I. El libro negro

Londres, enero — abril de 1536

Cuando oye gritar «¡Fuego!» se vuelve y se zambulle de nuevo en su sueño. Supone que la conflagración es un sueño; es de la clase de sueños que él sueña.

Luego despierta porque Christophe está aullándole en el oído. «¡Levantaos! La reina arde en llamas».

Está fuera de la cama. Le traspasa el frío. Christophe grita: «¡Rápido, rápido! Está completamente incinerada».

Momentos después, cuando llega al piso de la reina, se encuentra con un denso olor a tela chamuscada en el aire, y a Ana, rodeada de mujeres que parlotean incoherentemente, pero ilesa, en una silla, envuelta en seda negra, con un cáliz de vino caliente entre las manos. La copa tiembla, derrama un poco del vino; Enrique está lloroso, la abraza, a ella y a su heredero, que está dentro de ella. «Debería haber estado con vos, querida. Debería haber pasado la noche aquí. Os habría librado de todo peligro en un instante».

Y sigue y sigue así. «Gracias a Dios Nuestro Señor, que vela por nosotros. Gracias a Dios, que protege a Inglaterra. Sólo con que yo… Con una manta, un edredón, sofocando las llamas. Yo, en un instante, apagándolas».

Ana bebe un trago de su vino.

—Todo ha terminado ya. Y no he sufrido ningún daño. Por favor, mi señor marido. Paz. Dejadme beber esto.

Él ve, en un relampagueo, cómo la irrita Enrique: su solicitud, su afectuosidad excesiva, el que se aferre de ese modo a ella. Y en las profundidades de una noche de enero ella no puede disfrazar la irritación. Roto su sueño, parece mustia. Se vuelve hacia él, Cromwell, y habla en francés.

—Hay una profecía de que una reina de Inglaterra será quemada. No creí que fuese en su propio lecho. Fue una vela olvidada. O eso se supone.

—¿Olvidada por quién?

Ana se estremece. Aparta la vista.

—Sería mejor dar orden —le dice él al rey— de que haya agua a mano, y que haya una mujer, por turnos, que compruebe que todas las velas están apagadas alrededor de la reina. No puedo entender cómo es que no existe esa costumbre.

Todas esas cosas están escritas en el Libro Negro, desde los tiempos del rey Eduardo. Ese libro establece las normas que deben regir en la casa del rey: en toda ella, en realidad, salvo en la cámara privada del rey, cuyo funcionamiento es reservado.

—Debería haber estado yo con ella —dice el rey—. Pero, claro, siendo nuestras esperanzas las que son…

El rey de Inglaterra no puede permitirse relaciones carnales con la mujer que lleva dentro a su hijo. El riesgo de aborto es demasiado grande. Y busca compañía en otra parte. Esta noche se puede ver cómo el cuerpo de Ana se crispa cuando se aparta de las manos de su marido, mientras que durante las horas del día sucede lo contrario. Él ha observado cómo Ana intenta que el rey charle con ella. Y cómo él reacciona con brusquedad con demasiada frecuencia. Cómo le da la espalda. Como desmintiendo que tenga necesidad de ella. Y sin embargo sus ojos la siguen…

Él está irritado; esas son cosas de mujeres. Y el hecho de que el cuerpo de la reina, envuelto sólo en un camisón de damasco, parezca tan delgado para ser el de una mujer que va a dar a luz en primavera; eso es también una cosa de mujeres. El rey dice: «El fuego no llegó muy cerca de ella. Fue una esquina del tapiz de Arras lo que se quemó. Es Absalón colgando del árbol. Es un tapiz muy bueno y me gustaría que vos…».

—Ya haré que venga alguien de Bruselas —dice él.

El fuego no ha tocado al hijo del rey David. Cuelga de las ramas, enredado en su largo cabello, con espanto en los ojos y la boca abierta en un grito.

Aún faltan horas para que amanezca. Las habitaciones del palacio parecen calladas, como si estuviesen esperando una explicación. Patrullan centinelas durante las horas de oscuridad; ¿dónde estaban? ¿No debería haber alguna mujer con la reina, durmiendo en una cama de paja al pie de la de ella? Le dice a lady Rochford: «Sé que la reina tiene enemigos, pero ¿cómo se permitió que se acercaran tanto a ella?».

Jane Rochford se ensoberbece; cree que intenta culparla.

—Mirad, señor secretario. ¿Puedo ser clara con vos?

—Quiero que lo seáis.

—Uno, se trata de una cuestión doméstica. Queda fuera de vuestro cometido. Dos, ella no corrió ningún peligro. Tres, yo no sé quién encendió la vela. Cuatro, si lo supiese no os lo diría.

Él espera.

—Cinco: nadie más os lo dirá tampoco.

Él espera.

—Si, como puede suceder, alguna persona visita a la reina después de que estén apagadas las luces, se trata de un hecho sobre el cual deberíamos correr un velo.

—Alguna persona —él digiere esto, lo va asimilando—. ¿Alguna persona con el propósito de provocar un incendio o con propósitos de algo distinto?

—Para los propósitos habituales en los dormitorios —dice ella—. No es que diga que exista esa persona. Yo no tendría ningún conocimiento de ello. La reina sabe cómo guardar sus secretos.

—Jane —dice él—, si llega el momento en que deseéis descargar vuestra conciencia, no acudáis a un sacerdote, venid a mí. El sacerdote os dará una penitencia, pero yo os daré una recompensa.

¿De qué naturaleza es la frontera entre verdad y mentiras? Es permeable e imprecisa porque crecen en ella prolíficos el rumor, la confabulación, los malentendidos y las historias retorcidas. La verdad puede echar abajo las puertas, la verdad puede gritar en la calle; pero, a menos que sea agradable, bien parecida, placentera y gustosa, está condenada a permanecer lloriqueando en la puerta de atrás.

Mientras ponía las cosas en orden después de la muerte de Catalina, se había sentido impulsado a investigar algunas leyendas de la vida anterior de la difunta. Los libros de cuentas componen una narración tan atractiva como cualquier historia de monstruos marinos o de caníbales. Catalina había dicho siempre que, entre la muerte de Arthur y su matrimonio con el joven príncipe Enrique, había quedado miserablemente desatendida, teniendo que soportar una vida de estrecheces: que si comer el pescado de ayer, y cosas similares. La culpa parecía natural que la tuviese el viejo rey, pero cuando examinabas los libros, veías que él había sido bastante generoso. La servidumbre de Catalina la engañaba. Su vajilla y su cubertería y sus joyas estaban filtrándose al mercado; ¿había sido cómplice ella en eso? Era derrochadora, comprueba él, y generosa; es decir, regia, no se planteaba vivir de acuerdo con sus medios.

Y te preguntas qué más has creído siempre, creído sin fundamento. Su padre Walter había pagado dinero por él, o eso había dicho Gardiner: compensación, por la puñalada que había dado él, a la familia perjudicada. ¿Y si Walter, piensa, no me odiase? ¿Y si yo simplemente le exasperase, y él lo demostrase corriéndome a patadas por el patio de la destilería? ¿Y si yo en realidad lo merecía? Porque yo siempre estaba croando: «Ítem, tengo mejor cabeza para beber que vos. Ítem, tengo mejor cabeza para todo. Ítem, soy el príncipe de Putney y puedo machacar a cualquiera de Wimbledon, que vengan de Mortlake y los haré pedazos. Ítem, soy ya una pulgada más alto que vos, mirad la puerta donde he puesto una señal. Vamos, venga, padre, id y poneos contra la pared».

Escribe:

Dientes de Anthony.

Pregunta: ¿Qué les pasó?

Testimonio de Anthony respondiéndome a mí, Thomas Cromwell:

Los extrajo a golpes un padre brutal.

Para Richard Cromwell: Estaba en una fortaleza asediada por el papa. En algún sitio del extranjero. Un año cualquiera. Un papa cualquiera. La fortaleza fue minada y se colocó una carga. Cuando él se hallaba en un lugar desafortunado, le saltaron de la boca con la explosión todos los dientes.

Para Thomas Wriothesley: Cuando era marinero en Islandia su capitán los cambió por provisiones a un hombre que era capaz de tallar piezas de ajedrez con dientes. No comprendió la naturaleza de la transacción hasta que llegaron hombres vestidos con pieles a arrancárselos.

Para Richard Riche: Los perdió en una disputa con un hombre que impugnó los poderes del Parlamento.

Para Christophe: Alguien le hizo un hechizo y se le cayeron todos. Christophe dice: «Me contaron de niño cosas sobre los satanistas de Inglaterra. Hay un brujo en cada calle. Prácticamente».

Para Thurston: Tenía un enemigo que era cocinero. Y ese enemigo pintó una serie de piedras para que pareciesen avellanas y le dio un puñado.

Para Gregory: Se los sorbió de la cabeza un gran gusano que salió arrastrándose de la tierra y se comió a su esposa. Eso fue en Yorkshire, el año pasado.

Traza una línea debajo de sus conclusiones. Dice: «Gregory, ¿qué debería hacer yo con el gran gusano?».

—Enviar una comisión contra él, señor —dice el muchacho—. Hay que destruirlo. Podría ir contra él el obispo Rowland Lee. O Fitz.

Lanza una larga mirada a su hijo.

—¿Sabes que eso es de los cuentos de Arthur Cobbler?

Gregory le responde también con una larga mirada.

—Sí, lo sé —parece afligido—. Pero se sienten todos tan felices cuando les creo. Sobre todo el señor Wriothesley. Aunque ahora se ha vuelto muy serio. Antes se divertía metiéndome la cabeza debajo del grifo del agua. Pero ahora vuelve los ojos hacia el cielo y dice «Su Majestad el rey». Aunque antes le llamaba Su Horrible Alteza. E imitaba su forma de caminar.

Gregory apoya los puños en las caderas y recorre dando zapatazos la habitación.

Él alza una mano para tapar la sonrisa.

Llega el día del torneo. Él está en Greenwich pero se excusa y abandona el estrado de los espectadores. El rey había estado con él esa mañana, habían estado sentados uno al lado del otro en el cubículo real, en la misa, temprano:

—¿Cuánto aporta el señorío de Ripon? Para el arzobispo de York…

—Un poco más de doscientas sesenta libras, señor.

—¿Y cuánto aporta Southwell?

—Escasamente ciento cincuenta libras, señor.

—¿Eso sólo? Creía que sería más.

Enrique está tomándose un interés muy asiduo por las finanzas de los obispos. Algunas personas dicen, y él no se opondría, que se debería asignar un estipendio fijo a los obispos y hacerse cargo de los beneficios de sus sedes en favor del Tesoro. Él ha calculado que con el dinero que se recaudase podría pagarse un ejército permanente.

Pero este no es el momento de planteárselo a Enrique. El rey cae de rodillas y reza por el santo que vela por los caballeros en las justas, sea el que sea.

—Majestad —dice él—, si os enfrentáis a mi hijo Gregory, ¿os abstendréis de derribarle? Si podéis evitarlo…

Pero el rey dice:

—Si el pequeño Gregory me derribase a mí no me importaría. Aunque es improbable, lo aceptaría de buen grado. Y no podemos evitar lo que hacemos, en realidad. Una vez que has derribado a un hombre, ya no tiene remedio —se detiene y dice bondadosamente—: Es un hecho bastante raro, sabéis, lo de derribar al adversario. No es el objetivo único de la justa. Si os preocupa cómo quedará, no tenéis por qué preocuparos. Es muy hábil. No participaría como combatiente, si no. No puede uno romper lanzas con un adversario timorato, tiene que correr al galope contra ti. Además, nadie se hace daño nunca. No está permitido. Ya sabéis lo que dicen los heraldos. Podrían decir en este caso: «Gregory Cromwell ha justado bien, Henry Norris ha justado muy bien, pero nuestro soberano señor el rey ha sido el mejor de todos».

—¿Y es así, señor? —Sonríe para quitar cualquier aguijón que pudieran contener sus palabras.

—Sé que los consejeros pensáis que yo debería estar en el banco de los espectadores. Y así lo haré, lo prometo, no se me escapa que un hombre de mi edad ya no está en su mejor momento. Pero es difícil, sabéis, renunciar a aquello que has hecho desde que eras un muchacho. Una vez, unos visitantes italianos nos estaban vitoreando a Brandon y a mí pensando que habían vuelto a la vida Aquiles y Héctor. Así lo dijeron.

Pero ¿quién era quién? Uno arrastraba por el polvo al otro…

El rey dice:

—Habéis educado muy bien a vuestro hijo, y también a vuestro sobrino Richard. Ningún noble podría hacer más. Son un crédito para vuestra casa.

Gregory lo ha hecho bien. Gregory lo ha hecho muy bien. Gregory ha sido el mejor de todos. «No quiero que él sea Aquiles —dice—, sólo quiero que no acabe aplastado».

Hay una correspondencia entre una hoja de control y el cuerpo humano, el papel tiene divisiones diferenciadas, para la cabeza y para el torso. Un toque en la coraza del pecho se anota, pero las costillas fracturadas no. Un toque en el yelmo se registra, pero un cráneo roto no. Puedes coger las hojas de control después y volver a leer un registro del día, pero las señales sobre el papel no te cuentan nada del dolor de un tobillo roto o los esfuerzos de un hombre que se ahoga para no vomitar dentro del casco. Como te dirán siempre los combatientes, tenías que verlo de verdad, tenías que estar allí.

Gregory se sintió decepcionado cuando su padre se excusó y se fue sin presenciar el espectáculo. Alegó un compromiso previo con sus papeles. El Vaticano le está ofreciendo a Enrique tres meses a cambio de obediencia, o se imprimirá la bula de excomunión y se distribuirá por toda Europa, y todos los cristianos estarán contra él. La flota del emperador ha partido hacia Argel, con cuarenta mil hombres armados. El abad de Fountains ha estado robando sistemáticamente de su propio tesoro, y mantiene seis putas, aunque es de suponer que necesite un descanso entre una y otra. Y las sesiones del Parlamento comienzan en quince días.

Él había conocido a un viejo caballero en otros tiempos, en Venecia, uno de aquellos hombres que habían hecho carrera participando en torneos por toda Europa. Aquel hombre le había contado su vida, cruzando fronteras con sus escuderos y ayudantes, y su reata de monturas, siempre en movimiento de un premio al siguiente, hasta que la edad y la acumulación de heridas lo dejaron fuera del juego. Solo ya, intentaba ganarse la vida enseñando a jóvenes de buenas familias, soportando las burlas y las pérdidas de tiempo; en mi época, le había dicho, les enseñaban a los jóvenes buenos modales, pero ahora puedo tener que preparar caballos y pulir corazas para algún pequeño borrachín al que en otros tiempos no le habría dejado limpiarme las botas; miradme ahora, reducido a beber con, ¿qué sois vos, un inglés?

El caballero era portugués, pero hablaba latín macarrónico y una especie de alemán, intercalado con tecnicismos, que son muy parecidos en todos los idiomas. En los viejos tiempos, cada torneo era un terreno de pruebas. No había ningún despliegue de lujo ocioso. Las mujeres, en vez de sonreírte bobaliconamente desde pabellones dorados, se reservaban para después. En aquellos tiempos, el conteo era muy complejo y los jueces no perdonaban ningún quebrantamiento de las normas, así que podías romper todas tus lanzas pero perder por puntos, podías aplastar a tu adversario y acabar, no con una bolsa de oro, sino con una multa o una mancha en tu historial. Una infracción de las normas os seguía por toda Europa, de manera que infracciones cometidas, por ejemplo, en Lisboa, os atraparían en Ferrara; la reputación de un hombre iba delante de él, y al final, decía, tras una mala estación, un caso de mala suerte, lo único que tenías era tu reputación; así que no hay que forzar la suerte, decía, cuando brilla la estrella de la fortuna, porque al minuto siguiente, ya no brilla. Y hablando de eso, no paguéis buen dinero por horóscopos. Si os van a ir mal las cosas, ¿es eso lo que necesitáis saber cuando montéis?

Tras beber un poco, el viejo caballero hablaba como si todo el mundo hubiese seguido su oficio. Teníais que situar a vuestros escuderos, decía, a cada extremo de la barrera, para hacer desviarse bien a vuestro caballo si intentaba atajar por medio, porque si no podíais engancharos el pie, cosa que era fácil que sucediese si no había un guardapiés, y que era condenadamente dolorosa: ¿os ha pasado alguna vez eso? Algunos necios agrupan a sus sirvientes en el medio, donde tendrá lugar el alcance; pero ¿de qué vale eso? En realidad, concordaba él, de qué vale: y se preguntaba por aquella palabra delicada, alcance, para designar la conmoción brutal del contacto. Esos escudos de resorte, decía el viejo, ¿los habéis visto?, dan un bote a un lado cuando los golpeas. Trucos de niños. Los jueces de antes no necesitaban un instrumento como ese para saber cuándo había recibido alguien un toque… No, ellos utilizaban los ojos, en aquellos tiempos tenían ojos. Mirad, decía: hay tres formas de fallar. Puede fallarte el caballo. Pueden fallarte los ayudantes. Puede fallarte el temple.

Tenéis que conseguir afirmar bien el yelmo para poder disponer de una buena línea de visión. Y debéis mantener el cuerpo mirando hacia delante, y, cuando estéis a punto de golpear, entonces y sólo entonces, volver la cabeza de manera que tengáis una visión completa del adversario, y dirijáis bien la punta de la lanza hacia el objetivo. Hay quien se desvía un instante antes del choque. Es natural, pero olvidad lo natural. Practicad hasta doblegar el instinto. Si os dan la oportunidad, siempre os desviaréis. El cuerpo quiere preservarse y el instinto procurará evitar que tu caballo de guerra armado y tu yo armado choquen con otro hombre y otro caballo que llega a galope tendido desde el otro lado. Algunos no se desvían, pero en vez de eso cierran los ojos en el momento del impacto. Esos hombres son de dos clases: los que saben que lo hacen y no pueden evitarlo, y los que no saben que lo hacen. Haz que tus muchachos te vigilen cuando practicas. No seas de ninguna de esas dos clases de hombres.

¿Cómo mejoraré entonces?, dijo él al viejo caballero, ¿cómo conseguiré triunfar? Estas fueron sus instrucciones: debéis sentaros tranquilamente en la silla, como si salieseis a tomar el aire. Mantened las riendas flojas, pero el caballo controlado. En el combat à plaisance, con sus banderas al viento, sus guirnaldas, sus espadas sin filo ni punta y sus lanzas de puntas coronadas, cabalgad como si hubieseis salido a matar. En el combat à l’outrance, matad como si fuese una diversión. Ahora, mirad, dijo el caballero, y dio una palmada en la mesa, esto es lo que yo he visto, más veces de las que debo contar: vuestro hombre se prepara para el encuentro, y en el último momento, la urgencia del deseo le desbarata: tensa los músculos, empuja el brazo de la lanza contra el cuerpo, la punta se eleva y se desvía de su objetivo; si tenéis que evitar un fallo, evitad ese. Llevad la lanza un poco suelta, de manera que, cuando tenséis el cuerpo y repleguéis el brazo, la punta vaya directamente hacia el objetivo. Pero sobre todo recordad esto: domad el instinto. Vuestro amor a la gloria ha de derrotar a vuestra voluntad de sobrevivir; o si no ¿para qué luchar? ¿Por qué no ser un herrero, un destilador, un mercader de lana? ¿Por qué estáis en la liza, sino para ganar, y si no, entonces para morir?

Al día siguiente volvió a ver al caballero. Él, Tommaso, volvía de beber con su amigo Karl Heinz, y cuando vieron al viejo estaba tirado con la cabeza en terra firma, los pies en el agua; en Venecia al oscurecer puede ser igual de fácil que sea al revés. Lo retiraron de la orilla y le dieron la vuelta. Conozco a este hombre, dijo él. Su amigo dijo: ¿de quién es? No es de nadie, pero maldice en alemán, así que llevémosle a la Casa Alemana, pues yo no estoy parando en la Casa Toscana sino con un hombre que lleva una fundición. Karl Heinz dijo: es más fácil cagar rubíes que conocer los secretos de un inglés.

Mientras hablaban ponían de pie al viejo y Karl Heinz dijo: mirad, le han birlado la bolsa. Es un milagro que no le hayan matado. Le llevaron en una barca al Fondaco, donde paraban los mercaderes alemanes, y que se estaba reconstruyendo por entonces después de un incendio. Se le puede acostar allí en el almacén entre las cajas, dijo él. Buscad algo para taparle y dadle comida y bebida cuando despierte. Vivirá. Es un viejo pero es duro. Tomad dinero.

Un inglés raro, dijo Karl Heinz. Él dijo: también a mí me han ayudado desconocidos que eran ángeles disfrazados.

Hay un guardia en la puerta de la esclusa, que no han puesto los mercaderes sino el Estado, pues los venecianos quieren saber todo lo que pasa dentro de las casas de las naciones. Así que más monedas, para el guardia. Sacan al hombre del bote; está medio despierto ya, mueve los brazos y dice algo, tal vez en portugués. Cuando entran con él bajo el pórtico, Karl Heinz dice: «Thomas, ¿habéis visto nuestros cuadros?». «Aquí —dice—, guardia, ¿nos haréis el favor de alzar vuestra antorcha, o tendremos que pagaros también por eso?».

Flamea la luz contra la pared. Brota del ladrillo un flujo de seda, seda roja o sangre estancada. Él ve una curva blanca, una luna delgada, la hoja de una hoz; cuando la luz inunda la pared, ve un rostro de mujer, la curva de su pómulo bordeada de oro. Es una diosa. «Alzad la antorcha», dice. En su cabello hinchado y enredado hay una corona dorada. Detrás de ella están los planetas y las estrellas. «¿A quién contratasteis para esto?», pregunta él.

Karl Heinz dice: «Está pintándolo para nosotros Giorgione, su amigo Tiziano está pintando la fachada del Rialto, es el Senado el que les paga. Pero bien sabe Dios que nos lo sacarán a nosotros en comisiones. ¿Te gusta ella?».

La luz acaricia su carne blanca. Tiembla al apartarse de ella, remendándola de oscuridad. El vigilante baja la antorcha y dice, «qué, ¿creéis que voy a estar aquí toda la noche por complaceros con este frío insoportable?». Lo que es una exageración para conseguir más dinero, aunque es verdad que la niebla se arrastra por encima de los puentes y los pasajes y ha subido del mar un viento frío.

