Fueron a una cafetería cercana, que les habían recomendado Hans y su esposa.
Thomas no había estado en un lugar así antes. Al menos, no lo recordaba. Los clientes hacían cola junto al mostrador para que les sirvieran café y dulces, y luego se dirigían a una mesa o volvían a salir por la puerta. Observó cómo una anciana nerviosa no dejaba de levantar su mascarilla para darle sorbos a una bebida caliente. Uno de los guardias con camisa roja se hallaba en la entrada y, cuando transcurría un par de minutos, utilizaba un artefacto para hacer la prueba del Destello a gente al azar. Un extraño aparato metálico le tapaba la boca y la nariz.
Thomas se sentó con Minho y Brenda a una mesa del fondo mientras Jorge iba a buscar la comida y las bebidas. Los ojos de Thomas no podían apartarse de un hombre, de unos treinta y cinco o cuarenta años, que estaba sentado en un banco cerca de ellos, enfrente de una gran ventana que daba a la calle. No había tocado su café desde que ellos llegaron y ya no salía humo de la taza. El hombre estaba encorvado, con los codos sobre las rodillas, las manos juntas pero no apretadas, y la mirada fija en un punto al otro extremo del local.
Había algo inquietante en su rostro, que se revelaba totalmente inexpresivo. Los ojos aparentaban flotar en sus cuencas, pero aun así había cierta satisfacción en ellos. Cuando Thomas se lo señaló a Brenda, ella le susurró que debía de estar bajo la influencia del Éxtasis y le encarcelarían si le pillaban. A él se le pusieron los pelos de punta. Esperaba que aquel hombre se marchara pronto.
Jorge volvió con unos bocadillos y unas tazas humeantes de café, y los cuatro comieron y bebieron en silencio. Thomas sabía que todos eran conscientes de la urgencia de la situación, pero agradecía poder descansar y recuperar fuerzas.
Acabaron, pero cuando ya se disponían a marcharse, Brenda se quedó sentada.
—¿Os importaría esperar fuera unos minutos? —pidió. Por su mirada era obvio que se refería a Jorge y Minho.
—¿Disculpa? —respondió Minho con un tono exasperado—. ¿Más secretos?
—No. No es nada de eso, lo prometo. Es que necesito un momento. Quiero decirle algo a Thomas.
Thomas estaba sorprendido, pero sentía curiosidad y volvió a sentarse.
—Sal —dijo, dirigiéndose a Minho—. Ya sabes que no te oculto nada. Y ella también lo sabe.
Su amigo refunfuñó, pero al final se marchó con Jorge y ambos les esperaron en la acera, cerca de la ventana más próxima. Minho le dedicó a Thomas una sonrisa bobalicona y le saludó con la mano. Su sarcasmo dejaba claro que no estaba precisamente contento. Thomas le devolvió el saludo y se centró en Brenda.
—¿Y bien? ¿De qué va todo esto? —preguntó.
—Sé que debemos darnos prisa, pero no tardaré mucho. No hemos tenido tiempo de estar solos y quiero asegurarme de que sabes que lo que sucedió en la Quemadura no fue teatro. Estaba trabajando, fui hasta allí para ayudarles a avanzar, pero me acerqué a ti y eso me cambió. Y creo que hay un par de cosas que mereces saber sobre mí, sobre la ministra Paige, sobre…
Thomas levantó la mano para interrumpirla.
—Por favor, para.
La chica se retiró con expresión de sorpresa.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No quiero saber nada; no quiero saber nada más. Lo único que me importa es lo que vamos a hacer a partir de ahora. No quiero saber nada sobre mi pasado ni el tuyo ni el de CRUEL. Nada. Y tenemos que ponernos en marcha.
—Pero…
—No, Brenda. Lo digo en serio. Estamos aquí, tenemos un objetivo y eso es en lo que debemos centrarnos. No se hable más.
Ella le miró sin decir nada y bajó la vista a sus manos, que estaban apoyadas sobre la mesa.
—Pues lo único que diré es que creo que lo estás haciendo bien y vas bien encaminado. Y yo seguiré ayudándote lo mejor que pueda.
Thomas esperó no haber herido sus sentimientos, pero lo había dicho en serio. Ya era hora de dejar pasar algunas cosas, aunque resultara evidente que la chica se moría por contarle algo. Mientras buscaba una respuesta, sus ojos volvieron al hombre extraño del banco. Había sacado algo de su bolsillo que no alcanzaba a ver y lo estaba apretando contra la parte interior de su codo. Cerró los ojos en un largo parpadeo y pareció algo aturdido cuando los volvió a abrir. Echó la cabeza despacio hacia atrás hasta que la apoyó en la ventana.
El guardia de la camisa roja entró a la cafetería y Thomas se inclinó hacia delante para verlo mejor. El Camisa Roja se acercó al banco donde el hombre drogado descansaba plácidamente. Una mujer bajita se colocó junto al controlador para susurrarle algo al oído mientras se movía con nerviosismo.
—¿Thomas? —lo llamó Brenda.
Él se llevó un dedo a los labios y señaló con la cabeza hacia la potencial confrontación. La chica se volvió en su asiento para ver lo que pasaba.
El Camisa Roja le dio una patada en el pie al tipo del banco, que se estremeció y alzó la vista. Los hombres comenzaron a intercambiar palabras, pero Thomas no oyó lo que decían por el bullicio y los murmullos de la atestada cafetería. El hombre que minutos atrás había estado tranquilo de pronto pareció asustado.
Brenda se volvió hacia Thomas.
—Tenemos que salir de aquí. Ya.
—¿Por qué?
El aire pareció condensarse. Thomas sentía curiosidad por lo que estaba a punto de suceder.
Ella ya se estaba levantando.
—¡Vamos!
Se dio la vuelta y caminó con brío hacia la salida, y él finalmente la siguió. Acababa de levantarse de la silla cuando el Camisa Roja sacó una pistola, apuntó al hombre del banco y colocó el dispositivo de análisis ante su cara. Pero el hombre le asestó un golpe y se precipitó hacia delante, empujando al controlador. Thomas, paralizado por la impresión, no pudo despegar la vista de la escena al tiempo que la pistola desaparecía bajo un mostrador. Los dos hombres se estrellaron contra una mesa y cayeron al suelo.
El Camisa Roja comenzó a gritar; su voz sonaba casi como la de un robot al atravesar la máscara metálica protectora que le tapaba la boca y la nariz:
—¡Tenemos a un infectado! ¡Que todo el mundo evacúe el edificio!
Se hizo el caos absoluto y los gritos inundaron el aire mientras todos corrían hacia la única salida.