JUNE

No me atrevo a mirar a Day por última vez. Fijo la mirada al frente y me concentro en seguir al Patriota que Razor ha enviado para guiarme. Es lo mejor, me digo. Si todo sale bien, pronto volveremos a estar juntos.

La preocupación de Day por mi bienestar me produce inseguridad. El plan de Razor suena muy razonable, pero pueden salir mal un montón de cosas. ¿Y si en lugar de llevarme ante el Elector me matan en cuanto me localicen? ¿Y si me encierran en una sala de interrogatorios y me torturan hasta hacerme perder el conocimiento? Lo he visto muchas veces. Podría morir antes de esta noche, antes de que el Elector se entere de que me han arrestado. Pueden salir mal un millón de cosas.

Precisamente por eso tengo que centrarme, pienso. Y no puedo hacerlo si miro a Day a los ojos.

El Patriota me conduce hacia el interior de la pirámide por otra entrada. Subimos por una pasarela estrecha que hay pegada al muro. En el edificio reina una especie de caos organizado, con cientos de soldados que deambulan por la planta baja. Razor me ha dicho que me llevarán a una sala de acuartelamiento vacía para que me esconda, como si estuviera esperando el momento de colarme en el DR Dynasty. Cuando los soldados de la República derriben la puerta, tengo que huir a toda prisa y echar el resto.

Acelero el ritmo para seguir a mi guía. Doblamos una esquina y llegamos al final de la pasarela. Ante nosotros se alza una puerta de seguridad (metro y medio de ancho por tres de alto) que conduce a los acuartelamientos.

Mi guía pasa una tarjeta y la puerta se abre con un pitido. Ante nosotros aparece un corredor ancho bordeado de puertas de madera.

—Resístete cuando te encuentren —murmura el Patriota en voz tan baja que apenas le oigo. Con su pelo engominado hacia atrás y su uniforme negro, no se diferencia en nada de los demás soldados—. Que no noten que quieres que te capturen. Te has escondido aquí para ir a Denver, ¿de acuerdo?

Asiento.

Él se da la vuelta y alza la cabeza para inspeccionar el techo del corredor. En el centro hay una fila de cámaras de seguridad, ocho en total; cada una apunta a una de las puertas. Antes de que demos un paso, el Patriota se saca una navaja del bolsillo y arranca uno de los botones metálicos de su guerrera. Apoya los pies en los lados del marco de la puerta, asciende por ella ayudándose con las manos y se cuelga de los cables que unen las cámaras.

Miro hacia atrás. No hay más soldados en la galería, pero ¿y si aparece uno de pronto por la esquina? Si me capturasen aquí, para mí no cambiaría nada (ese es nuestro objetivo, al fin y al cabo), pero ¿qué le pasaría a mi guía?

El Patriota alcanza la primera cámara de seguridad, raspa con la navaja la goma que protege los cables, se envuelve los dedos en la manga y presiona el botón metálico contra el alambre.

Se produce un chispazo silencioso y, para mi sorpresa, todas las cámaras de seguridad del corredor parpadean y se apagan.

—¿Cómo has conseguido inutilizarlas todas manipulando solo…? —susurro.

El guía baja al suelo dando un salto y hace un gesto para que me dé prisa.

—Soy un hacker —me contesta—. Trabajé aquí durante un tiempo, en el centro de mando. Hice un pequeño cableado que nos viene muy bien —sonríe orgullosamente, mostrando los dientes blancos—. Y esto no es nada. Vas a alucinar cuando te enteres de lo que hemos hecho en la Torre del Capitolio de Denver.

Impresionante. Si Metias se hubiera unido a los Patriotas, seguramente habría acabado siendo un hacker. Aunque para eso tendría que seguir vivo.

Corremos por el pasillo hasta llegar a una puerta en la que pone Cuartel 4A. Mi guía pasa la tarjeta por el panel de acceso y la puerta se abre con un chasquido. Entre las sombras del interior se distinguen ocho filas de literas y varias taquillas.

