Capítulo 2

Thomas se lo había imaginado infinidad de veces: lo que haría, lo que diría. Cómo se apresuraría a enfrentarse a cualquiera que entrara y después echaría a correr para huir, escapar. Pero aquellas ideas eran más bien por puro entretenimiento. Sabía que CRUEL no permitiría que sucediera nada parecido. No, tenía que planearlo todo al detalle antes de actuar.

Cuando ocurrió de verdad, cuando la puerta se abrió con el ligero sonido de un soplido y quedó abierta de par en par, Thomas se sorprendió ante su propia reacción: no hizo nada. Algo le decía que una barrera invisible había aparecido entre él y el escritorio, como en los dormitorios al salir del Laberinto. No era el momento de actuar. Aún no.

Apenas experimentó una leve sorpresa cuando entró el Hombre Rata, el tipo que habló a los clarianos de la última prueba a la que les iban a someter, a través de la Quemadura. Tenía la misma nariz larga, los mismos ojos de comadreja; aquel pelo grasiento, peinado sobre una calva evidente que ocupaba la mitad de su cabeza. El mismo ridículo traje blanco. Aunque parecía más pálido que la última vez que le vio y sujetaba con la parte interior de su codo una gruesa carpeta llena de papeles arrugados, colocados desordenadamente, mientras arrastraba una silla de respaldo recto.

—Buenos días, Thomas —dijo con un forzado gesto de cabeza.

Sin esperar respuesta, cerró la puerta, puso la silla detrás del escritorio y se sentó. Dejó la carpeta delante de él, la abrió y comenzó a hojear las páginas. Cuando encontró lo que estaba buscando, se detuvo y apoyó las manos encima. Después, esbozó una patética sonrisa y fijó los ojos en Thomas.

Cuando finalmente habló, se dio cuenta de que llevaba semanas sin hacerlo y su voz sonó ronca:

—Sería un buen día si me dejaras salir.

No hubo ni un atisbo de cambio en la expresión del hombre.

—Sí, sí, lo sé. No tienes que preocuparte. Hoy vas a oír muchas noticias positivas. Confía en mí.

Thomas reflexionó sobre aquello, avergonzado por dejar que le diera esperanzas, aunque fuera un segundo. Debería saber ya lo que le aguardaba.

—¿Noticias positivas? ¿No nos escogisteis porque pensabais que éramos inteligentes?

El Hombre Rata se quedó callado varios segundos antes de responder.

—Inteligentes, sí. Entre otras razones importantes —se detuvo para estudiar a Thomas antes de seguir—. ¿Crees que disfrutamos con todo esto? ¿Crees que disfrutamos viendo cómo sufres? Todo tiene un objetivo y muy pronto tendrá sentido para ti —la intensidad de su voz había aumentado hasta prácticamente gritar la última palabra y se había ruborizado.

—¡Vaya! —exclamó Thomas, cada vez más atrevido—. Cálmate un poquito, tío. Te quedan tres minutos para que te dé un ataque al corazón.

Le sentó bien decir aquellas palabras.

El hombre se levantó de la silla y se inclinó sobre el escritorio. Las venas de su cuello sobresalían como cuerdas tensas. Se volvió a sentar despacio y respiró varias veces profundamente.

—Sería de esperar que casi cuatro semanas encerrado en este habitáculo blanco le dieran una lección de humildad a un chico, pero tú pareces más arrogante que nunca.

—Entonces, ¿vas a decirme que no estoy loco? ¿Que no tengo el Destello ni lo tuve nunca? —Thomas no pudo reprimirse. La rabia aumentó en él hasta un punto que creía que iba a explotar. Pero se obligó a bajar la voz—. Eso es lo que me ha mantenido cuerdo todo este tiempo. En el fondo sabía que habíais mentido a Teresa, que esa no era más que otra de vuestras pruebas. Bueno, ¿y ahora adónde voy? ¿Me vas a enviar a la fuca luna? ¿O a cruzar un océano a nado en ropa interior? —sonrió para acentuar más el énfasis.

El Hombre Rata había estado mirando a Thomas con la vista perdida durante su perorata.

—¿Has terminado?

—No, no he terminado —había esperado día tras día una oportunidad para hablar, pero, ahora que por fin había llegado, su mente estaba en blanco. Se había olvidado de todos los guiones que había desarrollado en su cabeza—. Quiero… quiero que me lo cuentes todo. Ya.

—Oh, Thomas —dijo el Hombre Rata en voz queda, como si fuera a darle una noticia triste a un niño pequeño—, no te hemos mentido. Sí tienes el Destello.

Thomas se quedó desprevenido y un escalofrío cortó la intensidad de su cólera. ¿Seguía mintiendo el Hombre Rata?, se preguntó. Pero se encogió de hombros, como si aquella noticia la hubiera sospechado siempre.

—Bueno, aún no he comenzado a volverme loco.

Hubo un momento —después de todo aquel tiempo cruzando la Quemadura, de estar con Brenda, rodeado de raros— en que asumió que acabaría contrayendo el virus. Pero se decía para sus adentros que todavía estaba bien. Seguía cuerdo. Y eso era lo que importaba por ahora.

El Hombre Rata suspiró.

—No lo entiendes. No entiendes qué he venido a decirte.

—¿Por qué iba a creer las palabras que salen de tu boca? ¿Cómo esperas que lo haga?

Thomas se dio cuenta de que se había levantado, pero no recordaba haberlo hecho. Su pecho subía y bajaba por la dificultosa respiración. Tenía que controlarse. La mirada del Hombre Rata era fría; sus ojos, dos negros pozos. Estuviera o no mintiendo, Thomas sabía que tendría que escucharle si quería abandonar la habitación blanca. Hizo un esfuerzo por calmar su respiración. Esperó.