Al separarse de Karl Heinz, la propia luna, una piedra en las aguas del canal, ve una puta cara; es tarde para que esté en la calle, sus criados la sostienen por los codos, se balancea sobre el empedrado con sus altos chapines. Su risa resuena en el aire, y el extremo festoneado de un pañuelo amarillo culebrea en la niebla separado de su cuello blanco. Él la observa; ella no advierte su presencia. Luego desaparece. Se abre para ella alguna puerta en algún sitio y se cierra. Igual que la mujer de la pared, se funde y se pierde en la oscuridad. La plaza estaba vacía de nuevo; y él es sólo una forma negra contra la pared de ladrillo, un fragmento cortado de la noche. Si alguna vez necesitase esfumarme, dice, aquí es donde lo haría.

Pero eso fue hace mucho y en otro país. Ahora está aquí Rafe Sadler con un mensaje: debe volver rápidamente a Greenwich, en esta cruda mañana, cuando parece que podría llover en cualquier momento. ¿Dónde estará hoy Karl Heinz? Probablemente muerto. Desde la noche que vio cómo crecía la diosa en la pared, ha tenido la intención de encargar una él, pero otros propósitos (ganar dinero y redactar leyes) le han ocupado el tiempo.

—¿Rafe?

Rafe está parado en la puerta y no habla. Alza la vista hacia la cara del joven. Su mano suelta la pluma y la tinta salpica el papel. Se levanta inmediatamente, envolviéndose en su ropón forrado de piel como si amortiguase así un poco el impacto de lo que va a venir. «¿Gregory?», dice, y Rafe niega con la cabeza.

Gregory está intacto. No ha participado siquiera en la lid.

El torneo se ha interrumpido.

—Es el rey —dice Rafe—. Es Enrique, está muerto.

—Ah —dice él.

Seca la tinta con polvo de la caja de hueso. Sangre por todas partes, sin duda, dice.

Tiene siempre a mano un regalo que le hicieron una vez, una daga turca hecha de hierro, con un dibujo de girasoles grabado en la vaina. Hasta ahora la había considerado siempre un adorno, una curiosidad. La coge y la mete entre sus ropas.

Recordará, más tarde, lo difícil que fue cruzar la puerta, adaptar las pisadas a un suelo que bascula. Se siente débil, es el reflujo de la debilidad que le había hecho dejar caer la pluma al pensar que Gregory estaba herido. No es Gregory, se dice; pero su cuerpo está aturdido, le cuesta hacerse cargo de la noticia, como si hubiese recibido él mismo un golpe mortal. Sí, ahora seguir adelante, intentar hacerse con el mando, o aprovechar este momento, tal vez el último momento, para abandonar el escenario: una buena huida, antes de que los puertos se bloqueen. ¿E ir adónde? ¿Alemania, quizá? ¿Hay algún principado, algún Estado, en el que estuviese seguro, fuera del alcance del emperador, del papa o del nuevo soberano de Inglaterra, fuese quien fuese?

Él nunca ha retrocedido; o una vez, quizá, ante Walter cuando tenía siete años: pero Walter no se había parado. Desde entonces: adelante, adelante, en avant! Así que su vacilación no se prolonga mucho, aunque después no tendrá ningún recuerdo de cómo llegó a una tienda alta y dorada, con las divisas y las armas de Inglaterra bordadas, a estar de pie delante del cadáver del rey Enrique VIII. No habían empezado las justas, dice Rafe, él estaba corriendo la sortija, se le enganchó en el ojo del círculo la punta de la lanza. Luego el caballo trastabilló, y cayeron los dos, el caballo rodando con un bramido y Enrique debajo de él. Ahora el gentil Norris está de rodillas junto al ataúd, rezando, le corren lágrimas en cascada por las mejillas. Hay un manchón de luz sobre la armadura de placas, yelmos que ocultan caras, mandíbulas de acero, bocas de rana, las ranuras de las viseras. Alguien dice: el animal cayó como si se le hubiese roto una pata, nadie estaba cerca del rey, nadie tiene la culpa. Él parece oír el ruido sobrecogedor, el bramido aterrado del caballo al cabecear, los gritos de los espectadores, el estrépito rechinante de acero y de cascos sobre acero cuando un enorme animal se enreda con otro, caballo de guerra y rey cayendo juntos, metal penetrando en carne, casco en hueso.

—Traed un espejo —dice— para ponérselo en los labios. Una pluma, a ver si se mueve.

El rey ha sido despojado de la armadura, pero aún tiene ceñida la chaqueta de justar, negra y forrada, como si estuviese de luto por sí mismo. No hay sangre visible, así que pregunta: ¿dónde se ha herido? Alguien dice: se dio un golpe en la cabeza; pero eso es todo lo que puede arrancar con sentido entre los lamentos y balbuceos incoherentes que llenan la tienda. Plumas, espejos, le dicen que eso ya se ha hecho; lenguas que claman como badajos de campanas, ojos duros como piedras en las cabezas, un rostro inexpresivo y estupefacto que se vuelve hacia otro, se formulan juramentos y oraciones, y todos se mueven lentamente, lentamente; nadie quiere llevar el cadáver dentro, es demasiado para hacerse cargo uno mismo, ya se verá, se informará de ello. Es un error pensar que cuando el rey muere sus consejeros gritan: «Viva el rey». El hecho de la muerte se oculta con frecuencia varios días. Como debe ocultarse este… Enrique está pálido, y él ve la conmovedora ternura de la carne humana despojada de acero. Yace boca arriba, toda su majestuosa estatura extendida sobre una pieza de tela azul marino. Tiene los miembros estirados. Parece ileso. Le toca la cara. Aún está caliente. El destino no le ha destrozado ni mutilado. Está intacto, un regalo para los dioses. Se lo llevan de vuelta igual que lo enviaron.

Él abre la boca y grita. ¿Qué es lo que se proponen dejando al rey allí tendido, sin que le toque una mano cristiana, como si estuviese ya excomulgado? Si fuese cualquier otro hombre caído habrían estado intentando seducir sus sentidos con pétalos de rosa y mirra. Estarían tirándole del pelo y de las orejas, quemando papel bajo sus narices, abriendo la mandíbula para verter en su boca agua bendita, tocando un cuerno al lado de su cabeza. Todo eso debería hacerse y…, alza la vista y ve a Thomas Howard, el duque de Norfolk, corriendo hacia él como un demonio. Tío Norfolk: tío de la reina, primer noble del reino. «¡Santo Dios, Cromwell!», ruge. Y está claro lo que significa. Santo Dios, ahora sí que te tengo; Santo Dios, tus presuntuosas agallas van a ser arrancadas, Santo Dios, antes de que termine este día tu cabeza estará clavada en una estaca.

Quizá. Pero en el segundo siguiente, él, Cromwell, parece ensancharse y llenar todo el espacio que rodea al caído. Se ve a sí mismo, como si estuviese observando desde arriba desde la lona de la tienda: su contorno se expande, incluso su estatura. De modo que ocupa más terreno. De modo que ocupa más espacio, respira más aire, está más sólidamente asentado cuando Norfolk choca con él violentamente, y se estremece, tiembla. Mientras que él es una fortaleza asentada en la roca, sereno, y Thomas Howard simplemente rebota de sus murallas, con un respingo, sobresaltado, balbuciendo Dios sabe qué sobre Dios sabe quién. «¡MI SEÑOR NORFOLK! —le grita—. Mi señor Norfolk, ¿dónde está la reina?».

Norfolk jadea y resuella:

—En el suelo. Se lo conté. Yo mismo. Era yo quien tenía que hacerlo. Me correspondía, soy su tío. Cayó en un desmayo. Al suelo. Una enana intentó levantarla. La eché a patadas. ¡Dios Todopoderoso!

¿Quién gobierna ahora, para el hijo nonato de Ana? Cuando Enrique propuso ir a Francia, dijo que dejaría a Ana como regente, pero eso fue hace más de un año, y además nunca llegó a ir, así que no sabemos si lo habría hecho; Ana le había dicho a él: Cremuel, si soy regente yo, tened cuidado, si no tengo vuestra obediencia tendré vuestra cabeza. Ana como regente habría dado buena cuenta enseguida de Catalina, de María: Catalina está ya fuera de su alcance, pero María sigue ahí para el asesinato. Tío Norfolk, que se había arrodillado junto al cadáver para una oración rápida, se ha levantado de nuevo torpemente:

—No, no, no —dice—. Ninguna mujer con una barriga puede reinar. Ana no puede. Yo, yo, yo.

Gregory está abriéndose paso entre la multitud. Ha tenido el buen sentido de traer a Fitzwilliam, tesorero del rey.

—La princesa María —le dice él a Fitz—. Debo llegar hasta ella. Tengo que hacerlo. O el reino está perdido.

Fitzwilliam es uno de los viejos amigos de Enrique, un hombre de su misma edad: demasiado capaz por carácter, gracias a Dios, para aterrarse y farfullar.

—La custodian los Bolenas —dice Fitz—. No sé si la entregarán.

Sí, y qué necio fui, piensa, no introduciéndome entre ellos y sobornándolos, y repartiendo dádivas por adelantado previendo una situación como esta; dije que enviaría mi anillo para la liberación de Catalina, pero para la princesa no hice ningún acuerdo similar. Si dejo seguir a María en manos de los Bolena, está muerta. Si la dejo caer en manos de los papistas, la harán reina, y el muerto seré yo. Habrá guerra civil.

Los cortesanos afluyen ahora en masa a la tienda, todos inventando cómo murió Enrique, exclamándose todos, negando, lamentándose; el ruido crece, y él ase por el brazo a Fitz: «Si esta noticia llega al campo antes que nosotros, nunca veremos viva a María». Sus guardianes no la ahorcarán de la escalera, no la apuñalarán, pero se asegurarán de que tenga un accidente, de que se parta el cuello en el camino. Luego, si el nonato de Ana es una niña, Elizabeth será reina, porque no tenemos ninguna más.

Fitzwilliam dice: «Esperad un momento, dejadme pensar. ¿Dónde está Richmond?». El bastardo del rey, dieciséis años. Hay que tenerle en cuenta, hay que protegerle. Richmond es yerno de Norfolk. Así que Norfolk debe saber dónde está, Norfolk es el que se encuentra en mejor posición para apoderarse de él, tratar con él, encerrarle o dejarle suelto; pero él, Cromwell, no teme a un muchacho bastardo, y además, el joven le favorece, le ha tratado siempre con una delicadeza exquisita.

Norfolk anda zumbando ahora de un sitio para otro, una avispa enloquecida, y como si fuese realmente una avispa los presentes lo eluden, se apartan, vuelven después. El duque se encamina zumbando hacia él; él, Cromwell, le aparta de un empujón. Mira a Enrique. Cree haber visto, pero podría ser una fantasía, un temblor en un párpado. Es suficiente. Se planta sobre Enrique, como una figura en una tumba: un guardián ancho, mudo, feo. Espera: luego ve de nuevo aquel temblor, cree verlo. Y le da un vuelco el corazón. Posa una mano en el pecho del rey, apretando, como un mercader al cerrar un trato. Dice con calma: «El rey respira».

Hay un clamor impío. Es algo entre gemido y vitoreo y chillido de pánico, un grito a Dios, una réplica del diablo.

Debajo de la chaqueta, dentro del forro de crin, una fibrilación, un temblor de vida: su mano plana y pesada sobre el pecho regio, tiene la sensación de estar resucitando a Lázaro. Es como si su palma, magnetizada, estuviese infundiendo de nuevo vida a su príncipe. La respiración del rey, aunque superficial, parece firme. Él, Cromwell, ha visto el futuro; ha visto a Inglaterra sin Enrique; reza en voz alta. «¡Viva el rey!».

—Traed a los cirujanos —dice—. Traed a Butts. Traed a cualquier hombre con habilidad. Si muere de nuevo, no se les culpará. Doy mi palabra. Que venga Richard Cromwell, mi sobrino. Traed un taburete para mi señor Norfolk, ha sufrido una conmoción.

Siente la tentación de añadir; echadle un cubo de agua por encima al gentil Norris, cuyas oraciones, ha tenido tiempo para darse cuenta, son de un marcado carácter papista.

La tienda está ahora tan llena que parece que haya sido cogida por sus anclajes para instalarla sobre las cabezas de los hombres. Mira por última vez a Enrique antes de que su forma inmóvil desaparezca bajo los cuidados de doctores y sacerdotes. Oye una larga náusea jadeante; pero eso también lo ha oído en los cadáveres.

—Respira —grita Norfolk—. ¡Dejad respirar al rey!

Y, como obedeciendo, el caído inicia una inspiración profunda, absorbente, rechinante. Y luego jura. Y luego intenta incorporarse.

Y asunto concluido.

Pero no enteramente: no hasta que haya estudiado las expresiones de los Bolena que están allí. Parecen entumecidos, aturdidos. Tienen las caras ateridas por el frío penetrante. Su gran hora ha pasado, antes de que en realidad llegase. ¿Cómo se han juntado todos aquí tan rápido? ¿De dónde han salido?, le pregunta a Fitz. Sólo entonces repara en que está oscureciendo. Lo que nos parecieron diez minutos han sido dos horas: dos horas desde que Rafe apareció en la puerta y él dejó caer la pluma sobre la página.

—Por supuesto —le dice a Fitzwilliam— nunca sucedió. O, si sucedió, fue un incidente sin importancia.

Para Chapuys y los demás embajadores, se atendrá a su versión original: el rey cayó, se dio un golpe en la cabeza y estuvo inconsciente diez minutos. No, en ningún momento pensamos que estuviese muerto. Al cabo de diez minutos se levantó. Y ahora está perfectamente bien.

—Por mi forma de contarlo —le dice a Fitzwilliam—, pensaríais que el golpe en la cabeza le había mejorado. Que en realidad quiso dárselo. Que todos los monarcas necesitan un golpe en la cabeza, de vez en cuando.

A Fitzwilliam le divierte eso.

—Los pensamientos de un hombre en un momento así difícilmente soportan el análisis. Recuerdo que pensé: «¿No deberíamos mandar a por el Lord Canciller?». Pero no sé qué pensaba yo que iba a hacer él.

—Lo que pensé yo —confiesa él— fue que alguien debía ir a buscar al arzobispo de Canterbury. Creo que pensé que no podía morir un rey sin su supervisión. Imaginaos intentando traer a Cranmer a través del Támesis. Nos haría unirnos primero a él en una lectura del Evangelio.

¿Qué dice el Libro Negro? Nada al respecto. Nadie ha elaborado un plan para un rey que se desploma entre un instante y el siguiente, que un segundo está firme y seguro en el caballo y cabalga a galope tendido, y al segundo siguiente está aplastado en el suelo. Nadie se atreve. Nadie osa pensar en eso. Cuando el protocolo falla, es guerra a cuchilladas. Recuerda a Fitzwilliam a su lado; Gregory entre la multitud; Rafe junto a él y luego Richard, su sobrino. ¿Fue Richard quien ayudó a incorporarse al rey cuando intentaba sentarse, y los médicos gritaban: «¡No, no, echadle!»? Enrique había juntado las manos sobre el pecho, como para apretarse el corazón. Había intentado levantarse, había emitido sonidos articulados, que parecían palabras pero no lo eran, como si el Espíritu Santo hubiese descendido sobre él y estuviese hablando lenguas. Él había pensado, traspasado por el pánico: ¿y si nunca recupera el juicio? ¿Qué dice el Libro Negro si un rey se vuelve simple? Fuera recuerda el bramido del caballo caído de Enrique, luchando por levantarse; pero seguro que no pudo ser eso lo que oyó, seguro que lo habían sacrificado…

Luego estaba bramando el propio Enrique. Esa noche, el rey rasga las vendas que tiene en la cabeza. La contusión, la inflamación, son el veredicto de Dios de aquel día. Está decidido a mostrarse así ante la corte, a contrarrestar cualquier rumor de que esté muerto o destrozado. Ana se acerca a él, sostenida por su padre, monseñor. El conde la sostiene de verdad, no es que finja hacerlo. Parece pálida y frágil; ahora se hace notoria su preñez. «Mi señor —dice—, rezo, y toda Inglaterra reza, porque no justéis nunca más».

Enrique le hace señas de que se aproxime. Sigue haciéndoselas hasta que su rostro está cerca del suyo. Con voz baja y vehemente dice: «¿Y por qué no me capáis también? Eso os gustaría, ¿verdad que sí, madame?».

Hay una consternación manifiesta en los rostros. Los Bolena tienen el buen sentido de apartar a Ana de él, de apartarla y de llevársela, la señora Shelton y Jane Rochford aletean y se exclaman, todo el clan Howard, Bolena, se agrupa en torno a ella. Jane Seymour, única entre las damas, no se mueve. Está quieta y mira a Enrique, y la mirada de Enrique vuela directa hacia ella, y se abre un espacio a su alrededor y durante un instante se mantiene en el vacío, como una bailarina dejada atrás cuando la hilera sigue.

Más tarde, él está con Enrique en su dormitorio, el rey derrumbado en un sillón de terciopelo. Enrique dice: cuando yo era un muchacho, iba andando con mi padre por una galería en Richmond, una noche de verano sobre las once del reloj, él tenía mi brazo en el suyo y estábamos entregados a la conversación o lo estaba él, y de pronto hubo un gran estruendo y un estallido, el edificio entero lanzó un gruñido profundo y se desprendió el suelo a nuestros pies. Lo recordaré toda la vida, estar allí en el borde, y había desaparecido el mundo debajo de nosotros. Pero durante un instante no supe lo que oía, si lo que se rompían eran las maderas o nuestros propios huesos. Estábamos los dos gracias a Dios aún asentados sobre suelo sólido, y sin embargo yo me había visto caer a plomo, sin parar, sin parar, a través del piso de abajo, hasta dar en tierra y olerla, húmeda como la tumba. Bueno…, cuando caí hoy, fue así. Oí voces. Muy lejanas. No podía entender las palabras. Me sentía sostenido a través del aire. No veía a Dios. Ni ángeles.

—Espero que no os sintieseis decepcionado cuando os desperté, sólo para ver a Thomas Cromwell.

—Nunca fuisteis tan bienvenido —dice Enrique—. Vuestra propia madre el día que nacisteis no se alegró más de veros de lo que yo me alegré hoy.

Los sirvientes de cámara están aquí, se desplazan con pisadas suaves haciendo sus tareas de siempre, rocían con agua bendita las sábanas del rey. «Basta —dice Enrique, irritado—. ¿Queréis que coja un catarro? Un ahogamiento no es menos eficaz que una caída. —Se vuelve y añade bajando la voz—: Crumb, ¿sabéis que esto nunca sucedió?».

Él asiente. Las anotaciones que se hayan hecho, él se halla en proceso de expurgarlas. Después se sabrá que en esa fecha, el caballo del rey tropezó. Pero la mano de Dios recogió al rey del suelo y le colocó de nuevo riendo en su trono. Otro ítem para El Libro Llamado Enrique: si le tiras al suelo rebota.

Pero la reina tiene cierta razón. Has visto a aquellos caballeros que justaban en los tiempos del viejo rey, cojeando por la corte, los supervivientes de los torneos, desorientados y con una mueca de dolor; hombres que han recibido un golpe en la cabeza demasiadas veces, hombres que caminan encorvados. Y de nada sirve toda tu destreza cuando llega la hora de la verdad. El caballo puede fallar. Los ayudantes pueden fallar. El temple puede fallar.

Esa noche le dice a Richard Cromwell: «Fue un mal momento para mí. ¿Cuántos hombres pueden decir, como yo: “Soy un hombre cuyo único amigo es el rey de Inglaterra”? Lo tengo todo, pensaríais. Pero si no está Enrique, ya no tengo nada».

Richard ve la verdad desvalida de eso. Dice: «Sí». ¿Qué más puede decir?

Luego expresa el mismo pensamiento, de una forma cauta y modificada, para Fitzwilliam. Fitzwilliam le mira: pensativo, no sin simpatía. «Yo no sé, Crumb. No os faltan apoyos, sabéis».

—Perdonadme —dice él escéptico— pero ¿de qué modo se manifiesta ese apoyo?

—Quiero decir que tendríais apoyo, en caso de que lo necesitaseis contra los Bolena.

—¿Y por qué habría de necesitarlo? La reina y yo somos muy buenos amigos.

—Eso no es lo que le contáis a Chapuys.

Él inclina la cabeza. Interesante, la gente que habla con Chapuys; interesante, también, lo que el embajador decide transmitir, de una parte a otra.

—¿Los oísteis? —dice Fitz; el tono es de disgusto—. Fuera de la tienda, cuando pensaban que el rey estaba muerto… Gritaban «¡Bolena, Bolena!». Invocaban su propio nombre. Como cuclillos.

Él espera. Por supuesto que los oyó; ¿cuál es la verdadera pregunta aquí? Fitz está próximo al rey. Se ha criado en la corte con Enrique desde que los dos eran pequeños, aunque su familia sea de la baja nobleza, no de la aristocracia. Ha estado en la guerra. Ha tenido clavado un cuadrillo de ballesta en el cuerpo. Ha estado en el extranjero en embajadas, conoce Francia, conoce Calais, el enclave inglés de allí y su política. Es de ese selecto grupo de los caballeros de la Orden de la Jarretera. Escribe con buena letra, con precisión, sin brusquedad ni circunloquios, sin carga de adulación ni superficialidad en las expresiones de respeto. Al cardenal le gustaba, y es afable con Thomas Cromwell cuando comen diariamente en la cámara de la guardia. Es siempre afable: ¿y lo es más ahora?

—¿Qué habría sucedido, Crumb, si el rey no hubiese vuelto a la vida? Nunca olvidaré a Howard gritando: «¡Yo, yo, yo!».

—No es un espectáculo que borraremos de nuestras mentes. En cuanto a… —vacila—. Bueno, si hubiese sucedido lo peor, el cuerpo del rey muere pero el cuerpo político continúa. Habría la posibilidad de convocar un consejo de regencia, compuesto por funcionarios de la ley y por aquellos consejeros principales que están ahora…

—… entre ellos, vos mismo…

—Yo mismo, por supuesto. —Yo mismo con varias capacidades, piensa: ¿quién de más confianza, quién más próximo y no sólo secretario sino un funcionario de la ley, al cargo del registro de la Corona?—. Si el Parlamento estuviese dispuesto, podríamos crear un órgano que habría gobernado como regente hasta que la reina diese a luz, y quizá con su permiso durante una minoría…

—Pero vos sabéis que Ana nunca daría ese permiso —dice Fitz.

—No, lo tendría todo para gobernar sola. Pero tendría que enfrentarse a tío Norfolk. No sé, entre los dos, a quién respaldaría. Creo que a la dama.