El Patriota se vuelve hacia mí.

—Razor quiere que esperes aquí para asegurarse de que te atrapa una patrulla determinada.

Tiene sentido: al menos, me confirma que los Patriotas no desean que cualquier patrulla me dé una paliza de muerte.

—¿Quién…? —comienzo a preguntar.

Él se toca el borde de la gorra de plato sin dejarme terminar.

—Vigilaremos cómo te va por las cámaras de seguridad. Buena suerte —musita.

Echa a correr por el pasillo, dobla la esquina de la galería y desaparece. Respiro hondo. Estoy sola. Ahora solo tengo que esperar a que vengan a arrestarme.

Entro en la sala y cierro la puerta. El interior está oscuro como la boca del lobo. No hay ventanas, y por debajo de la puerta no se cuela ni un rayo de luz. Sí, como escondrijo resulta bastante creíble. No me molesto en investigar más: ya he visto el diseño de la sala, con filas de literas y un baño compartido. Me limito a quedarme pegada a la pared, a la derecha de la puerta. Es mejor que no me mueva de aquí.

Extiendo la mano y palpo el pomo. Mido con palmos la altura a la que se encuentra (un metro). Debe de haber la misma distancia hasta el dintel. Intento visualizar la puerta, recordar cuánto espacio había entre el marco y el techo. Era poco menos de medio metro.

Vale. Ya tengo todos los datos. Me acomodo, cierro los ojos y espero.

Pasan doce minutos.

A lo lejos se oye el ladrido de un perro. Abro los ojos de golpe. Ollie. Reconocería ese ladrido en cualquier parte. Mi perro sigue vivo. Es un milagro. Me invade una alegría mezclada con confusión. ¿Qué demonios está haciendo aquí? Aprieto la oreja contra la puerta e intento escuchar. Pasan unos segundos en completo silencio. Después, vuelvo a oír el ladrido.

Mi pastor alemán blanco está aquí.

Los pensamientos se apelotonan en mi mente. Solo hay un motivo lógico por el que Ollie pueda encontrarse aquí: acompaña a una patrulla, la que me está persiguiendo. Y solo hay un soldado al que se le puede haber ocurrido utilizar a mi perro para detectar mi rastro: Thomas. Recuerdo las palabras del hacker: Razor quiere que me atrape una patrulla determinada. Evidentemente, el capitán de esa patrulla no puede ser otro que Thomas.

La comandante Jameson le habrá asignado mi búsqueda, y él está utilizando a Ollie para encontrarme.

Pero de todos los soldados de la República que querría que me arrestaran, Thomas es el último. Me tiemblan las manos. No quiero volver a ver al asesino de mi hermano.

Los ladridos de Ollie suenan cada vez más fuerte. Ahora también se oyen pasos y voces: Thomas imparte órdenes a sus hombres en el pasillo. Aguanto la respiración y recuerdo las distancias que he calculado antes.

Están justo delante de la puerta. Ya no se oyen voces, solo chasquidos (han quitado los seguros de las armas, que parecen de la serie M, fusiles reglamentarios).

Todo parece suceder a cámara lenta. La puerta se abre con un crujido y deja pasar un chorro de luz. Doy un pequeño salto y apoyo un pie en el pomo sin hacer ruido. Mientras entran los soldados me pego a la puerta, empleando el pomo como escalón. Estoy en equilibrio, igual que un gato. No me han visto: los ojos aún no se les han acostumbrado a la oscuridad. Los cuento rápidamente. Thomas abre el grupo (me sorprende ver que no empuña su arma), con Ollie al lado. Le siguen cuatro soldados. Fuera de la sala hay más, pero no sabría decir cuántos.

—Tiene que estar aquí —dice uno que se aprieta la oreja con una mano—. No ha tenido oportunidad de subir a un dirigible. El comandante DeSoto me confirma que uno de sus hombres la ha visto entrar.

