DAY

Aterrizamos en Lamar, Colorado, una mañana lluviosa, justo a la hora programada. Mientras Razor desembarca con su escuadrón, Kaede y yo aguardamos en la puerta trasera de su despacho hasta que la mayoría de la tripulación ha desembarcado. A la salida no hay guardias que comprueben la identidad, así que seguimos a los últimos soldados hasta la rampa de salida y nos mezclamos con las tropas de la República.

Cuando salimos de la torre piramidal, cae una lluvia helada. Miro a mi alrededor: este lugar es increíblemente gris. El cielo está cubierto de nubes de tormenta. Las torres de despegue se alinean a ambos lados de la calle agrietada: dos filas ominosas de pirámides oscuras, lisas y relucientes por la lluvia, que se extienden hasta donde me alcanza la vista. El aire tiene un olor mohoso. Por la calzada se suceden todoterrenos repletos de soldados, que pasan a toda velocidad salpicando la acera de barro y grava. Aquí todos los soldados llevan una franja negra pintada en la cara, sobre los ojos, de oreja a oreja. Debe de ser alguna moda estúpida del frente.

El resto de la ciudad se cierne ante nosotros: rascacielos grises que probablemente sirvan de cuarteles; algunos de ellos son nuevos, con fachadas lisas y ventanas de cristal tintado, y otros están llenos de agujeros irregulares como si hubieran recibido una lluvia de granadas. Unos pocos están en ruinas; de algunos solo queda un muro que se eleva como un monumento absurdo. Aquí no hay terrazas ni azoteas herbosas salpicadas de ganado.

Avanzamos deprisa, con las solapas de la guerrera subidas en un intento inútil de protegernos de la lluvia.

—Aquí ha habido bombardeos, ¿verdad? —le susurro a Kaede, castañeteando los dientes por el frío.

Ella abre la boca en una mueca de sorpresa fingida.

—Asombrosa deducción. Eres un genio, ¿lo sabías?

—No lo entiendo —murmuro contemplando las ruinas que se elevan en el horizonte—. ¿Por qué está esto tan destrozado? ¿No estamos a bastante distancia del frente?

Kaede se acerca para que no la oigan los soldados que pasan.

—Las Colonias llevan haciendo presión en esta zona de la frontera desde que yo tenía… No sé, ¿diecisiete años? Hace mucho, en cualquier caso. A estas alturas, deben de tener controlada una franja de unos cien kilómetros más allá de la supuesta frontera de Colorado.

Después de tantos años oyendo el bombardeo de propaganda de la República, me choca escuchar la verdad.

—¿Quieres decir que las Colonias están ganando la guerra? —pregunto en voz baja.

—Llevan ventaja desde hace tiempo. ¿Ahora te enteras? Espérate unos años, chaval, y tendrás a las Colonias llamando a la puerta de tu casa —su tono está muy lejos de ser alegre; tal vez les guarde algún resentimiento que no acaba de superar—. Así son las cosas —murmura—. A mí me da igual: lo que me importa es el dinero.

Me quedo callado. Los nuevos Estados Unidos. ¿Podrá terminar la guerra, después de tantos años? Intento imaginar un mundo sin la República: sin Elector Primo, sin Prueba, sin peste… Uf: demasiado bonito para ser verdad.

Pero, con la muerte del Elector, puede que se haga realidad dentro de muy poco. Me gustaría seguir preguntando, pero Kaede me indica con un gesto que me calle y seguimos caminando en silencio.

Un par de manzanas más allá, giramos para seguir la vía del ferrocarril durante lo que parecen kilómetros. Finalmente, nos paramos lejos de los cuarteles, en una esquina oscura rodeada de edificios en ruinas. Algunos militares solitarios deambulan por el barrio.

—Ahora mismo estamos en tregua —me informa Kaede entrecerrando los ojos—. Pero terminará dentro de unos días. Acabarás dándonos las gracias por estar con nosotros: ninguno de estos soldados de la República podrá permitirse el lujo de ocultarse bajo tierra cuando empiecen a caer bombas.