—Dios ampare al reino —dice Fitzwilliam— y a todos los hombres de él. De los dos, yo preferiría a Thomas Howard. Al menos, en caso necesario, uno podría desafiarle a salir fuera a pelear. Si dejamos que la dama sea regente, los Bolena caminarán sobre nuestras espaldas. Seríamos su alfombra viviente. Ella haría que nos cosieran «AB» en la piel. —Se frota la barbilla—. Aunque de todos modos lo hará. Si le da un hijo a Enrique.

Él se da cuenta de que Fitz le está observando.

—Hablando de hijos —dice—, ¿os he dado las gracias de la forma adecuada? Si hay alguna cosa que pueda hacer por vos, decid. Gregory ha prosperado bajo vuestra guía.

—Es para mí un placer. Volved a enviarle conmigo pronto.

Lo haré, piensa, y con el arriendo de una pequeña abadía o dos, cuando se aprueben mis nuevas leyes. En su escritorio hay montones de asuntos acumulados para la nueva sesión del Parlamento. Antes de que pasen muchos años le gustaría que Gregory tuviese un escaño a su lado en los Comunes. Ha de tener conocimiento de todos los aspectos del gobierno del reino. Un periodo en el Parlamento es un ejercicio de frustración, o una lección de paciencia: dependiendo de cómo prefieras mirarlo. Se discute de la guerra, la paz, de luchas, disputas, debates, de murmuraciones, quejas, riquezas, la pobreza, la verdad, la falsedad, la justicia, la equidad, la opresión, la traición, el asesinato y la edificación, y la continuidad del bien común; luego hacen lo que hicieron sus predecesores (en la medida, claro, en que pudieron) y lo dejan donde empezaron.

Después del accidente del rey, todo es igual, pero nada es igual. Él aún sigue teniendo enfrente a los Bolena, a los partidarios de María, del duque de Norfolk, del duque de Suffolk y del ausente obispo de Winchester; por no mencionar al rey de Francia, al emperador y al obispo de Roma, conocido también como el papa. Pero el enfrentamiento (cada enfrentamiento) es más agudo ahora.

El día del funeral de Catalina, se siente abatido. ¡Con qué fuerza abrazamos a nuestros enemigos! Son nuestros familiares, nuestros otros yos. Cuando ella estaba sentada en un cojín de seda en la Alhambra, con siete años, haciendo su primer bordado, él estaba raspando raíces en la cocina de Lambeth Palace, bajo la mirada de su tío John, el cocinero.

Había asumido tantas veces en el consejo la posición de Catalina, como si fuese uno de sus abogados oficiales. «Señores míos, vos plantearéis ese razonamiento», decía, «La princesa viuda alegará…» y «Catalina os refutará, así». No porque se inclinase por su causa sino porque eso ahorraba tiempo; como adversario suyo, se hacía cargo de sus intereses, consideraba sus estratagemas, llegaba a cada punto antes que ella. Había sido durante mucho tiempo un enigma para Charles Brandon: «¿De parte de quién está este hombre?», preguntaba.

Pero en Roma la causa de Catalina no se considera decidida, ni siquiera ahora. Una vez que los abogados del Vaticano han puesto un caso en marcha, no se detiene sólo porque una de las partes haya muerto. Es posible que, cuando todos nosotros estemos muertos, desde alguna mazmorra del Vaticano, un secretario esqueleto castañetee los dientes para consultar a sus colegas esqueletos sobre alguna cuestión del derecho canónico. Charlarán castañeteando los dientes entre ellos; sus ojos ausentes girarán en las órbitas, para ver que sus pergaminos se han convertido en motas de polvo en la luz. ¿Quién tomó la virginidad de Catalina, su primer marido o su segundo? No lo sabremos en toda la eternidad.

—¿Quién puede entender las vidas de las mujeres? —le dice a Rafe.

—O sus muertes —dice Rafe.

Él alza la vista.

—¡Tú no! Tú no crees que fuese envenenada, ¿verdad?

—Se rumorea —dice Rafe con gravedad— que el veneno se le introdujo en cierta cerveza galesa fuerte. Una bebida a la que ella le había tomado afición, al parecer, estos últimos meses.

Él mira a Rafe a los ojos y rompe a reír con una alegría reprimida. La princesa viuda, trasegando cerveza galesa fuerte.

—De una jarra de cuero —dice Rafe—. Imaginadla golpeando con ella la mesa. Y gritando: «Llenadla otra vez».

Él oye rumor de pies que corren acercándose. ¿Quién ahora? Un golpe en la puerta, y aparece su muchachito galés, sin aliento.

—Señor, tenéis que ir inmediatamente a ver al rey. Ha venido a buscaros gente de Fitzwilliam. Creo que alguien ha muerto.

—¿Qué?, ¿alguien más? —dice él. Coge su gavilla de papeles, los arroja en un cofre, lo cierra, le da la llave a Rafe. A partir de ahora no dejará ningún secreto descuidado, ninguna tinta fresca expuesta al aire. «¿A quién tendré que resucitar esta vez?».

¿Sabéis lo que pasa cuando vuelca un carro en la calle? Todos aquellos que te encuentras lo han presenciado. Vieron la pierna de un hombre cortada limpiamente. Vieron a una mujer exhalar el último aliento. Vieron las mercancías saqueadas, ladrones robando de la parte de atrás mientras el conductor del carro estaba aplastado en la de delante. Oyeron gritar a un hombre su última confesión, mientras otro cuchicheaba su última voluntad y testamento. Y si todos aquellos que dicen que estaban allí hubiesen estado de veras, la escoria de Londres se habría concentrado en ese único punto, las cárceles se habrían vaciado de ladrones, de putas las camas y estarían de pie encima de los hombros de los carniceros para ver mejor todos los abogados.

Ese día, 29 de enero, más tarde, iba camino de Greenwich, sobrecogido, receloso, por la noticia que le habían llevado los hombres de Fitzwilliam. La gente le contará: «Yo estaba allí, yo estaba allí cuando Ana dejó de hablar, yo estaba allí cuando posó el libro, la costura, el laúd, yo estaba allí cuando ella abandonó su alegría por el pensamiento de Catalina sepultada en la tumba. Yo vi cómo le cambiaba la cara. Yo vi cómo se agolpaban sus damas alrededor de ella. Yo las vi llevarla hasta su cámara y cerrar la puerta, y vi el rastro de sangre que quedó en el suelo por donde ella anduvo».

No necesitamos creer eso, lo del rastro de sangre. Lo vieron quizá en su pensamiento. Él preguntará: ¿a qué hora empezaron los dolores de la reina? Pero nadie pareció capaz de decírselo, a pesar de su conocimiento detallado del incidente. Se habían concentrado en el rastro de sangre y prescindido de los hechos. Tardará todo el día en filtrarse la mala noticia fuera del dormitorio de la reina. A veces las mujeres sangran pero el niño se aferra y crece. Esta vez no. Catalina estaba demasiado fresca en su tumba para estarse quieta. Ha extendido la mano y ha liberado al niño de Ana, para que así salga a destiempo al mundo, no mayor que una rata.

Por la noche, fuera de las habitaciones de la reina, la enana está sentada en las baldosas, balanceándose y gimiendo. «Finge que está de parto», dice alguien, innecesariamente. «¿No podéis sacarla de aquí?», pregunta él a las mujeres.

Jane Rochford dice:

—Era un niño, señor secretario. Lo había llevado menos de cuatro meses, según nuestros cálculos.

Principios de octubre, entonces. Aún estábamos en marcha.

—Vos tomaríais nota del itinerario —murmura lady Rochford—. ¿Dónde estaba ella entonces?

—¿Importa eso?

—Yo diría que vos querríais saber. Bueno, los planes cambiaban, ya se sabe, a veces al instante. A veces ella estaba con el rey, a veces no, a veces estaba con ella Norris, y a veces otros gentilhombres. Pero tenéis razón, señor secretario. Eso no tiene ninguna importancia. Los médicos pueden estar seguros de muy poco. No hay modo de saber cuándo fue concebido. Quién estaba aquí y quién estaba allá.

—Tal vez deberíamos dejarlo así —dice él.

—Tal vez. Ahora que ya ha perdido otra oportunidad, la pobre…, ¿qué pasará en el mundo?

La enana se pone de pie. Lo observa, le sostiene la mirada, se levanta las faldas. Él no es lo suficientemente rápido para apartar la vista. Se ha afeitado o la ha afeitado alguien, y sus partes están calvas, como las de una vieja o una niña pequeña.

Más tarde, ante el rey, cogiendo la mano de Mary Shelton, Jane Rochford no está segura de nada.

—Tenía la apariencia de un varón —dice—, de unas quince semanas de gestación.

—¿Qué queréis decir con «la apariencia de»? —exige el rey—. ¿Es que no podéis asegurarlo? Oh, idos, mujer, vos nunca habéis dado a luz, ¿qué sabéis? Debería haber habido matronas a su lado, ¿qué falta hacíais vos allí? ¿No podríais vosotros, los Bolena, ceder el puesto a alguien más útil?, ¿tenéis que estar todos presentes en multitud siempre que se produce un desastre?

La voz de lady Rochford tiembla, pero se mantiene firme en su punto.

—Su Majestad debe hablar con los médicos.

—Ya lo he hecho.

—Yo sólo repito sus palabras.

Mary Shelton rompe a llorar. Enrique la mira y dice humildemente:

—Señora Shelton, perdonadme. No quería haceros llorar, querida mía.

Enrique tiene dolores. Lleva la pierna vendada por los cirujanos, la pierna en que se hirió en la liza unos diez años atrás; es propensa a ulcerarse, y parece que la caída reciente le ha abierto un canal en la carne. Toda su fanfarronería se ha esfumado; es como en los tiempos en que soñaba con su hermano, aquella época en que los muertos le perseguían. Es el segundo hijo que ella ha perdido, dice él esa noche, en privado: aunque quién sabe, podrían haber sido más, las mujeres mantienen esas cosas ocultas hasta que sus vientres lo revelan, no sabemos cuántos de mis herederos se han desangrado así. ¿Qué quiere Dios ahora de mí? ¿Qué debo hacer para complacerlo? Veo que no me dará hijos varones.

Él, Cromwell, se mantiene atrás mientras Thomas Cranmer, pálido y suave, se hace cargo del duelo del rey. Malinterpretamos mucho a nuestro Creador, dice el arzobispo, si le culpamos a él de cada accidente de la naturaleza caída.

Yo pensaba que velaba por cada gorrión que cae, dice el rey, truculento como un niño. ¿Por qué no vela entonces por Inglaterra?

Cranmer tendrá alguna razón que dar. Él apenas escucha. Piensa en las mujeres que rodean a Ana: prudentes como serpientes, sencillas como palomas. Se está contando ya una cierta versión de los acontecimientos del día; se cuenta en la cámara de la reina. Ana Bolena no tiene la culpa de esta desgracia. Es su tío Thomas Howard, el duque de Norfolk, quien la tiene. Cuando el rey sufrió la caída, fue Norfolk el que irrumpió donde estaba la reina, gritando que Enrique había muerto, y causándole una conmoción tal que se le paró al nonato el corazón.

Y más aún: es culpa de Enrique. Por cómo ha estado comportándose, soñando con la hija del viejo Seymour, dejando cartas en el sitio de ella en la capilla y enviándole dulces de su mesa. Cuando la reina vio que amaba a otra, se sintió herida en lo más vivo. La aflicción se apoderó de ella, y se le alborotaron las vísceras y rechazaron al tierno niño.

Sólo por dejar claras las cosas, dice fríamente Enrique, cuando se encuentra a los pies del lecho de la dama y oye esa interpretación de los acontecimientos. Sólo por dejar claras las cosas sobre este asunto, madame. Si se ha de culpar a alguna mujer, es a esta a la que yo estoy mirando. Hablaré con vos cuando estéis mejor. Y ahora deseo que os vaya bien, porque yo debo irme a Whitehall a prepararme para el Parlamento, lo mejor es que guardéis cama hasta que os recuperéis del todo. Algo que yo dudo que alguna vez vaya a conseguir.

Entonces Ana le gritó (o eso dice lady Rochford): «Esperad, esperad, mi señor, pronto os daré otro hijo, mucho más rápido ahora que Catalina está muerta…».

—No veo cómo eso va a poder acelerar el asunto.

Enrique se va cojeando. Luego, en sus propias habitaciones, los gentilhombres de la cámara privada se desplazan cuidadosamente a su alrededor, como si estuviese hecho de cristal, disponiendo los preparativos para la partida. Enrique está arrepentido ahora de su precipitado pronunciamiento, porque, si la reina se queda atrás, todas las mujeres deben quedarse atrás, y no podrá ya recrear sus ojos con la carita de panecillo de Jane. Le siguen más razones, transmitidas por Ana quizá en una nota: ese feto perdido, concebido cuando Catalina estaba viva, es inferior a la concepción que seguirá, en fecha desconocida, pero pronto. Porque incluso en el caso de que el niño hubiese vivido y crecido, habría algunos que seguirían dudando de su derecho; mientras que ahora Enrique es viudo, nadie en la Cristiandad puede poner en duda que su matrimonio con Ana sea lícito, y cualquier hijo que engendren es heredero legítimo de Inglaterra.

—Bueno, decidme, ¿qué pensáis de ese razonamiento? —pregunta Enrique. Está derrumbado en un sillón en sus habitaciones privadas, la pierna hinchada de vendajes.

—No, no, nada de conferencias, quiero una respuesta de cada uno, de cada Thomas. —Hace una mueca, aunque lo que pretende es sonreír—. ¿Sabéis la confusión que provocáis entre los franceses? Os han convertido en un consejero de nombre compuesto, y en los despachos os llaman «doctor Chramuel».

Ellos intercambian miradas, él y Cranmer: el carnicero y el ángel. Pero el rey no espera a que den su consejo, conjunto o por separado; sigue hablando, como un hombre que se clava una daga él mismo para demostrar cuánto duele.

—Si un rey no puede tener un hijo, si no puede hacer eso, qué importa lo demás que pueda hacer. Las victorias, el botín que se obtenga en ellas, las leyes justas que haga, la fama de sus cortes, todo eso no es nada.

Es verdad. Mantener la estabilidad del reino: ese es el pacto que un rey hace con su pueblo. Si no puede tener un hijo propio, debe encontrar un heredero, nombrarlo antes de que el país se precipite en la duda y la confusión, las facciones y la conspiración. ¿Y a quién puede nombrar Enrique, sin que se rían de él? El rey dice:

—Cuando recuerdo lo que hice por la reina actual, cómo la elevé de la condición de simple hija de un caballero… No puedo entender ya por qué lo hice. —Mira como diciendo: ¿lo sabéis vos, doctor Chramuel?—. Me parece —tantea, perplejo, buscando las frases correctas—, me parece que se me condujo a este matrimonio de un modo un tanto deshonesto.

Él, Cromwell, mira a la otra mitad de sí mismo, como a través de un espejo: Cranmer parece dispararse.

—¿Cómo que deshonesto? —pregunta.

—Estoy seguro de que en aquel momento yo no tenía la mente serena. No como la tengo ahora.

—Pero, señor —dice Cranmer—. Majestad. Disculpadme, señor, no podéis tener la mente serena. Habéis sufrido una gran pérdida.

Dos, en realidad, piensa él: hoy vuestro hijo nació muerto y fue enterrada vuestra primera esposa. No tiene nada de extraño que tembléis.

—A mí me parece que fui seducido —dice Enrique—, es decir, se aprovecharon de mí, quizá con encantamientos, quizá con hechizos. Las mujeres se valen de esas cosas. Y si fuese así, entonces el matrimonio sería nulo, ¿verdad?

Cranmer alza las manos, como un hombre que intentase hacer retroceder la marea. Ve a su reina desvaneciéndose en el aire sutil: su reina, que ha hecho tanto por la verdadera religión.

—Señor, señor… Majestad…

—¡Oh, paz! —dice Enrique, como si quien hubiese empezado aquello hubiese sido Cranmer—. Cromwell, cuando vos erais soldado, ¿oísteis alguna vez hablar de algo que curase una pierna como la mía? He vuelto a darme un golpe en ella y los cirujanos dicen que deben salir los humores malsanos. Temen que la podredumbre haya llegado hasta el hueso. Pero no se lo digáis a nadie. No me gustaría que esto se difundiese en el extranjero. ¿Querréis enviar un paje a buscar a Thomas Vicary? Creo que ha de sangrarme. Necesito un alivio. Os deseo buenas noches, señores —añade, casi en un murmullo—, porque supongo que hasta este día debe acabarse.

El doctor Chramuel se va. En una antecámara, uno de ellos se vuelve al otro.

—Estará de un humor distinto mañana —dice el arzobispo.

—Sí. Un hombre con dolores puede decir cualquier cosa.

—No deberíamos tenerlo en cuenta.

—No.

Son como dos hombres cruzando sobre una delgada capa de hielo; se apoyan uno en otro, dan pasos pequeños y tímidos. Como si eso sirviese de algo, cuando empiezan a oírse crujidos por todas partes.

—El dolor por el niño le trastorna —dice Cranmer sin convicción—. ¿Cómo iba a esperar tanto por Ana, para tirarlo todo por la borda tan rápido? Pronto volverán a ser amigos perfectos.

—Además —dice él—. No es hombre que acepte haberse equivocado. Él puede tener dudas sobre su matrimonio, pero si las plantea algún otro, que Dios se apiade de él.

—Debemos acabar con esas dudas —dice Cranmer—. Debemos hacerlo entre los dos.

—Le gustaría ser amigo del emperador. Ahora que ya no está Catalina para provocar rencor entre ellos. Así que debemos afrontar el hecho de que la reina actual es… —duda si decir «superflua»; duda si decir «un obstáculo para la paz».

—Ella se interpone en su camino —dice sin rodeos Cranmer—. Pero no la sacrificará, ¿verdad? Seguro que no lo hará por complacer al emperador Carlos ni a ningún otro hombre. No tienen por qué pensar eso. Roma no tiene por qué pensarlo. Él nunca se volverá atrás.

—No. Hay que tener cierta fe en que nuestro buen soberano respaldará a la Iglesia.

Cranmer oye las palabras que él ha evitado decir: el rey no necesita a Ana para ayudarle a hacer eso.

De todos modos, le dice a Cranmer, cuesta recordar al rey antes de Ana; cuesta imaginarle sin ella. Revolotea en torno a él. Lee por encima de su hombro. Penetra en sus sueños. Hasta cuando está echada a su lado no está lo suficientemente cerca para ella.

—Os diré lo que haremos —dice él, y aprieta el brazo de Cranmer—. ¿Qué os parece si preparamos una cena e invitamos al duque de Norfolk?

Cranmer se encoge.

—¿Norfolk? ¿Por qué?

—Para una reconciliación —dice él tranquilamente—. Me temo que el día del accidente del rey yo tal vez fui un poco desdeñoso con sus pretensiones. En la tienda. Cuando él entró corriendo. Pretensiones bien fundadas —añade respetuosamente—. Porque ¿acaso no es él nuestro primer par? Compadezco al duque desde el fondo de mi corazón.

—¿Qué hicisteis, Cromwell? —El arzobispo se ha puesto pálido—. ¿Qué hicisteis en aquella tienda? ¿Le pusisteis las manos encima con violencia, como he oído que hicisteis recientemente con el duque de Suffolk?

—¿A quién?, ¿a Brandon? Sólo quería que se apartase.

—Cuando él no quería hacerlo.

—Fue por su propio bien. Si lo hubiese dejado allí en presencia del rey, se habría encerrado con sus propias palabras en la Torre. Estaba difamando a la reina, ¿comprendéis?

Y cualquier difamación, cualquier duda, piensa él, debe proceder de Enrique, de su propia boca, y no de la mía, ni de la de cualquier otro hombre.

—Por favor, por favor —dice—, hagamos una cena. Debéis ser vos quien la hagáis, en Lambeth. Norfolk no vendrá a mi casa, pensará que me propongo echarle un narcótico en el clarete y trasladarle a bordo de un barco para que le vendan como esclavo. Pero a vuestra casa le agradará ir. Yo aportaré el venado. Y habrá jaleas con la forma de los principales castillos del duque. No os costará nada. Y no será ningún problema para vuestros cocineros.

Cranmer se ríe. Se ríe por fin. Ha sido una campaña dura, conseguir que sonría.

—De acuerdo, Thomas. Haremos esa cena.

El arzobispo le posa las manos en los brazos, le besa a derecha e izquierda. El beso de la paz. Él no se siente suavizado ni apaciguado, mientras vuelve a sus habitaciones cruzando un palacio anormalmente silencioso: ninguna música de habitaciones lejanas, tal vez un murmullo de oración. Intenta imaginar al niño perdido, el maniquí, sus miembros germinando, su rostro viejo y sabio.

Pocos hombres han visto una cosa así. Él no, ciertamente. En Italia, una vez, estuvo sosteniendo una luz para un cirujano, mientras en una habitación sellada, envuelta en sombras, troceaba a un hombre muerto para ver qué le hacía funcionar. Fue una noche temible, el hedor de tripas y sangre obstruía la garganta y los pintores, que se habían dado empujones unos a otros y habían sobornado para conseguir un puesto, intentaban desplazarle a codazos: pero él se mantuvo firme, pues había dado garantías de hacerlo, había dicho que sostendría la luz. Y figuró así entre los elegidos de aquel grupo, las luminarias, que vieron cómo se desnudaban los huesos de músculos. Pero nunca ha visto por dentro una mujer, y aún menos un cadáver grávido; ningún cirujano, ni incluso por dinero, realizaría ese trabajo para un público.

Piensa en Catalina, embalsamada y enterrada. Su espíritu quedó libre y fue en busca de su primer marido: deambula ahora, gritando su nombre. ¿Se sentirá sobrecogido Arthur al verla, una vieja gorda, y él aún un niño flaco?

El rey Arthur, de bendita memoria, no pudo tener un hijo. ¿Y qué pasó después de Arthur? No sabemos. Pero sabemos que su gloria se esfumó de este mundo.

Piensa en el lema elegido por Ana, pintado en su escudo de armas: «La Más Feliz».

Él le había dicho a Jane Rochford: «¿Cómo está mi señora la reina?».

Rochford había dicho: «Sentada en la cama, lamentándose».

Lo que él había querido decir era si había perdido mucha sangre.

Catalina no estaba libre de pecado, pero ahora sus pecados se han desprendido de ella. Están todos amontonados sobre Ana: la sombra que revolotea tras ella, la mujer envuelta en noche. La vieja reina habita en la irradiación de la presencia de Dios, sus hijos muertos envueltos en pañales a sus pies, pero Ana habita en este mundo pecador de abajo, marchitándose en el sudor del puerperio, en sus sábanas sucias. Pero tiene los pies y las manos fríos, y su corazón es como una piedra.