Thomas no responde. Le veo examinar la habitación oscura. Sube la vista hacia la puerta.

Nuestros ojos se encuentran.

Salto y le derribo. En un instante de rabia ciega, estoy a punto de partirle el cuello con las manos desnudas. Sería tan fácil…

Los demás soldados intentan apuntarme, pero Thomas grita una orden.

—¡No disparéis! ¡Alto el fuego!

Me aferra del brazo y yo me debato. Casi consigo liberarme, empujarle y lanzarme contra la puerta, pero un segundo soldado me derriba. Todos se lanzan sobre mí en un torbellino de uniformes y me sujetan de las extremidades. Thomas no deja de gritar que no me hagan daño. Razor tenía razón acerca de Thomas: quiere mantenerme viva para entregarme a la comandante Jameson.

Finalmente, me alzan lo suficiente para esposarme y vuelven a inmovilizarme contra el suelo.

—Me alegro de verla, señorita Iparis —murmura Thomas con voz temblorosa—. Está bajo arresto por agredir a soldados de la República, por alterar el orden en la intendencia de Batalla y por abandonar su puesto. Tiene derecho a permanecer en silencio. Todo lo que diga podrá ser empleado en su contra ante un tribunal.

Me doy cuenta de que ha omitido la acusación de complicidad con un criminal: la República no ha debido de reconocer todavía que fusilaron al hermano de Day.

Me levantan y me conducen en volandas por varios corredores y pasarelas. Cuando salimos al aire libre, bastantes soldados se paran y se quedan mirándonos. Los hombres de Thomas me empujan sin miramientos, me meten en el asiento trasero de un todoterreno y me sujetan con un segundo par de esposas a la portezuela del coche. Thomas se sienta a mi lado y me apunta a la cabeza con una pistola. Ridículo.

El todoterreno recorre las calles a toda velocidad. Los otros dos soldados que van en el coche no dejan de vigilarme por el espejo retrovisor, como si yo fuera una especie de fiera sin domar. Se me escapa una sonrisa: en cierto modo, lo soy. Ahora, Day es un soldado a bordo del DR Dynasty y yo me he convertido en la delincuente más buscada de la República. Parece que hemos intercambiado los papeles.

No dejo de mirar de reojo a Thomas. Parece agotado: tiene los labios descoloridos y unas ojeras negruzcas. Me sorprende descubrir un rastro de barba en su mentón; hasta ahora, siempre le he visto perfectamente afeitado. La comandante Jameson ha debido de volverle loco por haberme dejado escapar de la intendencia de Batalla. Incluso es posible que le haya interrogado.

Pasan los minutos. Ninguno de los soldados dice una palabra. El conductor no aparta la vista de la carretera, y solo se oye el rugido del todoterreno y los sonidos amortiguados de la calle. Mi corazón late tan fuerte que juraría que todos pueden oírlo. Otro coche avanza delante de nosotros, y diviso de vez en cuando un destello de pelo blanco que me hace sentir tremendamente feliz. Ollie. Ojalá viajara en el mismo coche que él.

Vuelvo la vista hacia Thomas.

—Gracias por no haberle hecho daño a Ollie.

No espero que me conteste: le he oído decir más de una vez que un capitán no debe rebajarse a dialogar con los delincuentes. Pero, para mi sorpresa, sus ojos buscan los míos. Al parecer, está dispuesto a saltarse el protocolo por mí.

—Tu perro nos ha resultado útil.

Es el perro de Metias. Intento controlar la oleada de furia que me invade: la rabia no me va a ayudar. Es interesante que haya conservado a Ollie; al fin y al cabo, podría haberme rastreado con cualquier otro perro. Ollie no es un perro policía, no está entrenado para seguir pistas. Y tampoco puede haberle servido de mucho cuando me estaban buscando por todo el país. Sí: Ollie solo podía resultar útil en una distancia muy corta. De modo que si Thomas no lo ha matado, es por otros motivos. ¿Será porque le importo? O tal vez aún le importe Metias. Esa idea me produce un sobresalto.

