Aunque la cámara del rey es oscura, el rey dice:
—Debemos mirar en el espejo de la verdad. Yo creo que soy culpable, pues lo que suponía tener no lo tenía.
Enrique mira a Cranmer como diciendo: ahora es vuestro turno; yo confieso mi culpa, dadme pues la absolución. El arzobispo parece muy afectado; no sabe qué dirá Enrique a continuación, o si puede confiar en sí mismo para responder. No es una noche esta para la que le preparase nunca Cambridge.
—No fuisteis negligente —le dice al rey; lanza una mirada interrogante, como una larga aguja, hacia él, hacia Cromwell—. En estas cuestiones, la acusación no debería llegar, en realidad, antes de las pruebas.
—Debéis tener en cuenta —le dice él a Cranmer, pues él es suave y flexible y dispone de frases abundantes—, debéis tener en cuenta que no yo sino todo el consejo del rey examinó a los gentilhombres que ahora están acusados. Y el consejo del rey os convocó, os expuso la materia y no pusisteis reparos. Como vos mismo habéis dicho, mi señor arzobispo, no habríamos ido tan lejos en el asunto sin una seria consideración.
—Cuando miro hacia atrás —dice Enrique—, encajan tantas cosas en su sitio… Fui embaucado y traicionado. Tantos amigos perdidos, amigos y buenos servidores, perdidos, apartados, desterrados de la corte. Y peor…, pienso en Wolsey. La mujer a la que yo llamaba «mi esposa» utilizó contra él todo su ingenio, todas las armas de la astucia y el rencor.
¿Qué esposa sería esa? Tanto Catalina como Ana trabajaron contra el cardenal.
—No sé cómo he podido estar tan engañado —dice Enrique—. Pero ¿no llama san Agustín al matrimonio «una vestidura mortal de esclavitud»?
—Crisóstomo —murmura Cranmer.
—Pero dejemos eso a un lado —dice rápidamente él, Cromwell—. Si este matrimonio se deshace, Majestad, el Parlamento os pedirá que volváis a casaros.
—Me atrevo a decir que sí que lo hará. ¿Cómo puede un hombre cumplir su deber al mismo tiempo con su reino y con Dios? Pecamos incluso en el propio acto de la generación. Debemos tener descendientes, y los reyes en especial, y sin embargo se nos advierte contra la lujuria; incluso en el matrimonio, hay algunas autoridades que dicen que amar a la esposa desmedidamente es una especie de adulterio, ¿verdad?
—Jerónimo —cuchichea Cranmer: como si inmediatamente repudiara al santo—. Pero hay muchas otras doctrinas que son más cómodas, y que alaban el estado marital.
—Rosas arrancadas de las espinas —dice él—. La Iglesia no ofrece mucho consuelo al hombre casado, aunque Pablo diga que deberíamos amar a nuestras esposas. Es difícil, Majestad, no pensar que el matrimonio es intrínsecamente pecaminoso, dado que los célibes se han pasado muchos siglos diciendo que ellos están mejor que nosotros. Pero no están mejor. La repetición de doctrinas falsas no las hace ciertas. ¿Vos estáis de acuerdo, Cranmer?
Que me maten ahora mismo, dice la cara del arzobispo. Él, contra todas las leyes del rey y de la Iglesia, es un hombre casado; se casó en Alemania cuando estaba entre los reformadores, tiene a frau Grete escondida, la oculta en sus casas de campo. ¿Lo sabe Enrique? Debe saberlo. ¿Lo dirá? No, porque está pensando en su propio problema.
—Ahora no puedo entender por qué pude tenerla alguna vez —dice el rey—. Por eso es por lo que creo que ella ha utilizado conmigo hechizos y encantamientos. Asegura que me ama. Catalina proclamaba que me amaba. Ellas dicen amor y quieren decir lo contrario. Yo creo que Ana ha intentado minarme continuamente. Siempre era antinatural. Pensad en cómo se burlaba de su tío, mi señor de Norfolk. Pensad con qué desdén trataba a su padre. Presumía de censurar mi propia conducta, y se empeñaba en aconsejarme sobre cuestiones que quedaban muy fuera del alcance de su comprensión, y me decía cosas que ningún pobre estaría dispuesto a aguantar que se las dijese su mujer.
—Era atrevida, cierto. Sabía que era un defecto e intentaba controlarse.
—Ahora se controlará, vive Dios. —El tono de Enrique es feroz; pero en el instante siguiente lo ha modulado, con los tonos quejumbrosos de la víctima; abre su caja de escribir de nogal.
—¿Veis este librito? —No es un libro en realidad, o no lo es aún, sólo una colección de hojas sueltas atadas; no hay página del título, sólo una hoja blanca con la laboriosa escritura del propio Enrique.
—Es un libro en elaboración. Lo he escrito yo. Es una obra de teatro. Una tragedia. Es mi propio caso —lo ofrece.
—Guardadlo, señor —dice él—, hasta que tengamos más tiempo de ocio para hacerle justicia.
—Pero debéis saber —insiste el rey—. Conocer el carácter de ella. Lo mal que se ha portado conmigo, cuando yo se lo di todo. Todos los hombres deberían saberlo y estar advertidos sobre lo que son las mujeres. Sus apetitos no tienen límites. Ella ha cometido adulterio, creo yo, con un centenar de hombres.
Enrique parece de pronto una criatura cazada: acosada por el deseo de las mujeres, arrastrada y despedazada.
—Pero ¿su hermano? —dice Cranmer; él aparta la vista, no quiere mirar al rey—. ¿Es posible eso?
—Dudo que ella pudiera resistirse —dice Enrique—. ¿Por qué privarse? ¿Por qué no apurar la copa hasta las sucias heces? Y mientras ella se entregaba a sus deseos, estaba matando los míos. Cuando me acercaba a ella, sólo para cumplir con mi deber, me lanzaba una mirada que era como para desalentar a cualquier hombre. Ahora sé por qué lo hacía. Quería estar fresca para sus amantes.
El rey se sienta. Empieza a hablar, a divagar. Ana lo cogió de la mano, diez años atrás y más. Lo llevó al bosque y en el selvático lindero de él, donde la amplia luz del día se astilla y se filtra en el verdor, él dejó su buen juicio, su inocencia. Ella lo arrastró, cautivo, todo el día, hasta que estaba ya temblando, exhausto, pero no podía pararse siquiera a tomar aliento, no podía volver atrás, no conocía el camino. Así lo torturaba todo el día, hasta que se apagaba la luz, y él la seguía a la luz de las antorchas: entonces ella se volvía y apagaba las antorchas y lo dejaba solo en la oscuridad.
Se abre la puerta suavemente: alza la vista y allí está Rafe, donde antes habría estado Weston, quizá.
—Majestad, mi señor de Richmond está aquí para daros las buenas noches. ¿Puede entrar?
Enrique se interrumpe.
—Fitzroy. Por supuesto.
El bastardo de Enrique es ahora un principito de dieciséis años, aunque su piel delicada, su mirada franca, le hace parecer más joven de esa edad. Tiene el cabello entre dorado y pelirrojo de la estirpe del rey Eduardo IV; tiene también un aire del príncipe Arthur, el hermano mayor de Enrique que murió. Se muestra vacilante al enfrentarse al toro de su padre, deteniéndose por si se le rechaza. Pero Enrique se levanta y abraza al muchacho, la cara húmeda de lágrimas. «Mi hijito —dice, a un niño que pronto medirá uno ochenta—. Mi único hijo». El rey llora tanto que tiene que secarse la cara con la manga. «Ella os habría envenenado —gime—. Gracias a Dios que por la astucia del señor secretario se descubrió a tiempo la conjura».
—Gracias, señor secretario —dice, muy serio, el muchacho—. Por descubrir la conjura.
—Ella os habría envenenado a vos y a vuestra hermana María, a los dos, y habría hecho heredera de Inglaterra a ese granito que engendró. O mi trono habría pasado al mocoso al que engendrase después, Dios me valga, si conseguía vivir. Dudo que un hijo suyo pudiese vivir. Era demasiado malvada. Dios la abandonó. Rezad por vuestro padre, rezad para que Dios no me abandone. He pecado, tengo que haber pecado. El matrimonio era ilícito.
—¿Qué, este? —dice el muchacho—. ¿Este también?
—Ilícito y maldito —Enrique balancea al muchacho adelante y atrás, apretándolo ferozmente en su abrazo, los puños cerrados a su espalda: tal vez un oso apriete así a sus crías—. El matrimonio estaba fuera de la ley de Dios. Nada podría hacerlo legítimo. Ninguna de ellas fue mi esposa, ni esta ni la otra, que gracias a Dios está ya en la tumba, y no tengo que escuchar sus gimoteos y sus rezos y sus ruegos, ni soportar que se inmiscuya en mis asuntos. No me digáis que hubo dispensas, no quiero oírlo, ningún papa puede dispensarnos de la ley del Cielo. ¿Cómo fue que llegó a acercarse a mí ella, Ana Bolena? ¿Por qué llegué yo a fijarme en ella? ¿Por qué me cegó? Hay tantas mujeres en el mundo, tantas mujeres lozanas y jóvenes y virtuosas, tantas mujeres buenas y amables. ¿Por qué he estado maldecido yo con mujeres que destruyen a los niños en sus vientres?
Suelta al muchacho tan bruscamente que este se tambalea.
Enrique resopla.
—Ahora idos, hijo. A vuestro lecho inocente. Y vos, señor secretario, al vuestro…, volved con vuestra gente. —El rey se seca la cara con su pañuelo—. Estoy demasiado cansado para confesar esta noche, mi señor arzobispo. Podéis idos a casa también. Pero venid de nuevo, y absolvedme.
Parece una idea cómoda. Cranmer vacila: pero no es alguien que presione para descubrir secretos. Cuando salen de la cámara, Enrique coge su pequeño libro; pasa las páginas y se pone a leer su propia historia.
Fuera de la cámara del rey, él hará la señal a los gentilhombres que están esperando. «Entrad y ved si quiere algo». Lentos, renuentes, los sirvientes de cámara se dirigen hacia el cubil de Enrique: inseguros de cómo van a ser recibidos, inseguros de todo. Pasar el tiempo en buena compañía; pero ¿dónde está ya la compañía? Está encogida contra la pared.
Se despide de Cranmer abrazándolo y susurrando:
—Todo saldrá bien.
El joven Richmond le toca en el brazo:
—Señor secretario, hay algo que debo contaros.
Él está cansado. Se levantó al amanecer a escribir cartas a Europa.
—¿Es urgente, mi señor?
—No. Pero es importante.
Dónde buscar un maestro que conozca la diferencia.
—Adelante, mi señor, soy todo oídos.
—Quiero contaros que he tenido ya una mujer.
—Espero que ella fuese todo lo que deseabais.
El muchacho se ríe, inseguro.
—En realidad no. Era una puta. Lo arregló mi hermano Surrey. —Se refiere al hijo de Norfolk; a la luz de un candelabro de pared, la cara del muchacho titila, de oro a negro, a oro cuadriculado de nuevo, como si estuviese sumergida en sombras—. Pero después de eso, soy ya un hombre y creo que Norfolk debería dejarme vivir con mi mujer.
Richmond ha sido casado ya, con la hija de Norfolk, la pequeña Mary Howard. Norfolk ha mantenido separados a los chicos por razones propias: si Ana le hubiese dado un hijo a Enrique en su matrimonio, el bastardo no valdría nada ya para el rey, y Norfolk había considerado en sus cálculos que, en ese caso, si su hija era aún virgen, tal vez pudiese casarla en otra parte con mayor provecho.
Pero todos estos cálculos son inútiles ya.
—Hablaré con el duque en favor vuestro —dice él—. Creo que ahora se mostrará propicio a ceder a vuestros deseos.
Richmond se ruboriza: ¿placer, embarazo? El muchacho no es tonto y conoce su situación, que en unos cuantos días ha mejorado inmensamente. Él, Cromwell, puede oír la voz de Norfolk, tan clara como si estuviese razonando en el consejo del rey: la hija de Catalina ha sido convertida ya en bastarda, la hija de Ana la seguirá, así que todos los tres hijos de Enrique son ilegítimos. Y, en ese caso, ¿por qué no preferir el varón a la hembra?
—Señor secretario —dice el chico—, los criados de mi casa andan diciendo que Elizabeth no es siquiera hija de la reina. Dicen que fue introducida en secreto en la cámara de la reina en un cesto y que se sacó de allí al hijo muerto que ella había tenido.
—¿Por qué iba a hacer eso ella? —siempre siente curiosidad por los razonamientos de los criados domésticos.
—Es todo porque, para ser reina, hizo un pacto con el diablo. Pero el diablo siempre te engaña. La dejó ser reina, pero no la dejaba tener un hijo vivo.
—Sin embargo, lo más normal sería pensar que el demonio hubiese aguzado su ingenio. Si iba a introducir en secreto un bebé en un cesto, ¿no sería más lógico que hubiese elegido un niño?
Richmond consigue esbozar una triste sonrisa.
—Tal vez fuese el único recién nacido con el que consiguió hacerse. Después de todo, la gente no los deja en la calle.
Lo hacen, sin embargo. Él va a introducir una nueva ley en el Parlamento para proporcionar amparo a los niños huérfanos de Londres. Su idea es: vela por los niños huérfanos y ellos velarán por las niñas.
—A veces —dice el chico—, pienso en el cardenal. ¿Vos pensáis alguna vez en él?
Se agacha para sentarse en un baúl; y él, Cromwell, se sienta a su lado.
—Cuando yo era muy pequeño, y muy tonto, como son los niños, solía pensar que el cardenal era mi padre.
—El cardenal era vuestro padrino.
—Sí, pero yo pensaba… Porque era tan bueno conmigo. Me visitaba y me llevaba por ahí y, aunque me hizo grandes regalos de cubertería y vajilla de oro, me regaló también una pelota de seda y también una muñeca, cosas que, como sabéis, les gustan a los niños… —baja la cabeza— cuando son pequeños, y yo estoy hablando de cuando vestía aún una túnica. Sabía que había un secreto sobre mí, y pensaba que era ese, que yo era hijo de un sacerdote. Cuando vino el rey era un desconocido para mí. Me regaló una espada.
—¿Y pensasteis entonces que era vuestro padre?
—No —dice el chico; abre las manos para mostrar su desvalida condición, la condición en que se hallaba cuando era un niño pequeño—. No. Tuvieron que explicármelo. No se lo digáis a él, por favor. No lo entendería.
De todas las sorpresas desagradables que el rey ha recibido, podría ser la mayor, saber que su hijo no le reconoció.
—¿Tiene él muchos más hijos? —pregunta Richmond. Habla ahora con la autoridad de un hombre de mundo—. Supongo que debe de tenerlos.
—Que yo sepa, no tiene más hijo que pudiese invalidar vuestro derecho. Dijeron que el hijo de María Bolena era suyo, pero estaba casada por entonces y el chico recibió el apellido de su marido.
—Pero supongo que ahora él se casará con la señora Seymour, cuando este matrimonio —el muchacho se aturulla con las palabras—, cuando lo que tenga que suceder, cuando suceda. Y ella tendrá un hijo, quizá, porque los Seymour son una estirpe fértil.
—Si eso ocurre —dice él amablemente—, debéis estar preparado, ser el primero en felicitar al rey. Y debéis estar dispuesto toda vuestra vida a poneros al servicio de ese pequeño príncipe. Pero respecto a un asunto más inmediato, si me permitís que…, en caso de que la convivencia con vuestra esposa se dilatase aún más, es mejor que busquéis una mujer joven, buena y limpia, y hagáis un acuerdo con ella. Luego, cuando la dejéis, debéis pagarle alguna pequeña cantidad para que no hable de vos.
—¿Es eso lo que haríais vos, señor secretario? —La pregunta es ingenua, pero por un instante piensa si el muchacho no estará espiando para alguien.
—Se trata de una cuestión que es mejor no mencionar entre gentilhombres —dice él—. Y emulad a vuestro padre, el rey, que, cuando habla de mujeres, nunca es grosero —violento, tal vez, piensa, pero grosero nunca—. Sed prudente y no tratéis con putas. No debéis arriesgaros a coger una enfermedad, como el rey francés. Luego, también, si vuestra joven os da un hijo, debéis cuidaros de él y educarle, y saber que no es de otro hombre.
—Pero no puedes estar seguro… —Richmond se interrumpe; las realidades del mundo están irrumpiendo deprisa en este joven—. Si se puede engañar al rey, se debe poder engañar sin duda a cualquier hombre. Si las damas casadas son falsas, cualquier gentilhombre podría estar criando al hijo de otro.
Él sonríe. «Pero otro caballero estaría criando al suyo».
Tiene pensado iniciar, cuando tenga tiempo para planearlo, alguna forma de registro, de documentación que registre los bautismos para poder así contar los súbditos del rey y saber quiénes son, o al menos, de quién dicen sus madres que son: apellido y paternidad son dos cosas distintas, pero hay que empezar por algún sitio. Cuando recorre la ciudad escruta los rostros de los londinenses y piensa en calles de otras ciudades donde ha vivido o por las que ha pasado, y se pregunta. Podría tener más hijos, piensa. Ha sido moderado en su vida en la medida en que resulta razonable para un hombre serlo, pero el cardenal solía inventar escándalos sobre él y sus muchas concubinas. Siempre que se llevaba a la horca a algún joven y fornido felón, el cardenal decía: «Mirad, Thomas, ese debe de ser uno de los tuyos».
El muchacho bosteza:
—Estoy tan cansado —dice—. Aunque no he ido de caza hoy. Así que no sé por qué.
Los criados de Richmond están aguardando: su enseña, un león rampante demediado; su librea en azul y amarillo, desvaída a la luz vacilante. Como niñeras apartando a un niño de los charcos cenagosos, quieren apartar al joven duque de lo que pueda estar maquinando Cromwell. Hay una atmósfera de miedo y la ha creado él. Nadie sabe durante cuánto tiempo continuarán las detenciones y a quién más se va a detener. Hasta él piensa que no sabe, y él está al cargo del asunto. George Bolena está encerrado en la Torre. A Weston y a Brereton se les ha concedido dormir una última noche en el mundo, unas cuantas horas de gracia para arreglar sus asuntos; mañana a esta hora habrá girado la llave para ellos: podrían escapar, pero ¿adónde? Ninguno de los detenidos salvo Mark ha sido interrogado apropiadamente, es decir, interrogado por él. Pero se ha iniciado la pelea por los despojos. Norris no llevaba ni siquiera un día bajo custodia y ya llegó la primera carta, solicitando una parte de sus cargos y privilegios, de un hombre que alegaba que tenía catorce hijos. Catorce bocas hambrientas, por no mencionar sus propias necesidades, y los dientes castañeteantes de su señora esposa.
Al día siguiente, temprano, le dice a William Fitzwilliam: «Venid conmigo a la Torre a hablar con Norris».
Fitz dice: «No, id vos. Yo no soy capaz de hacerlo por segunda vez. Le conozco de toda la vida. La otra visita casi acaba conmigo».
El gentil Norris: el limpiaculos jefe del rey, hilador de hilos de seda, araña máxima, negro centro de una red vasta y goteante de padrinazgo cortesano: qué hombre tan lleno de vida y tan amable, más de cuarenta años pero los lleva con tanta ligereza. Norris es un hombre siempre en equilibrio, una ilustración viva del arte de la sprezzatura. Nadie lo ha visto jamás despeinado. Tiene el aire de un hombre que, más que haber alcanzado el éxito, ha llegado a resignarse a él. Es tan cortés con una lechera como con un duque; al menos, mientras hay una audiencia. Un maestro en el campo de la lid, rompe una lanza con aire de disculpa, y cuando cuenta las monedas del reino se lava las manos después, con agua de primavera perfumada con pétalos de rosa.
Sin embargo, Harry se ha hecho rico, porque los que rodean al rey no pueden evitar hacerse ricos, por muy modestamente que se esfuercen por ello; cuando Harry elimina algún requisito previo, es como si él, vuestro obediente servidor, os hubiese apartado de la vista algo desagradable. Y cuando se presenta voluntario para algún cargo lucrativo, es como si estuviese haciéndolo por un sentido del deber, y por evitar ese problema a hombres de inferior condición.
¡Pero mirad al gentil Norris ahora! Es una cosa triste ver llorar a un hombre fuerte. Él lo dice así, cuando se sienta, y le pregunta por el trato que recibe, si le gusta la comida que le sirven y cómo ha dormido. Su actitud es benigna y tranquila.
—Durante los días de la Navidad pasada, señor Norris, vos os disfrazasteis de moro y William Brereton se exhibió medio desnudo a guisa de cazador o de hombre salvaje de los bosques, encaminándose así a la cámara de la reina.
—Por amor de Dios, Cromwell —replica Norris, resoplando—. ¿Habláis en serio? ¿Estáis preguntándome en serio sobre lo que hicimos cuando estábamos disfrazados para una mascarada?
—Yo le aconsejé a William Brereton que no se exhibiera de aquel modo. Vuestra respuesta fue que la reina le había visto así más de una vez.
Norris enrojece: igual que en la fecha en cuestión.
—Me entendisteis mal a propósito. Sabéis que quería decir que ella es una mujer casada y por ello él…, el instrumento de un hombre no es para ella una cosa extraña.
—Vos sabéis lo que quisisteis decir. Yo sólo sé lo que dijisteis. Debéis admitir que un comentario de ese género no sonaría como algo inocente a los oídos del rey. Precisamente cuando estábamos conversando vimos a Francis Weston, disfrazado. Y vos comentasteis que iba a ver a la reina.
—Al menos él no estaba desnudo —dice Norris—. Llevaba un disfraz de dragón, ¿no?
—No estaba desnudo cuando le vimos, estoy de acuerdo. Pero ¿qué dijisteis a continuación? Me hablasteis de que la reina se sentía atraída por él. Estabais celoso, Harry. Y no lo negasteis. Decidme lo que sepáis de Weston. Será más fácil para vos después.
Norris se ha repuesto, se suena.
—Todo lo que alegáis son unas cuantas palabras sueltas que se pueden interpretar de muchos modos. Si lo que buscáis son pruebas de adulterio, Cromwell, tendréis que hacer algo mejor que eso.
—Bueno, no sé. Dada la naturaleza del asunto, raras veces hay un testigo del acto. Pero consideramos circunstancias y oportunidades y deseos expresos, consideramos probabilidades sólidas, y consideramos confesiones.
—No tendréis ninguna confesión de mí ni de Brereton.
—No sé, no sé.
—No podréis someter a un gentilhombre a la tortura, el rey no lo permitiría.
—No tienen por qué ser las cosas habituales. —Se ha puesto de pie, golpea con fuerza en la mesa con la palma de la mano—. Podría poneros los pulgares en los ojos, y entonces cantaríais «Verde crece el acebo» si yo os lo pidiese. —Se sienta, vuelve a su tranquilo tono anterior—. Poneos en mi lugar. La gente dirá de todos modos que os he torturado. Dirán que he torturado a Mark, ya andan diciéndolo. Aunque no se ha tocado ni un pelo de él, lo juro. Tengo la confesión libre y voluntaria de Mark. Me ha dado nombres. Algunos de ellos me sorprendieron. Pero me he controlado.
