Capítulo 35

Pronto estuvieron todos sentados juntos. El objetivo era hablar sobre lo que deberían hacer a continuación, pero la realidad era que no tenían nada que decir. Los cuatro se quedaron con la vista clavada en el suelo sin pronunciar palabra. Por alguna razón, Thomas no podía quitarse a Janson de la cabeza. ¿Volver con ellos de verdad podía ser un modo de salvar a Newt? Todas las partes de su cuerpo se rebelaban contra la idea de regresar a CRUEL, pero si volvían atrás y era capaz de completar la prueba…

Minho rompió el sombrío silencio:

—Quiero que me escuchéis los tres —se tomó un momento para mirar a cada uno de ellos y luego continuó—: Desde que nos escapamos de CRUEL, he aceptado cualquier cosa que hayáis dicho de hacer, gilipullos. Y no me he quejado. Mucho —le dedicó a Thomas una sonrisa irónica—. Pero ahora mismo voy a ser yo el que tome la decisión y vosotros los que hagáis lo que yo diga. Y si alguien se niega, que os den.

Thomas sabía lo que quería su amigo y se alegraba.

—Sé que tenemos en mente metas más importantes —continuó Minho—. Tenemos que ponernos en contacto con el Brazo Derecho, saber qué vamos a hacer respecto a CRUEL y toda esa clonc de salvar el mundo. Pero antes vamos a ir a buscar a Newt. Aquí no hay discusión posible. Los cuatro, todos nosotros, volaremos a donde haga falta para sacar a Newt de allí.

—Lo llaman el Palacio de los Raros —dijo Brenda. Thomas se volvió hacia ella y vio que tenía la vista perdida—. Debe de ser eso de lo que habla. Algunos de esos Camisas Rojas probablemente entraron en el iceberg, encontraron a Newt y vieron que estaba infectado. Le permitieron dejar una nota. No me cabe duda de que eso es lo que ocurrió.

—Suena elegante —replicó Minho—. ¿Has estado allí?

—No. Todas las ciudades importantes tienen un Palacio de los Raros, un lugar donde envían a los infectados y tratan de que la enfermedad sea soportable hasta que alcanzan el Ido. Después no sé qué les hacen, pero no es un sitio agradable, no importa quién seas, así que sólo puedo imaginármelo. Los inmunes se encargan de todo allí y cobran mucho, puesto que alguien no inmune no se arriesgaría a contraer el Destello. Si quieres ir, deberíamos pensarlo muy bien antes. Nos hemos quedado sin munición, así que iremos desarmados.

A pesar de la inquietante descripción, Minho tenía un brillo de esperanza en los ojos.

—Yo ya lo he pensado suficiente. ¿Sabes dónde está el más próximo?

—Sí —contestó Jorge—, pasamos por delante de camino aquí. Está al otro lado del valle, pegado a esas montañas al oeste.

Minho dio una palmada.

—Pues ahí es donde vamos a ir. Jorge, haz que este trozo de clonc despegue.

Thomas esperaba que se produjera al menos una pequeña discusión o algunas objeciones, pero no fue así.

—Me gustará un poco de aventura, muchacho —dijo Jorge—. Estaremos allí en veinte minutos.

Jorge fue fiel a su palabra en cuanto al tiempo, y aterrizó en un claro desde el que un bosque se extendía por la ladera sorprendentemente verde de la montaña. La mitad de los árboles estaba muerta, pero la otra mitad parecía como si hubiera empezado a recuperarse tras largas e intensas olas de calor. A Thomas le entristeció pensar en la posibilidad de que, cuando llegara el día en que el mundo se recuperase de las erupciones solares, ya se hallara deshabitado.

Bajó por la rampa de carga y echó un vistazo a la muralla que rodeaba lo que debía de ser el Palacio de los Raros, a unos metros de distancia. Estaba hecha de gruesas tablas de madera. La puerta más próxima comenzó a abrirse y aparecieron dos personas, ambas con enormes lanzagranadas. Parecían agotadas, pero, pese al cansancio, adoptaban una posición defensiva y apuntaban con sus armas. Sin duda, habían visto u oído acercarse el iceberg.

—Empezamos mal —comentó Jorge.

Uno de los guardias gritó algo, pero Thomas no distinguió lo que dijo.