Thomas aparta la vista y se produce un largo silencio.

—¿Adónde me lleváis? —digo al fin.

—Quedarás bajo custodia en el centro penitenciario High Desert hasta el interrogatorio. Después, el juez decidirá.

Es el momento de poner en práctica el plan de Razor.

—Después del interrogatorio, te garantizo que el juez decidirá enviarme a Denver.

Uno de los soldados se gira y estrecha los ojos, pero Thomas alza una mano.

—Deja que hable. Lo único que importa es que la entreguemos sana y salva.

Le examino cuidadosamente. Sí, está demacrado. Hasta su pelo, peinado cuidadosamente con la raya a un lado, parece caer con desgana.

—¿Por qué dice eso, señorita Iparis? —pregunta volviéndose hacia mí.

—Poseo cierta información que el Elector encontrará muy interesante.

Thomas abre la boca, deseoso de descubrir todos los secretos que guardo, pero se contiene enseguida. Ya ha quebrantado bastantes reglas al hablar conmigo.

—Eso lo veremos.

Entonces caigo en la cuenta de que es extraño que me conduzcan a un centro penitenciario de Vegas. Deberían interrogarme en mi propio estado, en California.

—¿Por qué me retenéis aquí? ¿No deberíamos volver a Los Ángeles?

—Cuarentena —responde Thomas con la vista fija al frente.

—¿Qué? ¿Se ha extendido la peste hasta Batalla? —pregunto con el ceño fruncido.

Su respuesta me deja helada:

—Los Ángeles está en cuarentena. La ciudad entera.

Centro penitenciario High Desert

Celda 416 (3 x 6 metros)

22:24. Mismo día de mi captura

Estoy sentada a poca distancia de Thomas. Solo nos separa una mesa de aspecto endeble. Bueno, sin contar a los soldados que montan guardia a su espalda. Cada vez que los miro, apartan la vista como si se sintieran incómodos. Me balanceo un poco en la silla, luchando contra el agotamiento, y las cadenas que me sujetan los brazos tras el respaldo tintinean. Mi mente empieza a divagar: no dejo de darle vueltas a lo que ha dicho Thomas sobre la cuarentena en Los Ángeles. No es el momento de pensar en eso, me digo, pero soy incapaz de quitármelo de la cabeza. Me imagino la Universidad de Drake marcada con las equis de la peste, las calles del sector Ruby recorridas por las patrullas sanitarias… ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede estar la ciudad entera en cuarentena?

Llevamos seis horas en esta sala, pero Thomas aún no ha conseguido sacar nada en claro de mí. Mis respuestas le hacen dar vueltas, y lo hago de forma tan sutil que solo se da cuenta de que le estoy manipulando cuando ha perdido otra hora más. Me ha amenazado con matar a Ollie y le he respondido que, si lo hace, me llevaré toda la información que tengo a la tumba. Me ha amenazado con matarme a mí y le he respondido exactamente lo mismo. Ha recurrido a la manipulación psicológica y no le ha llevado a ninguna parte. Yo me limito a preguntarle por qué Los Ángeles está en cuarentena. He recibido el mismo entrenamiento que él en técnicas de interrogatorio, y eso le está pasando factura. Sin embargo, aún no ha empezado a torturarme físicamente como hizo con Day. (Es un detalle interesante: por mucho que Thomas me aprecie, si sus superiores le ordenan que emplee la fuerza, sé que lo hará. Dado que no me ha puesto la mano encima, deduzco que la comandante Jameson le ha ordenado que no lo haga. Extraño). Aun así, se le está agotando la paciencia.

—Dígame, señorita Iparis —continúa tras un instante de silencio—. ¿Qué tengo que hacer para que me dé alguna información útil?

