—¡Escúchame! —gritó Teresa. Le cogió por los hombros y le dio la vuelta para mirarle a la cara—. En el extremo inferior de los laceradores —señaló la vaina más próxima— está lo que los creadores llamaron «cañón». Dentro de la grasa hay un interruptor, como un asa. Tienes que atravesar la piel y tirar. Si lo consigues, esas cosas morirán.
Thomas asintió.
—Vale. ¡Tú sigue haciendo pasar a la gente!
La parte superior de las vainas continuó abriéndose mientras Thomas corría hasta la más cercana. El enorme cuerpo del lacerador, parecido al de una babosa, temblaba y se retorcía, absorbiendo humedad y combustible de los tubos conectados en sus laterales.
Thomas corrió hacia la parte trasera, se asomó por la tapa del contenedor y se estiró para inclinarse hacia el interior. Metió la mano por la piel húmeda para encontrar lo que Teresa había descrito. Resopló por el esfuerzo, empujó hasta que encontró un asa dura y tiró de ella con toda su fuerza. Se soltó todo y el lacerador quedó como una fláccida masa de gelatina en el fondo de la vaina.
Tiró el asa y corrió a la siguiente vaina, donde la tapa estaba bajando al suelo. Tan sólo tardó unos segundos en impulsarse por el lateral y hundir la mano en la carne adiposa para tirar del asa.
Mientras corría a la siguiente vaina, Thomas arriesgó un vistazo rápido a Teresa. Seguía ayudando a los inmunes a levantarse del suelo tras bajar por el tobogán y los enviaba a las puertas. Llegaban rápido y caían unos encima de otros. Sonya estaba allí, luego Fritanga y más allá, Gally. Minho llegó a toda prisa mientras observaba. Thomas asió la vaina, que ya tenía la tapa completamente abierta y con los tubos que conectaban el lacerador al contenedor despegados; se impulsó, hundió la mano en la piel y tiró del asa.
Se dejó caer al suelo y se volvió hacia la cuarta vaina, pero el lacerador se estaba moviendo; la parte delantera se elevaba y caía por el borde de la vaina abierta mientras los apéndices salían de su piel para ayudarle a maniobrar. Esta vez, Thomas casi no llegó a tiempo, pero saltó y se lanzó por el lateral de la vaina. Metió la mano en la piel fofa y agarró el asa. Un par de hojas de tijera intentaron cortarle la cabeza, pero se agachó y trató de arrancar aquella pieza del cuerpo de la criatura para matarla. Después, la masa se retiró al contenedor con aspecto de ataúd.
Thomas sabía que era muy tarde para detener al último lacerador antes de que saliera de su vaina. Se dio la vuelta para valorar la situación y contempló cómo todo su cuerpo salía al suelo agitándose. Ya estaba examinando la zona con una pequeña cavidad que se extendía desde su parte delantera; luego, como les había visto hacer tantas veces, aquella cosa se hizo una bola y le salieron pinchos de la piel. La criatura rodó hacia delante con el fuerte zumbido de las máquinas en su interior. El hormigón saltaba por los aires cuando los pinchos del lacerador lo destrozaban y Thomas contempló, impotente, cómo chocaba contra un pequeño grupo de inmunes que había bajado por el tobogán. Las hojas se desplegaron y cortaron a varias personas antes de que ni siquiera supieran lo que sucedía.
Thomas miró a su alrededor en busca de cualquier cosa que pudiera servirle de arma. Un trozo de tubería del tamaño de su brazo se había caído de algún punto del techo. Corrió a cogerlo y, al darse la vuelta hacia el lacerador, vio que Minho ya había llegado hasta la criatura. La estaba golpeando con tal violencia que casi asustaba.
Thomas arremetió contra el monstruo mientras gritaba a los demás que se apartaran. El lacerador se dio la vuelta hacia él como si hubiera oído la orden y se levantó sobre su bulbosa parte trasera. Dos apéndices salieron de los costados de la criatura y Thomas se paró en seco. Un nuevo brazo metálico zumbaba con una sierra giratoria y el otro, con una garra de aspecto desagradable, cuyas cuatro puntas terminaban en cuchilla.
—¡Minho, déjame que lo distraiga! —gritó—. ¡Sacad a todo el mundo de aquí y que Brenda empiece a llevarlos a la sala de mantenimiento!
A la vez que lo decía, vio cómo un hombre trataba de escapar a gatas del lacerador. Antes de que el hombre lograra avanzar un poco, una barra de la criatura se le clavó en el pecho y cayó al suelo, escupiendo sangre.
Thomas continuó corriendo, con la tubería alzada, listo para abrirse camino entre los apéndices hasta el asa. Casi lo había conseguido cuando Teresa de pronto apareció a su derecha y se lanzó hacia el lacerador. Este se transformó en una bola y todos sus brazos metálicos se retrajeron para absorberla en su piel.
