—¿A qué te refieres con que trabajáis para el Brazo Derecho? —inquirió Thomas. Aquello no tenía sentido.
—¿A qué te refieres con que a qué me refiero? —masculló el hombre, pese a la pistola que le apuntaba a la cabeza—. Trabajo para el puñetero Brazo Derecho. ¿Por qué es tan difícil de entender?
Thomas retiró el arma y se recostó, confundido.
—¿Por qué ibais a capturar inmunes, entonces?
—Porque nos da la gana —respondió al tiempo que le echaba un vistazo al arma que había bajado—. No tienes que saber nada más.
—Dispárale y sigue por el de al lado —exclamó alguien del gentío.
Thomas se inclinó y apretó la pistola contra la sien del hombre.
—Eres muy valiente, si tenemos en cuenta que yo soy el que va armado. Volveré a contar hasta tres. Dime por qué el Brazo Derecho quiere inmunes o tendré que asumir que estás mintiendo. Uno.
—Ya sabes que no miento, chaval.
—Dos.
—No vas a matarme. Lo veo en tus ojos.
El hombre le había puesto en evidencia. Thomas no iba a disparar a un desconocido en la cabeza. Suspiró y retiró el arma.
—Si trabajas para el Brazo Derecho, entonces se supone que estamos en el mismo bando. Dinos qué ocurre.
El tipo se incorporó despacio, igual que sus tres amigos, aunque el de la cara ensangrentada gruñó por el esfuerzo.
—Si quieres respuestas —dijo uno—, tendrás que preguntarle al jefe. Nosotros no sabemos nada.
—Sí —añadió el que estaba al lado de Thomas—, no somos nadie.
Brenda se acercó con su lanzagranadas.
—¿Y cómo contactamos con ese jefe vuestro?
El hombre se encogió de hombros.
—No tengo ni idea.
Minho refunfuñó y le arrebató la pistola a Thomas.
—Ya he tenido bastante de esta clonc —apuntó el arma al pie del hombre—. Muy bien, no te mataremos, pero ese dedo te va a doler muchísimo dentro de tres segundos si no empiezas a hablar. Uno.
—Ya te lo he dicho, no sabemos nada —el rostro del hombre estaba transido de ira.
—Muy bien —respondió Minho, y disparó.
Thomas observó, impresionado, cómo el hombre se agarraba el pie, gimiendo de dolor. Minho le había disparado justo en el meñique. Aquella parte del zapato y el propio dedo habían desaparecido para ser sustituidos por una herida sangrante.
—¿Cómo has podido? —gritó la guardia que estaba sentada a su lado en el suelo mientras se acercaba para ayudar a su amigo. Sacó un fajo de servilletas de sus pantalones y lo presionó contra el pie.
A Thomas le horrorizaba lo que Minho acababa de hacer, pero tenía que respetarlo. Él no habría apretado el gatillo y, si no conseguían respuestas ahora, nunca las tendrían. Echó un vistazo a Brenda y su encogimiento de hombros le dijo que estaba de acuerdo. Teresa observaba a cierta distancia, inexpresiva.
—Vale, mientras ella se encarga de su pobre pie, que alguien empiece a hablar —insistió Minho—. Decidnos qué pasa o alguien va a perder otro dedo —agitó la pistola en dirección a la mujer y los otros dos hombres—. ¿Por qué secuestráis gente para el Brazo Derecho?
—Ya os lo hemos dicho, no sabemos nada —respondió la mujer—. Nos pagan y hacemos lo que nos dicen.
—¿Y tú? —preguntó Minho, apuntando con la pistola a uno de los hombres—. ¿Quieres decir algo para salvar uno o dos dedos?
El hombre levantó las manos.
—Juro por la vida de mi madre que no sé nada. Pero… —acto seguido, pareció arrepentirse de la última parte. Miró a sus amigos y empalideció.
—Pero ¿qué? Suéltalo, sé que ocultas algo.
—Nada.
—¿Tenemos que seguir con este jueguecito? —Minho movió la pistola para colocarla contra el pie del hombre—. Ya no voy a contar.
—¡Para! —gritó el guardia—. Vale, escucha. Podemos llevarnos a un par de vosotros para que les preguntéis en persona. No sé si os dejarán hablar con el que está al mando, pero puede que sí. No voy a permitir que me vuelen un dedo sin ningún motivo.
—Muy bien —dijo Minho; retrocedió un paso y le hizo un gesto al tipo para que se levantara—. ¿Ves? No ha ido tan mal. Vamos a visitar a tu jefe. Tú, yo y mis amigos.
La sala estalló en una avalancha de voces. Nadie quería quedarse allí y nadie pensaba quedarse callado. La mujer que había llevado el agua se levantó, comenzó a gritar y logró que la muchedumbre guardara silencio.
—¡Aquí estáis mucho más a salvo! Confiad en mí. Si todos vamos donde tenemos que ir, os garantizo que la mitad no lo conseguirá. Si estos chicos quieren ver al jefe, que arriesguen el pellejo. Ni las pistolas ni los lanzagranadas ayudarán ahí fuera. Pero aquí podemos cerrar las puertas con llave y no hay ventanas.
Cuando terminó de hablar, otro coro de quejas inundó la sala. La mujer se volvió hacia Minho y Thomas y habló por encima del ruido:
—Escuchad, ahí fuera hay peligro. Yo no me llevaría a más de un par de personas. Cuanto más seáis, más posibilidades hay de que os vean —hizo una pausa y examinó la habitación—. Y si estuviera en vuestro lugar, no tardaría en marcharme. Esta gente se está inquietando cada vez más. Pronto no habrá forma de contenerlos. Y ahí fuera… —frunció los labios y continuó—: hay raros por todas partes. Matan a todo lo que se mueve.