—A lo mejor todavía no han traspasado el Ido —sugirió Thomas, aunque aquella afirmación le sonaba estúpida incluso a él—. O no están de humor para que les arrolle una furgoneta grande.
—Bueno, acelera —dijo Brenda— antes de que cambien de opinión.
Para alivio de Thomas, Lawrence la obedeció; la furgoneta salió disparada y no redujo la velocidad. Los raros que cubrían las paredes se les quedaron mirando mientras pasaban. Al verlos de cerca —los arañazos, la sangre, los morados y aquellos ojos de loco—, Thomas se estremeció de nuevo.
Se estaban acercando al final del grupo cuando se oyó un fuerte estallido y la furgoneta salió disparada hacia la derecha. La parte delantera chocó con la pared del callejón y aplastó a dos raros. Horrorizado, Thomas contempló a través del parabrisas cómo gritaban de dolor y golpeaban con los puños ensangrentados la parte delantera del vehículo.
—¿Qué demonios…? —bramó Lawrence mientras daba marcha atrás.
Retrocedieron unos metros con un chirrido y grandes sacudidas. Los dos raros cayeron al suelo y enseguida les atacaron los que estaban más cerca de la parte delantera de la furgoneta. Thomas apartó de inmediato la vista, abrumado por un nauseabundo terror. Por todos lados, los raros comenzaron a golpear la furgoneta con los puños. Al mismo tiempo, los neumáticos giraron y chirriaron, incapaces de conseguir tracción. La mezcla de ruidos parecía sacada de una pesadilla.
—¿Qué pasa? —gritó Brenda.
—¡Le han hecho algo a los neumáticos! O a los ejes. ¡A algo!
Lawrence siguió dando marcha atrás y adelante, pero casi no avanzaba. Una mujer con el pelo alborotado se acercó a la ventana que Thomas tenía a su derecha. Sostenía una pala enorme con ambas manos, que levantó por encima de su cabeza y balanceó hacia la ventana. El cristal no cedió.
—¡Tenemos que marcharnos ya de aquí! —gritó Thomas. Impotente, no sabía qué más decir. Habían sido estúpidos al caer en una trampa tan obvia.
Lawrence siguió moviendo el volante y acelerando, pero apenas se sacudía adelante y atrás. Una serie de golpazos familiares sonaron en el techo. Alguien estaba allí arriba. Los raros atacaban las ventanas con toda clase de cosas, desde palos de madera hasta sus propias cabezas. La mujer junto a la ventana de Thomas no se rendía, continuaba dando con la pala en el cristal una y otra vez. Al final, a la quinta o sexta vez, se abrió una fina grieta en la ventana.
El pánico en aumento le cerró la garganta.
—¡Va a romperla!
—¡Sácanos de aquí! —dijo Brenda al mismo tiempo.
La furgoneta se movió unos centímetros, lo suficiente para que la mujer fallara su siguiente golpe. Pero alguien dio con un mazo en el parabrisas desde arriba y una telaraña floreció como una rosa blanca en el cristal.
La furgoneta volvió a sacudirse hacia atrás. El hombre que sujetaba el mazo cayó sobre el capó antes de que pudiera volver a golpear el cristal y aterrizó en la calle. Un raro con un corte profundo en la calva le arrebató la herramienta al otro hombre y dio un par de porrazos más antes de que un grupo comenzara a pelearse con él por el arma. Las grietas del parabrisas apenas dejaban ver desde el interior de la furgoneta. Se oyó cómo rompían el cristal trasero. Thomas se volvió para ver un brazo moviéndose por un hueco en la ventana mientras los bordes dentados le rasgaban la piel.
Entonces se desabrochó el cinturón de seguridad y se escurrió hacia la parte trasera de la furgoneta. Cogió lo primero que encontró, un utensilio largo de plástico con un cepillo en un extremo y una punta afilada en el otro —un recoge nieve—, y se arrastró por el centro de la fila de asientos. Asestó con aquella tres golpes en el brazo y el raro se puso a gritar mientras lo sacaba. Trozos de cristal llovían sobre el cemento.
