmitos), y nos sirven mientras otros dos nos colocan servilletas de hilo en el regazo y nos echan champán en las copas. Pertenecen a la clase alta (caminan con la seguridad y precisión propias de la elite), aunque seguramente no lleguen a la categoría de mi familia.
Entonces sucede algo curioso.
La chica que está sirviendo champán a Anden acerca demasiado la botella. La copa se vuelca, rueda por la mesa y se estrella en el suelo.
La camarera deja escapar un grito y cae de rodillas para recoger los fragmentos. Está tan agitada que algunos rizos rojizos se le salen del moño y le caen sobre la cara. Me fijo en sus manos delicadas y perfectas: sí, sin duda es de clase alta.
—Lo siento mucho, Elector —repite una y otra vez—. Estoy desolada por mi torpeza. Cambiaré el mantel y le traeré una copa nueva.
No sé qué espero que haga Anden. ¿Mandar que la arresten? ¿Echarle una bronca? ¿Fruncir el ceño, como mínimo? Pero, para mi sorpresa, echa hacia atrás la silla, se incorpora y le tiende la mano a la chica. Ella se queda helada, con los ojos castaños muy abiertos y los labios temblorosos. Anden le agarra la mano con suavidad y la ayuda a levantarse.
—No es más que una copa de champán —dice restándole importancia—. Ten cuidado, no te vayas a cortar —le hace un gesto al soldado más cercano a la puerta—. Por favor, que traigan una escoba y un recogedor. Gracias.
El soldado asiente rápidamente.
—Por supuesto, Elector.
Mientras la chica se apresura a buscar una nueva copa, Anden vuelve a sentarse con elegancia innata. Toma su cuchillo y su tenedor y corta un pedacito de cerdo.
—Y bien, agente Iparis, ¿por qué querías verme en persona? ¿Qué sucedió el día de la ejecución de Day?
Sigo su ejemplo: agarro los cubiertos y corto la carne. Las cadenas de las muñecas tienen la longitud justa para permitirme comer, como si alguien se hubiera molestado en medir la distancia. Aparto de mi mente el incidente del champán y empiezo a relatar la historia que Razor ha ideado.
—Ayudé a Day a escapar del fusilamiento con ayuda de los Patriotas. Pero cuando todo terminó, no me dejaron marchar. Acababa de escapar de ellos cuando me arrestaron.
Anden parpadea lentamente, y me pregunto si se creerá lo que le estoy contando.
—Entonces has pasado casi dos semanas con los Patriotas —afirma después de tragar el bocado. La comida está exquisita; la carne es tan tierna que se deshace en la boca.
—Eso es.
—Ya veo —en su voz tensa hay un matiz de desconfianza. Se limpia con la servilleta, suelta los cubiertos y se recuesta en la silla—. Así que Day está vivo, o al menos lo estaba cuando lo dejaste. ¿Trabaja ahora para los Patriotas?
—Cuando me escapé, sí. Ahora, no lo sé.
—¿Por qué? En el pasado siempre se negó a colaborar con ellos.
Me encojo de hombros.
—Necesita que le ayuden a encontrar a su hermano, y está en deuda con ellos por haberle curado la pierna. Tenía una herida de bala que se había infectado por… por todo lo que pasó.
Anden hace una pausa para dar un sorbo de champán.
—¿Por qué le ayudaste a escapar?
Flexiono las muñecas para que las esposas no me marquen la piel. Las cadenas tintinean.
—Porque él no mató a mi hermano.
—El capitán Metias Iparis —murmura.
Oír su nombre completo hace que me invada una oleada de angustia. ¿Sabrá cómo murió?
—Lamento tu pérdida —dice Anden, e inclina la cabeza en un gesto de respeto que me pone un nudo en la garganta—. Hace tiempo leí un informe sobre él que aún recuerdo, ¿sabes? Hablaba de las calificaciones que había obtenido en la universidad, de su puntuación en la Prueba y de lo bien que se le daban los ordenadores.
Me llevo una fresa a la boca y la mastico para darme tiempo a reflexionar.
—No sabía que mi hermano tuviera un seguidor tan distinguido —comento después de tragar.
—Yo no era seguidor suyo exactamente —toma su copa y da otro sorbo—. En realidad te seguía a ti.
Hazle pensar que te sientes halagada, atraída por él.
Es muy guapo, así que no me cuesta mucho seguir el consejo de Razor. La luz de las lámparas hace brillar su cabello ondulado; su piel brilla con un matiz dorado y cálido; sus ojos muestran el color de las hojas en primavera. Poco a poco, noto que el rubor invade mis mejillas. Bien, sigue así. Debe de tener algo de sangre latina, pero sus ojos levemente rasgados y la delicadeza de sus facciones revelan su ascendencia asiática. Como Day.
