Capítulo 19

Thomas tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. No, no era eso. Unas luces brillantes se arqueaban en su campo de visión y le cegaban. No podía pestañear ni cerrar los párpados para dejar de verlas. El dolor anegaba su cuerpo; su piel parecía haberse fundido con los músculos y los huesos. Intentó gritar, pero era como si hubiese perdido el control total de sus funciones. Los brazos, las piernas y el torso se sacudían sin importar lo mucho que se esforzara por detenerlos.

El chisporroteo y estallido de la electricidad inundaban sus oídos, pero pronto los sustituyó otro ruido: un zumbido grave que retumbaba en sus oídos y vibraba en su cabeza. Apenas estaba consciente, entraba y salía de un abismo que quería tragárselo. Pero en su interior sabía lo que era aquel sonido. Los motores del iceberg se habían puesto en marcha y los propulsores despedían llamas azules.

Inmediatamente pensó que le estaban abandonando. Primero, Teresa y los demás; y ahora, sus mejores amigos y Jorge. No podía soportar más traiciones; dolían demasiado. Le dieron ganas de gritar; aguijonazos de dolor se clavaban en cada centímetro de su cuerpo, el olor a quemado le abrumaba. No, no le habían abandonado. Lo sabía.

Poco a poco, su visión comenzó a aclararse y las cargas blancas de calor disminuyeron en fuerza y número. Parpadeó. Había dos y, luego, tres figuras vestidas de negro sobre él, con las armas apuntándole a la cara. Guardias. ¿Iban a matarle? ¿Le arrastrarían de nuevo con el Hombre Rata para que le hiciera más pruebas? Uno de ellos habló, pero Thomas no oyó sus palabras; la estática zumbaba en sus oídos.

De repente, los guardias desaparecieron, derrotados por dos figuras que parecían volar en el aire. Sus amigos, tenían que ser sus amigos. A través de una nube de humo, Thomas vio el techo del hangar muy arriba. El dolor casi se había ido, reemplazado por un entumecimiento que le hacía preguntarse si podía moverse. Rodó a la derecha, luego a la izquierda, después se apoyó sobre un codo, débil y atontado. Unos cuantos hilos de electricidad recorrieron su cuerpo y desaparecieron en el cemento. Lo peor había pasado. O eso esperaba.

Volvió a moverse y miró por encima del hombro. Minho y Newt estaban sentados a horcajadas sobre un guardia cada uno, dándoles una paliza de muerte. Jorge se hallaba entre los clarianos, disparando su abrasador lanzagranadas en todas las direcciones. La mayoría de los guardias debía de haberse rendido o los habían inutilizado; de lo contrario, Thomas y el resto no podrían haber llegado tan lejos. O quizá, pensó, los guardias estaban fingiendo y representaban un papel, como todos los demás en las Pruebas.

No le importaba. Tan sólo quería salir de allí. Y su vía de escape estaba delante de él.

Con un gemido se colocó bocabajo para después tomar impulso con las manos y las rodillas. Cristales rotos, el crepitar de los rayos, el estrépito de las armas disparando y el silbido de las balas al tocar el metal inundaban el aire a su alrededor. Si alguien le disparaba entonces, no podría hacer nada. Tan sólo podía arrastrarse hacia el iceberg. Los propulsores de la nave zumbaron al cargarse y aquella cosa vibró entera al tiempo que sacudía el suelo bajo sus pies. La escotilla estaba a pocos pasos. Tenían que subir a la nave.

Intentó gritarle algo a Minho y los otros, pero sólo emitió un gorjeo. A cuatro patas, como un perro herido, comenzó a avanzar tan rápido como se lo permitía el cuerpo; tenía que esforzarse para sacar la fuerza que le quedaba. Llegó al borde de la rampa, se colocó encima y comenzó a subir poco a poco. Los músculos le dolían y las náuseas trepaban por su estómago. Los ruidos de la batalla golpeaban sus oídos y le desquiciaban al recordarle que algo podía darle en cualquier momento.

Ya se encontraba a medio camino. Se volvió para mirar a sus amigos: retrocedían hacia él y ahora los tres disparaban. Minho tuvo que pararse para recargar y Thomas se preparó para ver cómo le disparaban con una pistola o una granada. Pero su amigo terminó y siguió subiendo. Los tres habían llegado al final de la escotilla y estaban muy cerca de conseguirlo.

Thomas intentó hablar de nuevo; en esta ocasión sí lo logró, aunque sonó como un perro herido.

—¡Ya vale! —gritó Jorge—. ¡Sujétalo y arrástralo!

Jorge subió corriendo la rampa, pasó junto a él y desapareció en el interior. Se oyó un fuerte chasquido, la rampa comenzó a elevarse y las bisagras chirriaron. Thomas se dio cuenta de que se había caído y su rostro descansaba sobre la plataforma de metal, aunque no recordaba cuándo había sucedido. Notó que unas manos tiraban de su camiseta y que lo elevaban por el aire. A continuación, cayó de nuevo en el interior de la escotilla cuando se cerró herméticamente.

—Perdona, Tommy —murmuró Newt a su oído—. Creo que podría haber sido un poco más delicado.

Aunque estaba casi inconsciente, una alegría indescifrable se apoderó de su corazón: estaban escapando de CRUEL. Soltó un débil gruñido con la intención de compartirlo con su amigo. Luego cerró los ojos y se desmayó.