Londres, abril — mayo de 1536
—Venid y sentaos conmigo un rato.
—¿Por qué? —Lady Worcester está recelosa.
—Porque tengo pasteles.
—Yo soy muy glotona —dice ella con una sonrisa.
—Tengo incluso un camarero para servirlos.
Ella ve a Christophe.
—¿Este chico es un camarero?
—Christophe, primero lady Worcester necesita un cojín.
El cojín estará bien relleno de plumas y bordado con un dibujo de halcones y flores. Ella lo coge con las dos manos, lo acaricia con aire distraído, luego se lo coloca detrás y se apoya en él. «Oh, mucho mejor así», sonríe. Embarazada, apoya una mano serena sobre el vientre, con una madona en un cuadro. En esta pequeña habitación, la ventana abierta al aire suave de primavera, él está poniendo en marcha una investigación. No le importa quién venga a verle, ni quién se fije en cómo vienen y van. ¿Quién no pasaría el rato con un hombre que tiene pasteles? Y el señor secretario es siempre agradable y útil.
—Christophe, dale una servilleta a mi señora, y ve y siéntate a tomar el sol un rato. Cierra la puerta al salir.
Lady Worcester (Elizabeth) observa cómo se cierra la puerta; luego se inclina hacia delante y cuchichea:
—Señor secretario, estoy tan atribulada…
—Y con esto —hace un gesto indicativo—, no puede ser fácil. ¿Está celosa la reina de vuestra condición?
—Bueno, sí, se mantiene muy próxima a mí, y no tiene por qué. Me pregunta todos los días cómo estoy. No podría tener una señora más amable. —Pero su expresión refleja duda—. En algunos sentidos sería mejor si hubiese de irme a casa, al campo. Pero, dadas las circunstancias, tengo que estar aquí en la corte, y todos me señalan.
—¿Pensáis entonces que fue la propia reina la que empezó las murmuraciones contra vos?
—¿Quién, si no?
Corre el rumor en la corte de que el bebé de lady Worcester no es hijo del conde. Tal vez se propagó por maldad; tal vez porque a alguien le pareció un chiste: tal vez porque alguien estaba aburrido. Su gentil hermano, el cortesano Anthony Browne, irrumpió en sus habitaciones para hacerla hablar: «Yo le dije —explica ella—: no te metas conmigo. ¿Por qué yo?». La pequeña torta de cuajada que tiene en la palma de la mano tiembla en su concha de pasta como si compartiese su indignación.
Él frunce el ceño.
—Dejadme que os haga dar un paso atrás. ¿Está acusándoos vuestra familia porque la gente anda hablando de vos, o porque hay algo de verdad en lo que dicen?
Lady Worcester se embadurna los labios. «¿Creéis que voy a confesar sólo por unos pasteles?».
—Dejadme que lime las asperezas para vos. Me gustaría ayudaros si puedo. ¿Tiene vuestro marido algún motivo para estar enfadado?
—Oh, los hombres —dice ella—. Siempre están enfadados. Están tan enfadados que no son capaces de contar con los dedos.
—¿Así que podría ser del conde?
—Si es un muchacho fuerte me atrevo a decir que será suyo. —Los pasteles la están distrayendo—. Ese blanco, ¿es de crema de almendra?
El hermano de lady Worcester, Anthony Browne, es hermanastro de Fitzwilliam. (Toda esta gente está emparentada entre ella. Afortunadamente, el cardenal le dejó un mapa, que él pone al día siempre que hay una boda.) Fitzwilliam y Browne y el conde agraviado han estado conferenciando por los rincones. Y Fitzwilliam le ha dicho a él: «¿Podéis aclarar, Crumb, porque yo estoy seguro de que no puedo, qué demonios está pasando entre las damas que sirven a la reina?».
—Y luego están las deudas —le dice él—. Os halláis en una triste situación, señora mía. Habéis pedido prestado a todo el mundo. ¿Qué comprasteis? Sé que hay dulces jóvenes alrededor del rey, jóvenes de mucho ingenio además, siempre amorosos y dispuestos a escribir una carta a una dama. ¿Pagáis para que os halaguen?
—No. Para que me hagan cumplidos.
—Deberíais conseguir eso gratis.
—Así es el lenguaje galante. —Se lame los dedos—. Pero vos sois un hombre de mundo, señor secretario, y sabéis que si le escribieseis un poema a una mujer adjuntaríais una factura.
Él se ríe.
—Cierto. Conozco el valor de mi tiempo. Pero no pensé que vuestros admiradores fuesen tan tacaños.
—¡Oh, tienen tanto que hacer, esos muchachos! —Elige una violeta confitada, la mordisquea—. No sé por qué hablamos de jóvenes ociosos. Ellos están ocupados día y noche, haciendo carrera. No te incluyen la cuenta. Pero debes comprarles una joya para el sombrero. O unos botones dorados para una manga. Pagar a su sastre, quizá.
Él piensa en Mark Smeaton, en sus galas.
—¿Paga la reina de ese modo?
—Nosotras lo llamamos «patronazgo». No lo llamamos «pagar».
—Acepto vuestra corrección. —Dios Santo, piensa, un hombre podría usar una puta y llamarlo «patronazgo». Lady Worcester ha dejado caer unas uvas en la mesa y él siente el impulso de cogerlas y dárselas en la boca; probablemente a ella le pareciese muy bien—. Y cuando la reina hace de patrona, ¿patrocina siempre en privado?
—¿En privado? ¿Cómo podría saberlo yo?
Él asiente. «Es tenis, piensa. Ese tiro fue demasiado bueno para mí».
—¿Qué es lo que lleva puesto, para patrocinar?
—Yo nunca la he visto desnuda.
—Así que esos aduladores, ¿no creéis que llegue a hacerlo con ellos?
—No, que yo haya visto u oído.
—Pero ¿detrás de una puerta cerrada?
—Las puertas están a menudo cerradas. Es una cosa común.
—Si yo os pidiese que prestaseis testimonio, ¿repetiríais eso bajo juramento?
Ella se sacude una mota de crema.
—¿Qué las puertas están a menudo cerradas? Podría. Sí, podría llegar hasta eso.
—¿Y cuáles serían vuestros honorarios por ello? —Él sonríe; la mira a la cara.
—Tengo un poco de miedo de mi marido. Porque he pedido prestado dinero. Él no lo sabe, así que, por favor…, chis.
—Que vuestros acreedores vengan a verme. Y en cuanto al futuro, si necesitáis algún cumplido, contad con el banco de Cromwell. Nos cuidamos de nuestros clientes y nuestras condiciones son generosas. Se nos conoce por ello.
Ella posa la servilleta; coge un último pétalo de prímula del último pastel de queso. Se vuelve en la puerta. La ha asaltado un pensamiento. Se recoge con la mano las faldas.
—El rey quiere una razón para apartarla, ¿no? ¿Y la puerta cerrada será suficiente? No me gustaría que le hiciesen daño.
Ella se hace cargo de la situación, al menos parcialmente. La esposa del César debe hallarse por encima de cualquier reproche. La sospecha destruiría a la reina, una migaja o un pedacito de verdad la destruiría más rápido; no necesitarías una sábana con un rastro de caracol dejado por Francis Weston o algún otro sonetista.
—Apartarla —dice él—. Sí, posiblemente. A menos que esos rumores resulten ser malentendidos. Como estoy convencido de que serán en vuestro caso. Estoy seguro de que vuestro marido se pondrá contento cuando el niño haya nacido.
A ella se le alegra la cara.
—¿Así que le hablaréis? Pero ¿no sobre la deuda? ¿Y hablaréis con mi hermano? ¿Y con William Fitzwilliam? ¿Los convenceréis para que me dejen en paz, por favor? Yo no he hecho nada que no hayan hecho las otras damas.
—¿La señora Shelton? —dice él.
—Eso no sería ninguna novedad.
—La señora Seymour.
—Eso sería una novedad realmente.
—¿Lady Rochford?
Ella vacila.
—A Jane Rochford no le gusta jugar.
—¿Por qué?, ¿acaso lord Rochford es un inepto?
—Inepto… —Ella parece saborear la palabra—. No la he oído describirle así. —Sonríe—. Pero la he oído describirle.
Vuelve Christophe. Ella pasa a su lado, una mujer que se ha desprendido de su carga.
—Oh, mirad eso —dice Christophe—. Ha cogido todo los pétalos de arriba, y ha dejado la miga.
Christophe se sienta a llenarse las fauces con los restos. La miel y el azúcar le vuelven loco. Nunca puedes engañar a un muchacho que ha crecido hambriento. Estamos llegando a la estación dulce del año, cuando el aire es suave y las hojas pálidas y las tartas de limón están sazonadas con lavanda: natillas, poco hechas, con un poquito de albahaca; flores de saúco hervidas a fuego lento en almíbar y vertidas sobre fresas partidas por la mitad.
Día de san Jorge. Dragones de tela y papel se balancean en ruidosa procesión por las calles en toda Inglaterra, seguidos por el matador de dragones con su armadura de lata, aporreando un escudo con una espada vieja y oxidada. Las vírgenes trenzan guirnaldas de hojas y se llevan a las iglesias flores de primavera. En el salón de Austin Friars, Anthony ha colgado de las vigas del techo una bestia con escamas verdes, unos ojos que giran y una lengua que cuelga; resulta lascivo y a él le recuerda algo, pero no consigue recordar qué.
Este es el día en que los caballeros de la Jarretera celebran su capítulo, en el que eligen un nuevo caballero si ha muerto algún miembro. La Orden de la Jarretera es la orden de caballería más distinguida de toda la Cristiandad: pertenece a ella el rey de Francia, así como el rey de los escoceses. También monseñor, el padre de la reina, y el bastardo del rey, Harry Fitzroy. Este año se celebra la reunión en Greenwich. Los miembros extranjeros no asistirán, al parecer, y sin embargo el capítulo sirve como una reunión de sus nuevos aliados: William Fitzwilliam, Henry Courtenay, marqués de Exeter, Norfolk y Charles Brandon, que parece haberle perdonado a él, a Thomas Cromwell, el que le hubiese dado de empujones en la cámara de presencia; ahora le busca y dice: «Cromwell, hemos tenido nuestras diferencias. Pero yo siempre le dije a Enrique Tudor: tomad nota de Cromwell, no dejéis que caiga con su ingrato señor, porque Wolsey le ha enseñado sus trucos y os puede ser útil».
—¿Eso hicisteis, mi señor? Os estoy muy obligado por esas palabras.
—Sí, bueno, a la vista están las consecuencias, porque ahora sois un hombre rico, ¿verdad? —Ríe entre dientes—. Y también lo es Enrique.
—Y es siempre una alegría para mí poder demostrar mi gratitud a quien corresponde. ¿Puedo preguntaros, mi señor, a quién votaréis en el capítulo de la Jarretera?
Brandon le dirige un trabajoso guiño.
—Depende de mí.
Hay una vacante, debido a la muerte de lord Bergavenny; hay dos hombres que esperan cubrirla. Ana ha estado defendiendo los méritos del hermano George. El otro candidato es Nicholas Carew; y cuando se han hecho sondeos y se han contado los votos es el de sir Nicholas el nombre que lee en voz alta el rey. La gente de George se apresura a limitar el daño, a decir que ellos no esperaban nada: que a Carew le habían prometido la próxima vacante, el propio rey Francisco le había pedido al rey tres años atrás que se la diese. Si la reina está disgustada, no lo muestra, y el rey y George Bolena tienen un proyecto que discutir. Al día siguiente de la fiesta del uno de mayo, una partida real bajará hasta Dover a inspeccionar la nueva obra del puerto, y George irá con ella en su condición de Guardián de las Cinco Puertas: un cargo que desempeña deficientemente, en su opinión, la de Cromwell. También él piensa bajar con el rey. Podría incluso pasar a Calais por un día o dos, y poner las cosas en orden allí; así que lo comunica y el rumor de su llegada sirve para mantener la guarnición en el qui vive.
Harry Percy ha bajado desde sus propias tierras para la reunión de la Jarretera, y está ahora en su casa de Stoke Newington. Eso podría ser útil, le dice a su sobrino Richard, podría enviar a alguien a verle y a sondearle, para tantear si estaría dispuesto a volver a declarar sobre ese asunto del precontrato. Ir yo mismo, si es necesario. Pero debemos organizar esta semana hora por hora. Richard Sampson está esperando por él, deán de la real capilla, doctor en derecho canónico (Cambridge, París, Perugia, Siena): el procurador del rey en su primer divorcio.
—Tenemos un pequeño lío —es todo lo que dirá el deán, posando sus folios a su manera precisa. Hay un carro de mulas fuera cargado con más folios, bien envueltos por el clima adverso: los documentos se remontan todos a la primera insatisfacción expresada por el rey con su primera reina. Una época en que, dice él al deán, éramos todos jóvenes. Sampson se ríe; es una risa clerical, como el crujir de un baúl de ropa.
—Yo apenas me acuerdo de cuando era joven, pero supongo que lo fuimos. Y algunos de nosotros, libres de cuidados.
Van a probar con la nulidad, a ver si se puede liberar así a Enrique.
—Tengo entendido que Harry Percy rompe a llorar cuando oye vuestro nombre —dice Sampson.
—Exageran mucho. El conde y yo hemos tenido muchos intercambios corteses estos últimos meses.
Él sigue mirando documentos del primer divorcio, y ve en ellos la letra del cardenal enmendando, sugiriendo, dibujando flechas en el margen.
—A menos —dice— que Ana la reina decidiera hacerse religiosa. Entonces el matrimonio se disolvería por sí solo.
—Estoy seguro de que sería una excelente abadesa —dice Sampson educadamente—. ¿Habéis sondeado ya a mi señor arzobispo?
Cranmer está fuera. Ha estado postergándolo.
—Tengo que mostrarle —le cuenta al deán— que nuestra causa, es decir, la causa de la Biblia inglesa, estará mejor sin ella. Queremos que la palabra viva de Dios suene como música en los oídos del rey, no como el lloriqueo ingrato de Ana.
Dice «nosotros», incluyendo al deán por cortesía. No está nada seguro de que Sampson sea un devoto de la reforma en el fondo de su corazón, pero es la aceptación exterior lo que le interesa, y el deán siempre se muestra cooperativo.
—Ese asuntillo de la hechicería… —Sampson carraspea—. ¿El rey no se propondrá plantearlo en serio? Si se pudiese probar que se utilizaron algunos medios sobrenaturales para atraerlo al matrimonio, entonces, por supuesto, su consentimiento no habría sido libre, y el contrato no tendría ninguna validez; pero supongo que cuando él dice que fue seducido con encantos, con hechizos, está hablando, como si dijésemos, ¿con figuras retóricas? Como podría hablar un poeta de los encantos mágicos de una dama, de sus artimañas, sus seducciones. Oh, por Dios —dice el deán suavemente—. No me miréis de ese modo, Thomas Cromwell. Es un asunto en el que preferiría no inmiscuirme. Preferiría utilizar de nuevo a Harry Percy, y presionarlo entre nosotros hasta conseguir que actúe juiciosamente. Preferiría recurrir al asunto de María Bolena, cuyo nombre, debo decirlo, tenía la esperanza de no volver a oír más.
Él se encoge de hombros. A veces piensa en María; cómo habría sido si él hubiese aceptado sus ofertas. Aquella noche, en Calais, había estado tan cerca que podía saborear su aliento, a dulces y especias, a vino…, pero, por supuesto, aquella noche en Calais cualquier hombre al que le funcionase el aparejo lo habría hecho con María. Suavemente, el deán interrumpe sus pensamientos:
—¿Puedo hacer una sugerencia? Id y hablad con el padre de la reina. Hablad con Wiltshire. Es un hombre razonable, estuvimos juntos en Bilbao en una embajada hace unos años, siempre me pareció razonable. Conseguid que le pida a su hija que se vaya pacíficamente. Que nos ahorre a todos veinte años de dolor.
A por monseñor, pues: tiene a Wriothesley para tomar nota de la reunión. El padre de Ana llega con un folio propio, mientras que el hermano George trae sólo su delicioso yo. Es siempre un espectáculo digno de verse: a George le gusta que su ropa esté llena de trencillas y borlas, de motas y de cintas, y acuchillada. Hoy va de terciopelo blanco sobre seda roja, el escarlata ondulando en las aberturas de las partes acuchilladas. A él le recuerda un cuadro que vio una vez en los Países Bajos, de un santo al que desollaban vivo. La piel de las pantorrillas de aquel hombre estaba doblada sobre los tobillos como unas blandas botas, y en su cara había una expresión de serenidad imperturbable.
Él posa los papeles en la mesa.
—No malgastaré palabras. Conocéis la situación. Han llegado a oídos del rey cosas que, si las hubiese conocido anteriormente, habrían impedido este presunto matrimonio con lady Ana.
—Yo he hablado con el conde de Northumberland. Él se mantiene firme en lo que juró. No hubo ningún precontrato.
—Entonces eso es una desdicha —dice él—. No veo qué voy a poder hacer yo. ¿Podríais vos quizá ayudarme, lord Rochford, con alguna sugerencia propia?
—Os ayudaremos a ir a la Torre —dice George.
—Anotad eso —le dice él a Wriothesley—. Mi señor Wiltshire, ¿me permitís que os recuerde ciertas circunstancias de las que aquí, su hijo, tal vez no tenga conocimiento? En la cuestión de vuestra hija y Harry Percy, el difunto cardenal os llamó para rendir cuentas, advirtiéndoos de que no podría haber ningún enlace entre ellos, por la baja extracción de vuestra familia, y la elevada condición del linaje de Percy. Y vuestra respuesta fue que no erais responsable de lo que hiciese Ana, que no podíais controlar a vuestros propios hijos.
Thomas Bolena cambia de expresión al aflorar cierto fragmento de recuerdo.
—Así que erais vos, Cromwell. Escribiendo en las sombras.
—Nunca lo negué, mi señor. En aquella ocasión conseguisteis mucha simpatía del cardenal. Yo mismo, siendo padre, comprendo cómo son esas cosas. Vos afirmabais, entonces, que vuestra hija y Harry Percy habían ido demasiado lejos en el asunto. Con lo que queríais referiros (tal como gustó de expresarlo el cardenal) a un pajar y una noche cálida. Vinisteis a decir que su enlace se había consumado, y era un matrimonio auténtico.
Bolena ríe con satisfacción.
—Pero, luego, el rey manifestó sus sentimientos hacia mi hija.
—Por lo que vos reconsiderasteis vuestra posición. Como se suele hacer. Estoy pidiéndoos que la reconsideréis una vez más. Sería mejor para vuestra hija si se hubiese casado en realidad con Harry Percy. Entonces su matrimonio con el rey se podría declarar nulo. Y el rey tendría libertad para elegir a otra dama.
Ha sido una década muy positiva para él, desde que su hija le dejó entrever su coño al rey. Ha hecho a Bolena rico y le ha asentado, le ha dado seguridad. Su era se acerca al final, y él, Cromwell, le ve decidido a no luchar. Las mujeres envejecen, a los hombres les gusta la variedad: es una vieja historia, y ni siquiera una reina ungida puede eludirla para escribir su propio final.
—Entonces. Con Ana… ¿qué? —dice su padre. No hay la menor ternura asociada a la pregunta.
Él dice, como hizo Carew:
—¿Un convento?
—Yo esperaría un acuerdo generoso —dice Bolena—. Para la familia, me refiero.
—Un momento —dice George—. Mi señor padre, no lleguéis a acuerdos con este hombre. No sostengáis ninguna discusión.