Aquí está, pues, el duque de Norfolk, esperando a ser alimentado. Viste sus mejores galas, o al menos lo que es suficientemente bueno para Lambeth Palace, y parece un trozo de cuerda mascado por un perro, o un pedazo de ternilla dejado a un lado por un trinchador. Ojos fieros, brillantes, bajo cejas rebeldes. El cabello, un rastrojo de hierro. Su persona es flaca, nervuda, y huele a caballos y a cuero, y al taller del armero y, misteriosamente, a hornos o quizá a ceniza enfriándose: seco y polvoriento, picante. No teme a nadie vivo salvo a Enrique Tudor, que podría, a su capricho, quitarle el ducado, pero teme a los muertos. Dicen que en cualquiera de sus casas al final del día se le puede oír cerrando a golpes los postigos y corriendo pestillos, por si el difunto cardenal Wolsey quiere penetrar por una ventana o deslizarse escaleras arriba. Si Wolsey quisiese a Norfolk se mantendría tendido en silencio en el tablero de una mesa, respirando por las vetas de la madera; se deslizaría por el ojo de la cerradura, o se dejaría caer por una chimenea con un remolineo suave como una paloma manchada de hollín.

Cuando Ana Bolena ascendió en el mundo, siendo una sobrina de su ilustre familia, el duque pensó que sus problemas se habían acabado. Porque tiene problemas; el primer noble del reino tiene sus rivales, tiene quien le quiere mal, quien le difama. Pero él creyó que, con Ana coronada a su debido tiempo, estaría siempre a la diestra del rey. Las cosas no han ido así, y el duque está resentido. El enlace no ha traído a los Howard las riquezas y honores que él esperaba. Ana ha tomado para sí las recompensas, y también las ha tomado para sí Thomas Cromwell. El duque piensa que Ana debería dejarse guiar por sus parientes masculinos, pero ella no se deja guiar; en realidad ha dejado claro que se ve a sí misma, y no al duque, como cabeza de la familia ahora. Lo que es antinatural, en opinión del duque: una mujer no puede ser cabeza de nada, su papel es la subordinación y la sumisión. Puede ser una reina y una mujer rica, pero de todos modos debería saber cuál es su sitio, o debería enseñársele. Howard rezonga a veces en público: no por Enrique, sino por Ana Bolena. Y ha considerado más conveniente pasar el tiempo en sus propias tierras, acosando a su duquesa, que escribe a menudo a Thomas Cromwell con quejas por el tratamiento que la dispensa. Como si él, Thomas Cromwell, pudiese convertir al duque en uno de los grandes amantes del mundo, o incluso en una semblanza de hombre razonable.

Pero luego, cuando se conoció el último embarazo de Ana, el duque empezó a acudir a la corte, flanqueado por sus criados de sonrisa engolada, y pronto se le unió su peculiar hijo. Surrey es un joven que tiene una gran opinión de sí mismo, se considera guapo, inteligente y afortunado. Pero tiene la cara torcida y no se hace ningún favor llevando el pelo cortado como si fuera un cuenco. Hans Holbein confiesa que es para él todo un reto. Surrey está aquí esta noche, en Lambeth, perdiéndose una velada de burdel. Sus ojos vagan por la estancia; tal vez piense que Cranmer guarda muchachas desnudas detrás del tapiz de Arras.

—Bueno, vamos a ver —dice el duque, frotándose las manos—. ¿Cuándo vais a bajar a verme a Kenninghall, Thomas Cromwell? Tenemos buena caza, vive Dios, tenemos algo a lo que tirar en todas las estaciones del año. Y podemos proporcionaros un calentador de cama si lo queréis, una mujer del común de las que os gustan a vos, tenemos ahora precisamente una doncella —el duque resopla—, tendríais que ver qué tetas tiene…

Toquetea el aire con sus nudosos dedos.

—Bueno, si es vuestra —murmura él—, no me gustaría privaros de ella.

El duque lanza una mirada a Cranmer. ¿Quizá no deberían hablar de mujeres? Pero bueno, Cranmer no es propiamente un arzobispo, al menos en opinión de Norfolk; es un pequeño empleado que Enrique encontró un año en los pantanos, que prometió hacer cualquier cosa que se le pidiese a cambio de una mitra y dos buenas comidas al día.

—Vive Dios, parecéis enfermo, Cranmer —dice el duque con lúgubre satisfacción—. Parece como si no pudieseis mantener la carne pegada a los huesos. Tampoco puedo yo. Mirad esto.

El duque se aparta de la mesa, dando un codazo a un pobre joven que estaba allí esperando con la jarra de vino. Se pone de pie y retira la ropa para mostrar una pantorrilla flaca.

—¿Qué os parece esto?

Horrible, concuerda él. ¿Es la humillación, seguramente, lo que desgasta a Thomas Howard hasta los huesos? Su sobrina le interrumpe en público y habla por encima de él. Se ríe de sus medallas santas y de las reliquias que lleva, algunas de ellas muy sagradas. En la mesa se inclina hacia él, dice: «Vamos tío, tomad un mendrugo de mi mano, os estáis consumiendo». «Y lo estoy», dice él.

—No sé cómo hacéis vos, Cromwell. Hay que ver, todo carne debajo de la tela, un ogro os comería asado.

—Bueno, sí —dice él sonriendo—, ese es el peligro que corro.

—Yo creo que vos tomáis algunos polvos que conseguisteis en Italia. Os mantienen lustroso. Supongo que no querréis compartir el secreto…

—Comed vuestra gelatina, mi señor —dice él pacientemente—. Si sé de algunos polvos, conseguiré una muestra para vos. Mi único secreto es que duermo de noche. Estoy en paz con mi Hacedor. Y, por supuesto —añade, retrepándose a placer—, no tengo ningún enemigo.

—¿Qué? —dice el duque. Se le clavan las cejas en el pelo. Se sirve un poco más de las almenas de gelatina de Thurston, escarlatas y pálidas, la piedra ligera y el ladrillo sangriento. Mientras les da vueltas en la boca opina sobre varios temas. Principalmente Wiltshire, el padre de la reina. Que debería haber educado a Ana apropiadamente y con más atención a la disciplina. Pero no, estaba demasiado ocupado ufanándose de ella en francés, presumiendo de lo que ella conseguiría.

—Bueno, lo consiguió —dice el joven Surrey—. ¿No es así, mi señor padre?

—Yo creo que es una llama que se está consumiendo —dice el duque—. Ella sabe todo lo que hay que saber sobre polvos. Dicen que tiene envenenadores en su casa. Ya sabéis lo que le hizo al viejo obispo Fisher.

—¿Qué le hizo? —dice el joven Surrey.

—¿Tú no sabes nada, hijo? Se pagó al cocinero de Fisher para que echara unos polvos en el caldo. Estuvo a punto de morir.

—No se habría perdido mucho —dice el muchacho—. Era un traidor.

—Sí —dice Norfolk—, pero por entonces su traición aún no había sido probada. Y esto no es Italia, muchacho. Nosotros tenemos tribunales de justicia. En fin, el pobre viejo salió de esa, pero nunca volvió a estar bien ya. Enrique mandó que cocieran vivo al cocinero.

—Pero ese cocinero nunca confesó —dice él: él, Cromwell—. Así que no podemos estar seguros de que lo hicieran los Bolena.

Norfolk resopla.

—Tenían motivos. María haría bien en tener cuidado.

—Estoy de acuerdo —dice él—. Aunque no creo que el veneno sea lo más peligroso para ella.

—¿Qué entonces? —dice Surrey.

—Los malos consejos, mi señor.

—¿Creéis que ella debería escucharos a vos, Cromwell?

El joven Surrey posa luego el cuchillo y empieza a quejarse. A los nobles, se lamenta, no se les respeta como se les respetaba en los tiempos en que Inglaterra era grande. El rey actual mantiene a su alrededor a una camarilla de hombres de baja condición, y de eso no saldrá nada bueno. Cranmer se echa hacia delante en su silla, como para intervenir, pero Surrey le dirige una mirada feroz que dice: «Es a vos precisamente a quien me refiero, arzobispo».

Él hace una seña a un criado para que llene de nuevo el vaso del joven.

—No adecuáis vuestra charla a vuestra audiencia, señor.

—¿Por qué habría de hacerlo? —dice Surrey.

—Thomas Wyatt dice que estáis aprendiendo a escribir versos. A mí me gusta mucho la poesía, pues pasé la juventud entre los italianos. Me gustaría que leyeseis alguno.

—Seguro que sí, que os gustaría —dice Surrey—. Pero los reservo para mis amigos.

Cuando llega a casa sale su hijo a recibirle.

—¿Habéis oído lo que está haciendo la reina? Se ha levantado del puerperio y dicen de ella cosas increíbles. Dicen que se la vio tostando avellanas en el fuego en su cámara, echándolas en una cacerola de latón, preparadas para hacer dulces envenenados para María.

—El de la cacerola de latón sería otro —dice él, sonriendo—. Un acólito. Weston. Ese chico, Mark.

Gregory se atiene obstinadamente a su versión.

—Fue ella. Estaba tostándolas. Y entró el rey y frunció el ceño al verla en esa ocupación, porque no sabía lo que significaba, y recela de ella, sabéis. Qué estáis haciendo, le preguntó, y Ana la reina dijo: oh, mi señor, estoy haciendo sólo dulces para recompensar a esas pobres mujeres que están siempre a la puerta y que me dan la bienvenida. El rey dijo: ¿es eso lo que haces, querida? Entonces, bendita seas. Con lo que le engañó por completo, claro.

—¿Y dónde sucedió eso, Gregory? Porque ella está en Greenwich y el rey en Whitehall.

—No importa —dice Gregory alegremente—. En Francia las brujas pueden volar, con cacerolas de latón y avellanas y todo. Y fue allí donde ella lo aprendió. En realidad toda la parentela de los Bolena se convirtieron en brujos y brujas, para conseguir un niño para ella por brujería, pues el rey teme que no pueda darle ninguno.

Su sonrisa se vuelve dolorosa.

—No difundas eso entre la gente de la casa.

—Demasiado tarde —dice Gregory, feliz—, me lo han contado ellos a mí.

Él recuerda a Jane Rochford diciéndole, debe de hacer ya dos años de eso: «La reina se ha ufanado de que le dará a la hija de Catalina un desayuno del que no se recuperará».

«Alegre al desayuno, muerto a la cena». Era lo que solían decir sobre las fiebres del sudor, que mataron a su esposa y a sus hijas. Y los fallecimientos no naturales, cuando se producen, suelen ser más rápidos; te abaten de un golpe.

—Me voy a mis habitaciones —dice él—. Tengo que redactar un documento. No dejes que me interrumpan. Richard puede entrar si quiere.

—Y yo, ¿puedo entrar yo? Por ejemplo, si en la casa hubiese un fuego, ¿os gustaría enteraros?

—No por ti. ¿Por qué habría de creerte? —Da una palmada su hijo. Se dirige, presuroso, a su cuarto privado y cierra la puerta.

La reunión con Norfolk no ha dado, al parecer, ningún resultado. Pero coge papel. En la cabecera escribe:

THOMAS BOLENA

Este es el padre de la dama. Se lo imagina mentalmente. Un hombre de bien, ágil aún, orgulloso de su apariencia, se esfuerza mucho por dar una impresión favorable de sí mismo, igual que su hijo George: un hombre para poner a prueba el ingenio de los orfebres de Londres, y para hacer girar alrededor de sus dedos joyas que dice que le han dado gobernantes extranjeros. Esos muchos años que ha servido a Enrique como diplomático, un oficio para el que está dotado por su fría suavidad. No es hombre entregado a la acción, un Bolena, sino más bien alguien que se queda a un lado, sonriendo, mesándose la barba; cree parecer enigmático, pero en vez de eso parece que estuviese recreándose consigo mismo.

De todos modos, sabía cómo actuar cuando se presentaba la ocasión, cómo hacer trepar y trepar a su familia, hasta las ramas más altas del árbol. Hace frío allá arriba cuando sopla el viento, el viento cortante de 1536.

Como sabemos, su título de conde de Wiltshire le parece insuficiente para indicar su estatus especial, así que se ha inventado un título francés, monseñor. Y le causa placer que se dirijan a él utilizándolo. Deja que se sepa que piensa que debería adoptarse universalmente. A partir de la aceptación de su uso por los cortesanos, puedes deducir en gran medida de qué lado están.

Escribe:

Monseñor: Todos los Bolena. Sus mujeres. Sus capellanes. Sus sirvientes.

Todos los aduladores de los Bolena de la cámara privada, es decir,

Henry Norris,

Francis Weston,

William Brereton, etc.

Pero el viejo y sencillo «Wiltshire» declaró con vivos acentos:

El duque de Norfolk.

Sir Nicholas Carew (de la cámara privada), que es primo de Edward Seymour, y casado con la hermana de:

Sir Francis Bryan, primo de los Bolena, pero también primo de los Seymour, y amigo de:

El señor tesorero William Fitzwilliam.

Mira la lista. Añade los nombres de dos grandes:

El marqués de Exeter, Henry Courtenay. Henry Pole, lord Montague.

Estas son las viejas familias de Inglaterra; derivan sus pretensiones de estirpes antiguas; les escuecen, más que a ninguno de nosotros, las pretensiones de los Bolena.

Enrolla el papel. Norfolk, Carew, Fitz. Francis Bryan. Los Courtenay, los Montague y su parentela. Y Suffolk, que odia a Ana. Es un conjunto de nombres. No puedes extraer demasiado de ello. Estas gentes no son necesariamente amigas entre sí. Son sólo, en grados diversos, amigas de la antigua situación y enemigas de los Bolena.

Cierra los ojos. Se sienta, la respiración tranquila. Aparece en su mente un cuadro. Un noble vestíbulo. En el que él organiza una mesa.

Los sirvientes traen los caballetes.

Se coloca en su posición el tablero.

Servidores de librea extienden el mantel, lo ajustan y lo alisan; es bendecido, como el mantel del rey, los criados murmuran una fórmula en latín mientras se distancian para tener una perspectiva e igualan los bordes.

Esto en cuanto a la mesa. Ahora algo donde los invitados se sienten.

Los criados arrastran por el suelo un pesado sillón, con el escudo de armas de los Howard tallado en el respaldo. Es para el duque de Norfolk, que posa en él su culo huesudo.

—¿Qué habéis preparado —pregunta quejumbrosamente— para tentar mi apetito, Crumb?

Ahora traed otro asiento, ordena a los criados. Colocadlo a la derecha de mi señor Norfolk.

Este es para Henry Courtenay, el marqués de Exeter, que dice: «¡Cromwell, mi esposa insistió en venir!».

—Se me alegra el corazón al veros, lady Gertrude —dice él, con una inclinación—. Ocupad vuestro asiento.

Hasta esta cena, siempre había procurado evitar a esa mujer precipitada y entrometida. Pero ahora adopta su expresión cortés:

—Cualquier amiga de lady María es bienvenida en esta cena.

—La princesa María —replica Gertrude Courtenay.

—Como vos queráis, mi señora —dice él con un suspiro.

—¡Ahora aquí llega Henry Pole! —exclama Norfolk—. ¿Me robará mi cena?

—Hay comida para todos —dice él—. Traed otro asiento para lord Montague. Un asiento adecuado para un hombre de sangre real.

—Nosotros lo llamamos un trono —dice Montague—. Por cierto, está mi madre aquí.

Lady Margaret Pole, la condesa de Salisbury. Legítima reina de Inglaterra, según algunos. El rey Enrique ha adoptado una actitud prudente con ella y con toda su familia. Los ha honrado, valorado, mantenido cerca. Eso le ha hecho mucho bien: aún siguen pensando que los Tudor son usurpadores, aunque la condesa le tiene cariño a la princesa María, de la que de niña fue tutora: la honra más por su regia madre, Catalina, que por su padre, al que considera el retoño de unos ladrones de ganado galeses.

Ahora, la condesa, en el pensamiento de él, se sienta con un crujido en su lugar. Mira a su alrededor.

—Tenéis un salón majestuoso aquí, Cromwell —dice, resentida.

—Las recompensas del vicio —dice su hijo Montague.

Él se inclina de nuevo. Se tragará cualquier insulto de momento.

—Bueno —dice Norfolk—, ¿dónde está mi primer plato?

—Paciencia, mi señor —dice él.

Ahora ocupa su propio lugar, un humilde taburete de tres patas al final de la mesa. Alza la vista desde allí hacia sus superiores.

—Enseguida llegarán las fuentes. Pero, primero, ¿rezamos una oración?

Alza la vista hacia las vigas. Allá arriba están talladas y pintadas las caras de los muertos: Moro, Fisher, el cardenal, Catalina la reina. Bajo ellos, la flor de la Inglaterra viva. Esperemos que no se caiga el techo.

Al día siguiente de haber ejercitado de este modo su imaginación, él, Thomas Cromwell, siente la necesidad de aclarar su posición en el mundo real; y de aumentar la lista de invitados. Su ensueño no ha llegado tan lejos como el verdadero banquete, así que no sabe qué platos va a ofrecer. Debe cocinar algo bueno, porque si no los magnates se irán indignados, después de arrancar el mantel de la mesa y dar de puntapiés a sus criados.

Así pues, ahora habla con los Seymour, en privado pero claramente:

—Mientras el rey mantenga a la reina actual, yo la apoyaré también. Pero si él la rechaza, debo reconsiderarlo.

—¿Así que no tenéis ningún interés propio en esto? —dice escéptico Edward Seymour.

—Yo represento los intereses del rey. Eso es lo que defiendo yo.

Edward sabe que él no llegará más allá. «De todos modos…», dice. Ana pronto se recuperará de su percance y Enrique podrá tenerla de nuevo en la cama, pero es evidente que la perspectiva no le ha hecho perder interés por Jane. El juego ha cambiado, y es preciso resituar a Jane. El reto hace brillar los ojos de los Seymour. Ana ha fracasado ya de nuevo, es posible que Enrique pueda querer casarse otra vez. Toda la corte habla de ello. El éxito anterior de Ana Bolena es lo que les permite imaginarlo.

—Vos, los Seymour, no deberíais avivar vuestras esperanzas —dice—. Igual que se enemista con Ana puede reconciliarse de nuevo, en cuyo caso no podrá hacer demasiado por ella. Así ha sido siempre.

Tom Seymour dice:

—¿Por qué iba a preferir uno una gallina vieja y dura a una pollita bien rellena? ¿Para qué sirve?

—Para caldo —dice él; pero de manera que Tom no pueda oírlo.

Los Seymour están de luto, aunque no por la viuda Catalina. Ha muerto Anthony Oughtred, el gobernador de Jersey, y Elizabeth, la hermana de Jane, se ha quedado viuda.

Tom Seymour dice:

—Si el rey toma a Jane como amante, o como lo que sea, deberíamos procurar conseguir un buen enlace para Bess.

Edward dice:

—Ateneos al asunto que estamos tratando, hermano.

La joven y activa viuda llega a la corte, para ayudar a la familia en su campaña. Él había pensado que a aquella joven la llamaban Lizzie, pero al parecer sólo su marido la llamaba así, y para su familia era Bess. Eso le alegra, aunque no sabe por qué. Es absurdo que piense que otras mujeres no deberían tener el nombre de su esposa. Bess no es una gran belleza y es más morena que su hermana, pero tiene una vivacidad confiada que atrae la vista.

—Sed bueno con Jane, señor secretario —le dice—. Ella no es orgullosa, como piensan algunos. Se preguntan por qué no les habla, y es sólo porque no sabe qué decir.

—Pero conmigo hablará.

—Escuchará.

—Una cualidad atractiva en las mujeres.

—Una cualidad atractiva en cualquiera. ¿No os parece? Aunque Jane, más que ninguna otra mujer, mira a los hombres para que le digan qué es lo que ella debería hacer.

—¿Y luego lo hace?

—No necesariamente —se ríe; roza con las yemas de los dedos el dorso de la mano de él—. Vamos. Está lista para vos.

Estimulada por el sol del deseo del rey de Inglaterra, ¿qué muchacha no brillaría? Pues Jane no. Observa un luto más riguroso, al parecer, que el resto de la familia, y comunica que ha estado rezando por el alma de la difunta Catalina: no es que lo necesite, desde luego, si hay una mujer que merezca subir derecha al cielo…

—Jane —dice Edward Seymour—, os aviso ahora y quiero que escuchéis con atención, y que hagáis lo que os diga. Cuando estéis en presencia del rey, debe ser como si la difunta Catalina nunca hubiese existido. Si os oye pronunciar su nombre dejará en ese mismo instante de favoreceros.

—Escuchad —dice Tom Seymour—. Aquí Cromwell quiere saber si sois total y verdaderamente virgen…

Él, Cromwell, podría ruborizarse por ella.

—Si no lo sois, señora Jane —dice—, se puede arreglar. Pero debéis decirlo ahora.

La mirada apagada y abstraída de ella:

—¿Qué?

Tom Seymour:

—Jane, hasta vos tenéis que entender esa pregunta.

—¿Es cierto que nadie os ha pedido nunca en matrimonio? ¿No ha habido ningún contrato ni acuerdo? —Se siente desesperado—. ¿Nunca os ha gustado nadie, Jane?

—Me gustó William Dormer. Pero se casó con Mary Sidney. —Alza la vista: un relampagueo de aquellos ojos azul hielo—. Dicen que son muy desgraciados.

—A los Dormer no les parecimos lo suficientemente buenos —dice Tom—. Pero mirad ahora.

—Obra en vuestro favor, señora Jane —dice él—, el que no hayáis establecido vinculación alguna hasta que vuestra familia estuviese dispuesta a casaros. Porque las jóvenes suelen establecerlas, y luego acaban mal. —Considera que debería aclarar la cuestión—. Los hombres os dirán que están tan enamorados de vos que les estáis haciendo enfermar. Dirán que han dejado de comer y de dormir. Dicen que temen que, si no pueden teneros, morirán. Luego, en cuanto cedéis, se levantan y se van y pierden todo interés. La semana siguiente pasarán a vuestro lado como si no os conociesen.

—¿Hicisteis vos eso, señor secretario? —pregunta Jane.

Él vacila.

—¿Y bien? —dice Tom Seymour—. Nos gustaría saberlo.

—Es probable que lo hiciese. Cuando era joven. Os lo digo por si vuestros hermanos no se sienten capaces de decirlo. No es una cosa bonita para un hombre tener que confesar eso a su hermana.

—Así que ya sabéis —insta Edward—. No debéis ceder ante el rey.

Jane dice:

—¿Por qué iba yo a querer hacer eso?

—Sus melosas palabras… —empieza Edward.

—¿Sus qué?