—¿Bajo tierra?

Pero Kaede ya no me hace caso: está pendiente de un soldado que camina derecho hacia nosotros, siguiendo las vías. Parpadeo para sacudir las gotas de lluvia de mis pestañas y examino su aspecto. Lleva una guerrera de cadete empapada, con una solapa diagonal que cubre los botones y una única franja plateada en los hombros. Tiene la piel oscura y el pelo rizado, aplastado por la lluvia. Su aliento forma nubes regulares de vaho. Cuando se acerca, veo que sus ojos son de un llamativo color gris claro. Camina sin dar muestras de reconocernos, pero le hace a Kaede un gesto sutil formando una uve con dos dedos de la mano derecha.

Cruzamos las vías tras él y recorremos unas cuantas manzanas. Aquí los edificios están muy juntos, y la calle es tan estrecha que solo pueden caminar dos personas al mismo tiempo. En esta zona debían de vivir civiles. La mayor parte de las ventanas están reventadas, y hay unas cuantas cubiertas con jirones de tela. En el interior de los edificios se ven siluetas recortadas por la luz parpadeante de los quinqués. En esta ciudad, los que no son soldados se dedicarán a lo mismo que hacía mi padre: cocinar, limpiar y atender a las tropas. Mi padre debía de alojarse en un cuchitril como estos cuando le tocaba trabajar en el frente.

Kaede me empuja de pronto hacia un callejón.

—Ahora tienes que moverte deprisa —musita.

—Recuerda con quién estás hablando, pequeña —respondo en tono burlón.

Sin mirarme siquiera, se agacha junto a un sumidero cubierto por una rejilla metálica. Se saca del bolsillo un diminuto dispositivo negro y lo desliza rápidamente por el borde de la rejilla. Un segundo después, esta se alza dejando al descubierto un agujero oscuro. Examino el metal: lo han envejecido a propósito, pero está claro que es una entrada disimulada a un escondrijo de los Patriotas.

Kaede entra dando un salto y yo la sigo. Mientras chapoteo en un charco poco profundo, la rejilla se cierra con un chasquido. Kaede me agarra de la mano y me conduce por el túnel. Hay un olor rancio a piedra mohosa, a lluvia y a metal oxidado. Del techo caen gotas de agua helada que me empapan el pelo aún más. Avanzamos unos metros y giramos a la derecha. La oscuridad nos envuelve.

—Antes había miles de túneles como este en todas las ciudades del frente —susurra Kaede.

—¿Sí? ¿Y para qué se usaban?

—Dicen que los americanos del este los utilizaban para colarse en el oeste huyendo de las inundaciones, antes incluso de que estallara la guerra. Van por debajo de las líneas del frente —Kaede hace con la mano un gesto que apenas distingo en la oscuridad—. Cuando empezó la guerra, tanto la República como las Colonias usaron los túneles para atacarse, así que ambas terminaron por destruir las entradas que había dentro de sus fronteras. Luego, los Patriotas recuperaron algunas y arreglaron cinco túneles sin que nadie se enterara. Nosotros vamos a usar este de Lamar —hace una pausa y señala al techo, que gotea—. Y otro en Pierra, una ciudad cercana.

Intento imaginarme cómo era todo cuando no existían ni la República ni las Colonias, cuando había un único país que ocupaba la mitad de Norteamérica.

—¿Nadie sabe que esto existe?

Kaede suelta un bufido.

—¿Crees que podríamos usar estos túneles si la República supiera de ellos? No los conocen ni las Colonias. Son de lo más útiles para los Patriotas.

—Entonces… ¿las Colonias os financian?

Kaede sonríe ante mi pregunta.

