III. Ángeles

Stepney y Greenwich, Navidad de 1535 - Año nuevo de 1536

Mañana de Navidad: él llega disparado, dispuesto a resolver el problema siguiente. Le bloquea el paso un sapo inmenso.

—¿Es Matthew?

Llega una risa alegre y juvenil de la boca anfibia.

—Simon. —Feliz Navidad, señor, ¿cómo estáis?

Él suspira.

—Con demasiado trabajo. ¿Enviasteis lo que debíais a vuestro padre y a vuestra madre?

Los niños cantores se van a casa en el verano. En Navidad están ocupados cantando.

—¿Iréis a ver al rey, señor? —croa Simon—. Apuesto a que las obras que hacen en la corte no son tan buenas como las nuestras. Estamos haciendo Robin Hood, y figura en ella el rey Arturo. Yo soy el sapo de Merlín. El señor Richard Cromwell es el papa y tiene un cuenco para pedir limosnas. Y grita: «Mumpsimus sumpsimus, hocus pocus». Le damos piedras de limosna. Él nos amenaza con el Infierno.

Él da unas palmadas cariñosas en la piel verrugosa de Simon. El sapo se aparta del camino con un gran salto.

Desde su regreso de Kimbolton, Londres se ha cerrado a su alrededor: el final del otoño, sus atardeceres mortecinos y melancólicos, la temprana oscuridad. Los pausados y gravosos asuntos de la corte le han bloqueado, le han atrapado en días atado al escritorio, días prolongados por la luz de las velas en noches atado al escritorio; a veces pagaría un rescate regio por poder ver el sol. Está comprando tierras en las zonas mejores de Inglaterra, pero no dispone de ningún momento de ocio para visitarlas; así que esas granjas, esas viejas mansiones con sus jardines tapiados, esos cursos de agua con sus pequeños embarcaderos, esos estanques con sus peces dorados que ascienden hacia el anzuelo; esos viñedos, jardines de flores, enramadas y paseos, siguen siendo todos ellos para él planos, una construcción de papel, una serie de cifras en una página de cuentas: no hay márgenes mordisqueados por las ovejas, no hay prados donde las vacas pasten con hierba hasta las rodillas, no hay sotos ni arboledas donde tiembla una cierva blanca, una pezuña alzada; sólo campos de pergamino, arrendamientos y dominios plenos delimitados por cláusulas de tinta, no por antiguos setos o mojones. Sus acres son acres teóricos, fuentes de ingresos, fuentes de insatisfacción en las altas horas de la noche, cuando despierta y su pensamiento explora su geografía: en esas noches de vigilia antes de foscas o gélidas auroras, piensa no en la libertad que sus posesiones le otorgan, sino en la intrusión ofensiva de otros, sus servidumbres y derechos de paso, sus vallas y posiciones ventajosas, que les permiten actuar sobre los linderos de las tierras de él e interferir en la tranquila posesión de su futuro. Bien sabe Dios que él no es ningún muchacho de campo: aunque donde creció, en las calles próximas a los embarcaderos, Putney Heath quedaba a su espalda, un lugar en el que perderse. Pasaba largos días allí, corriendo con sus compañeros, muchachos tan salvajes como él: huidos todos ellos de sus padres, de sus cinturones y sus puños, y de la educación con la que los amenazaban si alguna vez llegaban a quedarse quietos. Pero Londres tiraba de él hacia sus tripas urbanas; mucho antes de que navegara en el Támesis en la barca del señor secretario, conocía ya sus corrientes y su marea, y sabía cuánto se podría conseguir, tranquilamente, de los barqueros, descargando y transportando cajas en carretillas cuesta arriba, hasta las casas buenas que se alineaban en el Strand, las casas de los nobles y de los obispos: las casas de hombres con los que, a diario, se sienta ahora en el consejo del rey.

La corte de invierno recorre su circuito acostumbrado: Greenwich y Eltham, las casas de la infancia de Enrique: Whitehall y Hampton Court, casas en otros tiempos del cardenal. El rey suele en estos días, dondequiera que la corte resida, cenar solo en sus habitaciones privadas. Fuera de los aposentos reales, en la cámara de vigilancia exterior o en la cámara de guardia (comoquiera que se llame el vestíbulo exterior, en los palacios en que nos encontramos) hay una mesa principal, donde el lord chambelán, jefe del servicio privado del rey, celebra corte para la nobleza. En esa mesa se sienta Norfolk, cuando está con nosotros en la corte; también lo hace Charles Brandon, duque de Suffolk, y el padre de la reina, el conde de Wiltshire. Hay otra mesa algo más baja en estatus, pero servida con el honor debido, para funcionarios como él, y para los viejos amigos del rey que no son pares del reino. Se sienta allí Nicholas Carew, caballerizo mayor; y William Fitzwilliam, el señor tesorero, que conoce a Enrique desde que era un muchacho. William Paulet, interventor de la Corona, es el que preside a la cabecera de esa mesa: y él se pregunta, hasta que se lo explican, por su hábito de alzar la copa (y las cejas) en un brindis por alguien que no está allí. Se lo explica Paulet, con cierto embarazo:

—Brindamos por el hombre que se sentó aquí antes que yo. El señor interventor anterior. Sir Henry Guildford, de bendita memoria. Vos lo conocisteis, Cromwell, por supuesto.

Ciertamente: ¿quién no conoció a Guildford, aquel experto diplomático, que era el más docto de los cortesanos? Un hombre de la misma edad que el rey, que había sido el brazo derecho de Enrique desde que este había subido al trono, un príncipe de diecinueve años, inexperto, bien intencionado y optimista. Amo y criado habían crecido juntos, dos espíritus brillantes, ansiosos de alcanzar la gloria y de pasarlo bien. Habrías apostado que Guildford era capaz de sobrevivir a un terremoto; pero no sobrevivió a Ana Bolena. Su fidelidad estaba clara: estimaba a la reina Catalina y lo dijo así. (O aunque no la estimase, dijo, eso ya adecuadamente solo, mi conciencia cristiana me obligaría a respaldar su causa.) El rey le había excusado por su larga amistad; sólo le había dicho: dejemos el asunto y no lo mencionemos, no saquemos a colación la discrepancia. No hablemos de Ana Bolena. Hagamos lo posible por seguir siendo amigos.

Pero Ana no se había dado por satisfecha con el silencio. El día que sea reina, le había dicho a Guildford, ese día mismo perderéis vuestro cargo.

Madame, dijo sir Henry Guildford, el día que vos os convirtáis en reina, será el día que yo renunciaré.

Y así lo hizo. Enrique dijo: ¡vamos, hombre! ¡No dejéis que una mujer os haga abandonar el cargo! Son sólo celos y despecho de mujer, no le hagáis caso.

Pero yo temo por mí mismo, dijo Guildford. Por mi familia y por mi nombre.

No me abandonéis, dijo el rey.

Culpad de ello a vuestra nueva esposa, dijo Henry Guildford.

Y así fue como abandonó la corte. Y se fue a su casa, al campo.

—Y murió —dice William Fitzwilliam— al cabo de unos meses. Dicen que de pesar.

Un suspiro recorre la mesa. Eso es lo que les pasa a los hombres; el trabajo de tu vida se acaba, el predio rural se extiende ante ti: un desfile de días, de domingo a domingo, todos sin contenido. ¿Qué hay ya, sin Enrique? ¿Sin el brillo de su sonrisa? Es como un noviembre perpetuo, una vida en la oscuridad.

—Por esa razón le recordamos —dice sir Nicholas Carew—. Nuestro viejo amigo. Y hacemos un brindis (a Paulet no le importa) por el hombre que aún sería interventor del reino si no se hubiese trastornado todo.

Tiene una forma sombría de hacer un brindis, sir Nicholas Carew. Alguien tan digno como él desconoce la desenvoltura. Él, Cromwell, había estado una semana entera sentándose a aquella misma mesa sin que sir Nicholas se dignase posar en él sus fríos ojos, y empujar el cordero en su dirección. Pero sus relaciones se han hecho más fáciles desde entonces; después de todo, él, Cromwell, es un hombre con el que resulta fácil llevarse bien. Ve que hay una camaradería entre hombres como estos, hombres que han perdido frente a los Bolena: una camaradería desafiante, como la que existe entre esos sectarios de Europa que están esperando permanentemente el fin del mundo, pero que tienen la esperanza de que, una vez consumida la tierra por el fuego, ellos estarán sentados en la gloria: un poco tostados, churruscados por los bordes y ennegrecidos en partes, pero aun así, gracias a Dios, vivos por toda la eternidad, y sentados a su diestra.

Él conoció personalmente a Henry Guildford, como le recuerda Paulet. Debe de hacer cinco años ya que fue agasajado por él espléndidamente, en el castillo de Leeds, en Kent. Sólo porque Guildford quería algo, por supuesto: un favor de mi señor el cardenal. Pero aun así, aprendió de la charla de sobremesa de Guildford, de cómo daba órdenes a los suyos, de su buen juicio y su discreto ingenio. Más tarde, había aprendido del ejemplo de Guildford cómo Ana Bolena podía destruir una carrera; y lo lejos que estaban de perdonarla sus compañeros de mesa. Sabe también que hombres como Carew tienden a culparle, a él, a Cromwell, por la ascensión de Ana en el mundo; él la facilitó, él rompió el viejo matrimonio e introdujo el nuevo. No espera que se ablanden con él, que le incluyan en su camaradería; sólo quiere que no le escupan en la comida. Pero la rigidez de Carew se dulcifica un poco cuando él se incorpora a su charla; a veces el caballerizo real vuelve hacia él su cabeza, larga y un poco equina, ciertamente; a veces le otorga un parpadeo lento de corcel y dice: «Bueno, señor secretario, ¿cómo os encontráis hoy?».

Y mientras él busca una respuesta que Nicholas comprenda, William Fitzwilliam le mirará a los ojos y sonreirá.

Durante el mes de diciembre ha pasado por su escritorio todo un alud, una avalancha de documentos. Termina la jornada a menudo encogido y frustrado, porque ha enviado mensajes urgentes y vitales a Enrique, y los gentilhombres de la cámara privada han decidido que es más cómodo para ellos bloquear los asuntos hasta que Enrique esté de un humor propicio para ellos. Pese a las buenas noticias que ha tenido de la reina, Enrique está irritable, caprichoso. Puede pedir de pronto la información más inesperada, o plantear preguntas que no tienen respuesta. ¿Cuál es el precio de mercado de la lana de Berkshire? ¿Habláis turco? ¿Por qué no? ¿Quién habla turco? ¿Quién fue el fundador del monasterio de Hexham?

Siete chelines el saco, y subiendo, majestad. No. Porque nunca estuve en esas tierras. Buscaré un hombre si es que puede conseguirse uno. San Wilfredo, señor. Él cierra los ojos. «Creo que lo asolaron los escoceses, y que se reconstruyó de nuevo en tiempos del primer Enrique».

—¿Por qué cree Lutero —quiere saber el rey— que yo debería someterme a su Iglesia? ¿No debería él someterse a mí?

El día de santa Lucía le llama Ana obligándole a abandonar los asuntos de la Universidad de Cambridge. Pero allí está lady Rochford para inspeccionarle antes de que llegue a ella, le pone una mano en el brazo.

—Está hecha una lástima. Lloriquea sin parar. ¿No os habéis enterado? Su perrito está muerto. No nos atrevíamos a decírselo. Tuvimos que pedir al propio rey que lo hiciera.

¿Purkoy? ¿Su favorito? Jane Rochford le introduce, mira a Ana. Pobre señora: tiene los ojos como ranuras de tanto llorar.

—¿Sabéis —murmura lady Rochford— que cuando abortó la última vez, no derramó una lágrima?

Las mujeres están alrededor de Ana, pero mantienen la distancia como si estuviese cubierta de púas. Él recuerda lo que dijo Gregory: Ana es toda codos y puntas. No podías confortarla; hasta extender una mano le parecería una petulancia, o una amenaza. Catalina tiene razón. Una reina está sola cuando pierde a su marido, a su podenco o a su hijo.

