Capítulo 38

La bolera no tenía puerta. A juzgar por la gruesa capa de óxido que cubría las bisagras al descubierto, se habían deshecho de ella hacía tiempo. Un gran cartel de madera colgaba de la entrada, pero las palabras que antes mostrara habían desaparecido y sólo quedaban rayas de colores apenas visibles.

—Está ahí dentro —anunció el guardia del bigote—. Ahora, pagadnos.

Minho pasó a su lado, se asomó por la abertura y estiró el cuello para observar el interior. Después se volvió y miró a Thomas.

—Le veo al fondo —dijo con expresión preocupada—. Está oscuro ahí dentro, pero sin duda es él.

Thomas había estado tan concentrado en encontrar a su amigo que ahora no tenía ni idea de qué decirle. ¿Por qué les había dicho que se perdieran?

—Queremos nuestro dinero —repitió el guardia.

Jorge no se inmutó.

—Conseguiréis el doble si os aseguráis de que volvemos sanos y salvos a nuestro iceberg.

Los guardias lo discutieron y contestó el bajo:

—El triple. Y queremos la mitad ahora para comprobar que no nos estáis tomando el pelo.

—Trato hecho, muchacho.

Al ver cómo Jorge sacaba su tarjeta y le hacía una transferencia al guardia, Thomas tuvo la desagradable satisfacción de que le estaban robando dinero a CRUEL.

—Esperaremos aquí —dijo el guardia cuando acabaron.

—Vamos —instó Minho, y entró en el edificio sin esperar respuesta.

Thomas miró a Brenda, que tenía el entrecejo fruncido.

—¿Qué pasa? —preguntó, como si pudiera resumirse en una sola cosa.

—No lo sé —respondió ella—. Tengo un mal presentimiento.

—Sí, tú y yo.

Ella le dedicó media sonrisa y le cogió de la mano, gesto que él acogió de buen grado. Entraron en la bolera con Jorge a su espalda.

Al igual que le ocurría con muchas otras cosas desde que le borraron la memoria, a Thomas le venían imágenes de lo que debía de ser una bolera y de cómo funcionaba, pero no recordaba haber jugado a los bolos. La sala en la que entraron no se parecía en nada a lo que se esperaba.

Las pistas estaban devastadas, habían arrancado o roto la mayoría de los paneles de madera. El espacio estaba lleno de sacos de dormir y mantas, con gente echada durmiendo la siesta o aturdida, sin despegar la vista del techo. Brenda le había dicho a Thomas que tan sólo los ricos podía permitirse el Éxtasis, así que se preguntó cómo se atrevían a revelar a los demás que lo estaban usando en un lugar como aquel. Se imaginó que alguien no tardaría mucho en hacer lo que hiciera falta para conseguir la droga.

En los huecos donde se colocaban los bolos ardían varias hogueras, algo no precisamente seguro. Pero al menos una persona estaba sentada junto a cada una de ellas, al tanto de todo. El olor a madera quemada flotaba en el aire y una nube de humo invadía la oscuridad.

Minho señaló la pista del extremo izquierdo, a unos treinta metros. No había mucha gente por allí, dado que la mayor parte se concentraba en las pistas de en medio, pero Thomas localizó a Newt enseguida pese a la escasa iluminación, gracias a un destello de su pelo largo y rubio a la luz del fuego y a la forma familiar de su cuerpo alicaído. Estaba de espaldas a ellos.

—Vamos allá —le susurró a Brenda.

Nadie les impidió llegar hasta Newt. Avanzaron con cuidado a través del laberinto de gente que dormitaba en mantas, hasta que llegaron a la pista del fondo. Thomas no desviaba su atención del suelo que pisaba. Lo último que quería era molestar a un raro y que le mordiera la pierna.

Estaban a unos tres metros de Newt, cuando de repente habló con una voz que retumbó en las oscuras paredes de la bolera:

—¡Malditos pingajos, os dije que os perdierais!

Minho se detuvo y Thomas estuvo a punto de tropezarse con él. Brenda le apretó la mano, luego se la soltó y entonces él se dio cuenta de lo mucho que le sudaba. Al oír aquellas palabras salir de la boca de Newt, supo que todo había terminado. Su amigo no volvería a ser el mismo, tan sólo le quedaban unos desagradables días por delante.

—Tenemos que hablar —dijo Minho, acercándose un poco más a Newt, para lo que tuvo que pasar por encima de una mujer flaca que estaba tumbada de lado.

—No te acerques más —contestó Newt en voz baja, pero amenazante—. Esos matones me trajeron aquí por una razón. Creían que era un maldito inmune escondido en un fuco iceberg. Imaginaos su sorpresa cuando supieron que el Destello me estaba corroyendo el cerebro. Dijeron que estaban cumpliendo con su deber cívico cuando me tiraron en esta ratonera.

Al ver que Minho no respondía, Thomas habló, intentando que las palabras de Newt no le abrumasen:

—¿Por qué crees que estamos aquí, Newt? Siento que tuvieras que quedarte y te pillaran, siento que te trajeran aquí. Pero podemos sacarte. Por lo visto, a nadie le importa una clonc quién entra o quién sale.

Newt se dio la vuelta despacio para mirarles, y a Thomas se le cayó el alma a los pies cuando vio que sostenía un lanzagranadas en las manos. Y tenía mal aspecto, como si hubiera estado corriendo, luchando y cayendo por precipicios tres días seguidos. Pero, a pesar de la ira que inundaba sus ojos, todavía no le vencía la locura.

—¡Vaya! —exclamó Minho, que retrocedió un paso y casi pisó a la señora que tenía detrás—. Tranquilito: no tienes por qué apuntarme con un fuco lanzagranadas a la cara mientras hablamos. ¿De dónde has sacado esa cosa, por cierto?

—Lo robé —contestó Newt—. Se lo quité a un guardia que me hizo… enfadar —le temblaban ligeramente las manos, lo que puso a Thomas nervioso, y apoyó el dedo sobre el gatillo—. No estoy… bien. En serio, agradezco que hayáis venido a por mí, puñeteros pingajos, de verdad. Pero aquí es donde termina todo. Aquí es donde os dais la vuelta, salís por la puerta, os dirigís a vuestro iceberg y os marcháis. ¿Está claro?

—No, Newt, no está claro —replicó Minho con un tono cada vez más frustrado—. Nos hemos arriesgado a venir a este lugar porque eres nuestro amigo y queremos llevarte a casa. Si quieres lloriquear mientras te vuelves loco, muy bien; pero lo vas a hacer con nosotros, no con estos fucos raros.

De repente, Newt se incorporó, tan rápido que Thomas casi dio un traspié. Levantó el lanzagranadas y apuntó a Minho.

—¡Yo soy un raro, Minho! ¿Por qué no te metes eso en tu maldita mollera? Si tuvieras el Destello y supieras por lo que estás a punto de pasar, ¿te gustaría que tus amigos te vieran? ¿Eh? ¿Te gustaría? —las últimas palabras las gritó, sacudido por un temblor que aumentaba gradualmente.

Minho no dijo nada, y Thomas sabía por qué. Él mismo intentaba encontrar palabras, pero sin éxito. Ahora Newt le fulminaba con la mirada.

—Y tú, Tommy —dijo, bajando la voz—, tienes mucho morro viniendo aquí para pedirme que me marche con vosotros. Mucho morro. Tu mera presencia me pone enfermo.

Thomas se quedó mudo de asombro. Nunca nada que le hubieran dicho le había dolido tanto. Nada.