—Estáis mintiendo. —Norris aparta la vista—. Estáis intentando engañarnos para que nos traicionemos unos a otros.
—El rey sabe lo que tiene que pensar. No pide testigos oculares. Sabe de vuestra traición y la de la reina.
—Preguntaos vos mismo —dice Norris— lo probable que es que yo olvidase mi honor hasta el punto de traicionar al rey, que ha sido tan bueno conmigo, e hiciese correr un peligro tan terrible a una dama a la que reverencio. Mi familia ha servido al rey de Inglaterra desde tiempo inmemorial. Mi bisabuelo sirvió al rey Enrique VI, aquel santo varón, al que Dios tenga en su gloria. Mi abuelo sirvió al rey Eduardo, y habría servido a su hijo si hubiese vivido para reinar, y después fue expulsado del reino por el escorpión Ricardo Plantagenet, sirvió a Enrique Tudor en el exilio y lo siguió sirviendo cuando fue coronado rey. Yo he estado al lado de Enrique desde que era un muchacho. Lo quiero como a un hermano. ¿Vos tenéis un hermano, Cromwell?
—Ninguno vivo. —Mira a Norris, exasperado. Parece pensar que con elocuencia, con sinceridad, con franqueza, puede cambiar lo que está sucediendo. Toda la corte le ha visto babeando sobre la reina. ¿Cómo podía esperar ir a comprar con la vista y manosear sin duda las mercancías y no tener que pagar una cuenta al final?
Él se levanta, se va, vuelve, mueve la cabeza: suspira.
—Ay, por amor de Dios, Harry Norris. ¿Tengo que escribirlo yo en la pared por vos? El rey tiene que librarse de ella. No puede darle un hijo y él ya no la quiere. Quiere a otra dama y no puede unirse a ella a menos que se aparte a Ana. Decidme, ¿es eso lo suficientemente simple para vuestros simples gustos? Ana no se irá tranquilamente, me lo advirtió una vez; dijo que si alguna vez Enrique la dejaba de lado, sería la guerra. Así que si ella no se va, habrá que empujarla para que lo haga, y debo empujarla yo, ¿quién, si no? ¿Os hacéis cargo de la situación? ¿Reflexionaréis? En cualquier caso, mi antiguo señor Wolsey no pudo satisfacer al rey, y entonces ¿qué? Cayó en desgracia y se le empujó a la muerte. Pero yo me propongo aprender de él, y me propongo que el rey quede satisfecho en todos los aspectos. Ahora es un desdichado cornudo, pero lo olvidará en cuanto vuelva a ser un recién casado, y eso no tardará mucho.
—Supongo que los Seymour tienen ya preparado el banquete de boda.
Él sonríe.
—Y Tom Seymour está rizándose el pelo. Y en ese día de la boda, el rey será feliz, yo seré feliz, toda Inglaterra será feliz, salvo Norris, porque me temo que estará muerto. No veo modo de evitarlo, a menos que confeséis y solicitéis la clemencia del rey. Él ha prometido ser clemente. Y cumple sus promesas. Por lo general.
—Cabalgué con él desde Greenwich —dice Norris—, desde el palenque, todo ese largo camino. Me acosó con sus palabras sin tregua, qué habéis hecho, confesad. Os diré lo que le dije, que soy un hombre inocente. Y lo que es peor —y ahora está perdiendo la compostura, está airado—, lo que es peor es que vos y él, ambos, lo sabéis. Decidme una cosa, ¿por qué yo? ¿Por qué no Wyatt? Todo el mundo sospecha de él con Ana, y ¿lo ha desmentido él alguna vez rotundamente? Wyatt la conocía de antes. La conoció en Kent. La conoció desde que era una muchacha.
—¿Y qué? La conoció cuando era sólo una jovencita. Si tuvo algo que ver con ella, ¿qué? Puede ser vergonzoso pero no es ninguna traición. No es como cuando se trata de la esposa del rey, la reina de Inglaterra.
—Yo no estoy avergonzado de ninguna relación que haya tenido con Ana.
—¿Estáis avergonzado de vuestros pensamientos sobre ella, tal vez? Eso le contasteis a Fitzwilliam.
—¿Hice eso? —dice Norris sombríamente—. ¿Es eso lo que retuvo de lo que yo le dije? ¿Qué estoy avergonzado? Y si lo estuviese, Cromwell, incluso en ese caso… vos no podéis convertir mis pensamientos en un delito.
Él extiende las palmas de las manos.
—Si los pensamientos son intenciones, si las intenciones son perversas…, si no la tuvisteis a ella ilícitamente, y decís que no, ¿os propusisteis tenerla legalmente, después de la muerte del rey? Va a hacer ya seis años que vuestra esposa murió, ¿por qué no os habéis vuelto a casar?
—¿Por qué no lo habéis hecho vos?
Él asiente.
—Una buena pregunta. Yo mismo me la hago. Pero yo no he estado prometido a una joven y he roto luego mi promesa como vos. Mary Shelton ha perdido su honor por vos…
Norris se ríe.
—¿Por mí? Por el rey, más bien.
—Pero el rey no estaba en posición de casarse con ella, y vos sí, y ella tenía vuestra promesa y vos fuisteis dándole largas. ¿Pensasteis que el rey moriría y que podríais casaros con Ana? ¿O esperabais que ella deshonrase sus votos matrimoniales durante la vida del rey y se convirtiese en concubina vuestra? Es una cosa u otra.
—Si digo cualquiera de las dos cosas, me condenaréis. Y me condenaréis si no digo nada en absoluto, considerando mi silencio aceptación.
—Francis Weston piensa que sois culpable.
—Lo de que Francis piense algo es una novedad. ¿Por qué habría él de…? —Norris se interrumpe—. Pero ¿está aquí él? ¿En la Torre?
—Está bajo custodia.
Norris mueve la cabeza.
—Es un muchacho. ¿Cómo podéis hacerles eso a los suyos? Admito que es un muchacho despreocupado y testarudo, y es sabido que no es ningún favorito mío, es sabido que hemos tenido enfrentamientos…
—Y también rivalidades en el amor —dice él, llevándose la mano al corazón.
—En absoluto.
Ah, Harry se descompone ahora: ha enrojecido lúgubremente, está temblando de cólera y de miedo.
—¿Y qué pensáis del hermano, George? —le pregunta—. Es posible que os sorprendiese encontraros con un rival por ese lado. Espero que os sorprendiese. Aunque la moral de los gentilhombres me asombra.
—No me atraparéis de ese modo. Nombréis al hombre que nombréis, no diré nada contra él y nada a su favor. No tengo ninguna opinión sobre George Bolena.
—Cómo, ¿no tenéis ninguna opinión sobre el incesto? Si lo tomáis con tanta tranquilidad y sin ninguna objeción, me veo obligado a suponer que puede haber verdad en ello.
—Y si yo dijese: creo que podría haber culpabilidad en ese caso, vos me diríais: «¡Cómo, Norris! ¡Incesto!». ¿Cómo podéis creer algo tan abominable? ¿Es una treta para desviarme de vuestra propia culpabilidad?
Él mira a Norris con admiración.
—Se nota que me conocéis desde hace veinte años, Harry.
—Oh, os he estudiado —dice Norris—. Lo mismo que estudié a vuestro señor Wolsey antes que a vos.
—Eso fue muy diplomático por vuestra parte. Un tan gran servidor del Estado.
—Y un traidor tan grande al final.
—Debo haceros volver atrás. No os pido que recordéis los numerosos favores que recibisteis de manos del cardenal. Sólo os pido que recordéis un pasatiempo, una pequeña representación que se celebró en la corte. Se trató de una obra en la que el difunto cardenal era apresado por demonios y conducido al Infierno.
Ve que Norris mueve los ojos, al surgir la escena ante él: la luz del fuego, el calor, los espectadores aullando. Él mismo y Bolena asiendo las manos de la víctima, Brereton y Weston cogiéndola por los pies. Los cuatro zarandeando a la figura púrpura, derribándola y pateándola. Cuatro hombres, que, para burlarse, convirtieron al cardenal en una bestia; que le privaron de su ingenio, su bondad y su gracia, le convirtieron en un animal aullante, arrastrándolo por las tablas y tirando de sus patas.
No era de verdad el cardenal, por supuesto. Era el bufón Sexton vestido con un ropón púrpura. Pero el público abucheaba como si fuese real, gritaban y agitaban los puños, juraban y se mofaban. Detrás de una pantalla los cuatro demonios se quitaron las máscaras y las peludas almillas, entre risas y maldiciones. Vieron a Thomas Cromwell apoyado en la pared, silencioso, envuelto en una túnica de negro luto.
Norris le mira boquiabierto:
—¿Y esa es la razón? Era una representación teatral. Era una diversión, como vos dijisteis. El cardenal estaba muerto, no podía saberlo. Y aunque estuviese vivo, ¿acaso no fui bueno con él en su desdicha? ¿No cabalgué tras él, cuando estaba desterrado de la corte, y le entregué en Putney Heath un regalo de la propia mano del rey?
Él asiente.
—Admito que otros se portaron peor. Pero, sabéis, ninguno se comportó como un cristiano. Os comportasteis como salvajes, en realidad, lanzándoos sobre sus tierras y posesiones.
Se da cuenta de que no necesita continuar. En la cara de Norris sustituye a la cólera una expresión de terror desnudo. Al menos, piensa él, tiene el ingenio suficiente para ver de qué se trata: no de un agravio o dos de un año, sino un grueso extracto del libro del dolor, guardado desde que el cardenal cayó.
—La vida os paga, Norris —le dice—. ¿No os parece? Y —añade suavemente— no es sólo por lo del cardenal, además. No querría que pensaseis que no tengo motivos propios.
Norris alza la cara.
—¿Qué os ha hecho Mark Smeaton?
—¿Mark? —Se ríe—. No me gusta cómo me mira.
¿Lo entendería Norris si se lo explicase? Necesita culpables. Así que ha buscado hombres que son culpables. Aunque no quizá de las acusaciones que se les hacen.
Se hace un silencio. Él sigue sentado, espera, los ojos fijos en el moribundo. Está pensando ya lo que hará con los cargos de Norris, las concesiones que le ha otorgado la Corona. Procurará que los humildes solicitantes le queden obligados, como el hombre de los catorce hijos, que quiere la administración de un parque en Windsor y un puesto en la administración del castillo. Los cargos de Norris en Gales pueden pasar al joven Richmond, y eso los devolverá en la práctica al rey, y quedarán bajo su propia supervisión. Y Rafe podría disponer de la finca de Norris en Greenwich, podría albergar allí a Helen y a los niños cuando tenga que estar en la corte. Y Edward Seymour ha mencionado que le gustaría la casa que Norris tiene en Kew.
Harry Norris dice:
—Supongo que no os limitaréis a conducirnos al patíbulo. Habrá un proceso, un juicio, ¿no? Espero que sea rápido. Supongo que lo será. El cardenal solía decir: Cromwell hará en una semana lo que a otro le llevaría un año, y no vale la pena intentar bloquearle u oponerse a él. Cuando intentéis cogerle ya no estará allí, habrá recorrido veinte millas mientras estéis poniéndoos las botas. —Alza la vista—. Si os proponéis matarme en público, y preparáis un espectáculo, daos prisa. Puedo morir de dolor solo en esta habitación.
Él niega con la cabeza.
—Viviréis.
Él también pensó una vez que podría morir de dolor: por su esposa, sus hijas, sus hermanas, su padre y maestro, el cardenal. Pero el pulso, obstinado, mantiene su ritmo. Crees que no puedes seguir respirando, pero el costillar tiene otra opinión, sube y baja, emite suspiros. Debes vivir a pesar de ti mismo; y para que lo hagas, Dios te arranca el corazón de carne y te da un corazón de piedra.
Norris se toca las costillas.
—El dolor es aquí. Lo sentí anoche. Me incorporé, sin aliento. No me atreví a echarme de nuevo.
—El cardenal dijo lo mismo cuando fue derribado. El dolor era como una piedra de afilar, dijo. Una piedra de afilar, y el cuchillo pasaba sobre ella. Y siguió haciéndolo, hasta que se murió.
Se levanta, recoge sus papeles, inclina la cabeza y se va. Henry Norris: pata delantera izquierda.
William Brereton. Gentilhombre de Cheshire. Servidor en Gales del joven duque de Richmond, y un mal servidor, además. Un hombre turbulento, arrogante, duro como las uñas, de una estirpe turbulenta.
—Volvamos atrás —dice él—, volvamos a la época del cardenal, porque yo recuerdo que alguien de vuestra casa mató a un hombre en una partida de bolos.
—Esas partidas pueden calentarse mucho —dice Brereton—. Vos lo sabéis bien. Vos jugáis, según tengo entendido.
—Y el cardenal pensó: es hora de un ajuste de cuentas; y vuestra familia fue multada porque impidieron la investigación. Me pregunto: ¿ha cambiado algo desde entonces? Pensáis que podéis hacer lo que os plazca porque estáis al servicio del duque de Richmond y porque Norfolk os favorece…
—El propio rey me favorece.
Él enarca las cejas.
—¿De veras? Entonces deberíais quejaros a él. Porque estáis mal alojado, ¿no es así? Tristemente para vos, el rey no está aquí, así que debéis arreglároslas conmigo y mi larga memoria. Pero no vayamos atrás para buscar ejemplos. Consideremos sin ir más lejos el caso del gentilhombre de Flintshire, John ap Eyton. Eso es tan reciente que no lo habréis olvidado.
—Así que estáis aquí por eso —dice Brereton.
—No exclusivamente, pero dejad a un lado ahora vuestro adulterio con la reina y concentraos en Eyton. Los hechos del caso son conocidos por vos. Hay una disputa, se intercambian golpes, uno de vuestra casa acaba muerto, pero el hombre de Eyton es juzgado en la debida forma ante un jurado de Londres y es absuelto. Ahora bien, sin respeto alguno por la ley o la justicia, vos y los vuestros jurasteis venganza. Os apoderasteis del galés. Vuestros sirvientes lo ahorcaron inmediatamente, todo esto, no me interrumpáis, todo esto con vuestro permiso y vuestra colaboración. Lo menciono sólo como un ejemplo. Vos pensáis que se trata de un hombre nada más y que no importa, pero ya veis que importa. Pensáis que ha pasado un año o más y que nadie se acuerda, pero yo me acuerdo. Creéis que la ley debería ser lo que a vos os gustaría que fuese, y es de acuerdo con ese principio como os comportáis en vuestras posesiones de las fronteras de Gales, donde la justicia del rey y el nombre del rey se menosprecian a diario. El lugar es un baluarte de ladrones.
—¿Me llamáis ladrón?
—Digo que os asociáis con ellos. Pero vuestras artimañas concluyen aquí.
—Vos sois juez y jurado y verdugo, ¿verdad?
—Es mejor justicia que la que tuvo Eyton.
Y Brereton dice:
—Eso lo acepto.
Qué caída esta. Hace sólo unos días, estaba pidiendo al señor secretario despojos, cuando tenían que repartirse las tierras de la abadía de Cheshire. Ahora pasan sin duda las palabras por su cabeza, las palabras que utilizó con el señor secretario cuando se quejó de sus modales prepotentes: debo aleccionaros en realidades, había dicho fríamente. No somos criaturas de algún cónclave de abogados de Gray’s Inn. En mi país, mi familia sostiene la ley, y la ley es lo que nosotros queremos sostener.
Ahora él, el señor secretario, pregunta:
—¿Creéis vos que Weston ha tenido que ver con la reina?
—Quizá. —Da la impresión de que apenas le interesa, de todos modos—. Le conozco muy poco. Es joven y necio y bien parecido, verdad, y a las mujeres esas cosas las atraen. Y ella puede ser una reina pero es sólo una mujer, ¿quién sabe de lo que se la podría persuadir?
—¿Vos creéis que las mujeres son más necias que los hombres?
—En general, sí. Y más débiles. En cuestiones de amor.
—Anoto vuestra opinión.
—¿Y Wyatt, Cromwell? ¿Dónde está él en esto?
—Vos no os halláis en situación —dice él— de hacerme preguntas.
William Brereton, pata trasera izquierda.
George Bolena pasa bastante de los treinta, pero tiene aún ese brillo que admiramos en la juventud, la chispa y la mirada clara. Resulta difícil asociar su agradable persona con el género de apetito bestial del que su esposa le acusa, y por un momento él piensa en George y se pregunta si es posible que sea culpable de algún agravio, salvo de cierto orgullo y exaltación. Con las gracias de su persona y su entendimiento, podría haber flotado y revoloteado por encima de la corte y sus sórdidas maquinaciones, un hombre refinado que se desplaza en su propia esfera: encargando traducciones de los poetas antiguos y haciendo que se publiquen en ediciones exquisitas. Podría haber montado bonitos caballos que corveteasen e hiciesen reverencias a las damas. Desgraciadamente, le gustaban la disputa y la bravuconería, la intriga y el menosprecio. Cuando le encontramos ahora, en su clara estancia circular de la Torre de Martin, está paseando, ávido de conflicto; nos preguntamos: ¿sabe por qué está aquí? ¿O aún ha de llegar esa sorpresa?
—Tal vez no se os pueda acusar de mucho —dice él, cuando toma asiento: él, Thomas Cromwell—. Sentaos conmigo en esta mesa —ordena—. Se oye hablar de presos que llegan a hacer un camino en la piedra, pero yo no creo que eso pueda pasar de verdad. Harían falta quizá trescientos años.
Bolena dice:
—Estáis acusándome de algún tipo de conspiración, encubrimiento, mala conducta oculta junto con mi hermana, pero esa acusación no se sostendrá, porque no hubo mala conducta alguna.
—No, mi señor, esa no es la acusación.
—¿Cuál es entonces?
—De eso no es de lo que estáis acusado. Sir Francis Bryan, que es un hombre de grandes dotes imaginativas…
—¡Bryan! —Bolena parece horrorizado—. Pero sabéis que es un enemigo mío. —Sus palabras se atropellan unas a otras—. ¿Qué ha dicho él?, ¿cómo podéis dar crédito a algo que él diga?
—Sir Francis me lo ha explicado todo. Y yo empiezo a verlo. Cómo un hombre puede apenas conocer a su hermana y encontrarse luego con ella luego cuando es una mujer adulta. Es como él, y sin embargo no. Es familiar, pero despierta su interés. Un día su abrazo fraterno es un poco más prolongado de lo habitual. El asunto avanza desde ahí. Tal vez ninguno de los dos piense que está haciendo algo malo, hasta que se cruza una frontera. Pero yo por mi parte tengo demasiada poca imaginación para imaginar lo que esa frontera podría ser. —Hace una pausa—. ¿Empezó antes del matrimonio o después?
Bolena empieza a temblar. Está desconcertado; apenas puede hablar.
—Me niego a contestar a eso.
—Mi señor, yo estoy acostumbrado a tratar con aquellos que se niegan a contestar.
—¿Estáis amenazándome con el potro?
—Bueno, vamos a ver, yo no tuve que someter al potro a Thomas Moro, ¿verdad? Me senté en una habitación con él. Una habitación de aquí, de la Torre, como esta que ocupáis vos. Escuché los murmullos que había en su silencio. Se puede interpretar el silencio. Se interpretará.
George dice:
—Enrique mató a los consejeros de su padre. Mató al duque de Buckingham. Destruyó al cardenal y lo empujó a la muerte, y le cortó la cabeza a uno de los grandes sabios de Europa. Ahora piensa matar a su esposa y a la familia de ella, y a Norris, que ha sido su más íntimo amigo. ¿Qué os hace pensar que en vuestro caso será diferente, que no sois igual que cualquiera de esos otros hombres?
Él dice:
—No está bien que alguien de vuestra familia evoque el nombre del cardenal. Ni el de Thomas Moro, en realidad. Vuestra hermana ardía en deseos de venganza. Me decía: qué, ¿aún no está muerto Thomas Moro?
—¿Quién inició esta calumnia contra mí? No Francis Bryan, ciertamente. ¿Mi esposa? Sí. Debería haberlo supuesto.
—Sois vos el que lo suponéis. Yo no lo confirmo. Debéis tener una conciencia culpable con ella si creéis que tiene motivos para odiaros así.
—¿Y vos vais a creer algo tan monstruoso? —suplica George—. ¿Por la palabra de una mujer?
—Hay otras mujeres que han sido objeto de vuestra galantería. No las llevaré ante un tribunal si puedo evitarlo, es cuanto puedo hacer para protegeros. Siempre habéis considerado a las mujeres desechables, mi señor, y no podéis quejaros si ellas acaban pensando lo mismo de vos.
—¿Así que voy a ser juzgado por galantería? Sí, están celosos de mí, todos estáis celosos, porque he tenido cierto éxito con las mujeres.
—¿Aún lo llamáis éxito? Debéis pensarlo mejor.
—Nunca oí que fuese un delito pasar el tiempo con una amante dispuesta.
—Sería mejor que no dijeseis eso en vuestra defensa. Si una de vuestras amantes es vuestra hermana…, al tribunal le parecería, como lo diremos…, insolente y descarado. Carente de gravedad. Lo que os salvaría ahora, quiero decir, lo que podría libraros de la muerte, sería una declaración completa de todo lo que sabéis de las relaciones de vuestra hermana con otros hombres. Hay quien sugiere que existen relaciones que eclipsarían la vuestra, por antinatural que pueda ser.
—¿Sois un cristiano y me preguntáis eso? ¿Qué dé testimonio para matar a mi hermana?
Él abre las manos.
—Yo no pido nada. Sólo señalo que algunos lo verían como la forma de salir adelante. No sé si el rey se inclinaría por la clemencia. Podría dejaros vivir en el extranjero, o podría ser clemente en cuanto a la forma de vuestra muerte. O no. La pena por traición, como sabéis, es temible y pública: el traidor muere con gran dolor y humillación. Veo que lo sabéis, que lo habéis presenciado.
Bolena se pliega sobre sí mismo: se encoge, los brazos cruzados sobre el cuerpo, como para protegerse las vísceras del cuchillo del carnicero, y se desploma en un taburete; él piensa, deberíais haber hecho eso antes, os dije que os sentaseis, ¿veis cómo, sin tocaros, os he hecho sentaros? Le dice suavemente:
—Vos profesáis el Evangelio, mi señor, y pensáis que estáis salvado. Pero vuestras acciones no sugieren que lo estéis.
—Debéis apartar vuestros dedos de mi alma —dice George—. Yo esos asuntos los discuto con mis capellanes.
—Sí, eso me dicen. Creo que habéis pasado a sentiros demasiado seguro del perdón, creyendo que tenéis años por delante para pecar, y aunque Dios lo vea todo debe ser paciente, como los criados, y vos le haréis caso al final, y responderéis a su demanda, sólo debe esperar a que seáis viejo. ¿Es ese vuestro caso?
—Hablaré con mi confesor sobre eso.
—Yo soy vuestro confesor ahora. ¿Dijisteis, ante otros que lo oían, que el rey era impotente?
George se ríe de él.