Vuelve la cabeza hacia él: «Cremuel». Ordena a sus damas que se vayan: un gesto vehemente, un niño que espanta a los cuervos. Sin prisa, como audaces corvinos de algún género sedoso y nuevo, las damas se recogen las colas de los vestidos y se van aleteando lánguidamente; sus voces, como voces que llegasen del aire, se arrastran tras ellas: su murmuración interrumpida, sus risueños gorjeos cómplices. Lady Rochford es la última en levantar el vuelo, arrastrando las plumas, reacia a ceder el terreno.

Ya no están en el aposento más que él y Ana, y su bufona, que tararea en un rincón, moviendo los dedos delante de la cara.

—Lo siento mucho —dice él, con la mirada baja. Sabe lo suficiente para no decir: podéis conseguir otro perro.

—Lo encontraron… —extiende bruscamente una mano— ahí fuera. Abajo, en el patio. La ventana de arriba estaba abierta. Se rompió el cuello.

No dice: debe de haber caído. Porque es evidente que no es lo que ella piensa.

—¿Os acordáis? Vos estabais aquí, aquel día que mi primo Francis Bryan lo trajo de Calais. Francis entró y yo le quité a Purkoy del brazo en un pestañeo. Era una criatura que no hacía daño a nadie. ¿Qué monstruo albergaría en su corazón la idea de cogerlo y matarlo?

Él quiere calmarla; parece tan destrozada, tan herida, como si el ataque hubiese sido contra su persona.

—Probablemente subiese él mismo al alféizar y luego resbalase. Esos perritos, uno espera que caigan de pie como un gato, pero no es así. Yo tuve una perrita, una podenca, que saltó de los brazos de mi hijo porque vio un ratón y se rompió una pata. Es fácil que suceda.

—¿Y qué pasó con ella?

—No pudimos curarla —dice él gentilmente. Alza la vista hacia la enana. Sonríe en su rincón, y mueve los puños como si los chasqueara. ¿Por qué conserva Ana esa cosa? Debería enviarla a un hospital. Ana se frota las mejillas; todos sus delicados modales franceses perdidos, usa los nudillos, igual que una niña.

—¿Qué noticias hay de Kimbolton? —Busca un pañuelo y se suena—. Dicen que Catalina podría vivir seis meses.

No sabe qué decir a eso. ¿Lo querrá ella para que envíe un hombre a Kimbolton que tire a Catalina desde un lugar alto?

—El embajador francés se queja de que fue dos veces a vuestra casa y no le recibisteis.

—Estaba ocupado. —Se encoge de hombros.

—¿Con?

—Estaba jugando a los bolos en el jardín. Sí, dos veces. Practico sin cesar, porque si pierdo una partida estoy luego furioso todo el día, y ando buscando papistas para darles patadas.

Antes se habría reído. Ahora no.

—Me da igual ese embajador. No muestra conmigo la misma deferencia que el anterior. De todos modos, tenéis que ser cuidadoso con él. Debéis honrarle, porque el rey Francisco es el único que mantiene al papa alejado de nuestro cuello.

El papa Farnese es como un lobo. Rugiendo y goteando baba ensangrentada. No está seguro de que ella esté de humor para hablarle, pero lo intentará.

—Francisco no nos ayuda porque nos ame.

—Sé que no lo hace por amor. —Examina su mojado pañuelo, buscando un trocito que esté seco—. No por amor a mí, desde luego. No soy tan tonta.

—Es sólo porque no quiere que el emperador Carlos nos domine y se convierta en el dueño del mundo. Y no le gusta la bula de excomunión. No cree que sea justo que el obispo de Roma o cualquier sacerdote se crea con derecho a privar a un rey de su propio país. Pero ojalá Francia se diese cuenta de cuáles son sus propios intereses. Es una lástima que no haya alguien con la inteligencia suficiente para convencerlo de las ventajas de hacer lo que ha hecho nuestro soberano, y asuma la dirección de su propia Iglesia.

—Pero no hay dos Cremuel —dice ella, y consigue esbozar una sonrisa agria.

Él espera. ¿Sabe ella cómo la ven ahora los franceses? No creen ya que pueda influir en Enrique. Creen que es una fuerza agotada. Y aunque toda Inglaterra haya jurado apoyar a sus hijos, nadie cree en el extranjero que pueda llegar a reinar la pequeña Elizabeth, si ella no consigue darle un heredero varón a Enrique. Como le dijo a él el embajador francés (la última vez que accedió a recibirle): si la elección es entre dos mujeres, ¿por qué no preferir a la mayor? Aunque la sangre de María sea española, al menos es real. Y al menos ella puede caminar derecha y controlar las tripas.

La criatura, la enana, desde su rincón, se arrastra sobre el trasero acercándose a Ana; le tira de las faldas.

—Déjame, María —dice Ana. Se ríe ante la expresión de él.

—¿No sabíais que he rebautizado a mi bufona? La hija del rey es también enana, ¿no? Aún más achaparrada que su madre. Los franceses se quedarían pasmados si la viesen, creo que con que le echasen un vistazo cambiarían de intenciones. Oh, ya lo sé, Cremuel, ya sé lo que andan intentando hacer a mis espaldas. Hacían ir y venir a mi hermano para conversaciones, pero nunca se propusieron acordar un matrimonio con Elizabeth.

Ah, piensa él, por fin lo comprende.

—Están intentando un enlace entre el delfín y la bastarda española. No hacen más que sonreírme pero por detrás andan buscando eso. Vos lo sabíais y no me lo dijisteis.

Madame —murmura él—, lo intenté.

—Es como si yo no existiese. Como si mi hija no hubiese nacido. Como si Catalina aún fuese reina —su voz se hace más aguda—. No lo soportaré.

¿Y qué haréis? En el aliento siguiente ella se lo cuenta:

—He pensado en una solución. Con María. —Él espera—. Yo podría visitarla —dice—. Y no sola. Con algún gentilhombre joven y apuesto.

—No os faltan, desde luego.

—O ¿por qué no la visitáis vos, Cremuel? Vos tenéis algunos muchachos apuestos en vuestro cortejo. ¿Sabéis que a esa desgraciada no le han dicho un cumplido en su vida?

—Yo creo que su padre sí lo ha hecho.

—Cuando una muchacha tiene dieciocho años, su padre ya no cuenta para ella. Anhela otra compañía. Creedme, lo sé, porque también yo fui en tiempos tan tonta como cualquier muchacha. Una doncella de esa edad quiere que alguien le escriba unos versos. Que alguien vuelva la vista hacia ella y suspire cuando entre en la habitación. Admitidlo, eso es lo que no hemos intentado. Adularla, seducirla.

—¿Queréis que yo la comprometa?

—Podemos disponerlo entre nosotros. Podéis hacerlo vos, incluso, a mí no me importa, alguien me dijo que le agradabais. Y me gustaría ver a Cremuel fingiendo estar enamorado.

—El que se atreviese a acercarse a María sería un necio. Creo que el rey le mataría.

—No estoy sugiriendo que la llevase a la cama. Dios me libre, no se lo impondría a ningún amigo mío. Lo único que hace falta es conseguir que haga el ridículo, y que lo haga en público, para que pierda su reputación.

—No —dice él.

—¿Qué?

—Ese no es mi objetivo y esos no son mis métodos.

Ana se sonroja. La cólera le colorea el cuello. Es capaz de cualquier cosa, piensa él, no tiene límites.

—Os arrepentiréis —dice— de hablarme así. Creéis que os habéis hecho grande y que ya no me necesitáis —le tiembla la voz—. Sé que estáis hablando con los Seymour. Creéis que es secreto pero nada es secreto para mí. Me chocó cuando me enteré, os lo aseguro, me pareció increíble que os arriesgaseis a invertir vuestro dinero en una operación tan peligrosa. ¿Qué tiene en realidad Jane Seymour más que la virginidad? ¿Y de qué vale la virginidad a la mañana siguiente? Antes del asunto, ella es la reina de su corazón, y después no es más que otra furcia que no sabe tener las faldas bajadas. Jane no tiene ni belleza ni inteligencia. No retendrá a Enrique una semana. Será despachada a Wolf Hall y olvidada.

—Tal vez —dice él. Hay una posibilidad de que ella tenga razón; él no la desecharía—. Madame, las cosas iban mejor antes entre nosotros. Solíais escuchar mis consejos. Dejad que os aconseje ahora. Abandonad vuestros planes y proyectos. Quitaos esa carga de encima. Conservad la serenidad hasta que nazca el niño. No pongáis en peligro su bienestar agitando vuestra mente. Vos misma lo habéis dicho, disputas y conflictos pueden marcar a un niño antes incluso de que vea la luz. Acomodaos a los deseos del rey. En cuanto a Jane, es pálida y discreta, ¿verdad que sí? Fingid que no la veis. Apartad la vista de miradas que no son para vos.

Ella se inclina hacia delante en su asiento, las manos cerradas sobre las rodillas.

—Os aconsejaré yo a vos, Cremuel. Llegad a un acuerdo conmigo antes de que nazca mi hijo. Aunque fuese una niña tendré más. Enrique nunca me abandonará. Esperó por mí bastante. Yo he hecho que le mereciese la pena esperar. Y si me diese la espalda se la dará también a esa gran tarea maravillosa que se ha llevado a cabo en este reino desde que yo me convertí en reina de él… Me refiero a la tarea en pro del Evangelio. Enrique nunca volverá a Roma. No hincará la rodilla. Desde mi coronación hay una Inglaterra nueva. Que no puede subsistir sin mí.

«No es así, madame —piensa él—. Yo podría separaros de la Historia si fuese preciso».

—Tengo la esperanza de que no estemos enfrentados —dice—. Os daré un consejo sencillo, como de amigo a amigo. Sabéis que soy, o era, un padre de familia. Siempre aconsejé sosiego a mi esposa en un periodo como este. Si hay alguna cosa que pueda hacer por vos, decídmelo y lo haré. —Alza la vista hacia ella. Le brillan los ojos—. Pero no me amenacéis, buena señora. Me incomoda.

Ella replica:

—No me preocupa lo que pueda incomodaros. Debéis considerar qué es lo que os conviene, señor secretario. Lo que se ha hecho se puede deshacer.

—Estoy totalmente de acuerdo —dice él.

Hace una inclinación y sale. Ella le da lástima: está luchando con las armas de las mujeres, que son lo único que tienen. En la antecámara de su aposento, sólo está lady Rochford.

—¿Lloriqueando aún? —pregunta.

—Creo que ha recuperado la compostura.

—Está perdiendo su belleza, ¿no os parece? ¿Anduvo demasiado tiempo al sol este verano? Están empezando a salirle arrugas.

—Yo no la miro, señora mía. Bueno, no más de lo que un súbdito debería.

—Oh, ¿así que vos no la miráis? —Le parece divertido—. Entonces yo os lo explicaré. Parece a cada día que pasa de la edad que tiene y más. Las caras no son neutras. En ellas están escritos nuestros pecados.

—¡Cielo Santo! ¿Qué he hecho yo entonces?

Ella se ríe.

—Señor secretario, eso es lo que nos gustaría saber a todos. Pero bueno, quizá no sea siempre verdad. María Bolena, que se ha ido al campo, tengo entendido que florece allí como un mes de mayo. Está guapa y rellenita, dicen. ¿Cómo es posible? Una pelandusca acabada como María, que pasó por tantas manos que no puedes encontrar un mozo de establo que no la haya tenido. Pero poniendo a una al lado de la otra, resulta que está sana la que parece…, ¿cómo lo diría?…, muy usada.

Las otras damas irrumpen en la habitación parloteando.

—¿La habéis dejado sola? —dice Mary Shelton como si Ana no debiese estar sola. Se recogen las faldas y revolotean de nuevo hacia la cámara interior.

Él se despide de lady Rochford. Pero hay algo que se mueve al lado de sus pies, impidiéndole irse. Es la enana, a cuatro patas. Gruñe y hace como si quisiera morderle. Le cuesta reprimir el impulso de ahuyentarla a patadas.