De pronto, mi mente divaga y solo puedo pensar en el beso que nos dimos en Vegas. Recuerdo su pecho desnudo, sus labios contra mi cuello, su actitud viva y desafiante que hace palidecer la elegante cortesía de Anden. Se me encienden las mejillas: lo que era un rubor sutil ahora es fuego.
El Elector inclina la cabeza, sonriente. Tomo aire despacio y me recompongo. Por suerte, he conseguido provocar la reacción que buscaba.
—¿Sabes por qué la República está siendo tan indulgente contigo, a pesar de tu traición? —dice, jugando con el tenedor de forma inconsciente—. Cualquier otra persona habría sido ejecutada ya. Pero tú no —se endereza en la silla—. Te he observado desde que obtuviste una puntuación perfecta en la Prueba. Conozco tus calificaciones y he visto tu rendimiento en las maniobras de Drake. Varios senadores querían asignarte un cargo político antes incluso de que terminaras tu primer año de universidad, pero finalmente decidieron destinarte al ejército porque parecías llevarlo en los genes. Eres muy famosa en ciertos círculos. Tu desaparición supondría una tremenda pérdida para la República.
¿Conocerá la verdad sobre la muerte de mis padres y de Metias? ¿Será consciente de que su deslealtad les costó la vida? ¿Soy tan valiosa para la República que se muestran reacios a ejecutarme, a pesar de mis crímenes y de los traidores que ha habido en mi familia?
—¿Cómo conoce mi rendimiento en el campus de Drake? —pregunto—. No recuerdo haber oído que visitara la universidad.
Anden corta un palmito.
—Ah, no. No creo que lo hayas oído.
Le lanzo una mirada de incredulidad.
—¿Acaso… acaso estudiaba en Drake?
—Mi identidad se mantuvo en secreto —asiente—. Yo tenía diecisiete años cuando tú entraste con doce. Todos oímos hablar de ti, obviamente… y de tus travesuras.
Sonríe y sus ojos brillan con picardía.
De modo que el hijo del Elector asistió a Drake como un alumno más. Me halaga la idea de que el líder de la República se fijara en mí mientras estaba en el campus. De pronto sacudo la cabeza, sintiéndome culpable por enorgullecerme de ello.
—Bueno, espero que no todo lo que oyera de mí fuera malo.
Anden suelta una carcajada que revela un hoyuelo en su mejilla izquierda. El sonido de su risa es muy agradable.
—No, no todo.
Soy incapaz de contener una sonrisa.
—En cualquier caso, estoy segura de que la secretaria del decano estará encantada de no verme en su oficina nunca más.
—¿La señora Whitaker? —Anden menea la cabeza y, por un instante, su máscara formal se desvanece. Sin prestar atención a la etiqueta, se reclina y hace un aspaviento con el tenedor—. A mí también me llamó a su despacho una vez. Fue muy divertido, porque no tenía ni idea de quién era yo. Me metí en líos cuando cambié los fusiles de prácticas del gimnasio por unos de gomaespuma que no pesaban nada.
—¿Fuiste tú? —exclamo.
Recuerdo muy bien la novatada: fue en una clase de maniobras para alumnos de primero. Los fusiles de gomaespuma estaban tan bien hechos que engañaron a todo el mundo. Cuando los estudiantes fueron a levantarlos, la mitad se cayeron de espaldas por el impulso. El recuerdo hace que suelte una carcajada auténtica.
—¡Fue genial! El capitán se puso como una fiera.
—Todos los universitarios se meten en líos al menos una vez, ¿no crees? —Anden sonríe y tamborilea con los dedos en la copa de champán—. Aunque admito que lo mío no fue nada comparado con tus barrabasadas. ¿No te las arreglaste para que evacuaran tu clase?
—Sí. Fue en Historia de la República 302 —levanto la mano para juguetear con un mechón de pelo, pero las esposas me lo impiden—. El chico que se sentaba a mi lado me desafió: dijo que no sería capaz de acertar con su arma reglamentaria a la alarma de incendios.
—Ajá. Ya veo que siempre eres prudente en tus decisiones.
—Estaba en primero. Era bastante inmadura, lo admito.
—No estoy de acuerdo: a fin de cuentas, ibas muy por delante de tu edad —me sonríe otra vez, y noto que vuelvo a sonrojarme—. Nadie diría que solo tienes quince años. La verdad es que me alegré de conocerte al fin durante el baile de celebración.