—¡Teresa! —gritó Thomas, que se paró en seco, sin saber qué hacer.
La chica se giró para mirarle.
—¡Vete! ¡Sácalos a todos!
Comenzó a dar patadas y arañar mientras sus manos desaparecían en aquella carne adiposa. No parecía tener heridas graves.
Thomas se acercó, asiendo con más fuerza la tubería, y buscó una apertura por donde atacar sin darle a Teresa. Los ojos de la chica volvieron a encontrarse con los suyos.
—Vete de…
Pero sus palabras se perdieron. El lacerador absorbió su rostro en la piel fofa y continuó hundiéndola cada vez más para ahogarla.
Thomas se quedó mirando, paralizado. Había muerto demasiada gente. Demasiada. Y no iba a quedarse ahí parado y dejar que ella se sacrificara para salvarlos. No podía permitirlo.
Gritó y, con todas sus fuerzas, corrió y saltó en el aire para caer sobre el lacerador. La sierra giratoria voló hacia su pecho; él se movió a la izquierda para esquivarla, girando la tubería, con la que alcanzó la sierra y la hizo trizas. Thomas la oyó caer al suelo y repiquetear por la sala; entonces se balanceó y pegó la tubería al cuerpo de la criatura, justo al lado de la cabeza de Teresa. Se esforzó por sacarla y tirar de ella una y otra vez.
El apéndice en forma de garra tomó medidas drásticas contra él: lo levantó por los aires y lo lanzó lejos. Se golpeó fuerte con el suelo de cemento, rodó y se puso en pie de un salto. Teresa había conseguido salir un poco del cuerpo de la criatura, hasta las rodillas, y estaba dándole manotazos a los brazos metálicos del lacerador. Thomas volvió a arremeter contra el monstruo, saltó y se aferró a su carne adiposa. Utilizó la tubería para aporrear cualquier cosa que tuviera cerca. Teresa luchaba desde abajo y la criatura dio sacudidas hacia el costado; luego giró en círculo para lanzarla al menos tres metros por el aire antes de que aterrizara.
Thomas agarró un brazo metálico y apartó de una patada la cuchilla cuando volvió a golpearle. Plantó los pies en la grasa, se empujó hacia el lateral de la criatura y estiró el brazo. Hundió la mano en la carne adiposa para buscar el asa. Algo le hizo un corte en la espalda y el dolor se extendió por todo su cuerpo. Siguió escarbando, buscando el asa… Cuanto más ahondaba, más textura de lodo espeso tenía la carne de la criatura.
Por fin, las yemas de sus dedos rozaron un plástico duro y metió la mano un poco más adentro para agarrar el asa, tirar de ella con todas sus fuerzas y sacar su cuerpo del lacerador. Levantó la vista a tiempo de ver a Teresa luchando contra un par de cuchillas que se agitaban a pocos centímetros de su cara. Y entonces, un repentino silencio inundó la sala cuando el núcleo de la máquina chisporroteó y se apagó. Se derrumbó en un montón oblongo de grasa y engranajes, cuyos apéndices prominentes cayeron al suelo, sin vida.
Thomas apoyó la cabeza en el suelo e inspiró grandes bocanadas de aire. Al cabo de un rato, Teresa apareció a su lado y le ayudó a ponerse bocarriba. Él vio el dolor en su rostro, los arañazos y la piel roja y sudorosa. Pero entonces, su amiga sonrió.
—Gracias, Thomas —dijo.
—De nada.
La tregua de la batalla parecía demasiado buena para ser cierta.
Teresa le ayudó a incorporarse.
—Salgamos de aquí.
Thomas advirtió que ya nadie bajaba por el tobogán y Minho acababa de conducir a los últimos hacia las puertas. Después se dio la vuelta para mirar a Thomas y Teresa; se inclinó, con las manos en las rodillas, e intentó recuperar el aliento.
—Ya están todos —se puso derecho con un gemido—. Todos los que lo han logrado, claro. Supongo que por eso nos dejaron entrar con tanta facilidad: tenían pensado hacernos cachitos con esos fucos laceradores si volvíamos a salir. De todas maneras, tenéis que ir delante para ayudar a Brenda a dirigir a los demás.
—Entonces, ¿está bien? —preguntó él con un alivio incontenible.
—Sí. Está allí preparada.
Thomas arrastró los pies, pero no dio más de dos pasos antes de pararse otra vez. Se oyó un fuerte estruendo proveniente de alguna parte, de todas partes. La sala se sacudió unos segundos y luego se calmó.
—Será mejor que nos demos prisa —dijo, y echó a correr, seguido de los demás.