—Puede hacerlo si el tiempo es bueno.
—Al decir eso, pusisteis en entredicho la paternidad de la princesa Elizabeth. Supongo que os dais cuenta de que eso es traición, considerando su condición de heredera del trono de Inglaterra.
—Faute de mieux, por lo que se refiere a vos.
—El rey ahora cree que no podría tener un hijo de este matrimonio, porque no fue legítimo. Cree que había impedimentos ocultos y que vuestra hermana no fue sincera sobre su pasado. Así que se propone un nuevo matrimonio, que será limpio.
—Me maravilla que os expliquéis —dice George—. Nunca lo hicisteis antes.
—Lo hago por una razón, para que podáis comprender vuestra situación y no albergar falsas esperanzas. Esos capellanes de los que habláis, os los enviaré. Son compañía adecuada para vos ahora.
—Dios otorga hijos a cualquier mendigo —dice George—. Los otorga a la unión ilícita, así como a la bendecida, a la puta y también a la reina. Me asombra que el rey pueda ser tan simple.
—Es una santa simplicidad —dice él—. Se trata de un soberano ungido, y por tanto muy próximo a Dios.
Bolena escruta su expresión, buscando frivolidad o desdén: pero él sabe que su cara no dice nada, puede confiar en ella. Podrías mirar hacia atrás hacia la trayectoria de Bolena y decir: «Ahí erró, y ahí». Fue demasiado orgulloso, demasiado peculiar, no quiso contener sus caprichos ni hacerse útil. Necesita aprender a doblarse con la brisa, como su padre; pero su tiempo para aprender algo se está agotando rápidamente. Hay un tiempo para mantener firme tu dignidad, pero hay un tiempo para abandonarla en interés de tu seguridad. Hay un tiempo para sonreír detrás de la mano de cartas que te han tocado y hay un tiempo para arrojar la bolsa en la mesa y decir: «Thomas Cromwell, habéis ganado».
George Bolena, pata delantera derecha.
Cuando llega a Francis Weston (pata trasera derecha) la familia del joven se ha puesto ya en contacto con él y ha ofrecido una gran cantidad de dinero. Él lo ha rechazado educadamente; piensa que haría lo mismo en sus circunstancias, aunque es difícil imaginar a Gregory o a cualquier otro miembro de su casa siendo tan necio como ha sido ese joven.
La familia Weston va más allá: van a ver al propio rey. Harán una oferta, harán una caridad, harán una donación grande e incondicional al Tesoro del rey. Él lo discute con Fitzwilliam: «No puedo aconsejar a Su Majestad. Es posible que se puedan hacer acusaciones menores. Depende de hasta qué punto considere Su Majestad que se vea afectado su honor».
Pero el rey no se siente inclinado a la clemencia. Fitzwilliam dice torvamente: «Si yo fuese la familia de Weston, pagaría de todos modos. Para asegurar el favor. Después».
Ese es el mismo enfoque que ha hecho él, pensando en la familia Bolena (los que sobrevivan) y en los Howard. Él sacudirá los robles ancestrales y caerán monedas de oro en cada estación.
Antes incluso de que llegue a la habitación donde está encerrado Weston, el joven sabe lo que puede esperar; sabe quién está preso con él; se sabe o tiene una idea bastante exacta de las acusaciones; sus carceleros deben haber hablado, porque él, Cromwell, ha cortado la comunicación entre los cuatro presos. Un carcelero charlatán puede ser útil; puede empujar a un preso a la cooperación, a la aceptación, a la desesperación. Weston debe suponer que la iniciativa de su familia ha fracasado. Miras a Cromwell y piensas: si el soborno no sirve, ninguna otra cosa servirá. Es inútil protestar o negar o contradecir. Someterse podría resultar, merece un intento.
—Me burlé de vos, señor —dice Francis—. Os menosprecié. Siento haberlo hecho. Sois el servidor del rey y yo tendría que haberos respetado.
—Bueno, es una bonita disculpa —dice él—. Aunque deberíais pedir perdón al rey y a nuestro Señor Jesucristo.
Francis dice:
—Sabéis que llevo muy poco tiempo casado.
—Y tenéis a vuestra esposa en casa en el campo. Por razones obvias.
—¿Puedo escribirle? Tengo un hijo. Aún no tiene un año. —Un silencio—. Deseo que se rece por mi alma después de mi muerte.
Él había pensado que Dios podría tomar sus propias decisiones, pero Weston cree que el Creador necesita que le empujen y le persuadan con ruegos y tal vez que le sobornen un poco. Weston, como si siguiese su pensamiento, dice:
—Tengo deudas, señor secretario. Por la cuantía de un millar de libras. Lo lamento ahora.
—Nadie espera que un joven y galante gentilhombre como vos ande haciendo economías. —Su tono es amable, y Weston alza la vista—. Por supuesto, esas deudas son más de lo que vos podríais razonablemente pagar, e, incluso teniendo en cuenta los bienes que recibáis cuando fallezca vuestro padre, son una pesada carga. Así que vuestra prodigalidad hace pensar a la gente: ¿qué expectativas tenía el joven Weston?
El joven le mira en principio con una expresión estúpida y rebelde, como si no entendiese por qué debería alegarse eso contra él: ¿qué tenían que ver sus deudas? No entiende adónde lleva eso. Luego lo entiende. Él, Cromwell, extiende una mano para cogerle por la ropa, para impedir que caiga a causa de la conmoción.
—Un jurado comprenderá el asunto fácilmente. Sabemos que la reina os dio dinero. ¿Cómo podríais vivir, si no, cómo vivíais? Es fácil de ver. Para vos mil libras no son nada, si esperabais casaros con ella después de que hubieseis urdido la muerte del rey.
Cuando está seguro de que Weston puede sostenerse derecho sentado, abre el puño y suelta la presa. El muchacho se yergue mecánicamente y se estira la ropa, endereza la golilla del cuello de la camisa.
—Se velará por vuestra esposa —le dice él—. No os preocupéis por eso. El rey nunca extiende su animosidad a las viudas. Se velará por ella mejor, me atrevo a decir, de lo que nunca habéis velado por ella vos.
Weston alza la vista.
—No puedo poner objeciones a vuestro razonamiento. Veo el peso que tendrá cuando se exponga como prueba. He sido un necio y vos habéis permanecido a un lado y lo habéis visto todo. Sé que he sido yo la causa de mi ruina. No puedo culparos además de vuestra conducta, porque yo os habría hecho daño si hubiese podido. Y sé que no he vivido una buena…, no he vivido…, bueno, pensé que dispondría de otros veinte años o más para vivir como lo he hecho, y luego, cuando fuese viejo, a los cuarenta y cinco o cincuenta, daría dinero a los hospitales y dotaría una capellanía, y Dios vería que estaba arrepentido.
Él asiente.
—Bueno, Francis —dice—. Nunca sabemos cuándo va a llegar la hora, ¿verdad?
—Pero, señor secretario, vos sabéis que, haya hecho todo lo malo que haya hecho, no soy culpable de este asunto de la reina. Veo por vuestra expresión que lo sabéis, y toda la gente lo sabrá también cuando me lleven a morir, y el rey lo sabrá y pensará en ello cuando se quede solo. Así que se me recordará. Como se recuerda al inocente.
Habría sido cruel desbaratar esa creencia; espera que su muerte le dé mayor fama de la que le ha dado su vida. Todos los años que se extendían ante él, y no hay razón alguna para creer que se propusiese hacer mejor uso de ellos del que había hecho de los primeros veinticinco; lo dice él mismo. Criado bajo el ala de su soberano, cortesano desde que era niño, de familia de cortesanos: nunca dudó de su lugar en el mundo, nunca tuvo un momento de angustia, nunca un momento de agradecimiento por el gran privilegio de haber nacido como Francis Weston, en el seno de la fortuna, nacido para servir a un gran rey y una gran nación: no dejará nada más que sus deudas, y un nombre manchado, y un hijo; y cualquiera puede engendrar un hijo, se dice él: hasta que recuerda por qué estamos aquí y de qué va todo este asunto.
—Vuestra esposa —dice— ha escrito en favor vuestro al rey. Pidiendo clemencia. Tenéis muchos amigos.
—De mucho me valdrán.
—No creo que comprendáis que en esta tesitura, muchos hombres se encontrarían solos. Debería alegraros. No deberíais amargaros, Francis. La fortuna es voluble, todo joven aventurero lo sabe. Resignaos. Mirad a Norris. No siente ninguna amargura.
—Quizá —replica el joven—, quizá Norris piense que no tiene ningún motivo para la amargura. Tal vez sus pesares sean sinceros, y necesarios. Tal vez él merezca morir, pero yo no.
—Pensáis que él se lo merece, por entrometerse con la reina.
—Siempre estaba con ella. Y no para hablar del Evangelio.
Está, quizá, al borde de una denuncia. Norris había empezado a admitir cosas con William Fitzwilliam, pero luego se había vuelto atrás. ¿Aflorarán quizá ahora los hechos? Espera. Ve que el muchacho hunde la cabeza en las manos; luego, él, impelido por algo, no sabe por qué, se levanta, dice:
—Francis, perdonadme. —Y sale de la habitación.
Fuera está esperando Wriothesley, con gentilhombres de su casa. Están apoyados en la pared, compartiendo algún chiste. Se yerguen al verlo, miran, expectantes.
—¿Hemos acabado? —dice Wriothesley—. ¿Ha confesado?
Él lo niega con un gesto.
—Cada hombre dará buena cuenta de sí mismo, pero no absolverá a sus compañeros. Además, todos dirán: «Yo soy inocente», pero no dirán: «Ella es inocente». No son capaces. Puede que ella lo sea, pero ninguno de ellos lo dirá.
Es exactamente como una vez que le explicó Wyatt: «Lo peor del asunto —había dicho— es lo que ella me insinúa, alardeando casi, que me dice, no a mí, pero sí a otros».
—Bueno, no tenéis ninguna confesión —dice Wriothesley—. ¿Queréis que las consigamos nosotros?
Lanza a Llamadme una mirada que le hace retroceder, de manera que pisa en un pie a Richard Riche.
—Qué, Wriothesley, ¿pensáis que soy demasiado blando con el joven?
Riche se frota el pie.
—¿Haremos acusaciones concretas?
—Cuantas más mejor. Perdonadme, necesito un momento…
Riche supone que ha ido a orinar. Él no sabe qué le ha hecho dejar a Weston y salir de la habitación. Puede que fuese cuando el muchacho dijo «cuarenta y cinco o cincuenta». Como si, después de media vida, hubiese una segunda infancia, una nueva fase de inocencia. Le conmovió, quizá, la simplicidad de ello. O tal vez sólo necesitó aire. Digamos que estás en una habitación, las ventanas completamente cerradas, tienes conciencia de la proximidad de otros cuerpos, de la luz menguante. En la habitación te planteas supuestos, juegas partidas, mueves a tu personal por allí: cuerpos imaginarios, duros como marfil, negros como ébano, empujados en sus caminos a través de los cuadrados. Luego dices: no puedo soportar esto más, tengo que respirar; sales rápidamente de la habitación y entras en un jardín selvático donde los culpables están colgados de los árboles, no marfil ya, no ébano ya, carne; y sus fieras lenguas plañideras proclaman su culpabilidad mientras mueren. En este asunto, la causa ha estado precedida por el efecto. Lo que tú soñaste se ha representado. Buscas un puñal pero la sangre ya está derramada. Los corderos se han matado y comido ellos mismos. Han llevado cuchillos a la mesa, se han trinchado y han dejado limpios sus propios huesos.
Mayo está floreciendo hasta en las calles de la ciudad. Él lleva flores a las damas de la Torre. Es Christophe quien porta los ramos. El muchacho está engordando y parece un buey adornado para el sacrificio. Él se pregunta qué harían con sus sacrificios, los paganos y los judíos del Antiguo Testamento; no desperdiciarían seguramente carne fresca, pero ¿la darían a los pobres?
Ana está alojada en las habitaciones que se redecoraron para su coronación. Él mismo había supervisado la tarea, y observado cómo florecían en las paredes diosas, con sus ojos oscuros suaves y brillantes. Toman el sol en jardines, bajo cipreses; una cierva blanca atisba entre el follaje, mientras los cazadores se desvían en otra dirección y los perros brincan delante de ellos, con su música canina.
Lady Kingston se levanta para recibirle, y él dice:
—Sentaos, mi querida señora… ¿Dónde está Ana? No aquí en su cámara de presencia.
—Está rezando —dice una de las tías Bolena—. Así que la dejamos hacerlo.
—Ya lleva un rato —dice la otra tía—. No sabemos si tendrá un hombre allí dentro.
Las tías ríen entre dientes; él no se une a ellas; lady Kingston les lanza una mirada dura.
La reina sale del pequeño oratorio; ha oído la voz de él. La luz del sol golpea en su rostro. Es cierto lo que dice lady Rochford, empiezan a marcársele las arrugas. Si no supieses que es una mujer que ha tenido en la mano el corazón de un rey, la tomarías por una persona muy normal. Él supone que siempre habrá en ella una levedad tensa, una astucia bien adiestrada. Será una de esas mujeres que a los cincuenta piensan que aún están en el candelero: una de esas viejas cansadas duchas en insinuaciones, mujeres que sonríen bobaliconamente como doncellas y que te ponen la mano en el brazo, que intercambian miradas con otras mujeres cuando surge en el horizonte un buen partido como Tom Seymour.
Pero, por supuesto, ella nunca tendrá cincuenta años. Él se pregunta si será esta la última vez que la vea, antes del juicio. Está sentada, en la sombra, en medio de las mujeres. La Torre siempre resulta húmeda por el río y hasta en esas habitaciones nuevas y alegres hay una atmósfera húmeda y pegajosa. Le pregunta si quiere que le traigan pieles, y ella dice:
—Sí. Armiño. Además, no quiero a estas mujeres. Me gustaría tenerlas de mi propia elección, no de la vuestra.
—Lady Kingston os atiende porque…
—Porque es vuestra espía.
—… porque es vuestra anfitriona.
—¿Soy entonces su invitada? Una invitada tiene libertad para irse.
—Pensé que os gustaría tener a la señora Orchard —dice él—, dado que es vuestra vieja niñera. Y no creí que pusieseis objeciones a vuestras tías.
—Tienen resentimientos contra mí, las dos. Lo único que veo y oigo son risillas burlonas y exclamaciones.
—¡Dios bendito! ¿Esperáis aplausos?
Este es el problema con los Bolena: odian a los suyos.
—No me hablaréis de ese modo —dice Ana— cuando esté libre.
—Perdonad. Lo dije sin pensarlo.
—No sé lo que se propone el rey teniéndome aquí. Supongo que lo hace para probarme. Es alguna estratagema que ha ideado, ¿verdad?
Ella no piensa en realidad eso, así que él no contesta.
—Me gustaría ver a mi hermano —dice Ana.
Una de las tías, lady Shelton, alza la vista de su labor de aguja.
—Es una petición estúpida, dadas las circunstancias.
—¿Dónde está mi padre? —dice Ana—. No comprendo por qué no viene en mi ayuda.
—Tiene suerte de estar en libertad —dice lady Shelton—. No esperéis ayuda por ese lado. Thomas Bolena siempre veló por sí mismo primero, y le conozco, porque soy su hermana.
Ana la ignora.
—Y mis obispos, ¿dónde están? Los he alimentado, los he protegido, he defendido la causa de la religión, así que ¿por qué no interceden ante el rey por mí?
La otra tía Bolena se ríe.
—¿Esperáis que intervengan los obispos para excusar vuestro adulterio?
Es evidente que, en esta corte, Ana ya ha sido juzgada. Él le dice:
—Ayudad al rey. Vuestra causa está perdida si él no se muestra clemente, no podéis hacer nada en favor vuestro. Pero debéis hacer algo por vuestra hija, Elizabeth. Cuanto más humilde os mostréis, cuanto más arrepentida, cuanto más pacientemente soportéis el proceso, menos amargura sentirá Su Majestad cuando surja después vuestro nombre.
—Ah, el proceso —dice Ana, con un chispazo de su antigua agudeza—. ¿Y qué clase de proceso va a ser ese?
—Se están recogiendo ya las confesiones de los gentilhombres.
—¿Las qué? —dice Ana.
—Ya lo habéis oído —dice lady Shelton—. No mentirán por vos.
—Ha de haber otras detenciones, otras acusaciones, aunque hablando ahora, sincerándoos con nosotros, podríais hacer que todos los afectados sufriesen menos. Los gentilhombres comparecerán en juicio todos juntos. En cuanto a vos y a mi señor vuestro hermano, dado que habéis sido ennoblecidos, seréis juzgados por vuestros pares.
—No tienen ningún testigo. Pueden hacer cualquier acusación, y yo puedo decir que no a ella.
—Eso es verdad —concede él—. Aunque no es verdad respecto a los testigos. Cuando estabais en libertad, madame, vuestras damas se sentían intimidadas por vos, forzadas a mentir por vos, pero ahora están envalentonadas.
—Estoy segura de que lo están. —Sostiene la mirada de él; su tono es burlón—. Lo mismo que Seymour estará envalentonada. Decidle de mi parte que Dios se da cuenta de sus trucos.
Él se levanta para irse. Ella le pone nervioso, el fiero desasosiego que mantiene a raya, que controla pero sólo lo justo. No parece que tenga objeto prolongar la entrevista, pero dice:
—Si el rey iniciase un proceso para anular vuestro matrimonio, yo debo volver aquí para tomaros declaración.
—¿Qué? —dice ella—. ¿También eso? ¿Es necesario? ¿No bastará el asesinato?
Él se inclina y se da la vuelta para irse.
—¡No!
Le hace volver atrás. Se ha puesto de pie, deteniéndolo, tocándole tímidamente en el brazo; como si no fuese tanto su liberación lo que quisiera como la buena opinión de él.
—¿Vos no creéis esas historias que se cuentan contra mí? Sé que en el fondo no las creéis. ¿Cremuel?
Es un largo instante. Él se siente al borde de algo desagradable: conocimiento superfluo, información inútil. Se vuelve, vacila, y extiende la mano, tanteante…
Pero entonces ella alza las suyas y las posa sobre el pecho, en el gesto que lady Rochford le había mostrado. Ah, la reina Ester, piensa él. No es inocente; sólo puede remedar inocencia. Deja caer la mano a un lado. Se vuelve. Sabe que ella es una mujer sin remordimientos. Está convencido de que cometería cualquier pecado o crimen. Piensa que es hija de su padre, que nunca desde la infancia ha emprendido ninguna acción, presionado o halagado si eso pudiese dañar sus propios intereses. Pero ahora, con un gesto, los ha dañado.
Ella ha visto el cambio de expresión de él. Retrocede, se lleva las manos al cuello: las cierra alrededor de su propia carne como un estrangulador. «Sólo tengo un cuello pequeño. Será cosa de un momento».
Kingston sale apresurado a su encuentro; quiere hablar.
—Sigue haciendo eso. Poniendo las manos alrededor del cuello. Y riendo. —Su cara de carcelero honrado muestra disgusto—. No puedo ver que haya motivo ninguno para reírse. Y hay otras cosas tontas que dice, de las que me ha informado mi señora. Dice: no dejará de llover hasta que se me deje libre. O que no empezará a llover. Cosas así.
Él lanza una mirada a la ventana y sólo ve una lluvia de verano. En un momento el sol borrará la humedad de las piedras.
—Mi mujer le dice —explica Kingston— que abandone esa charla necia. A mí me dijo: señor Kingston, ¿habrá justicia para mí? Yo le dije: madame, hasta para el súbdito más pobre del rey hay justicia. Pero ella se ríe —dice Kingston—. Y pide la cena. Y come con buen apetito. Y dice versos. Mi esposa no puede seguirlos. La reina dice que son versos de Wyatt. Dice: oh, Wyatt, Thomas Wyatt, ¿cuándo te veré aquí conmigo?
En Whitehall oye la voz de Wyatt y camina hacia ella, los ayudantes se vuelven y le siguen; tiene más ayudantes que nunca, algunos de ellos son gente a la que nunca ha visto antes. Charles Brandon, duque de Suffolk, Charles Brandon grande como una casa: está bloqueando el paso a Wyatt, y se gritan uno a otro. «¿Qué es lo que sucede?», grita él, y Wyatt se interrumpe y dice por encima del hombro: «Estamos haciendo las paces».
Él se ríe. Brandon se aparta, riendo detrás de su vasta barba. Wyatt dice:
—Le he rogado: abandonad vuestra vieja enemistad conmigo, o acabará matándome, ¿queréis eso? —Mira hacia el duque, que se aleja con disgusto—. Sospecho que sí. Esta es su oportunidad. Fue a ver a Enrique hace tiempo, a decirle que tenía sospechas de mí y de Ana.
—Sí, pero si recordáis, Enrique le echó a patadas de vuelta al campo.
—Enrique le escuchará ahora. Le resultará fácil creer.
Coge a Wyatt por el brazo y tira de él. Si es capaz de mover a Charles Brandon, lo es de mover a cualquiera.
—No quiero discutir en un lugar público. Mandé a buscaros para que vinierais a mi casa, no para que os pusierais a discutir en un lugar público y que la gente diga: ¿cómo, Wyatt? ¿Aún anda suelto?
Wyatt pone una mano sobre la suya. Hace una profunda inspiración, intentando calmarse.
—Mi padre me dijo: vete a ver al rey y estate con él día y noche.
—Eso no es posible. El rey no ve a nadie. Debéis venir conmigo a Rolls House, pero luego…
—Si voy a vuestra casa la gente dirá que estoy detenido.
Él baja la voz:
—Ningún amigo mío sufrirá.
—Son amigos súbitos y extraños los que tenéis este mes. Amigos papistas, gente de lady María, Chapuys. Hacéis causa común con ellos ahora, pero ¿y después? ¿Qué pasará si os abandonan antes de que vos los abandonéis?
—Ah —dice él ecuánimemente—, ¿así que creéis que toda la casa de Cromwell se vendrá abajo? Confiad en mí, ¿lo haréis? Bueno, en realidad no tenéis elección, ¿verdad?
Desde la casa de Cromwell hasta la Torre: Richard Cromwell como escolta, y todo ello hecho tan alegremente, con tal espíritu de amistad, que pensarías que salen para un día de caza. «Rogad al condestable que trate con todos los honores al señor Wyatt», le dice a Richard. Y a Wyatt: «Es el único lugar en el que estáis seguro. Una vez que estéis en la Torre nadie puede interrogaros sin mi permiso».
Wyatt dice:
—Si entro no saldré. Vuestros nuevos amigos me quieren sacrificado.
—No querrán pagar el precio —dice él tranquilamente—. Me conocéis, Wyatt. Sé cuánto tiene cada uno, sé lo que pueden permitirse. Y no sólo en dinero. Tengo a vuestros enemigos pesados y valorados. Sé lo que pagarán y a lo que se resistirán, y creedme, el dolor que les causaré si me ponen obstáculos en este asunto, les hará llorar hasta quedar sin lágrimas.
Cuando Wyatt y Richard se han ido ya, le dice a Llamadme Risley, frunciendo el ceño:
—Wyatt me dijo una vez que yo era el hombre más listo de Inglaterra.