—¿De dónde sacaríamos dinero suficiente para mantener estos túneles en buen estado, si no? Yo no conozco todavía a nuestros patrocinadores; es Razor quien se encarga de eso. Pero el dinero no deja de llegar, así que deben de estar satisfechos con nuestro trabajo.

Seguimos caminando en silencio. Mis pupilas se han adaptado a la oscuridad, y ahora distingo el óxido que recubre el interior del túnel y los chorros de agua que caen por las paredes metálicas.

—¿Te alegra que las Colonias vayan ganando? —pregunto al cabo de unos minutos, con la esperanza de que acceda a seguir hablando de su país—. Me refiero a que te… te tuviste que marchar de allí, ¿no? ¿Por qué lo hiciste?

Kaede suelta una risa amarga. Durante unos segundos solo se oye el chapoteo de nuestras botas en el suelo embarrado del túnel.

—Sí, supongo que me alegra —responde al fin—. ¿Qué otra alternativa hay? ¿Que gane la República? Tú me dirás que es mejor. Tú has crecido en la República… A saber qué pensarás de las Colonias. Seguramente creas que son una especie de paraíso.

—¿Es que hay motivos para pensar lo contrario? —replico—. Mi padre me contaba historias de las Colonias. Decía que había ciudades totalmente iluminadas por electricidad.

—¿Tu padre trabajaba para la resistencia?

—No lo sé; nunca me dijo nada. Pero siempre di por sentado que hacía algo a espaldas de la República. A veces nos traía… baratijas, cosas relacionadas con los Estados Unidos. Objetos extraños que no tendría una persona normal. Hablaba de sacarnos de la República algún día —me detengo un instante, perdido en mis recuerdos. El colgante me parece de pronto muy pesado—. No creo que logre averiguar jamás en qué estaba metido.

—Ya —Kaede asiente—. Yo me crie en una de las Colonias del este, junto a la costa del Atlántico Sur. Llevo años sin pasar por allí; seguro que a estas alturas el mar habrá ascendido al menos cinco metros más. La cosa es que entré en una academia de vuelo y me convertí en una de las mejores pilotos en prácticas.

Me pregunto cómo se elegirá en las Colonias a los que admiten en la universidad, en ausencia de Prueba.

—¿Y qué pasó?

—Maté a un tipo —responde ella como si fuera lo más natural del mundo. Se gira y me lanza una mirada retadora—. ¿Qué pasa? No pongas esa cara: fue un accidente. Estaba celoso de mí porque nuestros comandantes no hacían más que elogiarme, así que intentó empujarme fuera de un dirigible. Me hizo daño en un ojo durante la pelea. Después, fui a buscarle a su taquilla y le dejé inconsciente —suelta un resoplido de disgusto—. Se golpeó la cabeza con demasiada fuerza al caer y ya no se despertó. Mi corporación dejó de patrocinarme después del incidente: no querían apoyar a una piloto con tan mala fama. ¿Y sabes lo peor? En realidad, no me dieron la espalda porque lo hubiera matado, sino por lo del ojo. ¿A quién le interesa contratar a un piloto de combate con un ojo malo, incluso después de la cirugía? —deja de caminar y se señala el ojo derecho—. Yo ya estaba acabada. Mi cotización cayó en picado, y la academia me expulsó después de que mis patrocinadores se retiraran. Una pena, la verdad. Perdí mi último año de formación por culpa de esa escoria.

No entiendo el sentido de la mitad de las palabras de Kaede —patrocinar, corporación, cotización…—, pero decido que se lo preguntaré más adelante. Estoy convencido de que conseguiré sacarle más información de las Colonias: por ahora, me conformo con averiguar algo más de la gente para la que trabajo.

—¿Fue entonces cuando te uniste a los Patriotas?

Hace un aspaviento para restarle importancia y se despereza. A veces se me olvida lo alta que es: sus hombros están a la misma altura que los míos.