Se entrega a su jornada. Se pregunta: ¿cómo puede ser la vida para lady Rochford, estar casada con un hombre que la humilla, un hombre que prefiere estar con sus putas y que no hace ningún secreto de ello? No tiene ningún medio de contestar a la pregunta; ninguna vía de acceso a los sentimientos de ella. Sabe que no le gusta que ella le ponga la mano en el brazo. Parece manar y rezumar de sus poros la desdicha. Aunque se ría, sus ojos nunca ríen; revolotean de una cara a otra, lo captan todo.

El día que Purkoy llegó de Calais a la corte, él había cogido a Francis Bryan por la manga:

—¿Dónde puedo conseguir uno?

—Ah, para vuestra amante —había inquirido aquel diablo tuerto, haciéndose eco de las murmuraciones.

—No —había dicho él, sonriendo—, sólo para mí.

Calais no tardó en andar alborotado. Revolotearon cartas cruzando el Canal. Al señor secretario le gustaría un perro bonito. Buscadle uno, buscadle uno rápido, antes de que algún otro se apunte el mérito. Lady Lisle, la esposa del gobernador, se preguntaba si debería desprenderse de su propio perro. Procedentes de unos y de otros, aparecieron media docena de podencos. Todos ellos de varios colores, alegres y risueños, con un rabo emplumado y unas patitas pequeñas y delicadas. Ninguno de ellos era como Purkoy, con sus orejas erguidas, su hábito interrogatorio. Pourquoi?

Buena pregunta.

Adviento: primero el ayuno y luego el banquete. En los almacenes y despensas, uvas pasas, almendras, nuez moscada, macis, clavos, regaliz, higos y jengibre. Los emisarios del rey de Inglaterra están en Alemania, celebrando conversaciones con la Liga de Esmalcalda, la confederación de príncipes protestantes. El emperador está en Nápoles. Barbarroja está en Constantinopla. El criado Anthony está en el gran salón de Stepney, encaramado a una escalera y vestido con una túnica bordada con la luna y las estrellas.

—¿Todo bien, Tom?

La estrella de Navidad se balancea encima de su cabeza. Cromwell se queda parado mirando hacia arriba, observando sus bordes plateados: afilados como hojas de cuchillos.

No hace más de un mes que Anthony se incorporó a la casa, pero ya resulta difícil pensar en él como un mendigo que estaba a la entrada. Cuando él había regresado de su visita a Catalina, se había reunido a la entrada de Austin Friars la multitud habitual de londinenses. Acudían para mirar fijamente a sus criados, sus caballos y sus guarniciones, sus banderas desplegadas; pero hoy él llega con una guardia anónima, un grupo de hombres cansados que vienen de Dios sabe dónde. «¿Dónde habéis estado, lord Cromwell?», berrea un hombre: como si él les debiese una explicación a los londinenses. A veces se ve a sí mismo, con sus ojos mentales, vestido con desechos robados, un soldado de un ejército desbaratado: un muchacho hambriento, un extranjero, boquiabierto ante la puerta de su propia casa.

Están a punto de pasar al patio, pero él dice: alto; un rostro macilento cabecea a su lado; un hombrecillo ha conseguido abrirse paso como una comadreja entre la multitud y se aferra a su estribo. Llora y es tan notoriamente inofensivo que nadie alza una mano contra él; sólo él, Cromwell, siente que se le erizan los pelos del cogote: así es como te atrapan, desvían tu atención hacia algún incidente preparado mientras el asesino viene por detrás con el cuchillo. Pero los hombres de armas son una muralla a su espalda, y ese desdichado tiembla tanto encogido allí que si sacase un puñal se cortaría sus propias rodillas. Se inclina:

—¿Te conozco? Te he visto aquí antes.

Por la cara del hombre corren lágrimas. No tiene ni un diente visible, una condición que perturbaría a cualquiera.

—Dios os bendiga, mi señor. Que él vele por vos y aumente vuestra riqueza.

—Oh, ya lo hace. —Está cansado de explicar a la gente que él no es su señor.

—Dadme un sitio —suplica el hombre—. Estoy en andrajos, como veis. Dormiré con los perros si queréis.

—A los perros podría no gustarles.

Uno de los miembros de su escolta interviene:

—¿Queréis que lo aparte, señor?

Ante esto el hombre rompe a llorar de nuevo.

—Oh, callad —dice él, como si fuese un niño. El lamento redobla, fluyen las lágrimas como si tuviese una bomba detrás de la nariz. ¿Se le desprenderían los dientes de tanto llorar? ¿Es posible?

—Soy un hombre sin amo —gime la pobre criatura—. Mi querido señor murió en una explosión.

—Dios nos ampare, ¿qué clase de explosión? —Su atención se desvía: ¿anda la gente desperdiciando pólvora? Es algo que podemos necesitar si viene el emperador.

El hombre se balancea, los brazos sobre el pecho, las piernas a punto de ceder. Él, Cromwell, se inclina y le alza cogiéndole por la almilla andrajosa; no quiere que ruede por el suelo y asuste a los caballos.

—Levántate. Dime tu nombre.

Un gemido ahogado:

—Anthony.

—¿Y qué puedes hacer tú, además de llorar?

—Si os pluguiese, yo era muy valorado antes… ¡Ay! —Rompe a llorar sin control, abatido y tambaleante.

—Antes de la explosión… —dice él, pacientemente—. Bueno, ¿qué hacías? ¿Regar el huerto? ¿Limpiar las letrinas?

—Ay —gime el hombre—. Ninguna de esas cosas. Nada tan útil. —Se le hincha el pecho—. Señor, yo era un bufón.

Él suelta la almilla, le mira fijamente, y rompe a reír. Una risa incrédula corre de hombre en hombre por la multitud. Los miembros de su escolta se inclinan en sus sillas, riendo.

El hombrecito parece librarse de su presa de un brinco. Recupera el equilibrio y alza la vista hacia él. Tiene las mejillas completamente secas, y una sonrisa astuta ha sustituido las muestras de desesperación.

—Entonces —dice—, ¿puedo entrar?

Ahora, cuando se acerca la Navidad, Anthony mantiene a toda la casa boquiabierta con las historias de los horrores que les han sucedido en la época de la Navidad a personas que él conoce: asaltos a posaderos, establos que se incendian, ganado extraviado por las colinas. Remeda voces diferentes para hombres y mujeres, hace hablar a los perros impertinentemente a sus amos, puede imitar al embajador Chapuys y a cualquier otro que nombres.

—¿Me imitáis a mí? —le pregunta.

—Vos os resistís a darme la oportunidad —dice Anthony—. Ojalá tuviera un amo que hiciera rodar las palabras dentro de la boca o que estuviese siempre santiguándose y exclamando «María y José», o sonriendo, o frunciendo el ceño, o que tuviese un tic. Pero vos no tarareáis ni arrastráis los pies ni retorcéis los pulgares.

—Mi padre tenía un carácter feroz. Aprendí de niño a estar quieto y callado. Si tenía que fijarse en mí, me pegaba.

—En cuanto a qué es lo que hay ahí —Anthony le mira a los ojos, se da una palmadita en la frente—, ¿quién lo sabe? Sería como imitar a un postigo. Una tabla tiene más expresión. Una tina de recoger el agua de la lluvia.

—Os daré un buen personaje, si queréis un nuevo amo.

—Al final lo conseguiré. Cuando aprenda a imitar el poste de una puerta. Una piedra enhiesta. Una estatua. Hay estatuas que mueven los ojos. En el país del norte.

—Tengo algunas guardadas. En las bóvedas de seguridad.

—¿Podéis dejarme la llave? Quiero ver si aún siguen moviendo los ojos, en la oscuridad, sin sus guardianes.

—¿Sois papista, Anthony?

—Es posible. Me gustan los milagros. He sido peregrino en mis tiempos. Pero el puño de Cromwell está más cerca que la mano de Dios.

En Nochebuena Anthony canta Diversión con buena compañía, imitando al rey y con un plato por corona. Se expande ante tus ojos, sus magros miembros se llenan de carne. El rey tiene una voz estúpida, demasiado aguda para un hombre grande. Es algo que fingimos no apreciar. Pero ahora él se ríe con Anthony, tapándose la boca con la mano. ¿Cuándo ha visto Anthony al rey? Parece conocer todos sus gestos. No me sorprendería, piensa, que haya estado correteando por la corte estos años, consiguiendo un per diem y sin que nadie le haya preguntado para qué está allí o cómo ha conseguido entrar en nómina. Si puede imitar a un rey, puede fácilmente imitar a un tipo útil y diligente que tiene que ver cosas y resolver asuntos.

Llega el día de Navidad. Tocan las campanas en la iglesia de Dunstan. Vagan en el viento copos de nieve. Los podencos llevan cintas. El primero que llega es el señor Wriothesley; era un gran actor cuando estaba en Cambridge y estos últimos años ha estado al cargo de las funciones en su casa. «Basta con que me dejéis un papel pequeño —le había rogado—. ¿Podría ser un árbol? Así no necesitaría aprender ninguna cosa. Los árboles tienen un ingenio extemporáneo».

—En las Indias —dice Gregory—, los árboles pueden caminar. Se levantan ellos solos, con sus raíces, y si sopla el viento pueden trasladarse a un sitio más recogido.

—¿Quién te contó eso?

—Me temo que fui yo —dice Llamadme Risley—. Pero él disfrutó mucho oyéndolo. Estoy seguro de que no le hizo ningún daño.

La bella esposa de Wriothesley está vestida de Maid Marion, la enamorada de Robin Hood, el pelo suelto le cae hasta la cintura. Wriothesley sonríe bobaliconamente, vestido con unas faldas a las que se aferra su hija que aún está dando los primeros pasos.

—He venido de virgen —dice—. Son tan raras en estos tiempos que mandan unicornios a buscarlas.

—Id y cambiaos —dice él—. No me gusta. —Alza el velo del señor Wriothesley—. No estáis muy convincente, con esa barba.

Llamadme Risley hace una inclinación.

—Pero he de llevar un disfraz, señor.

—Nos queda uno de gusano —dice Anthony—. O podríais ser también una rosa gigante a rayas.

—San Desembarazo era una virgen y se dejó barba —aporta Gregory—. Para alejar a sus pretendientes y proteger así su castidad. Las mujeres le rezan si quieren librarse de sus maridos.

Llamadme Risley va a cambiarse. ¿Gusano o flor?

—Podríais ser un gusano en el capullo —sugiere Anthony.

Han llegado Rafe y su sobrino Richard; les ve intercambiar una mirada; coge en brazos a la niña de Wriothesley, le pregunta por su hermano pequeño y admira su gorro.

—Señora, he olvidado vuestro nombre.

—Me llamo Elizabeth —dice la niña.

Richard Cromwell dice:

—¿Estáis todos estos días?

Me ganaré a Llamadme, piensa él. Se lo quitaré del todo a Stephen Gardiner, y verá dónde están sus verdaderos intereses, y será leal sólo a mí y a su rey.

Cuando llega Richard Riche con su esposa, él admira las mangas nuevas de raso rojizo de ella.

—Robert Packington me cobró seis chelines —dice ella, en tono ofendido—. Y cuatro peniques por forrarlas.

—¿Le ha pagado Riche? —Él se ríe—. A Packington no hay que pagarle. Eso sólo lo envalentona.

Cuando llega el propio Packington, está serio. Es evidente que tiene algo que decir, y no es sólo «¿Qué tal?». Le acompaña su amigo Humphrey Monmouth, un defensor incondicional del gremio de pañeros.

—William Tyndale aún está en prisión, y probablemente lo maten, según me han dicho. —Packington vacila, pero es evidente que debe hablar—. Pienso en él sufriendo la cárcel, mientras nosotros disfrutamos de nuestro banquete. ¿Qué haréis por él, Thomas Cromwell?

Packington es un hombre del Evangelio, un reformador, uno de sus amigos más antiguos. Le expone como amigo sus problemas: él no puede negociar personalmente con las autoridades de los Países Bajos, necesita el permiso de Enrique. Y Enrique no se lo dará, porque Tyndale nunca le dará una buena opinión sobre su divorcio. Tyndale, lo mismo que Martín Lutero, piensa que el matrimonio de Enrique con Catalina aún es válido, y ninguna consideración política le hará cambiar de criterio. Sería lógico que lo hiciese, que se aviniese con el rey de Inglaterra, para ganarse su amistad; pero Tyndale es un hombre obstinado, simple y terco como una roca.