El embajador del emperador ha estado cavilando, ceñudo, en su casa, sin querer salir a encontrarse con Thomas Cromwell. No subió a Peterborough para el funeral de Catalina porque no se la enterraba como una reina, y ahora dice que tiene que observar un periodo de luto. Finalmente, se concierta un encuentro: el embajador volverá casualmente de oír misa en la iglesia de Austin Friars, mientras Thomas Cromwell, que ahora reside en Rolls House, en Chancery Lane, ha hecho una breve visita para inspeccionar su obra en construcción, las ampliaciones de su cercana casa principal. «¡Embajador!», grita, como si estuviese terriblemente sorprendido.

Los ladrillos preparados para utilizar hoy se seleccionaron el verano pasado, cuando el rey estaba aún en su recorrido por los condados del oeste; la arcilla para ellos se excavó el invierno anterior, y la escarcha estuvo rompiendo los terrones mientras él, Cromwell, intentaba romper la resistencia de Thomas Moro. A la espera de la aparición de Chapuys, ha estado arengando al jefe de los albañiles sobre una posible filtración de agua, que él claramente no desea. Ahora se hace cargo del embajador y le aleja del ruido y el polvo del aserradero. Eustache hierve de preguntas; puede sentirlas, saltan y se agitan en los músculos de su brazo, zumban en el tejido de su ropa.

—Es esa muchacha Semer…

Es un día oscuro, quieto, de aire gélido.

—Hoy sería un buen día para pescar lucios —dice él.

El embajador pugna por dominar su abatimiento.

—Seguro que vuestros criados…, si queréis conseguir ese pescado…

—Ah, Eustache, veo que no comprendéis lo que es el deporte. No temáis, yo os enseñaré. ¿Qué podría haber mejor para la salud que estar al aire libre desde el amanecer hasta el oscurecer, horas y horas en la cenagosa ribera, los árboles goteando encima, contemplando vuestro propio aliento en el aire, solo o con una buena compañía?

Dentro de la cabeza del embajador se debaten diversas ideas. Por una parte, horas y horas con Cromwell, durante las cuales podría bajar la guardia, decir alguna cosa. Por otra parte, ¿qué bien puedo hacer a mi señor imperial si se me traban las rodillas del todo y tienen que llevarme a la corte en una litera?

—¿No podríamos pescarlo en el verano? —pregunta, sin mucha esperanza.

—No podría poner en peligro a vuestra persona. Un lucio podría arrastraros al agua en el verano. —Se ablanda—. La dama a la que os referís se llama Seymour. Aunque hay gente que lo pronuncia Semer.

—No hago ningún progreso en esta lengua —se queja el embajador—. Cada uno puede decir su nombre de la forma que guste, y un día de una manera y otro día de otra. Lo que he oído decir es que la familia es antigua, y la mujer no demasiado joven.

—Sirvió a la princesa viuda, ¿sabéis?, quería mucho a Catalina. Lamentó su desgracia. Y estaba atribulada por lady María, y dice que le ha enviado mensajes para animarla. Si el rey continúa favoreciéndola, es posible que pueda hacerle algún bien a María.

—Hum. —El embajador parece escéptico—. He oído eso, y también que tiene un carácter muy modesto y que es piadosa. Pero me temo que pueda haber un escorpión acechando debajo de la miel. Me gustaría ver a la señora Semer, ¿podéis arreglar eso? No para conocerla. Para verla.

—Me sorprende que os toméis tanto interés. Yo pensaba que estaríais más interesado por saber con qué infanta francesa se casará Enrique si disuelve su actual matrimonio.

Ahora el embajador se estira, tenso en la escalerilla del terror. ¿Mejor el diablo conocido? ¿Mejor Ana Bolena que una nueva amenaza, un nuevo tratado, una nueva alianza de Francia e Inglaterra?

—¡Pero eso no puede ser! —explota—. ¡Cremuel, vos me explicasteis que eso era un cuento de hadas! Vos os habéis declarado amigo de mi señor, no podéis ver con buenos ojos un enlace francés.

—Calmaos, embajador, calmaos. Yo no pretendo poder controlar a Enrique. Y después de todo, él puede decidir continuar con su matrimonio actual, o incluso vivir castamente.

—¡Os burláis de mí! —le acusa el embajador—. ¡Cremuel! Os estáis riendo por detrás de esa mano.

Y así es. Los constructores trajinan alrededor de ellos, dejándoles espacio, son duros artesanos de Londres con herramientas embutidas en los cinturones. Arrepentido, él dice:

—No abriguéis demasiadas esperanzas. Cuando el rey y su esposa tienen una de sus reconciliaciones, las cosas se ponen difíciles para los que se han puesto antes en contra de ella.

—¿Vos la apoyaríais? ¿La sostendríais? —El cuerpo del embajador se ha quedado rígido, como si hubiese estado realmente todo el día en la orilla del río—. Debe de ser correligionaria vuestra…

—¿Qué? —Abre mucho los ojos—. ¿Correligionaria mía? Yo, como mi señor el rey, soy un hijo fiel de la Santa Iglesia Católica. Sólo que en este momento no estamos en comunión con el papa.

—Permitidme que lo exprese de otro modo —dice Chapuys; alza la vista hacia el cielo gris de Londres, como si buscase ayuda de lo alto—. Digamos que vuestros vínculos con ella son materiales, no espirituales. Comprendo que habéis recibido ayuda suya. Soy consciente de eso.

—No os equivoquéis conmigo. Yo no le debo nada a Ana. Estoy en deuda con el rey, con nadie más.

—A veces la habéis llamado «vuestra querida amiga». Recuerdo ocasiones.

—Os he llamado a vos también «mi querido amigo». Pero no lo sois, ¿verdad?

Chapuys digiere el comentario.

—No hay nada que yo desee más —dice— que el que haya paz entre nuestras naciones. ¿Qué mejor muestra de éxito en su cargo para un embajador que un nuevo acercamiento después de tantos años problemáticos? Y ahora tenemos la oportunidad.

—Ahora que Catalina ya no está.

Chapuys no discute eso. Se limita a envolverse más en su capa.

—El rey no ha conseguido nada bueno con la concubina, y tampoco lo conseguirá ahora. Ninguna potencia de Europa reconoce su matrimonio. Ni siquiera los herejes lo reconocen, aunque ella ha hecho todo lo posible para conseguir su amistad. ¿Qué provecho se puede sacar en vuestra opinión, de mantener las cosas como están: el rey desdichado, el Parlamento preocupado, la nobleza rebelde, todo el país revuelto por las pretensiones de esa mujer?

Han empezado a caer lentas gotas de lluvia: potentes, gélidas. Chapuys alza la vista, de nuevo irritado, como si Dios no estuviese ayudándole en aquel momento crucial. Él, asiendo una vez más al embajador, le arrastra por el terreno accidentado en busca de cobijo. Los constructores han instalado un dosel, y los echa de debajo de él, diciendo: «Dennos un minuto, muchachos, ¿quieren?». Chapuys se acurruca junto al brasero, y se tranquiliza.

—He oído que el rey habla de brujería —cuchichea—. Dice que le indujeron a casarse valiéndose de ciertos encantamientos y prácticas engañosas. Veo que no confía en vos. Pero sí le ha hablado de ello a su confesor. Si eso es así, si contrajo matrimonio en un estado de enajenación, entonces podría considerar que no está casado, que dispone de libertad para tomar una nueva esposa.

Él mira por encima del hombro del embajador. Mira, dice, así es como será: en un año esos espacios húmedos y congelados serán espacios habitados. Su mano esboza la línea de las plantas superiores muradas, de los entrepaños vidriados.

Inventarios para este proyecto: cal y arena, maderas de roble y cementos especiales, picos y palas, cestos y cuerdas, tachuelas, puntas, clavos de techo, tubos de plomo; mosaicos amarillos y mosaicos azules, cierres de ventanas, aldabas, goznes y pasadores, pomos de puertas de hierro en forma de rosas; dorados, pintura, dos libras de incienso para perfumar las nuevas habitaciones; seis peniques al día por trabajador y el coste de las velas para trabajar durante la noche.

—Amigo mío —dice Chapuys—. Ana está desesperada y es peligrosa. Golpead primero, antes de que lo haga ella. Recordad cómo acabó con Wolsey.

Su pasado yace a su alrededor como una casa ardiendo. Ha estado construyendo, construyendo, pero le ha llevado años barrer la basura.

En Rolls House, encuentra a su hijo, que está haciendo el equipaje porque se va para la fase siguiente de su educación.

—Gregory, ¿te acuerdas de san Desembarazo? Decías que las mujeres le rezaban para que las librara de sus maridos. Ahora dime: ¿hay algún santo al que puedan rezar los hombres si quieren deshacerse de sus mujeres?

—Yo no lo creo. —Gregory está asombrado—. Las mujeres rezan porque no tienen otra solución. Un hombre puede consultar a un clérigo para ver por qué el matrimonio no es lícito. O puede echarla a ella y darle dinero para que viva en otra casa. Como hace el duque de Norfolk con su mujer.

Él asiente.

—Eso es de mucha ayuda, Gregory.

Ana Bolena sube hasta Whitehall para celebrar con el rey la fiesta de san Matías. Ha cambiado, en sólo una estación. Parece liviana, desnutrida, como parecía en su periodo de espera, aquellos años fútiles de negociaciones antes de que él, Thomas Cromwell, fuera y cortara el nudo. Su vivacidad extravagante ha quedado reducida a algo austero, estrecho, casi monjil. Pero no tiene la compostura de una monja. Sus dedos juegan con las joyas de la faja, tiran de las mangas, tocan y retocan las joyas del cuello.

Lady Rochford dice: «Ella pensaba que cuando fuese reina, disfrutaría recordando los días de su coronación, hora a hora. Pero dice que los ha olvidado. Cuando intenta recordar, es como si le hubiese sucedido a otra persona, y ella no estuviese allí. Eso no me lo dijo a mí, claro. Se lo dijo a su hermano George».

Llega un despacho de las habitaciones de la reina: una profetisa le ha dicho que Enrique no le dará un hijo mientras su hija María esté viva.

Hay que admitirlo, le dice él a su sobrino. Está a la ofensiva. Es como una serpiente, no sabes cuándo atacará.

Él siempre ha considerado a Ana una gran estratega. Nunca ha creído que fuese una mujer apasionada y espontánea. Todo lo que hace está calculado, como todo lo que hace él. Se da cuenta, como lo ha hecho durante todos estos años, del despliegue cuidadoso de sus ojos chispeantes. Se pregunta qué haría falta para que llegase a tener miedo.

El rey canta:

Mi mano puede alcanzar mi más ansiado deseo,

a mi alcance tengo ya aquello que más anhelo.

Por lo que yo más estimo ya no tendré que implorar,

a aquella a quien otorgué poder para en mí reinar.

Eso piensa él. Puede implorar e implorar, pero eso no tiene ningún efecto en Jane.

Hay que seguir atendiendo los asuntos del país, y así es como lo hace. Una ley para que Gales tenga representantes en el Parlamento, para convertir el inglés en el idioma de los tribunales de justicia y para privar a los señores de Gales de los poderes de que disfrutan. Una ley para clausurar los monasterios pequeños, los que producen menos de doscientas libras al año. Una ley para crear un Tribunal de Anexiones, un nuevo organismo que se haga cargo de los ingresos procedentes de esos monasterios: su canciller debe ser Richard Riche.

En marzo, el Parlamento rechaza su nueva ley de pobres. Era demasiado para que los Comunes lo digiriesen, el que los ricos pudiesen tener algún deber con los pobres; el que si te enriqueces, como hacen los gentilhombres de Inglaterra, con el comercio de la lana, tengas alguna responsabilidad con los hombres expulsados de la tierra, los trabajadores sin trabajo, los sembradores sin tierra que sembrar. Inglaterra necesita caminos, fuertes, puertos, puentes. Los hombres necesitan trabajo. Es una vergüenza verles mendigar el pan, cuando el trabajo honrado podría mantener seguro el reino. ¿No podemos juntarlos, los brazos y la tarea?

Pero el Parlamento no es capaz de aceptar que crear trabajo sea tarea del Estado. ¿No son cosas esas que están en manos de Dios, y no son la pobreza y el desamparo parte de su orden eterno? Para todo hay una estación: hay una época de hambre y una época de robar. Si cae la lluvia durante seis meses seguidos y pudre el grano en los campos, tiene que ser obra de la providencia; porque Dios sabe lo que hace. Es un ultraje para los ricos y los emprendedores, sugerir que deberían pagar un impuesto sobre la renta, sólo para poner pan en las bocas de los perezosos. Y si el secretario Cromwell aduce que el hambre provoca criminalidad: bueno, ¿no hay acaso verdugos suficientes?

El propio rey acude a los Comunes para hablar en favor de la ley. Quiere ser Enrique el Estimado, el padre de su pueblo, el pastor del rebaño. Pero le miran todos con rostro inexpresivo desde sus bancos y no le hacen caso. El fracaso de la medida es comprensible. «Ha acabado como una ley para la flagelación de los mendigos —dice Richard Riche—. Es más contra los pobres que a su favor».

—Quizá podamos proponerla de nuevo —dice Enrique—. En un año mejor. No os desaniméis, señor secretario.

Sí, habrá años mejores, ¿verdad? Él seguirá intentándolo; conseguirá sortearlos cuando no estén en guardia. Poner en marcha la medida en la Cámara de los Lores y afrontar la oposición… Hay medios y medios con el Parlamento, pero a veces él desearía poder echar a patadas a sus miembros de nuevo a sus tierras, porque conseguiría ir mucho más deprisa sin ellos.

—Si yo fuese rey —dice—, no me lo tomaría tan tranquilamente. Les haría temblar en sus zapatos.

Richard Riche es el portavoz de este Parlamento, y dice, nervioso:

—No encolericéis al rey, señor. Ya sabéis lo que solía decir Moro: «Si el león conociese su propia fuerza, sería difícil controlarle».

—Gracias —dice él—. Eso me consuela mucho, señor Bolsa, una frase enviada desde la tumba por aquel hipócrita empapado de sangre. ¿Tiene él algo más que decir sobre la situación? Porque si es así, iré a quitarle su cabeza a su hija y la haré correr por todo Whitehall a patadas hasta que se calle de una vez por todas. —Rompe a reír—. Los Comunes. Dios los confunda. Tienen las cabezas huecas. No piensan más que en su dinero.

De todos modos, si sus colegas del Parlamento están preocupados por sus ingresos, él está boyante con los suyos. Aunque las casas monásticas más pequeñas tienen que disolverse, pueden solicitar exenciones, y todas esas solicitudes llegan a él, acompañadas de una retribución o una pensión. El rey mantendrá todas sus nuevas tierras a su nombre, pero las alquilará, así que él recibe solicitudes continuas, por este sitio o aquel, por señoríos, granjas, pastos; cada solicitante le ofrece su pequeño algo, un pago sólo o una anualidad, anualidad que pasará en su momento a Gregory. Es así como se han hecho siempre las cosas, favores, sobornos, una transferencia oportuna de fondos para asegurar la atención, o una promesa de acelerar los trámites: en este momento justo hay tanta actividad, tantas transacciones, tantas ofertas que él difícilmente puede, por cortesía, rechazar. Ningún hombre de Inglaterra trabaja más de lo que trabaja él. Puedes decir lo que quieras sobre Thomas Cromwell, pero ofrece un buen precio por lo que toma. Y está siempre dispuesto a prestar: William Fitzwilliam, sir Nicholas Carew, el envejecido, tuerto y réprobo Francis Bryan.

Coge aparte a sir Francis y lo emborracha. Él, Cromwell, puede confiar en sí mismo; cuando era joven, aprendió a beber con los alemanes. Hace ya un año que Francis Bryan se peleó con George Bolena: de eso Francis apenas se acuerda, pero el rencor persiste, y mientras no pierda el control de las piernas es capaz de ejecutar las partes más floridas de la pelea, poniéndose de pie y braceando. De su prima Ana dice: «A uno le gusta saber cómo son las cosas con una mujer. ¿Es una puta, o una dama? Ana quiere que la trates como a la virgen María, pero también quiere que pongas el dinero en la mesa, hagas el asunto y te largues».

Sir Francis es intermitentemente piadoso, como tienden a serlo los pecadores señalados. Ha llegado Cuaresma: «Es hora de que os entreguéis a vuestro frenesí de penitencia anual, ¿no?».

Francis alza el trapo que le tapa el ojo tuerto y se rasca el tejido cicatricial; pica, explica.

—Por supuesto —dice—, Wyatt se ha acostado con ella.

Él, Thomas Cromwell, espera.

Pero entonces Francis apoya la cabeza en la mesa y empieza a roncar.

—El vicario del Infierno —dice él, pensativo; llama para que acudan los criados—. Llevad a sir Francis a casa, con su gente. Pero tapadlo bien, podemos necesitar su testimonio en el futuro.

Se pregunta cuánto habría que dejar en la mesa exactamente, para Ana. A Enrique le ha costado su honor, su tranquilidad mental. Para él, Cromwell, ella es sólo otro comerciante. Admira cómo dispone sus artículos. Él personalmente no quiere comprar; pero hay bastantes clientes.

Edward Seymour es ascendido a la cámara privada del rey, una muestra de favor singular. Y el rey le dice: «Creo que debería tener entre mis mozos de establo al joven Rafe Sadler. Es un gentilhombre nato, y un joven agradable para tenerlo cerca de mí, y creo que eso os ayudaría, Cromwell, ¿no es cierto? Sólo que no debe estar poniéndome siempre papeles delante de las narices».

Helen, la mujer de Rafe, rompe a llorar cuando se entera de la noticia.

—Estará fuera, en la corte —dice—, durante semanas.

Él se sienta con ella en el salón de Brick Place, consolándola lo mejor que puede.

—Esta es la mejor cosa que le ha sucedido nunca a Rafe, lo sé —dice ella—. Soy una tonta por llorar por eso. Pero no puedo soportar estar separada de él, ni él de mí. Cuando llega tarde, mando hombres a que lo busquen por el camino. Querría que pudiésemos estar todas las noches bajo el mismo techo, toda la vida.

—Es un hombre afortunado —dice él—. Y no lo digo sólo porque disfrute del favor del rey. Sois afortunados los dos. Por amaros tanto.

Enrique solía cantar una canción, en sus tiempos con Catalina:

No hago daño a nadie, no hago ningún mal.

A mi esposa quiero, la amo de verdad.

Rafe dice:

—Hace falta tener los nervios bien templados para estar siempre con Enrique.

—Tú tienes los nervios bien templados, Rafe.

Él podría aconsejarle. Extractos de El Libro Llamado Enrique. De niño, de joven, alabado por la dulzura de su carácter y su bella apostura, Enrique creció pensando que todo el mundo era amigo suyo y que todos querían que él fuese feliz. Así que cualquier dolor, cualquier demora, frustración o golpe de mala suerte, le parecía una anomalía, un ultraje. Cualquier actividad que le resulte tediosa o desagradable, intentará, sin tapujos, convertirla en diversión, y si no puede hallar algún hilo de placer la evitará; a él esto le parece razonable y natural. Tiene consejeros a su servicio para que se estrujen los sesos por él, y si está de mal humor lo más probable es que la culpa la tengan ellos; no deberían ponerle obstáculos ni provocarle. No quiere gente que diga: «No, pero…». Quiere gente que diga: «Sí, y…». No le gustan los hombres pesimistas y escépticos, que ponen mal gesto y calculan al coste de sus brillantes proyectos con unos garabatos en el margen de sus papeles. Así que haz las sumas dentro de tu cabeza, donde nadie pueda verlas. No esperes de él coherencia. Enrique se enorgullece de entender a sus consejeros, sus opiniones y deseos secretos, pero está decidido a que ninguno de ellos lo entienda a él. Recela de cualquier plan que no proceda de una iniciativa suya, o lo parezca. Puedes discutir con él pero debes ser cuidadoso sobre cómo y cuándo. Es mejor que cedas en todos los puntos posibles hasta que llegue el que es vital, y que aparentes ser alguien que necesita guía e instrucción, en vez de mantener una opinión fija desde el principio y hacerle pensar que crees que sabes más que él. Sé sinuoso en la discusión y déjale siempre escapes: no le acorrales, no le pongas contra la pared. Recuerda que su estado de ánimo depende de otra gente, así que piensa en quién ha estado con él desde que lo estuviste tú por última vez. Recuerda que él no sólo quiere que se le indique que puede hacer algo, quiere que se le diga que tiene razón. Él nunca se equivoca. Son siempre los demás los que cometen errores en su nombre o lo engañan con información falsa. Quiere que le digan que se está portando bien, a la vista de Dios y del hombre. «Cromwell —dice—, ¿sabéis lo que deberíamos intentar hacer? Cromwell, ¿no resultaría honroso para mí que yo…? Cromwell, ¿no confundiría a mis enemigos que…?». Y son todas ideas que tú le has propuesto la semana anterior. No importa. Tú no quieres el mérito. Tú sólo quieres que se haga.

Pero no hay ninguna necesidad de esas lecciones. Rafe ha estado adiestrándose para eso toda su vida. Es un muchacho flacucho, que no tiene nada de atleta, nunca podría haberse ejercitado en justas ni torneos, una brisa esporádica le habría arrancado de la silla. Pero tiene el temple preciso para esto. Sabe observar. Sabe escuchar. Sabe enviar un mensaje en clave, o un mensaje tan secreto que no parece haber allí ningún mensaje; un trozo de información tan sólido que su significado parece estar troquelado en la tierra, sin embargo su forma es tan frágil que parece transmitido por ángeles. Rafe conoce a su señor; su señor es Enrique. Pero Cromwell es su padre y su amigo.

Puedes ser alegre con el rey, puedes compartir un chiste con él. Pero, como solía decir Thomas Moro, es como jugar con un león domesticado. Le acaricias la melena y le tiras de las orejas, pero estás pensando todo el tiempo: esas garras, esas garras, esas garras.

En la nueva iglesia de Enrique, Cuaresma es tan cruda y fría como lo fue siempre bajo el papa. Días desdichados sin carne que debilitan el aguante de un hombre. Cuando Enrique habla de Jane, parpadea, le brotan las lágrimas. «Sus manitas, Crumb. Sus zarpitas, como las de un niño. No hay en ella la menor culpa. No habla. Y si lo hace tengo que inclinar la cabeza para oír lo que dice. Y en la pausa puedo oír mi corazón. Sus trocitos de bordado, sus retazos de seda, sus mangas con dorados, que hizo con tela que le dio una vez un admirador, algún pobre muchacho herido de amor por ella…, y sin embargo, ella no ha sucumbido nunca. Sus manguitas, su collar de aljófar… Ella no tiene nada…, no espera nada…». Y del ojo de Enrique culebrea finalmente una lágrima, rueda mejilla abajo y desaparece en el gris y jengibre moteado de su barba.