—Acerquémonos a hablar con ellos. Tienen que ser inmunes si llevan esos lanzagranadas.

—A menos que los raros hayan tomado el mando —sugirió Minho, y miró a Thomas con una extraña sonrisa—. Sea como sea, vamos a entrar y no vamos a marcharnos sin Newt.

Con las cabezas bien altas, caminaron despacio hacia la puerta, asegurándose de no hacer nada que provocara la alarma. Lo último que quería Thomas era que le dispararan otra vez con un lanzagranadas. Al acercarse, vio que los dos guardias tenían peor aspecto de lo que pensaba. Estaban sucios, sudorosos y llenos de moratones y arañazos.

Se detuvieron en la entrada y uno de los guardias salió a su encuentro.

—¿Quiénes demonios sois vosotros? —preguntó. Tenía el pelo negro y bigote, y le sacaba unos centímetros a su compañero—. No tenéis pinta de ser los memos de los científicos que vienen a veces.

Fue Jorge el que habló, como había hecho en el aeropuerto al llegar a Denver:

—No habrías sabido que veníamos, muchacho. Somos de CRUEL; capturaron a uno de los nuestros y lo trajeron aquí por error. Hemos venido a buscarle.

Thomas estaba sorprendido. Lo que Jorge acababa de decir era técnicamente cierto, ahora que lo pensaba.

El guardia no parecía demasiado impresionado.

—¿Crees que me importáis una mierda tú y tu sofisticado trabajo en CRUEL? No sois los primeros que vienen aquí dándose aires de superioridad como si este sitio fuera suyo. ¿Queréis venir a pasar el rato con los raros? ¡Faltaría más! Sobre todo después de lo que ha pasado últimamente —se apartó e hizo un gesto exagerado de bienvenida—. Disfrutad de vuestra estancia en el Palacio de los Raros. No se admiten devoluciones ni cambios en caso de perder un brazo o un ojo.

Thomas casi podía oler la tensión en el ambiente y, preocupado porque Minho exasperase a aquellos tipos con alguno de sus comentarios mordaces, se apresuró en hablar:

—¿A qué os referís con «lo que ha pasado últimamente»? ¿Qué ha sucedido?

El tipo se encogió de hombros.

—Bueno, no es un lugar agradable y eso es todo lo que debéis saber —no añadió nada más.

A Thomas no le gustaba nada cómo se estaba desarrollando la situación.

—Bien, ¿sabéis si han traído en los últimos días a un nuevo… —a Thomas no le pareció bien usar la palabra «raro»— a alguien nuevo? ¿Tenéis un registro?

El otro guardia, bajo y fornido, con la cabeza rapada, se aclaró la garganta y escupió.

—¿A quién buscas? ¿A un chico o a una chica?

—A un chico —respondió Thomas—. Se llama Newt. Es algo más alto que yo, rubio, con el pelo un poco largo. Y cojea.

El hombre volvió a escupir.

—Puede que sepa algo, pero una cosa es saber y otra decírtelo. Parecéis tener mucho dinero. ¿Queréis compartirlo?

Thomas, que se atrevió a tener esperanza, miró a Jorge. Este había torcido el gesto con aire colérico. Minho habló antes de que pudiera decir nada:

—Tenemos dinero, cara fuco, así que dinos dónde está nuestro amigo.

El guardia les apuntó con el lanzagranadas con un poco más de violencia.

—Enseñadme vuestras tarjetas o esta conversación se habrá terminado. Quiero por lo menos mil.

—Las tiene él —respondió Minho, y señaló a Jorge con un pulgar mientras fulminaba con la mirada al guardia—, gilipullo codicioso.

Jorge sacó su tarjeta y la agitó en el aire.

—Tendrás que pegarme un tiro y matarme para quitármela. Ya sabes que no te servirá de nada sin mis huellas. Tendrás tu dinero, hermano, pero muéstranos el camino.

—Muy bien —contestó el hombre—, seguidme. Y recordad: si perdéis alguna parte de vuestro cuerpo debido a un encuentro desafortunado con un raro, os recomiendo que dejéis esa parte de vuestro cuerpo y echéis a correr como alma que lleva el diablo. A menos que sea una pierna, claro.

Giró sobre sus talones y cruzó la puerta abierta.