—¿Así que nuestro hermano debe arder en la hoguera? ¿Eso es lo que queréis decirme? Feliz Navidad para vos, señor secretario. —Se vuelve—. Dicen que el dinero os sigue últimamente como un perro a su amo.

Él le pone una mano en el brazo:

—Rob… —Luego se echa atrás y dice cordialmente—: No se equivocan.

Sabe lo que piensa su amigo. El señor secretario es tan poderoso que puede mover la voluntad del rey; y si puede, ¿por qué no lo hace, salvo porque está demasiado ocupado llenando su bolsa? Él quiere pedir: dejadme que descanse un día, por amor de Dios.

Monmouth dice:

—¿Es que habéis olvidado a aquellos hermanos nuestros a los que quemó Thomas Moro? ¿Y aquellos a los que acosó empujándolos a la muerte? ¿A los que se doblegaron después de meses de prisión?

—Él no os doblegó a vos. Vivisteis para ver la caída de Moro.

—Pero su brazo se alza desde la tumba —dice Packington—. Moro tenía hombres en todas partes, rodeando a Tyndale. Fueron los agentes de Moro quienes lo traicionaron. Si pudieseis convencer al rey, no podría la reina…

—La reina necesita que la ayuden a ella. Y si deseáis ayudarla, decid a vuestras esposas que contengan sus lenguas venenosas.

Se aleja de allí. Los hijos de Rafe (sus hijastros más bien) le gritan que vaya y vea sus disfraces. Pero la conversación, interrumpida, le deja un regusto amargo que persiste a lo largo del festejo. Anthony le persigue con chistes, pero él vuelve sus ojos hacia la niña vestida como un ángel: es la hijastra de Rafe, la niña mayor de su esposa Helen. Lleva las alas de pavo real que él hizo hace mucho para Grace.

¿Hace mucho? Ni siquiera diez años. Los ojos de las plumas brillan; el día es oscuro, pero las hileras de velas hacen resaltar los hilos de oro, las manchas color escarlata de las bayas de acebo colgadas de la pared, los puntos de la estrella de plata. Esa noche, mientras flotan hacia la tierra copos de nieve, Gregory le pregunta:

—¿Dónde viven los muertos ahora? ¿Tenemos Purgatorio o no? Dicen que existe aún, pero nadie sabe dónde. Dicen que no sirve de nada rezar por las almas que sufren. No podemos sacarlas de allí rezando, como podíamos antes.

Cuando su familia murió, él había hecho todo lo que era costumbre hacer en aquellos tiempos: ofrendas, misas.

—No sé —le dice—. El rey no permitirá que se predique sobre el Purgatorio, porque es un tema muy controvertido. Puedes hablar con el arzobispo Cranmer. —Tuerce la boca—. Él te contará lo último que se piensa sobre el asunto.

—Me resultará muy duro si no puedo rezar por mi madre. O si me dejan rezar pero dicen que estoy perdiendo el tiempo porque nadie me oye.

Imagina el silencio ahora, en ese lugar que es un no lugar, en esa antesala de Dios donde cada hora dura diez mil años. Imaginaste una vez las almas encerradas en una gran red, una urdimbre tejida por Dios, mantenidas seguras allí hasta que se liberasen en su radiación. Pero si se corta la red y la urdimbre se rompe, ¿se derramarán en el espacio gélido, e irán cayendo, año tras año, más y más en el silencio, hasta que no quede el menor rastro de ellas?

Lleva a la niña hasta un espejo para que pueda verse las alas. Los pasos de la pequeña son tanteantes, está sobrecogida por su propia imagen. Los ojos del pavo real le hablan desde el espejo. «No nos olvides. Cuando el año cambia, estamos aquí: un susurro, un roce, un aliento de pluma de ti».

Cuatro días después llegará a Stepney el embajador de España y del Sacro Imperio Romano-Germánico, Eustache Chapuys. Recibe una cálida acogida en la casa, cuyos miembros se acercan a él y le desean felicidad en latín y en francés. Chapuys es saboyano, habla algo de español pero apenas habla inglés, aunque está empezando a entender más de lo que habla.

Las dos casas han estado confraternizando desde una ventosa noche de otoño en que estalló un incendio en la del embajador, y sus sirvientes, gritando, ennegrecidos por la ceniza y llevando todo lo que pudieron salvar, llamaron a las puertas de Austin Friars. El embajador perdió su mobiliario y su guardarropa; era imposible no reírse al verlo, envuelto en una cortina chamuscada, con sólo una camisa debajo. Su séquito pasó la noche en jergones de paja, en el suelo del vestíbulo, tras abandonar su cuñado, John Williamson, su aposento para permitir que lo ocupase el inesperado dignatario. Al día siguiente, el embajador hubo de pasar por la vergüenza de tener que presentarse con ropas prestadas que le quedaban demasiado grandes; era eso o vestir la librea de Cromwell, un espectáculo del que la carrera de un embajador no podría haberse recuperado jamás. Él había puesto a trabajar a los sastres inmediatamente. «No sé cómo vamos a conseguir esa seda de color llama intenso que os gusta a vos. Pero la pediré a Venecia». Al día siguiente, él y Chapuys habían ido a ver lo que quedaba de la casa juntos y habían examinado el terreno bajo las vigas ennegrecidas. El embajador lanzó un gemido sordo mientras removía con un palo el fango negro y acuoso de lo que habían sido sus documentos oficiales. «¿Creéis —había dicho, levantando la vista— que hicieron esto los Bolena?».

El embajador no ha reconocido nunca a Ana Bolena, nunca ha sido presentado a ella; no debe gozar de ese placer, ha decretado Enrique, hasta que esté dispuesto a besarle la mano y llamarla reina. Es a la otra reina a la que él se mantiene leal, a la desterrada de Kimbolton; pero Enrique dice: Cromwell, alguna vez probaremos a poner a Chapuys cara a cara con la verdad. Me gustaría saber qué haría, dice el rey, si le interpusiese en el camino de Ana y no pudiese eludirla.

El embajador lleva hoy un sombrero sorprendente. Se parece más a los que lleva George Bolena que al sombrero de un consejero respetable.

—¿Qué os parece, Cremuel? —lo ladea.

—Muy adecuado. Tengo que conseguir uno igual.

—Permitidme que os lo regale… —Chapuys se lo quita de la cabeza con un floreo, luego lo reconsidera—. No, no os quedaría bien porque tenéis la cabeza muy grande. Mandaré que os hagan uno. —Lo coge del brazo—. Mon cher, la gente de vuestra casa es tan deliciosa como siempre, pero ¿podemos hablar a solas?

En una habitación privada, el embajador ataca.

—Dicen que el rey va a ordenar a los sacerdotes que se casen.

Le ha cogido con la guardia baja; pero no está dispuesto a que le agrien su buen humor.

—Habría cierto mérito en eso, porque se evitaría la hipocresía. Pero puedo deciros claramente que eso no sucederá. El rey no querrá oír hablar de ello.

Mira detenidamente a Chapuys; ¿habrá oído tal vez que Cranmer, arzobispo de Canterbury, tiene una esposa secreta? Seguro que no puede saberlo. Si lo supiese, le denunciaría y le hundiría. Odian a Thomas Cranmer, estos presuntos católicos, casi tanto como odian a Thomas Cromwell. Le indica al embajador el mejor asiento.

—¿No queréis sentaros y tomar un vaso de burdeos?

Pero Chapuys no se deja desviar.

—He oído decir que vais a echar a todos los monjes y monjas a los caminos.

—¿A quién oísteis decir eso?

—A los propios súbditos del rey.

—Escuchadme, monsieur. Cuando mis emisarios van por ahí, lo que más les piden los monjes es que se les deje marchar. Y las monjas también, no pueden soportar su esclavitud, acuden a mis hombres llorando y pidiendo la libertad. Yo tengo la intención de pensionarlos, o encontrarles puestos útiles. Si son doctos se les pueden asignar estipendios. Si son sacerdotes ordenados, las parroquias los utilizarán. Y en cuanto al dinero sobre el que están sentados los frailes, me gustaría que algo de él fuese a los curas de las parroquias. No sé cómo debe de ser en vuestro país, pero algunos beneficios sólo proporcionan cuarenta y cinco chelines al año. ¿Quién va a asumir una cura de almas por una suma con la que no puede pagar ni la leña del fuego? Y cuando yo haya asignado al clero un ingreso del que pueda vivir, me propongo hacer a cada sacerdote mentor de un escolar pobre, para que le ayude a llegar a la universidad. La generación siguiente de sacerdotes será ilustrada, e ilustrarán a su vez. Decid esto a vuestro señor. Decidle que mi propósito es que la buena religión prospere, que no se marchite.

Pero Chapuys no acepta eso. Está dándose tirones en la manga y sus palabras caen una sobre otra atropelladamente.

—Yo no digo mentiras a mi señor. Le digo lo que veo. Veo una población inquieta, Cremuel, veo descontento, veo desdicha; veo hambre, antes de la primavera. Estáis comprando trigo en Flandes. Dad gracias al emperador, que permite que sus territorios os alimenten. Ese comercio podría interrumpirse, ¿sabéis?

—¿Qué ganaría él matando de hambre a mis compatriotas?

—Ganaría esto, que viesen lo pérfidamente que están gobernados y lo ignominioso que es el proceder del rey. ¿Qué están haciendo vuestros emisarios con los príncipes alemanes? Hablar, hablar, hablar, mes tras mes. Sé que tienen la esperanza de firmar un tratado con los luteranos e importar aquí sus prácticas.

—El rey no dejará que se modifique la forma de la misa. Es muy claro en eso.

—Sin embargo —Chapuys blande un dedo en el aire—, ¡el hereje Melanchton le ha dedicado un libro! No se puede ocultar un libro, ¿verdad? No, negadlo si queréis, Enrique acabará aboliendo la mitad de los sacramentos y haciendo causa común con esos herejes, con el propósito de incomodar a mi señor, que es el emperador. Enrique empezó burlándose del papa y acabará abrazando al diablo.

—Parece que lo conocéis mejor que yo. A Enrique, quiero decir. No al diablo.

Está asombrado del giro que ha tomado la conversación. Hace sólo diez días disfrutó de una agradable cena con el embajador, en la que Chapuys le aseguró que el emperador sólo pensaba en la tranquilidad del reino. No se habló entonces de bloqueos, no se habló de matar a Inglaterra de hambre.

—Eustache —dice—, ¿qué ha pasado?

Chapuys se sienta bruscamente, se echa hacia delante apoyando los codos en las rodillas. Se le hunde más el sombrero, hasta que se lo quita y lo pone en la mesa, no sin una mirada de pesar.

—Thomas, he tenido noticias de Kimbolton. Dicen que la reina no puede retener ya el alimento, que ni siquiera puede beber agua. No ha dormido dos horas seguidas en seis noches. —Chapuys se tapa los ojos con los puños—. Temo que no vaya a vivir más de un día o dos. No quiero que muera sola, sin nadie que la quiera. Temo que el rey no me deje ir. ¿Me dejaréis ir vos?

El dolor del hombre le conmueve; brota del corazón, de más allá de sus instrucciones como enviado.

—Iremos a Greenwich y se lo pediremos —dice—. Hoy mismo. Iremos ahora. Poneos otra vez el sombrero.

En la barca él dice: «Este viento es de deshielo». Chapuys no parece apreciarlo. Va encogido, envuelto en capas de piel de cordero.

—El rey se proponía justar hoy —dice él.

—¿En la nieve? —dice Chapuys, resoplando.

—Puede hacer que le despejen el campo.

—Monjes trabajadores, sin duda.

Él no puede evitar reírse ante la tenacidad del embajador.

—Es mejor esperar que la diversión no se vea interrumpida, así Enrique estará de buen humor. Acaba de regresar de hacer una visita en Eltham a la princesita. Debéis preguntarle por su salud. Y debéis hacerle un regalo de Año Nuevo, ¿habéis pensado en ello?