—Mira, lo único que importa aquí es que Razor me paga. A veces puedo hasta pilotar, pero estoy aquí por el dinero, chaval. Mientras me paguen, haré lo que sea necesario para que los Estados Unidos se reunifiquen. Si eso significa minar a la República, estupendo. Si las Colonias deben tomar el poder, también. Ayudaré en todo lo que haga falta para que la guerra acabe y se ponga en marcha eso de los Estados Unidos. Yo solo quiero que la gente vuelva a tener una vida normal.

No puedo evitar una sonrisa: aunque Kaede finja que le da todo igual, juraría que está orgullosa de pertenecer a los Patriotas.

—Ya veo. Mira, si a Tess le caes bien, con eso me vale.

Kaede suelta una carcajada potente.

—Tengo que admitir que es una dulzura de niña; me alegro de no habérmela cargado en la pelea de skiz. ¿Sabes? No le cae mal ni a un solo Patriota. No te olvides de mostrarle un poquito de afecto a tu amiguita de vez en cuando, ¿vale? Sé bueno con ella. Ya sé que estás con June, pero Tess está loca por ti, por si no te habías dado cuenta.

Mi sonrisa se agua un poco.

—Yo… supongo que nunca había pensado en ella de esa forma —murmuro.

—Después de lo mal que la trató su familia, se merece un poco de cariño, ¿no crees?

Alzo la mano y corto en seco a Kaede.

—¿Te ha hablado de su familia?

—¿A ti no? —replica ella, desconcertada.

—Nunca pude sacarle ni una palabra. Siempre esquivaba el tema, así que al final me di por vencido.

—Ya… Bueno, no querría que sintieras lástima por ella. El caso es que era la menor de cinco hermanos. Sus padres no podían permitirse el lujo de alimentarlos a todos, así que una buena noche le cerraron la puerta de casa. Creo que tenía nueve años. Me contó que estuvo llamando a la puerta durante días.

No puedo decir que me sorprenda. La República no mueve un dedo por el montón de huérfanos que viven en la calle. Son tantos que nadie se para ni siquiera a mirarlos. Si yo pude sobrevivir durante los primeros años que pasé en la calle, fue gracias al amor de mi familia. Al parecer, Tess no tuvo ni siquiera eso. No es de extrañar que fuera tan pegajosa conmigo cuando la conocí. Yo era la única persona del mundo que se preocupaba por ella.

—No lo sabía —susurro.

—Bueno, pues ya lo sabes. No te alejes de ella: hacéis buena pareja —suelta una risilla entre dientes—. Su optimismo es igual de irritante que el tuyo. Nunca me había encontrado a un par de pringados sin techo que vieran la vida tan de color de rosa como vosotros dos.

No contesto. Tiene razón, obviamente: nunca me había parado a pensarlo, pero es verdad que Tess y yo hacemos buena pareja. Ella entiende a la perfección de dónde vengo y sabe animarme en mis peores momentos. Siempre está alegre, como si procediera de una familia feliz. Pensar en ella me hace sentir un calor reconfortante. No veo el momento de encontrarme de nuevo con ella. Adonde ella vaya, iré yo, y al revés. Como uña y carne.

Y luego está June.

Solo pensar en su nombre hace que se me corte la respiración. Casi me avergüenza mi reacción. ¿June y yo hacemos una buena pareja? No. Es lo primero que me viene a la mente.

Y aun así…

La conversación se apaga. A veces miro sobre el hombro de Kaede, esperando distinguir una luz y, al tiempo, deseando no verla. Si no hay luces es porque el túnel no pasa por debajo de las rejillas de la ciudad: nadie puede vernos desde arriba. Me da la impresión de que vamos cuesta abajo, como si descendiéramos cada vez a mayor profundidad. A partir de un punto, la galería se estrecha. Me obligo a respirar despacio, evitando la sensación de pánico. Maldito túnel… Daría casi cualquier cosa por encontrarme al aire libre.