Mantengo mi máscara inexpresiva.

—Ya te lo he dicho: solo responderé si accedéis a mi petición. Conozco datos de vital importancia para el Elector.

—No está en posición de negociar, señorita Iparis. Y no puede seguir con esto indefinidamente.

Thomas se reclina en el asiento y frunce el ceño. Las luces fluorescentes proyectan sombras bajo sus ojos. En contraste con las paredes blancas y lisas de la estancia (solo adornadas por dos banderas de la República y un retrato del Elector), su uniforme negro y rojo de capitán parece un manchurrón siniestro. Metias llevaba un uniforme igual que ese.

—Sabemos que Day sigue vivo y que usted conoce su paradero —insiste—. En cualquier caso, estoy seguro de que se mostrará más dispuesta a cooperar después de unos cuantos días sin comida ni agua.

—No des por sentado lo que haré y lo que no, Thomas —replico—. Y respecto a Day, la respuesta es obvia: si sigue vivo, habrá ido derecho a rescatar a su hermano. Cualquier idiota podría deducirlo.

Thomas intentar ignorar mi tono burlón, pero su enfado es evidente.

—Si sigue vivo, nunca encontrará a su hermano. Está custodiado en un lugar seguro. Y no quiero saber adónde se dirige Day, sino dónde se encuentra.

—Da igual: nunca lo atraparéis. No va a caer en la misma trampa dos veces seguidas.

Thomas se cruza de brazos. Y pensar que hace unas semanas cenamos juntos en una cafetería de Los Ángeles… Esa idea me recuerda de nuevo la cuarentena y me imagino el sitio vacío, lleno de avisos de la peste.

—Señorita Iparis —dice apoyando las manos en la mesa—, si lo desea puede seguir haciendo comentarios sarcásticos hasta desmayarse del agotamiento. Mire: no quiero hacerle daño. Tiene la oportunidad de redimirse ante la República. A pesar de todo lo que ha hecho, mis superiores aún la consideran valiosa.

Así que mis suposiciones estaban bien encaminadas: la comandante Jameson ha ordenado que no sufra daños durante el interrogatorio.

—Cuánta amabilidad —comento con ironía—. En ese caso, tengo más suerte que Metias.

Thomas resopla con exasperación, agacha la cabeza y se aprieta el puente de la nariz. Al cabo de unos segundos, se vuelve hacia los soldados.

—Todo el mundo fuera —ordena.

En cuanto salen, se inclina hacia mí.

—Lamento que tengas que estar aquí —susurra—. Espero que comprendas que estoy obligado a retenerte.

—¿Dónde está la comandante Jameson? No eres más que su marioneta, ¿verdad? Creí que vendría a interrogarme ella.

Él no se inmuta.

—Se encuentra en Los Ángeles limitando los daños, organizando la cuarentena y evaluando la situación para informar al Senado. Lamento comunicarte que el mundo no gira a tu alrededor.

Limitando los daños. La expresión me deja helada.

—¿De verdad es tan grave el brote? —pregunto una vez más, con los ojos fijos en los de Thomas—. ¿Los Ángeles está en cuarentena por la peste?

—Eso es información clasificada.

—¿Cuándo van a levantar la cuarentena? ¿Están afectados todos los sectores?

—No me preguntes más, por favor. Ya te lo he dicho: toda la ciudad está en cuarentena. Aunque supiera cuándo van a levantarla, no tengo motivos para decírtelo.

Su expresión le delata. Sé lo que ha querido decir en realidad: La comandante Jameson no me ha comunicado qué está pasando en la ciudad, así que no tengo ni idea. ¿Por qué le ocultará la información?

—¿Qué ocurre en Los Ángeles? —insisto, con la esperanza de sacarle algo más por pura insistencia.

—Eso no es relevante para el interrogatorio —replica, tamborileando en la mesa con impaciencia—. Los Ángeles ya no es asunto suyo, señorita Iparis.

