No había ni rastro de los guardias que les escoltaron hasta allí, pero se veían más raros que cuando entraron a la bolera. La mayoría parecía esperar a los recién llegados. Probablemente habían oído los sonidos del lanzagranadas y los gritos del tío al que habían disparado. O quizás alguien había salido a decírselo. En cualquier caso, Thomas sintió como si las personas que le miraban hubieran traspasado el Ido y tuvieran ganas de comer humanos.
—Mirad a esos idiotas —dijo alguien.
—¡Sí, no tienen mala pinta! —contestó otro—. Venid a jugar con los raros. ¿O ya ibais a uniros a nosotros?
Thomas siguió avanzando en dirección a la entrada arqueada de la Zona Central. Había soltado el brazo de Minho, pero continuaba agarrado a la mano de Brenda. Marcharon a través de la muchedumbre, aunque al final él tuvo que apartar la mirada de los ojos de la gente. Lo único que veía en los innumerables rostros ensangrentados y destrozados era locura, sed de sangre y celos. Quería echar a correr, pero tenía la impresión de que, si lo hacía, toda la multitud atacaría como una manada de lobos.
Llegaron al arco y lo cruzaron sin vacilar. Thomas los llevó por la calle principal, atravesando los círculos de casas en ruinas. El jaleo de la zona parecía haber vuelto a empezar ahora que se habían ido, e inquietantes sonidos de risas desquiciadas y gritos salvajes siguieron al grupo durante su trayecto. Cuanto más se alejaban del ruido, menos tenso estaba Thomas, aunque no se atrevía a preguntarle a Minho cómo se encontraba. Además, ya sabía la respuesta.
Pasaban por otro grupo de casas destartaladas cuando oyeron un par de gritos y luego unas pisadas.
—¡Corred! —gritó alguien—. ¡Corred!
Thomas se detuvo cuando los dos guardias que los habían abandonado aparecieron a toda velocidad por una esquina. No aflojaron el paso, sino que continuaron corriendo hacia el círculo exterior de la ciudad, donde estaba el iceberg. Ninguno de los dos tenía ya su lanzagranadas.
—¡Eh! —gritó Minho—. ¡Volved aquí!
El guardia del bigote volvió la vista.
—¡He dicho que corráis, idiotas! ¡Vamos!
Thomas no se paró a pensarlo y echó a correr detrás de ellos, sabedor de que esa era su única opción. Minho, Jorge y Brenda iban pegados a sus talones. Miró atrás y vio un grupo de raros persiguiéndoles, al menos una docena. Y parecían frenéticos, como si alguien hubiera dado a un interruptor y todos hubiesen traspasado el Ido a la vez.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Minho entre fuertes jadeos.
—¡Nos han sacado de la Zona! —gritó el más bajo—. Te juro por Dios que iban a comernos. Escapamos por los pelos.
—¡No dejéis de correr! —añadió el otro guardia.
De pronto, ambos cambiaron de rumbo por un callejón oculto.
Thomas y sus amigos continuaron hacia la salida que llevaba al iceberg. Los silbidos se elevaban detrás de ellos y él se arriesgó a echar un vistazo para ver a sus perseguidores. Llevaban la ropa hecha jirones, el pelo enmarañado y la cara cubierta de barro. Pero no les ganaban terreno.
—¡No pueden alcanzarnos! —gritó justo cuando vio la puerta exterior delante de ellos—. ¡Continuad, ya casi estamos!
Aun así, él aceleró más que en toda su vida, esforzándose todavía más que en el Laberinto, puesto que la mera idea de que uno de esos raros le atrapara le aterraba. Consiguieron llegar a la puerta y la cruzaron sin detenerse. No se molestaron en cerrarla, sino que corrieron hacia el iceberg, cuya escotilla se abrió tan pronto como Jorge presionó los botones del mando.
Llegaron a la rampa y Thomas la subió a toda prisa y se abalanzó dentro. Después se volvió para ver cómo sus amigos se deslizaban por el suelo a su alrededor. La rampa chirrió cuando empezó a subir para cerrarse. El grupo de raros que les perseguía no llegaría a tiempo, pero continuaban corriendo, gritando sandeces. Uno de ellos se agachó para coger una piedra y lanzarla. Cayó a unos seis metros.
El iceberg se elevó en el aire mientras la puerta se cerraba.
Jorge dejó la nave flotando en el aire a unos cuantos metros del suelo mientras se recuperaban. Los raros no eran una amenaza en el suelo, ninguno llevaba armas. Al menos, no los que les habían seguido hasta la muralla exterior.
Thomas se quedó con Brenda y Minho junto a uno de los ojos de buey para observar a la furiosa muchedumbre de abajo. Costaba creer que esa escena fuera real.
—Miradlos —dijo—. A saber qué estaban haciendo hace unos meses. Tal vez vivían en un edificio alto o trabajaban en una oficina. Y ahora persiguen a la gente como animales.
—Yo te diré lo que estaban haciendo hace unos meses —contestó Brenda—: estaban deprimidos, tenían miedo de contraer el Destello, pero sabían que era inevitable.
Minho levantó las manos.
—¿Cómo pueden importarte? ¿Es que acaso estaba yo solo hace un rato? ¿Con mi amigo? Se llama Newt.
—No podíamos hacer nada —replicó Jorge desde la cabina de mando, y Thomas se estremeció ante su falta de compasión.
Minho se dio la vuelta para mirarle.
—Tú calla y pilota, cara fuco.
—Hago lo que puedo —respondió con un suspiro. Toqueteó unos instrumentos y puso en marcha el iceberg.
Minho se tiró al suelo, casi como si se hubiera derretido.
—¿Qué le pasará cuando se quede sin munición en el lanzagranadas? —preguntó en voz alta aunque a nadie en particular, y se quedó con la mirada perdida en la pared.
Thomas no tenía ni idea de qué responder, no había forma de expresar la pena que le inundaba el pecho. Se sentó junto a Minho en el suelo y permaneció allí sin decir nada mientras el iceberg se elevaba cada vez más y se alejaba del Palacio de los Raros.
Newt se había ido.