Al cabo de lo que me parece una eternidad, Kaede se detiene de forma abrupta. El eco de nuestras pisadas suena distinto en esta zona; creo que nos hemos parado delante de una estructura sólida, tal vez un muro.

—Esto era un búnker en el que se ocultaban los fugitivos —murmura Kaede—. Detrás, el túnel continúa hasta desembocar en las Colonias.

Se adelanta. Oigo un chirrido, supongo que producido por un picaporte o una palanca, pero no parece abrirse ninguna puerta. Kaede suelta una maldición y llama con los nudillos en una complicada serie de diez o doce golpes.

—¡Rocket! —grita.

Esperamos, temblorosos. Nada.

De pronto, en el muro aparece una abertura rectangular por la que asoman unos ojos de un castaño amarillento.

—Hola, Kaede. El dirigible ha sido puntual como un reloj, ¿eh? —la chica me observa fijamente—. ¿Quién es tu amigo?

—Day —contesta Kaede—. Más vale que dejes de decir tonterías y abras. Me estoy helando.

—Vale, vale. Solo quería asegurarme —me mira de arriba abajo, y me sorprende que pueda verme en medio de la oscuridad.

Por fin, el rectángulo se cierra y suenan varios pitidos. El muro se desliza hacia un lado y muestra un estrecho pasillo con una puerta al fondo. Antes de que ninguno de los dos dé un solo paso, aparecen tres personas que nos apuntan a la cabeza.

—Entrad —nos ordena la chica que ha abierto la mirilla.

Obedecemos y la compuerta se cierra a nuestra espalda.

—¿Cuál es la contraseña de la semana? —pregunta la chica, masticando un chicle de forma ruidosa.

—Alexander Hamilton —responde Kaede sin ocultar su impaciencia.

Ahora todas las pistolas me encañonan a mí.

—Day, ¿eh? —dice la chica, y hace un globo—. ¿Seguro?

Tardo un instante en darme cuenta de que eso va dirigido a Kaede y no a mí. Suspira, exasperada, y le da un golpe en el brazo a la chica.

—Que sí, que es él. Para ya, ¿quieres?

Las armas descienden y dejo escapar el aliento; no me había dado cuenta de que lo estaba conteniendo.

La chica nos indica con un gesto que la acompañemos hasta la puerta del fondo. Se saca del bolsillo un dispositivo similar al que ha usado Kaede y lo pasa por el lado izquierdo de la puerta, que pita y se abre un poco.

—Entrad —me apunta con la barbilla—. Un solo movimiento brusco y te vuelo la cabeza antes de que puedas pestañear.

La puerta se abre del todo y por ella sale una vaharada de aire cálido. Entramos en una sala grande, llena de gente que se sienta en torno a varias mesas y mira los monitores de la pared. Hay luces eléctricas en el techo y un débil olor a moho. Habrá entre veinte y treinta personas aquí abajo, y aun así la estancia resulta espaciosa.

El muro del fondo está decorado por una enorme proyección de una insignia, que reconozco como una versión simplificada de la bandera Patriota: una gran estrella plateada con tres uves debajo. Es ingenioso usar un proyector; de esa forma, pueden recogerlo todo y huir sin dejar rastro. Algunas de las pantallas muestran los horarios de vuelo que ya he visto a bordo del Dynasty; en otras aparecen grabaciones de cámaras de seguridad oficiales, planos de las calles de Lamar y vídeos de las torres de despegue. Por otra pasan sin cesar eslóganes de propaganda Patriota que, a decir verdad, me recuerdan a los de la República: RECUPEREMOS LOS ESTADOS, LA TIERRA DE LA LIBERTAD, TODOS SOMOS AMERICANOS… En un monitor del fondo se ven imágenes del continente americano salpicado de puntos multicolores, y otros dos muestran sendos mapas del mundo.