¿De verdad estoy sentada con el Elector Primo, cenando y recordando los viejos tiempos? Esto es irreal. Me sorprende lo fácil que es hablar con él; por una vez, resulta agradable mantener una conversación sin miedo a ofender a mi interlocutor con un comentario clasista involuntario.
Entonces recuerdo por qué me encuentro aquí y la comida me sabe mal de pronto. Estoy haciendo esto por Day. Me invade una oleada de resentimiento, y me siento culpable de inmediato por sentirlo. ¿De verdad seré capaz de asesinar a alguien por él?
Un soldado aparece en la puerta, se cuadra y carraspea al darse cuenta de que ha interrumpido la conversación del Elector. Anden le dedica una sonrisa afable y le invita a entrar.
—Señor, el senador Baruse Kamion desea hablar con usted —informa.
—Dile que estoy ocupado —replica Anden—. Hablaré con él después de cenar.
—Me temo que insistió en que necesitaba hablar con usted ahora mismo. Es sobre… esto… —el soldado me echa un vistazo y se acerca para susurrarle algo al oído. Distingo algunos fragmentos sueltos: … estadios… darle… mensaje… terminar ya la cena…
Anden enarca una ceja.
—¿Eso ha dicho? Bien, pues transmítele que yo decido cuándo empiezan y terminan mis comidas, por favor —le indica—. Dile también que el próximo senador que me mande un mensaje tan impertinente responderá directamente ante mí.
El soldado se cuadra con energía, hinchado ante la perspectiva de transmitir un mensaje así.
—A sus órdenes, señor.
—¿Cómo te llamas, soldado? —le pregunta Anden antes de despedirlo.
—Teniente Felipe Garza, señor.
Anden sonríe.
—Gracias, teniente Garza. No olvidaré este favor.
El soldado intenta mantener una expresión imperturbable, pero se le nota el orgullo en los ojos y tiene una sonrisa a flor de labios.
—Elector, me honra. Gracias, señor —contesta, y se marcha con paso marcial.
Observo la escena, fascinada. Razor tenía razón en una cosa: está claro que hay tensiones entre el Senado y el nuevo Elector. Pero Anden no es estúpido. Aunque lleva menos de una semana en el poder, ya está haciendo lo que más le conviene: ganarse el favor de los militares. Me pregunto qué más estará haciendo para conseguirlo. El ejército de la República siempre mantuvo una lealtad feroz hacia su padre; de hecho, eso hizo que fuera tan poderoso. Anden lo sabe e intenta conseguir lo mismo tan rápido como puede. Las quejas del Senado serán inútiles contra un ejército que respalde a Anden sin reservas.
Pero no le apoyan sin reservas, me recuerdo a mí misma mientras pienso en Razor. Entre sus filas hay traidores que están preparando su próxima jugada.
—Entonces —prosigue Anden, inclinándose sobre su plato para cortar cuidadosamente otro pedazo de carne—, ¿has venido aquí para contarme que ayudaste a escapar a un criminal?
Se hace un silencio, tan solo roto por el tintineo del tenedor de Anden contra el plato. Las instrucciones de Razor se repiten en mi mente: lo que tengo que decir, el orden en que debo decirlo…
—No. He venido hasta aquí para informarle de un complot para asesinarle.
Anden deja el tenedor en el plato y extiende sus finos dedos en dirección a los soldados.
—Dejadnos.
—Elector, señor… —protesta una mujer—. No podemos dejarle solo.
Anden se saca una pistola del cinto (un elegante modelo negro que nunca he visto antes) y la deja en la mesa junto a su plato.
—No se preocupe, capitán —dice—. No me pasará nada. Ahora, por favor, dejadnos.
La capitán les hace un gesto a sus soldados y todos salen en fila de la habitación. Se marchan incluso los seis guardias que me rodeaban. Me quedo a solas con el Elector; solo nos separan cuatro metros de madera de cerezo.
Anden apoya los codos en la mesa y entrelaza los dedos.
—¿Has venido a avisarme?
—Sí.
—Sin embargo, me han informado de que te arrestaron en Vegas. ¿Por qué no te entregaste antes?
—Estaba intentando venir a la capital. Quería llegar a Denver antes de entregarme. Consideré que así sería más fácil hablar con usted. No entraba en mis planes que me atraparan allí.
—¿Cómo conseguiste escapar de los Patriotas? —pregunta con una mirada recelosa—. ¿Dónde están ahora?
Hago una pausa, bajo los ojos y me aclaro la garganta.
—Salté de un tren nocturno con destino a Vegas y conseguí huir.
Anden se queda callado. Deja el tenedor en el plato y se limpia la boca. No estoy segura de que se haya creído mi historia.