—No era un halago —dice Llamadme—. Yo aprendo mucho todos los días, sólo con estar cerca de vos.
—No, es él. Wyatt. Él nos deja a todos atrás. Escribe una cosa y luego dice que no la ha escrito. Anota un verso en un trozo de papel y te lo da, cuando estás cenando o rezando en la capilla. Luego desliza un papel en la mano de otro, y es el mismo verso, pero con una palabra diferente. Entonces esa persona dice: ¿visteis lo que escribió Wyatt? Vos decís sí, pero estáis hablando de cosas distintas. Luego vas y le dices: Wyatt, ¿hiciste de verdad lo que cuentas en este verso? Él sonríe y te dice: es la historia de un gentilhombre imaginario, nadie que conozcamos; o dirá: esa no es mi historia, la que yo escribí, es vuestra, aunque no la conozcáis. Dirá: esta mujer a la que describo aquí, la morena, es en realidad una mujer que tiene el cabello rubio, disfrazada. Proclamará: debes creer de lo que leas todo y nada. Señalas la página, le dices: este verso qué, ¿es verdad? Él dice: es verdad de poeta. Además, proclama, yo no soy libre para escribir como quiero. No es el rey, sino el metro lo que me constriñe. Y sería más claro, dice, si pudiese: pero tengo que mantener el ritmo.
—Alguien debería llevar sus versos al impresor —dice Wriothesley—. Eso los fijaría.
—Él no consentiría eso. Son comunicaciones privadas.
—Si yo fuese Wyatt —dice Llamadme—, me habría asegurado de que nadie pudiese interpretarme mal. Me habría mantenido alejado de la mujer del César.
—Es el camino prudente —dice, y sonríe—. Pero no es para él. Es para gente como vos y como yo.
Cuando Wyatt escribe, sus versos despliegan plumas, y usando ese plumaje se zambullen por debajo de su significado y se deslizan sobre él. Nos dicen que las reglas del poder y las reglas de la guerra son las mismas, el arte es engañar; y engañarás y serás engañado a tu vez, seas embajador o pretendiente. Ahora bien, si el tema de un hombre es el engaño, os engañaréis si creéis que captáis su sentido. Cierras la mano y escapa volando. Un estatuto se escribe para atrapar significados, un poema para eludirlos. Una pluma, afilada, puede agitarse y susurrar como las alas de los ángeles. Los ángeles son mensajeros. Son criaturas con una mente y una voluntad. No sabemos seguro si su plumaje es como el plumaje de los halcones, los cuervos, los pavos reales. Apenas visitan a los hombres ya. Aunque en Roma él conoció un hombre, un asador de las cocinas pontificias, que se había encontrado cara a cara con un ángel en un pasadizo, temblando de frío, en un almacén subterráneo del Vaticano por el que los cardenales nunca pasaban; y la gente le pagaba bebidas para hacerle hablar de aquello. Decía que la sustancia del ángel era pesada y lisa como el mármol, su expresión distante e implacable; las alas eran de cristal tallado.
Cuando llegan las acusaciones a sus manos, él ve inmediatamente que, aunque la letra es de un amanuense, el rey ha intervenido. Puede oír su voz en cada línea: su indignación, sus celos, su temor. No basta con decir que ella incitó a Norris al adulterio en octubre de 1533, o a Brereton en noviembre del mismo año; Enrique debe imaginar las «conversaciones soeces y besos, caricias, regalos». No basta con citar su conducta con Francis Weston, en mayo de 1534, o alegar que yació con Mark Smeaton, un hombre de baja condición, en abril del año pasado; es necesario hablar del fogoso resentimiento de los amantes entre ellos, de los celos furibundos que inspiraba a la reina cualquier otra mujer a la que ellos mirasen. No basta con decir que ella pecó con su propio hermano: debe uno imaginar los besos, regalos, joyas que se intercambiaron, y cómo se miraban cuando ella «introducía seductoramente su lengua en la boca del dicho George, y el dicho George la suya en la boca de ella». Parece más bien una conversación con lady Rochford, o cualquier otra mujer amante del escándalo, que un documento que uno presenta ante un tribunal de justicia; pero de todos modos, tiene sus méritos, explica una historia, y fija en la cabeza de aquellos que la oigan ciertas imágenes que no volverán a salir a la luz pública. Él dice: «Debéis añadir en cada caso y en cada ofensa, y varios días antes y después». O una frase similar que deje claro que los delitos son numerosos, quizá más numerosos incluso de lo que los acusados recuerdan. «Porque de ese modo —dice él— si se niega específicamente una fecha, un lugar, no será suficiente para invalidar el total».
¡Y lo que ha dicho Ana! Según este documento, ella ha confesado que «nunca amó al rey en el fondo de su corazón».
Nunca. No ahora. Y nunca podría.
Él examina ceñudo los documentos y luego los pasa para que sean inspeccionados. Se plantean objeciones. ¿Debe añadirse Wyatt? No, en modo alguno. Si se le ha de juzgar, piensa él, si el rey llega tan lejos, entonces se le segregará de ese grupo contaminado, y empezaremos de nuevo con una hoja en blanco; en este juicio, con estos acusados, sólo hay un camino, no hay más salida, no hay más dirección que la del patíbulo.
¿Y si hay discrepancias, visibles para los que llevan las cuentas de dónde residía la corte este día o aquel? Él dice: Brereton, en una ocasión, me contó que era capaz de estar en dos sitios al mismo tiempo. Y puestos a pensar en ello, Weston lo hizo así. Los amantes de Ana son gentilhombres fantasmas, que revolotean en la noche con intenciones adúlteras. Vienen y van de noche, sin que nadie pueda detenerlos. Se deslizan sobre la superficie del río como mosquitos, titilan contra la oscuridad, los jubones cosidos con diamantes. La luna los ve, atisbando desde su capirote de hueso, y el agua del Támesis los refleja, reluciendo como peces, como perlas.
Sus nuevos aliados, los Courtenay y la familia Pole, aseguran no sorprenderse lo más mínimo de las acusaciones que se hacen contra Ana. Ella es una hereje y su hermano lo mismo. Los herejes, es bien sabido, no tienen límites naturales, ni nada que los coarte, no temen ni a las leyes de este mundo ni a la ley de Dios. Ven lo que quieren y lo toman. Y aquellos que (neciamente) han tolerado las herejías, por holgazanería o por lástima, descubren entonces por fin cuál es su verdadera naturaleza.
Enrique Tudor aprenderá duras lecciones de esto, dicen las viejas familias. ¿Le tenderá quizá Roma una mano en su tribulación? ¿Es posible que el papa, una vez muerta Ana, le perdone y le acoja de nuevo en su seno si se postra de hinojos ante él?
¿Y yo?, pregunta él. Oh, bueno, vos, Cromwell… Sus nuevos amos le miran con diversas expresiones de desconcierto o de disgusto. «Seré vuestro hijo pródigo —dice él, sonriendo—. Seré la oveja que estaba perdida».
En Whitehall, pequeños grupos de hombres que murmuran, se juntan en prietos círculos, los codos apuntando hacia fuera mientras las manos acarician las dagas que llevan a la cintura. Y entre los abogados una oscura agitación, conferencias en rincones.
Rafe le pregunta: ¿podría obtenerse la libertad del rey, señor, con más economía de medios? ¿Con menos derramamiento de sangre?
Mira, dice él: una vez agotado el proceso de negociación y compromiso, una vez que os habéis propuesto la destrucción de un enemigo, esa destrucción debe ser rápida y debe ser perfecta. Antes de que lleguéis a mirar siquiera en su dirección, debéis tener ya su nombre en una orden de detención, los puertos bloqueados, a su esposa y a sus amigos comprados, a su heredero bajo vuestra protección, su dinero en vuestra bóveda de seguridad y su perro corriendo cuando vos silbéis. Antes de que despierte por la mañana, deberíais tener ya el hacha en la mano.
Cuando él, Cromwell, llega a ver a Thomas Wyatt en la prisión, el condestable Kingston está deseoso de asegurarle que ha obedecido sus instrucciones, que Wyatt ha sido tratado con todos los honores.
—Y la reina, ¿cómo está?
—Inquieta —dice Kingston; parece incómodo—. Estoy acostumbrado a toda clase de presos, pero nunca he tenido uno como este. De pronto dice: sé que debo morir. Al momento siguiente, completamente lo contrario de eso. Cree que el rey vendrá en su barca y la sacará de aquí. Cree que se ha cometido un error, que hay un malentendido. Cree que el rey de Francia intervendrá en su favor.
El carcelero mueve la cabeza.
Encuentra a Thomas Wyatt jugando a los dados contra sí mismo: el tipo de actividad inútil que el viejo sir Henry Wyatt censura.
—¿Quién gana? —le pregunta.
Wyatt alza la vista.
—Mi yo peor, ese idiota cantarín, juega con mi yo mejor, el necio llorica. Podéis suponer quién gana. De todos modos, siempre existe la posibilidad de que suceda lo contrario.
—¿Estáis cómodo?
—¿En cuerpo o en espíritu?
—Yo sólo respondo por los cuerpos.
—Nada os hace flaquear —dice Wyatt. Lo dice con una admiración renuente que está próxima al miedo. Pero él, Cromwell, piensa: flaqueé pero nadie lo sabe, no han llegado informes al exterior. Wyatt no me vio abandonar el interrogatorio de Weston. Wyatt no me vio cuando Ana posó su mano en mi brazo y me preguntó qué era lo que creía en el fondo de mi corazón.
Posa los ojos sobre el preso, toma asiento. Dice suavemente:
—Creo que he estado adiestrándome toda la vida para esto. He hecho un aprendizaje por mi cuenta.
Toda su carrera ha sido una educación en la hipocresía. Ojos que antes le taladraban le miran ahora amables, con un respeto simulado. Manos a las que les gustaría tirarle el sombrero de un revés se extienden ahora para estrechar la suya, a veces en un apretón estrujador. Ha hecho girar a sus enemigos para que le miren de frente, para que se unan a él: como en un baile. Tiene previsto darles la vuelta otra vez, para que echen un vistazo al panorama largo y frío de sus años, para que sientan el viento, el viento de los lugares desprotegidos, que corta hasta el hueso; para que se acuesten entre ruinas y despierten fríos.
—Cualquier información que me deis —le dice a Wyatt— la anotaré, pero os doy mi palabra de que la destruiré en cuanto se consiga esto.
—¿Se consiga? —Wyatt está considerando la elección de esa palabra.
—El rey está informado de que su esposa le traicionó con varios hombres, uno de ellos su hermano, otro su amigo más íntimo, otro un criado al que ella dice que apenas conoce. El espejo de la verdad se ha roto, dice el rey. Por ello, sí, habría que conseguir reunir los fragmentos.
—Pero decís que él está informado, ¿cómo es que lo está? Nadie admite nada, salvo Mark. ¿Y si está mintiendo?
—Cuando un hombre se confiesa culpable tenemos que creerle. No podemos ponernos a demostrarle que está equivocado. Si no, los tribunales de justicia nunca funcionarían.
—Pero ¿dónde está la prueba? —insiste Wyatt.
Él sonríe.
—La verdad llegará a la puerta de Enrique, cubierta con capa y capucha. Él la deja entrar porque tiene una idea perspicaz de lo que hay debajo, de que el que llega no es un desconocido. Thomas, yo creo que él lo ha sabido siempre. Él sabe que si ella no le engañó con el cuerpo lo hizo con las palabras, y si no con los hechos entonces en sueños. Piensa que nunca lo estimó ni lo amó, cuando él puso el mundo a sus pies. Piensa que nunca la complació o la satisfizo y que cuando estaba en el lecho, a su lado, ella imaginaba que estaba con otro.
—Eso es común —dijo Wyatt—. ¿No os parece? Así es como funciona el matrimonio. Yo no sabía que la ley pudiese considerarlo un delito. Válgame Dios. Media Inglaterra estaría encarcelada.
—Vos comprendéis que están por una parte las acusaciones escritas en un acta de cargos. Y luego están los otros cargos, aquellos que no se encomiendan al papel.
—Si sentir es un delito, entonces confieso…
—No confeséis nada. Norris confesó. Admitió que la amaba. Si lo que alguien desea de vos es una confesión, no os conviene nunca hacerla.
—¿Qué quiere Enrique? Estoy desconcertado, francamente. No puedo ver qué salida me queda.
—Él cambia de opinión, de un día para otro. Le gustaría reconstruir el pasado. Le gustaría no haber visto jamás a Ana. Le gustaría haberla visto, pero haber visto a través de ella. Y sobre todo la quiere muerta.
—Querer no equivale a hacerlo.
—Equivale, si sois Enrique.
—Tal como yo entiendo la ley, el adulterio de una reina no es ninguna traición.
—No, pero el hombre que la viola, comete traición.
—¿Creéis que utilizaron la fuerza? —dice secamente Wyatt.
—No, es sólo el término legal. Es un eufemismo que nos permite pensar bien de cualquier reina desdichada. Pero en cuanto a ella, es una traidora también, ella misma lo ha dicho. Querer la muerte del rey es traición.
—Pero —dice Wyatt—, perdonad de nuevo mis cortas entendederas, yo creí que Ana había dicho «si él muriese» o algo parecido. Así que dejadme plantearos una cuestión. Si yo digo «todos los hombres deben morir», ¿es eso un anuncio de la muerte del rey?
—Sería bueno no poner ejemplos —dice él amablemente—. Thomas Moro planteaba ejemplos cuando empezó a inclinarse por la traición. Pero dejadme ir al grano sobre vuestro caso. Puedo necesitar una declaración vuestra como prueba contra la reina. La aceptaré por escrito, no es necesario que se airee en un juicio público. Vos lo dijisteis una vez, cuando me visitasteis en mi casa, cómo se conducía Ana con los hombres: ella dice «Sí, sí, sí, sí, no».
Wyatt asiente; reconoce esas palabras; parece lamentar haberlas dicho.
—Ahora debéis tener que transponer una palabra de ese testimonio. Sí, sí, sí, no, sí.
Wyatt no contesta. El silencio se extiende, se asienta alrededor de ellos: un silencio adormecido, mientras en otra parte se despliegan hojas, florece mayo en los árboles, tintinea el agua en los surtidores, ríen los jóvenes en los jardines. Por fin Wyatt habla, con voz tensa:
—No era un testimonio.
—¿Qué era entonces? —Se inclina hacia delante—. Sabéis que no soy un hombre con el que podáis tener conversaciones intrascendentes. No me puedo dividir en dos, uno vuestro amigo y otro el servidor del rey. Así que debéis decirme: ¿escribiréis vuestros pensamientos y si se os requiere los diréis de palabra? —Se recuesta de nuevo en su asiento—. Y si podéis tranquilizarme en este punto, yo escribiré a vuestro padre, para tranquilizarlo también. Para decirle que saldréis de esto vivo. —Hace una pausa—. ¿De acuerdo?
Wyatt asiente. El mínimo gesto posible, un asentimiento para el futuro.
—Bueno. Después, por vuestro apoyo, para compensaros por esta detención, dispondré lo necesario para que recibáis un dinero.
—No lo necesito. —Wyatt aparta la cara, deliberadamente: como un niño.
—Creedme, lo necesitáis. Seguís arrastrando todavía deudas de vuestra época en Italia. Vuestros acreedores acuden a mí.
—Yo no soy vuestro hermano. Vos no sois mi guardián.
Él mira a su alrededor.
—Lo soy, si lo pensáis bien.
Wyatt dice:
—Tengo entendido que Enrique quiere también una anulación. Matarla y divorciarse de ella, todo en un solo día. Ella es así, ya sabéis. Todo está regido por extremos. No estaba dispuesta a ser su amante, debía ser reina de Inglaterra; así que se prescinde de la fe y se modifican las leyes, hay un clamor en el país. Si tuvo tantos problemas para conseguirla, ¿cuántos tendrá para librarse de ella? Incluso después de muerta, él haría bien en asegurarse de que el ataúd tiene la tapa bien clavada.
—¿Es que no os queda ningún sentimiento de ternura hacia Ana? —pregunta él con curiosidad.
—Estoy harto de ella —dice Wyatt brevemente—. O quizá nunca tuve ese sentimiento, no conozco mi propia mente, sabéis. Me atrevo a decir que los hombres han sentido muchas cosas por Ana, pero nadie salvo Enrique ha sentido ternura. Ahora él piensa que le han tomado por un imbécil.
Él se levanta.
—Escribiré unas palabras tranquilizadoras a vuestro padre. Le explicaré que debéis permanecer aquí durante un breve periodo, que es más seguro. Pero primero debo… Creíamos que Enrique había prescindido de la anulación, pero ahora, como vos decís, la revive, así que debo…
Wyatt dice, como saboreando su incomodidad:
—Tendréis que ir a ver a Harry Percy, ¿no?
Hace ya casi cuatro años que, en una mísera posada llamada San Marcos y el león, con Llamadme pisándole los talones, se enfrentó a Harry Percy y le hizo comprender ciertas verdades sobre la vida, siendo la principal de ellas que, pese a lo que pudiera pensar, no estaba casado con Ana Bolena. Aquel día había dado un manotazo en la mesa y le había explicado al joven que, si no se apartaba del camino del rey, sería aplastado: él, Thomas Cromwell, daría rienda suelta a sus acreedores para acabar con él, para arrebatarle su condado y sus tierras. Había dado el manotazo en la mesa y le había dicho que, además, si no olvidaba a Ana Bolena y cualquier pretensión sobre ella, su tío, el duque de Norfolk, descubriría dónde se escondía y le arrancaría los huevos de un mordisco.
Desde entonces él ha hecho muchos negocios con el conde, que es ahora un hombre enfermo y destrozado, con grandes deudas, al que, día a día, el control de sus propios asuntos se le está yendo de las manos. De hecho, casi se ha cumplido el juicio que él emitió, lo que le había dicho, salvo que el conde, que se sepa, aún conserva los huevos. Después de su charla en San Marcos y el león, el conde, que llevaba varios días bebiendo, había hecho que sus criados le limpiasen la ropa, borrasen todo rastro de vómito, y envuelto en un olor agrio, torpemente afeitado, temblando y con náuseas, se había presentado ante el consejo del rey y le había obedecido a él, a Thomas Cromwell, reescribiendo la historia de su enamoramiento, abjurando de cualquier pretensión sobre Ana Bolena; afirmando que no había existido jamás contrato de matrimonio alguno entre ellos; que juraba por su honor como noble que nunca se había acostado con ella, y que ella estaba completamente libre y al alcance del corazón, el lecho conyugal y las manos del rey. Todo lo cual lo había jurado sobre la Biblia, sostenida por el anciano Warham, que era arzobispo antes de Thomas Cranmer, y tras lo cual había recibido el Santísimo Sacramento, con los ojos de Enrique clavados en su espalda.
Ahora él, Cromwell, cabalga a encontrarse con el conde en su mansión campestre de Stoke Newington, situada al noreste de la ciudad, en el camino de Cambridge. Los criados de Percy se hacen cargo de sus caballos, pero él, en vez de entrar inmediatamente, retrocede para echar un vistazo al tejado y a las chimeneas.
—Cincuenta libras gastadas antes del invierno próximo serían una buena inversión —le dice a Thomas Wriothesley—. Sin contar el trabajo.
Si tuviese una escalera subiría y echaría una ojeada para ver cómo estaban los tejados. Pero eso tal vez no casase con su dignidad. El señor secretario puede hacer todo lo que le plazca, pero el primer magistrado de la Cámara tiene que pensar en su venerable cargo y lo que se exige de él. Si le está permitido o no subir a los tejados como vicegerente de asuntos espirituales del rey no está del todo claro… El cargo es demasiado nuevo y aún no hay experiencia sobre él. Sonríe. Ciertamente sería una afrenta para la dignidad del señor Wriothesley si se le pidiese que subiera por una escalera hasta el tejado.
—Estoy pensando en mi inversión —le explica a Wriothesley—. En la mía y en la del rey.
El conde le debe a él sumas considerables, pero al rey le debe diez mil libras. Cuando Harry Percy se muera, la Corona se tragará su condado: así que él examina también al conde, para ver cómo está. Está amarillento, demacrado, parece más viejo de lo que es, de unos treinta y cuatro o treinta y cinco años; y ese olor agrio que cuelga en el aire, le lleva de nuevo a Kimbolton, a la vieja reina encerrada en sus habitaciones: el cuarto sin ventilar y mohoso como una celda y el cuenco de vómito que había pasado ante él, en manos de una de sus damas. Dice sin mucha esperanza:
—¿No os habréis puesto enfermo a causa de mi visita?
El conde le mira desde unos ojos hundidos.
—No. Dicen que es mi hígado. No, en absoluto, Cromwell, vos os habéis portado muy razonablemente conmigo, debo decirlo. Considerando…
—Considerando con qué os amenacé. —Mueve la cabeza, pesaroso—. Oh, mi señor. Hoy se presenta ante vos un pobre solicitante. Nunca podréis imaginar a lo que vengo.
—Creo que podría.
—Vengo a deciros, mi señor, que estáis casado con Ana Bolena.
—No.
—Vengo a deciros que, más o menos en el año de 1523, hicisteis un contrato de matrimonio secreto con ella, y que por tanto su supuesto matrimonio con el rey es nulo.
—No.
El conde encuentra, en algún lugar, una chispa de su espíritu ancestral, aquel fuego de la frontera que arde en las partes septentrionales del reino y que achicharrará a cualquier escocés que se cruce en su camino.
—Vos me hicisteis sudar, Cromwell. Acudisteis a mí cuando estaba bebiendo en San Marcos y el león y me amenazasteis. Fui llevado a rastras ante el consejo del rey y se me hizo jurar sobre la Biblia que no había celebrado ningún contrato con Ana. Se me hizo ir con el rey y comulgar. Vos me visteis, me oísteis. ¿Cómo puedo volverme atrás ahora? ¿Estáis diciendo que cometí perjurio?
El conde se ha puesto de pie. Él permanece sentado. No se propone ser descortés; piensa más bien que, si se pusiese de pie, podría darle una bofetada al conde, y no recuerda haberle pegado nunca a un hombre enfermo.
—No es perjurio —dice amistosamente—. Lo que yo planteo es que, en aquella ocasión, os falló la memoria.
—¿Estaba casado con Ana, pero lo había olvidado?
Vuelve a sentarse y considera a su adversario.
—Habéis sido siempre un bebedor, mi señor, lo que es el motivo, creo yo, de que os encontréis reducido a vuestra actual condición. En el día en cuestión, yo os encontré, como habéis dicho, en una taberna. ¿Es posible que cuando acudisteis ante el consejo del rey, aún estuvieseis borracho? Y que no tuvieseis del todo claro por ello lo que estabais jurando…
—Estaba sereno.
—Os dolía la cabeza. Teníais náuseas. Teníais miedo de vomitar sobre los reverendos zapatos del arzobispo Warham. Esa posibilidad os turbaba tanto que no podíais pensar en ninguna otra cosa. No estabais atento a las preguntas que se os hacían. Es algo que no se os puede reprochar.