Los observo, boquiabierto: es la primera vez que veo algo así. Ni siquiera estoy seguro de que existan mapas de este tipo en la República. Observo los océanos que envuelven Norteamérica, las islas rotuladas como Sudamérica, un pequeño archipiélago denominado Islas Británicas y varias masas de tierra gigantescas llamadas África, Antártida y China, rodeadas de puntitos que salpican el océano circundante.

Este es el mundo real, no el que muestra la República a los civiles.

Todo el mundo me mira. Me aparto del mapa y aguardo a que Kaede diga algo, pero ella se encoge de hombros y me da una palmada en la espalda. Como tengo la chaqueta empapada, hace un ruido parecido a un chapoteo.

—Este es Day.

Siguen callados, aunque veo un brillo de reconocimiento en sus ojos cuando oyen mi nombre. Alguien lanza un largo silbido que rompe la tensión; se oyen risitas y carcajadas y la gente continúa con lo que estaba haciendo.

Kaede me conduce hasta las mesas. Hay un par de personas estudiando un diagrama junto a un grupo que abre unas cajas. Más allá, unos cuantos descansan viendo una reposición de una telenovela de la República. Dos se entretienen con un videojuego, en el que un bicho azul con el pelo de punta corre por la pantalla cuando desplazan las manos delante del monitor. Debe de ser un juego modificado por los Patriotas, porque todo es de color azul y blanco. Un chico lanza una risita disimulada a mi paso. Tiene una cresta de pelo decolorado, la piel oscura como el bronce y los hombros anchos un poco encorvados, como si estuviera siempre preparado para lanzarse contra alguien. Le falta un pedazo de oreja. Es el que silbó antes.

—Ajá. Así que tú eres el que dejó colgado a Tess, ¿eh? —no me gustan su tono arrogante ni su mirada desdeñosa—. No entiendo qué puede ver una chica como Tess en alguien como tú. ¿Qué, te han bajado los humos un par de noches en una prisión de la República?

Me acerco a él con una sonrisa de oreja a oreja.

—Con todos mis respetos, no veo que la República haya colgado carteles de Se busca con tu cara bonita.

—Cierra el pico —Kaede se interpone entre los dos y le clava el índice en el pecho—. Baxter, ¿no deberías estar preparando la salida de mañana?

Él suelta un gruñido y se da media vuelta.

—Sigo sin entender por qué confiamos en una mascota de la República —rezonga.

Kaede me da una palmada en el hombro y sigue andando.

—No le hagas ni caso a ese idiota —me dice—. A Baxter no le cae muy bien tu querida June. Es posible que nos plantee problemas, así que intenta comportarte, ¿eh? Vas a tener que trabajar con él; también es corredor.

—¿Ah, sí? —me sorprende que un tipo tan musculoso pueda ser rápido, pero tal vez su fuerza le permita llegar a lugares que yo no alcanzaría.

—Sí. De hecho, le has quitado el puesto —Kaede sonríe—. Y una vez le reventaste una acción sin enterarte.

—¿En serio? ¿Qué acción?

—Poner una bomba en el coche del administrador Chian, en Los Ángeles.

Vaya. Hace mucho tiempo que me enfrenté a Chian. No tenía ni idea de que los Patriotas hubieran planeado atacarlo al mismo tiempo.

—Trágico —respondo, mientras me fijo en las caras por si veo a Tess.

—Si buscas a Tess, ha llegado antes que nosotros y se ha ido con los otros médicos —Kaede señala el fondo de la estancia, donde hay una hilera de puertas—. Debe de estar en la sala de curas viendo cómo se cose una herida, o algo así. Esa chica aprende rápido.

Hemos dado una vuelta completa a la sala. Me detengo otra vez ante el mapa y vuelvo a examinarlo.

—Apuesto a que es la primera vez que ves algo así.

—Sí…

Examino los continentes, todavía un poco aturdido ante la idea de que existan otras civilizaciones más allá de la República. En el colegio me enseñaron que las naciones que no estaban bajo el control de la República se encontraban al borde del colapso, luchando por sobrevivir. ¿Estarán todos esos países en ruinas? ¿O habrán logrado prosperar?