—¿Y cuáles eran sus planes? ¿Qué pensaban hacer contigo si no hubieras logrado escapar?
No entres en detalles de momento.
—No estoy segura —repongo—. Solo sé que planean algún tipo de atentado durante una de tus visitas al frente y pretendían que los ayudara. Mencionaron varios sitios: Lamar, Westwick y Burlington. Los Patriotas han conseguido infiltrarse en tu entorno, Anden. En tu círculo de confianza.
Sé que me arriesgo al tutearle y llamarle por su nombre de pila, pero necesito hacer que confíe en mí. No parece prestar atención al detalle: se limita a inclinarse hacia delante y me observa con atención.
—¿Cómo te enteraste de eso? —pregunta—. ¿Los Patriotas son conscientes de que lo sabes? ¿Está implicado Day?
—Se supone que no debía enterarme —meneo la cabeza—. Y no he vuelto a hablar con Day desde que me fui.
—¿Dirías que mantienes una relación de amistad con él?
Una pregunta un poco rara. ¿Querrá localizarle?
—Sí —respondo intentando no pensar en él, en sus manos acariciándome el pelo—. Él tenía sus razones para quedarse y yo tenía las mías para irme. Pero sí, diría que es mi amigo.
Anden asiente.
—Has dicho que hay infiltrados en mi círculo de confianza. ¿Quiénes?
Dejo el tenedor en la mesa y me echo hacia delante.
—Dos soldados de tu guardia personal van a atentar contra ti.
Anden palidece.
—Mis guardaespaldas están cuidadosamente seleccionados —replica—. Muy cuidadosamente.
—¿Y quién los escoge? —me cruzo de brazos. El pelo se derrama sobre uno de mis hombros y veo por el rabillo del ojo el brillo de las perlas—. Da igual que me creas o no. Investígalo. Si estoy en lo cierto, tú no morirás. Si estoy equivocada, moriré yo.
Me quedo estupefacta cuando Anden se levanta, se acerca a mí y toma asiento en la silla que tengo al lado. La arrastra para colocarse aún más cerca y me mira fijamente Pestañeo, incómoda.
—June —su voz es muy suave, apenas un susurro—. Quiero confiar en ti… y quiero que tú confíes en mí.
Sabe que estoy escondiendo algo. Ha descubierto mi engaño y quiere que yo lo sepa. Se echa hacia delante y apoya las manos en la mesa.
—Tras la muerte de mi padre, me quedé completamente solo —dice muy despacio, deteniéndose en cada palabra como si quisiera tantear el terreno antes de proseguir—. Yo me encontraba a su lado cuando murió. Aun así, lo agradezco: no tuve oportunidad de hacerlo con mi madre. Sé lo que es quedarse sin familia, June.
Trago saliva con dificultad. Gánate su confianza. Ese es mi papel, el motivo por el que estoy aquí.
—Lo siento mucho —musito—. También lo de tu madre.
Anden asiente con la cabeza.
—Mi madre era la Prínceps del Senado. Mi padre nunca hablaba de ella… Pero me alegro de que por fin estén juntos.
Circulan rumores sobre el fallecimiento de la Prínceps: dicen que murió de una enfermedad autoinmune justo después de dar a luz. Escoger al líder del Senado es prerrogativa del Elector; dado que el padre de Anden se negó a elegir un sustituto, el puesto lleva vacante dos décadas.
Intento olvidar lo cómoda que me he sentido hablando con Anden sobre Drake, pero es más difícil de lo que creía. Y entonces vuelvo a recordar a Day, su emoción al oír el plan de los Patriotas para instaurar una nueva República.
—Me alegro de que tus padres descansen en paz —digo al fin—. Entiendo lo que se siente al perder seres queridos.
Anden se lleva la mano a la boca y, por unos segundos, parece reflexionar sobre mis palabras. Tiene la mandíbula tensa y parece incómodo. Aunque haya tomado posesión de su cargo, en el fondo sigue siendo un chico. Su padre fue un hombre terrible, pero ¿cómo será él? No es lo bastante fuerte para mantener el país unido. De pronto recuerdo las primeras noches tras el asesinato de Metias, cuando lloraba hasta el amanecer sin dejar de pensar en su rostro sin vida. ¿Sufrirá Anden el mismo insomnio? ¿Cómo será perder a un padre y no poder mostrar tu dolor en público? ¿Lo querría Anden, pese a todo?
Aguardo sin tocar la comida mientras él me observa. Después de una eternidad, baja la mano y suspira.