Fijaos cómo habla de Jane: con qué humildad, con qué timidez. Hasta el arzobispo Cranmer tiene que reconocer el retrato, el negro reverso de la reina actual. Todas las riquezas del Nuevo Mundo no la satisfarían; mientras que Jane está contenta con una sonrisa.

Voy a escribir una carta a Jane, dice Enrique. Le envía una bolsa, porque necesitará dinero para ella, ahora que la han retirado de la cámara de la reina.

Se acercan a su mano papel y plumas. Se sienta y suspira, y se apresta a ello. La letra del rey es rígida, es la que aprendió de niño de su madre. Nunca ha adquirido velocidad; cuanto más se esfuerza en ello más parecen girar hacia atrás sobre sí mismas las letras. A él le da lástima: «Señor, ¿no preferiríais dictar, y que escribiese yo?».

No sería la primera vez que escribiese una carta de amor para Enrique. Por encima de la cabeza inclinada de su soberano, Cranmer alza la vista y se encuentra con su mirada llena de acusación.

—Echad un vistazo —dice Enrique; no se la ofrece a Cranmer—. Comprenderá que la quiero, ¿verdad?

Él lee, intentando ponerse en el lugar de una joven dama. Alza la vista.

—Está expresado muy delicadamente, señor. Y ella es muy inocente.

Enrique coge otra vez la carta y escribe unas cuantas frases de refuerzo.

Es el final de marzo. La señora Seymour, llena de pánico, pide una entrevista con el señor secretario; la concierta sir Nicholas Carew, aunque el propio sir Nicholas está ausente, no está dispuesto aún a comprometerse con charlas. Está con ella su hermana viuda. Bess le dirige una mirada escrutadora; luego baja sus brillantes ojos.

—Este es mi problema —dice Jane. Le mira, enloquecida; él piensa: tal vez sea eso todo lo que se propone decir: este es mi problema.

Ella dice: «No puedes… Su Gracia, Su Majestad, no puedes olvidar en ningún momento quién es él, aunque te pida que lo hagas. Cuanto más dice él: “Jane, no soy más que vuestro humilde pretendiente”, menos humilde sabes que es. Y no paras de pensar: ¿y si deja de hablar y he de decir algo yo? Tengo la sensación de estar sentada encima de un alfiletero, con los alfileres apuntando hacia mí. Pienso constantemente: la próxima vez lo haré mejor, pero cuando viene, “Jane, Jane…” soy como un gato escaldado. Aunque ¿habéis visto vos, señor secretario, alguna vez un gato escaldado? Yo no. Pero creo que si después de este breve periodo me da tanto miedo él…».

—Él quiere que la gente esté asustada. —Con las palabras llega la verdad. Pero Jane está demasiado atenta a sus propias cuitas para oír lo que ha dicho él.

—… si me da miedo él ahora, ¿cómo será verle todos los días? —se interrumpe—. Oh. Imagino que vos sabéis. Vos le veis, señor secretario, casi todos los días. De todos modos. No es lo mismo, me imagino.

—No, no es lo mismo —dice él.

Ve que Bess, comprensiva, alza los ojos hacia su hermana.

—Pero, señor Cromwell —dice Bess—, no puede ser siempre leyes del Parlamento y despachos para embajadores, y rentas y Gales y monjes y piratas, y maquinaciones traidoras y biblias, y juramentos y fideicomisos, y tutelas y arriendos, y el precio de la lana y si deberíamos rezar por los muertos. A veces debe haber otros temas.

A él le impresiona la visión que ella tiene de su situación. Es como si hubiese entendido lo que es su vida. Se siente impulsado a cogerla de la mano y pedirle que se case con él; aunque no llegaran a acostarse nunca, ella parece tener un don para resumir del que carecen la mayoría de sus empleados.

—¿Bueno? —dice Jane—. ¿Los hay? ¿Otros temas?

Él no puede pensar. Aplasta su blando sombrero entre las manos.

—Caballos —dice—. A Enrique le gusta saber de oficios y trabajos, cosas simples. Yo, en mi juventud, aprendí a herrar caballos, a él le gusta saber sobre eso, cuál es la herradura adecuada, para poder asombrar así a los herreros con sus conocimientos secretos. El arzobispo es también un hombre capaz de montar en cualquier caballo que le pongan delante, es hombre timorato pero le gustan los caballos, aprendió a manejarlos de joven. Cuando está cansado de Dios y de los hombres hablamos de esos asuntos con el rey.

—¿Y? —dice Bess—. Estáis juntos muchas horas.

—Perros, a veces. Perros de caza, su cría y sus virtudes. Fortalezas. Cómo se construyen. Artillería. El alcance de las piezas. Cómo se funden. Dios Santo. —Se pasa una mano por el pelo—. A veces decimos: saldremos un día juntos, iremos cabalgando hasta Kent, a los bosques, a ver a los que forjan hierro allí, a estudiar sus operaciones y proponerles nuevas formas de fundir cañones. Pero nunca lo hacemos. Siempre hay algo que lo impide.

Se siente irremediablemente triste. Como si hubiese estado sumergido en el luto. Y al mismo tiempo siente que si alguien extendiese un lecho de plumas en la habitación (cosa improbable) tiraría a Bess en él, y lo haría con ella.

—Bueno, ya está —dice Jane, en tono resignado—. Yo no podría encontrar un cañón para salvar mi vida. Perdonadme, señor secretario, por haber ocupado vuestro tiempo. Será mejor que volváis a Gales.

Él sabe lo que ella quiere decir.

Al día siguiente, la carta de amor del rey es llevada a Jane con una pesada bolsa. Es una escena que se desarrolla ante testigos. «Debo devolver esta bolsa», dice Jane. (Pero no lo dice hasta después de haberla sopesado, acariciado, en su manita.) «He de suplicar al rey que, si quiere hacerme un regalo de dinero, que lo envíe otra vez después de que yo haya contraído un honorable matrimonio».

Cuando le dan la carta del rey, proclama que será mejor que no la abra. Pues conoce bien el corazón de él, su galante y ardiente corazón. En cuanto a ella, su única posesión es su honor femenil, su doncellez. Así que…, en realidad no…, era mejor que no rompiese el sello.

Y luego, antes de devolvérsela al mensajero, la coge en sus dos manos, y deposita en el sello un casto beso.

—¡Lo besó! —grita Tom Seymour—. ¿Qué genio la poseyó? Primero su sello. Luego —ríe entre dientes—, ¡su cetro!

En un arrebato de alegría, le tira a su hermano Edward el sombrero de la cabeza. Lleva veinte años o más gastando esa broma, y a Edward nunca le ha divertido. Pero, justamente esta vez, esboza una sonrisa.

Cuando el rey recibe la carta devuelta de Jane, escucha atentamente lo que tiene que contarle su mensajero y se le ilumina la cara.

—Veo que hice mal mandándosela. Aquí Cromwell me ha hablado de su inocencia y su virtud, y con toda razón, por lo que veo. A partir de ahora no haré nada que vaya en detrimento de su honor. De hecho, sólo hablaré con ella en presencia de los suyos.

Si la esposa de Edward Seymour hubiese de venir a la corte, podrían hacer una fiesta familiar, y así el rey podría cenar con Jane sin que fuese ninguna afrenta para su honestidad. ¿Debería quizá tener Edward una suite en palacio? Esas habitaciones mías de Greenwich, le recuerda a Enrique, que comunican directamente con las vuestras: ¿y si me trasladase yo y dejase a los Seymour instalarse allí? Enrique le mira, resplandeciente.

Él ha estado estudiando con atención a los hermanos Seymour desde la visita a Wolf Hall. Tendrá que trabajar con ellos; las mujeres de Enrique llegan arrastrando a sus familiares, no encuentra a sus novias en el bosque, ocultas debajo de una hoja. Edward es serio, grave, pero está dispuesto sin embargo a revelarte sus pensamientos. Tom es reservado, eso es lo que le parece; reservado y listo, un cerebro trabajando diligentemente tras la apariencia de afabilidad. Pero tal vez no sea el mejor cerebro. Tom Seymour no me dará ningún problema, piensa, y a Edward puedo llevarlo conmigo. Su mente está ya desplazándose hacia delante, hacia un periodo en que el rey indique lo que desea. Gregory y el embajador del emperador, ambos, han sugerido el camino que seguir. «Si puede anular los veinte años con su verdadera esposa —le ha dicho Chapuys—, estoy seguro de que se halla al alcance de vuestro ingenio dar con razones para librarle de su concubina. Nadie ha creído nunca que ese matrimonio fuese válido, para empezar, salvo aquellos cuya tarea es decirle que sí».

Él se pregunta, sin embargo, sobre el «nadie» del embajador. Nadie en la corte del emperador, quizá: pero toda Inglaterra ha jurado, aceptando matrimonio. No es cuestión liviana, le dice a su sobrino Richard, deshacerlo legalmente, aunque lo pida el rey. Esperaremos un poco, no acudiremos a nadie, que vengan ellos a nosotros.

Pide que se redacte un documento, en el que aparezcan todas las concesiones a los Bolena desde 1524. «Sería bueno tener a mano algo como eso, por si el rey lo pide».

No se propone quitarles nada. Más bien acrecentar sus propiedades. Cargarlos de honores. Reírles los chistes.

Aunque has de mirar bien de qué te ríes. El señor Sexton, el bufón del rey, se ha burlado de Ana y la ha llamado «lasciva». Creyó que tenía licencia, pero Enrique cruzó lentamente el salón y le abofeteó, le dio de cabezazos contra la pared y le expulsó de la corte. Dicen que Nicholas Carew le dio refugio, por compasión.

Antony se siente agraviado por lo de Sexton. A un bufón no le gusta oír hablar de la caída de otro. Y, especialmente, dice Anthony, cuando su único fallo es la previsión. Oh, dice él, habéis estado escuchando las murmuraciones de la cocina. Pero el tonto dice: «Enrique echó a patadas a la verdad y al señor Sexton con ella. Pero últimamente tiene un medio de arrastrarse por debajo de la puerta y de bajar por la chimenea. Un día la aceptará y la invitará a ocupar un sitio junto al fuego».

William Fitzwilliam viene a Rolls House y se sienta con él.

—¿Y qué tal la reina, Crumb? ¿Aún sois buenos amigos, aunque cenéis con los Seymour?

Él sonríe.

Fitzwilliam se levanta bruscamente, abre la puerta para comprobar que no hay nadie escuchando, luego vuelve a sentarse y continúa.

—Volved atrás con el pensamiento. Al galanteo de la Bolena, al matrimonio con la Bolena. ¿Qué parecía el rey a ojos de los adultos? Alguien que sólo se ocupa de sus propios placeres. Como un niño, quiero decir. Que se apasiona, que se deja esclavizar por una mujer, que está hecha después de todo exactamente igual que las otras mujeres… Algunos decían que era impropio de un hombre.

—¿Decían eso? Vaya, me sorprende mucho. No se puede decir de Enrique que no sea un hombre.

—Un hombre —y Fitzwilliam resalta la palabra—, un hombre debería ser gobernador de sus pasiones. Enrique muestra mucha fuerza de voluntad pero poca sabiduría. Eso le hace daño. Ella le hace daño. El daño seguirá.

Parece que no la nombrará, a Ana Bolena, La Ana, la concubina. Así que, si ella hace daño al rey, ¿no sería actuar como un buen inglés apartarla de él? La posibilidad yace entre ellos, próxima ya pero aún inexplorada. Es traición, por supuesto, hablar contra la reina actual y sus herederos; una traición de la que sólo está exento el rey, ya que él no podría ir contra su propio interés. Le recuerda esto a Fitzwilliam: aunque Enrique hable contra ella, añade, no hay que dejarse arrastrar.

—Pero ¿qué buscamos en una reina? —pregunta Fitzwilliam—. Ella debería tener todas las virtudes de una mujer ordinaria, pero además en un alto grado. Debe ser más honesta, más humilde, más discreta y más obediente incluso que ellas: a fin de constituir un ejemplo. Hay quienes se preguntan: ¿es Ana Bolena alguna de esas cosas?

Él mira al señor tesorero: seguid.

—Creo que puedo hablar claramente con vos, Cromwell —dice Fitz: y (después de comprobar una vez más en la puerta) lo hace—. Una reina debería ser dulce y compasiva. Debería mover al rey a la misericordia…, no a la dureza.

—¿Tenéis algún caso concreto en la cabeza?

Fitz estaba en casa de Wolsey de joven. Nadie sabe qué papel desempeñó Ana en la caída del cardenal; tenía la mano oculta en la manga. Wolsey sabía que no podía esperar de ella ninguna piedad, y no recibió ninguna. Pero Fitz parece dejar a un lado al cardenal. Dice:

—Yo tenía en poco a Thomas Moro. No era el experto en asuntos de Estado que creía ser. Creía que podía manejar al rey, creyó que podía controlarle, creyó que Enrique aún seguía siendo un príncipe dulce y joven al que podía llevar de la mano. Pero Enrique es un rey al que hay que obedecer.

—Sí, ¿y?

—Y pienso que, con Moro, ojalá las cosas hubiesen acabado de otra forma. Un erudito, un hombre que era Lord Canciller, sacarlo bajo la lluvia y cortarle la cabeza…

—¿Sabéis? —dice él—, yo a veces me olvido de que ya no está. Llega de pronto una noticia y pienso: ¿qué diría Moro de esto?

Fitz alza la vista.

—No habláis con él, ¿verdad?

Él se ríe.

—No acudo a él a pedirle consejo.

Aunque lo hago, por supuesto, consulto al cardenal: en la intimidad de mis breves horas de sueño.

—Thomas Moro —dice Fitz— perdió toda posibilidad con Ana al no acudir a verla coronada. Le habría hecho matar un año antes de lo que sucedió, si hubiese podido demostrar que había cometido traición.

—Pero Moro era un abogado listo. Entre otras cosas que también era.

—La princesa María…, lady María, debería decir…, no es ningún abogado. Es una muchacha sin amigos.

—Oh, yo diría que su primo, el emperador, cuenta como amigo suyo. Y es un buen amigo, además.

Fitz parece irritado.

—El emperador es un gran ídolo, asentado en otro país. Ella necesita, día a día, un defensor más cercano. Necesita a alguien que promueva sus intereses. Basta ya, Crumb…, basta de bailar alrededor del asunto.

—María sólo necesita seguir respirando —dice él—. No me acusan a menudo de bailar.

Sir William se levanta.

—Está bien. A buen entendedor.

El sentimiento es que hay algo que está mal en Inglaterra y que hay que enderezar. No se trata de las leyes ni de las costumbres. Es algo más profundo.

Fitzwilliam deja la estancia, luego vuelve a entrar. Dice bruscamente:

—Si la siguiente es la hija del viejo Seymour, habrá envidias entre los que piensan que debería ser preferida su propia noble casa…, después de todo, los Seymour son una familia antigua, y con ella él no tendrá este problema. Quiero decir, los hombres corriendo tras ella como perros tras una…, en fin… Basta con mirarla, a la muchachita de Seymour, y te das cuenta de que nadie le ha levantado nunca las faldas.

Esta vez se va; pero dirigiéndole a él, Cromwell, una especie de saludo burlón, un floreo en dirección a su sombrero.

Viene a verle sir Nicholas Carew. Hasta las mismas fibras de su barba están erizadas de conspiración. Él medio espera que el caballero le haga un guiño al sentarse.

Cuando llega el asunto, Carew es sorprendentemente enérgico.

—Queremos fuera a la concubina. Sabemos que vos también lo queréis.

—¿Sabemos?

Carew le mira, desde debajo de sus cejas erizadas; como un hombre que ha lanzado su único cuadrillo de ballesta, ahora debe recorrer el terreno, buscando un amigo o un enemigo o sólo un lugar donde ocultarse durante la noche. Sopesadamente, aclara.

—Mis amigos en este asunto incluyen a una buena parte de la nobleza antigua de esta nación, esos linajes honorables y… —Ve la expresión de Cromwell y acelera—: Hablo de aquellos que están muy cerca del trono, los de la estirpe del viejo rey Eduardo. Lord Exeter, la familia Courtenay. También lord Montague y su hermano Geoffrey Pole. Lady Margaret Pole, que como sabéis, fue tutora de la princesa María.

Él alza la vista.

—Lady María.

—Sí, vos debéis llamarla así. Nosotros la llamamos «princesa».

Asiente.

—No dejaremos que eso nos impida hablar.

—Esos a los que he nombrado —dice Carew— son las personas principales en cuyo nombre hablo, pero, como vos sabréis, la mayor parte de Inglaterra celebraría que el rey se librase de ella.

—Yo no creo que la mayor parte de Inglaterra esté al tanto del asunto ni le interese.

Carew se refiere, por supuesto, a la mayor parte de su Inglaterra, la Inglaterra de sangre antigua. Para sir Nicholas no existe ningún otro país.

—Supongo —dice él— que Gertrude, la esposa de Exeter, participa en este asunto.

—Ella ha estado —Carew se inclina hacia delante para transmitir algo muy secreto— en comunicación con María.

—Lo sé —dice él con un suspiro.

—¿Leéis sus cartas?

—Yo leo las cartas de todo el mundo —incluidas las vuestras—. Pero, mirad —dice—, esto huele a intriga contra el propio rey, ¿no os parece?

—En modo alguno. El honor del rey figura en el centro de todo.

Él asiente. Una cuestión que aclarar.

—¿Entonces? ¿Qué queréis de mí?

—Queremos de vos que os unáis a nosotros. Nos satisface que la muchacha de Seymour sea coronada. La joven es parienta mía, y se sabe de ella que es partidaria de la verdadera religión. Creemos que hará volver a Enrique a Roma.

—Una causa próxima a mi corazón —murmura él.

Sir Nicholas se inclina hacia delante.

—Ese es nuestro problema, Cromwell. Vos sois un luterano.

Él se acaricia la chaqueta, a la altura del corazón.

—No, señor, yo soy un banquero. Lutero condena al Infierno a los que prestan a interés. ¿Creéis que yo puedo ser de los suyos?

Sir Nicholas se ríe cordialmente.

—Yo no sabía. ¿Qué haríamos nosotros sin Cromwell para prestarnos dinero?

—¿Y qué va a pasar con Ana Bolena? —pregunta él.

—No sé. ¿Un convento?

Así que el trato está acordado y sellado: él, Cromwell, tiene que ayudar a las viejas familias, a los verdaderos fieles; y después, bajo el nuevo régimen, tendrán en cuenta sus servicios: su celo en este asunto puede hacerles olvidar las blasfemias de estos últimos tres años, que de otro modo exigirían merecido castigo.

—Sólo una cosa, Cromwell. —Carew se levanta—. La próxima vez no me hagáis esperar. Es impropio que un hombre de vuestra condición tenga a uno de la mía paseando a la espera en una antesala.

—Ah, ¿aquel ruido erais vos?

Aunque Carew lleva el raso almohadillado del cortesano, él siempre lo imagina con armadura de gala: no aquella con la que se combate, sino la que se compra en Italia para impresionar a los amigos. El pasear, por tanto, debía ser necesariamente un asunto ruidoso: clac, cataclac. Alza la vista.

—No pretendía ofenderos, sir Nicholas. En delante lo haremos todo rápido. Considerad que me tenéis a vuestra mano derecha, listo para el combate.

Ese es el tipo de grandilocuencia que entiende Carew.

Ahora Fitzwilliam está hablando con Carew. Carew, con su mujer, que es hermana de Francis Bryan. Su mujer está hablando, o al menos escribiendo, a María para hacerle saber que sus perspectivas mejoran muy deprisa, que La Ana puede ser desplazada. Es, como mínimo, un medio de mantener tranquila a María por un tiempo. Él no quiere que lleguen a sus oídos los rumores de que Ana desencadena nuevas hostilidades. Podría asustarse e intentar escapar; dicen que tiene varios planes absurdos, como drogar a las Bolena que la rodean y huir de noche. Él ha advertido a Chapuys, aunque no con todas esas palabras, por supuesto, de que si Mary escapa es probable que Enrique le haga a él responsable, y que no tenga en cuenta la protección que le otorga su estatus diplomático. Como mínimo, será echado a patadas, igual que Sexton el bufón. En el peor de los casos, puede no volver a ver nunca sus costas natales.

Francis Bryan está manteniendo a los Seymour en Wolf Hall al tanto de los acontecimientos de la corte. Fitzwilliam y Carew hablan con el marqués de Exeter y con Gertrude, su esposa. Gertrude habla en la cena con el embajador imperial, y con la familia Pole, que son todo lo papistas que se atreven a ser, que llevan vacilando al borde de la traición los últimos cuatro años. Nadie habla con el embajador francés. Pero todos hablan con él, Thomas Cromwell.

Esto es, en resumen, lo que sus nuevos amigos están planteando: si Enrique pudo repudiar a una esposa, y tratándose además de una hija de España, ¿no va a poder asignar una pensión a la hija de Bolena y recluirla en alguna residencia en el campo, tras descubrir deficiencias en los documentos matrimoniales?

Su repudio de Catalina, después de veinte años de matrimonio, ofendió a toda Europa. El matrimonio con Ana no es reconocido en ninguna parte más que en este reino, y no ha durado ni tres años; podría anularlo, como una locura. Después de todo, cuenta con una iglesia propia para hacerlo, con arzobispo propio.

Él ensaya mentalmente una petición. «¿Sir Nicholas? ¿Sir William? ¿Vendríais a mi humilde casa a cenar?».

No se propone en realidad pedírselo. Pronto llegaría la noticia a la reina. Una mirada en clave basta, un cabeceo y un guiño. Pero pone una vez más la mesa mentalmente.

La preside Norfolk. Montague y su bendita madre. Courtenay y su maldita esposa. Deslizándose tras ellos, nuestro amigo monsieur Chapuys.

—Oh, maldita sea —refunfuña Norfolk—, ¿ahora tendremos que hablar francés?

—Yo traduciré —ofrece él.

Pero ¿de quién es ese taconeo que entra? Es el duque del Plato.

—Bienvenido, mi señor Suffolk —dice él—. Tomad asiento. Cuidad no se os caigan migas en esa gran barba vuestra.

—Si las hubiese —Norfolk está hambriento.

Margaret Pole le lanza una mirada glacial.

—Habéis puesto una mesa. Nos habéis dado asientos a todos. Pero no nos habéis dado servilletas.

—Mis disculpas. —Llama a un sirviente—. No necesitaríais ensuciaros las manos.