El embajador le mira furioso. Lo único que él le daría a Elizabeth sería un coscorrón.

—Me alegro de que no se haya helado el río. A veces no podemos utilizarlo en varias semanas. ¿Lo habéis visto helado? —Ninguna respuesta—. Catalina es fuerte, sabéis. Si no nieva más y el rey lo permite, podréis cabalgar hasta allí mañana. Ha estado enferma antes y se ha recuperado. La encontraréis sentada la cama y os preguntará por qué habéis ido.

—¿Por qué habláis tanto? —dice Chapuys, sombrío—. No es propio de vos.

¿Por qué en realidad? Si Catalina muere será una gran cosa para Inglaterra. Carlos puede ser un sobrino afectuoso pero no mantendrá una disputa por una muerta. La amenaza de guerra se esfumará. Será una nueva era. Lo único que espera es que ella no sufra. Eso no tendría ningún sentido.

Desembarcan en el muelle del rey. Chapuys dice:

—Vuestros inviernos son tan largos. Ojalá fuese otra vez joven y estuviese en Italia.

Han despejado el muelle de nieve pero los campos están aún cubiertos por ella. El embajador recibió su educación en Turín. Allí no hay esa clase de viento, que aúlla alrededor de las torres como un alma en pena.

—Os olvidáis de los pantanos y el aire viciado, ¿verdad? —dice él—. A mí me pasa igual, no recuerdo más que la luz del sol.

Coloca una mano bajo el codo del embajador para conducirlo a tierra. Chapuys por su parte se sujeta con firmeza el sombrero. Tiene las borlas mojadas y gotean, y en cuanto al embajador parece que estuviese a punto de llorar.

El gentilhombre que les recibe es Harry Norris.

—Vaya, el gentil Norris —cuchichea Chapuys—. Podría ser peor.

Norris es, como siempre, el modelo de la cortesía.

—Corrimos lanzas —dice, en respuesta a la pregunta—. El mejor fue Su Majestad. Lo encontraréis contento. Ahora estamos ya vistiéndonos para el baile de máscaras.

Él nunca ve a Norris pero recuerda a Wolsey saliendo de su propia casa tambaleándose ante los hombres del rey, huyendo a una casa fría y vacía en Esher: arrodillándose en el barro y farfullando gracias, porque el rey le había enviado por Norris una muestra de buena voluntad. Se arrodilló para dar gracias a Dios, pero parecía que se estaba arrodillando ante Norris. No importa lo mucho que Norris lubrifique las cosas ahora a su alrededor; él nunca podrá borrar de su mente esa escena.

Dentro de palacio, un tráfago estruendoso, golpeteo de pisadas; músicos reuniendo sus instrumentos, sirvientes de categoría superior que ladran órdenes brutales a los de más baja condición. Cuando el rey sale a recibirles, lo hace con el embajador francés a su lado. Chapuys se queda sobrecogido. Es de rigueur un saludo efusivo: muamua. Con qué suavidad y facilidad ha vuelto Chapuys a su personaje; con qué cortés floreo hace la reverencia a Su Majestad. Un diplomático tan experto puede llegar a embaucar incluso a sus propias rodillas; Chapuys le recuerda, no por primera vez, a un maestro de danza. Sostiene al costado el llamativo sombrero.

—Feliz Navidad, embajador —dice el rey; luego añade esperanzadamente—: Los franceses me han hecho ya grandes regalos.

—Y los regalos del emperador los recibirá Su Majestad por Año Nuevo —se ufana Chapuys—. Os parecerán más majestuosos aún.

El embajador francés le mira.

—Feliz Navidad, Cremuel. ¿No hay bolos hoy?

—Hoy estoy a vuestra disposición, monsieur.

—Yo me voy —dice el francés. Parece sardónico; el rey ha cogido ya por el brazo a Chapuys—. Majestad, puedo aseguraros antes de partir que mi señor, el rey François, tiene su corazón unido al vuestro —su mirada pasa sobre Chapuys—. Con la amistad de Francia, podéis estar seguro de que reinaréis tranquilo y no tendréis ya por qué temer a Roma.

—¿Tranquilo? —dice él: él, Cromwell—. Bueno, embajador, sois muy gentil por ello.

El francés pasa a su lado con un breve cabeceo. Chapuys se yergue cuando el brocado francés roza su persona; aparta el sombrero, como para salvarlo de cualquier contaminación.

—¿Queréis que os lo sostenga yo? —cuchichea Norris.

Pero Chapuys ha centrado su atención en el rey.

—La reina Catalina… —comienza.

—La princesa viuda de Gales —dice con firmeza Enrique—. Sí, tengo entendido que la anciana ha dejado de comer otra vez. ¿Es por eso por lo que habéis venido?

Harry Norris cuchichea:

—Tengo que vestirme de moro. ¿Me perdonaréis, señor secretario?

—Alegremente, en ese caso —dice él. Norris se esfuma. Durante los diez minutos siguientes tiene que permanecer de pie y oír mentir al rey con fluidez. Los franceses, dice, le han hecho grandes promesas, todas las cuales se cree. El duque de Milán ha muerto, así que tanto Carlos como Francisco reclaman el ducado, y a menos que puedan resolver el asunto habrá guerra. Por supuesto, él es siempre un amigo del emperador, pero los franceses le han prometido ciudades, le han prometido castillos, un puerto de mar incluso, así que debe plantearse seriamente, pensando en el bien de su país, una alianza oficial. Sin embargo, sabe que el emperador puede hacer ofertas igual de buenas, e incluso mejores…

—No fingiré con vos —le dice Enrique a Chapuys—. Como inglés, soy honrado en mis tratos. Un inglés nunca miente ni engaña, ni siquiera en beneficio propio.

—Parece —replica Chapuys— que sois demasiado bueno para vivir en este mundo. Si vos no pensáis en los intereses de vuestro país, debo pensar yo en ellos por vos. Los franceses no os darán ningún territorio, digan lo que digan. ¿He de recordaros qué amigos tan mezquinos han sido con vos estos últimos meses, cuando no podíais alimentar a vuestro pueblo? Si no fuese por los embarques de trigo que mi señor permite, vuestros súbditos serían cadáveres amontonados desde aquí hasta la frontera escocesa.

Hay cierta exageración en eso. Es una suerte que Enrique esté hoy de un humor festivo. Le gustan los banquetes, los pasatiempos, las justas, el baile de máscaras que se prepara; le gusta aún más la idea de que su antigua esposa yace en su lecho, en los pantanos, exhalando su último aliento.

—Venid, Chapuys —dice—. Celebraremos una conferencia privada en mi cámara.

Y arrastra al embajador con él, haciendo un guiño hacia atrás por encima de su cabeza.

Pero Chapuys para en seco. El rey debe parar también.

—Majestad, podemos hablar de eso después. Mi misión ahora no permite dilación alguna. Os ruego que me deis licencia para cabalgar hasta donde la…, hasta donde está Catalina. Y os imploro que permitáis que su hija vaya a verla. Puede que sea por última vez.

—Oh, no, no podría andar llevando a lady María por ahí sin asesoramiento de mi Consejo Real. Y no veo que haya ninguna esperanza de convocarlo hoy. Pensad en cómo están los caminos. En cuanto a vos, ¿cómo pensáis viajar? ¿Tenéis alas? —El rey se ríe. Vuelve a coger al embajador del brazo y se lo lleva. Se cierra una puerta. Cromwell se queda mirándola, furioso. ¿Qué más mentiras se contarán tras ella? Chapuys tendrá que entregar los huesos de su madre para igualar esas grandes ofertas que Enrique afirma que han hecho los franceses.

Él piensa: ¿qué haría el cardenal? Wolsey solía decir: «No quiero oíros decir nunca: “No se sabe lo que pasa detrás de las puertas cerradas”. Descubridlo».

Sí. Intenta pensar alguna razón para poder seguirlos hasta allí dentro. Pero aparece Norris bloqueando el paso. Con su atuendo de moro, la cara ennegrecida, se muestra juguetón, sonriente, pero vigilante aún. Juego navideño: enredemos un poco con Cromwell. Él está a punto de hacer dar la vuelta a Norris, cogiéndolo por su hombro sedoso, cuando llega resoplando un dragón.

—¿Quién es ese dragón? —pregunta.

Norris resopla. «Francis Weston». Echa hacia atrás la lanuda peluca para revelar su noble frente. «Ese dragón va a ir meneando la cola hasta las cámaras de la reina a pedir dulces».

Él sonríe.

—Eso no parece gustaros, Harry Norris.

¿Por qué no? Había hecho su tiempo de servicio en la puerta de la reina. En el umbral.

Norris dice:

—Ella jugará con él y le dará unas palmadas en la grupita. Le gustan los perritos.

—¿Habéis descubierto quién mató a Purkoy?

—No digáis eso —ruega el moro—. Fue un accidente.

Al lado de su codo, haciéndole volverse, está William Brereton.

—¿Dónde está ese dragón tres veces maldito? —inquiere—. Soy yo quien tiene que perseguirle.

Brereton está vestido como un cazador antiguo, con la piel de una de sus víctimas.

—¿Esa piel de leopardo es auténtica, William? ¿Dónde la conseguiste?, ¿en Chester? —La palpa críticamente. Brereton parece estar desnudo debajo de ella.

—¿Es apropiado esto? —pregunta.

Brereton gruñe:

—Es la estación de la licencia. Si os hubiesen forzado a disfrazaros de cazador antiguo, ¿os pondríais una almilla?

—Siempre que no se invite a la reina a contemplar vuestros attributi

El moro ríe.

—No le enseñaría nada que ella no haya visto.

Él enarca una ceja.

—¿Los ha visto?

Norris se ruboriza fácilmente para ser un moro.

—Ya sabéis lo que quiero decir. No los de William. Los del rey.

Él alza una mano.

—Tomad nota, por favor, no introduje yo el tema. Por cierto, el dragón fue en esa dirección.

Él recuerda el año anterior, Brereton pavoneándose por Whitehall, silbando como un mozo de establo; interrumpiéndose para decirle: «He oído que el rey, cuando no le gustan los papeles que le traéis, os atiza capones en la cabezota».

Tú recibirás capones, se había dicho él. Hay algo en este hombre que le hace sentir que es de nuevo un muchacho, un pequeño rufián hosco y beligerante peleando en la orilla del río en Putney. Lo ha oído antes, ese rumor difundido para humillarle. Cualquiera que conozca a Enrique sabe que es imposible. Es el primer gentilhombre de Europa, su cortesía es impecable. Si quisiera que le pegasen a alguien, emplearía a un súbdito para hacerlo; no se mancharía las manos él. Es cierto que a veces discrepan, pero si Enrique le tocase, él se iría. Hay príncipes en Europa que le quieren. Le hacen ofertas; podría tener castillos.

Ahora observa a Brereton, que se encamina hacia los aposentos de la reina, el arco colgando del hombro peludo. Se vuelve para hablarle a Norris, pero su voz queda apagada por un estrépito metálico, una colisión como de guardias: gritos de «Paso a mi señor, el duque de Suffolk».

La parte superior del cuerpo del duque aún está armada; tal vez haya estado fuera en el patio, corriendo lanzas solo. Tiene la cara enrojecida, la barba (que va haciéndose cada año más impresionante) se extiende sobre la coraza por el pecho. El valeroso moro da un paso adelante para decir: «Su Majestad está conferenciando con…», pero Brandon lo echa a un lado de un golpe, como si estuviese en una cruzada.

Él, Cromwell, sigue al duque. Si tuviese una red se la arrojaría encima. Brandon da un golpe en la puerta del rey con el puño, luego la abre de golpe.

—Dejad lo que estéis haciendo, Majestad. Debéis oír esto, Dios del Cielo. Os habéis librado de la vieja dama. Está ya en su lecho de muerte. Pronto seréis viudo. Y entonces podréis libraros también de la otra, y casaros en Francia, vive Dios, y haceros con Normandía como dote… —Se da cuenta de la presencia de Chapuys—. Oh. El embajador. Bueno, vos podéis idos. No tiene sentido que os quedéis a recoger migajas. Idos a casa y celebrad vuestra propia Navidad, no os queremos aquí.