—¿Para qué los usáis? —le pregunto a Kaede.

—Nuestra organización ha dado lugar a otros movimientos en el mundo entero —responde encogiéndose de hombros—. Surgen en todos los sitios donde la gente está descontenta con su gobierno. Verlo en la pared nos eleva la moral —señala con un ademán la parte media de Norteamérica—. Aquí está la República, a la que todos conocemos y adoramos. Y esto son las Colonias —señala una zona más pequeña al este de la República.

Contemplo los puntos rojos de las ciudades de las Colonias: Nueva York, Charleston, St. Louis, Indianápolis. ¿Brillarán tanto como contaba mi padre?

—Esto es Canadá, y esto México —añade mientras desliza la mano por el mapa—. Ambos países mantienen zonas militarizadas en sus fronteras con la República y las Colonias. México cuenta con sus propios Patriotas. Y aquí ves lo que queda de Sudamérica. Antes era un continente enorme, ¿sabes? Ahora solo existen Brasil —me señala una gran isla triangular al sur de la República—, Chile y Argentina.

Kaede prosigue la explicación, explicándome alegremente cómo son ahora los países y cómo eran antes. Al parecer, lo que ahora son Noruega, Francia, España y las Islas Británicas formaban parte de un continente llamado Europa. Los europeos de los demás países tuvieron que emigrar a África. Mongolia y Rusia no han desaparecido, como afirma la República. Australia era antes un único continente. Kaede va señalando las superpotencias: la enorme China, con sus metrópolis flotantes construidas sobre el océano; según ella, las llaman Hai Cheng, «ciudades marinas». En cuanto a África, no siempre ha sido la potencia tecnológicamente avanzada que es ahora, llena de universidades, rascacielos y refugiados de todo el mundo. Y la Antártida, aunque cueste creerlo, estuvo deshabitada y cubierta de hielo. Ahora, junto a China y África, alberga las ciudades más importantes del mundo, punteras en tecnología y destino de muchos turistas de otros países.

—La República y las Colonias, en comparación, tienen un nivel tecnológico patético —agrega Kaede—. Me encantaría visitar la Antártida algún día: debe de ser impresionante. ¿Sabes? Dicen que, en el pasado, los Estados Unidos eran una gran potencia. Luego empezó a subir el nivel del mar y todos los intelectuales y científicos huyeron en busca de destinos, literalmente, más elevados. Fue la Antártida lo que provocó la inundación. Las cosas ya estaban mal, pero el sol se acabó volviendo loco y todo el hielo del Antártico se fundió. Debió de ser una inundación increíble. Entre eso, la sequía y las tormentas, murieron millones de personas. Tuvo que ser todo un espectáculo, ¿eh? Luego, el sol volvió a la normalidad, pero el clima no. Toda el agua dulce se mezcló con la marina y nada volvió a ser igual que antes.

—La República nunca habla de todo esto.

—Venga ya —pone los ojos en blanco—. Es la República. ¿Qué ganaría con ello? —señala un monitor pequeño que muestra titulares de noticias—. ¿Quieres ver lo que opinan de la República fuera de sus fronteras? Mira.

Presto atención, pero la voz habla en un idioma que no entiendo.

—Es antártico —se me adelanta Kaede antes de que pueda preguntarle—. Estamos conectados a uno de sus canales. Lee los subtítulos.

La pantalla muestra una vista aérea del continente americano. Oigo una voz femenina y voy leyendo los subtítulos.

Se buscan nuevas vías de negociación con esta nación rebelde fuertemente militarizada, especialmente con el traspaso de poder al nuevo Elector. El presidente africano, Ntombi Okonjo, propuso hoy que las Naciones Unidas dejen de enviar fondos al país hasta que existan pruebas de una auténtica voluntad de negociación entre el país aislacionista y su vecino del este

Aislacionista. Militarizada. Rebelde. Me quedo absorto ante esas palabras. Siempre me han mostrado la República como el culmen del poder, como una maquinaria imparable e implacable. Kaede sonríe al verme la cara.