—¿Quieres el lanzagranadas? —le ofreció Brenda.
—¡No! —gritó Thomas—. Es demasiado grande para manejarlo aquí dentro. ¡Coge la pistola!
La furgoneta dio una sacudida y volvió a pararse; la cara de Thomas chocó con el respaldo del banco en el centro y sintió un dolor terrible en la mejilla y la mandíbula. Se dio la vuelta y vio a un hombre y una mujer quitando los trozos restantes de cristal en la ventana rota. La sangre de sus manos rezumaba por ambos lados del agujero conforme este se hacía más grande.
—¡Ten! —gritó Brenda detrás de él.
Se dio la vuelta y cogió la pistola, luego apuntó y disparó una, dos veces, y los raros cayeron al suelo; cualquier grito de dolor quedó ahogado por el horrible ruido de los neumáticos chirriantes, el motor forzado y el martilleo del ataque de los raros.
—¡Creo que casi nos hemos soltado! —gritó Lawrence—. ¡No sé qué demonios han hecho!
Thomas se volvió para mirarle; estaba empapado en sudor. Un agujero había aparecido en medio de la telaraña del parabrisas. Los raros rodeaban por completo el resto de ventanas, ya casi no se veía nada. Brenda agarró su lanzagranadas, dispuesta a usarlo si la situación se volvía desesperada.
La furgoneta retrocedió, avanzó y volvió a tirar marcha atrás. Parecía haber recuperado un poco el control, se sacudía menos que antes. Unos brazos entraron por el gran agujero de la parte trasera y Thomas disparó dos veces más. Oyeron gritos y en la ventana apareció el rostro de una mujer que fruncía el entrecejo de manera espantosa y tenía los dientes llenos de mugre.
—Déjanos entrar, chico —dijo en voz queda—. Sólo queremos comida. Danos un poco de comida. ¡Déjame entrar! —las últimas palabras las dijo gritando y empujó la cabeza hacia la abertura, como convencida de caber por allí. Thomas no quería dispararla, pero alzó la pistola y se preparó en caso de que de algún modo se las apañara para entrar. Sin embargo, cuando la furgoneta salió disparada hacia atrás otra vez, la mujer cayó y dejó los bordes de la ventana rota impregnados de sangre.
Thomas se preparó para que la furgoneta volviera a tirar marcha atrás. Pero, tras una breve parada con sacudida, avanzó unos cuantos metros y giró en la dirección correcta. Después marchó unos cuantos más.
—¡Creo que lo tengo! —gritó Lawrence.
Avanzó de nuevo, esta vez unos tres metros. Los raros les siguieron como pudieron, aunque el breve instante de silencio al dejarlos atrás no duró mucho. Los gritos y los golpes se reanudaron. Un hombre apareció por el hueco de atrás con un largo cuchillo y comenzó a cortar a diestro y siniestro, a todo lo que alcanzaba. Thomas levantó la pistola y disparó. ¿A cuántos había matado? ¿A tres? ¿Cuatro? ¿Los había matado?
Con un último y terrible chirrido, la furgoneta salió disparada hacia delante y no se detuvo. Rebotó un par de veces mientras pasaba por encima de los raros que se encontraban en su camino; luego el suelo se allanó y cogió velocidad. Thomas echó la vista atrás y vio cuerpos que caían del techo hacia la calle. El resto de raros salió tras ellos, pero pronto todos quedaron atrás.
Se derrumbó en el asiento y se tumbó bocarriba, mirando al techo abollado. Tomó varias bocanadas de aire e intentó recobrar la compostura. Apenas se fijó en que Lawrence había apagado el único faro que no estaba roto, giró dos veces y entró a un aparcamiento con la puerta abierta, que se cerró en cuanto pasaron.