—Pero —dice el conde— yo estaba atento.
—Cualquier consejero comprendería vuestra situación. Todos hemos bebido de más una vez u otra.
—Juro por mi alma que estaba atento.
—Entonces considerad otra posibilidad. Tal vez hubiese algún descuido en la toma de juramento. Alguna irregularidad. El viejo arzobispo estaba enfermo también aquel día. Recuerdo que le temblaban las manos mientras sostenía el santo libro.
—Estaba paralítico. Es frecuente a esa edad. Pero era competente.
—Si hubiese algún defecto en el procedimiento, vuestra conciencia no os atribularía en caso de que repudiaseis ahora vuestro juramento. Es posible que no fuese siquiera una Biblia…
—Estaba encuadernado como una Biblia —dice el conde.
—Yo tengo un libro de contabilidad que se confunde muchas veces con una Biblia.
—Especialmente por vos.
Él sonríe. El conde no tiene el ingenio atrofiado del todo, aún no.
—¿Y qué me decís de la sagrada forma? —dice Percy—. Yo tomé el sacramento para confirmar lo que había jurado, y ¿no era el cuerpo mismo de Dios?
Él calla. Podría daros un argumento sobre eso, piensa, pero no os proporcionaré una oportunidad para que me llaméis hereje.
—No lo haré —dice Percy—. Y no puedo entender por qué habría de hacerlo. Todo lo que yo sé es que Enrique se propone matarla. ¿No es bastante para ella que la maten? Después de que esté muerta, ¿qué importa con quién pudiese haber hecho ella contratos?
—Sí que importa, por una cuestión. Él sospecha sobre la hija que tuvo Ana. Pero no quiere presionar para que se investigue quién es su padre.
—¿Elizabeth? Yo he visto a esa criatura —dice Percy—. Es de él. Eso os lo puedo asegurar.
—Pero aunque fuese…, incluso si lo fuese, él ahora piensa apartarla de la sucesión, porque, si nunca estuvo casado con su madre…, en fin, en ese caso, la cosa se aclara. Queda despejado el camino para los hijos de su próxima esposa.
El conde asiente.
—Eso lo comprendo.
—Así que si queréis ayudar a Ana, esta es vuestra última oportunidad.
—¿Cómo la ayudaré?, ¿haciendo que su matrimonio quede anulado y su hija se convierta en bastarda?
—Eso podría salvarle la vida. Si la cólera de Enrique se aplaca.
—Vos os aseguraréis de que no se aplaque. Amontonaréis combustible y aplicaréis los fuelles, ¿no es cierto?
Él se encoge de hombros.
—No es cuestión mía. Yo no odio a la reina, eso se lo dejo a otros. Así que si alguna vez habéis sentido algo por ella…
—Yo ya no puedo ayudarla más. Sólo puedo ayudarme a mí. Dios sabe la verdad. Me convertisteis en un mentiroso ante Dios. Ahora queréis convertirme en un imbécil ante los hombres. Debéis buscar otro medio, señor secretario.
—Eso haré —dice tranquilamente; se pone de pie—. Lamento que perdáis una oportunidad de complacer al rey.
En la puerta, se vuelve.
—Sois obstinado —dice—, porque estáis débil.
Harry Percy alza la vista hacia él.
—Estoy peor que débil, Cromwell. Me estoy muriendo.
—Duraréis hasta el juicio, ¿no? Os pondré en el panel de pares. Si no sois el marido de Ana, podéis ser su juez sin problema. El tribunal necesita hombres prudentes y experimentados como vos.
Harry Percy grita tras él, pero él abandona el salón a grandes pasos y hace un gesto negativo a los caballeros que aguardan al otro lado de la puerta.
—Vaya —dice el señor Wriothesley—, yo estaba seguro de que conseguiríais hacerle entrar en razón.
—La razón ha huido.
—Parecéis triste, señor.
—¿Lo parezco, Llamadme? No se me ocurre por qué.
—Aún podemos liberar al rey. Mi señor arzobispo verá el medio. Aunque tengamos que meter en el asunto a María Bolena, y decir que el matrimonio fue ilegal por afinidad.
—El problema es, en el caso de María Bolena, que el rey estaba al tanto de los hechos. Puede que si Ana estaba casada en secreto no lo supiese. Pero siempre supo que era hermana de María.
—¿Habéis hecho vos alguna vez algo así? —pregunta cavilosamente el señor Wriothesley—. ¿Dos hermanas?
—¿Es esa la clase de problema que os absorbe en este momento?
—Es sólo que uno se pregunta cómo sería. Dicen que María Bolena era una gran puta cuando estaba en la corte francesa. ¿Creéis que el rey Francisco tuvo que ver con las dos?
Él mira a Wriothesley con un nuevo respeto.
—Hay un ángulo que yo podría explorar. Bueno…, como habéis sido un buen muchacho y no habéis atacado a golpes a Harry Percy ni le habéis insultado, sino que habéis esperado pacientemente a la puerta como se os ordenó, os diré algo que os gustará saber. Una vez, cuando se encontraba entre dos patrones, María Bolena me pidió que me casara con ella.
El señor Wriothesley le mira, boquiabierto. Luego emite breves interrogantes. ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Por qué? Sólo cuando están ya a caballo hace un comentario al respecto:
—Dios me ampare. Habríais sido el cuñado del rey.
El día es ventoso y bueno. Vuelven con bastante rapidez a Londres. En otros días, con otra compañía, él habría disfrutado del viaje.
Pero qué compañía sería esa, se pregunta, al desmontar en Whitehall. ¿La de Bess Seymour?
—Señor Wriothesley —pregunta—, ¿podéis leerme el pensamiento?
—No —dice Llamadme. Parece desconcertado, y un poco afrentado.
—¿Creéis que un obispo podría leerme el pensamiento?
—No, señor.
Él asiente.
—Pienso igual.
Va a verle el embajador imperial, con su gorro de Navidad.
—Especialmente por vos, Thomas —dice—, porque sé que os hace feliz.
Se sienta, hace una señal al criado pidiendo vino. El criado es Christophe.
—¿Utilizáis a este rufián para todo propósito? —pregunta Chapuys—. ¿No es el que torturó a ese chico, Mark?
—En primer lugar, Mark no es un chico, es sólo inmaduro. En segundo, nadie le torturó, o al menos, no que yo lo viese u oyese, ni por mi mandato o sugerencia, ni con mi permiso expreso o implícito.
—Ya veo que os estáis preparando para el juicio —dice Chapuys—. Una cuerda con nudos, ¿no fue eso? Apretada alrededor de la frente, amenazando con saltarle los ojos…
Él se enfada.
—Eso puede ser lo que hacen donde vos os criasteis. Yo nunca he oído hablar de esa práctica.
—¿Así que en vez de eso fue el potro?
—Podéis verle en el juicio. Podéis juzgar vos mismo si muestra daños. Yo he visto hombres que han pasado por el potro. No los he visto aquí. En el extranjero. Tienen que llevarlos en una silla. Mark está tan ágil como en sus tiempos de bailarín.
—Si vos lo decís —Chapuys parece contento de haberle provocado—. ¿Y cómo está ahora vuestra reina herética?
—Brava como un león. Supongo que lamentaréis saberlo.
—Y orgullosa, pero será humillada. No es ningún león, no es más que uno de esos gatos londinenses vuestros que cantan en los tejados.
Él piensa en un gato negro que tenía, Marllinspike. Después de unos años de luchar y hurgar en las basuras escapó, como hacen los gatos, a hacer carrera en otra parte.
—Como sabéis —dice Chapuys—, muchas damas y gentilhombres de la corte han ido a ver a la princesa María, para ponerse a su servicio en el futuro inmediato. Pensé que vos mismo podríais ir.
Maldita sea, piensa él, yo ya tengo trabajo de sobra, y más que de sobra; no es pequeña cosa echar abajo a una reina de Inglaterra.
—Confío —dice— en que la princesa perdonará mi ausencia en este momento. Es por su bien.
—Ahora no tenéis ningún problema para llamarla «la princesa» —comenta Chapuys—. Será repuesta, claro, como heredera de Enrique —aguarda—. Ella espera, todos sus leales partidarios esperan, el propio emperador espera…
—La esperanza es una gran virtud. Pero —añade— espero que vos le advirtáis de que no reciba a ninguna persona sin permiso del rey. O mío.
—Ella no puede impedir que vayan a verla. Todos los que antes la servían. Acuden en tropel. Será un nuevo mundo, Thomas.
—El rey estará deseoso, está deseoso, de una reconciliación con ella. Es un buen padre.
—Lástima que no haya tenido más oportunidades de demostrarlo.
—Eustache… —Hace una pausa, indica con un gesto a Christophe que se vaya—. Sé que nunca os habéis casado, pero ¿no tenéis ningún hijo? Parecéis sorprendido. Tengo curiosidad por vuestra vida. Debemos llegar a conocernos mejor.
El embajador se irrita ante el cambio de tema.
—Yo no tengo líos con mujeres. No soy como vos.
—Yo no rechazaría a un hijo. Nadie me ha reclamado nunca por ese motivo. Si lo hiciesen, cumpliría.
—Las damas no desean prolongar el encuentro —sugiere Chapuys.
A él eso le hace reír.
—Es posible que tengáis razón. Venid, mi buen amigo, vayamos a cenar.
—Anhelo muchas más veladas cordiales como esta —dice el embajador, resplandeciente—. Una vez que la concubina esté muerta e Inglaterra tranquila.
Los hombres de la Torre, aunque lamentan su probable destino, no se quejan tan amargamente como lo hace el rey. De día se pasea como una ilustración del Libro de Job. De noche navega río abajo, acompañado de músicos, a visitar a Jane.
Pese a todas las bellezas de la casa de Nicholas Carew, queda a ocho millas del Támesis y no es por tanto adecuada para los viajes vespertinos, ni siquiera en estas noches claras de principios de verano; el rey quiere estar con Jane hasta que cae la oscuridad. Así que la futura reina tiene que subir hasta Londres, y dejar que la alberguen sus partidarios y amigos. Se reúnen multitudes alrededor de un lugar u otro en el que se rumorea que está, intentando tener un vislumbre de ella, estirando el cuello, abriendo mucho los ojos; los curiosos bloquean las puertas y se aúpan unos a otros en los muros.
Los hermanos de Jane se muestran generosos con los londinenses, con la esperanza de obtener su apoyo. Corre la voz de que se trata de una auténtica inglesa de la nobleza, una de las nuestras; a diferencia de Ana Bolena, que muchos creían que era francesa. Pero las multitudes están desconcertadas, descontentas incluso: ¿no debería el rey casarse con una gran princesa, como Catalina, de un país lejano?
Bess Seymour le cuenta:
—Jane está poniendo dinero a buen recaudo en un cofre cerrado, por si el rey cambia de opinión.
—Así deberíamos hacer todos. Es una buena cosa eso de tener un cofre cerrado.
—Lleva la llave en el pecho —dice Bess.
—No es probable que alguien la busque ahí.
Bess le lanza una mirada alegre, por el rabillo del ojo.
La noticia de la detención de Ana está empezando a difundirse ya por Europa, y aunque Bess no lo sabe, están llegando hora tras hora ofertas para Enrique. El emperador sugiere que al rey podría gustarle su sobrina, la infanta de Portugal, que llegaría con cuatrocientos mil ducados; y el príncipe portugués, Dom Luís, podría casarse con la princesa María. O si el rey no quiere a la infanta, ¿qué le parecería la duquesa de Milán, una joven viuda muy bonita, que aportaría también una buena suma?
Son días de presagios y portentos para los que valoran esas cosas y pueden interpretarlas. Las historias malignas han salido de los libros y se representan por sí solas. Una reina está encerrada en una torre, acusada de incesto. La nación, naturaleza ella misma, está turbada. Se atisban fantasmas en las entradas, apostados junto a las ventanas, apoyados en las paredes, con la esperanza de escuchar los secretos de los vivos. Toca una campana sola, sin ninguna intervención humana. Hay un estallido de conversación donde no hay nadie presente, un silbido en el aire como el sonido que hace un hierro caliente cuando se sumerge en el agua. Una mujer se abre paso entre la multitud a la entrada de su casa, coge las bridas de su caballo. Antes de que los guardias la obliguen a dejarlo, le grita: «¡Dios nos valga, Cromwell, qué clase de hombre es el rey! ¿Cuántas esposas piensa tener?».
Por una vez le colorea las mejillas a Jane Seymour un rubor; o quizá sea un reflejo de su vestido, del rosa claro suave del dulce de membrillo.
Circulan declaraciones, acusaciones, escritos, entre jueces, acusadores, el fiscal general, el despacho del Lord Canciller; cada paso del proceso es claro, lógico y está destinado a crear cadáveres de acuerdo con el procedimiento legal debido. George Rochford será juzgado aparte, como un par del reino; los del común serán juzgados antes. Llega la orden a la Torre: «Traigan los cuerpos». Es decir, traigan a los acusados, llamados Weston, Brereton, Smeaton y Norris, a Westminster Hall para el juicio. Kingston los lleva en barca; es 12 de mayo, un viernes. Guardias armados los conducen a través de una multitud fulminante, que grita la suerte que les aguarda. Los apostadores creen que Weston saldrá libre, es la campaña que ha puesto en marcha su familia. Pero para los demás, están igualadas las posibilidades de que vivan o mueran. Para Mark Smeaton, que lo ha confesado todo, no hay apuestas; pero existe el dilema de si será ahorcado, decapitado, hervido o quemado, o sometido a alguna pena novedosa que invente el rey.
No entienden cómo funciona la justicia, le dice él a Riche, mirando desde una ventana las escenas de abajo. Sólo hay una pena por alta traición: para un hombre, ser colgado, descuartizado vivo y eviscerado, o para una mujer ser quemada. El rey puede modificar esas penas por decapitación; sólo a los envenenadores se les hierve vivos. El tribunal sólo puede dar una sentencia en este caso, y será transmitida desde él a las multitudes, y malinterpretada, de manera que aquellos que han ganado rechinarán los dientes y aquellos que han perdido exigirán su dinero, y habrá peleas y ropa rota, y cabezas machacadas y sangre en el suelo mientras los acusados están aún seguros en la sala del juicio, y a días de la muerte.
No oirán las acusaciones hasta el juicio y, como es habitual en casos de traición, no tendrán ninguna representación legal. Pero tendrán una oportunidad de hablar, y representarse a sí mismos, y pueden solicitar testigos, si es que alguien está dispuesto a prestarles apoyo. Ha habido hombres estos últimos años que han sido juzgados por traición y han salido libres, pero estos acusados saben que ellos no escaparán. Tienen que pensar en sus familias a las que dejan atrás; quieren que el rey sea bueno con ellas y eso sólo debería silenciar cualquier protesta, impedir cualquier alegación estridente de inocencia. Se debe permitir al tribunal trabajar sin obstáculos. A cambio de su cooperación, se entiende, se entiende más o menos que el rey les otorgará la merced de muerte por el hacha, que no aumentará su deshonra; aunque entre los jurados se murmura que a Smeaton se le ahorcará porque, al ser hombre de bajo nacimiento, no hay ningún honor que proteger.
Preside Norfolk. Cuando traen a los presos, los tres gentilhombres se apartan de Mark; quieren demostrarle su desdén, y que son mejores que él. Pero esto les hace aproximarse mucho entre sí, más de lo que desean; él se da cuenta de que no se miran, procuran además mantenerse lo más lejos posible unos de otros, de manera que parecen estar encogiéndose, se ajustan chaquetas y mangas. Sólo Mark se declarará culpable. Lo han mantenido encadenado por si intentaba matarse: seguramente una buena medida, pues lo estropearía todo. Así que llega ante el tribunal intacto, según lo prometido, sin ninguna señal de heridas, pero incapaz de contener las lágrimas. Suplica clemencia. Los otros acusados son sucintos pero respetuosos con el tribunal: tres héroes de las justas que ven que carga contra ellos el adversario invencible, el propio rey de Inglaterra. Podrían plantear objeciones, pero los cargos, sus fechas y detalles, pasan ante ellos muy deprisa. Tal vez alguna objeción prosperase, si se mantuviesen firmes en ella, pero eso sólo retrasaría lo inevitable, y lo saben. Cuando entran, los guardias están con las alabardas giradas; cuando salen, condenados, el borde del hacha apunta hacia ellos. Pasan en medio del griterío, son hombres muertos: conducidos a través de las hileras de alabarderos hasta el río y de vuelta a su hogar temporal, su antecámara, para escribir sus últimas cartas y hacer los preparativos espirituales. Todos han expresado contrición, aunque ninguno, salvo Mark, ha dicho por qué.
Una tarde fresca: y después de que las multitudes se han dispersado y ha terminado el juicio, él se encuentra sentado junto a una ventana abierta con los empleados que empaquetan los documentos, y observa cómo lo hacen y luego dice: ahora me iré a casa. Me voy a mi casa de la ciudad, a Austin Friars, mandad los documentos a Chancery Lane. Es el señor de los espacios y los silencios, de los huecos y las tachaduras, mientras la noticia pasa del inglés al francés y tal vez a través del latín a las lenguas española e italiana, y a través de Flandes a los territorios del este del emperador, por encima de las fronteras de los principados alemanes y hasta Bohemia y Hungría y los reinos nevados de más allá, a través de barcos mercantes que navegan hacia Grecia y Levante; a la India, donde nunca han oído hablar de Ana Bolena, no digamos ya de sus amantes y de su hermano; y siguiendo las rutas de la seda hasta China, donde nunca han oído hablar de Enrique, octavo de ese nombre, ni de cualquier otro Enrique, y hasta la existencia de Inglaterra es para ellos un mito oscuro, un lugar donde los hombres tienen la boca en el vientre y las mujeres pueden volar, o los gatos gobiernan la nación y los hombres se acuclillan en las ratoneras para poder atrapar la cena. En el vestíbulo de Austin Friars se queda un momento parado ante la gran imagen de Salomón y la reina de Saba; el tapiz perteneció en tiempos al cardenal, pero Enrique se adueñó de él y luego, después de muerto Wolsey, y de que él, Cromwell, hubiese obtenido el favor del monarca, este se lo había regalado, como si se sintiese avergonzado, como si devolviese a su auténtico propietario algo que nunca debería haberle sido arrebatado. El rey le había visto mirar con añoranza, y más de una vez, la cara de la reina de Saba, no porque anhele una reina sino porque le remite a su pasado, a una mujer a la que por accidente se parece: Anselma, una viuda de Amberes, con la que podría haberse casado, piensa a menudo, si no hubiese tomado bruscamente la decisión de regresar a Inglaterra y volver con su propia gente. En aquella época, él hacía las cosas de esa forma brusca: no sin cálculo, no sin cuidado, pero una vez que tomaba una decisión la ejecutaba rápidamente. Y sigue siendo el mismo hombre. Como sus adversarios descubrirán.
—¿Gregory? —Su hijo aún lleva chaqueta de montar, polvorienta del camino; lo abraza—. Dejadme veros. ¿Cómo es que estáis aquí?
—No dijisteis que no pudiese venir —explica Gregory—. No lo prohibisteis terminantemente. Además, he aprendido ya el arte de hablar en público. ¿Queréis oírme hacer un discurso?
—Sí. Pero no ahora. No deberíais andar por los caminos sólo con un criado o dos. Hay gente que te podría hacer daño porque se os conoce como hijo mío.
—¿Cómo se sabe que lo soy? —dice Gregory—. ¿Cómo podrían saber eso?
Se abren puertas, se oyen pisadas en las escaleras, hay rostros interrogantes llenando el vestíbulo; la noticia del juicio le ha precedido. Sí, confirma, son todos culpables, están todos condenados, no sé si irán a Tyburn, pero procuraré que el rey les otorgue un final rápido; sí, Mark también, porque cuando estaba bajo mi techo le ofrecí clemencia, y esa es toda la clemencia que yo puedo otorgar.
—Oímos que están todos endeudados, señor —dice su empleado Thomas Avery, que lleva las cuentas.
—Oímos que había multitudes peligrosas, señor —dice uno de sus guardianes.
Aparece Thurston el cocinero, con aspecto harinoso.
—Thurston ha oído que había pasteles en venta —dice el bufón Anthony—. Yo, señor, he oído que vuestra nueva comedia fue muy bien recibida. Y todo el mundo se rio menos los moribundos.
Gregory dice:
—Pero ¿podría haber aún indultos?
—Indudablemente. —No se siente inclinado a añadir nada. Alguien le ha dado un trago de cerveza; se limpia la boca.
—Recuerdo cuando estábamos en Wolf Hall —dice Gregory— y Weston os habló tan impertinentemente, y Rafe y yo lo atrapamos en nuestra red mágica y lo tiramos desde una altura. Pero en realidad no le habríamos matado.
—El rey está disfrutando de su venganza, serán ejecutados muchos excelentes gentilhombres —habla para que todos los de la casa le oigan—. Cuando la gente a la que conocéis os diga, como hará, que soy yo quien ha condenado a esos hombres, decidles que es el rey, y un tribunal de justicia, y que se han respetado todos los procedimientos establecidos, y que no se ha dañado a nadie corporalmente para extraer la verdad, dígase lo que se diga en la ciudad. Y, por favor, si personas mal informadas os cuentan que estos hombres van a morir por resentimiento mío contra ellos, no lo creáis. No se trata de resentimientos. Y aunque intentase salvarlos no podría.
—Pero el señor Wyatt no morirá, ¿verdad? —pregunta Thomas Avery. Hay un murmullo; Wyatt es un favorito en su casa, por sus hábitos generosos y su cortesía.
—Ahora he de irme dentro. Tengo que leer las cartas del extranjero. Thomas Wyatt…, bueno, digamos que yo le he aconsejado. Creo que pronto volveremos a verle aquí con nosotros, pero tened en cuenta que nada es seguro, la voluntad del rey… No. No quiero más.
Se va, Gregory le sigue.
—¿Son culpables de verdad? —pregunta, cuando se quedan solos—. ¿Por qué tantos hombres? ¿No habría sido mejor, pensando en el honor del rey, que sólo se nombrase a uno?
Él dice irónicamente:
—Eso le destacaría demasiado, al gentilhombre en cuestión.
—Oh, ¿queréis decir que la gente diría: Harry Norris tiene una polla más grande que el rey y sabe lo que hay que hacer con ella?
—Qué control tienes de las palabras, realmente. El rey se siente inclinado a tomarlo con paciencia, y mientras que otro hombre habría procurado que todo fuese secreto, él sabe que no puede, porque no es un particular. Cree, o al menos quiere mostrar eso, que la reina obró de una forma indiscriminada, que es impulsiva, que es mala por naturaleza y que no puede controlarlo. Y al descubrirse que hay tantos hombres que han errado con ella no hay ya defensa posible, ¿comprendes? Por eso los han juzgado a ellos primero. Si ellos son culpables, ella tiene que serlo.