Enrique se ha puesto pálido.

—Pensad lo que estáis diciendo. —Se aproxima a Brandon como si se propusiese derribarle de un golpe; cosa que podría hacer si tuviese una alabarda—. Mi esposa está esperando un hijo. Estoy casado legalmente.

—Oh. —Charles resopla hinchando los carrillos—. Sí, mientras eso dure. Pero yo creí que decíais…

Él, Cromwell, se lanza hacia el duque. ¿De dónde, en el nombre de la propia hermana de Satanás, ha sacado Charles esa idea? ¿Casarse en Francia? Debe de ser el plan del rey, pues Brandon no tiene ninguno propio. Da la impresión de que Enrique está llevando dos políticas exteriores: una sobre la que él sabe y otra sobre la que no. Sujeta a Brandon. Le lleva la cabeza. No cree que pueda mover aquella media tonelada de estupidez, acolchada además y parcialmente armada. Pero parece que puede moverle con rapidez, e intenta arrastrarle fuera del campo de audición del embajador, que tiene una expresión de asombro. Sólo cuando le ha conseguido empujar hasta el otro lado de la cámara de presencia se detiene y pregunta:

—Suffolk, ¿de dónde habéis sacado eso?

—Ah, nosotros, los nobles señores, sabemos más de lo que sabéis vos. El rey nos revela sus verdaderas intenciones. Vos creéis conocer todos sus secretos, pero estáis equivocado, Cromwell.

—Ya oísteis lo que él dijo. Lleva dentro un hijo suyo. Estáis loco si pensáis que la va a repudiar ahora.

—Él está loco si piensa que es suyo.

—¿Qué? —Se aparta de Brandon como si la coraza de su pecho estuviese caliente—. Si sabéis algo que afecte al honor de la reina, estáis obligado como súbdito a hablar claramente.

Brandon le aparta el brazo.

—Hablé claramente hace tiempo y mirad a lo que me condujo. Le conté lo de ella y Wyatt, y él me echó a patadas de la corte, me envió de vuelta al este, al campo.

—Si metéis a Wyatt en esto, seré yo el que os corra a patadas hasta China.

La cara del duque está congestionada de ira. ¿Cómo ha llegado a esto? Hace sólo unas semanas Brandon le estaba pidiendo que apadrinase al hijo que ha tenido con su nueva mujercita. Pero ahora el duque gruñe:

—Volved a vuestro ábaco, Cromwell. Vos sólo servís para conseguir dinero, pero por lo que se refiere a los asuntos de las naciones no podéis intervenir, sois hombre de baja condición, sin nobleza, y el propio rey lo dice: no sois adecuado para hablar con príncipes.

La mano de Brandon en su pecho, echándole atrás: el duque se encamina de nuevo hacia el rey. Es Chapuys, congelado en su dignidad y su aflicción, el que introduce un cierto orden, interponiéndose entre el rey y la maciza y agitada masa del duque.

—Me voy, Majestad. Habéis sido, como siempre, un príncipe muy gentil. Si llego a tiempo, como confío hacer, mi señor tendrá el consuelo de recibir noticias de las últimas horas de su tía de mano de su propio enviado.

—No puedo hacer menos —dice Enrique, tranquilizado—. Que Dios nos valga.

—Partiré con las primeras luces —le dice Chapuys; se van, rápidamente, abriéndose paso entre los bailarines y los balanceantes caballos de juguete, pasan entre un tritón y su banco de peces, bordean un castillo que avanzaba retumbante hacia ellos, albañilería pintada sobre engrasadas ruedas.

Fuera en el muelle, Chapuys se vuelve hacia él. Dentro de su mente deben de estar girando también ruedas engrasadas; lo que ha oído sobre la mujer a la que él llama la concubina, estará ya siendo cifrado en despachos. No pueden fingir entre ellos que no lo oyó: cuando Brandon berrea, caen árboles en Alemania. No sería sorprendente que el embajador estuviese graznando de triunfo: no ante la idea de un matrimonio francés, desde luego, sino ante la idea del eclipse de Ana.

Pero Chapuys mantiene la compostura; está muy pálido, muy afectado.

—Cremuel —dice—, tomé nota de los comentarios del duque. Sobre vuestra persona. Sobre vuestra posición —carraspea—. Por si sirve de algo, yo soy también un hombre de orígenes humildes. Aunque quizá no tanto…

Él conoce la historia de Chapuys. Procede de una familia de pequeños letrados, a dos generaciones de distancia del campo.

—Y de nuevo, por si sirve de algo, creo que tenéis aptitudes para negociar. Yo os apoyaría en cualquier reunión de este mundo. Sois un hombre elocuente y docto. Si necesitase un abogado para defender mi vida, os encargaría de mi defensa a vos.

—Me asombráis, Eustache.

—Volvamos a Enrique. Inducidle a que permita que la princesa pueda ver a su madre. Una moribunda, en qué puede perjudicar eso políticamente, qué interés…

Un gemido seco y furioso brota de la garganta del pobre Chapuys. Se recupera al momento. Se quita el sombrero, lo mira fijamente, como si no pudiera acordarse de dónde lo ha sacado.

—Creo que no debería llevar este sombrero —dice—. En realidad es un sombrero de Navidad, ¿no creéis? De todos modos, me repugna desprenderme de él, es tan único.

—Dádmelo a mí. Lo enviaré a vuestra casa y podréis usarlo cuando volváis. —Cuando salgáis del luto, piensa—. Mirad…, no debéis tener muchas esperanzas sobre lo de María.

—Vos, siendo como sois un inglés, que nunca miente ni engaña… —Chapuys suelta una carcajada—. Jesús, María y José.

—El rey no permitirá ninguna reunión que pueda fortalecer el espíritu de desobediencia de María.

—¿Aunque su madre esté en el lecho de muerte?

—Especialmente en ese caso. No queremos juramentos, promesas en el lecho de muerte. ¿Comprendéis?

Habla al capitán de su barca: yo me quedaré aquí y veré qué es lo que pasa con el dragón, si se come al cazador o qué. Llevad al embajador a Londres, debe prepararse para un viaje.

—Pero ¿cómo volveréis vos? —dice Chapuys.

—A rastras, si Brandon consigue lo que quiere. —Pone una mano en el hombro del hombrecito y dice suavemente—: Esto despeja el camino, ¿sabéis? Para una alianza con vuestro señor. Lo que será bueno para Inglaterra y su comercio, y es lo que vos y yo queremos. Catalina se ha interpuesto entre nosotros.

—¿Y qué me decís del matrimonio francés?

—No habrá ningún matrimonio francés. Es un cuento de hadas. Idos. Habrá oscurecido en una hora. Que descanséis bien esta noche.

El ocaso penetra ya furtivo por el Támesis: hay profundidades crepusculares en las olas chapoteantes, y una oscuridad azul avanza arrastrándose a lo largo de las orillas. Él dice a uno de los barqueros: ¿creéis que los caminos hacia el norte estarán abiertos? Dios me perdone, señor, dice el hombre: yo sólo conozco el río, y de todos modos nunca he ido más al norte de Enfield.

Cuando llega de vuelta a Stepney, la luz de las antorchas se derrama fuera de la casa, y los niños cantores, en un estado de gran excitación, cantan villancicos en el jardín; ladran perros, se balancean sobre la nieve negras formas, y una docena de montículos, espectralmente blancos, se elevan sobre los setos congelados. Uno más alto que los demás lleva una mitra; tiene un raigón de zanahoria pintado de azul por nariz y otro raigón más pequeño como miembro. Gregory corre hacia él, muy emocionado: «Mirad, señor, hemos hecho al papa con nieve».

—Primero hicimos al papa. —La cara relumbrante que hay a su lado pertenece a Dick Purser, el muchacho que se encarga de los perros guardianes—. Hicimos al papa, señor, y luego no parecía gran cosa él solo, así que hicimos una colección de cardenales. ¿Os gustan?

Los criados de la cocina se agrupan en un enjambre a su alrededor, escarchados y chorreando. Todos los de la casa han acudido, o al menos todos los de menos de treinta años. Han encendido una hoguera (bien alejada de los muñecos de nieve) y parecen estar bailando alrededor, dirigidos por su criado Christophe.

Gregory recupera el aliento.

—Sólo lo hicimos para proclamar mejor la supremacía del rey. Yo no creo que esté mal, porque podemos tocar una trompeta luego y deshacerlas todas, y el primo Richard dijo que podíamos, y él mismo moldeó la cabeza del papa, y el señor Wriothesley, que había venido en busca de vos, le colocó ese pequeño miembro al papa y se rio.

—¡Qué niños sois! —dice él—. Me gustan muchísimo. Tendremos la fanfarria mañana cuando haya más luz, ¿no?

—¿Y podemos disparar un cañón?

—¿Dónde iba a conseguir yo un cañón?

—Hablad con el rey, señor. —Gregory se está riendo; sabe que el cañón es demasiado.

Los ojos agudos de Dick Purser se han posado en el sombrero del embajador.

—¿Podríais prestármelo? Hemos hecho mal la tiara del papa, porque no sabíamos cómo tenía que ser.

Él gira el sombrero en la mano.

—Tenéis razón, esto se parece más a las cosas que usan los Farnese. Pero no. Es un encargo sagrado. Tengo que responder por él ante el emperador. Ahora, debo irme —dice, riendo—, tengo que escribir cartas, esperamos grandes cambios pronto.

—Está aquí Stephen Vaughan —dice Gregory.

—¿De veras? Ah. Bien. Hay una cosa que quiero que haga.

Va hacia la casa, la luz del fuego le lame los talones.

—Lástima, el señor Vaughan —dice Gregory—. Creo que vino por la cena.

—¡Stephen! —Un rápido abrazo—. No hay tiempo —le dice—. Catalina se está muriendo.

—¿Qué? —dice su amigo—. No oí nada de eso en Amberes.

Vaughan siempre está en tránsito. Y está a punto de ponerse en marcha de nuevo. Es sirviente de Cromwell, es servidor del rey, es los ojos y los oídos del rey al otro lado del Canal. Nada pasa entre los mercaderes flamencos o los gremios de Calais que Stephen no sepa e informe de ello.

—Me veo obligado a decir, señor secretario, que tenéis una casa muy desordenada. Esto es como si uno cenase en el campo.

—Estáis en un campo —dice él—. Más o menos. O pronto lo estaréis. Debéis poneros en marcha.

—¡Pero si acabo de bajar del barco!

Así es como Stephen manifiesta su amistad: quejas constantes, críticas y gruñidos. Él se vuelve e imparte órdenes: dad de comer a Vaughan, dad de beber a Vaughan, dad una cama a Vaughan, tened un buen caballo listo para él al amanecer.

—No os preocupéis, podéis dormir toda la noche. Luego debéis escoltar a Chapuys hasta Kimbolton. ¡Vos habláis lenguas, Stephen! Nada debe pasar en francés o en español o en latín sin que yo lo sepa palabra por palabra.

—Ya veo. —Stephen se yergue.

—Porque creo que, si Catalina muere, María estará deseando desesperadamente coger un barco para los dominios del emperador. Es primo suyo, después de todo, y aunque no debería confiar en él, no se la puede convencer de eso. Y difícilmente podemos encadenarla a una pared.

—Mantenedla en el campo. Mantenedla donde haya que andar dos días a caballo para llegar a un puerto.

—Si Chapuys viese una salida para ella, volaría en el viento y zarparía montada en un cedazo.

—Thomas —Vaughan, un hombre grave, posa una mano en él—, ¿qué es toda esta agitación? No es propio de vos. ¿Teméis que os venza una muchachita?

Le gustaría contarle a Vaughan lo que ha pasado, pero cómo transmitir la textura de todo ello: la suavidad de las mentiras de Enrique, el sólido peso de Brandon cuando él le empujó, le arrastró, le apartó a empellones del rey; la cruda humedad del viento en su cara, el gusto a sangre en la boca. Siempre será así, piensa. Seguirá siendo así. Adviento, Cuaresma, Pascua de Pentecostés.

—Mirad —suspira—, tengo que ir y escribir a Stephen Gardiner a Francia. Si este es el final de Catalina, debo asegurarme de que se entera por mí.