Wiltshire habla fríamente a su hijo.
—Señor. Calmaos. Las cosas son como son. ¿Y si se la dejase, Cromwell, en posesión de sus bienes como marquesa? ¿Y nosotros, su familia, continuásemos en posesión de los nuestros sin problema?
—Yo creo que el rey preferiría que ella se retirase del mundo. Estoy seguro de que podríamos encontrar alguna casa piadosa, bien gobernada, en consonancia con sus creencias e ideas.
—Yo no estoy de acuerdo —dice George. Se aparta de su padre.
Él dice:
—Tomad nota del desacuerdo de lord Rochford.
La pluma de Wriothesley rasca el papel.
—Pero ¿nuestras tierras? —dice Wiltshire—. ¿Nuestros cargos? Yo podría seguir sirviendo al rey como lord del Sello Privado, sin duda. Y aquí, mi hijo, conservaría sus dignidades y títulos…
—Cromwell quiere echarme. —George se pone bruscamente de pie—. Esa es la pura verdad. Nunca ha dejado de entrometerse en lo que yo hago en defensa del reino, está escribiendo a Dover, está escribiendo a Sandwich, sus hombres andan por todas partes, mis cartas se remiten a él, mis órdenes chocan con sus contraórdenes…
—Oh, sentaos —dice Wriothesley. Se ríe: tanto de su propia impertinencia, como de la expresión de George—. O, por supuesto, mi señor, seguid de pie, si os place.
Rochford no sabe ya qué hacer. Sólo reafirmar que se ha puesto de pie, hacer aspavientos así; coger su sombrero; decir:
—Me dais pena, señor secretario. Si conseguís obligar a mi hermana a irse, vuestros nuevos amigos darán cuenta de vos en cuanto se haya ido, y si no lo conseguís, y ella y el rey se reconcilian, entonces seré yo quien dé cuenta de vos. Así que de cualquier modo, Cromwell, esta vez os habéis excedido.
Él dice suavemente:
—Yo sólo busqué esta entrevista, mi señor Rochford, porque vos tenéis influencia con vuestra hermana, ningún hombre tiene más. Estoy ofreciéndoos seguridad, a cambio de vuestra amable ayuda.
El Bolena mayor cierra los ojos.
—Hablaré con ella. Hablaré con Ana.
—Y hablad con vuestro hijo también, porque yo no hablaré más con él.
Wiltshire dice:
—Me asombra, George, que no veáis hacia dónde conduce todo esto.
—¿Qué? —dice George—. ¿Qué, qué?
Aún sigue queando mientras su padre le arrastra fuera. En el umbral, el Bolena mayor inclina la cabeza cortésmente.
—Señor secretario. Señor Wriothesley.
Observan cómo se van: padre e hijo.
—Fue interesante —dice Wriothesley—. ¿Y adónde conduce todo esto, señor?
Él remueve sus papeles.
—Yo recuerdo —dice Wriothesley— cierta obra que se representó en la corte después de la caída del cardenal. Me acuerdo de Sexton, el bufón, vestido con ropas de color escarlata, en el personaje del cardenal, y cómo cuatro demonios lo llevaban al Infierno, cogiéndolo cada uno por una extremidad. Iban enmascarados. Y yo me pregunté si sería George…
—Pata delantera derecha —dice él.
—Ah… —dice Llamadme Risley.
—Fui detrás de la pantalla del fondo del salón. Les vi desprenderse de sus cuerpos peludos, y lord Rochford se quitó la máscara. ¿Por qué no me seguisteis? Podríais haberle visto vos mismo.
El señor Wriothesley sonríe.
—No quise ir detrás del escenario. Temía que vos pudieseis confundirme con los actores, y que después estaría manchado para siempre en vuestro pensamiento.
Él lo recuerda: una noche de hedor animal, en que los representantes de la flor de la caballería se convirtieron en perros cazadores, pidiendo sangre a ladridos; toda la corte silbaba y vitoreaba mientras la figura del cardenal era arrastrada y pateada por el suelo. Luego sonó una voz desde el salón: «¡Deberíais avergonzaros!». Le pregunta a Wriothesley:
—¿No fuisteis vos el que habló?
—No —Llamadme no mentirá—. Creo que tal vez fuese Thomas Wyatt.
—Creo que así fue. He pensado en eso muchos años. Mirad, Llamadme, tengo que ir a ver al rey. ¿Tomamos primero un vaso de vino?
El señor Wriothesley se levanta. Busca un criado. Brilla la luz en la curva de la jarra de peltre, chapotea en un vaso vino gascón.
—Le di a Francis Bryan una licencia de importación para este vino —dice él—. Unos tres meses atrás. No tiene paladar, ¿verdad? No sabía que estuviese vendiéndoselo al despensero del rey.
Va a ver a Enrique, apartando guardias, ayudantes, gentilhombres; apenas se anuncia, de manera que Enrique alza la vista, sorprendido, de su libro de música.
—Thomas Bolena se hace cargo de las cosas. Lo único que quiere es conservar su buen nombre con Vuestra Majestad. Pero no consigo ninguna cooperación de su hijo.
—¿Por qué no?
¿Porque es un idiota?
—Yo pienso que cree que Vuestra Majestad puede cambiar de idea.
Enrique se ofende.
—Debería conocerme. George era un chico de diez años cuando llegó a la corte, debería conocerme. Yo no cambio de idea.
Es verdad, lo de que sigue una dirección. El rey, como el cangrejo, avanza de lado hacia su objetivo, pero luego hunde sus pinzas en él. Y las pinzas se han cerrado sobre Jane Seymour.
—Os diré lo que pienso de Rochford —añade Enrique—. Qué es, con treinta y dos años ya, si aún le siguen llamando el hijo de Wiltshire, aún le llaman el hermano de la reina, no siente que se haya convertido en él mismo, y no tiene ningún heredero que le siga, ni siquiera una hija. Yo he hecho lo que he podido por él. Le he mandado al extranjero varias veces para representarme. Y eso cesará, supongo, porque cuando no sea ya mi hermano, nadie hará caso de él. Pero no será un hombre pobre. Puedo seguir favoreciéndole. Aunque no si se entromete. Así que habría que advertirle. ¿Debo hablar con él yo mismo?
Enrique parece irritado. No debería tener que ocuparse él de eso. Es Cromwell el que tiene que ocuparse de ello por él. Despedir a los Bolena, traer a los Seymour. Su tarea es más regia: rezar por el éxito de sus empresas y escribir canciones para Jane.
—Dejémoslo un día o dos, señor, y me entrevistaré con él sin su padre. Creo que en presencia de lord Wiltshire siente la necesidad de pavonearse y lucirse.
—Sí, yo no suelo equivocarme —dice Enrique—. Vanidad, eso es lo que es. Ahora escuchad.
Canta:
La margarita es deleitosa,
azul y pálida es la violeta.
Mi voluntad no es veleidosa…
—¿Os dais cuenta de que lo que estoy intentando reelaborar es una vieja canción?… ¿Qué rima con violeta? ¿Aparte de «discreta»?
Qué más necesitáis, piensa él. Pide licencia. Las galerías están iluminadas con antorchas, de las que se desvanecen figuras. La atmósfera en la corte, esta noche del viernes de abril, le recuerda los baños públicos que tienen en Roma. El aire es denso y pasan a tu lado deslizándose figuras de otros hombres que parece que nadan…, tal vez hombres que conoces, pero no los conoces sin sus ropas. Notas la piel caliente, luego fría, luego otra vez caliente. Las baldosas están resbaladizas bajo los pies. A cada lado tuyo hay puertas entreabiertas, sólo unos centímetros, y fuera de tu línea de visión, pero muy cerca de ti, están produciéndose perversidades, conjugaciones antinaturales de cuerpos, hombres y mujeres, y hombres y hombres. Sientes náuseas, por el calor pegajoso y por lo que conoces de la naturaleza humana, y te preguntas por qué has ido allí. Pero te han dicho que un hombre debe ir a los baños por lo menos una vez en su vida, porque, si no, no lo creerá cuando otra gente le cuente lo que pasa.
—La verdad es —dice Mary Shelton— que yo habría intentado veros, señor secretario, aunque no hubieseis mandado a por mí.
Le tiembla la mano; bebe un sorbo de vino, lanza una mirada profunda al interior de la copa como si estuviese adivinando, alza luego sus ojos elocuentes.
—Rezo porque nunca vuelva a pasar un día como este. Nan Cobham quiere veros. Majorie Horsman. Todas las mujeres de la cámara del lecho.
—¿Tenéis alguna cosa que decirme? ¿O es sólo que queréis llorar sobre mis papeles y hacer que se corra la tinta?
Ella posa la copa y le da las manos. A él le conmueve el gesto, es como una niña que muestra que sus manos están limpias.
—¿Intentaremos desentrañarlo? —pregunta él gentilmente.
Todo el día, desde las habitaciones de la reina, gritos, portazos, carreras, conversaciones susurradas en voz baja.
—Ojalá no estuviera en la corte —dice Shelton—. Ojalá estuviese en otro sitio. —Aparta las manos—. Debería estar casada. ¿Es eso pedir demasiado, estar casada y tener unos hijos, mientras aún soy joven?
—Vamos, no os compadezcáis de vos misma. Yo creí que ibais a casaros con Harry Norris.
—Así lo creí yo.
—Sé que hubo alguna pelea entre los dos, pero eso fue un año atrás o así, ¿no?
—Supongo que os lo contó lady Rochford. No deberíais hacer caso, ¿sabéis?, ella inventa cosas. Pero sí, fue verdad, me peleé con Harry, o él se peleó conmigo, y fue por causa de que el joven Weston venía a las habitaciones de la reina a tiempo y a destiempo, y Harry pensó que estaba fantaseando conmigo. Y lo mismo pensaba yo. Pero no di alas a Weston, lo juro.
Él se ríe.
—Pero, Mary, vos dais alas a los hombres. Es lo que hacéis. No podéis evitarlo.
—Así dijo Harry Norris, le daré una patada a ese cachorrillo en las costillas que no olvidará. Aunque Harry no es el tipo de hombre que anda por ahí dando patadas a cachorrillos. Y la reina, mi prima, dijo: nada de patadas en mi cámara, por favor. Harry dijo: con vuestro real permiso le sacaré al patio y se las daré allí y… —No puede evitar la risa, aunque es una risa temblona y desdichada—…, y Francis allí parado todo el tiempo, hablaban de él, y era como si no estuviera. Así que fue y dijo: bueno, me gustaría ver cómo me pegáis, porque a vuestra edad avanzada, Norris, creo que vais a perder el equilibrio…
—Señora —dice él—, ¿podéis abreviarlo?
—Pues siguieron así una hora o más, raspando y arañando en busca de favor. Y mi señora la reina nunca se cansa de eso, les incita a seguir. Luego Weston dijo: no os agitéis, gentil Norris, pues yo no vine aquí por la señora Shelton, vive por otra, y ya sabéis quién es. Y Ana dijo: no, decídmelo, no soy capaz de adivinarlo. ¿Es lady Worcester? ¿Es lady Rochford? Venid, contadnos, Francis. Contadnos a quién amáis. Y él dijo: a vos, madame.
—¿Y qué dijo la reina?
—Oh, le regañó. Dijo: no debéis hablar así, porque vendrá mi hermano George y os dará de patadas también, por el honor de la reina de Inglaterra. Y se reía. Pero entonces Harry Norris se peleó conmigo, por causa de Weston. Y Weston se peleó con él, por causa de la reina. Y los dos se pelearon con William Brereton.
—¿Brereton? ¿Qué tenía que ver él con el asunto?
—Bueno, él entró por casualidad. —Frunce el ceño—. Creo que fue entonces. O fue en alguna otra ocasión cuando sucedió eso de que entró… La reina dijo: bueno, aquí está el hombre que yo necesito, Will es alguien que lanza su flecha recta. Pero ella estaba atormentándolos a todos. No hay quien la entienda. Está leyendo el Evangelio del señor Tyndale y al momento siguiente… —Se encoge de hombros—. Abre los labios y asoma por ellos la cola del diablo.
Luego, según el relato de Shelton, pasa un año. Harry Norris y la señora Shelton hablan de nuevo, y pronto se reconcilian, y Harry vuelve a meterse en su cama. Y todo es como antes. Hasta hoy: 29 de abril.
—Esta mañana empezó el asunto con Mark —dice Mary Shelton—. Ya sabéis que anda por allí revoloteando… Siempre está a la entrada de la cámara de presencia de la reina. Y cuando ella sale y pasa junto a él, no le habla pero se ríe y le tira de la manga o le da en el codo, y una vez le arrancó la pluma de la gorra.
—Nunca oí calificar eso de juego amoroso —dice él—. ¿Se trata de algo que hacen en Francia?
—Y esta mañana ella dijo: oh, mira este perrillo, y le revolvió el pelo y le tiró de las orejas. Y al muy idiota le brillaron los ojos de satisfacción. Luego ella le dijo: por qué estás tan triste, Mark, tu tarea no es estar triste, estás aquí para divertirnos. Y él hizo ademán de arrodillarse, diciendo: madame…, y ella le cortó, le dijo: oh, por amor de la dulce María, manteneos sobre vuestros dos pies, os favorezco por el simple hecho de prestaros atención, ¿esperáis, creéis que debería hablar con vos como si fueseis un gentilhombre? No puedo, Mark, porque sois una persona inferior. Él dijo: no, no, madame, no espero una palabra, a mí me basta con una mirada. Así que ella esperó. Porque pensaba que él ensalzaría el poder de su mirada. Diría que sus ojos eran piedras imanes, y cosas así. Pero él no lo hizo, él sólo se echó a llorar y dijo adiós, y se fue. Le dio la espalda sin más. Y ella se rio. Y luego entramos en su cámara.
—Tomaos el tiempo necesario —dice él.
—Ana dijo: ¿se cree que soy algún artículo del París Garden? Es decir, ya sabéis…
—Sé lo que es el París Garden.
Ella se ruboriza.
—Por supuesto que lo sabéis. Y lady Rochford dijo: estaría bien arrojar a Mark desde una gran altura, como a vuestro perro Purkoy. Entonces la reina se echó a llorar. Luego le pegó a lady Rochford. Y lady Rochford dijo: haced eso otra vez y os responderé a bofetadas, porque vos no sois ninguna reina sino la hija de un simple caballero, el señor secretario Cromwell sabe muy bien lo que sois y vuestro tiempo se acaba, madame.
—Lady Rochford está anticipándose —dice él.
—Entonces entró Harry Norris.
—Ya estaba preguntándome dónde estaría.
—Y dijo: ¿qué conmoción es esta? Ana dijo: hacedme un favor, llevaos a la mujer de mi hermano y ahogadla para que pueda tener una nueva, que pueda hacerle algún bien. Y Harry Norris se quedó asombrado. Ana le dijo: ¿no jurasteis que haríais cualquier cosa que yo quisiera? ¿Qué iríais andando descalzo a China por mí? Y Harry dijo: ya sabéis que es bromista, dijo, yo creo que fue ir descalzo a Walsingham lo que ofrecí. Sí, dijo ella, a arrepentiros de vuestros pecados allí, porque andáis a la espera de los despojos de los muertos, y si algo malo le pasase al rey, esperaríais poder tenerme a mí.
Él quiere anotar lo que está diciendo Shelton, pero no se atreve a moverse por si ella deja de decirlo.
—Entonces la reina se volvió a mí y dijo: señora Shelton, ¿os dais cuenta ya de por qué él no se casa con vos? Está enamorado de mí. Eso proclama, y hace mucho que lo hace. Pero no lo demostrará, metiendo a lady Rochford en un saco y llevándola a la orilla del río, algo que yo tanto deseo. Entonces lady Rochford se marchó corriendo.
—Creo que entiendo por qué.
Mary alza la vista.
—Sé que os estáis riendo de nosotras. Pero fue horrible. Para mí lo fue. Porque yo pensaba que era una broma entre ellos el que Harry Norris la amaba, y entonces vi que no lo era. Juro que él se puso pálido y le dijo a Ana: ¿difundiréis todos vuestros secretos o sólo algunos? Y se fue y ni siquiera le hizo una inclinación, y ella corrió detrás. Y no sé lo que dijo, porque estábamos todas paralizadas como estatuas.
Difundir sus secretos. Todos o sólo algunos.
—¿Quién oyó eso?
Ella mueve la cabeza.
—Quizá una docena de personas. No tenían más remedio que oírlo.
Y parece que luego la reina se puso frenética.
—Nos miraba, agrupadas alrededor de ella, y quería que volviese Norris, dijo que había que ir a buscar un sacerdote, dijo que Harry debía jurar que sabía que ella era casta, una buena esposa fiel. Dijo que él debía retirar todo lo que había dicho, y que ella lo retiraría también, y que pondrían las manos en la Biblia de su cámara, y entonces todo el mundo sabría que había sido charla ociosa. Está aterrada pensando que lady Rochford irá al rey.
—Sé que a Jane Rochford le gusta llevar malas noticias. Pero no tan malas como esas.
No a un marido. Que su querido amigo y su esposa han hablado de su muerte, con vistas a cómo se consolarán ellos después.
Es traición. Posiblemente. Prever la muerte del rey. La ley lo reconoce: qué breve el paso, de soñar a desear hacer. Lo llamamos «imaginar» su muerte: el pensamiento es padre del hecho, y el hecho nace crudo, feo, prematuro. Mary Shelton no sabe lo que ha presenciado. Piensa que es una pelea de enamorados. Cree que es un incidente en su propia larga carrera de amores y de desdichas de amor.
—Yo dudo —dice lentamente— que Harry Norris vaya a casarse ya conmigo, o incluso a molestarse en fingir que se casará conmigo. Si me hubieseis preguntado la semana pasada si le había dado pie la reina, yo os habría dicho no, pero cuando los miro ahora, está claro que esas palabras han pasado entre ellos, esas miradas y ¿cómo puedo saber yo qué hechos? Yo creo…, no sé qué pensar.
—Ya me casaré yo con vos, Mary —dice él.
Ella se ríe, sin poder evitarlo.
—Señor secretario, no lo haréis, vos siempre estáis diciendo que os casaréis con esta dama y con aquella, pero ya sabemos que os consideráis un gran premio.
—Bueno. Así que otra vez al París Garden. —Se encoge de hombros, sonríe; pero siente la necesidad de ser enérgico con ella, de acelerar—. Oídme bien, ahora debéis ser discreta y guardar silencio. Y lo que debéis hacer, vos y las otras damas, es procurar protegeros.
Mary se debate.
—Las cosas podrían no ir tan mal, ¿verdad? Si el rey se entera, sabrá cómo tomarlo, ¿no? Supondrá que todo son palabras dichas a la ligera. Sin importancia. Es todo conjetura, tal vez yo haya hablado precipitadamente, una no puede saber si ha pasado algo entre ellos, yo no podría jurarlo.
Él piensa: pero lo juraréis; más tarde lo haréis.
—Porque, claro, Ana es mi prima —se le quiebra la voz—. Lo ha hecho todo por mí…
Hasta empujaros al lecho del rey, piensa él, cuando ella estaba embarazada: para mantener a Enrique en la familia.
—¿Qué le pasará a ella? —La mirada de Mary es solemne—. ¿La dejará él? Se habla de eso pero Ana no lo cree.
—Debe ampliar un poco su credulidad.