Gregory asiente. Parece entender, pero quizá sólo lo parezca. Cuando Gregory dice «¿Son culpables?», quiere decir: «¿Lo hicieron?». Pero cuando «¿Son culpables?» lo dice él, quiere decir: «¿Los consideró así el tribunal?». El mundo de los abogados es algo encerrado en sí mismo, desprovisto de lo humano. Fue un triunfo, en cierto modo, desanudar la trabazón de muslos y lenguas, retirar la masa de carne agobiante y alisarla sobre el papel en blanco: lo mismo que el cuerpo, después del clímax, yace tendido sobre lino blanco. Él ha visto hermosas acusaciones, en las que no había una palabra que sobrase. Esta no era una: las frases se empujaban y chocaban entre sí, y se aguijoneaban y se derramaban, feas en el contenido y feas en la forma. El plan contra Ana no está santificado en su gestación, es intempestivo en su presentación, una masa de tejido nacida sin forma; esperaba una lengua que lo moldease como moldea a los oseznos la lengua de su madre que los lame. Tú lo alimentaste, pero no sabías lo que alimentabas: ¿quién habría pensado que Mark confesaría, o que Ana actuaría en todos los aspectos como una mujer oprimida y culpable, con el peso del pecado sobre ella? Es como los hombres dijeron hoy en el juicio: somos culpables de toda clase de acusaciones, hemos pecado todos, estamos todos carcomidos y podridos de delitos e, incluso a la luz de la Iglesia y del Evangelio, no debemos saber siquiera cuáles son. Ha llegado un mensaje del Vaticano, donde son especialistas en pecados, de que cualquier oferta de amistad, cualquier gesto de reconciliación del rey Enrique, sería visto bondadosamente en este periodo difícil; porque, aunque otros pudiesen sorprenderse, en Roma no se sorprenden por el giro que han tomado los acontecimientos. En Roma, por supuesto, no sería nada notable: adulterio, incesto, uno se limita a encogerse de hombros. Cuando él estaba en el Vaticano en los tiempos del cardenal Bainbridge, se dio cuenta enseguida de que en la corte papal nadie captaba lo que estaba pasando, nunca; y el que menos lo captaba de todos era el papa. La intriga se alimenta a sí misma; las conspiraciones no tienen nunca padre ni madre, y sin embargo prosperan: lo único que hay que saber es que nadie sabe nada.
Aunque en Roma, piensa él, no se da mucha importancia a la legalidad de los procedimientos. En las cárceles, cuando se olvida y se mata de hambre a un acusado o cuando los carceleros lo matan de una paliza, se limitan a meter el cuerpo en un saco y luego lo hacen rodar y de una patada lo tiran al río, donde se une a los vertidos generales del Tíber.
Alza la vista. Gregory ha estado sentado en silencio, respetuoso con sus pensamientos. Pero ahora dice:
—¿Cuándo morirán?
—No puede ser mañana, necesitan tiempo para arreglar sus asuntos. La reina será juzgada en la Torre el lunes, así que debe ser después de eso, Kingston no puede… El juicio será público, sabes, la Torre se llenará de gente…
Se imagina una confusión indecorosa, los condenados teniendo que abrirse camino hasta el patíbulo a través de las hordas que querrán ver juzgar a una reina.
—Pero ¿tú estarás allí para verlo? —insiste Gregory—. ¿Cuando ocurra? Yo podría ayudarles al final ofreciéndoles mis oraciones, pero no podría hacerlo si tú no estuviese allí. Podría desplomarme.
Él asiente. Es bueno ser realista en estas cuestiones. Ha oído en su juventud a bravucones callejeros ufanarse de su temple, y luego palidecer por un corte en un dedo, y además presenciar una ejecución no es como verse metido en una lucha: hay miedo, y el miedo es contagioso, mientras que en una pelea no hay tiempo para el miedo, y hasta que no ha terminado no empiezan a temblar las piernas.
—Si no estoy yo allí, estará Richard. Es una idea bondadosa y aunque te causase dolor creo que es una muestra de respeto. —No puede conjeturar cómo será la próxima semana—. Depende… La anulación ha de seguir adelante, así que dependerá de la reina, de cómo nos ayude, de si quiere dar su asentimiento. —Está pensando en voz alta—. Puede ser que yo esté en Lambeth con Cranmer. Y por favor, hijo mío querido, no me preguntes por qué tiene que haber una anulación. Confórmate con saber que es lo que quiere el rey.
Descubre que no puede pensar en los que van a morir. Surge en su mente en vez de eso la imagen de Moro en el patíbulo, vista a través del velo de la lluvia: su cuerpo, ya muerto, doblado hacia atrás limpiamente por el golpe del hacha. El cardenal no tuvo perseguidor más implacable en su caída que Thomas Moro. Sin embargo, piensa él, yo no le odiaba. Utilicé mis habilidades al máximo para persuadirle de que se reconciliase con el rey. Y aunque pensé que le convencería, pensé realmente que lo conseguiría, porque él tenía un apego tenaz al mundo, un apego tenaz a su propia persona, y tenía muchas cosas por las que vivir. Pero al final fue su propio asesino. Escribía y escribía, y hablaba y hablaba, luego de pronto, de golpe, se tachó. Si alguna vez un hombre llegó casi a decapitarse él mismo, ese hombre fue Thomas Moro.
La reina viste de escarlata y negro, y en vez de una capucha lleva un garboso gorro, con plumas en negro y blanco que recorren el borde. Recuerda esas plumas, se dice él; esta será la última vez, o casi. Qué parecía, preguntarán las mujeres. Él podrá decir que estaba pálida, pero no tenía miedo. ¿Cómo puede ser para ella entrar en el gran salón y presentarse ante los pares de Inglaterra, todos hombres y ninguno de ellos deseándola? Estará manchada ya, es carne muerta, y en vez de desearla (pecho, cabello, ojos) aparta la vista. Sólo tío Norfolk la mira ferozmente: como si su cabeza no fuese la de la Medusa.
En el centro del gran salón de la Torre han construido un estrado con bancos para los jueces y los pares, y hay algunos bancos también en las arcadas de los lados, pero la mayor parte de los espectadores estarán de pie, empujándose desde atrás entre ellos hasta que los guardias digan: «Nadie más» y bloqueen las entradas con travesaños. Incluso entonces empujan, y el ruido crece cuando aquellos a los que les han dejado pasar forcejean en el pozo de la sala del juicio, hasta que Norfolk, el bastón de mando en la mano, pide silencio y, ante la expresión feroz de su rostro, hasta el más ignorante de la multitud sabe que habla en serio.
Ahí está el Lord Canciller sentado junto al duque, para suministrarle el mejor asesoramiento legal del reino. Ahí está el conde de Worcester, cuya esposa, podríamos decir, inició todo esto; y el conde le dirige una mirada sucia, él no sabe por qué. Ahí está Charles Brandon, duque de Suffolk, que ha odiado a Ana desde que posó los ojos en ella y lo ha dicho claramente en presencia del rey. Ahí están el conde de Arundel, el conde de Oxford, el conde de Rutland, el conde de Westmorland: él se desplaza suavemente entre ellos, el sencillo Thomas Cromwell, un saludo aquí y una palabra allá, infundiendo tranquilidad: el caso de la Corona está en orden, no se espera ninguna perturbación ni se tolerará, estaremos todos en casa para la cena y dormiremos sin problema en nuestras camas esta noche. Lord Sandys, lord Audley, lord Clinton y muchos lores más son señalados en una lista según van tomando asiento: lord Morley, el suegro de George Bolena, que le coge la mano y dice: por favor, Thomas Cromwell, si me estimáis en algo, no permitáis que este sórdido asunto repercuta en mi pobre hijita Jane.
Ella no es tanto vuestra pobre hijita, piensa él, cuando la entregasteis sin consultarle; pero es lo habitual, no puedes reprochárselo como padre, porque como le dijo una vez el rey con tristeza, sólo los hombres y mujeres muy pobres tienen libertad para elegir a quién amar. Aprieta en correspondencia la mano de lord Morley y le desea valor, le ruega que ocupe su asiento, porque el preso ya está entre nosotros y el tribunal preparado.
Se inclina ante los embajadores extranjeros; pero ¿dónde está Chapuys? Se le comunica la noticia, padece fiebre cuartana. Responde: lamento oír eso, decidle que pida en mi casa cualquier cosa que pueda hacerle sentirse más cómodo. Decidle que la fiebre es alta hoy, el primer día: bajará mañana, el miércoles estará levantado pero débil, y el jueves por la noche caerá de nuevo, pues la fiebre volverá a apretar.
El fiscal general lee la acusación, y eso lleva un tiempo: delitos previstos en la ley humana, delitos contra la ley de Dios. Cuando se levanta él para la acusación piensa: el rey espera un veredicto a media tarde; y mirando hacia el otro lado de la sala del juicio ve a Francis Bryan, aún con su chaqueta de calle, dispuesto para ponerse en marcha por el río con un recado para los Seymour. Calma, Francis, piensa él, esto puede llevar algún tiempo, pueden complicarse las cosas aquí.
Lo básico del caso es tarea de una hora o dos, pero cuando hay noventa y cinco nombres que verificar, de los jueces y de los pares, luego el mero reacomodo y los carraspeos, el sonarse, el ajustar ropajes y fajas (todos esos rituales perturbadores que algunos hombres necesitan antes de hablar en público), teniendo en cuenta todo eso, está claro que llevará todo el día; la reina en sí es una presencia muda, que escucha atentamente desde su asiento la lectura de la lista de sus delitos, el desconcertante catálogo de fechas, horas, lugares, de hombres, sus miembros, sus lenguas: en la boca, fuera de la boca, en diversas hendiduras del cuerpo, en Hampton Court y Richmond Palace, en Greenwich y Westminster, en Middlesex y en Kent; y luego las palabras impropias y las burlas, las disputas celosas y las intenciones aviesas, la declaración, por la reina, de que cuando su marido esté muerto, ella elegirá a alguno de ellos para ser su marido, pero aún no puede decir cuál. «¿Dijisteis eso?». Ella niega con la cabeza. «Debéis contestar en voz alta».
Gélida vocecita: «No».
Es todo lo que ella dirá, no, no y no: y en una ocasión contesta «Sí», cuando le preguntan si le ha dado dinero a Weston, y vacila y lo admite; y hay un grito de la multitud, y Norfolk detiene el proceso y amenaza con hacerlos detener a todos si no guardan silencio. En cualquier país bien organizado, dijo Suffolk ayer, el juicio de una mujer de la nobleza debería celebrarse en una decorosa intimidad; él había elevado los ojos al cielo y había dicho: pero, mi señor, esto es Inglaterra.
Norfolk ha obtenido silencio, una calma susurrante salpicada de toses y cuchicheos; está listo para que se reanude la acusación y dice: «Muy bien, proseguid, ejem…, vos». Le azora, no por primera vez, tener que dirigirse a un hombre del común que no es un mozo de cuadra o un carretero, sino un ministro del rey: el Lord Canciller se inclina hacia delante y susurra, recordándole quizá que el acusador es el primer magistrado de la Cámara. «Proseguid, señoría —dice, más correctamente—. Proceded, por favor».
Ella niega la traición, ese es el asunto: nunca eleva la voz, pero desdeña ampliar, excusar, atenuar: mitigar. Y no hay nadie que lo haga por ella. Él recuerda lo que el anciano padre de Wyatt le había contado una vez, cómo una leona moribunda puede asestarte un zarpazo y dejarte marcado para toda la vida. Pero él no siente ninguna amenaza, ninguna tensión, nada en absoluto. Es un buen orador, conocido por su elocuencia, su estilo y su buena voz, pero hoy no tiene ningún interés en si, además de los jueces, le oye el acusado, ni de si lo que oiga el pueblo se malinterprete: y así su voz parece apagarse en un murmullo soñoliento, la voz de un sacerdote rural canturreando sus oraciones, no más alto que una mosca zumbando en un rincón, golpeando contra el cristal; por el rabillo del ojo ve al fiscal general ocultando un bostezo, y piensa: he hecho lo que creí que nunca podría conseguir, he cogido el adulterio, el incesto, la conspiración y la traición y los he hecho rutina. No necesitamos ninguna excitación falaz. Después de todo, es un tribunal de justicia, no el circo romano.
Los veredictos se demoran: es asunto que lleva tiempo; el tribunal implora brevedad, nada de discursos, por favor, una palabra bastará: noventa y cinco votan culpable y ni uno solo dice no. Cuando Norfolk empieza a leer la sentencia, se alza de nuevo el griterío, y se puede sentir la presión de la gente que está fuera y quiere entrar, así que parece que la sala del juicio se balancea suavemente, como una embarcación en el amarradero. «¡Su propio tío!», chilla alguien, y el duque aporrea en la mesa y dice que hará una escabechina. Eso produce cierta tranquilidad; el apaciguamiento le permite concluir; «… Vuestra pena es esta: seréis quemada aquí, dentro de la Torre, o se os cortará la cabeza, según sea la voluntad del rey, que él mismo…».
Se oye un grito agudo de uno de los jueces. El hombre está inclinado hacia delante y cuchichea furiosamente; Norfolk parece enfurecido; los abogados se han agrupado todos, los pares estiran el cuello hacia delante para descubrir a qué se debe la dilación. Él se acerca. Norfolk dice:
—Esta gente me dice que no lo he hecho correctamente, que no puedo decir quemada o decapitada, tengo que decir una de las dos cosas, y dicen que debe ser quemada, que es lo que se aplica a una mujer cuando es una traidora.
—Mi señor Norfolk tiene instrucciones del rey. —Su propósito es aplastar las objeciones y lo consigue—. La decisión queda a voluntad del rey y además, nadie puede decirme lo que se puede hacer y lo que no, nunca hemos juzgado antes a una reina.
—Vamos decidiendo sobre la marcha —dice amistosamente el Lord Canciller.
—Concluid lo que estabais diciendo —le dice a Norfolk. Retrocede.
—Creo que ya lo he hecho —dice Norfolk, rascándose la nariz—… Se os cortará la cabeza, según sea la voluntad del rey, que él mismo dará a conocer.
El duque baja la voz y concluye en tono de conversación; así que la reina no llega a oír el final de su sentencia. Capta sin embargo el meollo. Él observa cómo se levanta de su asiento, aún serena, y piensa: no lo cree; ¿por qué no lo cree? Mira enfrente, donde estaba aguardando Francis Bryan, pero el mensajero ya se ha ido.
Hay que proceder ahora con el juicio de Rochford; deben llevarse a Ana, antes de que entre su hermano. La solemnidad de la ocasión se ha disipado. Los miembros de más edad del tribunal tienen que salir a orinar, y los más jóvenes a estirar las piernas y a tener una charla, y enterarse de cómo van las apuestas sobre la absolución de George. Le favorecen de momento, aunque su expresión, cuando le introducen en la sala del juicio, muestra que no se engaña. Para aquellos que insisten en que será absuelto, él, Cromwell, ha dicho: «Si lord Rochford es capaz de satisfacer al tribunal, se le dejará libre. Vamos a ver qué defensa hará».
Él sólo tiene un temor real: que Rochford no es vulnerable a la misma presión que los otros hombres, porque no deja atrás a nadie que le preocupe. Su esposa le ha traicionado, su padre abandonado y su tío presidirá el tribunal que le juzga. Él piensa que George hablará con elocuencia y brío, y acierta. Cuando se le leen las acusaciones, pide que se le digan una a una, cláusula por cláusula: «Porque ¿qué es vuestro tiempo mundano, caballeros, frente a la garantía de eternidad de Dios?». Hay sonrisas: admiración por su suavidad. Bolena se dirige a él, Cromwell, directamente. «Planteádmelas una a una. Las ocasiones, los lugares. Yo os confundiré».
Pero es un combate desigual. Él tiene sus documentos, y si llega el caso, puedo dejarlos sobre la mesa y hacer sus alegaciones sin ellos; tiene su memoria adiestrada, tiene su seguridad en sí mismo habitual, su voz de la sala de juicios, que no crea ninguna tensión en su garganta, la corrección de sus modales, que no crea ninguna tensión en sus emociones; y si George cree que a él se le quebrará la voz al leer los detalles de las caricias administradas y recibidas, entonces es que no sabe de qué lugar procede, los tiempos, los modales, en que se ha forjado el señor secretario. Lord Rochford no tardará en empezar a parecer un muchacho bisoño y lacrimoso; está luchando por su vida, y por ello en condiciones desiguales frente a un hombre que parece tan indiferente al desenlace; que el tribunal absuelva si quiere, habrá otro tribunal, o un proceso, más informal, que acabará con George convertido en un cadáver roto. Él piensa, también, que pronto el joven Bolena perderá su temple, demostrará su desprecio por Enrique, y entonces se habrá acabado todo para él. Entrega a Rochford un papel: «Hay aquí escritas ciertas palabras, que se dice que la reina os dijo a vos, y vos por vuestra parte las difundisteis. No necesitáis leerlas en voz alta. Basta que digáis al tribunal si reconocéis esas palabras».
George sonríe desdeñoso. Saborea el momento, se regodea en él: hace una prolongada inspiración; lee las palabras en voz alta. «El rey no puede copular con una mujer, no tiene ni la habilidad ni el vigor».
Lo ha leído porque piensa que a la multitud le gustará. Y así es, aunque la risa sea asombrada, incrédula. Pero entre sus jueces (y son ellos los que importan) hay un siseo audible de desaprobación. George alza la vista. Extiende las manos. «Esas palabras no son mías. No me pertenecen».
Pero él pertenece ya a ellas. En un momento de bravuconería, para conseguir el aplauso de la multitud, ha impugnado la sucesión, menospreciado a los herederos del rey, aunque se le había advertido de que no lo hiciera. Él, Cromwell, asiente. «Hemos oído que vos propagasteis rumores de que la princesa Elizabeth no es hija del rey. Parece ser que lo hacéis. Lo acabáis de hacer incluso aquí, en esta sala».
George no dice nada.
Él se encoge de hombros y se retira. Es duro para George el que no pueda siquiera mencionar las acusaciones contra él sin convertirse en culpable de ellas. Él, como acusador, preferiría que no se hubiese mencionado el problema del rey; sin embargo no es mayor vergüenza para Enrique el que se haya proclamado en el juicio que el que se haya dicho en la calle, y en las tabernas donde andan cantando la balada del rey Pijicorto y su esposa la bruja. En tales circunstancias, el hombre culpa, en general, a la mujer. Algo que ella ha hecho, algo que ha dicho, la mirada sombría que le lanzó cuando él falló, la expresión despectiva de su rostro. Enrique tiene miedo de Ana, piensa él. Pero será potente con su nueva esposa.
Se prepara, prepara sus documentos; los jueces quieren conferenciar. Las pruebas contra George son bastante endebles en realidad, pero si se rechazan las acusaciones, Enrique le acusará de alguna otra cosa, y será duro para la familia, no sólo para los Bolena sino también para los Howard: él cree que, por esa razón, el tío Norfolk no le dejará escapar. Y nadie ha proclamado que las acusaciones sean increíbles, en este juicio ni en los juicios que le precedieron. Se ha convertido en algo que uno puede creer, el que estos hombres conspiraban contra el rey y copulaban con la reina: Weston porque es temerario, Brereton porque es veterano en el pecado, Mark porque es ambicioso, Henry Norris porque por su familiaridad, su proximidad, ha confundido su propia persona con la persona del rey; y George Bolena, no a pesar de ser el hermano de ella, sino por serlo. Es algo sabido por todos que los Bolena harán lo que haya que hacer para mandar; si Ana Bolena se aposentó en el trono, pasando por encima de los cadáveres de los caídos, ¿acaso no puede colocar un bastardo Bolena allí también?
Alza la vista hacia Norfolk, que le dirige un cabeceo de asentimiento. El veredicto es indudable, pues, y la sentencia. La única sorpresa es Harry Percy. El conde se levanta de su sitio. Se queda de pie allí, la boca un poco abierta, y se hace un silencio que no es el remedo susurrante y cuchicheante de silencio que el tribunal ha soportado hasta ahora, sino un silencio callado y expectante. Él piensa en Gregory: ¿quieres oírme pronunciar un discurso? Luego el conde bascula hacia delante, emite un gruñido, se encoge y se desploma con estrépito en el suelo. Los guardias retiran inmediatamente su cuerpo postrado y se alza un gran clamor: «Harry Percy ha muerto».
Improbable, piensa él. Le reanimarán. Es media tarde ya, hace calor y no corre el aire, y las pruebas presentadas ante los jueces, las declaraciones sólo, harían desmayarse a un hombre sano. Hay una extensión de tela azul sobre las tablas nuevas del estrado en el que se sientan los jueces, y él observa cómo los guardias la arrancan del suelo e improvisan una manta en la que transportar al conde; y le aguijonea un recuerdo: Italia, calor, sangre, levantando y girando y zarandeando a un agonizante para hacerse con las ropas, las prendas que se arrebatan a los muertos, se le arrastra a la sombra del muro (¿de qué?, ¿una iglesia, una granja?), sólo para que unos minutos después pueda morir, maldiciendo, intentando volver a meterse las tripas en la herida de la que se estaban derramando, como si quisiese dejar el mundo limpio.
Se encuentra mal, y se sienta al lado del fiscal general. Los guardias se llevan fuera al conde, la cabeza colgando, los ojos cerrados, los pies balanceándose. Su vecino dice: «He ahí otro hombre al que la reina ha destruido. Supongo que tardaremos años en conocerlos a todos».
Es verdad. El juicio es un arreglo provisional, un instrumento para que Ana se vaya, para que venga Jane. Sus efectos aún no han sido probados, no se han apreciado aún las resonancias; pero él espera un estremecimiento en el corazón del cuerpo político, un vuelco en el estómago de la nación. Se levanta y va a urgir a Norfolk para que se ponga en marcha de nuevo el juicio. George Bolena (suspendido como está entre juicio y condena) parece como si pudiera desplomarse también y se ha echado a llorar. «Ayudad a lord Rochford a sentarse —dice él—. Dadle algo de beber». Es un traidor, pero sigue siendo un conde; puede oír su sentencia de muerte sentado.
Al día siguiente, 16 de mayo, está en la Torre, con Kingston, en los alojamientos del propio condestable. Kingston está nervioso porque no sabe qué clase de patíbulo preparar para la reina: pesa sobre ella una sentencia dudosa, a la espera de que hable el rey. Cranmer la acompaña en sus aposentos, ha venido a oír su confesión, y podrá insinuarle, delicadamente, que su cooperación ahora le ahorrará dolor. Que el rey aún puede ser clemente.
Un guardia a la puerta que se dirige al condestable: «Hay un visitante. No quiere verle a usted, señor, sino al señor Cromwell. Es un gentilhombre extranjero».
Es Jean de Dinteville, que estuvo aquí en una embajada durante el tiempo de la coronación de Ana. Jean está parado en la puerta:
—Dijeron que debía buscaros aquí, como hay poco tiempo…
—Mi querido amigo. —Se abrazan—. Ni siquiera sabía que estabais en Londres.
—Vengo directamente del barco.
—Sí, se os nota.
—No soy ningún marinero.
El embajador se encoge de hombros; o al menos, su grueso almohadillado se mueve, y se inmoviliza de nuevo; en esta mañana balsámica, está envuelto en capas desconcertantes, parece un hombre que se hubiese vestido para enfrentarse al mes de noviembre.