—No más servilismo con los franceses por nuestra salvación —dice Stephen. ¿Es eso una sonrisa? Es una lobuna. Stephen, un comerciante, valora el comercio con los Países Bajos. Cuando las relaciones con el emperador se hunden, Inglaterra se queda sin dinero. Cuando el emperador está de nuestra parte, nos hacemos ricos.

—Podemos zanjar todas las disputas —dice Stephen—. Catalina era la causa de todas. Su sobrino se sentirá tan aliviado como nosotros. Nunca quiso invadirnos. Y ahora tiene bastante que hacer en Milán. Dejémosle combatir a los franceses si ha de hacerlo. Nuestro rey estará libre. Tendrá una mano libre para hacer lo que guste.

Eso es lo que me preocupa, piensa él. Esa mano libre. Ofrece sus disculpas a Stephen. Este le para.

—Thomas. Os destrozaréis si seguís con este ritmo. ¿Os habéis parado alguna vez a pensar que han transcurrido la mitad de los años de vuestra vida?

—¿La mitad? Stephen, tengo cincuenta.

—Lo olvidé. —Una risita—. ¿Cincuenta ya? No tengo la sensación de que hayáis cambiado mucho desde que os conozco.

—Eso es una ilusión —dice él—. Pero os prometo que haré un descanso, cuando lo hagáis vos.

Se está caliente en su gabinete. Cierra los postigos, aislándose de la blanca claridad de fuera. Se sienta a escribir a Gardiner, alabándolo. El rey está muy complacido con su embajada en Francia. Está enviando fondos.

Posa la pluma. ¿Qué se había apoderado de Charles Brandon? Él sabe que corren murmuraciones de que el hijo de Ana no es de Enrique. Ha habido murmuraciones de que no está embarazada en absoluto, que sólo lo finge; y es verdad que parece muy insegura de cuándo dará a luz. Pero él había pensado que esos rumores procedían de Francia; y ¿qué sabían en la corte francesa? Lo ha desechado como malevolencia vacua. Es lo que Ana provoca. Esa es su desdicha, o una de ellas.

Bajo su mano hay una carta de Calais, de lord Lisle. Se siente agotado al pensar en ella. Lisle le explica con todo detalle su día de Navidad, desde que se despierta en el frío amanecer. En determinado punto de las festividades, lord Lisle fue víctima de una ofensa: el alcalde de Calais le hizo esperar. Así que él, a su vez, hizo esperar al alcalde…, y ahora ambas partes le escriben a él: ¿qué es más importante, señor secretario, un gobernador o un alcalde? ¡Decid que soy yo, decid que soy yo!

Lord Lisle es el hombre más agradable del mundo; salvo, es evidente, cuando se interpone el alcalde. Pero está endeudado con el rey y lleva siete años sin pagar un penique. Tal vez debería hacer algo sobre eso. Y hablando de ese tema… Harry Norris, en virtud de su posición en el entorno inmediato del rey, por cierta costumbre cuyo origen y finalidad nunca ha podido desentrañar, está al cargo de los fondos secretos que el rey tiene guardados en sus principales residencias, para utilizarlos en caso de emergencia; no está claro qué liberaría esos fondos, o de dónde proceden, o cuántas monedas hay almacenadas, o quién tendría acceso a ellos si Norris llegase…, si Norris llegase a no estar disponible cuando surgiese la necesidad. O si Norris tuviese algún accidente. Posa una vez más la pluma. Empieza a imaginar accidentes. Apoya la cabeza en las manos, las yemas de los dedos sobre los ojos cansados. Ve a Norris saliendo despedido del caballo. Ve a Norris tumbado en el barro. Dice para sí: «Volved a vuestro ábaco, Cromwell».

Han empezado a llegar ya sus regalos de Año Nuevo. Un partidario suyo de Irlanda le ha enviado un rollo de mantas irlandesas blancas y una botellita de aqua vitae. Le gustaría envolverse en las mantas, vaciar la botellita, echarse en el suelo y dormir.

Irlanda está tranquila esta Navidad, hay más paz de la que ha habido allí en cuarenta años. Él ha conseguido eso, sobre todo ahorcando gente. No muchos: sólo los justos. Es un arte, un arte necesario; los caudillos irlandeses han estado pidiendo al emperador que utilice el país como una plataforma de desembarco para su invasión de Inglaterra.

Toma aliento. Lisle, el alcalde, insultos, Lisle. Calais, Dublín, fondos secretos. Él quiere que Chapuys llegue a tiempo a Kimbolton. Pero no quiere que Catalina se reponga. No debería desear la muerte de ninguna criatura humana, lo sabe muy bien. La muerte es tu ama, tú no eres su señor; cuando pienses que está ocupada en otro sitio, echará abajo la puerta de tu casa, entrará y se limpiará las botas contigo.

Mueve sus papeles. Más crónicas de monjes que se pasan toda la noche sentados en la cervecería y vuelven tambaleándose al claustro al amanecer; más priores encontrados al pie de un seto con una prostituta; más oraciones, más peticiones; historias de clérigos despreocupados que no bautizan a los niños o que no entierran a los muertos. Los aparta. Ya es suficiente. Un desconocido le escribe (es un hombre viejo, a juzgar por la letra) para decir que la conversión de los mahometanos es inminente. Pero ¿qué clase de Iglesia podemos ofrecerles nosotros? A menos que haya un cambio radical pronto, dice la carta, los paganos estarán en una oscuridad mayor que antes. Y vos sois vicario general, señor Cromwell, vos sois el vicegerente del rey: ¿qué vais a hacer al respecto?

Él se pregunta: ¿hace trabajar el Turco a su gente tanto como Enrique me hace trabajar a mí? Si yo fuese un infiel súbdito suyo podría haber sido un pirata. Podría haber navegado por el Mediterráneo.

Cuando pasa al documento siguiente casi se echa a reír; alguien ha puesto ante él una cuantiosa concesión de tierras, del rey a Charles Brandon. Tierras de pastos y bosque, aulaga y brezo, y las mansiones esparcidas por ellas: Harry Percy, el conde de Northumberland, ha entregado esas tierras a la Corona como parte del pago de sus enormes deudas. Harry Percy, piensa él: le dije que le hundiría por su participación en el hundimiento de Wolsey. Y, vive Dios, no he tenido que sudar mucho; se ha destruido él mismo por su forma de vida. Sólo falta quitarle el condado, como juré que haría.

Se abre la puerta, discretamente; es Rafe Sadler. Él alza la vista, sorprendido.

—Deberías estar en tu casa.

—Oí que habíais estado en la corte, señor. Pensé que podría haber cartas que escribir.

—Repasa estas, pero no esta noche. —Le entrega los documentos de las concesiones—. Brandon puede que no consiga muchos regalos de estos este Año Nuevo.

Le cuenta a Rafe lo que ha pasado. El arrebato de Suffolk, la cara de asombro de Chapuys. No le cuenta lo que Suffolk dijo de que él no era adecuado para tratar los asuntos de sus superiores. Rafe mueve la cabeza y dice:

—Charles Brandon, estuve mirándole hoy… ¿Recordáis cómo solían alabarle como un hombre guapo? Hasta la hermana del rey se enamoró de él. Pero, ahora, con esa cara grande de losa que tiene…, tiene tanta gracia como una cacerola agujereada.

Rafe acerca un asiento bajo y se sienta pensando, los codos apoyados en el escritorio, la cabeza reposando sobre ellos. Están los dos acostumbrados a la compañía silenciosa del otro. Él aproxima más una vela y examina, ceñudo, más papeles, toma notas al margen. La cara del rey se alza ante él: no Enrique como era hoy, sino Enrique como era en Wolf Hall, volviendo del jardín, con una expresión aturdida, gotas de lluvia en la chaqueta. Y el círculo pálido del rostro de Jane Seymour a su lado.

Al cabo de un rato mira a Rafe:

—¿Estás bien ahí abajo?

Rafe dice:

—Esta casa siempre huele a manzanas.

Es verdad; Great Place está emplazada entre huertos de frutales, y el verano parece persistir en los desvanes donde se almacena la fruta. En Austin Friars los huertos son más toscos de momento, arbolitos nuevos sostenidos por estacas. Pero esta es una casa vieja; fue en tiempos una casa de labranza, pero la reformó para su propio uso sir Henry Colet, padre del docto deán de Saint Paul. Cuando murió sir Henry, lady Christian acabó sus días aquí y luego, de acuerdo con el testamento de sir Henry, se entregó la casa al gremio de merceros. Él la tiene subarrendada por cincuenta años, lo que debería valer para toda su vida y luego para Gregory. Los hijos de Gregory pueden crecer envueltos en el aroma del horno, de miel y manzanas cortadas, uvas pasas y clavo.

—Rafe —dice—. Tengo que conseguir casar a Gregory.

—Haré un memorando —dice Rafe, y se ríe.

Un año atrás, Rafe no podía reír. Thomas, su primer hijo, había vivido sólo un día o dos después de haber sido bautizado. Rafe lo aceptó como un buen cristiano, pero le hizo más serio, y era ya un joven serio. Helen tenía hijos de su primer marido, pero nunca había perdido uno; se lo tomó muy mal. Este año, sin embargo, después de un parto largo y laborioso que la asustó, tiene otro hijo en la cuna, y le ha llamado también Thomas. Ojalá eso le traiga mejor fortuna que a su hermano; reacio como era a salir y enfrentarse al mundo, parece fuerte, y Rafe se ha relajado en la paternidad.

—Señor —dice Rafe—. He estado deseando preguntarlo. ¿Es ese su nuevo sombrero?

—No —dice él con gravedad—. Es el sombrero del embajador de España y del Imperio. ¿Quieres probártelo?

Una conmoción en la puerta. Es Christophe. No puede entrar de la forma ordinaria; trata la puerta como si fuese un enemigo. Tiene la cara aún negra de la hoguera.

—Hay aquí una mujer que quiere verle, señor. Muy urgente. No quiere marcharse.

—¿Qué clase de mujer?

—Muy vieja. Pero no tan vieja como para echarla a patadas por la escalera. No en una noche fría como esta.

—Oh, qué vergüenza —dice él—. Lávate la cara, Christophe. —Se vuelve hacia Rafe—. Una mujer desconocida. ¿Estoy negro yo?

—Lo estaréis.

En su gran vestíbulo, esperando por él a la luz de los candelabros, una dama que alza el velo y le habla en castellano: lady Willoughby, antes María de Salinas. Él está asombrado:

—¿Cómo es posible?, ¿ha venido sola desde su casa de Londres, de noche, con la nieve?

Ella le corta:

—Vine arrastrada por la desesperación. No puedo llegar hasta el rey. No hay tiempo que perder. Debo disponer de un pase. Debéis darme un documento. O cuando llegue a Kimbolton no me dejarán entrar.

Pero él cambia al inglés; en los tratos con los amigos de Catalina, quiere testigos.

—Señora mía, no podéis viajar con este tiempo.

—Tomad. —Busca una carta—. Leed esto, es del médico de la reina. Mi señora estaba sufriendo y tiene miedo y está sola.

Él coge el papel. Hace unos veinticinco años, cuando el séquito de Catalina había llegado a Inglaterra, Thomas Moro había descrito a los que lo formaban como pigmeos jorobados, refugiados del Infierno. Él no puede decir nada sobre eso, pues aún estaba fuera de Inglaterra y lejos de la corte, pero parece una de las exageraciones poéticas de Moro. Esta dama llegó un poco más tarde; era la favorita de Catalina; sólo su matrimonio con un inglés las había separado. Era bella entonces, y ahora, viuda ya, sigue siéndolo aún; lo sabe y lo utilizará, incluso a pesar de que esté encogida por la aflicción y el azul del frío. Se deshace de su capa y se la entrega a Rafe Sadler, como si él estuviese allí sólo con esa finalidad. Cruza la habitación y le coge las manos.

—Virgen santa, Thomas Cromwell, dejadme ir. No podéis negarme esto.

Él mira a Rafe. El muchacho es tan inmune a la pasión española como podría serlo a un perro mojado que rascase en la puerta.