—Ella dice: puedo recuperarle siempre, yo sé cómo. Y ya sabéis que siempre lo ha conseguido. Pero haya sucedido lo que haya sucedido con Harry Norris, yo no continuaré con ella, porque sé que me lo quitará y sin ningún escrúpulo, si es que no lo ha hecho ya. Y las damas nobles no pueden relacionarse de ese modo. Y lady Rochford no puede seguir. Y Jane Seymour está retirada, por…, bueno, no diré por qué. Y lady Worcester debe irse a casa por el parto este verano.
Él ve que los ojos de la joven se mueven, calculando, contando. Para ella se plantea un problema: el problema de figurar en la cámara privada de Ana.
—Pero yo supongo que Inglaterra tiene damas suficientes —dice—. Estaría bien que ella empezase de nuevo. Sí, un nuevo comienzo. Lady Lisle, en Calais, quiere enviar a sus hijas. Me refiero a las hijas de su primer marido. Son preciosas y creo que lo harán muy bien en cuanto aprendan.
Es como si Ana Bolena les hubiese sumido en un trance, tanto a los hombres como a las mujeres, de tal modo que no pueden ver lo que está pasando a su alrededor y no pueden captar lo que significan sus propias palabras. Han vivido en la estupidez durante un periodo muy largo.
—Así que escribidle a Honor Lisle —dice Mary, con absoluta seguridad—. Estará en deuda con vos siempre si consigue que sus hijas entren en la corte.
—¿Y vos? ¿Qué haréis?
—Ya lo pensaré —dice ella. Nunca se queda abatida mucho tiempo. Por eso gusta a los hombres. Habrá otras veces, otros hombres, otras maneras. Se pone de pie bruscamente. Le planta un beso en la mejilla.
Es un anochecer de sábado.
Domingo: «Ojalá hubieseis estado aquí esta mañana —dice con satisfacción lady Rochford—. Fue algo digno de verse. El rey y Ana juntos en el ventanal, de modo que todos los que estaban abajo, en el patio, podían verles. El rey ha sabido de la pelea que ella tuvo ayer con Norris. En fin, toda Inglaterra se ha enterado. Era evidente que el rey estaba fuera de sí, tenía la cara roja. Ella estaba inmóvil con las manos cruzadas sobre el pecho… —se lo muestra, con sus propias manos—. Bueno, como la reina Ester, en el gran tapiz del rey…».
Él puede imaginarlo fácilmente, aquella escena de rica textura, cortesanos tejidos agrupados alrededor de su angustiada reina. Una doncella, que parece despreocupada, porta un laúd, tal vez va camino de las habitaciones de Ester; otros murmuran a un lado, las caras lisas de las mujeres alzadas, las cabezas de los hombres inclinadas. Entre esos cortesanos con sus joyas y sus complicados sombreros él ha buscado en vano su propio rostro. Puede que esté en algún otro lugar, conspirando: una madeja rota, un cabo suelto, un nudo de hilos obstinado.
—Cómo Ester —dice—. Sí.
—Ana debía de haber enviado a por la princesita —dice lady Rochford— porque no tardó en llegar una niñera con ella, y Ana se la quita y la coge en brazos, como diciendo: «Marido, ¿cómo podéis dudar de que es vuestra hija?».
—Estáis suponiendo que esa fue la pregunta que él le hizo. No podíais oír lo que se decía —habla con voz fría; él mismo se sorprende al oírse de su frialdad.
—Desde donde yo estaba, no. Pero dudo que presagiase nada bueno para ella.
—¿No acudisteis a su lado para consolarla, siendo como es vuestra señora?
—No. Fui a buscaros a vos. —Se contiene, el tono se hace súbitamente sobrio—. Nosotras, las mujeres que la servimos, queremos hablar y salvarnos. Tenemos miedo a que ella no sea sincera y que luego se nos eche la culpa por ocultarlo.
—En el verano —dice él—, no el verano pasado sino el anterior, me dijisteis que creíais que la reina estaba desesperada por conseguir un hijo, y tenía miedo de que el rey no pudiese darle uno. Dijisteis que no era capaz de satisfacer a la reina. ¿Lo repetiréis ahora?
—Me sorprende que no tengáis una nota de nuestra charla.
—Una charla larga y, por lo que se refiere a vos, mi señora, más llena de insinuaciones que de hechos. Quiero saber qué es lo que diríais, si se os hiciese declarar bajo juramento ante un tribunal.
—¿Quién va a ser juzgado?
—Eso es lo que estoy intentando determinar. Con vuestra amable ayuda.
Oye cómo salen esas frases de él. Con su amable ayuda. No os ofendáis. Con todo respeto a Su Majestad.
—Ya sabéis lo que ha pasado con Norris y Weston —dice ella—. Cómo han proclamado su amor por ella. No son los únicos.
—¿No lo tomáis como sólo una forma de cortesía?
—Nadie anda serpenteando por ahí en la oscuridad por cortesía. Yendo y viniendo en barcas. Deslizándose por las puertas a la luz de una antorcha. Sobornando a los porteros. Eso lleva sucediendo desde hace dos años e incluso más. Tendríais que ser listo para atrapar a alguno de ellos. —Hace una pausa para asegurarse de que cuenta con la atención de él—. Digamos que la corte está en Greenwich. Ves a cierto gentilhombre, uno que sirve al rey. Y supones que ha terminado su servicio y te imaginas que está en el campo; pero luego estás haciendo sus tareas con la reina y lo ves escurriéndose por una esquina. Piensas: ¿qué haces tú aquí? ¿Eres tú, Norris? He pensado muchas veces que uno de ellos está en Westminster y luego le veo de pronto en Richmond. O se supone que está en Greenwich y aparece en Hampton Court.
—Si intercambian entre ellos sus deberes, no tiene importancia.
—Pero yo no me refiero a eso. No son los tiempos, señor secretario. Son los lugares. Es la galería de la reina, es su antecámara, es su umbral, y a veces la escalera del jardín, o una puertecita que se deja sin cerrar por un descuido.
Se inclina hacia delante y roza con las yemas de los dedos la mano de él, que reposa sobre los papeles.
—Yo me refiero a que vienen y van de noche. Y si alguien pregunta por qué tienen que estar allí, dicen que llevan un mensaje privado del rey, que no pueden decir para quién.
Él asiente. La cámara privada lleva mensajes no escritos, es una de sus tareas. Van y vienen entre el rey y sus pares, a veces entre el rey y embajadores extranjeros, y sin duda entre el rey y su esposa. No toleran que se los interrogue. No se les puede obligar a rendir cuentas.
Lady Rochford se echa hacia atrás en su asiento. Dice suavemente:
—Antes de que estuviesen casados, ella solía practicar con Enrique a la manera francesa. Ya sabéis lo que quiero decir.
—No tengo ni idea de lo que queréis decir. ¿Habéis estado vos alguna vez en Francia?
—No. Creí que vos habíais estado.
—Como soldado. Entre los militares, el ars amatoria no es refinada.
Ella considera esto. Se desliza en su voz cierta dureza.
—Deseáis avergonzarme para que no diga lo que debo decir, pero no soy ninguna muchachita virgen, no veo razón alguna para no hablar. Ella indujo a Enrique a poner su semilla de una forma distinta a como debería. Así que ahora él la reprende a gritos, por haber sido la causa de que hiciese eso.
—Oportunidades perdidas. Comprendo.
Semilla desperdiciada, que se ha derramado por alguna grieta de su cuerpo o garganta abajo. Cuando él podría haberla depositado a la honrada manera inglesa.
—Él dice que es una forma sucia de obrar. Pero Enrique, Dios lo ampare, no sabe dónde empieza la suciedad. Mi marido George está siempre con Ana. Pero ya os lo he dicho antes.
—Él es su hermano, supongo que es natural.
—¿Natural? ¿Así es como lo llamáis?
—Mi señora, sé que os gustaría que fuese un crimen ser un hermano amoroso y un marido frío. Pero no hay ninguna ley que diga eso, y no hay ningún precedente que os ayude —vacila—. No creáis que no siento simpatía hacia vos.
Porque ¿qué puede hacer una mujer como Jane Rochford cuando las circunstancias están en contra suya? Una viuda bien provista puede ser algo en el mundo. La esposa de un mercader puede, con diligencia y buen juicio, tomar en sus manos los asuntos del negocio, y atesorar un acopio de oro. Una mujer laboriosa mal usada por un marido puede alistar amigos robustos, que se plantarán fuera de su casa toda la noche y darán golpes en las contras hasta que el patán sin afeitar salga en camisa tras ellos, y ellos le levanten la camisa y se burlen de su miembro. Pero una mujer noble y joven no tiene ningún medio de socorrerse. No tiene más poder del que tiene un asno: su única esperanza reside en que tenga un amo que escatime el látigo.
—Habéis de saber —dice él— que vuestro padre, lord Morley, es un erudito al que yo tengo en gran estima. ¿Nunca habéis buscado su consejo?
—¿De qué vale eso? —dice, burlona—. Cuando nos casamos él dijo que estaba haciendo lo que era mejor para mí. Es lo que dicen los padres. Prestó menos atención a casarme con un Bolena de la que habría prestado para vender el cachorro de un sabueso. Si pensáis que hay una perrera caliente y un plato con restos de carne, ¿qué más necesitáis saber? No le preguntáis al animal lo que quiere.
—¿Nunca habéis pensado entonces en que podríais liberaros de vuestro matrimonio?
—No, señor Cromwell. Mi padre lo preparó todo muy bien. Todo lo bien que podríais esperar de un amigo vuestro. Ninguna promesa previa, ningún contrato previo, ni sombra siquiera de uno. Ni siquiera vos y Cranmer podríais, entre los dos, conseguir una anulación. El día de la boda nos sentamos a cenar con nuestros amigos y George me dijo: sólo estoy haciendo esto porque mi padre me dice que debo. Una cosa agradable de oír, estaréis de acuerdo, para una chica de veinte años que albergaba esperanzas de amor. Y yo lo desafié, le respondí lo mismo: si mi padre no me obligase, estaría lejos de vos, señor. Y luego se apagó la luz y nos metimos en la cama. Él estiró la mano y me tocó el pecho y dijo: he visto muchos de estos, y mucho mejores. Dijo: tumbaos, abrid el cuerpo, cumplamos con nuestro deber y hagamos a mi padre abuelo, y luego si tenemos un hijo podremos vivir separados. Yo le dije: entonces hacedlo si creéis que podéis, quiera Dios que seáis capaz de plantar la semilla esta noche, y entonces podréis retirar vuestro plantador y yo no tendré necesidad de volver a verlo nunca más. —Una risita—. Pero soy estéril, como veis. O eso debo creer. Puede ser que la semilla de mi marido sea mala o débil. Dios sabe, él la gasta en ciertos lugares dudosos. Oh, él es un evangelista, George es eso, sí, que san Mateo lo guíe y que san Lucas lo proteja. Ningún hombre tan piadoso como George, la única falta que le encuentra a Dios es que hizo a la gente con demasiados pocos orificios. Si George pudiese encontrar una mujer con un coñito en el sobaco, exclamaría: «Bendito sea Dios» y le pondría una casa y la visitaría todos los días, hasta que dejase de ser una novedad. Para George nada está prohibido, sabéis. Sería capaz de hacerlo con una perra si le menease el rabo y dijese guau, guau.
Por una vez él se queda callado. Sabe que nunca podrá borrar de su mente la imagen de George en un peludo abrazo con una perrita ratonera.
Ella dice:
—Temo que me haya transmitido una enfermedad y que sea por eso por lo que no he concebido nunca un niño. Creo que hay algo que está destruyéndome por dentro. Creo que podría morir de ello un día.
Ella le había pedido una vez: si muriese de pronto, que abran mi cadáver para mirar dentro. Por entonces pensaba que Rochford podría envenenarla; ahora está segura de que lo ha hecho. Él murmura:
—Mi señora, habéis soportado mucho. —Alza la vista—. Pero esa no es la cuestión. Si George sabe algo sobre la reina que debería decirse al rey, puedo llamarle para que atestigüe, pero no puedo saber si hablará. Difícilmente puedo forzar a un hermano contra su hermana.
Ella dice:
—No estoy hablando de que él actúe como testigo. Estoy hablándoos de que él pasa tiempo en la cámara de ella. Sólo con ella. Y la puerta cerrada.
—¿En conversación?
—He estado en la puerta y no he oído ninguna voz.
—Quizá —dice él— estén juntos en oración silenciosa.
—Les he visto besarse.
—Un hermano puede besar a su hermana.
—No puede, no de aquel modo.
Él coge la pluma.
—Lady Rochford, yo no puedo escribir: «Él la besó de aquel modo».
—La lengua de él en la boca de ella. Y la de ella en la de él.
—¿Queréis que anote eso?
—Si teméis no recordarlo.
Él piensa: si esto se dijese ante un tribunal de justicia habría un alboroto en la ciudad, si se mencionase en el Parlamento los obispos se agitarían en sus bancos. Espera, con la pluma dispuesta.
—¿Por qué haría ella eso, un crimen tal contra natura?
—Para reinar mejor. ¿Es que no os dais cuenta? Ella tiene suerte con Elizabeth, la niña es como ella. Pero imaginad que tiene un hijo y que sale con la cara larga de Weston… o que se parece a Will Brereton, ¿qué podría decir a eso el rey? Pero no pueden llamarlo bastardo si parece un Bolena.
Brereton también. Toma nota. Recuerda que Brereton bromeó en una ocasión con él diciendo que podría estar en dos sitios a la vez: un chiste estremecedor, un chiste hostil, y ahora, piensa él, ahora por fin río yo. Lady Rochford dice:
—¿Por qué sonreís?
—He oído que en las habitaciones de la reina, entre sus amantes, se hablaba de la muerte del rey. ¿Se unió George alguna vez a eso?
—Si Enrique supiese cómo se ríen de él, bastaría eso para matarle. Cómo se habla de su miembro.
—Quiero que lo penséis bien —dice él—. Que estéis segura de lo que estáis haciendo. Si prestáis testimonio contra vuestro marido, en un tribunal de justicia o ante el consejo del rey, podréis veros luego en los años futuros como una mujer muy sola.
El rostro de ella dice: ¿tan rica en amistades soy ahora?
—No se me hará responsable a mí —dice—. Se os hará a vos, señor secretario. Se me considera una mujer de no mucho ingenio ni penetración. Y vos sois lo que sois, un hombre de recursos que no ahorra ninguno. Se pensará que vos me sacasteis la verdad, quisiese yo decirla o no.
A él le parece que poco más necesita decirse.
—Con el fin de apoyar esta idea, será necesario que contengáis vuestra satisfacción y finjáis pesar. Una vez que sea detenido George, deberíais solicitar clemencia para él.
—Eso puedo hacerlo. —Jane Rochford saca la punta de la lengua, como si el momento estuviese azucarado y pudiese gustarlo—. Estoy segura, pues el rey no hará ningún caso, puedo garantizarlo.
—Seguid mi consejo. No habléis con nadie.
—Seguid mi consejo. Hablad con Mark Smeaton.
Él le dice:
—Voy a ir a mi casa de Stepney. He dicho a Mark que vaya a cenar.
—¿Por qué no recibirlo aquí?
—Ya ha habido bastante alboroto, ¿no creéis?
—¿Alboroto? Oh, ya entiendo —dice ella.
Observa cómo se va. Antes de que se cierre la puerta están en la habitación con él Rafe y Llamadme Risley. Pálidos y decididos, serenos los dos: eso le indica que no han estado escuchando.
—El rey desea que se inicien las indagaciones —dice Wriothesley—. Máxima discreción, pero toda la rapidez posible. No puede ignorar ya lo que se dice, después del incidente. La pelea. No ha hablado con Norris.
—No —dice Rafe—. Los gentilhombres de la cámara privada piensan que ya ha pasado todo. La reina se ha calmado, según todas las referencias. Las justas siguen adelante mañana como siempre.
—Me pregunto —dice él—… ¿Irías tú, Rafe, a ver a Richard Sampson, y a decirle, entre nous, que las cosas se nos han escapado de las manos? Tal vez no sea necesaria una demanda por nulidad después de todo. O al menos yo creo que la reina estará dispuesta a acceder a cualquier cosa que el rey requiera de ella. No le quedan muchas posibilidades de negociación. Creo que tenemos a Henry Norris a tiro de flecha. A Weston. Oh, y a Brereton también.
Rafe Sadler enarca las cejas.
—Yo habría dicho que la reina apenas lo conocía.
—Parece ser que tiene la costumbre de entrar en el momento inapropiado.
—Parecéis muy tranquilo, señor —dice Llamadme.
—Sí. Aprended de mí.
—¿Qué dice lady Rochford?
Él frunce el ceño.
—Rafe, antes de que vayas a ver a Sampson, siéntate ahí, en la cabecera de la mesa. Finge que somos el consejo del rey, reunido en sesión privada.
—¿Todos ellos, señor?
—Norfolk y Fitzwilliam y todos. Ahora, Llamadme, vos sois una dama de la cámara del lecho de la reina. A vuestros pies. ¿Debemos hacer una reverencia? Gracias. Ahora, yo soy un paje que os lleva un taburete. Y un cojín en él. Sentaos y dirigid una sonrisa a los consejeros.
—Si os place —dice Rafe, inseguro; pero luego el espíritu del asunto se apodera de él. Se echa hacia delante y acaricia a Llamadme bajo la barbilla—. ¿Qué tenéis que contarnos, delicada madame? Hablad, os lo ruego, moved vuestros labios de rubí.
—Esta bella dama alega —dice él, Cromwell, con un gesto de la mano— que la reina es de liviana condición. Que su conducta da lugar a sospechas de que obra mal, de que desobedece las leyes de Dios, aunque nadie haya presenciado actos contrarios a las normas.
Rafe carraspea.
—Alguien podría preguntar, madame, por qué no hablasteis de esto antes.
—Porque era traición hablar contra la reina. —El señor Wriothesley es hombre muy dispuesto y fluyen de él excusas doncelliles—. No teníamos más opción que protegerla. ¿Qué podíamos hacer más que razonar con ella, y persuadirla de que abandonase su liviana conducta? Y sin embargo no pudimos. Nos mantenía asustadas. Tiene celos de cualquiera que tenga un admirador. Quiere cogerlo para ella. Amenaza a cualquiera que piense que ha errado sin ningún escrúpulo, sea matrona o doncella, y puede destruir de ese modo a una mujer, mirad a Elizabeth Worcester.
—¿Así que ahora ya nada os impide hablar?
—Ahora romped a llorar, Wriothesley —le instruye él.
—Consideradlo hecho. —Llamadme se enjuga la mejilla.
—Toda una obra de teatro —dice él, y suspira—. Ojalá pudiéramos ya todos quitarnos los disfraces e irnos a casa.
Él está pensando en Sion Madoc, un barquero del río en Windsor: «Ella se lo hace con su hermano».
Thurston, su cocinero: «Se ponen de pie en fila meneando el rabo».
Recuerda lo que le contó Thomas Wyatt: «Esa es la táctica de Ana, ella dice que sí, sí, sí, luego dice no… Lo peor de todo es que me insinúa, ufanándose casi, que me dice no a mí, pero sí a otros».
Él le había preguntado a Wyatt: «¿Cuántos amantes creéis que tiene?». Y Wyatt había respondido: «¿Una docena? ¿O ninguno? ¿O un centenar?».