—De pronto la República ya no parece tan poderosa, ¿verdad? No es más que una nación pequeñita que tiene que arrastrarse para conseguir ayuda internacional. Hazme caso, Day: solo hace falta una generación para lavar el cerebro de la población entera y convencer a todo el mundo de que la realidad no existe.

Nos acercamos a una mesa a la que se sientan dos Patriotas delgados, absortos en sus ordenadores. Uno de ellos es el que nos hizo el signo junto a las vías del tren, el chico de piel oscura y ojos claros. Kaede le da un toque en el hombro, pero él teclea unas cuantas líneas más a toda velocidad antes de enderezarse. Me descubro admirando su forma de moverse. Tiene que ser un corredor. Se cruza de brazos y aguarda tranquilamente a que Kaede nos presente.

—Day, este es Pascao —dice—. Es el líder indiscutible de nuestros corredores. Si digo que estaba ansioso por conocerte, estoy siendo suave.

Pascao me tiende la mano, clavando en mí sus ojos grises. Su sonrisa es de un blanco resplandeciente.

—Es un placer conocerte —dice casi de carrerilla, y se ruboriza cuando le sonrío—. Todos hemos oído hablar mucho de ti. Soy tu mayor fan. Créeme, el mayor.

Creo que nadie había coqueteado jamás conmigo de forma tan descarada, salvo un chaval del sector Blueridge, quizás.

—Encantado de conocer a otro corredor —digo estrechándole la mano—. Estoy seguro de que aprenderé nuevos trucos de ti.

Me dedica una sonrisa maliciosa cuando se da cuenta de que me he puesto nervioso.

—Esto te va a encantar, ya lo verás. Créeme, no te arrepentirás de haberte unido a nosotros. Vamos a inaugurar una nueva era en América. La República no va a saber de dónde le vienen los golpes. Nuestros hackers llevan semanas cableando la Torre del Capitolio en Denver —hace un aspaviento, como si atara y desatara nudos imaginarios en el aire—. Ahora solo tenemos que retorcer un cable en uno de los altavoces del edificio y… ¡bam!, estaremos retransmitiendo para toda la República —da una palmada y hace chascar los dedos—. Todo el mundo se enterará de lo que queramos contarles. Revolucionario, ¿eh?

Parece una versión más sofisticada de lo que hice yo en el callejón de los diez segundos, cuando cableé los altavoces para tratar de conseguir la vacuna de la peste sin que me atraparan. Sin embargo, no me cabe en la cabeza que hayan logrado hacer lo mismo con un edificio entero para enviar emisiones a toda la República.

—Suena bien —comento—. ¿Qué pensáis difundir?

Pascao pestañea, sorprendido.

—La muerte del Elector, claro —se vuelve hacia Kaede, que asiente, y luego se saca una cámara pequeña del bolsillo—. Cuando le saquemos del coche y le disparemos, grabaremos hasta el último detalle. Luego, nuestros hackers irán a la Torre del Capitolio para retransmitir la escena. Declararemos nuestra victoria por las pantallas de la República entera. A ver cómo paran eso.

La brutalidad del plan hace que un escalofrío recorra mi espina dorsal. Me recuerda a la forma en que grabaron el fusilamiento de John —el mío— y lo emitieron por todo el país.

Pascao se inclina hacia mí.

—Y eso no es lo mejor, Day —susurra en mi oído. Se echa hacia atrás y me ofrece una enorme sonrisa—. ¿Sabes qué es lo mejor?

Me pongo rígido.

—¿Qué?

Pascao se cruza de brazos, satisfecho.

—Razor ha decidido que tú mates al Elector.