—Es mi hogar —contesto—. Crecí allí. Metias murió allí. Por supuesto que es asunto mío.

Thomas guarda silencio. Se aparta el pelo de la cara y me mira a los ojos. Pasan unos minutos.

—Sí, todo nos lleva a eso —murmura al fin, y me pregunto si habrá empezado a derrumbarse tras seis horas de encierro en esta habitación—. Señorita Iparis, lo que le pasó a su hermano…

—Sé lo que le pasó —le interrumpo, con la voz temblorosa por la ira—. Tú lo mataste. Lo vendiste al Estado.

Me duele decir cada palabra. Apenas soy capaz de pronunciarlas.

Thomas se estremece. Luego tose y se endereza en la silla.

—Fue una orden de la comandante Jameson, y yo jamás desobedecería una orden. Conoces esa norma igual que yo, aunque admito que nunca se te ha dado bien seguirla.

—Ya. De modo que le traicionaste sin dudarlo un instante, solo porque descubrió cómo murieron nuestros padres. Era tu amigo, Thomas. Creciste con él. La comandante Jameson no te daría ni la hora de no haber sido porque Metias te recomendó para la patrulla. Ni siquiera estarías aquí, sentado en esta sala. ¿Se te ha olvidado eso? —subo la voz—. ¿No pudiste arriesgar nada, nada en absoluto, para ayudarle?

—Fue una orden directa —repite Thomas—. ¡No puedo cuestionar las órdenes de la comandante Jameson! ¿Es que no lo entiendes? Jameson sabía que Metias se había introducido en el registro de fallecimientos y en otras bases de datos restringidas. Tu hermano violó la ley repetidamente. La comandante Jameson no podía permitirse tener un capitán de patrulla que estuviera delinquiendo ante sus narices.

Estrecho los ojos.

—Claro: por eso lo asesinaste en un callejón oscuro y después culpaste a Day de su muerte. Si tu comandante te ordenara que te arrojaras por un acantilado, ¿lo harías?

Thomas golpea la mesa con tanta fuerza que pego un brinco.

—¡Era una orden firmada por el estado de California! —grita—. ¿Entiendes lo que estoy diciendo? ¡No tenía otra opción!

Los ojos se le abren de par en par: creo que eso se le ha escapado sin querer. Yo también me quedo aturdida. Él sigue hablando deprisa, como si quisiera borrar lo que ha dicho. Sus ojos tienen un brillo extraño, algo que no acabo de comprender.

—Pertenezco al ejército de la República —dice—. Cuando me uní a él, juré obedecer las órdenes de mis superiores por encima de todo. Metias hizo lo mismo y quebrantó su juramento.

Algo extraño cruza su expresión cada vez que menciona a mi hermano, una especie de emoción oculta que me confunde.

—La República ha quebrantado todas sus promesas —tomo aire—. Y tú eres un cobarde por haber dejado a Metias abandonado a su suerte.

Thomas se encoge como si le hubiera apuñalado. Examino su expresión, pero se da cuenta y esconde la cara entre las manos.

Me vienen a la cabeza todos los años que mi hermano pasó en compañía de Thomas. Se conocieron de niños, antes de que yo naciera. El padre de Thomas era portero de nuestro edificio, y a menudo se traía a su hijo al trabajo. Thomas iba directo a nuestra casa, y Metias y él jugaban durante horas a videojuegos militares, a perseguirse con pistolas de juguete… Cuando yo era pequeña, siempre los veía hablando en el cuarto de estar. Jamás se separaban. Luego, Thomas hizo la Prueba y sacó mil trescientos sesenta y cinco puntos. Era un resultado excelente para un chico de los sectores marginales, pero más bien discreto para el sector Ruby. Al enterarse de que Thomas quería entrar en el ejército, Metias decidió ayudarle. Se pasaba tardes enteras enseñándole todo lo que sabía. Thomas nunca habría entrado en la Universidad Highland del sector Emerald sin la ayuda de mi hermano.