Él por su parte había considerado a Ana fría, una mujer que llevaba su himen al mercado y lo vendía por el mejor precio. Pero esa frialdad…, eso era antes de que se casara. Antes de que Enrique se le pusiera encima, y se fuera después, y ella se quedara, al regresar él a sus habitaciones, con los círculos balanceantes de la luz de las velas en el techo, los murmullos de sus mujeres, la jofaina con agua caliente y la ropa: y la voz de lady Rochford mientras ella se limpia: «Con cuidado, madame, no vayáis a derramar un príncipe de Gales». Pronto se queda sola en la oscuridad, con el olor a sudor masculino en la ropa de cama, y tal vez una doncella inútil dando vueltas y resollando en un lecho de paja: está sola con los pequeños sonidos del río y de palacio. Y habla, y nadie contesta, salvo la muchacha que murmura en su sueño: reza y nadie contesta; y se vuelve de costado y se pasa las manos por los muslos, se acaricia los pechos.
Así que ¿qué si un día es sí, sí, sí? ¿A cualquiera que dé la casualidad de que esté al lado cuando el hilo de su virtud se rompa? ¿Aunque se trate de su hermano?
Él les dice a Rafe y a Llamadme:
—He oído cosas hoy que nunca creí que oiría de un país cristiano.
Los jóvenes gentilhombres esperan: los ojos fijos en su rostro. Llamadme Risley dice:
—¿Soy aún una dama o he de tomar asiento y coger la pluma?
Él piensa: qué hacemos aquí en Inglaterra, enviamos a nuestros hijos a otras casas cuando son pequeños, y así no es raro que un hermano y una hermana se encuentren, cuando ya son mayores, como si lo hiciesen por primera vez. Piensa cómo debe de ser entonces: ese desconocido fascinante al que conoces, ese espejo de ti. Te enamoras, sólo un poco: por una hora, una tarde. Y luego haces broma de ello; el sedimento residual de ternura persiste. Es un sentimiento que civiliza a los hombres, y les hace comportarse mejor con las mujeres que dependen de ellos de lo que si no podrían hacerlo. Pero ir más allá, invadir carne prohibida, dar el gran salto de un pensamiento fugaz a la acción… Los sacerdotes te dirán que la tentación se convierte en pecado enseguida y que apenas si cabe un cabello entre ellos. Pero eso seguramente no es verdad. Besas la mejilla de la mujer, muy bien; ¿luego la muerdes en el cuello? Dices: «Dulce hermana», ¿y luego en el minuto siguiente la echas de espaldas y le alzas las faldas? Seguramente no. Hay un espacio que cruzar y botones que desabrochar. No te pones a hacerlo, sonámbulo. No fornicas sin darte cuenta. No dejas de ver a la otra parte, quién es. Ella no oculta la cara.
Pero, entonces, puede que Jane Rochford esté mintiendo. Tiene motivos para ello.
—No me quedo a menudo perplejo —dice— respecto a cómo debo proceder, pero lo cierto es que debo lidiar con un asunto del que casi no me atrevo a hablar. Sólo puedo describirlo parcialmente, así que no sé cómo redactar un pliego de cargos. Me siento como uno de esos hombres que exhiben un monstruo en una feria.
En una feria los pueblerinos borrachos tiran su dinero y luego desdeñan lo que les ofreces. «¿Llamáis un monstruo a eso? ¡Eso no es nada comparado con la madre de mi mujer!».
Y todos sus compadres se dan palmadas en la espalda y ríen.
Pero entonces tú les dices: bueno, vecinos, os enseñé esto sólo para poner a prueba vuestro temple. Pagad un penique más y os enseñaré lo que tengo en la parte de atrás de la tienda. Es un espectáculo que puede hacer temblar a hombres endurecidos. Y os garantizo que nunca habéis visto una obra del diablo como esta.
Y entonces ellos miran. Y se vomitan en las botas. Y tú cuentas el dinero. Y lo guardas en la caja fuerte.
Mark en Stepney.
—Ha traído su instrumento —dice Richard—. El laúd.
—Dile que lo deje fuera.
Aunque estaba alegre antes, ahora se muestra receloso, vacilante. En el umbral:
—Yo pensaba, señor, que venía para divertiros…
—No lo dudéis.
—Creí que habría mucha gente, señor.
—Conocéis a mi sobrino, el señor Richard Cromwell.
—De todos modos, me gustaría mucho tocar para vos. ¿Queréis tal vez que oiga a vuestros niños cantores?
—Hoy no. Dadas las circunstancias podríais sentiros tentado a alabarlos en exceso. Pero ¿os sentaréis y tomaréis un vaso de vino con nosotros?
—Sería un acto de caridad el que pudieseis indicarnos un maestro de rabel —dice Richard—. Sólo tenemos uno y siempre está escapándose a Farnham a ver a su familia.
—Pobre muchacho —dice él en flamenco—, debe de tener nostalgia.
Mark alza la vista.
—No sabía que hablaseis mi idioma.
—Ya sé que no lo sabíais. Porque no lo habríais usado para hablar insolentemente de mí si lo hubieseis sabido.
—Estoy seguro, señor, de que nunca pretendí ofenderos. —Mark no puede recordar lo que ha dicho o no ha dicho sobre su anfitrión. Pero su cara muestra que recuerda el tenor general de ello.
—Dijisteis que sería ahorcado. —Extiende las manos—. Sin embargo, vivo y respiro. Pero tengo un problema y, aunque no os agrado, no tengo más elección que acudir a vos. Así que os ruego que me ayudéis.
Mark se sienta, los labios ligeramente separados, la espalda rígida y un pie apuntando hacia la puerta, que indica que le gustaría mucho estar al otro lado de ella.
—Mirad —junta las palmas: como si Mark fuese un santo colocado en un pedestal—. Mi señor el rey y mi señora la reina están enfadados. Todo el mundo lo sabe. Ahora, mi más caro deseo es reconciliarlos. Por el bien de todo el reino.
Hay que conceder esto al muchacho: no carece de temple.
—Pero, señor secretario, lo que en la corte se dice es que vos os habéis unido a los enemigos de la reina.
—Para descubrir mejor sus prácticas —dice él.
—Ojalá pudiese creer eso.
Ve que Richard se mueve en el taburete, impaciente.
—Vivimos tiempos amargos —dice él—. No recuerdo ningún periodo de tensión y de pesadumbre como este, al menos desde la caída del cardenal. Lo cierto es que no os culpo, Mark, de que os resulte difícil confiar en mí, hay tanto malestar en la corte que nadie confía en nadie. Pero acudí a vos porque vos estáis próximo a la reina, y los otros gentilhombres no me ayudarán. Puedo recompensaros, y me aseguraré de que tengáis todo lo que merezcáis, si sois capaz de darme algún acceso a los deseos de la reina. Necesito saber por qué es tan desgraciada, y qué puedo hacer para remediarlo. Pues es improbable que llegue a concebir un heredero mientras su mente esté agitada. Y si ella pudiese hacer eso: ah, entonces todas nuestras lágrimas se secarían.
Mark alza la vista.
—Bueno, no es nada extraño que se sienta desgraciada —dice—. Está enamorada.
—¿De quién?
—De mí.
Él, Cromwell, se inclina hacia delante, los codos en la mesa. Luego alza una mano para taparse la cara.
—Estáis asombrado —sugiere Mark.
Eso es sólo una parte de lo que siente. Creí, se dice, que esto sería difícil. Pero es como coger flores. Baja la mano y mira resplandeciente al muchacho.
—No tan asombrado como podríais pensar. Pues os he observado y he visto los gestos de ella, sus miradas elocuentes, sus muchas indicaciones de favor. Y si muestra eso en público, ¿qué no será en privado? Y por supuesto no es ninguna sorpresa, cualquier mujer se sentiría atraída por vos. Un joven tan apuesto.
—Aunque nosotros pensábamos que erais un sodomita —dice Richard.
—¡Yo no, señor! —Mark se ruboriza—. Soy un hombre tan bueno como cualquiera de ellos.
—¿Así que la reina daría buenas referencias de vos? —pregunta él, sonriendo—. ¿Os ha probado y os ha hallado de su gusto?
La mirada del muchacho se desliza desviándose, como una pieza de seda sobre cristal.
—No puedo hablar de eso.
—Por supuesto que no. Pero nosotros debemos extraer nuestras conclusiones. Ella no es una mujer inexperta, creo yo, no se interesaría por cualquier cosa que no fuese una actuación magistral.
—Nosotros, los pobres —dice Mark—, los hombres que hemos nacido pobres, no somos en modo alguno inferiores en ese sentido.
—Cierto —dice él—. Aunque los gentilhombres procuran por todos los medios que no lo sepan las damas.
—Porque, si no —dice Richard—, todas las duquesas andarían retozando por el bosque con un leñador.
Él no puede evitar reírse.
—Sólo que hay tan pocas duquesas y tantos leñadores. Tiene que haber una competencia entre ellos, ¿verdad que sí?
Mark le mira como si estuviese profanando un misterio sagrado.
—Si os referís a si ella tiene otros amantes, nunca se lo he preguntado, no se lo preguntaría, pero sé que están celosos de mí.
—Quizá ya los haya probado y la hayan decepcionado —dice Richard—. Y aquí Mark se lleve el premio. Os felicito, Mark. —Con qué abierta sencillez cromwelliana se inclina hacia delante y pregunta—: ¿Con qué frecuencia?
—No debe de resultar fácil aprovechar la oportunidad —sugiere él—. Aunque las damas de ella ayuden.
—No son amigas mías tampoco —dice Mark—. Hasta negarían lo que yo os he contado. Ella son amigas de Weston, Norris, esos señores. Yo no soy nada para ellas, me revuelven el pelo y me llaman sirviente.
—La reina es vuestra única amiga —dice él—. ¡Pero qué amiga! —Hace una pausa—. En determinado momento, será necesario que digáis quiénes son los otros. Nos habéis dado dos nombres. —Mark alza la vista, consternado, ante el cambio de tono—. Ahora nombradlos a todos. Y contestad al señor Richard. ¿Con qué frecuencia?
El muchacho se ha quedado paralizado bajo su mirada. Pero al menos ha disfrutado de su momento de gloria. Al menos puede decir que cogió por sorpresa al señor secretario: lo que pocos hombres que estén ahora vivos pueden decir.
Espera por Mark.
—Bueno, tal vez hagáis bien en no hablar. Mejor ponerlo por escrito, ¿no? He de decir, Mark, que mis ayudantes están tan asombrados como yo. Les temblarán los dedos y mancharán la página de tinta. E igual de asombrado se quedará el consejo el rey, cuando se entere de vuestros éxitos. Habrá muchos señores que os envidiarán. No podéis esperar su simpatía. «Smeaton, ¿cuál es vuestro secreto?», os preguntarán. Vos os sonrojaréis y diréis: «Ah, caballeros, no puedo decirlo». Pero lo diréis todo, Mark, porque os obligarán a hacerlo. Y lo haréis libremente o lo haréis a la fuerza.
Aparta la vista del muchacho, porque la cara de este se desploma en el desmayo, mientras el cuerpo empieza a temblar: cinco minutos de arrebato impulsivo, en una vida ingrata, y los dioses, como comerciantes nerviosos, le pasan sus cuentas. Mark ha vivido un cuento ideado por él, en el que la bella princesa oye en su torre, al otro lado del ventanal, una música de dulzura celestial. Mira fuera y ve a la luz de la luna al humilde músico con su laúd. Pero a menos que el músico resulte ser un príncipe disfrazado, esa historia no puede terminar bien. Las puertas se abren e irrumpe en rostros ordinarios, la superficie del sueño se hace añicos: estás en Stepney en una noche cálida a principios de primavera, el último canto de un pájaro se apaga en el rumor del crepúsculo, traquetea en algún lugar un cerrojo, arrastran por el suelo un taburete, ladra un perro debajo de la ventana y Thomas Cromwell te dice: «Todos queremos cenar, vamos, aquí hay papel y tinta. Aquí está el señor Wriothesley, él escribirá para nosotros».
—Yo no puedo dar ningún nombre —dice el muchacho.
—¿Queréis decir que la reina no tiene ningún amante más que vos? Os dice eso. Pero yo creo, Mark, que ha estado engañándoos. Cosa que podría fácilmente hacer, tenéis que admitirlo, si ha estado engañando al rey.
—No. —El pobre muchacho mueve la cabeza—. Creo que ella es casta. No sé cómo llegué a decir lo que dije.
—Tampoco yo lo sé. Nadie os había hecho daño, ¿verdad? Ni os había coaccionado ni engañado… Hablasteis libremente. El señor Richard es mi testigo.
—Lo retiro.
—No creo que podáis.
Hay una pausa, mientras la habitación se reordena, las personas se sitúan en el paisaje del anochecer. El señor secretario dice:
—Hace frío, deberíamos tener un fuego encendido.
Una simple petición doméstica, y sin embargo Mark piensa que están pensando en quemarlo. Se levanta bruscamente de su taburete y se dirige a la puerta; quizá el primer detalle de juicio que muestra, pero allí está Christophe, corpulento y amistoso, para disuadirlo. «Sentaos, niño bonito», dice Christophe.
Han puesto ya la leña. Lleva mucho tiempo reavivar la llama. Un pequeño crepitar bienvenido y el criado se retira, limpiándose las manos en el delantal, y Mark ve cómo la puerta se cierra tras él, con una expresión perdida que puede ser envidia, porque preferiría ser un pinche de cocina ahora o el muchacho que limpia las letrinas.
—Ay, Mark —dice el señor secretario—. La ambición es un pecado. Eso me dicen. Aunque yo nunca he visto que sea algo diferente a utilizar tus talentos, como la Biblia nos manda hacer. Así que aquí estáis vos y aquí estoy yo, y los dos servimos al cardenal en una época. Y si él pudiese vernos aquí sentados esta noche, sabéis, no creo que se sorprendiese lo más mínimo… Ahora vayamos al asunto. ¿A quién desplazasteis vos en el lecho de la reina?, ¿fue a Norris? ¿O quizá tenéis una lista, como las sirvientas de cámara de la reina?
—No sé. Lo retiro. No puedo dar ningún hombre.
—Es una vergüenza que tengáis que sufrir solo, si otros son culpables. Y, por supuesto, son más culpables que vos, pues ellos son gentilhombres a los que el rey ha recompensado personalmente y hecho grandes, y todos ellos hombres educados, y algunos de edad madura; mientras que vos sois simple y joven, y tan digno de ser compadecido como castigado, diría yo. Habladnos ya de vuestro adulterio con la reina y de lo que sabéis de sus tratos con otros hombres, y luego si vuestra confesión es rápida y completa, clara y detallada, es posible que el rey muestre clemencia.
Mark apenas lo oye. Le tiemblan las extremidades y se le acelera la respiración, está empezando a llorar y se le traban las palabras. Lo mejor ahora es la sencillez, preguntas rápidas que exijan respuestas sencillas. Richard le preguntará: «¿Veis a esa persona de ahí?». Christophe se señala a sí mismo, por si Mark tiene alguna duda. «¿Creéis que es un individuo agradable? —pregunta Richard—. ¿Os gustaría pasar diez minutos solo con él?».
—Cinco bastarían —predice Christophe.
Él dice:
—Os expliqué, Mark, que el señor Wriothesley anotará lo que digamos. Pero no necesariamente lo que hacemos. ¿Entendéis? Eso quedará sólo entre nosotros.
Mark dice:
—Madre María, ayudadme.
El señor Wriothesley dice:
—Podemos llevaros a la Torre, donde hay un potro de tortura.
—Wriothesley, ¿puedo hablar un momento con vos aparte?
Indica a Llamadme que salga de la habitación y en el umbral habla en voz baja.
—Es mejor no especificar la naturaleza del dolor. Como dice Juvenal, la mente es su propio mejor torturador. Además, no deberíais hacer amenazas vacías. Yo no le haré pasar por el potro. No quiero que tengan que llevarle ante el tribunal en una silla. Y si necesitase hacer pasar por el potro a un triste muchachito como este…, ¿después qué? ¿Pisotear lirones?
—Acepto la regañina —dice el señor Wriothesley.
Él le pone una mano en el brazo.
—No importa. Lo estáis haciendo muy bien.
Se trata de un asunto que pone a prueba al más experimentado. Él recuerda aquel día en la forja en que un hierro caliente le había quemado la piel. No había más salida que resistir el dolor. Abrió la boca y brotó un grito y golpeó en la pared. Su padre corrió hasta él y dijo: «Cruza las manos», y le ayudó con el agua y el bálsamo, pero después le dijo: «Eso nos ha pasado a todos. Así es como se aprende. Aprendes a hacer las cosas tal como te enseñó tu padre, y no por algún método estúpido que hayas podido encontrar hace media hora».
Él piensa en eso: al volver a la habitación, le preguntará a Mark: «¿Sabéis que podéis aprender del dolor?».
Pero, le explica, las circunstancias deben ser adecuadas. Para aprender, debes tener un futuro: ¿y si alguien ha elegido ese dolor para ti y van a infligírtelo todo el tiempo que quieran, y sólo cesará cuando hayas muerto? Tal vez puedas dar un sentido a tu sufrimiento. Puedes ofrecerlo por las ánimas del Purgatorio, si crees en el Purgatorio. Eso podría resultar en el caso de los santos, cuyas almas son de un blanco resplandeciente. Pero no en el caso de Mark Smeaton, que está en pecado mortal, que es un adúltero confeso. Él dice: «Nadie quiere que vos sufráis, Mark. No le hace bien a nadie, nadie está interesado en eso. Ni siquiera el propio Dios, y desde luego yo no. De nada me valen los gritos. Yo quiero palabras que tengan sentido. Palabras que pueda transcribir. Ya las habéis dicho y será bastante fácil decirlas otra vez. Así que ahora, ¿cuál es vuestra elección? La responsabilidad es vuestra. Habéis hecho suficiente, por vuestra cuenta, para condenaros. No nos convirtáis a todos nosotros en pecadores».
Es posible que sea necesario, incluso ahora, grabar en la imaginación del muchacho las etapas de la ruta que le espera: el camino desde la habitación de confinamiento hasta el lugar de sufrimiento: la espera, mientras se desenrolla la cuerda o se pone a calentar el hierro inocente. En ese espacio, se retiran todos los pensamientos que ocupan la mente y se sustituyen por el terror ciego. Se te vacía el cuerpo y se llena de pánico. Te fallan los pies, te cuesta trabajo respirar. Los ojos y los oídos funcionan pero la cabeza no puede dar sentido a lo que se ve y lo que se oye. Se tergiversa el tiempo, los instantes se convierten en días. Los rostros de tus torturadores surgen como gigantes o resultan inverosímilmente lejanos, pequeños, como motas. Se dicen palabras: traedle aquí, sentadle, ahora es el momento. Eran palabras vinculadas a otros sentidos vulgares, pero, si sobrevives, ese será ya el único sentido que tengan, y el sentido es dolor. El hierro silba cuando lo separan de la llama. La cuerda se dobla como una serpiente, forma un lazo, y espera. Es demasiado tarde para ti. Ya no hablarás, porque se te ha hinchado la lengua y te ha llenado la boca, y el lenguaje se te atraganta. Más tarde hablarás, cuando te retiren de la maquinaria y te depositen en la paja. Lo he soportado, dirás. He conseguido superarlo. Y la piedad y el amor a ti mismo abrirán tu corazón con un chasquido, de manera que al primer gesto de bondad (por ejemplo, una manta o un sorbo de vino) tu corazón se desbordará, tu lengua no parará. Fluirán las palabras. No te llevaron a esa habitación para pensar, sino para sentir. Y al final has sentido demasiado.