Margaret Pole extiende su servilleta. Está estampado en ella el rostro de la difunta Catalina.

Llega de fuera un vocerío, viene de la despensa. Francis Bryan, que entra haciendo eses, con una botella de más ya. «Entretenimiento con buena compañía…». Se derrumba en su asiento.

Ahora él, Cromwell, hace una seña a sus sirvientes. Traen más asientos. «Que se aprieten».

Entran Carew y Fitzwilliam. Ocupan sus lugares sin una sonrisa ni un cabeceo. Han venido listos para el banquete, con los cuchillos en las manos.

Él contempla a sus invitados. Todo está dispuesto. Una oración en latín para bendecir la mesa; él preferiría el inglés, pero se adaptará a los invitados. Que se santiguan ostentosamente, al estilo papista. Que le miran, expectantes.

Llama a los camareros. Se abren de golpe las puertas. Hombres sudorosos posan las fuentes en la mesa. Parece que la carne está demasiado fresca, en realidad no ha sido sacrificada aún.

Es sólo un pequeño fallo de etiqueta. Los invitados deben esperar sentados, salivando.

Los Bolena están tendidos ante él, listos para ser trinchados.

Ahora que Rafe está en la cámara privada, tiene una relación más estrecha con el músico, Mark Smeaton, que ha sido ascendido entre los sirvientes de cámara. Cuando Mark apareció en la puerta del cardenal, lo hizo con botas remendadas y un jubón de lona que había pertenecido a alguien más corpulento. El cardenal le dio prendas de estambre, pero desde que se incorporó a la casa real viste de damasco, monta un excelente caballo castrado con una silla de cuero español y sostiene las riendas con guantes de orlas doradas. ¿De dónde procede el dinero? Ana es de una generosidad desmedida, dice Rafe. Se murmura que le ha dado a Francis Weston una suma para que pueda mantener a raya a sus acreedores.

Se puede entender, dice Rafe, que, como el rey no admira ya tanto a la reina, a ella le guste mucho tener jóvenes a su alrededor pendientes de sus palabras. Sus habitaciones son avenidas concurridas, con los gentilhombres de la cámara privada entrando constantemente con un recado u otro, y demorándose para jugar una partida o compartir una canción; cuando no hay ningún mensaje que llevar, inventan uno.

Los gentilhombres que gozan menos del favor de la reina están deseosos de hablar con el recién llegado y darle cuenta de todas las murmuraciones. Y algunas cosas no hace falta que se las digan, puede verlas él y hasta oírlas. Cuchicheos y riñas detrás de las puertas. El rey es objeto de burlas encubiertas. Sus ropas, su música. Se insinúa que es incompetente en la cama. ¿De dónde podrían proceder esas insinuaciones, sino de la reina?

Hay algunos hombres que hablan todo el tiempo de sus caballos. «Este es un buen caballo pero yo tenía uno que era más veloz; es una buena potranca esa que tenéis ahí, pero tendríais que ver el bayo al que le tengo echado el ojo». Con Enrique, se habla de damas: él encuentra algo que le gusta casi en cualquier mujer que se cruce en su camino, y encontrará un cumplido para ella, aunque sea vulgar y vieja y agria. Con las jóvenes, se queda en trance dos veces al día: «¿Verdad que tiene unos ojos adorables?, qué cuello tan blanco, qué voz tan dulce, qué mano tan bien formada». Generalmente es ver y no tocar; a lo más que se atreverá, sonrojándose un poco, es a: «¿No os parece que debe tener unos pechitos preciosos?».

Un día, Rafe oye la voz de Weston en la habitación contigua, haciendo, divertido, una imitación del rey: «¿Verdad que tiene el coño más jugoso que habéis tentado?». Risillas cómplices. Y «¡Chis! Anda por ahí el espía de Cromwell».

Harry Norris ha estado ausente de la corte últimamente, retirado en sus tierras. Cuando está de servicio, dice Rafe, procura suprimir la charla, a veces parece enfurecerle; pero a veces se permite sonreír. Hablan sobre la reina y especulan…

Continúa, Rafe, dice él.

A Rafe no le gusta contar esto. Considera que escuchar furtivamente es indigno de él. Piensa mucho antes de hablar.

—La reina necesita concebir otro hijo rápidamente para complacer al rey, pero de dónde va a venir, preguntan. Dado que no se puede ya confiar en que Enrique lo haga, ¿cuál de ellos le va a hacer el favor?

—¿Llegan a alguna conclusión?

Rafe se frota la coronilla, lo que hace que se le ponga el pelo de punta. Bueno, dice, ellos en realidad no lo harían. Ninguno de ellos. La reina es sagrada. Es un pecado demasiado grande incluso para hombres tan lascivos como deben ser ellos, y temen demasiado al rey, sin duda, aunque se burlen de él. Además, ella no sería tan estúpida.

—Os lo pregunto de nuevo: ¿llegan a alguna conclusión?

—Creo que es cada uno para sí.

Él se ríe. «Sauve qui peut».

Tiene la esperanza de que nada de esto sea necesario. Si actúa contra Ana espera contar con un medio más limpio. Todo eso es charla estúpida. Pero Rafe no puede dejar de oírla, él no puede dejar de conocerla, esa es la cuestión.

Tiempo de marzo, tiempo de abril, chaparrones gélidos y astillas de sol; esta vez se encuentra con Chapuys bajo techado.

—Parecéis pensativo, señor secretario. Acercaos al fuego.

Él se sacude las gotas de lluvia del sombrero.

—Tengo un peso en la cabeza que me agobia.

—Sabéis, yo creo que sólo tenéis estas reuniones conmigo para enojar al embajador francés.

—Oh, sí —dice él suspirando—, es muy celoso. La verdad es que os visitaría más a menudo, si no fuese porque la noticia siempre acaba llegando a la reina. Y ella procura utilizarla contra mí de un modo u otro.

—Deberíais tener una señora más amable.

La pregunta implícita del embajador: ¿cómo va lo de conseguir una nueva señora? Chapuys le ha venido a decir: ¿no podría haber un nuevo tratado entre nuestros soberanos? ¿Algo que salvaguardase a María, sus intereses, que la volviese a situar en la línea de sucesión, después de cualquier hijo que Enrique pudiese tener con una nueva esposa? Suponiendo, por supuesto, que la reina actual desapareciese…

—Ah, lady María.

Últimamente ha dado en llevarse la mano al sombrero cuando se menciona su nombre. Puede ver que esto conmueve al embajador, puede verle disponiéndose a incluirlo en sus despachos.

—El rey está dispuesto a sostener conversaciones oficiales. Le gustaría estar unido en amistad con el emperador. Así lo ha dicho.

—Entonces debéis hacerle concretar las cosas.

—Yo tengo influencia con el rey pero no puedo responder por él, ningún súbdito puede. Ese es mi problema. Para tener éxito con él, debe uno anticiparse a sus deseos. Aunque entonces uno se expone a que cambie de idea.

Wolsey, su maestro, le había advertido: hacedle decir lo que quiere, no supongáis, porque suponiendo podéis perderos vos mismo. Aunque tal vez, desde los tiempos de Wolsey, las órdenes tácitas del rey se hayan hecho más difíciles de ignorar. El rey llena toda la estancia de un descontento hirviente, alza la vista al cielo cuando le pides que firme un documento, como si estuviese implorando salvación.

—Teméis que se vuelva contra vos —dice Chapuys.

—Lo hará, supongo. Un día.

A veces se despierta de noche y piensa en ello. Hay cortesanos que se han retirado honorablemente. Puede pensar en ejemplos. Pero son los otros los que más destacan, si estás despierto hacia medianoche.

—Y si ese día llega —dice el embajador—, ¿qué haréis?

—¿Qué puedo hacer? Armarme de paciencia y dejar el resto a Dios.

Y esperar que el final sea rápido.

—Vuestra piedad os honra —dice Chapuys—. Si la fortuna se vuelve contra vos, necesitaréis amigos. El emperador…

—El emperador no haría nada por mí, Eustache. Ni por cualquier hombre del común. Nadie alzó un dedo para ayudar al cardenal.

—El pobre cardenal. Ojalá le hubiese conocido mejor.

—Dejad de halagarme —dice él con aspereza—. Basta ya.

Chapuys le dirige una mirada escrutadora. Ruge el fuego. Se elevan vapores de su ropa. Tamborilea la lluvia en la ventana. Él tiembla.

—¿Estáis enfermo? —inquiere Chapuys.

—No, no se me permite estarlo. Si me fuese a la cama, la reina me sacaría de ella y diría que estoy fingiendo. Si queréis alegrarme, lucid aquel sombrero de Navidad vuestro. Fue una lástima que tuvieseis que dejarlo a un lado por el luto. A ver si llega pronto Pascua para volver a verlo.

—Creo que estáis burlándoos, Thomas, a costa de mi sombrero. Me he enterado de que, mientras estuvo en vuestra custodia, fue objeto de mofa no sólo por parte de vuestros criados sino de vuestros mozos de establo y de los perreros.

—Sucedió todo lo contrario. Hubo muchas solicitudes de probárselo. Ojalá pudiésemos verlo en todas las grandes festividades de la Iglesia.

—Una vez más —dice Chapuys— vuestra piedad os honra.

Envía a Gregory con su amigo Richard Southwell, para que aprenda el arte de hablar en público. Es bueno para él salir de Londres, apartarse de la corte, donde la atmósfera es tensa. Hay por todas partes a su alrededor indicios de desasosiego, pequeños grupos de cortesanos que se dispersan cuando él se acerca. Si él tiene que dejarlo todo al azar, y cree que debe hacerlo, entonces Gregory no debería tener que pasar por el dolor y la duda, hora tras hora. Que oiga la conclusión de los acontecimientos; no necesita vivirlos. Él no tiene ya tiempo para explicar el mundo a los simples y a los jóvenes. Tiene que vigilar los movimientos de la caballería y los pertrechos de guerra por Europa, y los barcos en los mares, los mercantes y los de guerra: la afluencia de oro de las Américas al tesoro del emperador. A veces la paz parece guerra, no puede diferenciarlas; a veces estas islas parecen muy pequeñas. La noticia que llega de Europa es que el monte Etna ha entrado en erupción, y ha provocado inundaciones por toda Sicilia. En Portugal hay una sequía; y en todas partes envidias y disputas, temor al futuro, temor al hambre, temor a Dios y dudas sobre cómo aplacarlo, y en qué idioma. Las noticias, cuando él las recibe, llegan siempre con quince días de retraso: las postas son lentas, las mareas están en contra suya. Justo cuando el trabajo de fortificar Dover está llegando a su fin, se desmoronan las murallas de Calais; la escarcha ha agrietado la albañilería y ha abierto una fisura entre Watergate y Lanterngate.

El domingo de Pasión predica un sermón en la capilla del rey el limosnero de Ana, John Skip. Parece ser una alegoría; y parece estar especialmente dirigido contra él, Thomas Cromwell. Sonríe cuando los que asistieron se lo explican frase por frase: los que le desean mal y también los que le desean bien. Él no es un hombre que pueda ser derribado por un sermón, o sentirse perseguido por figuras retóricas.

Una vez, cuando era niño, en un acceso de cólera contra su padre, se había lanzado contra él, con el propósito de pegarle en el vientre con la cabeza. Pero era justo antes de que llegaran los rebeldes de Cornualles invadiendo el país, y como Putney comprendió que estaba en su línea de avance, Walter había estado preparando armaduras para él y para sus amigos. Así que cuando le asestó el cabezazo, hubo un bang, que oyó antes de sentirlo. Walter estaba probando una de sus creaciones. «Eso te enseñará», dijo, flemático, su padre.

Él piensa a veces en eso, en aquel vientre de hierro. Y piensa que tiene que conseguir uno, sin el inconveniente y el peso del metal. «Cromwell tiene mucho estómago», dicen sus amigos; también sus enemigos. Quieren decir que tiene apetito, gusto, empuje. Primera cosa por la mañana o última por la noche, un trozo sangrante de carne no le disgustaría, y si le despiertas durante la noche también entonces tiene hambre.

Llega un inventario de la abadía de Tilney: vestiduras de raso turco rojo y linón blanco, con animales en oro. Dos paños de altar de raso de Brujas, con gotas como manchas de sangre, hechas en terciopelo rojo. Y los utensilios de la cocina: romanas, tenazas y tenedores para el fuego, anchos para la carne.

El invierno se funde en primavera. Se disuelve el Parlamento. Día de Pascua: cordero con salsa de jengibre, una bendita ausencia de pescado. Él recuerda los huevos que los niños solían pintar, poniendo en cada cáscara moteada un gorro de cardenal. Recuerda a su hija Anne, su manita caliente alrededor de la cáscara del huevo para extender más el color: «¡Mirad! ¡Regardez!». Ella estaba aprendiendo francés ese año. Luego, su expresión de asombro; su lengua curiosa asomando para lamer la mancha de la palma.

El emperador está en Roma, y lo que se dice es que ha tenido una entrevista de siete horas con el papa; ¿cuánto de ella se dedicó a conspirar contra Inglaterra? ¿O intercedió el emperador por su monarca hermano? Se rumorea que habrá un acuerdo entre el emperador y los franceses: malas noticias para Inglaterra si es así. Hora de iniciar negociaciones. Concierta una entrevista entre Chapuys y Enrique.

Le envían una carta desde Italia, que empieza, «Molto magnifico signor…»; él se acuerda de Hércules, el trabajador.

Dos días después de Pascua, George Bolena le da la bienvenida en la corte al embajador imperial. Ante la visión del resplandeciente George, dientes y botones de perlas relumbrando, los ojos del embajador giran como los de un caballo asustado. Ha sido recibido antes por George, pero hoy no le esperaba: esperaba más bien a alguno de sus amigos, tal vez Carew. George se dirige a él por extenso en su francés elegante y cortesano. Oiréis si os place misa con Su Majestad y luego, si tenéis a bien favorecerme, será para mí un placer atenderos personalmente hasta la cena, a las diez.

Chapuys mira alrededor: ¡Cremuel, ayudadme!

Él se mantiene atrás, sonriendo, observando las operaciones de George. Le echaré de menos, piensa, cuando todo haya terminado para él: cuando le mande a patadas de vuelta a Kent, a contar sus ovejas y tomarse un interés doméstico por la cosecha de trigo.

El propio rey dirige a Chapuys una sonrisa, una palabra amable. Él, Enrique, se encamina a su cuarto privado de arriba. Chapuys se sitúa en medio de los parásitos de George. «Judica me, Deus», entona el sacerdote. «Juzgadme, oh, Dios, y separad mi causa de la de los gentiles que son impíos: libradme del hombre inicuo y engañoso».

Chapuys se gira en redondo ahora y le clava una mirada. Él sonríe. «¿Por qué estás triste, oh, alma mía?», pregunta el sacerdote: en latín, por supuesto.

Cuando el embajador se dirige arrastrando los pies hacia el altar para recibir la sagrada hostia, los gentilhombres que le rodean, limpiamente, como bailarines experimentados, retroceden medio paso y se colocan detrás de él. Chapuys vacila; los amigos de George le han rodeado. Lanza una mirada por encima del hombro: ¿dónde estoy?, ¿qué debería hacer?

En ese momento, y exactamente en su línea de visión, desciende de su propio espacio privado de galería Ana, la reina: la cabeza alta, terciopelo y armiño, rubíes al cuello. Chapuys vacila. No puede seguir adelante, porque tiene miedo a interponerse en el camino de ella. No puede volver atrás, porque se lo impiden George y sus acólitos. Ana vuelve la cabeza. Una sonrisa hiriente: y para el enemigo, ella hace una reverencia, una graciosa inclinación de su cuello enjoyado. Chapuys hace de tripas corazón y se inclina ante la concubina.

¡Después de todos estos años! Todos estos años eligiendo el camino que seguir para no encontrarse nunca, nunca, cara a cara con ella, no verse nunca ante ese dilema terrible, ante esa condenable cortesía. Pero ¿qué otra cosa podría hacer? Pronto se propagará la noticia. Llegará al emperador. Alberguemos la esperanza de que Carlos lo entenderá y recemos por ello.

Todo esto es visible en la cara del embajador. Él, Cremuel, se arrodilla y toma la comunión. Dios se convierte en pasta en su lengua. Mientras ese proceso se produce, es reverente cerrar los ojos; pero en esta ocasión singular Dios le perdonará por mirar a su alrededor. Ve a George Bolena, ruboroso de placer. Ve a Chapuys, pálido de humillación. Ve a Enrique, deslumbrante de oro, que desciende, majestuoso, de la galería. El rey camina con deliberación, su paso es lento; su rostro resplandece de triunfo solemne.

Pese a los mejores esfuerzos del perlado George, cuando abandonan la capilla se le escapa el embajador. Se escurre hacia él, luego su mano le aprieta en una presa de terrier.

—¡Cremuel! Sabíais que esto estaba planeado. ¿Cómo pudisteis ponerme en una situación tan embarazosa?

—Todo irá mejor así, os lo aseguro. —Luego añade, sombrío, pensativo—: ¿De que valdríais como diplomático, Eustache, si no comprendieseis el carácter de los príncipes? No piensan como piensan los demás hombres. Para la mente de un hombre del común, como nosotros, Enrique parece perverso.

Al embajador se le iluminan los ojos. «Ahh», emite un largo suspiro. Comprende, en aquel preciso instante, por qué Enrique le ha forzado a hacer una reverencia en público a una reina a la que él ya no quiere. Enrique posee una voluntad tenaz, es obstinado. Ha conseguido ya su propósito: su segundo matrimonio ha sido reconocido. Ahora, si quiere, puede prescindir de él.

Chapuys se arropa, como si sintiese una corriente que viniese del futuro. Cuchichea: «¿Debo realmente cenar con su hermano?».

—Oh, sí. Os resultará un anfitrión encantador. Después de todo —alza la mano para ocultar una sonrisa—, ¿no acaba de disfrutar de un triunfo? ¿Él y toda su familia?

Chapuys se arrima más a él.

—Me ha dejado impresionado. Nunca la había visto tan cerca. Parece una vieja flaca. ¿Es esa la señora Seymour, la de las mangas con dorados? Es muy vulgar. ¿Qué ve Enrique en ella?

—Piensa que es tonta. Y eso no resulta tranquilizador.

—Está enamorado, es evidente. Tiene que haber algo en ella que no sea apreciable a la vista por un extranjero. —El embajador ríe entre dientes—. No hay duda de que tiene un enigme muy delicado.

—Nadie lo diría —dice él en un tono inexpresivo—. Es virgen.

—¿Después de tanto tiempo en vuestra corte? Enrique debe de estar engañado, sin duda.

—Embajador, dejad eso para más tarde. Aquí está vuestro anfitrión.

Chapuys posa las manos sobre el corazón. Hace una rápida inclinación a George, lord Rochford. Este hace lo mismo. Se alejan, cogidos del brazo. Da la impresión de que lord Rochford esté recitando versos en honor de la primavera.

—Hum —dice lord Audley—: Qué representación.

La débil luz del sol brilla desde la cadena de su cargo de Lord Canciller.

—Venid, hijo mío, vayamos y mordisqueemos una corteza de pan. —Audley ríe entre dientes—. El pobre embajador. Parece que le lleven a la costa de Berbería para venderlo como esclavo. No sabe en qué país despertará mañana.

Ni yo tampoco, piensa él. Se puede confiar en la jovialidad de Audley. Él cierra los ojos. Le ha llegado algún indicio, alguna insinuación, de que ha disfrutado de lo mejor del día, aunque no sean más que las diez. «¿Crumb?», dice el Lord Canciller.

Es poco después de comer cuando todo empieza a desmoronarse, y del peor modo posible. Ha dejado a Enrique y al embajador juntos en el alféizar de una ventana, acariciándose mutuamente con palabras, gorjeando sobre una alianza, haciéndose mutuamente proposiciones deshonestas. Es el cambio de color del rey lo que advierte primero. De blanco y rosado a rojo. Luego oye la voz de Enrique, aguda, cortante:

—Creo que dais por supuesto demasiado, Chapuys. Decís que yo reconozco el derecho de vuestro señor a reinar en Milán, pero tal vez el rey de Francia tenga tanto derecho, o incluso más. No supongáis que conocéis mi política, embajador.

Chapuys da un salto atrás. Él piensa en la pregunta de Jane Seymour: señor secretario, ¿habéis visto alguna vez un gato escaldado?

El embajador habla: dice alguna cosa en tono bajo y suplicante. Enrique le replica:

—¿Queréis decir que lo que yo tomé como una cortesía, de un príncipe cristiano a otro, es en realidad una posición de trato? ¿Accedéis a inclinaros ante mi esposa, la reina, y luego pretendéis cobrarlo?

Él, Cromwell, ve que Chapuys alza una mano aplacadora. El embajador está intentando interrumpir, limitar el daño, pero Enrique habla por encima de él, con voz audible en toda la estancia, por todos los boquiabiertos presentes, y por los que presionan atrás.

—¿No se acuerda vuestro señor de lo que hice por él al principio, cuando tenía problemas? ¿Cuándo sus súbditos españoles se sublevaron contra él? Yo mantuve abierto el mar para él. Yo le presté dinero. ¿Y qué recibo a cambio?

Una pausa. Chapuys tiene que desplazar el pensamiento hacia atrás, hacia la época en que él no estaba ocupando aquel cargo.

—¿El dinero? —sugiere débilmente.

—Nada más que promesas rotas. Recordad, si queréis, cómo le ayudé contra los franceses. Me prometió territorios. Y la primera noticia que tuve fue que estaba haciendo un tratado con Francisco. ¿Por qué debería yo confiar en lo que dice?

Chapuys se yergue todo lo que puede un hombrecito como él.

—Un gallito de pelea —le dice al oído Audley.

Pero él, Cromwell, no se deja distraer. Su mirada está clavada en el rey. Oye decir a Chapuys:

—Majestad. Esa no es una pregunta que deba hacerle un príncipe a otro.

—¿No lo es? —replica Enrique—. En el pasado, nunca habría tenido yo que hacerla. Considero que todo príncipe hermano ha de ser honorable, lo mismo que yo soy honorable. Pero a veces, monsieur, he de deciros que nuestras afectuosas suposiciones naturales deben dejar paso a la amarga experiencia. Decidme, ¿es que vuestro señor me toma por tonto?

La voz de Enrique se eleva aún más; se dobla por la cintura y sus dedos hacen pequeños movimientos como de remar sobre las rodillas, como si estuviese intentando seducir a un niño o a un perrillo.

—¡Enrique! —chilla—. ¡Carlos os llama, venid! ¡Os llama vuestro buen señor!