Doy un respingo: de pronto, todas las piezas encajan. La respiración se me acelera mientras repaso mis recuerdos desde un ángulo nuevo: la expresión con la que Metias miraba a Thomas durante los entrenamientos, y que yo siempre achaqué a que estaba pendiente de su postura y su rendimiento; la forma en que le explicaba una y otra vez las cosas; la paciencia y la amabilidad con que le trataba; el cariño con que le palmeaba el hombro, dejando allí la mano una fracción de segundo más de lo normal; la alegría que mostró aquella noche en que cenamos edamame los tres juntos en una cafetería, cuando Metias dejó de estar a las órdenes de Chian… Repaso la conversación que mantuve con mi hermano el día de la ceremonia de su reclutamiento, cuando me dijo que no necesitaba novias porque ya tenía una hermana pequeña a la que cuidar. Y era cierto: había salido con un par de chicas en la universidad, pero no estuvo más de una semana con cada una y siempre las trató con un educado desinterés.

Es tan evidente… ¿Cómo no me he dado cuenta antes?

Por supuesto, Metias nunca me habló de ello. Las relaciones entre un oficial y su subordinado están absolutamente prohibidas y son castigadas con severidad. Fue Metias quien recomendó a Thomas para la patrulla de la comandante Jameson… Debió de hacerlo para ayudarle, aunque sabía que de esa forma eliminaba cualquier posibilidad de mantener una relación con él.

Todos esos recuerdos cruzan por mi mente en menos de un segundo.

—Metias estaba enamorado de ti —musito.

Thomas no responde.

—¿Y bien? ¿Me equivoco? Tú tenías que saberlo.

Thomas sigue en silencio, con el rostro entre las manos.

—Hice un juramento —repite.

—Espera un segundo. No lo entiendo.

Me apoyo en el respaldo de la silla y tomo aire; ahora mismo, mi mente es un torbellino. El silencio de Thomas me dice más que nada de lo que hubiera podido responder en voz alta.

—Metias estaba enamorado de ti —repito lentamente, con voz trémula—. Hizo un montón de cosas para ayudarte. ¿Y aun así le traicionaste? —sacudo la cabeza con incredulidad—. ¿Cómo pudiste hacerlo?

Thomas alza la vista y me mira con expresión confusa.

—Yo no lo denuncié.

Nos miramos fijamente durante un largo rato.

—Cuéntame qué pasó —mascullo.

—En un control rutinario, los administradores de la red encontraron huellas de su intromisión en la base de datos de civiles fallecidos —explica—. Le rastrearon y me lo comunicaron para que informara a la comandante Jameson. Yo le había advertido muchas veces sobre sus actividades ilegales en la red. Siempre le decía lo mismo: No juegues con fuego, Metias. Sé fiel, sé leal a la República. Pero él nunca me escuchó. Ninguno de los dos lo hicisteis.

—¿Guardaste el secreto?

Thomas vuelve a ocultar la cara entre las manos.

—Se lo dije a Metias y él admitió que se había colado en el registro. Le prometí que no se lo contaría a nadie, pero en el fondo deseaba hacerlo: nunca le había ocultado nada a la comandante Jameson —hace una breve pausa—. Al final dio lo mismo: los técnicos decidieron enviar un mensaje directo a la comandante. Así se enteró. Y me ordenó que me encargara de Metias.

Escucho en silencio, atónita. Thomas nunca quiso matar a Metias. Intento plantear las cosas de una forma que no me haga daño. Tal vez tratara de convencer a la comandante de que le asignara la misión a otra persona. Pero cuando ella se negó, Thomas obedeció sus órdenes.

Me pregunto si Metias le hablaría a Thomas alguna vez de sus sentimientos, y si Thomas le correspondería. Conociéndole, lo dudo. ¿Querría a Metias? Recuerdo cómo intentó besarme la noche de la captura de Day.