—Todo el mundo sabe que mi padre llevaba enfermo mucho tiempo. Cuando llevas años esperando a que muera un ser querido… —se estremece, y me doy cuenta de que su dolor aún está muy vivo—. En fin, estoy seguro de que es muy diferente de una muerte… inesperada.
Alza la vista al pronunciar la última palabra. No sé si se refiere a mis padres o a Metias, o tal vez a los tres, pero la forma en que lo dice despeja todas mis dudas. Me está diciendo entre líneas que conoce lo que le pasó a mi familia y que lo desaprueba.
—Sé lo perniciosas que pueden ser las sospechas infundadas —añade—. Hay gente que cree que asesiné a mi padre para ocupar su lugar.
Es casi como si me estuviera hablando en clave. Tú creíste que Day había matado a tu hermano y que la muerte de tus padres había sido accidental, pero ahora sabes la verdad.
Anden prosigue.
—La gente de la República da por sentado que soy su enemigo: creen que me comportaré igual que mi padre, que no quiero que el país cambie. Piensan que soy un hombre de paja, una marioneta que ha heredado el poder por la simple voluntad de su padre —se interrumpe un momento y me clava una mirada de tal intensidad que se me corta el aliento—. Pero no lo soy. Sin embargo, si me quedo solo… si no tengo a nadie de mi lado, no podré cambiar nada. Si me quedo solo, seré igual que mi padre.
No es de extrañar que quisiera cenar conmigo: en Anden se agita un deseo revolucionario. Y me necesita. No cuenta con el apoyo del pueblo ni del Senado. Le hace falta contar con alguien que pueda ganarse al pueblo. Y las dos personas con mayor influencia sobre la gente ahora mismo… somos Day y yo.
El giro que ha tomado la conversación me desconcierta. Anden no es —no parece ser— el hombre descrito por los Patriotas, una marioneta que se interpone en el camino de una gloriosa revolución. Si realmente desea ganarse al pueblo, si está diciendo la verdad, ¿por qué los Patriotas quieren matarle? Puede que me falte información. Tal vez Razor sepa algo de Anden que yo ignoro.
—¿Puedo confiar en ti? —me pregunta.
Su expresión es seria: tiene las cejas enarcadas y los ojos muy abiertos. Alzo la barbilla y le sostengo la mirada. ¿Puedo confiar yo en él? No estoy segura, pero de momento musito lo que quiere oír:
—Sí.
Él se endereza y se separa de la mesa. No sabría decir si me cree o no.
—Mantendremos esto en secreto. Hablaré con mis hombres de confianza para que localicen a los dos traidores —inclina la cabeza y me sonríe—. Si los encuentro, June, me gustaría que volviéramos a hablar. Creo que tenemos mucho en común.
Una vez más, noto que me arden las mejillas.
—Por favor, termina de cenar tranquilamente —añade—. Mis soldados te conducirán a tu alojamiento cuando hayas acabado.
Murmuro un agradecimiento, y él se gira y sale de la estancia. Los soldados regresan en fila, rompiendo el silencio con sus pisadas. Bajo la cabeza y finjo comer. En Anden hay un fondo que nunca había sospechado. Mi respiración es entrecortada y el corazón se me ha alborotado en el pecho. ¿Puedo confiar en él? ¿Debo fiarme de Razor?
Me enderezo. No sé quién dice la verdad, pero voy a tener que jugar mis cartas con mucho cuidado.
Después de la cena, en lugar de llevarme a una celda normal, me conducen a un apartamento limpio y lujoso con alfombras, gruesas puertas dobles y una cama grande y mullida. No veo ninguna ventana, y el único mueble de la estancia es la cama. No hay nada que pueda emplear como arma. La única decoración es un retrato de Anden encastrado en el yeso de la pared. Localizo enseguida la cámara de seguridad: es un bultito sutil justo encima de la puerta. Fuera montan guardia media docena de soldados. Dormito a ratos, despertándome cada vez que rotan los turnos de vigilancia.
A primera hora de la mañana, una soldado me despierta.
—Hasta ahora todo va bien —musita—. Recuerda quién es el enemigo.
Sale de la habitación y un nuevo soldado llega para reemplazarla.
Me levanto en silencio y me cubro los hombros con una bata de terciopelo. Las manos me tiemblan levemente haciendo tintinear las esposas. Antes no estaba segura, pero ahora soy consciente de que los Patriotas vigilan cada uno de mis movimientos. Los hombres de Razor están tomando posiciones, estrechando el círculo. Puede que no vuelva a ver a esa mujer, pero a partir de hoy examinaré con atención los rostros de todos los soldados que me rodean y me preguntaré quién es leal a la República y quién es un Patriota.