Pero Mark se ahorrará eso porque ahora alza la vista:
—Señor secretario, ¿me dirá de nuevo cómo debe ser mi confesión? Clara y… ¿qué más? Había cuatro cosas pero ya las he olvidado.
Está atrapado en una espesura de palabras y cuanto más se debate, más profundamente le rasgan la carne las espinas. Si resulta adecuado, se le puede hacer una traducción, aunque su inglés ha sido siempre bastante bueno.
—Pero entendedme, señor, no puedo deciros lo que no sé.
—¿No podéis? Entonces tenéis que ser mi huésped esta noche. Christophe, tú puedes encargarte de eso, creo. Por la mañana, Mark, os sorprenderán vuestros propios poderes. Tendréis la cabeza clara y una memoria perfecta. Comprenderéis que es contrario a vuestros intereses proteger a los gentilhombres que comparten vuestro pecado. Porque si las posiciones se invirtiesen, creedme, ellos no tendrían la menor consideración con vos.
Observa cómo Christophe se lleva a Mark de la mano, como podría llevar uno a un simple. Indica a Richard y a Llamadme con un gesto que pueden ir a cenar. Él se había propuesto unirse a ellos, pero se da cuenta de que no quiere nada, o sólo un plato que comía cuando era un muchacho, una simple ensalada de verdolaga, las hojas cogidas aquella mañana y envueltas durante todo el día en un paño húmedo. Lo comía entonces por falta de algo mejor y no alejaba el hambre. Ahora tiene suficiente con eso. Cuando la caída del cardenal, había encontrado puestos para muchos de sus criados pobres, quedándose él mismo con algunos; si Mark hubiese sido menos insolente, podría haberlo cogido también. Si hubiese sido así, no sería ahora lo que era, un ser destruido. Sus presunciones habrían sido bondadosamente ridiculizadas, hasta que se hiciese más viril. Su pericia habría sido prestada a otras casas y se le habría mostrado de ese modo cómo valorarse y apreciar su tiempo. Se le habría mostrado cómo podría ganar dinero por su cuenta y se le habría puesto en camino hacia una esposa: en vez de perder sus mejores años rezongando y riñendo a la puerta de las habitaciones de la esposa de un rey, que lo cogería del codo y le arrancaría la pluma del sombrero.
A media noche, después de que todos los de la casa se han retirado, lleva un mensaje del rey, para comunicar que ha cancelado la visita a Dover de esa semana. Sin embargo, las justas seguirán adelante. Norris está apuntado, y George Bolena. Están incluidos en equipos opuestos, uno de los atacantes y otro de los defensores: tal vez se hagan daño uno a otro.
No duerme. Sus pensamientos fluyen a la carrera. Piensa: nunca estuve despierto en la cama una noche por amor, aunque los poetas me cuenten que es lo que procede. Ahora estoy despierto en la cama por su contrario. Pero no, no odia a Ana, le es indiferente. Ni siquiera odia a Francis Weston, más de lo que uno puede odiar a un mosquito que le pica; sólo te preguntas por qué fue creado. Le da lástima Mark, pero luego piensa: le tomamos por un muchacho; cuando yo tenía la edad que tiene Mark ahora, había cruzado el mar y las fronteras de Europa. Había estado chillando tirado en una zanja y había conseguido salir de ella y ponerme en camino: no una vez sino dos, una huyendo de mi padre y otra de los españoles en el campo de batalla. Cuando yo tenía la edad que tiene Mark ahora, o Francis Weston, me había distinguido en las casas de los Portinari, los Frescobaldi, y mucho antes de que tuviese la edad de George Bolena había comerciado en su nombre en las casas de cambio de Europa; había echado abajo puertas en Amberes; y había vuelto a casa, a Inglaterra, convertido en un hombre distinto. Había rehecho mi lenguaje, y comprobado con entusiasmo, e inesperadamente, que hablaba mi lengua materna con más fluidez que cuando me había ido; me encomendé al cardenal y, al mismo tiempo, me casé, me ponía a prueba ante los tribunales de justicia, entraba en la sala y sonreía a los jueces y hablaba hábilmente a la espera del día de mi actuación, y los jueces se sentían tan felices de que les sonriera y no les atizara coscorrones, que la mayoría de las veces fallaban el caso a mi favor. Las cosas que piensas que son los desastres de tu vida no son en realidad desastres. Se puede dar la vuelta a casi todo: se puede salir de las zanjas, de los caminos, si te esfuerzas.
Piensa en pleitos en los que hace años que no piensa. Si la sentencia fue buena. Si la habría dictado él contra sí mismo.
Se pregunta si se dormirá alguna vez, y qué soñará. No está en privado más que en sus sueños. Thomas Moro solía decir que uno debería construir un retiro, una ermita, dentro de su casa. Pero eso era Moro: capaz de cerrar la puerta en la cara a todo el mundo. La verdad es que no puede separarlos, su yo público y su yo privado. Moro creía que podías, pero al final arrastró a hombres a los que él llamaba herejes a su casa de Chelsea, para poder perseguirlos allí cómodamente, en el seno de su familia. Puedes insistir en la separación, si debes: ir a tu gabinete y decir: «No me molestéis, quiero leer».
Pero puedes oír respirar y arrastrarse pies fuera de la habitación, cómo va creándose un descontento hirviente, fragor de expectación: él es un hombre público, nos pertenece, ¿cuándo saldrá? No puedes borrarlo, el arrastrar los pies del cuerpo político.
Se da la vuelta en la cama y reza una oración. La profundidad de la noche, oye gritar. Parece más el chillido de un niño que tiene una pesadilla que el grito de dolor de un hombre, y él piensa, medio dormido: ¿no debería una mujer estar haciendo algo para solucionar eso? Luego piensa: debe de ser Mark. ¿Qué le están haciendo? Yo dije que no hicieran nada aún.
Pero no se mueve. No cree que los suyos contravengan sus órdenes. Se pregunta si estarán durmiendo en Greenwich. La armería está demasiado cerca del palacio, y las horas que preceden a una justa suelen estar llenas del estruendo de los martillos. El golpeteo, el ajuste, la soldadura, el pulido, esas operaciones están ya hechas; quedan sólo algunas tareas de última hora, el aceitado y encaje, los ajustes finales para complacer a los nerviosos combatientes.
Se pregunta: ¿por qué dejé a Mark aquel espacio para ufanarse, para destruirse? Podría haber condensado el proceso; podría haberle dicho lo que quería y haberle amenazado. Pero le estimulé; para hacerle cómplice. Si dijo la verdad sobre Ana, es culpable. Si mintió sobre Ana, difícilmente es inocente. Yo estaba dispuesto, en caso necesario, a someterle a castigo. En Francia la tortura es habitual, tan necesaria como la sal para la carne; en Italia, es una diversión para la piazza. En Inglaterra, la ley no la ve con buenos ojos. Pero se puede utilizar, con un gesto del rey, una autorización. Es verdad que hay un potro de tortura en la Torre. Nadie aguanta esa prueba. Nadie. Para la mayoría de los hombres, dado que el funcionamiento de la maquinaria es tan obvio, echarle un vistazo es suficiente.
Le contaré eso a Mark, piensa. Le hará sentirse mejor consigo mismo.
Se arrebuja en las sábanas. Al instante siguiente, entra Christophe a despertarle. Parpadea ante la luz. Se incorpora.
—Oh, Jesús. No he dormido en toda la noche. ¿Por qué gritaba Mark?
El muchacho se ríe.
—Le encerramos con Navidad. Lo pensé yo, yo mismo. ¿Recordáis cuando vi por primera vez la estrella con sus mangas? Dije: señor, ¿qué máquina es esa que sólo tiene puntas? Creí que era un aparato para torturar. Bueno, pues allí en Navidad está oscuro. Cayó contra la estrella y le empaló. Luego las alas de pavo real salieron del sudario y le cepillaron la cara con sus dedos. Y él creyó que había un fantasma encerrado con él en la oscuridad.
—Debéis arreglároslas sin mí durante una hora.
—No estáis enfermo, ¿verdad? Dios no lo quiera.
—No, sólo destrozado por la falta de sueño.
—Tapaos la cabeza con los cobertores y quedaos estirado debajo como un muerto —le aconseja Christophe—. Volveré dentro de una hora con pan y cerveza.
Cuando Mark sale dando tumbos de la habitación está pálido de espanto. Tiene plumas adheridas a la ropa, no plumas de pavo real sino pelusa de las alas de serafines parroquiales y dorado sucio de las vestiduras de los Tres Reyes. Los nombres brotan de su boca con tanta fluidez que hay que pararle; las piernas del muchacho amenazan con ceder y debe sostenerle Richard. Nunca se había encontrado con este problema, el problema de tener que asustar tanto a alguien. «Norris», aflora en algún punto del murmullo incoherente, también «Weston», hasta allí muy probable: y luego Mark nombra cortesanos tan deprisa que sus nombres se funden y vuelan; él oye Brereton y dice: «Anotad eso», jura que oye Carew, también Fitzwilliam y el limosnero de Ana y el arzobispo de Canterbury; está allí él mismo, por supuesto, y en determinado momento el chico afirma que Ana ha cometido adulterio con su propio marido. «Thomas Wyatt…», gorjea…
—No, Wyatt no.
Christophe se inclina hacia delante y chasquea los nudillos en un lado de la cabeza del chico. Mark para. Mira alrededor, inquisitivamente, buscando la fuente del dolor. Luego sigue una vez más confesando y confesando. Ha recorrido toda la cámara privada, desde gentilhombres a mozos de establo, y nombrará personas desconocidas, probablemente cocineros y pinches que conoció en su vida anterior, menos encumbrada.
—Llévalo otra vez con el fantasma —dice él, y Mark lanza un grito y luego se queda callado.
—¿Tú lo has hecho con la reina cuántas veces? —le pregunta.
Mark dice:
—Un millar.
Christophe le da un cachete.
—Tres veces o cuatro.
—Gracias.
Mark dice:
—¿Qué me pasará a mí?
—Eso ya lo dirá el tribunal que os juzgue.
—¿Qué le pasará a la reina?
—Eso ya lo dirá el rey.
—Nada bueno —dice Wriothesley, y se ríe.
Él se vuelve.
—Llamadme, habéis venido pronto hoy.
—No podía dormir. Una cosa, señor…
Así que hoy las posiciones están invertidas, es Llamadme, ceñudo, quien quiere decirle algo confidencialmente.
—Tendréis que incluir a Wyatt, señor. Os tomáis demasiado a pecho el encargo que os hizo su padre. Si la cosa sigue adelante, no podréis protegerle. La corte lleva años hablando sobre lo que debe de haber hecho con Ana. Es el primero del que se sospecha.
Él asiente. No es fácil explicar a un joven como Wriothesley por qué valora tanto a Wyatt. Él desea decir: porque, aunque sois buenos muchachos, él no es como vos ni como Richard Riche. Él no habla simplemente para oír su propia voz, ni inicia discusiones sólo para ganarlas. No es como George Bolena: no escribe versos a seis mujeres con la esperanza de coger a una de ellas en un rincón oscuro donde pueda meterle el pijo. Él escribe para advertir y para reprender, y no para confesar su necesidad sino para ocultarla. Él comprende lo que es el honor pero no se ufana del suyo. Está perfectamente equipado como cortesano, pero sabe lo poco que eso vale. Ha estudiado el mundo sin despreciarlo. Lo comprende sin rechazarlo. No tiene ilusiones pero tiene esperanzas. No anda como un sonámbulo por la vida. Tiene los ojos abiertos, y los oídos para sonidos que otros pasan por alto.
Pero decide darle a Wriothesley una explicación que él pueda entender.
—No es Wyatt —dice— quien se interpone en el camino del rey. No es Wyatt el que me aleja de la cámara privada cuando necesito la firma del rey. No es él quien está continuamente dejando caer calumnias contra mí como veneno en los oídos de Enrique.
El señor Wriothesley le mira especulativamente.
—Comprendo. No es tanto quién sea culpable, como la culpa de quien os es útil a vos. —Sonríe—. Os admiro, señor. Sois diestro en estos asuntos y no tenéis falsos remordimientos.
Él no está seguro de querer que Wriothesley le admire. No por esas razones.
—Puede ser —dice— que cualquiera de esos gentilhombres nombrados consiga librarse de sospecha. O, en caso de que persistiese la sospecha, lograr mediante alguna apelación detener la mano del rey. Nosotros no somos sacerdotes, Llamadme. No queremos el tipo de confesión que buscan ellos. Nosotros somos abogados. Queremos la verdad poco a poco y sólo aquellas partes de ella que podamos utilizar.
Wriothesley asiente.
—Pero de todos modos yo digo: incluid a Thomas Wyatt. Si no le detenéis vos, lo harán vuestros nuevos amigos. Y he estado preguntándome, señor, perdonadme que sea tan insistente, pero ¿qué sucederá después con vuestros nuevos amigos? Si los Bolena caen, y parece que deben, los partidarios de la princesa María se llevarán todo el mérito. No os darán las gracias por lo que habéis hecho. Pueden hablaros ahora con buenas palabras, pero nunca os perdonarán lo de Fisher y Moro. Os apartarán del cargo y pueden destruiros. Carew, los Courtenay, esa gente lo tendrá todo para gobernar.
—No. Lo tendrá todo el rey.
—Pero ellos le persuadirán y le seducirán. Me refiero a los hijos de Margaret Pole, las casas de la vieja nobleza… Ellos consideran natural tener el predominio y se proponen tenerlo. Desbaratarán todo lo bueno que habéis hecho vos estos últimos cinco años. Y dicen también que la hermana de Edward Seymour, si él la desposa, le reconciliará de nuevo con Roma.
Él sonríe.
—Bueno, Llamadme, ¿a quién respaldaréis en una lucha, a Thomas Cromwell o a la señora Seymour?
Pero, por supuesto, Llamadme tiene razón. Sus nuevos aliados le menosprecian. Consideran su triunfo algo natural, y él ha de seguirlos y trabajar para ellos, y arrepentirse de todo lo que ha hecho a cambio de una mera promesa de perdón. Él dice: «No pretendo poder predecir el futuro, pero sé una o dos cosas que esa gente ignora».
Nunca se puede estar seguro de qué está informando Wriothesley a Gardiner. Es de esperar que de cosas que hagan que Gardiner se rasque la cabeza con desconcierto y se estremezca con alarma. Le dice:
—¿Qué sabéis de Francia? Tengo entendido que se habla mucho del libro que escribió Winchester, justificando la supremacía del rey. Los franceses creen que lo escribió bajo amenaza. ¿Deja él que la gente crea eso?
—Estoy seguro… —empieza a decir Wriothesley.
Él le corta.
—Da igual. Me gusta la imagen que me evoca eso. Gardiner gimoteando que se le presiona.
Él piensa: veamos si vuelve a surgir eso. Está convencido de que Llamadme se olvida durante semanas seguidas de que está al servicio del obispo. Es un joven nervioso, tenso, y los gritos de Gardiner le ponen malo; Cromwell es un amo agradable y de fácil trato. Él le ha dicho a Rafe: me gusta mucho Llamadme, ¿sabes? Estoy interesado en su carrera. Me gusta observarle. Si alguna vez rompiese con él, Gardiner mandaría otro espía, que podría ser peor.
—Ahora —dice, volviéndose a los presentes— sería mejor que enviásemos al pobre Mark a la Torre.
El muchacho se ha puesto de rodillas y está suplicando que no vuelvan a llevarle con Navidad.
—Dadle un descanso —le dice a Richard— en una habitación en que no haya fantasmas. Ofrecedle comida. Cuando esté más tranquilo, tomadle una declaración formal, y que esté bien atestiguada antes de que él se vaya de aquí. Si resulta difícil, dejadlo con Christophe y el señor Wriothesley, es un asunto más adecuado para ellos que para vos.
Los Cromwell no se agotan en las tareas serviles; aunque lo hiciesen en tiempos, eso ha quedado ya atrás.
—Si Mark intenta volverse atrás una vez fuera de aquí —dice él—, ya sabrán qué hacer con él en la Torre. Después de que tengáis su confesión segura, y todos los nombres que necesitáis, id a ver al rey a Greenwich. Él os estará esperando. No confiéis el mensaje a nadie. Decídselo vos mismo al oído.
Richard hace ponerse de pie a Mark Smeaton, manejándolo como se podría manejar un títere: y sin más voluntad que la que podría tener una marioneta. Cruza de pronto su pensamiento la imagen del viejo obispo Fisher subiendo con paso vacilante al cadalso, esquelético y terco.
Son ya las nueve de la mañana. El rocío del 1 de mayo se ha esfumado de la hierba. Se cortan en los bosques ramas verdes por toda Inglaterra. Él tiene hambre. Podría comerse un trozo de carne de carnero: con hinojo marino, si hubiesen mandado algo de Kent. Tiene que sentarse para el barbero. No ha perfeccionado el arte de dictar cartas mientras lo afeitan. Tal vez me deje crecer la barba, piensa. Ahorraría tiempo. Sólo que entonces, Hans insistiría en perpetrar contra mí otro retrato.
En Greenwich a esa hora estarán esparciendo arena en el palenque. Christophe dice: «¿Combatirá hoy el rey? ¿Se enfrentará al señor Norris y lo matará?».
No, piensa él, lo dejará para mí. Más allá de los talleres, los almacenes y los muelles, el refugio natural de hombres como él, los pajes estarán poniendo cojines de seda para las damas en las torres que dominan la liza. Lona y cuerda y brea dejan paso a damasco y lino delicado. El aceite y el hedor y el estrépito, el olor del río, dejan paso al perfume de agua de rosas y a los murmullos de las doncellas cuando visten a la reina para el día que empieza. Barren los restos de su pequeño ágape, las migas de pan blanco, las rodajas de conservas dulces. Traen enaguas y túnicas y mangas, y ella elige. La enlazan y atan y refuerzan, la pulen y adornan y tachonan con gemas.
El rey (unos tres años o cuatro atrás y para justificar su primer divorcio), el rey publicó un libro titulado Un espejo de la verdad. Dicen que algunas partes de ese libro las escribió él mismo.
Ahora Ana Bolena pide su espejo. Se ve en él: la piel ictérica, el cuello flaco, clavículas como hojas gemelas de cuchillo.
1 de mayo de 1536: este es sin duda alguna el último día de la caballería. Lo que suceda después (y estas representaciones continuarán) no será ya más que un desfile muerto con estandartes, un enfrentamiento de cadáveres. El rey dejará el campo. El día acabará, roto, quebrado como una tibia, escupido como un diente destrozado. George Bolena, hermano de la reina, entrará en el pabellón de seda para desarmarse, dejando a un lado señales y recuerdos, los trozos de cinta que las damas le han dado para que los lleve. Cuando se quite el casco se lo pasará al escudero, y verá el mundo con ojos nebulosos, halcones emblasonados, leopardos yacentes, garras, zarpas, dientes: sentirá bambolearse la cabeza sobre los hombros, blanda como gelatina.
Whitehall: esa noche, sabiendo que Norris está bajo custodia, él va a ver al rey. Unas palabras sobre la marcha con Rafe en una habitación exterior:
—¿Cómo está él?
—Bueno —dice Rafe—, uno esperaría que estuviese furioso como Edgar el Apacible, buscando por ahí alguien a quien ensartar con una jabalina. —Intercambian una sonrisa, recordando la mesa de la cena en Wolf Hall—. Pero está tranquilo. Sorprendentemente tranquilo. Como si lo supiese, desde hace mucho. En el fondo de su corazón. Y está solo, por deseo expreso.
