Capítulo 30

Thomas deseó no haber dudado; debería haber corrido cuando tuvo oportunidad. Una marabunta de cuerpos le arrastró al frente y bloqueó la puerta. Brenda no podría regresar a por él ni aunque lo intentara. Se metió debajo de la mesa y contempló, mudo de asombro, cómo ambos hombres peleaban en el suelo, se daban puñetazos, se agarraban y trataban de obtener ventaja el uno sobre el otro.

Thomas se dio cuenta de que, aunque la multitud que huía podía hacerle daño, en realidad no tenía por qué preocuparse. Era inmune. El resto de personas en la cafetería se habían puesto histéricas porque el virus estaba muy cerca, lo que era comprensible, puesto que al menos uno de ellos se contagiaría. Pero mientras se mantuviera lejos del alboroto, estaría a salvo justo donde se hallaba.

Alguien golpeó la ventana y, cuando se volvió, vio a Brenda junto a Minho y Jorge en la acera. Le hacía señas como una desesperada para que saliera. Pero Thomas quería ver lo que pasaba.

El Camisa Roja por fin había inmovilizado al hombre en el suelo.

—¡Se acabó! Ya están de camino —gritó con aquella espeluznante voz mecanizada.

El hombre infectado dejó de luchar y estalló en sollozos. Fue entonces cuando Thomas se percató de que la multitud había desalojado el local y la cafetería estaba totalmente vacía, salvo por los dos hombres y él mismo. Un silencio sobrecogedor reinaba en el ambiente.

El Camisa Roja le miró.

—¿Por qué sigues aquí, chaval? ¿Quieres morir? —aunque no le dejó contestar—: Si vas a quedarte por aquí, haz algo útil. Encuentra mi pistola —volvió su atención al hombre inmovilizado.

Thomas se sintió como si estuviera en un sueño. Había visto mucha violencia, pero aquello en cierto modo era distinto. Fue a buscar la pistola que había caído bajo el mostrador.

—Soy… soy inmune —tartamudeó. Se arrodilló y alargó el brazo hasta que tocó con los dedos el frío metal. Sacó la pistola y se la llevó al Camisa Roja.

El hombre no le dio las gracias. Cogió su arma y se puso en pie de un salto, apuntando a la cara del infectado.

—Esto es malo, muy malo. Cada vez sucede con más frecuencia. Se sabe cuando alguien se ha drogado con el Éxtasis.

—Así que era el Éxtasis —murmuró Thomas.

—¿Lo sabías? —inquirió el Camisa Roja.

—Bueno, le vi algo raro cuando entré aquí.

—¿Y no dijiste nada? —la piel alrededor de la máscara del guardia casi hacía juego con el color de su camisa—. ¿Qué te pasa?

A Thomas le desconcertó la cólera repentina del Camisa Roja.

—Lo… lo siento. No sabía muy bien lo que pasaba.

El infectado se había hecho un ovillo en el suelo y sollozaba. El Camisa Roja se apartó de él y miró a Thomas con dureza.

—¿No lo sabías? ¿Qué clase de…? ¿De dónde eres?

Entonces a él le entraron unas ganas terribles de echar a correr.

—Soy… me llamo Thomas. No soy nadie. Es que… —buscó algo que decir para explicarse— no soy de aquí. Lo siento.

El Camisa Roja le apuntó con la pistola.

—Siéntate. Siéntate aquí —señaló con la pistola una silla que había allí cerca.

—¡Espera. Juro que soy inmune! —su corazón latía a toda velocidad—. Por eso…

—¡Siéntate, maldita sea! ¡Ya!

Las rodillas de Thomas cedieron y cayó en la silla. Echó un vistazo a la puerta y se calmó un poco cuando vio allí a Minho, acompañado de Brenda y Jorge a sus espaldas. Pero no quería involucrar a sus amigos, no quería que les hicieran daño, por lo que les hizo un gesto de negación con la cabeza para que se mantuvieran al margen.

El Camisa Roja ignoró a la gente de la puerta y se concentró en Thomas.

—Si estás tan seguro de que eres un mune, entonces no te importará que te haga la prueba, ¿no?

—No —en realidad, la idea le aliviaba. A lo mejor aquel hombre le dejaba marchar en cuanto se diera cuenta de que decía la verdad—. Hazla, adelante.

El Camisa Roja enfundó su pistola y se le acercó. Cogió su dispositivo y se inclinó hacia delante para colocárselo en la cara.

—Mira dentro. Abre los ojos —dijo—. No tardará más que unos segundos.

Thomas obedeció, pues quería terminar lo antes posible. Vio el mismo destello de luces multicolores que había visto en la puerta de la ciudad y sintió el mismo soplo de aire y el pinchazo en el cuello.

El Camisa Roja retiró el dispositivo y leyó los resultados en una pequeña pantalla.

—Bueno, mira por donde, eres un maldito mune después de todo. Ahora explícame qué haces en Denver y por qué no sabes nada del Éxtasis o cómo identificar a un usuario.

—Trabajo para CRUEL —aquello salió de su boca antes de pensarlo. Tan sólo quería salir de allí.

—Me creo esa mierda tanto como que el problema de ese no tiene nada que ver con el Destello. Como te levantes, empezaré a disparar.

Thomas tragó saliva. No estaba más asustado que enfadado consigo mismo por haberse metido en aquella ridícula situación.

