El olor fue lo que empezó a desquiciar a Thomas.
No fue por llevar más de tres semanas solo. No fueron las paredes, el techo ni el suelo de color blanco. No fue porque no hubiera ventanas o el hecho de que nunca apagaran las luces. Nada de eso. Le habían quitado el reloj, le alimentaban con la misma comida tres veces al día —un trozo de jamón, puré de patatas, zanahorias crudas, una rebanada de pan y agua—, nunca le hablaban y no permitían entrar a nadie en la habitación. Sin libros, sin películas, sin juegos.
Aislamiento total. Ya habían pasado más de tres semanas, aunque había empezado a dudar de su percepción del tiempo, que se basaba puramente en su instinto. Intentaba adivinar cuándo caía la noche para asegurarse de que sólo dormía durante lo que a él le parecían las horas normales. Las comidas ayudaban, aunque no llegaban con regularidad. Como si pretendieran desorientarlo.
Solo. En una habitación acolchada, carente de color. Las únicas excepciones eran un pequeño váter de acero inoxidable en un rincón, casi escondido, y un viejo escritorio de madera que Thomas no usaba para nada. Solo en un silencio insoportable, con tiempo ilimitado para pensar en la enfermedad que arraigaba en su interior: el Destello, aquel virus progresivo y silencioso que lentamente iba eliminando todo aquello que convertía en humano a una persona.
Nada de aquello le volvía loco.
Era el hedor que emanaba, y por alguna razón le ponía tan tenso que sus nervios eran capaces de cortar el sólido bloque de la cordura. No le dejaban ducharse o bañarse, no le habían dado ropa para que se cambiara desde que llegó ni nada con lo que limpiar su cuerpo. Un simple trapo le habría ayudado; podría haberlo mojado en el agua que le daban para beber y al menos haberse limpiado la cara. Pero no tenía nada más que la ropa sucia que llevaba puesta cuando le encerraron allí. Ni siquiera había sábanas. Dormía hecho un ovillo, con el trasero encajado en una esquina de la habitación y los brazos cruzados para intentar coger algo de calor, puesto que a menudo temblaba.
No sabía por qué el mal olor de su propio cuerpo era lo que más le asustaba; tal vez era una señal de que había perdido el juicio. Pero, por algún motivo, su precaria higiene se le agolpaba en la cabeza y le provocaba pensamientos terribles. Como si se estuviera pudriendo, descomponiendo, y sus entrañas se hubieran vuelto tan rancias como se sentía por fuera.
Eso era lo que le preocupaba, aunque pareciera irracional. Tenía bastante comida y agua suficiente para saciar la sed; también descansaba y hacía el ejercicio que podía en aquella pequeña habitación, donde a menudo se ponía a correr durante horas sin avanzar. Por lógica sabía que estar sucio no tenía nada que ver con la fuerza de su corazón o el funcionamiento de sus pulmones. Aun así, su mente empezaba a creer que aquel hedor incesante representaba a la muerte cada vez más cercana y a punto de devorarlo.
Todos aquellos oscuros pensamientos le hacían preguntarse si Teresa no le habría mentido la última vez que hablaron, cuando le dijo que era demasiado tarde para él e insistió en que pronto sucumbiría al Destello y se volvería loco y violento. Que ya había perdido la cordura antes de llegar a aquel horrible lugar. Hasta Brenda le había advertido de que la situación iba a empeorar. Quizás ambas tenían razón.
Y a eso se sumaba la preocupación por sus amigos. ¿Qué les había sucedido? ¿Dónde estaban? ¿Qué causaba el Destello en sus mentes? Después de todo a lo que habían estado sometidos, ¿así iban a terminar?
La cólera le invadía como una rata temblorosa en busca de un lugar cálido, de unas migas de comida. Y conforme transcurrían los días, la ira se intensificaba de tal manera que a veces Thomas se ponía a temblar incontrolablemente antes de poder contener la furia y guardarla. No quería que se fuera para siempre; tan sólo la almacenaba y dejaba que aumentara. Esperaba el momento adecuado, el lugar adecuado, para desatarla. CRUEL le había hecho todo aquello. CRUEL le había arrebatado su vida, a él y a sus amigos, y los utilizaban para cualquier fin que consideraran necesario. No importaban las consecuencias.
Y por ese motivo lo pagarían. Thomas se juraba aquello miles de veces al día.
Todas esas cosas le pasaron por la cabeza cuando se sentó con la espalda apoyada en la pared, mirando a la puerta —y al feo escritorio de madera que había enfrente—, en lo que suponía que era la última hora de la mañana de su vigésimo segundo día cautivo en la habitación blanca. Siempre hacía lo mismo tras el desayuno, tras el ejercicio. Esperaba contra toda esperanza que la puerta se abriera —en realidad, que se abriera del todo—, la puerta entera, no sólo la rendija inferior por la que le pasaban la comida.
Ya había intentado infinidad de veces abrir la puerta él mismo, pero los cajones del escritorio estaban vacíos, no había nada más que olor a moho y cedro. Miraba todas las mañanas por si había aparecido algo por arte de magia mientras dormía. Aquellas cosas sucedían a veces cuando se trataba de CRUEL.
Y así estaba sentado, con la vista clavada en la puerta. Paredes blancas y silencio. El olor de su propio cuerpo. Pensando en sus amigos: Minho, Newt, Fritanga y los otros pocos clarianos que quedaban vivos. Brenda y Jorge, que habían desaparecido sin dejar rastro tras su rescate en el gigantesco iceberg. Harriet y Sonya, las demás chicas del Grupo B, y Aris. Pensó en Brenda y la advertencia que le había hecho la primera vez que despertó en la habitación blanca. ¿Cómo había hablado en su mente? ¿Estaba o no de su parte?
Pero, sobre todo, pensó en Teresa. No podía sacársela de la cabeza, aunque la odiaba un poco más cada instante que pasaba. Sus últimas palabras habían sido «CRUEL es buena», y fuera cierto o no, para Thomas ella había acabado representando todas las cosas terribles que habían pasado. Cada vez que pensaba en ella, la cólera bullía en su interior.
Quizá toda esa rabia era la última cuerda que le ataba a la cordura mientras esperaba.
Comía. Dormía. Hacía ejercicio. Ansiaba la venganza. Eso fue lo que hizo durante tres días más. Solo.
Al vigésimo sexto día, la puerta se abrió.