—De todos modos, parecía mejor venir aquí y localizaros antes de que volvieseis a idos a jugar a los bolos, cosa que creo que hacéis en general cuando deberíais estar recibiendo a nuestros representantes. Se me envía para hablar con vos sobre el joven Weston.
Dios Santo, piensa él, ¿ha conseguido sir Richard Weston sobornar al rey de Francia?
—Llegáis justo a tiempo. Está condenado a morir mañana. ¿Qué queréis de él?
—Se siente uno inquieto —dice el embajador— si ha de ser castigada la galantería. El joven debe ser culpable sólo de un poema o dos…, de hacer cumplidos y de gastar bromas. Tal vez el rey pudiese perdonarle la vida. Se entiende que durante un año o dos fuese aconsejable mantenerse alejado de la corte…, viajando, tal vez…
—Tiene una esposa y un hijo pequeño, monsieur. Aunque no creo que el pensar en ellos haya constreñido nunca su conducta.
—Tanto peor, si el rey ratifica la condena. ¿No estima en nada Enrique su reputación como un príncipe clemente?
—Oh, sí. Habla mucho de ello. Monsieur, mi consejo es que os olvidéis de Weston. Por mucho que mi señor reverencie y respete al vuestro, no se lo tomará bondadosamente si el rey de Francia quisiese interferir en algo que es, después de todo, una cuestión de familia, algo que él considera muy próximo a su propia persona.
Esto a Dinteville le divierte.
—Se le podría llamar «una cuestión de familia», sí.
—Veo que no pedís clemencia para lord Rochford. Ha sido embajador, parecería lógico que el rey de Francia se interesase más por él.
—Oh, bueno —dice el embajador—. George Bolena. Uno comprende que hay un cambio de régimen y lo que eso entraña. Toda la corte francesa tiene la esperanza, claro está, de que a monseñor no le pase nada.
—¿Wiltshire? Ha servido bien a los franceses, veo que le echáis de menos. No corre ningún peligro en este momento. Por supuesto, no podéis pretender que su influencia sea ya la que era. Un cambio de régimen, como decís.
—¿Puedo decir… —el embajador se interrumpe para beber un trago de vino, para mordisquear un barquillo que los criados de Kingston han traído— que a nosotros, en Francia, todo este asunto nos parece incomprensible? Porque si Enrique desea librarse de su concubina puede hacerlo sin duda discretamente…
Los franceses no entienden lo que son los tribunales de justicia ni los parlamentos. Para ellos, las mejores actuaciones son las encubiertas.
—Y si debe mostrar su vergüenza al mundo, con uno o dos adulterios es sin duda suficiente, ¿no? Sin embargo, Cremuel —el embajador le recorre con la mirada—, podemos hablar de hombre a hombre, ¿no? La gran cuestión es: ¿puede Enrique hacerlo? Porque lo que oímos es que él se prepara y entonces su dama va y le lanza cierta mirada y las esperanzas de él se desmoronan. Eso a nosotros nos parece brujería, pues las brujas es común que vuelvan a los hombres impotentes. Pero —añade, con una mirada de desdén escéptico—, no puedo imaginar que semejante aflicción pudiese aquejar a un francés.
—Debéis haceros cargo —dice él— de que, aunque Enrique es en todos los aspectos un hombre, es un gentilhombre y no un rufián que gruñe en el arroyo con…, bueno, no digo nada sobre los gustos de vuestro propio rey en cuanto a mujeres. Estos últimos meses —se interrumpe para respirar hondo—, estas últimas semanas en particular, han sido un gran periodo de prueba y de aflicción para mi señor. Ahora busca la felicidad. No os quepa duda alguna de que su nuevo matrimonio afianzará su reinado y promoverá el bienestar de Inglaterra.
Habla como si estuviese escribiendo; está ya preparando su versión en los despachos.
—Oh, sí —dice el embajador—, esa personilla. No se oyen grandes alabanzas ni de su belleza ni de su ingenio. ¿No se casará realmente con ella, con otra mujer insignificante? Cuando el emperador le ofrece enlaces tan lucrativos…, o eso se oye. Nosotros lo entendemos todo, Cremuel. El rey y su concubina han de tener, como hombre y mujer, sus disputas, pero en el mundo hay algo más que ellos dos, no estamos en el jardín del Edén. En realidad, es la nueva política lo que no encaja. La antigua reina era, en cierto modo, la protectora de la concubina, y desde que murió, Enrique ha estado investigando cómo puede convertirse de nuevo en un hombre respetable. Así que debe casarse con la primera mujer honrada que vea, y la verdad es que no importa en realidad si es pariente del emperador o no, porque, desaparecidos los Bolena, Cremuel está en la cúspide, y él se asegurará de llenar el consejo del rey de buenos partidarios del Imperio. —Frunce los labios; podría ser una sonrisa—. Cremuel, me gustaría que dijeseis cuánto os paga el emperador Carlos. Estoy seguro de que podríamos igualarlo.
Él se ríe.
—Vuestro señor está sentado sobre espinas. Sabe que a mi rey le está entrando dinero. Teme que pueda hacer una visita a Francia, armado.
—Vos sabéis lo que le debéis al rey Francisco. —El embajador está enojado—. Sólo nuestras negociaciones, las negociaciones más sagaces y sutiles, impidieron al papa borrar vuestro país de la lista de naciones cristianas. Creo que hemos sido leales con vos, representando vuestra causa mejor de lo que vos podéis hacer.
Él asiente.
—Es siempre gozoso para mí oír a los franceses alabarse a sí mismos. ¿Estaréis conmigo más tarde esta semana? ¿Después de que esto acabe? ¿Y se haya aplacado vuestra desazón?
El embajador inclina la cabeza. La enseña de su gorro brilla y hace guiños: es una calavera de plata.
—Informaré a mi señor de que tristemente lo he intentado y he fracasado en el asunto de Weston.
—Decid que llegasteis demasiado tarde. Que la marea os fue contraria.
—No, diré que me fue contrario Cremuel. Por cierto, sabéis lo que ha hecho Enrique, ¿no? —Parece divertirle—. Envió la semana pasada a por un verdugo francés. No uno de nuestras propias ciudades, sino el hombre que corta cabezas en Calais. Parece que no hay ningún inglés en el que confíe para decapitar a su esposa. Me asombra que no la coja él mismo y la estrangule en plena calle.
Él vuelve a Kingston. El condestable es ya un hombre mayor, y aunque estuvo en Francia por asuntos del rey quince años atrás no ha utilizado gran cosa la lengua desde entonces; el consejo del cardenal era: habla inglés y grita fuerte.
—¿Os habéis enterado? —pregunta—. Enrique ha enviado a por el decapitador de Calais.
—Dios del cielo —dice Kingston—. ¿Lo hizo antes del juicio?
—Eso me cuenta monsieur el embajador.
—Me alegro de la noticia —dice Kingston, fuerte y despacio—. Sí, señor. Es un gran alivio. —Se da una palmada en la cabeza—. Tengo entendido que utiliza una… —Hace un movimiento cortante en el aire.
—Sí, una espada —dice Dinteville en inglés—. Debéis esperar una elegante actuación. —Se toca el sombrero—. Au revoir, señor secretario.
Le mira marcharse. Es toda una actuación; sus criados necesitan reforzarle con más envoltorios. Cuando estuvo aquí en su última misión, se pasó el tiempo sudando bajo los edredones, intentando librarse así de una fiebre contraída por el influjo del aire inglés, de la humedad y el frío punzante.
—El pequeño Jeannot —dice él, mirando cómo se aleja el embajador—. Aún teme al verano inglés. Y al rey… Cuando tuvo su primera audiencia con Enrique, no podía parar de temblar de terror. Tuvimos que sostenerle, Norfolk y yo.
—¿Entendí mal yo —dice el condestable—, o dijo que Weston era culpable de escribir poemas?
—Algo así. —Ana era, al parecer, un libro dejado abierto en un escritorio para que cualquiera escribiese en sus páginas, donde sólo debería escribir su marido.
—De todos modos, hay una cosa que me obsesiona —dice el condestable—. ¿Habéis visto alguna vez quemar a una mujer? Es algo que yo no quiero ver jamás, válgame Dios.
Cuando Cranmer llega a verle la noche del 16 de mayo, el arzobispo parece enfermo, le corren surcos sombreados desde la nariz a la barbilla. ¿Estaban ahí hace un mes?
—Estoy deseando que acabe todo esto —dice— y volver a Kent.
—¿Dejasteis allí a Grete? —dice él cariñosamente.
Cranmer asiente. Casi no parece capaz de decir el nombre de su esposa. Le entra el pánico cada vez que el rey menciona el matrimonio, y por supuesto últimamente el rey casi no habla de otra cosa.
—Ella tiene miedo a que, con su próxima reina, el rey vuelva a Roma, y nos veamos obligados a separarnos. Yo le digo: no, conozco la voluntad firme del rey. Pero en cuanto a lo de si cambiará de forma de pensar, y que un sacerdote pueda vivir abiertamente con su esposa… Si yo pensase que no había ninguna esperanza de eso, entonces creo que debería dejarla irse a su país, antes de que no quede allí nada para ella. Ya sabéis cómo son esas cosas, en unos cuantos años la gente se muere, te olvidan, tú olvidas tu propio idioma, o eso imagino yo.
—No hay ninguna razón para desesperar —responde él con firmeza—. Y decidle que, dentro de pocos meses, en el nuevo Parlamento, yo habré barrido todos los restos de Roma de los códigos de leyes. Y entonces, sabéis —sonríe—, una vez que se obtengan los bienes… En fin, una vez que pasen a encauzarse hacia los bolsillos de los ingleses, no volverán a ir nunca más a los bolsillos del papa. —Y añade—: ¿Cómo encontrasteis a la reina?, ¿se confesó con vos?
—No. Aún no es la hora. Se confesará. Al final. Si es que llega.
Está contento por Cranmer. ¿Qué sería peor en este momento? ¿Oír a una mujer culpable admitirlo todo u oír a una mujer inocente suplicar? Y verse obligado a guardar silencio, de un modo u otro… Tal vez Ana espere hasta que no haya ninguna esperanza de un indulto, preservando su secreto hasta entonces. Él lo comprende. Él haría lo mismo.
—Le expliqué todo lo que se ha dispuesto —dice Cranmer— para la audiencia de anulación. Le expliqué que será en Lambeth, será mañana. Ella dijo: ¿estará el rey allí? Yo dije: no, madame, él envía a sus procuradores. Ella dijo: está ocupado con Seymour, y luego se reprochó eso ella misma, diciendo: no debería decir nada contra Enrique, ¿verdad? Yo dije: sería imprudente. Ella me dijo: ¿puedo yo ir allí a Lambeth, a hablar por mí misma? Yo dije: no, no hay ninguna necesidad, se han nombrado procuradores para vos también. Eso pareció entristecerla. Pero luego dijo: decidme lo que quiere el rey que firme. Cualquier cosa que el rey quiera, yo estaré de acuerdo. Debe permitirme marchar a Francia, a un convento. ¿Quiere que diga que estuve casada con Harry Percy? Yo le dije: madame, el conde lo niega. Y ella se echó a reír.
Él parece dudoso. Incluso la revelación más plena, incluso una admisión completa y detallada de culpabilidad, no la ayudaría nada, ya no, aunque podría haberla ayudado antes del juicio. El rey no quiere pensar en los amantes de ella, pasados o presentes. Los ha borrado de su mente. Y también a ella. Ella no sería capaz de creer hasta qué punto Enrique la ha borrado. Ayer mismo dijo: «Espero que estos brazos míos reciban pronto a Jane».
Cranmer dice:
—Ella no puede entender que el rey la haya abandonado. Aún no hace un mes que hizo inclinarse ante ella al embajador del emperador.
—Yo creo que hizo eso por razones propias. No por ella.
—No sé —dice Cranmer—. Yo creía que él la amaba. Creía que no había ningún distanciamiento entre ellos, lo creí hasta al final. No tengo más remedio que pensar que no sé nada. Sobre los hombres. Ni sobre las mujeres. Ni sobre mi fe, ni sobre la fe de los demás. Ella me dijo: «¿Iré al Cielo? Porque yo he hecho muchas cosas buenas en mi tiempo».
Ella ha hecho la misma pregunta a Kingston. Quizá se lo esté preguntando a todo el mundo.
—Ella habla de obras. —Cranmer mueve la cabeza—. No dice nada de fe. Y yo tenía la esperanza de que comprendiese, como yo comprendo ahora, que somos salvados no por nuestras obras sino sólo por el sacrificio de Cristo, por sus méritos, no por los nuestros.
—Bueno, yo no creo que tengáis por qué llegar a la conclusión de que haya sido una papista todo este tiempo. ¿De qué le habría valido eso?
—Lo siento por vos —dice Cranmer—. Porque os correspondiese la responsabilidad de descubrirlo todo.
—Yo no sabía lo que iban a contar, cuando empecé. Esa es la única razón de que pudiese hacerlo, porque cada poco me llevaba una sorpresa.
Piensa en Mark ufanándose, en los gentilhombres en el juicio apartándose unos de otros y procurando no mirarse; ha aprendido cosas sobre la naturaleza humana que ni siquiera él había sabido nunca.
—Gardiner, en Francia, clama por conocer los detalles, pero la verdad es que no quiero poner por escrito los datos concretos por lo abominables que son.
—Corred un velo sobre ello —concuerda Cranmer; aunque el propio rey no rehúye los detalles, al parecer; Cranmer añade—: Lo lleva con él a todas partes, el libro que ha escrito. La otra noche lo enseñó en la casa del obispo de Carlisle, ya sabéis, supongo, que Francis Bryan la tiene arrendada… En medio de los pasatiempos de Bryan, el rey sacó ese texto y se puso a leerlo en voz alta, y a obligar a todos a oírlo. El dolor le ha trastornado.
—Sin duda —dice él—. De todos modos, Gardiner estará contento. Le he dicho que él será el ganador, cuando se repartan los despojos. Los cargos, me refiero, y las pensiones y pagos que ahora vuelven al rey.
Pero Cranmer no está escuchando.
—Ella me dijo: cuando muera, ¿seré la esposa del rey? Yo dije: no, madame, porque el rey habrá anulado el matrimonio y yo he venido a buscar vuestro consentimiento para eso. Ella dijo: consiento. Me dijo: pero ¿aún seré reina? Y yo pienso: según la ley será. No sabía qué decirle a ella. Pero parecía satisfecha. Se hacía tan largo, sin embargo. El tiempo que pasaba con ella. Se reía y luego un momento después se ponía a rezar y luego se ponía furiosa… Me preguntó por lady Worcester, por el niño que espera. Dijo que creía que el niño no se movía como debería, porque estaba ya en el quinto mes o así, y ella piensa que es porque lady Worcester tiene miedo, o está sufriendo por ella. No fui capaz de decirle que esa dama ha declarado en contra suya.
—Yo investigaré —dice él—. Sobre la salud de la condesa. Aunque no del conde. Él me miró, furioso. No sé por qué razón.
Una serie de expresiones, todas ellas insondables, se suceden persiguiéndose en el rostro del arzobispo.
—¿No sabéis por qué? Entonces veo que el rumor no es cierto. Me alegro de ello —vacila—. ¿De verdad no lo sabéis? En la corte se dice que el niño de lady Worcester es vuestro.
Él se queda asombrado.
—¿Mío?
—Dicen que habéis pasado horas con ella, tras puertas cerradas.
—¿Y eso es prueba de adulterio? Bueno, veo que lo sería. Lo tengo merecido. Lord Worcester me apuñalará.
—No parece que tengáis miedo.
—Lo tengo, pero no de lord Worcester.
Más bien de los tiempos que llegan. Ana subiendo las escaleras de mármol camino del Cielo, sus buenas acciones como joyas oprimiendo muñecas y cuello.
Cranmer dice:
—No sé por qué, pero ella cree que aún hay esperanza.
Todos estos días él no está solo. Sus aliados están observándole. Fitzwilliam está a su lado, aún turbado por lo que medio dijo Norris y luego se volvió atrás: siempre hablando sobre eso, estrujándose el cerebro, intentando convertir en frases completas otras que no lo son. Nicholas Carew está sobre todo con Jane, pero Edward Seymour revolotea entre su hermana y la cámara privada, donde la atmósfera es atenuada, vigilante, y el rey, como el minotauro, respira invisible en un laberinto de habitaciones. Él comprende que sus nuevos amigos están protegiendo su inversión. Le vigilan para detectar cualquier indicio de vacilación. Le quieren tan concentrado en el asunto como sea posible y quieren mantener sus propias manos ocultas, de manera que si más tarde el rey expresase algún pesar, o pusiese en entredicho la rapidez con que se estuviesen haciendo las cosas, quien sufra sea Thomas Cromwell y no ellos.
Riche y el señor Wriothesley aparecen también continuamente. Dicen: «Queremos prestaros ayuda, queremos aprender, queremos ver lo que hacéis». Pero no pueden ver. Cuando él era un muchacho, y huía para poner el Canal de la Mancha entre su padre y él, andaba por Dover sin un penique e instaló en la calle un puesto de trilero. «Miren a la reina. Mírenla bien. Ahora… ¿dónde está?».
La reina la tenía él en la manga. El dinero en el bolsillo. Los jugadores gritaban: «¡Seréis azotado!».
Lleva los documentos a Enrique para que los firme. Kingston aún no ha recibido instrucciones sobre cómo deben morir los hombres. Él promete: haré que el rey se ocupe de ello. Dice:
—Majestad, no hay patíbulos en la Torre, y no creo que fuese buena idea llevarlos a Tyburn, la multitud podría crear problemas.
—¿Por qué habrían de hacerlo? —dice Enrique—. El pueblo de Londres no ama a esos hombres. En realidad no los conoce.
—No, pero cualquier excusa para el desorden, si hace además buen tiempo…
El rey gruñe.
—Muy bien. El verdugo.
—¿Mark también? Después de todo, le prometí clemencia si confesaba, y como sabéis confesó libremente.
El rey dice:
—¿Ha venido el francés?
—Sí, Jean de Dinteville. Ha hecho peticiones.
—No —dice Enrique.
No ese francés. Se refiere al verdugo de Calais. Él le dice al rey:
—¿Creéis que fue en Francia, cuando la reina estuvo allí en la corte en su juventud, creéis que fue allí donde ella se comprometió primero?
Enrique se queda callado. Piensa, luego habla:
—Siempre estaba presionándome, tened en cuenta lo que os digo…, siempre presionándome sobre las ventajas de Francia. Creo que tenéis razón. He estado pensando en ello y no creo que fuese Harry Percy el que tomó su doncellez. Él no mentiría, ¿verdad? Por su honor como par de Inglaterra. No, yo creo que fue en la corte de Francia donde la corrompieron por primera vez.
Así que él no puede decir si el verdugo de Calais, tan diestro en su arte, es una muestra de clemencia o no; o si esta forma de muerte, aplicada a la reina, se ajusta simplemente al severo sentido que tiene Enrique de cómo deben ser las cosas.
Pero piensa: si Enrique culpa a algún francés por pervertirla, a algún extranjero desconocido y tal vez muerto, tanto mejor.
—¿Así que no fue Wyatt? —dice él.
—No —dice sombríamente Enrique—. No fue Wyatt.
Será mejor que siga donde está, piensa él, por el momento. Estará más seguro así. Pero puede enviarse un mensaje, diciéndole que no va a ser juzgado.
—Majestad —dice—, la reina se queja de las damas que la sirven. Le gustaría que fuesen las de su propia cámara privada.
—Su servicio ha quedado disuelto. Se ha encargado de ello Fitzwilliam.
—Dudo que las damas hayan vuelto todas a casa.
Sabe que andan revoloteando en las casas de sus amistades, esperando nueva señora.
Enrique dice:
—Lady Kingston debe quedarse, pero al resto podéis cambiarlas. Si es que puede encontrar alguna dispuesta a servirla.
Es posible que Ana aún no sepa hasta qué punto ha sido abandonada. Si Cranmer tiene razón, piensa que sus antiguas amigas están lamentando su suerte, cuando en realidad están sudando de miedo hasta que le corten la cabeza.
—Alguna habrá que la sirva por caridad —dice él.
Enrique baja ya la vista hacia los documentos que tiene delante, como si no supiese lo que son. «Las sentencias de muerte. Para ratificarlas», le recuerda. Permanece inmóvil al lado del rey mientras moja la pluma y estampa su firma en cada una de las sentencias: letras complejas, cuadradas, que se extienden pesadas sobre el papel; una letra de hombre, hay que reconocerlo.
Él está en Lambeth, ante el tribunal reunido para el proceso de divorcio, cuando mueren los amantes de Ana: es ya el último día de ese proceso, tiene que serlo. Su sobrino Richard estará allí en representación suya en la colina de la Torre y comunicarle luego cómo fue todo. Rochford hizo un elocuente discurso, pareciendo tener dominio de sí mismo. Fue el primer ejecutado, hicieron falta tres golpes del hacha; tras lo cual, los otros no dijeron mucho. Se proclamaron todos pecadores, todos dijeron que merecían morir, pero una vez más sin explicar por qué; Mark, el último y resbalando en la sangre, pidió clemencia a Dios y las oraciones de todos. El verdugo debió de serenarse porque después de sus fallos con el primero, todos los demás murieron limpiamente.
Sobre el papel todo ha acabado ya. Los documentos de los juicios están en su poder, para llevarlos al registro, para guardarlos o destruirlos o extraviarlos. Los cuerpos de los muertos son un problema urgente y sucio. Hay que cargarlos en un carro y llevarlos dentro de los muros de la Torre: él puede ver un montón de cuerpos entrelazados sin cabeza, amontonados promiscuamente como en una cama, o como si, igual que los cadáveres en la guerra, hubiesen sido ya enterrados y desenterrados. Dentro de la fortaleza los despojan de sus ropas, que son un extra del verdugo y de sus ayudantes, y se les deja en camisa. Hay un cementerio encajonado contra las paredes de Saint Peter ad Vincula, y los que no pertenecen a la nobleza serán enterrados allí. Sólo Rochford lo será bajo el suelo de la capilla. Pero ahora los muertos están sin las enseñas de sus rangos y eso provoca cierta confusión. Un miembro del grupo de enterradores dijo: que traigan a la reina, ella conoce las partes de cada uno; los otros, dice Richard, le reprendieron por ello. Él dice: los carceleros ven demasiadas cosas, pronto pierden su sentido de lo que es apropiado.
—Vi a Wyatt mirando por una rejilla en la Torre de la Campana —dice Richard—. Me hizo señas y quise darle esperanzas, pero no supe cómo hacerlo.
—Será puesto en libertad —dice él—. Pero tal vez no antes de que Ana esté muerta.
Las horas que faltan para ese acontecimiento parecen largas. Richard le abraza; dice:
—Si ella hubiese reinado más os habría arrojado a los perros para que os comieran.
—Si la hubiésemos dejado reinar más, nos lo habríamos merecido.