Solo: pero ¿quién iba a estar con él? Inútil esperar que el gentil Norris se le acercase cuchicheando. Norris era el encargado de la bolsa privada del rey; ahora uno imagina el dinero del rey desperdigado y rodando carretera abajo. Las cuerdas de las arpas de los ángeles están cortadas y la discordancia es general; los cordones de la bolsa están cortados, y las cintas de seda de las ropas rotas, para que la carne se derrame.
Cuando se para en el umbral, Enrique vuelve la vista: «Crumb —dice pesadamente—. Venid y sentaos». Rechaza con un gesto las atenciones del sirviente que revolotea junto a la puerta. Tiene vino y se lo sirve él mismo. «Vuestro sobrino os habrá dicho lo que pasó en la liza». Luego dice suavemente: «Es un buen muchacho, Richard, ¿verdad que sí?». La mirada es distante, como si le gustase desviarse del tema. «Yo estaba hoy entre los espectadores, no participé en nada. Ella, por supuesto, estaba como siempre: tranquila entre sus mujeres, la expresión muy altiva, pero luego sonreía y se paró a conversar con un gentilhombre y otro». Ríe entre dientes, un sonido plano de incrédulo. «Oh, sí, ella ha tenido un ratito de charla».
Luego se inició la contienda, los heraldos convocaron a cada uno de los jinetes. Henry Norris tuvo mala suerte. Su caballo, espantado por algo, se detuvo y echó hacia atrás las orejas, bailoteó e intentó descabalgar a su jinete. (El caballo puede fallar. Los ayudantes pueden fallar. Los nervios pueden fallar.) El rey envió un mensaje a Norris, aconsejándole que se retirara; se enviaría otro caballo en sustitución, uno del propio círculo de caballos de combate del rey, aún adornados y ornamentados por si este tuviese el súbito deseo de salir al campo.
—Era una cortesía normal —explica Enrique; y se mueve en la silla, como alguien a quien se ha pedido que se justifique. Él asiente: por supuesto, señor. No está seguro de si Norris se reincorporó en realidad a la lid.
Fue a media tarde cuando Richard Cromwell se abrió paso entre la multitud hasta la galería y se arrodilló ante el rey; y, obtenida licencia, se acercó para susurrar en su oído.
—Explicó que el músico Mark había sido detenido —dice el rey—. Lo había confesado todo, dijo vuestro sobrino. ¿Qué, confesado libremente?, le pregunté. Vuestro sobrino dijo: no se hizo nada contra Mark. No se tocó ni un cabello de su cabeza.
Él piensa: pero tendré que quemar las alas de pavo real.
—Y entonces… —dice el rey. Se detiene, como hizo el caballo de Norris: y se queda callado.
No continuará. Pero él, Cromwell, ya sabe lo que ocurrió. Al oír el mensaje de Richard, el rey abandonó su puesto. Los sirvientes se arremolinaron en torno a él. Llamó a un paje: «Localizad a Henry Norris y decidle que me voy a Whitehall ahora. Quiero su compañía».
No dio ninguna explicación. No se demoró. No habló con la reina. Cubrió las millas de vuelta a caballo, Norris a su lado: Norris desconcertado, Norris atónito, Norris casi escurriéndose de la silla de miedo.
—Le planteé el asunto —dice Enrique—. La confesión de Mark. No decía nada, sólo que era inocente. —De nuevo aquella risilla plana, burlona—. Pero más tarde lo interrogó el señor tesorero. Y Norris lo admite, dice que la ama. Pero cuando Fitz le dijo que era un adúltero, que deseaba mi muerte para poder casarse con ella, él dijo no, no y no. Vos lo interrogaréis, Cromwell, pero cuando lo hagáis decidle de nuevo lo que yo le dije cuando cabalgábamos. Puede haber clemencia. Puede haber clemencia, si confiesa y nombra a los demás.
—Tenemos los nombres de Mark Smeaton.
—Yo no confiaría en él —dice Enrique despectivamente—. No pondría en manos de un simple violinista las vidas de hombres a los que he llamado amigos. Espero alguna corroboración de su historia. Veremos lo que dice la dama cuando se le pregunte.
—Las confesiones de ellos serán suficientes, señor, seguro. Ya sabéis de quién se sospecha. Dejadme ponerles a todos bajo custodia.
Pero el pensamiento de Enrique se ha desviado.
—Cromwell, ¿qué significa cuando una mujer da vueltas y vueltas en la cama? ¿Y se ofrece de una forma y de otra? ¿Qué tiene en la cabeza para hacer algo así?
Sólo hay una respuesta. La experiencia, señor. De los deseos de los hombres y de los suyos propios. No hace falta decirlo.
—Una forma es apta para la procreación de hijos —dice Enrique—. El hombre yace sobre ella. La Santa Iglesia lo sanciona, los días permitidos. Algunos eclesiásticos dicen que, aunque sea una cosa lamentable que un hermano copule con una hermana, es más lamentable aún que una mujer se coloque a horcajadas sobre un hombre, o que un hombre cubra a una mujer como si fuese una perra. Por estas prácticas, y otras que no nombraré, fue destruida Sodoma. Temo que cualquier cristiana o cristiano esclavizado por tales vicios debe ser juzgado: ¿qué pensáis vos? ¿Dónde adquiriría una mujer, no criada en un prostíbulo, conocimiento de esas cosas?
—Las mujeres hablan entre ellas —dice él—. Lo mismo que hacen los hombres.
—Pero ¿una matrona seria y piadosa, cuyo único deber es conseguir un hijo?
—Supongo que ella podría querer atraer el interés de su buen marido, señor. Para que no se aventurase a ir al París Garden o algún otro lugar de mala reputación. Si, digamos, llevaban mucho casados.
—Pero ¿tres años? ¿Es tanto eso?
—No, señor.
—No son siquiera tres.
Por un momento el rey ha olvidado que no estamos hablando de él, sino de algún inglés teórico temeroso de Dios, algún guardabosques o algún labrador.
—¿De dónde sacaría la idea? —insiste—. ¿Cómo sabría qué le gustaría al hombre?
Él se calla la respuesta obvia: tal vez ella habló con su hermana, que estuvo primero en el lecho de él. Porque ahora el rey se ha ido de Whitehall y ha vuelto al campo, al tosco campesino de manos callosas y su esposa de cofia y delantal: el hombre que se santigua y pide permiso al papa antes de apagar la luz y montar sombríamente a su esposa, ella con las rodillas apuntando a las vigas del techo y él moviendo el trasero. Después, esta pareja piadosa se arrodilla al pie de la cama: se unen los dos en oración.
Pero un día, cuando el labrador anda por ahí haciendo su trabajo, el pequeño aprendiz de leñador se cuela en su casa y saca su instrumento: mira, Joan, dice, mira, Jenny, dóblate sobre la mesa y déjame que te enseñe una lección que tu madre nunca te enseñó. Y entonces ella tiembla; y él la enseña; y cuando el honrado labrador llega a casa y la monta esa noche, ella piensa a cada empujón y gruñido en una forma más nueva de hacer las cosas, una forma más dulce, una forma más sucia, una forma que hace que se le abran mucho los ojos de sorpresa y se le escape de la boca el nombre de otro hombre. Dulce Robin, dice. Dulce Adam. Y cuando su marido cae en la cuenta de que él se llama Enrique, ¿no le hace eso rascarse la cabezota?
Está oscuro ya al otro lado de las ventanas del rey; su reino se está enfriando, su consejero también. Necesitan luces y un fuego. Él abre la puerta e inmediatamente la habitación se llena de gente: alrededor de la persona del rey, corren y revolotean los criados como golondrinas tempranas al oscurecer. Enrique apenas advierte su presencia. Dice: «Cromwell, ¿podéis creer que los rumores no llegaron hasta mí? ¿Cuándo no había cervecera que no los conociese? Soy un hombre sencillo, sabéis. Ana me contó que estaba intacta y decidí creerla. Me mintió durante siete años diciéndome que era una doncella pura y casta. Si fue capaz de mantener ese engaño, ¿qué más podría ser capaz de hacer? Podéis detenerla mañana. Y a su hermano. Algunos de esos actos que se le atribuyen no son adecuados para discutirlos entre personas decentes, pues podría inducírselas con el ejemplo a pecados que, de otro modo, no habrían imaginado siquiera que existiesen. Os pido a vos y a todos mis consejeros que seáis reservados y discretos».
—Es fácil —dice él— dejarse engañar sobre la historia de una mujer.
¿Y si Joan, y si Jenny, tuvieron otra vida antes de su vida en la casa del labrador? Pensabas que había crecido en un claro del otro lado del bosque. Y de pronto te enteras, por fuentes fidedignas, que se hizo mujer en una ciudad portuaria y que bailaba desnuda en una mesa para los marineros.
¿Se daba cuenta Ana, se pregunta él más tarde, de lo que estaba pasando? Lo lógico sería pensar que en Greenwich ella hubiese estado rezando, escribiendo cartas a sus amistades. En vez de eso, si los informes son ciertos, ha estado recorriendo a ciegas toda su última mañana, haciendo lo que siempre suele hacer: ir hasta las pistas de tenis, donde apostó por el resultado de los partidos. Al final de la mañana llegó un mensajero a pedirle que se presentara ante el consejo del rey, convocado en ausencia de Su Majestad: en ausencia, también, del señor secretario; está ocupado en otro lugar. Los consejeros le dijeron que sería acusada de adulterio con Henry Norris y Mark Smeaton: y con cierto gentilhombre más, por el momento no nombrado. Debía ir a la Torre, para permanecer allí hasta que se iniciase el proceso contra ella. Su actitud, le contó Fitzwilliam más tarde, era incrédula y altiva. No podéis someter a juicio a una reina, dijo. ¿Quién es competente para juzgarla? Pero luego, cuando se le dijo que Mark y Henry Norris habían confesado, rompió a llorar.
Desde la cámara del consejo del rey fue escoltada hasta sus habitaciones, para cenar. A las dos, él se dirige allí, con el Lord Canciller Audle y Fitzwilliam a su lado. El rostro afable del señor tesorero está crispado de tensión.
—No fue agradable esta mañana, en el consejo, decirle de golpe que Harry Norris había confesado. Él me confesó que la amaba. No confesó ningún acto.
—¿Qué hicisteis entonces, Fitz? —pregunta él—. ¿Le explicasteis claramente las cosas?
—No —dijo Audley—. Se puso nervioso y miró a la media distancia. ¿No hicisteis eso, señor tesorero?
—¡Cromwell! —Es Norfolk, que se abre paso rugiendo y bamboleándose entre la multitud de cortesanos dirigiéndose hacia él—. ¡Bueno, Cromwell! Me he enterado de que el cantor ha cantado siguiendo vuestra melodía. ¿Qué le hicisteis? Ojalá hubiese estado yo allí. Esto proporcionará una linda balada a los impresores. Enrique tocando el laúd, mientras los dedos del músico tocaban el coñito de su mujer.
—Si os llega noticia de algún impresor que haga eso —dice él—, decídmelo y le cerraré el taller.
—Pero escuchadme Cromwell —dice Norfolk—. Yo no estoy dispuesto a que ese saco de huesos sea la ruina de mi noble casa. Si ella se ha conducido mal, eso no debe recaer sobre los Howard, sólo sobre los Bolena. Y no necesito acabar con Wiltshire. Sólo quiero que se le quite ese título estúpido. Monseñor, por favor… —El duque enseña los dientes, alegre—. Yo quiero verle rebajado, después de su orgullo de estos últimos años. Recordaréis que yo nunca promoví este matrimonio. No, Cromwell, fuisteis vos. Yo siempre previne a Enrique Tudor sobre el carácter de ella. Puede que esto le enseñe que en el futuro debería escucharme.
—Mi señor —dice él—, ¿tenéis la orden?
Norfolk enarbola un pergamino. Cuando entran en las habitaciones de Ana, los gentilhombres que la sirven están enrollando en ese momento el gran mantel, y ella está aún sentada bajo el palio regio. Viste un terciopelo carmesí y vuelve (el saco de huesos) el óvalo marfileño perfecto de su rostro. No ha debido de comer nada; hay un silencio temeroso en la habitación, tensión visible en todas las caras. Ellos, los consejeros, deben esperar hasta que se acabe de recoger el mantel, hasta que se doble todo y se retire, y se hagan las reverencias precisas.
—Así que estáis ahí, tío —dice ella; su voz es pequeña; los reconoce uno a uno—. Lord Canciller. Señor tesorero.
Están entrando otros consejeros tras ellos. Mucha gente, parece, ha soñado con este momento; han soñado que Ana les suplicaría de rodillas.
—Mi señor Oxford —dice—. Y William Sandys. ¿Cómo estáis, sir William? —Es como si le resultase tranquilizador, nombrarlos a todos—. Y vos, Cremuel. —Se inclina hacia delante—. Sabéis, yo os creé.
—Y él os creó a vos, madame —replica Norfolk—. Y seguro que se arrepiente de ello.
—Pero yo lo lamenté primero —dice Ana; se ríe—. Y lo lamento más.
—¿Dispuesta para ir? —dice Norfolk.
—No sé cómo estar dispuesta —dice ella simplemente.
—Sólo tenéis que venir con nosotros —dice él: él, Cromwell. Extiende una mano.
—Yo preferiría no ir a la Torre —la misma voz pequeña, vacía de todo salvo cortesía—. Preferiría ir a ver al rey. ¿No puedo permanecer en Whitehall?
Ella conoce la respuesta. Enrique nunca dice adiós. Una vez, un día de verano de calor quieto, se alejó a caballo de Windsor y dejó atrás a Catalina; nunca volvió a verla.
—Supongo, señores —dice ella—, que no querrán llevarme de este modo, tal como estoy… No tengo ninguna cosa necesaria, ni una muda de ropa, y debería tener conmigo a mis mujeres.
—Ya se os llevarán vuestras ropas —dice él—. Y mujeres para serviros.
—Preferiría tener mis propias damas, las de mi cámara privada.
Se intercambian miradas. Ella parece no saber que son esas mujeres las que han dado testimonio contra ella, esas mujeres que se agrupan en torno al señor secretario por todos los sitios a los que va, deseosas de contarle cualquier cosa que quiera, desesperadas por protegerse.
—Bueno, si no puedo elegir yo…, al menos algunas personas de mi casa. Para que pueda mantener adecuadamente mi condición.
Fitz carraspea.
—Madame, vuestra casa será disuelta.
Ella se encoge.
—Cremuel les encontrará puestos —dice alegremente—. Él es bueno con los sirvientes.
Norfolk da un codazo al Lord Canciller.
—Porque creció con ellos, ¿eh? —Audley aparta la cara: él es siempre un hombre de Cromwell.
—No creo que vaya a ir con nadie más —dice ella— que con William Paulet, si a él le place escoltarme, porque esta mañana, en el consejo del rey, todos me ofendisteis, pero Paulet fue muy gentil conmigo.
—Dios Santo —dice Norfolk, riendo entre dientes—. Ir con Paulet, ¿eso es lo que queréis? Yo os cogeré debajo del brazo y os llevaré hasta la barca con el culo en el aire. ¿Es eso lo que queréis?
Los consejeros se vuelven y le miran furiosos, de común acuerdo.
—Madame —dice Audley—, no os preocupéis, seréis conducida como corresponde a vuestra condición.
Ella se levanta. Recoge sus faldas carmesí, las alza, melindrosa, como si no tocase ya el suelo común.
—¿Dónde está mi señor hermano?
La última vez se le vio en Whitehall, le dicen: lo que es cierto, aunque ahora deben de haber ido ya los guardias a por él.
—¿Y mi padre, monseñor? Eso es lo que no comprendo —dice ella—. ¿Por qué no está monseñor aquí conmigo? ¿Por qué no se sienta con ustedes, caballeros, y soluciona esto?
—Habrá sin duda una resolución después —el Lord Canciller casi lo ronronea—. Se dispondrá todo lo necesario para vuestro confort. Está previsto.
—Pero ¿previsto para cuánto tiempo?
Nadie le responde. Fuera de la cámara, la espera William Kingston, el condestable de la Torre. Kingston es un hombre inmenso, de una corpulencia parecida a la del rey; se comporta noblemente, pero su oficio y su apariencia han infundido terror en los corazones de los hombres más fuertes. Él recuerda a Wolsey, cuando Kingston se trasladó fuera de Londres para detenerlo: al cardenal le fallaron las piernas y tuvo que sentarse en un baúl para recuperarse. Deberíamos haber dejado a Kingston en casa, le cuchichea a Audley, y llevarla nosotros. Audley murmura: «Podríamos haberlo hecho, ciertamente; pero ¿no creéis, señor secretario, que estáis asustando bastante por vuestra propia cuenta?».
Le asombra la ligereza del Lord Canciller cuando salen al aire libre. En el embarcadero del rey, las cabezas de animales de piedra nadan en el agua, y también lo hacen sus propias formas, las formas de los gentilhombres, sus formas rotas por las olas, y la reina invertida, temblequeando con una llama en un espejo: alrededor de ellos, la danza de la suave claridad del sol de la tarde, y una inundación de cantos de pájaros. Le da la mano a Ana para subir a la barca, pues Audley parece reacio a tocarla, y ella huye de Norfolk; y como si pescara pensamientos en su mente, ella murmura: «Cremuel, vos nunca me perdonasteis lo de Wolsey».
Fitzwilliam le lanza una mirada a él, murmura algo que él no capta. Fitz era uno de los favoritos del cardenal en su época, y tal vez estén compartiendo un pensamiento: ahora Ana Bolena sabe lo que es que te saquen de tu casa y te lleven al río, toda tu vida alejándose a cada golpe de los remos.
Norfolk, que ocupa un lugar opuesto al de su sobrina, parpadea y se exclama:
—¿Lo veis? ¡Lo veis ahora, madame! ¿Veis lo que pasa cuando se desdeña a la propia familia?
—Yo no creo que «desdeñar» sea la palabra —dice Audley—. Ella no hizo precisamente eso.
Él lanza una mirada sombría a Audley. Ha pedido discreción sobre las acusaciones contra el hermano, George. No quiere que Ana empiece a agitarse violentamente y lance a alguien fuera de la barca. Se retira dentro de sí mismo. Observa el agua. Su escolta es una compañía de alabarderos, y admira cada delicado filo de hacha, el brillo agudo sobre las hojas. Desde el punto de vista de un armero, las alabardas son sorprendentemente baratas de fabricar. Pero es probable que, como arma de guerra, hayan tenido ya su época. Piensa en Italia, el campo de batalla, el empuje hacia delante de la pica. Hay un polvorín en la Torre y le gusta ir allí a hablar con los artesanos que hacen la pólvora. Pero tal vez eso sea asunto de otro día.
Ana dice:
—¿Dónde está Charles Brandon? Estoy segura de que lamenta no haber visto esto.
—Está con el rey, supongo —dice Audley; se vuelve hacia él y murmura—: Envenenando su mente contra vuestro amigo Wyatt. Ahí tenéis paralizado vuestro trabajo, señor secretario.
Él tiene los ojos fijos en la orilla lejana.
—Wyatt es un hombre demasiado bueno para perderlo.
El Lord Canciller resopla.
—Los versos no le salvarán. Le condenarán, más bien. Sabemos que escribe en acertijos. Pero yo pienso que tal vez el rey pensará que han sido aclarados.