Se endereza, casi escupiendo de rabia.

—El emperador me trata como a un niño pequeño. Primero me azota, luego me mima, luego vuelve a azotarme. Decidle que yo no soy un niño. Decidle que yo soy un emperador en mi propio reino, y un hombre, y un padre. Decidle que no intervenga en mis asuntos familiares. He soportado su intromisión durante demasiado tiempo. Primero pretende decirme con quién puedo casarme. Luego quiere mostrarme cómo debo tratar a mi hija. Decidle que trataré a María como me parezca adecuado, como un padre trata a una niña desobediente. No importa quién sea su madre.

La mano del rey (en realidad, Dios Santo, su puño) hace brusco contacto con el hombro del embajador. Despejado el camino, Enrique sale con paso sonoro. Una actuación imperial. Salvo porque arrastra la pierna. Grita por encima del hombro:

—¡Exijo una disculpa pública y franca!

Él, Cromwell, lanza un suspiro. El embajador cruza la estancia, bufando y farfullando. Se aferra al brazo de él, aturullado.

—Cremuel, no sé por qué tengo que disculparme. Yo vine aquí de buena fe, se me engaña poniéndome cara a cara con esa criatura, me veo obligado a intercambiar cumplidos con su hermano durante toda la comida, y luego Enrique me ataca. Él quiere a mi señor, necesita a mi señor, sólo está jugando el juego de siempre, intentar venderse caro, fingir que podría enviar tropas al rey Francisco para combatir en Italia… ¿Dónde están esas tropas? Yo no las veo, yo tengo ojos, yo no veo su ejército.

—Paz, paz —dice apaciguador Audley—. Nosotros nos disculparemos, monsieur. Dejadle que se aplaque. No temáis. No enviéis hoy un despacho a vuestro buen señor, no escribáis esta noche. Nosotros mantendremos las conversaciones en marcha.

Él ve, por encima del hombro de Audley, a Edward Seymour, deslizándose entre la multitud.

—Ah, embajador —dice, con una suave seguridad que no siente—. Aquí está una oportunidad para que conozcáis…

Edward salta hacia delante: «Mon cher ami…».

Miradas sombrías de los Bolena. Edward en la brecha, armado de un seguro francés. Barriendo a un lado a Chapuys: en el momento justo. Un revuelo en la puerta. Vuelve el rey, brota en medio de los gentilhombres.

—¡Cromwell! —Enrique se detiene ante él; respira con dificultad—. Hacédselo entender. No se trata de que el emperador me ponga condiciones. Se trata de que el emperador se disculpe, por amenazarme con la guerra. —Se le congestiona la cara—. Cromwell, sé muy bien lo que habéis hecho. Habéis ido demasiado lejos en este asunto. ¿Qué le habéis prometido? Sea lo que sea, no tenéis ninguna autoridad. Habéis puesto mi honor en peligro. Pero ¿qué podía esperar yo? ¿Cómo puede un hombre como vos comprender el honor de los príncipes? Habéis dicho: «Oh, estoy seguro de Enrique, tengo al rey en el bolsillo». No lo neguéis, Cromwell, puedo oíros diciéndolo. Os proponéis adiestrarme, ¿verdad? ¿Como a vuestros muchachos de Austin Friars? Que cuando bajéis por la mañana me toque el sombrero y diga «¿Qué tal, señor?». ¿Qué vaya por Whitehall medio paso por detrás de vos? ¿Qué lleve vuestros folios, vuestro cuerno de tinta y vuestro sello? ¿Y por qué no una corona, eh, que la lleve detrás de vos en una bolsa de cuero? —Enrique está convulso de cólera—. Creo realmente, Cromwell, que creéis que el rey sois vos y yo el hijo del herrero.

Nunca pretenderá, más tarde, que no le dio un vuelco el corazón. No es alguien que se ufane de una frialdad que ningún hombre razonable poseería. Enrique podría, en cualquier momento, hacer un gesto a sus guardias; él podría encontrarse con frío metal en las costillas y el final de sus días.

Pero retrocede; sabe que su rostro no muestra nada, ni arrepentimiento ni pesar ni miedo. Piensa: vos nunca podríais ser el hijo del herrero. Walter no os habría dejado entrar en su fragua. La fuerza muscular no basta. Con las llamas necesitas una cabeza fría, cuando las chispas vuelan hasta las vigas del techo tienes que estar pendiente de cuándo caen sobre ti y apartar el fuego con un golpe de tu endurecida palma: ahora, el rostro sudoroso de su monarca asediando el suyo, recuerda algo que le dijo su padre: si te quemas una mano, Tom, alza las dos y cruza las muñecas delante de ti y mantenlas así hasta que llegues al agua o al bálsamo: no sé a qué se debe, pero eso confunde al dolor de manera que, si dices una oración al mismo tiempo, puede que consigas no salir demasiado mal parado.

Alza las palmas. Cruza las muñecas. Atrás, Enrique. Como confundido por el gesto (como casi aliviado de que le contuviesen), el rey deja de chillar: y se aparta un paso, desviando la cara y librándole así a él, a Cromwell, de aquella mirada inyectada de sangre, de la proximidad indecorosa de las azuladas escleróticas protuberantes de los ojos del rey.

—Dios os guarde, Majestad —le dice—. Y ahora, ¿me excusaréis?

Así, le excuse o no, él se va. Entra en la estancia siguiente. ¿Habéis oído la expresión «Me hervía la sangre»? Pues la sangre le hierve. Cruza las muñecas. Se sienta en un baúl y pide una bebida. Cuando se la traen toma en la mano derecha la fresca copa de peltre, rodeando con los dedos sus curvas: el vino es clarete fuerte, derrama una gota, la esparce con el índice y lo acaricia con la lengua, para limpiarlo, para que desaparezca. No puede estar seguro de si el truco ha aplacado el dolor, como decía Walter que haría. Pero se siente alegre por el hecho de que su padre esté con él. Alguien tiene que estar.

Levanta la vista. La cara de Chapuys se cierne sobre él: sonríe, una máscara pícara.

—Mi querido amigo. Creí que había llegado vuestra última hora. ¿Sabéis que pensé que no os controlaríais y le pegaríais?

Él alza la vista y sonríe.

—Yo siempre me controlo. Lo que hago, es porque quiero hacerlo.

—Aunque puede que no queráis decir lo que decís.

Él piensa: el embajador ha sufrido cruelmente, sólo por hacer su trabajo. Además, yo he herido sus sentimientos, me he burlado de su sombrero. Mañana le enviaré un regalo, un caballo, un caballo de cierta majestuosidad, un caballo para que lo monte él. Antes de que abandone mis establos, le alzaré un casco yo mismo y comprobaré las herraduras.

El consejo del rey se reúne al día siguiente. Wiltshire, o monseñor, está presente: los Bolena son gatos lustrosos, repantigados en sus asientos y mesándose las patillas. Su pariente, el duque de Norfolk, parece enfadado, nervioso; le para a él a la entrada (le para a él, a Cromwell): «¿Cómo estáis, hombre?».

¿Se ha dirigido alguna vez así el mariscal conde de Inglaterra al primer magistrado de la cámara? En la cámara del consejo, Norfolk examina los asientos, se aposenta en uno que le parece bien.

—Eso es lo que él hace, sabéis —le hace una mueca, hay un atisbo de colmillo—. Estás muy seguro, con los pies asentados en el suelo, y él va y retira el suelo de pronto de debajo de ti.

Él asiente, sonriendo resignado. Entra Enrique, se sienta como un gran bebé enfadado en un sillón situado a la cabecera de la mesa. No mira a nadie a los ojos.

Ahora: tiene la esperanza de que sus colegas conozcan sus deberes. Se lo ha dicho bastante a menudo. Halagad a Enrique. Suplicad a Enrique. Imploradle que haga lo que sabéis que debe hacer de todos modos. Así cree tener elección. Así se siente gratamente satisfecho de sí mismo al pensar que está considerando, no sus propios intereses, sino los tuyos.

Majestad, dicen los consejeros. Por favor. Considerad favorablemente, por el bien del reino y del pueblo, las ofertas serviles del emperador. Sus súplicas y gemidos.

Esto ocupa quince minutos. Finalmente, Enrique dice: bueno, si es por el bien del pueblo, recibiré a Chapuys, continuaremos las negociaciones. Yo debo tragarme, me imagino, cualquier ofensa personal que haya recibido.

Norfolk se inclina hacia delante.

—Consideradlo como un trago de medicina, Enrique. Amargo. Pero no lo escupáis, por el bien de Inglaterra.

Una vez planteado el tema de los médicos, se discute el asunto del matrimonio de lady María. Ella continúa quejándose, siempre que el rey la traslada, de aire insano, comida insuficiente, insuficiente consideración de su intimidad, molestos dolores en los miembros, jaquecas y desánimo. Sus médicos han aconsejado que la cópula con un hombre sería buena para su salud. Si el espíritu vital de una joven se queda encajonado, se vuelve pálida y flaca, pierde el apetito, empieza a debilitarse; el matrimonio es para ella una ocupación, olvida con él sus pequeños males; el vientre se mantiene anclado y dispuesto para el uso, y no muestra esa tendencia a vagar por el cuerpo como si no tuviese nada mejor que hacer. En ausencia de un hombre, lady María necesita ejercicio intenso a caballo; difícil, para alguien en arresto domiciliario.

Enrique carraspea finalmente y habla.

—El emperador, no es ningún secreto, ha tratado con sus propios consejeros el asunto de María. Le gustaría que se casase fuera de este reino, con uno de sus parientes, dentro de sus propios dominios. —Aprieta los labios—. Yo no permitiré de ninguna manera que salga del país; en realidad no permitiré que vaya a ningún sitio, mientras su comportamiento conmigo no sea el que debería ser.

Él, Cromwell, dice:

—La muerte de su madre está aún reciente para ella. No tengo la menor duda de que comprenderá cuál es su deber, en estas próximas semanas.

—Qué agradable oíros hablar al fin, Cromwell —dice monseñor con una sonrisilla—. Lo más frecuente es que vos seáis el primero que habla, y el último, y el que ocupa todo espacio intermedio, de tal modo que nosotros, consejeros más modestos, nos vemos obligados a hablar sotto voce, si es que llegamos a hablar, y a pasarnos notas entre nosotros. ¿Podemos preguntar si esta novedosa reticencia vuestra se relaciona, de algún modo, con acontecimientos de ayer? Cuando Su Majestad, si no recuerdo mal, puso un freno a vuestras ambiciones…

—Gracias por eso —dice, lisamente, el Lord Canciller—, mi señor Wiltshire.

—Señores míos —dice el rey—, el tema es mi hija. Lamento tener que recordároslo. Aunque no estoy seguro ni mucho menos de si este tema debería tratarse en consejo del rey.

—Si fuera yo —dice Norfolk—, subiría hasta donde está María y la obligaría a hacer el juramento, le pondría la mano encima del Evangelio y se la aguantaría allí, y si no hiciera el juramento al rey y a la hija de mi sobrina, le machacaría la cabeza contra la pared hasta que le quedase tan blanda como una manzana asada.

—Gracias de nuevo —dice Audley—, mi señor Norfolk.

—En cualquier caso —dice con tristeza el rey—, no tenemos tantos hijos que podamos permitirnos que el reino pierda uno. Preferiría no separarme de ella. Un día será conmigo una buena hija.

Los Bolena se retrepan en sus asientos, sonriendo, al oírle decir al rey que no busca ningún gran enlace en el extranjero para María, que ella no tiene ninguna importancia, que es una bastarda de la que uno se ocupa sólo por caridad. Están muy satisfechos con el triunfo que les proporcionó ayer el embajador imperial; y están exhibiendo su buen gusto por no ufanarse de ello.

En cuanto termina la reunión, Cromwell se ve acosado por los consejeros: salvo por los Bolena, que se van en la otra dirección. La reunión ha ido bien; él ha conseguido todo lo que quería; Enrique está de nuevo dispuesto a firmar un tratado con el emperador: ¿por qué se siente entonces tan inquieto, tan agobiado? Aparta a sus colegas, aunque de forma educada. Necesita aire. Enrique pasa a su lado, se detiene, se vuelve, dice:

—Señor secretario. ¿Queréis venir conmigo?

Caminan los dos. En silencio. Corresponde al príncipe, no al ministro, introducir un tema.

Él puede esperar.

Enrique dice:

—¿Sabéis?, me gustaría que fuésemos a algún bosque, un día, como hemos dicho, a hablar con los herreros.

Él espera.

—He recibido varios dibujos, dibujos matemáticos, y consejos sobre cómo se puede mejorar nuestra artillería, pero, a decir verdad, no soy capaz de sacar de ello todo el provecho que podríais sacar vos.

Más humilde, piensa él. Un poco más humilde aún.

Enrique dice:

—Vos habéis estado en los bosques y habéis conocido a los carboneros. Recuerdo que me dijisteis una vez que eran gente muy pobre.

Él espera. Enrique dice:

—Debe uno conocer el proceso desde el principio, pienso yo, se esté haciendo una armadura o una pieza de artillería. No vale de nada pretender que un metal tenga ciertas propiedades, un temple determinado, si no sabes cómo se hace, y las dificultades con que se puede encontrar el artesano. Pero, bueno, yo nunca he sido tan orgulloso como para no sentarme y estar una hora con el que hace el guantelete, el que protege mi mano derecha. Debemos estudiar, creo, cada clavo, cada remache.

¿Y? ¿Sí?

Deja que el rey siga caminando.

—Y, bueno. En fin. Vos, señor, sois mi mano derecha.

Él asiente. Señor. Conmovedor.

Enrique dice:

—Así pues, ¿iremos a Kent, al bosque? ¿Escogeréis vos la semana? Dos o tres días deberían bastar.

Él sonríe.

—Este verano no, señor. Estaréis ocupado en otras cosas. Además, los herreros son como todos nosotros. Han de tener sus vacaciones. Deben poder tumbarse al sol. Coger manzanas.

Enrique le mira, suave, suplicante, por el rabillo de un ojo azul: dadme un verano feliz. Dice:

—No puedo vivir como he vivido, Cromwell.

Él está aquí para recibir instrucciones. Conseguidme a Jane: Jane, tan buena, su nombre es un suspiro que cubre el paladar como mantequilla dulce. Libradme de la amargura, de la hiel.

—Creo que debería ir a casa —dice—. Si me lo permitís. Tengo mucho que hacer si he de poner este asunto en marcha, y creo…

Su inglés le abandona. Pasa esto a veces.

Un peu

Pero su francés le abandona también.

—Pero ¿no estáis enfermo? ¿Volveréis pronto?

—Haré una consulta a los canonistas —dice él—. Puede llevar unos días, ya sabéis cómo son. Procuraré resolverlo lo antes posible. Hablaré con el arzobispo.

—Y quizá con Harry Percy —dice Enrique—. Ya sabéis que ella…, el desposorio, lo que fuese, la relación que hubo entre ellos…, bueno, yo creo que estaban prácticamente casados, ¿no es así? Y si eso no resultara… —Se frota la barba—. Ya sabéis que yo estuve, antes que con la reina, estuve, a veces, con su hermana, su hermana María, la que…

—Oh, sí, señor. Recuerdo a María Bolena.

—… y hay que tener en cuenta que, al haber estado vinculado con una parienta tan cercana a Ana, no podría contraer un matrimonio válido con ella…, pero eso no lo utilicéis más que si no hay otra opción, no quiero si no es necesario…

Él asiente. No queréis que la Historia haga de vos un mentiroso. En público ante vuestros cortesanos me hicisteis afirmar que no habíais tenido nada que ver con María Bolena, mientras vos estabais allí sentado y asentíais. Vos mismo eliminasteis todos los impedimentos: María Bolena, Harry Percy, los barristeis a un lado. Pero ahora nuestras necesidades son otras, y los hechos han cambiado.

—Que os vaya bien —dice Enrique—. Sed reservado. Confío en vuestra discreción y en vuestra habilidad.

Qué necesario, pero qué triste, oír disculparse a Enrique. Ha empezado a sentir un respeto perverso por Norfolk, con su gruñido de «¿Qué tal, hombre?».

El señor Wriothesley está esperándolo en una antecámara.

—¿Tenéis, pues, instrucciones, señor?

—Bueno, tengo insinuaciones.

—¿Sabéis cuándo podrían concretarse?

Él sonríe. Llamadme dice:

—Dicen que el rey declaró en su consejo que va a casar a lady María con un súbdito.

Eso no es, ciertamente, la conclusión a la que se llegó. En un instante, se siente de nuevo él mismo: se oye reír y decir:

—Oh, por amor de Dios, Llamadme. ¿Quién os contó eso? A veces —dice— creo que ahorraría tiempo y trabajo si todas las partes interesadas viniesen al consejo del rey, incluidos los embajadores extranjeros. Lo que se dice allí acaba sabiéndose de todos modos, y para ahorrarles malentendidos tal vez fuese mejor dejar que lo oyesen todo de primera mano.

—¿No es cierto lo que oí, entonces? —dice Wriothesley—. Porque yo pensé que casarla con un súbdito, con un hombre de baja condición, era un plan concebido por la que es reina ahora…

Él se encoge de hombros. El joven le dirige una mirada vidriosa. Tardará unos años aún en entender por qué.

Edward Seymour busca una entrevista con él. Está convencido de que los Seymour acudirán a su mesa, aunque tengan que sentarse debajo de ella y recoger las migas.

Edward está tenso, apurado, nervioso.

—Señor secretario, en una visión a largo plazo…

—En este asunto, un día sería una visión a largo plazo. Sacad a vuestra chica del asunto, dejad que Carew se la lleve a su casa, a Surrey.

—No penséis que quiero conocer vuestros secretos —dice Edward, escogiendo las palabras—. No penséis que quiero meterme en asuntos que no me atañen. Pero me gustaría, por el bien de mi hermana, tener algún indicio sobre…

—Oh, comprendo, ¿queréis saber si debería encargar su ropa de boda? —Edward le dirige una mirada implorante, y él dice sobriamente—: Vamos a buscar una anulación. Aún no sé basada en qué.

—Pero ellos lucharán —dice Edward—. Los Bolena, si caen, nos arrastrarán con ellos. He oído hablar de serpientes que, aunque estén muriendo, exudan veneno a través de la piel.

—¿Habéis cogido alguna vez una serpiente? —pregunta él—. Yo lo hice una vez, en Italia. —Extiende las manos—. No me quedó señal.

—Entonces debemos ser muy reservados —dice Edward—. Ana no debe saber.

—Bueno —dice él, burlón—, no creo que podamos ocultárselo eternamente.

Pero ella se enterará mucho más deprisa si sus nuevos amigos no dejan de atraparlo en antecámaras, cortándole el paso e inclinándose hacia él; si no dejan de cuchichear y de enarcar las cejas y de darse codazos.

A Edward le dice: debo irme a casa y cerrar la puerta y consultar conmigo mismo. La reina está preparando algo, no sé lo que es, algo tortuoso, algo oscuro, tal vez tan oscuro que ni ella misma sepa lo que es, y, de momento, sólo esté soñando con ello: pero he de ser rápido, he de soñarlo por ella, hacerlo realidad en el sueño.

Según lady Rochford, Ana se queja de que, desde que salió del puerperio, Enrique está siempre observándola; y no del modo que solía.

Él llevaba mucho tiempo fijándose en que Harry Norris observaba a la reina; y desde cierta elevación, encaramado como un halcón tallado sobre una puerta, se ha visto a sí mismo observando a Harry Norris.

De momento, Ana parece darse poca cuenta de las alas que revolotean sobre ella, de los ojos que estudian la dirección que sigue cuando zigzaguea y se desvía. Charla sobre su hija Elizabeth, sosteniendo en sus dedos un lindo gorrito de cintas, que acaba de llegar de la bordadora.

Enrique la mira, indiferente, como si dijese: ¿por qué estáis mostrándome eso?, ¿qué es eso para mí?

Ana acaricia el trocito de seda. Él siente una punzada de piedad, un instante de remordimiento. Estudia la delicada trenza de seda que bordea la manga de la reina. Había mujeres que hacían esas trenzas con la misma pericia que su esposa muerta. Está mirando muy de cerca a la reina, cree conocerla como una madre conoce a su hijo, o un hijo a su madre. Conoce cada puntada de su jubón. Aprecia el sube y baja de cada respiración suya. ¿Qué hay en vuestro corazón, madame? Esa es la última puerta que hay que abrir. Ahora él está en el umbral con la llave en la mano y casi tiene miedo a introducirla en la cerradura. Porque si no encaja, qué; si no encaja y tiene que andar manipulando allí, con los ojos de Enrique posados en él, oyendo el clic impaciente de la lengua regia, tan claramente como su señor Wosley la oyó…

Bueno, en fin. Hubo una vez (¿fue en Brujas?) en que él tuvo que derribar una puerta. No tenía la costumbre de derribar puertas, pero tenía un cliente que quería resultados y los quería ya. Las cerraduras se pueden abrir con una ganzúa, pero eso es para un especialista que dispone de tiempo. Y si tienes un hombro y una bota, no necesitas habilidad ni necesitas tiempo. Yo no tenía treinta años entonces, piensa. Era joven. Su mano derecha acaricia, distraída, el hombro izquierdo, el antebrazo, como si recordase las magulladuras. Se imagina entrando en Ana, no como un amante sino como un abogado, sus papeles, sus documentos, enrollados en el puño; se imagina entrando en el corazón de la reina. Oye en sus cámaras el clic de los tacones de sus botas.

En casa, saca de su baúl el Libro de Horas que perteneció a su esposa. Se lo había dado su primer marido, Tom Williams, que era un tipo bastante aceptable, aunque no un hombre de provecho como él. Siempre que piensa en Tom Williams ahora es como un hombre indefinido, sin rostro, que espera vestido con la librea de Cromwell, sosteniéndole la chaqueta o tal vez el caballo. Ahora que puede manejar a su capricho los mejores libros de la biblioteca del rey, ese libro de oración parece una cosa pobre; ¿dónde está la hoja dorada? Sin embargo la esencia de Elizabeth está en este libro, pobre esposa con su gorro blanco, sus modales torpes, su sonrisa de medio lado, los hábiles dedos de artesana. Una vez había observado a Liz cuando hacía una trenza de seda. Un extremo estaba fijado a la pared y en cada dedo de sus manos iba trenzando lazos de hilo, y aquellos dedos volaban tan deprisa que él no podía ver cómo trabajaban. «Ve más despacio —le dijo— para que pueda ver cómo lo haces», pero ella se había reído y había dicho: «No puedo ir más despacio, si me parase a pensar cómo lo estoy haciendo no habría manera de que pudiese hacerlo».