En Lambeth habían estado presentes los dos procuradores de la reina: como sustitutos del rey, el doctor Bedyll y el doctor Tregonwell, y Richard Sampson como su consejero. Y él mismo, Thomas Cromwell; y el Lord Canciller y otros consejeros, incluido el duque de Suffolk, cuyos propios asuntos maritales habían estado tan enmarañados que había aprendido un poco de derecho canónico, tragándoselo como un niño toma una medicina; hoy Brandon había estado sentado haciendo muecas y moviéndose en su asiento, mientras sacerdotes y abogados tamizaban las circunstancias. Habían hablado sobre Harry Percy, y coincidido en que no les servía. «No puedo entender por qué no conseguisteis su cooperación, Cromwell», dice el duque. Habían hablado, con renuencia, sobre María Bolena y habían coincidido en que tendría que proporcionar ella el impedimento; sin embargo, el rey era tan culpable como el que más, porque sabía, claro, que no podía contraer matrimonio con Ana si se había acostado con su hermana… Supongo que el asunto no era del todo evidente, dice suavemente Cranmer. Había afinidad, eso está claro, pero él tenía una dispensa del papa, que pensaba que era válida por entonces. No sabía que, en una cuestión tan grave, el papa no puede dispensar; ese punto se aclaró más tarde.
Es todo sumamente insatisfactorio. El duque dice:
—Bueno, de todos es sabido que ella es una bruja. Y si lo embrujó para que se casara con ella…
—No creo que el rey piense eso —dice él: él, Cromwell.
—Oh, sí que lo piensa —dice el duque—. Yo creí que era eso lo que habíamos venido a tratar aquí. Si ella lo embrujó para que se casara con ella, el matrimonio fue nulo, esa es mi opinión.
El duque se sienta de nuevo, cruza los brazos.
Los procuradores se miran. Sampson mira a Cranmer. Nadie mira al duque. Finalmente Cranmer dice:
—No tenemos que hacerlo público. Podemos emitir el decreto pero mantener las razones secretas.
Un suspiro de alivio. Él dice:
—Supongo que es un consuelo el que no tengamos que pasar porque se rían de nosotros en público.
El Lord Canciller dice:
—La verdad es tan rara y preciosa que a veces debe guardarse bajo llave y candado.
El duque de Suffolk se dirige presuroso a su barca, gritando que por fin se ha librado de los Bolena.
El final del primer matrimonio del rey fue prolongado, público y se discutió en toda Europa, no sólo en los consejos de los príncipes sino en las plazas de los mercados. El final del segundo, si prevalecía la decencia, sería rápido, privado, tácito y oscuro. Sin embargo es necesario que esté refrendado por la ciudad y por los hombres de rango. La Torre es un pueblo. Es un arsenal, un palacio, una ceca. Trabajadores de todo tipo, funcionarios, entran y salen. Pero se puede vigilar, y se puede evacuar a los extraños. Él ordena a Kingston que haga eso. Lamenta enterarse de que Ana se ha equivocado en el día de su muerte, levantándose a las dos de la mañana a rezar el 18 de mayo, enviando a por su limosnero y a por Cranmer para que acuda al amanecer y ella pueda purgarse de sus pecados. Nadie parece haberle dicho que Kingston llega sin falta al amanecer en la mañana de una ejecución, para avisar al que va a ser ejecutado para que esté listo. Ella no está familiarizada con el protocolo, ¿y por qué habría de estarlo? Hay que verlo desde mi punto de vista, dice Kingston: cinco muertes en un día, y estar preparado además para una reina de Inglaterra al día siguiente. ¿Cómo puede ella morir cuando los funcionarios correspondientes de la ciudad no están aquí? Los carpinteros han estado haciendo su patíbulo en el prado de la Torre, aunque afortunadamente ella no puede oír los ruidos desde el alojamiento regio.
De todos modos, el condestable siente mucho que ella se haya equivocado; especialmente porque su error se mantiene, a lo largo de la mañana. La situación es de una gran tensión tanto para él como para su esposa. En vez de alegrarse por otro amanecer, informa él, Ana lloró, y dijo que sentía mucho no morir aquel día: deseaba que hubiese quedado atrás ya su dolor. Sabía lo del verdugo francés, y «yo le expliqué —dice Kingston— que no habrá ningún dolor, que es todo muy sutil». Pero ella, dice Kingston, cerró una vez más los dedos alrededor del cuello. Había tomado la eucaristía, declarando sobre el cuerpo de Dios su inocencia.
Cosa que seguramente no haría, dice Kingston, si fuese culpable, ¿verdad?
Ella lamenta los hombres que han muerto.
Hace chistes, dice que será conocida después como Ana la Descabezada, Ana sans tête.
Él le dice a su hijo:
—Si vienes conmigo a presenciar esto, será casi la prueba más dura por la que has pasado en tu vida. Si puedes aguantarlo sin que se te altere la expresión, será comentado y obrará muy en tu favor.
Gregory se limita a mirarle. Dice:
—Una mujer, yo no puedo.
—Yo estaré a tu lado para demostrarte que puedes. No necesitas mirar. Cuando el alma pase, nos arrodillamos y bajamos los ojos y rezamos.
Se ha instalado el patíbulo en un lugar despejado, donde en otros tiempos se solían celebrar torneos. Se está reuniendo una guardia de doscientos alabarderos para que encabecen el desfile. El desbarajuste de ayer, la confusión con la fecha, las dilaciones, la información errónea: nada de eso se debe repetir. Él llega allí temprano, cuando están retirando el serrín, dejando atrás a su hijo en los alojamientos de Kingston, con los demás que se están congregando: los alguaciles, concejales, funcionarios de Londres y dignatarios. Revisa la escalera del patíbulo, comprobando que aguanten su peso; uno de los hombres que están retirando el serrín le dice: es sólida, señor, hemos estado subiendo y bajando por ella, pero supongo que queréis probarla vos mismo. Cuando levanta la vista ve que el verdugo está allí ya, hablando con Christophe. El joven está bien vestido, se ha destinado una cantidad a comprarle un atuendo de gentilhombre, para que no sea fácil distinguirlo de los otros funcionarios; esto se hace para evitar que la reina se alarme, y si las ropas se estropean, al menos no tendrá que pagarlas de su propio peculio. Sube hasta donde está el verdugo.
—¿Cómo lo haréis?
—La sorprenderé, señor.
El joven señala sus pies, cambiando al inglés. Llevan calzado flexible, como el que uno podría utilizar en casa.
—Ella nunca verá la espada. La he puesto allí, en la paja. La distraeré. No verá por dónde llego.
—Pero me lo mostraréis a mí.
El hombre se encoge de hombros.
—Si queréis. ¿Sois Cremuel? Me contaron que vos estáis al cargo de todo. De hecho bromearon conmigo, diciendo: si os desmayaseis al ver lo fea que es, hay uno que cogerá la espada, se llama Cremuel y es un hombre tal que podría cortarle la cabeza a la Hidra, que no sé lo que es. Pero dicen que es un lagarto o serpiente y que por cada cabeza que se le corta le crecen dos más.
—En este caso no —dice él. Los Bolena, una vez liquidados, están liquidados.
El arma es pesada, hay que empuñarla con las dos manos. Tiene casi cuatro pies de longitud: dos pulgadas de anchura, redonda en la punta, doble filo.
—Se practica así —dice el hombre; gira allí mismo como un bailarín, los brazos en alto, los puños juntos como si estuviese asiendo la espada—. Tiene uno que manejarla todos los días, aunque sólo sea para seguir los movimientos. Pueden llamarte en cualquier momento. No se mata a tantos en Calais, pero uno va a otras ciudades.
—Es un buen oficio —dice Christophe. Quiere la espada, pero él, Cromwell, no quiere desprenderse aún de ella.
El hombre dice:
—Me explicaron que puedo hablar francés con ella y que me entenderá.
—Sí, hacedlo.
—Pero tendrá que arrodillarse, hay que informarla de eso. No hay ningún tajo, como veis. Tiene que ponerse de rodillas, derecha y no moverse. Si se mantiene firme, será un momento. Si no, acabará cortada en pedazos.
Él le devuelve el arma.
—Puedo responder por ella.
El hombre dice:
—Se hace entre un latido del corazón y el siguiente. Ella no se enterará. Estará en la eternidad.
Se van. Christophe dice:
—Amo, él me ha dicho: avisad a las mujeres que ella debería enrollarse las faldas en los pies cuando se arrodille, por si cae mal y enseña al mundo lo que tantos finos gentilhombres ya han visto.
Él no reprueba al muchacho por su grosería. Es grosero pero correcto. Y cuando llegue el momento, será efectivo, las mujeres lo hacen de todos modos. Deben haberlo hablado entre ellas.
Francis Bryan ha aparecido a su lado, exhalando vaho dentro de un jubón de cuero.
—¿Y bien, Francis?
—Tengo el encargo de que tan pronto como caiga su cabeza corra con la noticia al rey y a la señora Jane.
—¿Por qué? —dice él fríamente—. ¿Creéis que el verdugo podría fallar o algo así?
Son casi las nueve.
—¿Desayunasteis algo? —dice Francis.
—Yo siempre desayuno. —Pero pregunta si el rey lo hizo.
—Enrique apenas ha hablado de ella —dice Francis Bryan—. Sólo para decir que no puede entender cómo sucedió todo. Cuando mira hacia atrás, los últimos diez años, no puede entenderse a sí mismo.
Se quedan callados. Francis dice:
—Mirad, ya vienen.
La procesión solemne, a través de Coldharbour Gate: primero la ciudad, concejales y funcionarios, luego la guardia. En medio de ellos la reina con sus mujeres. Lleva un vestido de damasco oscuro y una capa corta de armiño, un gorro de gablete; es la ocasión, supone uno, de ocultar la cara el máximo posible, de esconder la expresión. Esa capa de armiño, ¿no la conoce? Estaba enrollada en torno a Catalina, piensa, cuando la vi por última vez. Esas pieles, pues, son las últimas prebendas de Ana. Hace tres años, cuando iba a ser coronada, anduvo sobre una tela azul que se extendía a todo lo largo de la abadía…, tan cargada por el embarazo que los espectadores contenían el aliento por ella; y ahora tiene que arreglárselas sobre ese suelo desigual, tanteando el camino con sus zapatitos de dama, con su cuerpo hueco y liviano, y sólo con muchas manos en torno a ella, dispuestas a protegerla de cualquier tropezón y caída, y a conducirla segura a la muerte. Tropieza una o dos veces, y toda la procesión debe aminorar el paso; pero no ha caído, se vuelve y mira a su espalda. Cranmer había dicho: «No sé por qué, pero ella piensa que aún hay esperanza». Las damas llevan velos, incluso lady Kingston; no quieren que sus vidas futuras estén asociadas con el trabajo de esta mañana, no quieren que sus maridos o sus pretendientes las miren y piensen en la muerte.
Gregory se ha deslizado a su lado. Su hijo tiembla y él puede sentirlo. Extiende una mano enguantada y la apoya en su brazo. El duque de Richmond le reconoce; ocupa un lugar destacado, con su suegro Norfolk. Surrey, el hijo del duque, cuchichea a su padre, pero Norfolk mira fijamente hacia delante. ¿Cómo ha llegado la casa de Howard a esto?
Cuando las mujeres despojan a la reina de su capa es una figura pequeña, un hato de huesos. No parece un poderoso enemigo de Inglaterra, pero las apariencias pueden engañar. Si ella hubiese podido llevar a Catalina a aquel mismo lugar, lo habría hecho. Si hubiese mantenido su dominio, la niña María podría haber estado aquí; y él mismo, por supuesto, quitándose la chaqueta y esperando la tosca hacha inglesa. «Será sólo un momento ya», le dice a su hijo. Ana ha ido dando limosnas a lo largo del trayecto, y la bolsa de terciopelo está vacía ya; introduce la mano en ella y le da la vuelta, un gesto de ama de casa prudente, comprobar para cerciorarse de que no se tira nada.
Una de las mujeres extiende una mano para coger la bolsa. Ana pasa delante sin mirarla, luego se encamina hacia el borde del patíbulo. Vacila, mira por encima de las cabezas de la multitud, luego empieza a hablar. La multitud empuja hacia delante, pero sólo puede aproximarse a ella unas pulgadas, todos tienen la cabeza alzada, miran fijamente. La reina habla con voz muy baja, sus palabras apenas se oyen, sus sentimientos son los habituales en la ocasión: «… rezar por el rey, pues es un príncipe bueno, gentil, amistoso y virtuoso…». Uno ha de decir esas cosas, porque incluso en ese momento podría llegar el mensajero del rey…
Ella hace una pausa… Pero no, ha acabado. No hay nada más que decir y no quedan ya más que unos cuantos instantes de este mundo. Toma aliento. Su rostro expresa desconcierto. Amén, dice, amén. Baja la cabeza. Luego parece reponerse, controlar el temblor que se ha apoderado de todo su cuerpo, desde la cabeza a los pies.
Una de las mujeres veladas se coloca a su lado y le habla. El brazo de Ana tiembla cuando lo alza para quitarse la capucha. Sale fácilmente, sin titubeos. Él piensa: no puede haber estado prendida con alfileres. Tiene el cabello recogido en una red de seda en la nuca y lo suelta, agrupa las guedejas, alzando las manos sobre la cabeza, las enrolla en un moño; lo sujeta con una mano, y una de las mujeres le da una cofia de lino. Se la pone. No pensarías que sujetase su cabello, pero lo sujeta; debe haber ensayado con ella. Ahora mira a su alrededor como esperando instrucciones. Alza de nuevo la cofia sin quitársela, se la pone de nuevo. No sabe qué hacer, él ve que no sabe si debería atarse la cinta de la cofia bajo la barbilla…, si se sostendría sin eso o si tiene tiempo de hacer un nudo y cuántos latidos del corazón le quedan en el mundo. El verdugo se adelanta y él puede ver (está muy cerca) que los ojos de Ana le miran. El francés se pone de rodillas para pedir perdón. Es un formalismo y sus rodillas apenas rozan la paja. Ha hecho arrodillarse a Ana, y cuando ella lo hace él se aparta, como si no quisiese rozar siquiera sus ropas. A la distancia del brazo, ofrece una tela doblada a una de las mujeres y se lleva una mano a los ojos para mostrarle lo que desea. Él tiene la esperanza de que es lady Kingston la que coge la venda de los ojos; sea quien sea, lo hace con destreza, pero Ana emite un pequeño sonido cuando su mundo se oscurece. Mueve los labios en oración. El francés indica a las mujeres que se retiren; se arrodillan, una de ellas casi se desploma en el suelo y las otras la levantan; a pesar de los velos se pueden ver sus manos, sus manos desnudas desvalidas, cuando recogen sus propias faldas, como si estuviesen haciéndose pequeñas, protegiéndose. La reina está sola ya, tan sola como ha estado toda su vida. Dice: Cristo, ten piedad, Jesús, ten piedad, Cristo, recibe mi alma. Alza un brazo, de nuevo sus dedos van hacia la cofia, y él piensa: baja el brazo, por amor de Dios, baja el brazo, y no podría desearlo más si… El verdugo dice con voz aguda: «Dadme la espada». La cabeza con la venda en los ojos gira. El hombre está detrás de Ana, que se equivoca de dirección, no lo siente. Hay un gruñido, un solo sonido de toda la multitud. Luego un silencio y, en ese silencio, un suspiro agudo o un sonido como un silbido a través del ojo de una cerradura: el cuerpo se desangra y su plana y pequeña presencia se convierte en un charco de sangre.
El duque de Suffolk aún está de pie, inmóvil. Richmond también. Todos los demás, que se han arrodillado, se ponen de pie ya. El verdugo se ha vuelto, modestamente, y ha entregado ya su espada. Su ayudante se aproxima al cadáver, pero las cuatro mujeres llegan allí primero, bloqueándole con sus cuerpos. Una de ellas dice ferozmente: «No queremos que la manejen los hombres».
Él oye decir al joven Surrey: «Sí, ya la han manejado bastante». Él le dice a Norfolk: «Mi señor, controlad a vuestro hijo, y lleváoslo de aquí». Ve que Richmond parece sentirse mal y ve con aprobación que Gregory se acerca a él y hace una inclinación, amistosamente, como un joven con otros, diciendo: «Mi señor, dejadlo ya, marchad». No sabe por qué Richmond no se arrodilló. Tal vez crea en el rumor de que la reina intentó envenenarle, y no quiera ofrecerle siquiera ese último respeto. En el caso de Suffolk, es más comprensible. Brandon es un hombre duro y no le debe ningún perdón a Ana. Ha estado en la guerra. Aunque nunca en una orgía de sangre como esta.
Kingston no pensó más allá de la muerte, en el entierro. «Dios quiera —dice Cromwell a nadie en particular— que el condestable se haya acordado de que se izaran las banderas de la capilla», y alguien le contesta: «yo creo que sí, señor, porque se levantaron hace dos días, para que pudiese pasar por debajo su hermano».
El condestable no ha acrecentado su reputación durante estos últimos días, aunque el rey lo ha mantenido en una situación de incertidumbre y, como confesará más tarde, había estado pensando toda la mañana que podría llegar de Whitehall en cualquier momento un mensajero a pararlo todo: hasta cuando se ayudaba a la reina a subir los escalones, hasta el momento en que se quitó la capucha. No se ha pensado en un ataúd, sino que se ha tenido que vaciar precipitadamente y llevar al escenario de la carnicería un baúl de olmo para flechas. Ayer estaba destinado a Irlanda con su carga, cada asta dispuesta para causar un daño independiente y solitario. Ahora es un objeto de contemplación pública, un ataúd lo suficientemente amplio para el cuerpecito de la reina. El verdugo ha cruzado el patíbulo y ha alzado la cabeza cortada; la envuelve en una tela de lino, como a un recién nacido. Espera a que alguien se haga cargo de ella. Las mujeres, sin ayuda, levantan los restos empapados de la reina y los colocan en el baúl. Una de ellas da un paso adelante, recibe la cabeza y la coloca dentro, a los pies de la reina (no hay más espacio). Luego se yerguen, todas ellas empapadas de su sangre, y se alejan rígidas, cerrando filas como soldados.
Esa noche él está en casa en Austin Friars. Ha escrito cartas a Francia, a Gardiner. Gardiner en el extranjero: un animal agazapado afilando las garras, esperando el momento de atacar. Ha sido un triunfo mantenerlo lejos. Se pregunta cuánto tiempo más podrá hacerlo.
Le gustaría que estuviese Rafe allí, pero o bien está con el rey o ha vuelto con Helen a Stepney. Está habituado a ver a Rafe casi todo los días y no puede acostumbrarse al nuevo orden de cosas. Sigue esperando oír su voz, y oírles a él y a Richard y a Gregory cuando está en casa, peleándose por los rincones e intentando empujarse escaleras abajo, escondiéndose detrás de las puertas para saltar unos sobre otros, entregándose a todos esos juegos a los que se entregan hasta hombres de veinticinco años cuando piensan que no están cerca sus serios mayores. En vez de Rafe está con él, paseando, Wriothesley. Parece pensar que alguien debería dar cuenta del día, como para una crónica; o si no eso, que él debería dar cuenta de sus propios sentimientos.
—Tengo la sensación de estar, señor, como plantado en lo alto de un promontorio, de espaldas al mar, y con una llanura ardiendo a mis pies.
—¿De veras, Llamadme? Entonces apeaos del viento —dice él— y tomad un vaso de ese vino que me envía lord Lisle desde Francia. Lo reservo habitualmente para beberlo yo.
Llamadme toma el vaso.
—Huelo a edificios ardiendo —dice—. Torres que caen. No hay nada más en realidad que ceniza. Restos.
—Pero son restos útiles, ¿no? —Con los restos de un naufragio se pueden hacer todo tipo de cosas: preguntad a cualquier constructor de la costa.
—No habéis contestado adecuadamente a una cuestión —dice Wriothesley—. ¿Por qué dejasteis a Wyatt sin juzgar? ¿Por algo distinto a que sea vuestro amigo?
—Veo que no estimáis en mucho la amistad. —Observa cómo Wriothesley digiere esto.
—Aun así —dice Llamadme—. Ya veo que Wyatt no representa ninguna amenaza para vos, ni os ha menospreciado ni ofendido. William Brereton era altanero con vos y os ofendió muchas veces, y se interponía en vuestro camino. Harry Norris, el joven Weston, bueno, ahora hay vacíos donde ellos estaban, y podéis poner allí a vuestros amigos en la cámara privada, junto con Rafe. Y Mark, aquel fiasco de muchacho con su laúd; os doy la razón, el lugar parece más limpio sin él. Y George Rochford, su caída barre a todo el resto de los Bolena, monseñor tendrá que volver al campo y procurar no levantar la voz. El emperador estará agradecido por todo lo que ha pasado. Es una lástima que la fiebre impidiese al embajador asistir hoy. Le habría gustado verlo.
No, no le habría gustado, piensa él. Chapuys es impresionable. Pero uno debería levantarse de su lecho de enfermo en caso necesario, y ver los resultados que has deseado.
—Ahora tendremos paz en Inglaterra —dice Wriothesley.
Cruza por su cabeza una frase (¿era de Thomas Moro?): «La paz del gallinero cuando ha escapado el zorro». De los cadáveres esparcidos, algunos matados con un chasquido de mandíbula, el resto mordidos y despedazados: el zorro da vueltas y clava los dientes aterrado y las gallinas aletean a su alrededor, mientras gira en redondo y distribuye muerte; restos que luego han de ser baldeados, el mantillo de plumas escarlata pegadas al suelo y a las paredes.
—Todos los actores han muerto —dice Wriothesley—. Los cuatro que arrastraron al cardenal al Infierno: y también el pobre idiota de Mark, que compuso una balada de sus hazañas.
—Todos los cuatro —dice él—. Todos los cinco.
—Un gentilhombre me preguntó: si es esto lo que Cromwell hace con los enemigos pequeños del cardenal, ¿qué acabará haciendo con el propio rey?
Él está mirando hacia abajo, hacia el jardín a oscuras: la pregunta se ha clavado como un cuchillo entre sus omoplatos. Sólo hay un nombre entre todos los súbditos del rey al que se le ocurriría esa pregunta, sólo uno que se atrevería a hacerla. Sólo hay un hombre que es capaz de poner en duda la lealtad que él muestra hacia su rey, la lealtad que demuestra diariamente.
—Así que… —dice al fin—. Stephen Gardiner se considera un gentilhombre.
Quizá Wriothesley vea, en los pequeños paños de cristal que nublan y distorsionan, una imagen dudosa: confusión, miedo, emociones que no suelen aparecer en la cara del señor secretario. Porque si Gardiner piensa eso, ¿quién más lo piensa? ¿Quién más lo pensará en los meses y años futuros?
—Wriothesley —dice—, supongo que no esperaréis que justifique ante vos mis acciones. Cuando ya se ha elegido una forma de actuar, no hay que disculparse por ella. Dios sabe que no persigo otra cosa que el bien de nuestro señor el rey. Estoy obligado a obedecer y servir. Y si me observáis atentamente veréis que es lo que hago.
Se vuelve cuando considera apropiado que Wriothesley le vea la cara. Su sonrisa es implacable. Dice:
—Bebed a mi salud.