—Vale —asintió.

Pero el Camisa Roja ya se había dado la vuelta en dirección a los refuerzos que acababan de llegar: cuatro personas cubiertas de la cabeza a los pies, salvo la cara, con un grueso plástico verde. Llevaban unas gafas protectoras y debajo, una máscara como la del Camisa Roja. A Thomas le vinieron unas imágenes a la cabeza, pero la que duró fue el recuerdo más nítido: cuando se le llevaron de la Quemadura en un iceberg después de que se le infectara la herida de bala. Los de aquella nave vestían igual que esas cuatro personas.

—¿Qué es esto? —dijo uno de ellos, con la voz también mecanizada—. ¿Has atrapado a dos?

—No exactamente —contestó el Camisa Roja—. Este es un mune, que por lo visto quiso quedarse por aquí a contemplar el espectáculo.

—¿Un mune? —sonó incrédulo.

—Un mune. Se quedó ahí quieto cuando el resto salió huyendo; dice que quería ver lo que pasaba. Para más inri, dice que sospechaba que nuestro futuro raro estaba bajo los efectos del Éxtasis y no se lo dijo a nadie, sino que continuó bebiendo café como si no sucediera nada malo.

Todos miraron a Thomas, pero este permaneció callado y se encogió de hombros.

El Camisa Roja retrocedió cuando los cuatro trabajadores protegidos rodearon al infectado, que seguía sollozando y estaba tumbado sobre un costado en el suelo. Uno de los recién llegados sujetaba con ambas manos un grueso objeto de plástico azul cuyo extremo tenía una extraña cánula. Apuntaba al hombre del suelo como si se tratara de un arma. Su propósito no presagiaba nada bueno y Thomas buscó en su mente desprovista de recuerdos para averiguar qué podría ser, sin que al final se le ocurriera nada.

—Necesitamos que estire las piernas, señor —dijo el que parecía ser el jefe del grupo—. Mantenga el cuerpo quieto, no se mueva y relájese.

—¡No lo sabía! —gimió el hombre—. ¿Cómo iba a saberlo?

—¡Sí lo sabías! —gritó el Camisa Roja a su lado—. Nadie toma el Éxtasis por placer.

—¡Me gusta cómo me hace sentir!

La súplica en la voz del hombre hizo que Thomas sintiera una lástima increíble por él.

—Hay un montón de drogas más baratas que esa. Deja de mentir y cierra el pico —el Camisa Roja movió la mano como si estuviera espantando una mosca—. A quién le importa. Meted en una bolsa a este imbécil.

Thomas observó cómo el infectado se encogía aún más, pegándose las rodillas al pecho con ambos brazos.

—No es justo, ¡no lo sabía! Echadme de la ciudad: juro que no regresaré nunca. Lo juro, ¡lo juro! —rompió en otra serie angustiosa de sollozos.

—Ah, sí, te sacarán —dijo el Camisa Roja, y por algún motivo miró de soslayo a Thomas. Parecía sonreír detrás de la máscara; sus ojos brillaban con algo parecido al júbilo—. Sigue mirando, mune. Te va a gustar.

De improviso, Thomas odió al Camisa Roja como no había odiado a nadie en su vida. Dejó de mirarle y se centró en las cuatro personas que se habían arrodillado para acercarse al pobre hombre del suelo.

—¡Estire las piernas! —repitió uno de ellos—. O le va a doler muchísimo. Estírelas, ¡ya!

—¡No puedo! ¡Por favor, dejen que me marche!

El Camisa Roja pasó por encima del hombre y empujó a uno de los trabajadores para agacharse y colocar la pistola en la cabeza del enfermo.

—Estira las piernas o te meto una bala en el cerebro y lo hago más fácil para todo el mundo. ¡Hazlo!

Thomas no podía concebir la total falta de compasión del guardia.

Lloriqueando, con los ojos llenos de terror, el infectado extendió las piernas poco a poco y todo su cuerpo tembló cuando se tumbó en el suelo. El Camisa Roja se apartó y volvió a enfundar su pistola.

La persona con el extraño objeto azul enseguida se colocó detrás de la cabeza del enfermo y apoyó la cánula en la coronilla de su cráneo, apretándolo contra el pelo.

—Intente no moverse —era una mujer, y la voz que se filtraba por la máscara a Thomas le sonó aún más espeluznante que las de los hombres—. O perderá algo.

Thomas apenas tuvo tiempo de pensar a qué se refería antes de que apretara un botón y una sustancia parecida a un gel saliera por la cánula. Era azul y viscoso, pero se movía rápido. Se extendió por la cabeza del hombre y le envolvió las orejas y el rostro. Este gritó, pero el sonido se interrumpió cuando el gel alcanzó su boca y le bajó por el cuello y los hombros. La sustancia se endurecía al moverse, se convertía en una especie de caparazón traslúcido. En cuestión de segundos, la mitad del cuerpo infectado estaba rígido, envuelto en aquella cosa que calaba hasta la última grieta de su piel y la última arruga de su ropa.

Thomas advirtió que el Camisa Roja le observaba y por fin se decidió a mirarle a los ojos.

—¿Qué? —preguntó.

—Menudo espectáculo, ¿eh? —respondió el Camisa Roja—. Disfruta mientras dure. Cuando termine, te vienes conmigo.