Él piensa que no. Hay códigos tan sutiles que cambian por completo su sentido en medio verso, una sílaba, o en una pausa, una cesura. Él se ha enorgullecido, se enorgullecerá siempre, de no hacer a Wyatt ninguna pregunta que le fuerce a mentir, aunque deba disimular. Ana debería haber disimulado, le ha explicado a él lady Rochford: en su primera noche con el rey, ella debería haber representado el papel de la virgen, yaciendo rígida y llorando.
—Pero, lady Rochford —había objetado él—, enfrentado con ese temor, cualquier hombre podría haber flaqueado. El rey no es un violador.
—Oh, bueno, entonces —había dicho lady Rochford—. Ella debería al menos haberle halagado. Debería haber actuado como una mujer que estuviese recibiendo una feliz sorpresa.
Él no apreció mucho esos comentarios; percibió en el tono de Jane Rochford la crueldad peculiar de las mujeres. Luchan con las pobres armas que Dios les ha otorgado (despecho, culpa, habilidad para engañar) y es probable que en conversaciones entre ellas penetren en lugares donde un hombre nunca se atrevería a poner el pie. El cuerpo del rey carece de fronteras, es fluido, como su reino: es una isla que se construye a sí misma o se erosiona, su sustancia se la llevan las aguas saladas y frescas; tiene sus costas de pólderes, sus extensiones de pantanos, sus márgenes rehabilitados; tiene mareas, emisiones y efusiones de agua, ciénagas que aparecen y desaparecen en la conversación de las inglesas, y barrizales oscuros donde sólo deberían adentrarse sacerdotes con velas de junco en la mano.
En el río, la brisa es fría; el verano aún queda a semanas de distancia. Ana está observando el agua. Alza la vista y dice:
—¿Dónde está el arzobispo? Cranmer me defenderá y lo mismo harán todos mis obispos, me deben a mí su ascenso. Traed a Cranmer y él jurará que soy una mujer buena.
Norfolk se inclina hacia delante y le dicen a la cara:
—Un obispo os escupiría, sobrina.
—Yo soy la reina y si me hacéis daño, caerá sobre vos una maldición. No caerá una gota de lluvia hasta que se me deje en libertad.
Un suave gruñido de Fitzwilliam. El Lord Canciller dice:
—Madame, es esa charla necia de maldiciones y hechizos la que os ha traído aquí.
—¿Ah, sí? Yo creí que decíais que era una esposa falsa, ¿estáis diciendo ahora que soy también una hechicera?
Fitzwilliam dice:
—No fuimos nosotros los que sacamos a colación el tema de las maldiciones.
—No podéis hacer nada contra mí. Declararé bajo juramento que digo la verdad y el rey me escuchará. No podéis presentar ningún testigo. Ni siquiera sabéis cómo acusarme.
—¿Acusaros? —dice Norfolk—. Por qué acusaros, me pregunto. Nos ahorraría problemas si os tirásemos de la barca y os ahogaseis.
Ana se encoge en sí misma. Acurrucada todo lo lejos que puede de su tío, parece tener el tamaño de un niño.
Cuando la barca llegar a la Court Gate, él ve al ayudante de Kingston, Edmund Walsingham, oteando el río; en conversación con él, Richard Riche.
—Bolsa, ¿qué estás haciendo tú aquí?
—Pensé que podríais necesitarme, señor.
La reina pisa en tierra firme, se equilibra apoyándose en el brazo de Kingston. Walsingham se inclina ante ella. Parece nervioso; mira alrededor, preguntándose a qué consejero debería dirigirse.
—¿Tenemos que disparar el cañón?
—Es lo habitual —dice Norfolk—, ¿no es así? Cuando una persona de nota llega, porque al rey le place. Y ella es una persona de nota, supongo yo.
—Sí, pero una reina… —dice el hombre.
—Disparad el cañón —ordena Norfolk—. Los londinenses deben saber.
—Yo creo que lo saben ya —dice él—. ¿No les vio mi señor correr por las orillas?
Ana alza la vista, examina la mampostería que hay sobre su cabeza, las estrechas ventanas de lupa y los enrejados. No hay rostros humanos, sólo el batir del ala de un cuervo, y su ruido, que sobresalta porque parece una voz humana.
—¿Está Harry Norris aquí? —pregunta—. ¿No ha defendido mi inocencia?
—Temo que no —dice Kingston—. Ni la suya.
Algo le pasa a Ana entonces, que luego él no entenderá del todo. Parece disolverse y escurrirse de su presa, de las manos de Kingston y de las suyas, parece licuarse y eludirles, y cuando vuelve a adquirir una vez más una forma de mujer está con las rodillas y las manos apoyadas en el empedrado, la cabeza echada hacia atrás, gritando.
Fitzwilliam, el Lord Canciller, incluso su tío, retroceden; Kingston frunce el ceño, su ayudante mueve la cabeza, Richard Riche parece conmocionado. Él, Cromwell, la coge (porque ningún otro lo hará) y la pone de nuevo de pie. No pesa nada, y cuando la levanta, el grito cesa, como si su respiración se hubiese detenido. Silenciosa, se apoya contra el hombro de él, se sostiene en él: atenta, cómplice, dispuesta para la cosa siguiente que harán juntos, que será matarla.
Cuando ellos vuelven a la barca real, Norfolk aúlla:
—¿Señor secretario? Necesito ver al rey.
—Ay —dice él, como si el lamento fuese auténtico: ay, eso no será posible—. Su Majestad ha pedido paz y aislamiento. Seguramente, mi señor, vos haríais lo mismo dadas las circunstancias.
—¿Dadas las circunstancias? —repite Norfolk. El duque se queda mudo, al menos durante un minuto, mientras avanzan poco a poco hasta el canal central del Támesis: y frunce el ceño, pensando sin duda en su propia esposa mal usada y en las posibilidades de librarse de ella.
Un bufido de desdén es lo mejor, decide el duque:
—Os diré una cosa, señor secretario, sé que vos tenéis amistad con mi duquesa, así que ¿qué me decís? Cranmer nos lo puede anular, y luego no tenéis más que pedirla y es vuestra. Qué, ¿no la queréis? Con su ropa de cama y una mula de montar, y no come gran cosa. Digamos cuarenta chelines al año y cerramos el trato.
—Controlaos, mi señor —dice con fiereza Audley; luego hace uso del reproche de último recurso—: Recordad vuestro linaje.
—Es más de lo que puede hacer Cromwell —dice el duque con una risilla—. Ahora escuchadme, Crumb. Si yo digo que necesito ver al Tudor, ningún hijo de herrero me dirá no.
—Puede soldaros, mi señor —dice Richard Riche; no se han dado cuenta de que se ha deslizado a bordo—. Puede ocurrírsele machacaros la cabeza a martillazos para darle otra forma. El señor secretario tiene habilidades que nunca habéis imaginado.
Se ha apoderado de él una especie de vértigo, una reacción al horrible espectáculo que han dejado atrás en el muelle.
—Puede daros una forma completamente distinta a base de martillazos —dice Audley—. Podéis despertaros duque y a mediodía haber sido transformado en un mozo de cuadra.
—Puede fundiros —dice Fitzwilliam—. Empezáis como duque y acabáis como una gota de plomo.
—Podéis pasaros el resto de la vida convertido en unas trébedes —dice Richard—. O en una bisagra.
Él piensa: debéis reíros, Thomas Howard, debéis reír o estallar en llamas: ¿qué será? Si os combustionáis podemos al menos tiraros agua encima. El duque, con un espasmo, con un temblor, les da la espalda para controlarse.
—Decidle a Enrique —dice—, decidle que renuncio a la moza. Decidle que no la considero ya sobrina mía.
Él, Cromwell, dice:
—Tendréis la oportunidad de demostrar vuestra lealtad. Si se celebra un juicio, presidiréis vos el tribunal.
—Al menos, creemos que es el procedimiento —interviene Riche—. Nunca ha comparecido antes una reina en un juicio. ¿Qué dice el Lord Canciller?
—Yo no digo nada. —Audley alza las palmas de las manos—. Vos y Wriothesley y el señor secretario lo habéis preparado todo entre vosotros, como soléis hacer. Sólo que… Cromwell, ¿no incluiréis al conde de Wiltshire entre los jueces?
Él sonríe:
—¿A su padre? No. Yo no haría eso.
—¿Cómo acusaremos a lord Rochford? —pregunta Fitzwilliam—. Si es que en realidad se le va a acusar…
Norfolk dice:
—¿Van a ser juzgados los tres? ¿Norris, Rochford y el músico?
—Oh, no, mi señor —dice él tranquilamente.
—¿Hay más? ¡Dios del cielo!
—¿Cuántos amantes tenía ella? —dice Audley, con un entusiasmo apenas contenido.
Riche dice:
—Lord Canciller, ¿habéis visto al rey? Yo le he visto. Está pálido y enfermo de la tensión. Eso, en realidad, es por sí solo traición, si algún mal le sucediese a su cuerpo regio. De hecho, yo creo que debemos decir que el mal se ha producido ya.
Si los perros pudiesen olfatear la traición, Riche sería un sabueso, el príncipe de los buscadores de trufas.
Él dice:
—No pongo ninguna objeción a cómo sean acusados esos gentilhombres, si por ocultar una traición o por la ofensa en sí. Si ellos afirman ser sólo testigos de los delitos de otros, deben decir quiénes son esos otros, deben decirnos cumplida y francamente lo que saben; pero si retienen nombres, debemos sospechar que figuran ellos mismos entre los culpables.
El estruendo del cañón los coge desprevenidos, temblando a través del agua; sienten la sacudida en los huesos.
Esa noche llega un mensaje para él de Kingston desde la Torre. Anotad todo lo que ella dice y todo lo que hace, le había dicho él al condestable, y se podía confiar en que Kingston (un hombre cumplidor, cortés y prudente, aunque algo obtuso) lo hiciese. Cuando los consejeros salían hacia la barca, Ana le preguntó: «Señor Kingston, ¿iré a una mazmorra?». No, madame, le había asegurado él, tendréis las habitaciones en que estuvisteis antes de vuestra coronación.
Ante esto, informa él, ella cayó en un acceso de llanto. «Es demasiado bueno para mí. Jesús, tened piedad de mí». Luego se arrodilló en las piedras y rezó y lloró, decía el condestable: luego, lo más extraño, o así le pareció a él, se echó a reír.
Le pasa la carta sin ningún comentario a Wriothesley. Este alza la vista de ella y cuando habla su tono es susurrante.
—¿Qué es lo que ha hecho ella, señor secretario? Tal vez algo que nosotros aún no hemos imaginado.
Él le mira, exasperado.
—¿No iréis a empezar con ese asunto de la brujería?
—No. Pero… si ella dice que no es digna, está diciendo que es culpable. O eso me parece a mí. Pero no sé, culpable de qué.
—Recordadme lo que dije yo. ¿Qué clase de verdad queremos? ¿Dije yo acaso la verdad?
—Vos dijisteis que sólo la verdad que podamos utilizar.
—Reitero eso. Pero sabéis, Llamadme, no debería tener que hacerlo. Vos sois rápido para entender. Con una vez debería bastar.
Es un anochecer cálido, y él está sentado junto a una ventana abierta, con su sobrino Richard como compañía. Richard sabe cuándo guardar silencio y cuándo hablar; es un rasgo de familia, supone él. Rafe Sadler es la única otra compañía que le habría gustado, y Rafe está con el rey.
Richard alza la vista.
—Tuve carta de Gregory.
—¿Ah, sí?
—Ya conocéis las cartas de Gregory.
—«Brilla el sol. La cacería ha sido buena y nos hemos divertido mucho. Yo estoy bien, ¿cómo estáis vos? Y bueno, nada más porque no tengo tiempo».
Richard asiente.
—Gregory no cambia. Aunque lo hace, supongo. Quiere venir aquí, con vos. Él piensa que debería estar con vos.
—Yo estaba intentando ahorrárselo.
—Lo sé. Pero tal vez debieseis dejarle. No podéis mantenerle siempre como si fuera un niño.
Él cavila. Si su hijo ha de acostumbrarse al servicio del rey, tal vez debería saber lo que eso entraña. «Puedes dejarme solo —le dice a Richard—. Podría escribirle».
Richard se detiene a impedir la entrada del aire de la noche. Al otro lado de la puerta se oye su voz, dando órdenes amablemente: «Traed la túnica de piel de mi tío, puede necesitarla, y llevadle más luces». A veces se sorprende al darse cuenta de que alguien se cuida de él lo suficiente para pensar en su confort corporal, salvo por sus criados, a los que se paga por hacerlo. Se pregunta cómo se encontrará la reina, en medio de su nuevo servicio en la Torre. Lady Kingston ha sido incluida entre sus acompañantes y aunque ha colocado mujeres de la familia Bolena en torno a ella, podrían no ser las que hubiese elegido ella misma. Son mujeres con experiencia, que sabrán en qué dirección va la marea. Escucharán atentamente el llanto y la risa y palabras como: «Es demasiado bueno para mí».
Él cree que entiende a Ana, mientras que Wriothesley no. Cuando dijo que las habitaciones de la reina eran demasiado buenas para ella, no quiso decir que admitiese su culpa, sino decir esta verdad: no soy digna, y no soy digna porque he fallado. Había una cosa que tenía que hacer, desde este lado de la salvación: conseguir a Enrique y conservarle. Lo ha perdido frente a Jane Seymour, y ningún tribunal de justicia la juzgará con más dureza de lo que se juzga ella misma. Desde que Enrique se fue de su lado ayer, ella ha sido una impostora, como una niña o un bufón de la corte, vestida con prendas de reina y ahora conducida a vivir en las habitaciones de la reina. Ella sabe que el adulterio es un pecado y la traición un delito, pero estar en el bando perdedor es una falta mayor.
Richard asoma de nuevo la cabeza y dice:
—Vuestra carta, ¿queréis que la escriba por vos? ¿Queréis descansar la vista?
Él dice:
—Ana está muerta para sí misma. Ya no tendremos ningún problema con ella.
Ha pedido al rey que no salga de su cámara privada, que admita al menor número de personas posible. Ha dado instrucciones estrictas a los guardias de que rechacen a los solicitantes, sean hombres o mujeres. No quiere el juicio del rey contaminado, como podría estarlo por la última persona con la que hable; no quiere que lo persuadan o seduzcan con halagos o lo desvíen de su curso. Y el rey parece inclinado a obedecerle. Estos últimos años ha tendido a retirarse de la vista del público: al principio porque quería estar con su concubina Ana, y luego porque quería estar sin ella. Detrás de su cámara privada tiene sus alojamientos secretos; y a veces, después de haberse metido en su gran lecho y el lecho ha sido bendecido, después de que se han apagado las velas, retira la colcha de damasco, se desliza fuera de la cama y se va a una cámara secreta, donde se mete en otra cama no oficial y duerme como un hombre natural, desnudo y solo.
Así que es en el silencio apagado de estas habitaciones secretas, en las que cuelgan tapices de la Caída del Hombre, donde el rey le dice: «Cranmer ha enviado una carta desde Lambeth. Leédmela, Cromwell. La he leído una vez, pero leedla vos de nuevo».
Él coge el papel. Puedes sentir a Cranmer encogiéndose cuando escribe, con la esperanza de que la tinta se corra y se emborronen las palabras. La reina Ana le ha favorecido, Ana le ha escuchado y ha apoyado la causa del Evangelio; Ana le ha utilizado a él también, pero Cranmer nunca es capaz de ver eso.
—«Estoy tan perplejo —escribe— que el desconcierto paraliza mi mente; pues nunca tuve mejor opinión de una mujer que la que tenía de ella».
Enrique le interrumpe.
—¿Veis cómo estábamos todos engañados?
—«… lo que me hace pensar —lee— que ella no debería ser culpable. Y luego pienso que Vuestra Alteza no habría ido tan lejos si ella no hubiese sido con toda certeza culpable».
—Esperad a que se entere de todo —dice Enrique—. No habrá oído jamás algo parecido. Al menos, espero que sea así. No creo que haya habido jamás un caso como este en el mundo.
—«Creo que Vuestra Alteza sabía mejor que nadie que, aparte de vos, no había ninguna otra criatura viviente a la que estuviese yo tan obligado como a ella…».
Enrique interrumpe de nuevo.
—Pero veréis que continúa diciendo que, si ella es culpable, debería ser castigada sin compasión, y debería servir de ejemplo. Viendo cómo la elevé yo desde la nada. Y dice, además, que nadie que ame el Evangelio la apoyará, más bien la aborrecerá.
Cranmer añade: «Confío por tanto en que Vuestra Alteza no dejará por ello de favorecer la verdad del Evangelio tanto como ha hecho hasta el presente, pues ese apoyo al Evangelio no se debía al afecto que sentíais por ella sino a vuestro celo en defensa de la verdad».
Cromwell posa la carta. Parece cubrirlo todo. Ella no puede ser culpable. Pero sin embargo debe ser culpable. Nosotros, sus hermanos, la repudiamos.
—Señor —dice—, si queréis a Cranmer enviad por él. Podríais confortaros mutuamente, y tal vez intentar entender todo esto entre los dos. Diré a vuestra gente que lo dejé pasar. Parecéis necesitar aire fresco. Bajad la escalera hasta el jardín privado. Nadie os molestará.
—Pero no he visto a Jane —dice Enrique—. Quiero verla. ¿Podemos traerla aquí?
—Aún no, señor. Esperad hasta que esté más adelantado el asunto. Hay rumores en las calles, y multitudes que quieren verla, y se han hecho baladas, denigrándola.
—¿Baladas? —Enrique está asombrado—. Buscad a los autores. Deben ser rigurosamente castigados. No, tenéis razón, no debemos traer a Jane aquí hasta que el aire esté puro. Así que iréis a verla, Cromwell. Quiero que le llevéis cierto regalo.
Saca de entre sus papeles un librito enjoyado: de esos que una mujer lleva en la faja, colgando de una cadena de oro.
—Era de mi esposa —dice; luego se contiene y desvía la vista, avergonzado—. Quería decir, de Catalina.
No quiere tomarse el tiempo necesario para bajar hasta Surrey, a casa de Carew, pero parece ser que debe hacerlo. Es una casa bien proporcionada de hace unos treinta años, con un gran salón particularmente espléndido y muy copiado por gentilhombres que se construyeron casas propias. Ha estado allí antes, con el cardenal, en su época. Da la impresión de que desde entonces Carew ha traído italianos para arreglar los jardines. Los jardineros se quitan los sombreros de paja a su paso. Los caminos están entrando en su temprana gloria estival. Gorjean pájaros de un aviario. La hierba está cortada tan al ras que parece una extensión de terciopelo. Le observan ninfas de ojos de piedra.
Ahora que el asunto tiende hacia un lado y sólo hacia uno, los Seymour han empezado a enseñar a Jane cómo ser una reina.
—Ese asunto que tenéis con las puertas —dice Edward Seymour. Jane le mira parpadeando—. Esa costumbre que tenéis de sostener la puerta y deslizaros bordeándola.
—Vos me decís que sea discreta. —Jane baja los ojos, para mostrarle lo que significa la discreción.
—Vamos a ver. Salid de la habitación —dice Edward—. Volved a entrar. Como una reina, Jane.
Jane se desliza fuera. La puerta cruje tras ella. En el hiato, se miran entre ellos. Se abre la puerta. Hay una larga pausa…, como podría ser una pausa regia. La entrada sigue vacía. Luego aparece Jane, despacito, por el rincón.
—¿Así mejor?