Tras varios segundos en silencio, el visitante continuó:

—Sé que te hemos mentido. A menudo. Te hemos hecho unas cuantas cosas terribles a ti y a tus amigos. Pero era todo parte de un plan con el que no sólo estuviste de acuerdo, sino que ayudaste a poner en marcha. Hemos tenido que llevarlo un poco más lejos de lo que esperábamos al principio, de eso no hay duda. Sin embargo, todo ha ido según lo que previeron los creadores, lo que tú previste en su lugar después de que fueran… purgados.

Thomas negó con la cabeza lentamente; sabía que, de alguna manera, había tenido algo que ver con esa gente, pero el hecho de hacer pasar a alguien por lo que habían vivido era incomprensible.

—No me has contestado. ¿Cómo puedes esperar que crea lo que dices?

Recordaba más de lo que contaba, por supuesto. Aunque la ventana a su pasado estaba cubierta de mugre y no revelaba más que borrosos retazos, sabía que había trabajado con CRUEL. Sabía que también lo había hecho Teresa y que ambos ayudaron a crear el Laberinto. Había recordado algunas cosas más.

—Porque, Thomas, no tiene sentido mantenerte en la ignorancia —respondió el Hombre Rata—. Ya no.

De repente se sintió cansado, como si se hubiera quedado sin fuerzas, sin nada. Se dejó caer al suelo con un fuerte suspiro y negó con la cabeza.

—Ni siquiera sé qué significa eso.

¿Qué sentido tenía mantener una conversación cuando no podía confiar en sus palabras?

El Hombre Rata siguió hablando, pero su tono cambió; se hizo menos indiferente y clínico, más profesional:

—Está claro que eres consciente de que existe una enfermedad horrible que devora las mentes humanas en el mundo entero. Todo lo que hemos hecho hasta ahora ha sido calculado con un único propósito: analizar los patrones de tu cerebro y crear un programa a partir de ellos. El objetivo es utilizar ese programa con el fin de que desarrolle una cura para el Destello. Las vidas perdidas, el dolor y el sufrimiento… desde el principio sabías lo que estaba en juego. Todos lo sabíamos. Se hizo para asegurar la supervivencia de la raza humana. Y estamos muy cerca. Muy, muy cerca.

Los recuerdos habían vuelto a Thomas en varias ocasiones. El Cambio, los sueños que había tenido desde entonces, imágenes efímeras aquí y allá, como rápidos relámpagos en su mente. Y en ese instante, al escuchar al hombre de blanco, tuvo la sensación de hallarse junto a un precipicio con todas las respuestas a punto de ascender desde las profundidades para que él las viera en su totalidad. Las ansias por alcanzar esas respuestas eran casi demasiado fuertes para mantenerlas a raya.

Pero seguía sin fiarse. Sabía que había formado parte de aquello, que ayudó a diseñar el Laberinto, que había tomado el mando tras la muerte de los creadores y que el programa continuaba con nuevos reclutas.

—Recuerdo lo suficiente para avergonzarme de mí mismo —admitió—. Pero pasar por este tipo de abuso es muy distinto a planificarlo. No está bien.

El Hombre Rata se rascó la nariz y se movió en su asiento. Algo en la réplica de Thomas le había afectado.

—Veremos lo que piensas al final del día, Thomas. Ya lo veremos. Pero deja que te pregunte: ¿me estás diciendo que no merece la pena perder unas pocas vidas para salvar la de incontables personas? —el hombre volvió a hablar con pasión, inclinándose hacia delante—. Es un axioma muy antiguo, pero ¿crees que el fin justifica los medios? ¿Cuando no queda otra opción?

Thomas se quedó con la vista fija. Era una pregunta que no tenía una buena respuesta.

Quizás el gesto que hizo el Hombre Rata fuera una sonrisa, pero parecía más bien una mueca despectiva.

—Pues recuerda que una vez creíste que sí, Thomas —empezó a recoger sus papeles como si fuera a marcharse, pero no se movió—. Estoy aquí para decirte que todo está organizado y nuestros datos se hallan casi completos. Estamos en la cúspide de algo grande. En cuanto tengamos el programa, podrás ir a llorarles a tus amigos lo injustos que hemos sido.

Thomas deseó interrumpir al hombre con duras palabras, pero se contuvo.

—¿Cómo vais a conseguir el programa del que me hablas a base de torturarnos? ¿Qué puede tener que ver enviar a la fuerza a un puñado de adolescentes a lugares terribles, mientras observáis cómo algunos mueren, con encontrar una cura para una enfermedad?

—Absolutamente todo —suspiró con fuerza—. Chico, pronto lo recordarás y tengo el presentimiento de que lo vas a lamentar mucho. Entretanto, hay algo que debes saber; incluso puede que te haga volver en sí.

—¿Y qué es? —Thomas no tenía ni idea de lo que quería decirle el hombre.

El visitante se levantó, se alisó las arrugas de sus pantalones y se colocó bien la bata. Luego juntó las manos a su espalda.

—El virus del Destello vive en cada parte de tu cuerpo, aunque no tiene efecto en ti ni lo tendrá nunca. Perteneces a un grupo de personas extremadamente singulares. Eres inmune al Destello.

Thomas tragó saliva, estupefacto.

—En el exterior, en las calles, a los que sois así os llaman «munes» —continuó el Hombre Rata—. Y os odian muchísimo.