—En el baile de celebración… —reflexiono en voz alta; no hace falta que le explique en qué estoy pensando—. Cuando intentaste…

La expresión de Thomas vacila entre el dolor y el vacío. Se pasa la mano por el pelo y me mira a los ojos.

—Me arrodillé al lado de Metias —murmura—. Le vi morir. Yo le clavé el cuchillo. Él…

Espero a que continúe, aturdida. Cada palabra es un mazazo.

—Me pidió que no te hiciera daño —prosigue—. Sus últimas palabras fueron sobre ti. Yo… El día del fusilamiento de Day intenté evitar que la comandante Jameson te arrestara, June, pero me lo pusiste muy difícil. No es fácil protegerte: rompes tantas normas… Igual que Metias. Aquella noche, en el baile, cuando te miré a los ojos… —se le rompe la voz—. Pensé que podría protegerte, que la mejor forma sería tenerte cerca, conquistarte —sacude la cabeza con amargura—. Pero ni siquiera Metias era capaz de controlarte. ¿Cómo iba a hacerlo yo?

El día de la ejecución de Day. Cuando Thomas me condujo al sótano para decirme que faltaba una bomba electromagnética, ¿estaba intentando ayudarme? ¿Y si la comandante Jameson se disponía a arrestarme y Thomas se le adelantó? ¿Para qué, para ayudarme a escapar? No lo entiendo.

—Yo quería a tu hermano, ¿sabes? —añade al fin, en un tono que quiere ser distante y profesional, pero que no puede esconder un fondo de tristeza—. Pero ante todo soy un soldado de la República. Hice lo que tenía que hacer.

Aparto la mesa de un empellón y me abalanzo sobre él, aunque sé que estoy amarrada a la silla. Thomas se echa hacia atrás. Me debato para librarme de las cadenas e intento agarrarle una pierna, lo que sea. Deseo matarle con las manos desnudas. Eres un psicópata mentiroso y retorcido. Me das asco. Quiero acabar con él. Nunca he deseado nada con tanta intensidad.

No, eso no es cierto. Deseo más que Metias esté vivo.

Los soldados han debido de oír algo raro, porque entran en la sala a la carrera y me inmovilizan. Me sujetan las muñecas con otro par de esposas, y luego retiran las cadenas que me amarraban a la silla y me obligan a levantarme. Pataleo con rabia, rememorando todas y cada una de las estrategias de lucha cuerpo a cuerpo que aprendí en la universidad. Tengo a Thomas al alcance de las manos; lo malo es que no puedo moverlas.

Él se limita a mirarme con los hombros caídos.

—Le di la muerte menos cruel que hubiera podido tener —dice.

Siento náuseas al darme cuenta de que es verdad: si Thomas no hubiera matado a Metias en el callejón, lo habrían torturado hasta la muerte. Pero no me importa. Estoy loca de rabia, cegada por la ira y la confusión. ¿Cómo pudo hacer eso a alguien que le quería? ¿Y cómo se atreve a justificarse ahora?

Después de la muerte de Metias, cuando Thomas se quedó solo en su casa, ¿dejaría caer la máscara? ¿Sería capaz de salir de su papel de militar, de llorarlo como un civil?

Los soldados me sacan de la habitación y me llevan a rastras por el pasillo. Me tiemblan las manos. Lucho por controlar mi respiración y aminorar mi frecuencia cardiaca. En el fondo, creo que tenía la esperanza de haberme equivocado con Thomas. Quería pensar que él no había asesinado a mi hermano.

A la mañana siguiente, el rostro de Thomas vuelve a ser inexpresivo. Me informa de que el tribunal de Denver ha aceptado mi solicitud de audiencia con el Elector. Me van a trasladar al centro penitenciario de Colorado.

Voy a ir a la capital.