—¿Saben lo que pienso? —dice él—. Creo que a partir de ahora Jane no se abrirá la puerta ella, así que no importa.
—Lo que yo creo —dice Edward— es que esta modestia podría aburrir. Alzad la vista y miradme, Jane. Quiero ver vuestra expresión.
—Pero ¿qué os hace pensar —murmura Jane— que yo quiero ver la vuestra?
Toda la familia está reunida en la galería. Los dos hermanos, Edward el prudente y Tom el precipitado. El digno sir John, el viejo cabrito. Lady Margery, la gran belleza de su época, sobre la que John Skelton escribió una vez un verso: «benigna, cortés y mansa», la llamó. La mansedumbre no es evidente hoy: parece agriamente triunfal, como una mujer que ha exprimido el éxito de la vida, aunque haya tardado en hacerlo casi sesenta años.
Entra Bess Seymour, la hermana que ha enviudado. Lleva en la mano un paquete envuelto en lino.
—Señor secretario —dice, con una reverencia. A su hermano le dice—: Tomad, Tom, sostened esto. Sentaos, hermana.
Jane se sienta en un taburete. Esperas que alguien le dé una pizarra y empiece a enseñarle A, B, C.
—Bueno —dice Bess—. Fuera con esto.
Por un momento parece como si estuviese agrediendo a su hermana: con un vigoroso tirón de ambas manos, arranca su tocado capilar de media luna, le retira el velo y lo deposita todo en las manos de su madre, que esperan.
Jane, con su gorro blanco, parece desnuda y dolorida, la cara tan pequeña y pálida como un rostro en un lecho de enfermo. «El gorro también fuera, y a empezar de nuevo», ordena Bess. Tira de la cinta anudada que su hermana tiene bajo la barbilla. «¿Qué has hecho con esto, Jane? Parece como si hubieras estado chupándolo». Lady Margery saca un par de ornamentadas tijeras. Un chasquido y Jane queda libre. Su hermana le quita el gorro, y su cabello pálido, una cinta fina de luz, cae sobre el hombro. Sir John carraspea y aparta la vista, el viejo hipócrita: como si hubiese visto algo que quedase fuera de la jurisdicción masculina. El cabello goza de un momento de libertad hasta que lady Margery lo alza y se lo enrolla en la mano, tan insensible como si se tratase de una madeja de lana; Jane arruga el ceño mientras es alzado desde la nunca, enrollado y embutido debajo de otro gorro más tieso y más nuevo.
—Vamos a prender esto —dice Bess. Trabaja, absorta—. Es más elegante, si puedes sostenerlo.
—A mí las cintas nunca me han gustado —dice lady Margery.
—Gracias, Tom —dice Bess, y coge su paquete. Retira el envoltorio—. El gorro más prieto —decreta.
Su madre sigue las instrucciones, vuelve a prenderlo. Al cabo de un instante se embute en la cabeza de Jane una caja de tela. Jane alza los ojos, como pidiendo ayuda, y emite un pequeño balido cuando la estructura de alambre le muerde el cuero cabelludo.
—Bueno, estoy sorprendida —dice lady Margery—. Tenéis una cabeza más grande de lo que yo creía, Jane. —Bess se aplica a doblar el alambre. Jane permanece muda—. Así, ya está —dice lady Margery—. Ha cedido un poco ya. Aprieta hacia bajo. Alza los bordes. Al nivel de la barbilla, Bess. Así era como le gustaba a la vieja reina.
Retrocede para valorar a su hija, apresada ahora en una anticuada caperuza de gablete, de un tipo que no se ha visto desde la ascensión de Ana. Lady Margery se chupa los labios y estudia a su hija.
—Inclinado —decide.
—Eso es Jane, creo yo —dice Tom Seymour—. Poneos derecha, hermana.
Jane se lleva las manos a la cabeza, cautelosamente, como si el complejo tocado pudiese estar caliente.
—Olvídate de él —dice su madre con brusquedad—. Ya lo has llevado antes. Te acostumbrarás.
Bess se saca de algún lugar una extensión de delicado velo negro.
—Estate quieta. —Empieza a prenderlo en la parte de atrás de la caja, la expresión absorta.
—Ay, eso era mi cuello —dice Jane, y Tom Seymour lanza una risa despiadada; algún chiste privado suyo, demasiado impropio para compartir, pero uno puede imaginar.
—Siento entretenerle, señor secretario —dice Bess—, pero tiene que conseguir llevarlo bien. No podemos permitir que le recuerde al rey a…, ya sabéis.
Pues tened cuidado, piensa él, inquieto: hace sólo cuatro meses que murió Catalina, tal vez el rey no quiera que se la recuerde tampoco.
—Tenemos varios tocados más de estos a nuestra disposición —le explica Bess a su hermana—, así que si en realidad no puedes llevarlo en equilibrio, podemos deshacerlo todo e intentarlo otra vez.
Jane cierra los ojos.
—Estoy segura de que valdrá.
—¿Cómo los conseguisteis tan rápido? —pregunta él.
—Estaban guardados —dice lady Margery—. En baúles. Por mujeres que sabían, como yo, que volverían a hacer falta. No veremos ya las modas francesas, no por muchos años, gracias a Dios.
El viejo sir John dice:
—El rey le ha enviado joyas.
—Cosas que La Ana no utilizaba —dice Tom Seymour—. Pero pronto serán todas para ella.
Bess dice:
—Supongo que tía Ana no las querrá, en su convento.
Jane alza la vista: y ahora lo hace, mira a los ojos a sus hermanos y aparta la vista de nuevo. Es siempre una sorpresa oír su voz, tan suave, tan poco utilizada, el tono tan contrapuesto a lo que tiene que decir.
—Yo no veo cómo eso puede resultar, el convento. Primero Ana afirmaría que lleva dentro al hijo del rey. Entonces él se vería obligado a esperar, sin resultado, porque nunca hay resultado. Después de eso ella pensaría en nuevas dilaciones. Y mientras tanto ninguno de nosotros estaría seguro.
Tom dice:
—Ella conoce los secretos de Enrique, estoy seguro. Y se los vendería a sus amigos los franceses.
—No es que sean sus amigos —dice Edward—. Ya no.
—Pero lo intentaría —dice Jane.
Él los ve, cerrando filas: una magnífica vieja familia inglesa. Le pregunta a Jane:
—¿Haríais vos alguna cosa, si pudieseis, por destruir a Ana Bolena? —Su tono no entraña ningún reproche; sólo está interesado.
Jane lo considera: pero sólo un momento.
—Nadie necesita colaborar en su destrucción. Y nadie es culpable de ella. Se ha destruido ella misma. No se puede hacer lo que hizo Ana Bolena y llegar a vieja.
Él debe estudiar a Jane ahora, la expresión de su cara inclinada hacia abajo. Cuando Enrique cortejaba a Ana, ella miraba directamente al mundo, la barbilla hacia arriba, los ojos sin profundidad, como estanques de oscuridad contrastando con el resplandor de la piel. Pero una mirada escrutadora es suficiente para Jane, y entonces ella baja los ojos. Su expresión es retraída, cavilosa. Es una expresión que él ha visto antes. Ha estado mirando cuadros estos cuarenta años. Cuando era un muchacho, antes de escapar de Inglaterra, un cuadro era un coño pintado con tiza en una pared, o un santo de ojos planos que examinabas los domingos en misa entre bostezo y bostezo. Pero en Florencia los maestros habían pintado vírgenes de rostro plateado, recatadas, humildes, cuyo destino se movía dentro de ellas, un lento cálculo en la sangre; sus ojos estaban vueltos hacia dentro, hacia imágenes de dolor y de gloria. ¿Ha visto Jane esos cuadros? ¿Es posible que los maestros dibujaran del natural, que estudiasen el rostro de algunas prometidas, algunas mujeres a las que los suyos llevaban caminando hasta la puerta de la iglesia? Caperuza francesa, caperuza de gablete, no basta eso. Si Jane pudiese velar del todo su rostro, lo haría, y ocultaría sus cálculos al mundo.
—Bueno —dice él; se siente incómodo, al atraer la atención hacia sí—. La razón de que haya venido es que el rey me ha enviado con un regalo.
Está envuelto en seda. Jane alza la vista mientras lo gira en sus manos.
—Una vez me hicisteis un regalo, señor Cromwell. Y en aquellos tiempos nadie más lo hacía. Podéis estar seguro de que recordaré eso, cuando esté a mi alcance haceros bien.
Justo en el momento preciso para fruncir el ceño ante esto, ha hecho su entrada sir Nicholas Carew. Él no entra en una habitación como los hombres de inferior condición, sino que lo hace atropelladamente, como una máquina de asedio o algún formidable instrumento lanzador: y ahora, deteniéndose ante Cromwell, parece como si desease bombardearle.
—He oído lo de esas baladas —dice—. ¿No podéis eliminarlas?
—No son nada personal —dice él—. Sólo libelos recalentados de cuando Catalina era reina y Ana la pretendiente.
—Los dos casos no son similares en absoluto. Esta dama virtuosa, y esa… —A Carew le fallan las palabras; y verdaderamente la condición judicial de Ana es imprecisa, los cargos aún no han sido presentados, es difícil describirla. Si es una traidora está pendiente del veredicto del tribunal, técnicamente muerta; aunque en la Torre, informa Kingston, come bastante animosamente y se ríe, como Tom Seymour, con sus chistes privados.
—El rey está reescribiendo viejas canciones —explica—. Reelaborando sus referencias. Una dama de cabello oscuro es rechazada y una rubia dama admitida. Jane sabe cómo se manejan esas cosas. Ella estuvo con la vieja reina. Si Jane no se hace ilusiones, siendo como es una doncellita, entonces vos deberíais libraros de las vuestras, sir Nicholas. Sois demasiado viejo para ellas.
Jane se mantiene inmóvil con su regalo en las manos, aún sin desenvolver.
—Podéis abrirlo, Jane —dice amablemente su hermana—. Sea lo que sea, es para vos.
—Estaba escuchando al señor secretario —dice Jane—. Se puede aprender muchísimo de él.
—Lecciones poco aptas para vos —dice Edward Seymour.
—No sé. Diez años con el señor secretario y podría aprender a hacerme valer por mí misma.
—Vuestro feliz destino —dice Edward— es ser reina, no una empleada.
—¿Así que vos —dice Jane— dais gracias a Dios porque yo naciese mujer?
—Damos gracias a Dios de rodillas diariamente —dice Tom Seymour, con plúmbea galantería. Es nuevo para él tener esta mansa hermana que requiere cumplidos, y él no es rápido para reaccionar. Lanza una mirada al hermano Edward y se encoge de hombros: lo siento, es lo mejor de lo que soy capaz.
Jane desenvuelve su regalo. Hace correr la cadena entre los dedos; es tan fina como uno de sus propios cabellos. Sostiene en la palma de su mano el librito y le da la vuelta. En el esmaltado negro y oro de la tapa, hay tachonadas iniciales en rubíes, y entrelazadas: «E» y «A».
—No os importe eso, las piedras se pueden reordenar —dice él rápidamente. Jane le devuelve el objeto. Ha bajado la cara; aún no sabe lo ahorrador que puede ser el rey, ese príncipe tan majestuoso. Enrique debería haberme prevenido, piensa. Bajo la inicial de Ana aún puedes distinguir la «C». Él se lo pasa a Nicholas Carew.
—¿Tomáis nota?
El caballero lo abre, tras manipular torpemente el pequeño cierre.
—Ah —dice—. Una oración en latín. ¿O un versículo de la Biblia?
—¿Me permitís? —Lo coge de nuevo—. Es del Libro de Proverbios. «¿Quién puede encontrar una esposa buena, virtuosa? Su precio es mayor que los rubíes».
Evidentemente no lo es, piensa él: tres presentes, tres esposas y sólo una factura del joyero.
—¿Conocéis a esta mujer que se menciona aquí? —le dice a Jane, sonriendo—. Su ropa es de seda y de púrpura, dice el autor. Podría deciros mucho más sobre ella, de versículos que esta página no contiene.
Edward Seymour dice:
—Deberíais haber sido obispo, Cromwell.
—Edward —dice él—, yo debería haber sido papa.
Solicita licencia para irse, pero Carew tuerce un dedo perentorio. Oh, Dios Santo, se dice, ahora tengo problemas, por no ser lo suficientemente humilde. Carew le lleva aparte. Pero no es para hacerle reproches.
—La princesa María —murmura Carew— tiene grandes esperanzas de que se la llame al lado de su padre. ¿Qué mejor remedio y consuelo en un momento así, para el rey, que tener a la hija de su verdadero matrimonio en su casa?
—María está mejor donde está. Los temas discutidos aquí, en el consejo y en la calle, no son adecuados para los oídos de una joven.
Carew frunce el ceño.
—Puede haber cierta lógica en eso. Pero parece ser que ella está esperando mensajes del rey. Algún detalle.
Algún detalle, piensa él; eso puede arreglarse.
—Hay damas y gentilhombres de la corte —dice Carew— que desearían cabalgar hasta allí para presentar sus respetos, y si no se trae a la princesa aquí, ¿no deberían aliviarse sus condiciones de confinamiento? No es muy adecuado ya que tenga Bolenas a su alrededor. Tal vez su vieja tutora, la condesa de Salisbury…
¿Margaret Pole? ¿Esa hacha de guerra papista ojerosa? Pero ahora no es momento de decirle duras verdades a sir Nicholas; eso puede esperar.
—El rey dispondrá —dice tranquilamente—. Es una cuestión íntima de familia. Él sabrá qué es lo mejor para su hija.
De noche, cuando se encienden las velas, Enrique derrama fáciles lágrimas por María. Pero a la luz del día la ve tal como es: desobediente, obstinada, aún sin domar. Cuando todo esto esté arreglado, dice el rey, volveré mi atención hacia mis deberes como padre. Me entristece que lady María y yo nos hayamos distanciado. Después de Ana, será posible la reconciliación. Pero, añade, habrá ciertas condiciones. A las que, tened en cuenta mis palabras, mi hija María se someterá.
—Una cosa más —dice Carew—. Debéis incluir a Wyatt.
En vez de eso, hace comparecer a Francis Bryan. Francis entra sonriendo: se cree el hombre intocable. Lleva el parche del ojo decorado con una pequeña esmeralda que hace guiños, lo que produce un efecto siniestro: un ojo verde, y el otro…
Él lo examina, dice:
—Sir Francis, ¿de qué color son vuestros ojos? Quiero decir, ¿vuestro ojo?
—Rojo, generalmente —dice Bryan—. Pero procuro no beber durante la Cuaresma. Ni en Adviento. Ni los viernes —el tono es lúgubre—. ¿Por qué estoy aquí yo? Sabéis que estoy de vuestra parte, ¿no?
—Sólo os pedí que vinierais a cenar.
—También invitasteis a cenar a Mark Smeaton. Y mirad dónde está ahora.
—No es que dude de vos —dice él con un hondo suspiro de actor (cómo disfruta con sir Francis)—. No soy yo, sino el mundo en general, quien pregunta de qué lado está vuestra lealtad. Vos sois, claro, pariente de la reina.
—También soy pariente de Jane. —Bryan aún se siente cómodo, y lo muestra retrepándose en su asiento, los pies metidos debajo de la mesa—. No me había imaginado que se me llegase a interrogar.
—Estoy hablando con todos los que están próximos a la familia de la reina. Y vos lo estáis sin duda, habéis estado con ellos desde los primeros días; ¿no fuisteis a Roma, cuando el divorcio del rey, a presionar en favor de los Bolena con los mejores de ellos? Pero ¿por qué habríais de tener miedo? Sois un viejo cortesano, lo sabéis todo. El conocimiento, usado prudentemente, prudentemente compartido, debe protegeros.
Él espera. Bryan se ha enderezado en la silla.
—Y vos queréis complacer al rey —dice él—. Lo único que yo quiero es estar seguro de que, si es preciso, prestaréis testimonio sobre cualquier cuestión que yo os plantee.
Podría jurar que Francis suda vino gascón, que sus poros vierten ese artículo mohoso y de baja calidad que él ha estado comprando barato y vendiendo caro para las propias bodegas del rey.
—Mirad, Crumb —dice Bryan—. Lo que yo sé es que Norris siempre andaba imaginándose que lo hacía con ella.
—Y su hermano, ¿qué se imaginaba?
Bryan se encoge de hombros.
—A ella la enviaron a Francia y no se conocieron en realidad hasta que eran mayores. Yo sé que esas cosas pasan, ¿verdad que sí?
—No, yo no puedo decir que lo sepa. Donde yo me crie no se practicaba el incesto, bien sabe Dios que había bastantes delitos y pecados, pero había espacios a los que nuestra fantasía no llegaba.
—Apuesto a que lo visteis en Italia. Sólo que a veces la gente lo ve y no se atreve a nombrarlo.
—Yo me atrevo a nombrar cualquier cosa —dice él calmosamente—. Como veréis. Mi imaginación puede que se quede atrás en cuanto a las revelaciones de cada día, pero estoy trabajando de firme para darles alcance.
—Ahora ella no es reina —dice Bryan—, porque no lo es, ¿verdad?…, puedo llamarla lo que es, una zorra lujuriosa, y ¿dónde tiene mejor oportunidad que con su familia?
—Según ese razonamiento —dice él—, ¿creéis que ella lo hacía con su tío Norfolk? Podría incluso hacerlo con vos, sir Francis. Si le gustan los parientes. Vos sois un buen galán.
—Oh, Dios Santo —dice Bryan—. Cromwell, vos no podéis…
—Yo sólo lo menciono. Pero, puesto que estamos de acuerdo en este asunto, o parecemos estar, ¿me haréis un servicio? Podríais ir hasta Great Hallingbury y preparar a mi amigo lord Morley para lo que se avecina. No es el tipo de noticias que se pueden comunicar en una carta, sobre todo cuando el amigo es anciano.
—¿Creéis que es mejor cara a cara? —Una risa incrédula—. Mi señor, diré, vine para ahorraros una conmoción…, vuestra hija Jane pronto será viuda, porque su marido va a ser decapitado por incesto.
—No, la cuestión del incesto se la dejamos a los sacerdotes. Es por traición por lo que morirá. Y no sabemos si el rey elegirá decapitación.
—No creo que yo pueda hacerlo.
—Pero yo sí. Tengo una gran fe en vos. Consideradlo una misión diplomática. Habéis realizado algunas. Aunque no sé muy bien cómo.
—Sobrio —dice Francis Bryan—. Necesitaré beber algo para esta. Y, sabéis, le tengo miedo a lord Morley. Siempre anda sacando algún manuscrito antiguo y diciendo: «¡Mira esto, Francis!». Y riéndose cordialmente de los chistes que hay allí. Y bueno, mi latín, cualquier escolar se avergonzaría de él.
—Dejad las zalamerías —dice él—. Ensillad el caballo. Pero antes de partir para Essex, hacedme un servicio más. Id a ver a vuestro amigo Nicholas Carew. Decidle que estoy de acuerdo con sus demandas y que hablaré con Wyatt. Pero advertidle, decidle que no me presione porque no me dejaré presionar. Recordadle que va a haber más detenciones, aún no puedo decir de quién. O más bien, aunque pudiese, no estoy dispuesto. Entended, y haced entender a vuestros amigos, que yo he de tener una mano libre para negociar. No soy su criado.
—¿Tengo ya libertad para marcharme?
—Sois libre como el aire —dice él suavemente—. Pero ¿qué me decís de la cena?
—Podéis comeros vos la mía —dice Francis.