Capítulo 73

Thomas apenas podía respirar. Tosía y escupía. El corazón le latía a toda velocidad y se negaba a aminorar la marcha. Aterrizó en el suelo de madera de la cabaña y se arrastró hacia delante para alejarse del Trans Plano por si los repugnantes escombros llegaban volando. Y entonces vio a Brenda por el rabillo del ojo. La chica pulsó algunos botones en un panel de control y la superficie gris desapareció para revelar las tablas de cedro de la pared de la cabaña que había detrás.

«¿Cómo ha sabido hacer eso?», se preguntó Thomas.

—Minho y tú, salid —dijo con una voz tan apremiante que Thomas no entendió nada. Ahora estaban a salvo, ¿no?—. Tengo que hacer una última cosa.

Minho se había levantado y se acercó para ayudar a Thomas a incorporarse.

—Mi fuco cerebro no puede pensar ni un segundo más. Dejemos que haga lo que quiera. Vamos.

—Bien —convino Thomas.

Ambos permanecieron mirándose un rato, recobrando el aliento, calmándose unos segundos después de todo lo sucedido, de toda la muerte, de todo el dolor. Junto a aquellas sensaciones estaba el alivio; tal vez, sólo tal vez, todo había terminado.

Pero, por encima de todo, Thomas sentía el dolor de la pérdida. Ver cómo moría Teresa —por salvarle la vida— había sido demasiado. Ahora contemplaba al que se había convertido en su mejor amigo y tuvo que contener las lágrimas. En aquel momento, se juró que jamás le contaría a Minho lo que le había hecho a Newt.

—Desde luego que bien, cara fuco —respondió al final Minho. Pero faltaba su sonrisita de siempre y en su lugar había una expresión que le decía a Thomas que comprendía y que ambos cargarían con la pena de su pérdida para el resto de sus vidas. Luego se dio la vuelta y se alejó.

Después de un buen rato, Thomas le siguió.

Cuando puso el pie fuera, tuvo que detenerse a contemplar la escena. Había llegado a un lugar que les habían dicho que ya no existía, uno verde, exuberante y lleno de vida. Estaba encima de una colina, sobre un campo de alta hierba y flores silvestres. Las doscientas personas que habían rescatado deambulaban por la zona, algunas corrían y saltaban. A su derecha, la colina descendía a un valle de imponentes árboles que se extendían kilómetros y terminaban en una muralla de montañas rocosas que sobresalía hacia un cielo azul sin nubes. A su izquierda, el campo cubierto de hierba se convertía gradualmente en maleza y más allá, en arena. Y allí estaba el océano, cuyas olas, grandes y oscuras, con las crestas blancas, rompían en la playa.

El paraíso. Había llegado al paraíso. Tan sólo esperaba que algún día su corazón pudiera experimentar la alegría que transmitía aquel sitio.

Oyó cerrarse la puerta de cabaña y después, el rugido del fuego tras él. Se volvió y vio a Brenda; le empujó para alejarlo de la estructura, a la que ya envolvían las llamas.

—¿Para asegurarte? —preguntó.

—Para asegurarme —repitió ella y le dedicó una sonrisa tan sincera que se relajó un poco, sintiendo cierto consuelo—. Siento lo de… Teresa.

—Gracias —fue la única palabra que encontró.

Brenda no añadió nada, aunque Thomas se figuraba que no había mucho más que decir. Se reunieron con el grupo que había luchado en la última batalla con Janson y los otros; todos tenían arañazos y moratones de arriba abajo. Miró a Fritanga a los ojos igual que había hecho con Minho. Después, se giraron de cara a la cabaña y la observaron quemarse hasta que se desmoronó.

Pocas horas más tarde, Thomas estaba sentado sobre un acantilado que daba al océano, con los pies colgando en el borde. El sol casi se había hundido en el horizonte, que parecía resplandecer en llamas. Era una de las vistas más asombrosas que había presenciado.

Minho ya estaba encargándose de todo en el bosque, donde habían decidido vivir, organizando grupos de búsqueda de comida, un comité de construcción y una cuadrilla de seguridad. Thomas se alegraba, pues ya no quería que la responsabilidad cayera sobre sus hombros. Estaba cansado, física y mentalmente. Esperaba que donde quisiera que se hallaran estuvieran aislados y a salvo mientras el resto del mundo averiguaba cómo lidiar con el Destello, hubiera o no cura. Sabía que el proceso sería largo, duro y desagradable, y tenía la certeza de que no quería formar parte de ello. Estaba harto.

—Hola.

Se volvió y vio a Brenda.

—Hola. ¿Quieres sentarte?

—¡Vaya! Sí, gracias —se dejó caer junto a él—. Me recuerda a las puestas de sol en CRUEL, aunque no brillaban tanto.

—Eso mismo podrías decirlo sobre muchas cosas.

Sintió otro torrente de emociones cuando los rostros de Chuck, Newt y Teresa desfilaron por su mente.

Transcurrieron varios minutos en silencio mientras contemplaban cómo desaparecía la luz del día, y el cielo y el agua pasaban del naranja al rosa y luego, al púrpura, que derivó en un azul oscuro.

—¿Qué piensa esa cabecita tuya? —preguntó Brenda.

—Absolutamente nada; voy a dejar de pensar un rato.

Y lo decía en serio. Por primera vez en su vida, era libre y estaba a salvo, todo un logro sólo equiparable al alto precio que había implicado.

Entonces Thomas hizo lo único que se le ocurrió: extendió el brazo y cogió a Brenda de la mano. Ella se la apretó.

—Somos unos doscientos y todos inmunes. Será un buen comienzo.

Thomas la estudió con la mirada, suspicaz por lo segura que sonaba, como si supiera algo que él desconocía.

—¿Qué significa eso?

Ella se inclinó y le besó en la mejilla y luego, en los labios.

—Nada. Nada de nada.

Thomas expulsó todo pensamiento de su mente y la acercó mientras el último rastro de luz solar se perdía en el horizonte.