—Debéis comprender, lady Willoughby —dice fríamente Rafe—, que se trata de un asunto de familia, ni siquiera es una cuestión del consejo. Podéis implorar al señor secretario lo que gustéis, pero corresponde al rey decir quién visita a la viuda.

—Mirad, señora mía —dice él—. El tiempo es muy malo. Aunque hubiese un deshielo esta noche, será peor aún en el campo, al norte. No podría garantizar vuestra seguridad, ni aunque os proporcionase una escolta. Podríais caeros del caballo.

—¡Iré andando hasta allí! —dice ella—. ¿Cómo me lo vais a impedir, señor secretario? ¿Pensáis encadenarme? ¿Haréis que vuestro rústico de cara negra me ate y me encierre en un armario hasta que la reina esté muerta?

—No tiene sentido que digáis eso, madame —dice Rafe; parece sentir cierta necesidad de intervenir y protegerlo a él, a Cromwell, de las artimañas de las mujeres—. El señor secretario tiene razón. No podéis cabalgar con este tiempo. Ya no sois joven.

Ella formula entre dientes una oración, o una maldición.

—Gracias por su cortés recordatorio, señor Sadler, sin su consejo podría haber pensado que aún tenía dieciséis años. ¡Ah, ved, soy ya una inglesa! Sé cómo decir lo contrario de lo que quiero decir. —Cruza su rostro una sombra de cálculo—. El cardenal me habría dejado ir.

—Entonces es una lástima que no esté aquí para decírnoslo. —Pero coge la capa que aún tiene Rafe, se la pone a ella por los hombros—. Id, pues. Veo que estáis resuelta a ello. Chapuys va a ir allí con un pase, así que quizá…

—He jurado ponerme en marcha al amanecer. Dios me dará la espalda si no lo hago. Llegaré antes que Chapuys, a él no le impulsa la misma fuerza que me impulsa a mí.

—Aunque llegaseis allí… es una tierra agreste y los caminos apenas merecen el nombre de tales. Podríais llegar hasta el castillo y tener allí una caída. Tal vez bajo las mismas murallas.

—¿Cómo? —dice ella—. Oh, comprendo.

—Bedingfield tiene órdenes. Pero no podría dejar abandonada a una dama en medio de la nieve.

Ella le besa.

—Thomas Cromwell. Dios y el emperador os recompensarán.

Él asiente.

—Confío en Dios.

Ella sale. Pueden oír su voz, que se eleva en una pregunta:

—¿Qué son esos extraños montículos de nieve?

—Espero que no se lo diga —le dice él a Rafe—. Es una papista.

—Nunca me besó una así —se queja Christophe.

—Quizá si te lavases la cara… —dice él; mira atentamente a Rafe—. Tú no la habrías dejado ir.

—No —dice secamente Rafe—. No se me habría ocurrido la estratagema. Y aunque se me hubiera ocurrido…, no, no lo habría hecho, habría tenido miedo de ofender al rey.

—Por eso tú prosperarás y llegarás a viejo. —Se encoge de hombros—. Cabalgar hasta allí… Chapuys hará lo mismo. Y Stephen Vaughan los vigilará a los dos. ¿Vas a venir mañana por la mañana? Trae a Helen y a las niñas. Al pequeño no, hace demasiado frío. Vamos a tener una fanfarria, según Gregory, y luego acabaremos con la corte papal.

—Le encantaron las alas —dice Rafe—. A nuestra niña. Quiere saber si va a poder usarlas cada año.

—No veo por qué no. Hasta que Gregory tenga una hija lo suficientemente mayor para hacerlo.

Se abrazan.

—Procurad dormir, señor.

Él sabe que las palabras de Brandon girarán en su cabeza en cuanto toque la almohada. «Los asuntos de las naciones vos no podéis tratarlos, no sois adecuado para hablar con príncipes». Inútil jurar venganza contra el duque de la cacerola agujereada. Él mismo se destruirá, y esta vez quizá definitivamente, gritando por Greenwich que Enrique es un cornudo. Ni siquiera un antiguo favorito puede permitirse eso…

Pero Brandon tiene razón. Un duque puede representar a su señor en la corte de un rey extranjero. O un cardenal; aunque sea de baja condición, como Wolsey, su cargo en la Iglesia le dignifica. Un obispo como Gardiner; puede ser de origen dudoso, pero es por su cargo Stephen Winchester, titular de la sede más rica de Inglaterra. Cremuel, sin embargo, sigue siendo un don nadie. El rey le da títulos que nadie en el extranjero entiende, y tareas que nadie en el país pueda hacer. Sus cargos se multiplican, sus deberes pesan sobre él: el vulgar señor Cromwell sale por la mañana, el vulgar señor Cromwell vuelve de noche. Enrique le ha ofrecido el cargo de lord canciller; no, no hay que ofender a lord Audley, había dicho él. Audley hace un buen trabajo; Audley hace, en realidad, lo que se le dice. Pero ¿debería haber accedido de todos modos? Suspira ante la idea de arrastrar la cadena. No puedes, seguro, ser al mismo tiempo Lord Canciller y señor secretario, ¿verdad? Y él ese puesto no lo cederá. No importa que le otorgue una dignidad inferior. No importa que los franceses no comprendan. Que juzguen por los resultados. Brandon puede organizar un alboroto cerca de la persona del rey sin que se le repruebe por ello; puede darle una palmada en la espalda al rey y llamarle Enrique; puede reír con él evocando viejas chanzas y sus aventuras en las justas. Pero los tiempos de la caballería han terminado. No tardará en llegar el día en que crezca el musgo en la liza. Ha llegado la hora del que presta dinero, la del corsario bravucón; el banquero se sienta con el banquero, y los reyes son sus servidores.

Finalmente, abre el postigo para dar las buenas noches al papa. Oye un goteo de un desagüe arriba, oye el gruñir de nieve, que resbala por las tejas encima de él, y cae una limpia sábana de blancura que durante un segundo le bloquea la vista. Sus ojos la siguen; la nieve caída, con una pequeña bocanada como humo blanco, se une al fango pisoteado del suelo. Tenía razón en el río con lo del viento. Cierra el postigo. Ha empezado el deshielo. El gran expoliador de almas, con su cónclave, se queda goteando en la oscuridad.

En Año Nuevo visita a Rafe en su nueva casa de Hackney, tres plantas de ladrillo y cristal al lado de la iglesia de san Agustín. En su primera visita al final del verano, se había dado cuenta de que todo estaba en su sitio para que Rafe tuviese una vida feliz: tiestos de albahaca en los alféizares de la cocina, parcelas sembradas en el huerto y las abejas en sus panales, las palomas en el palomar y las enramadas en su sitio para que pudiesen trepar las rosas por ellas; las paredes con paneles de roble ceniciento brillaban a la espera de pintura.

Ahora la casa está asentada, organizada, brillan en la pared escenas de los Evangelios: Cristo como pescador de hombres, un mayordomo sorprendido saboreando el vino bueno en Caná. En una habitación de arriba a la que se llega por unas empinadas escaleras desde el salón, Helen lee el Evangelio de Tyndale mientras sus doncellas cosen: «… por la gracia sois salvados». Puede que san Pablo no soportase que una mujer enseñara, pero no se trata exactamente de enseñar. Helen se ha desprendido de la pobreza de su vida anterior. El marido que la pegaba está muerto, o tan lejos que se le da por muerto. Puede convertirse en la esposa de Sadler, un hombre que está ascendiendo en el servicio de Enrique; puede convertirse en una serena anfitriona, una mujer docta. Pero no puede perder su historia. Un día el rey dirá: «Sadler, ¿por qué no traéis a vuestra esposa a la corte, tan fea es?».

Él responderá: «No, señor; es muy bella. —Pero añadirá—: Helen es de humilde cuna y desconoce los modales de la corte».

La noche de Reyes se come la última figurita de mazapán. Se retira la estrella, bajo la supervisión de Anthony. Sus malvadas puntas se encajan en las fundas, y se transporta cuidadosamente a la habitación donde se guarda. Las alas de pavo real suspiran en su mortaja de lino y se cuelgan en su percha, detrás de la puerta.

Llegan informes de Vaughan de que la vieja reina está mejor. Chapuys la ve tan bien que vuelve ya camino de Londres. La encontró acabada, tan débil que no podía incorporarse. Pero ahora come de nuevo, y la conforta la compañía de su amiga María de Salinas; sus carceleros se vieron obligados a admitirla, después de que sufriese un accidente bajo las mismas murallas.

Pero más tarde él, Cromwell, oirá cómo la noche del 6 de enero (justo a tiempo, piensa, de que se dejara ya atrás la Navidad). Catalina recae. Siente que se acerca el final y durante la noche le dice a su capellán que quiere comulgar. Pregunta ansiosamente qué hora es. Aún no son las cuatro, le dice él, pero en caso de urgencia, se puede adelantar la hora canónica. Catalina espera, moviendo los labios, una santa medalla sostenida en la palma.

Morirá ese día, dice. Ha estudiado la muerte, la ha anticipado muchas veces y no se muestra apocada ante su cercanía. Dicta sus deseos sobre la forma del entierro, que no espera que se cumplan. Pide que se pague a los miembros de su servicio, que se salden sus deudas.

A las diez de la mañana la unge un sacerdote, depositando el óleo santo en sus párpados y sus labios, en sus manos y pies. Esos párpados quedarán sellados ya y no volverán a abrirse, no mirará ni verá más. Esos labios han terminado sus oraciones. Esas manos no firmarán más documentos. Esos pies han terminado su jornada. A mediodía el aliento es ya estertóreo, Catalina avanza laboriosamente hacia su fin. A las dos, en medio de la luz que arrojan en su cámara los campos de nieve, deja este mundo. Cuando da su último aliento, las formas sombrías de sus guardianes se acercan. Se sienten reacios a perturbar al anciano capellán y a las ancianas que trajinan al lado de la cama. Antes de que la hayan lavado, Bedingfield ha puesto en camino a su jinete más veloz.

8 de enero: llega la noticia a la corte. Se filtra desde las habitaciones del rey, luego sube desenfrenadamente las escaleras hasta las habitaciones donde se están vistiendo las doncellas de la reina y atraviesa los cuchitriles donde se acurrucan para dormir los mozos de cocina y recorre callejas y pasajes, atravesando las destilerías y las frías habitaciones donde se conserva el pescado y sube de nuevo a través de los huertos hasta las galerías y salta hacia arriba hasta las cámaras alfombradas donde Ana Bolena se hinca de rodillas y dice: «¡Por fin, Dios mío, en el momento justo!». Los músicos afinan sus instrumentos para las celebraciones.

La reina Ana viste de amarillo, como hizo cuando apareció por primera vez en la corte, bailando en un baile de máscaras: el año, 1521. Todos lo recuerdan, o dicen que lo recuerdan: la hija segunda de Bolena con sus audaces ojos negros, su desenvoltura, su gracia. La moda del amarillo había empezado entre los ricos de Basilea; durante unos cuantos meses, si un pañero podía hacerse con él, podía hacer su agosto. Y luego de pronto estaba en todas partes, en mangas y medias e incluso en cintas del pelo para las que no podían permitirse más que un pedacito. En la época de la presentación en sociedad de Ana había descendido de estatus en el extranjero: en los dominios del emperador, podías ver a una mujer en un burdel alzando sus gordas tetas y tensando bien las cintas de un jubón amarillo.

¿Sabe esto Ana? Hoy su vestido vale cinco veces más que el que llevaba cuando no tenía más banquero que su padre. Está cubierto de perlas cosidas, de manera que se mueve en un manchón de luz de un amarillo pálido. Él le dice a lady Rochford: ¿lo llamamos un color nuevo o uno viejo que vuelve? ¿Vais a usarlo vos, mi señora?

Ella dice: no creo que se adapte a cualquier cutis. Y Ana debería atenerse al negro.

En esta ocasión feliz, Enrique quiere exhibir a la princesa. Uno pensaría que una niña pequeña como ella (tiene ahora casi dos años y medio) estaría mirando a su alrededor buscando a la niñera, pero Elizabeth ríe cuando los gentilhombres la pasan de mano en mano, les tira de la barba y les ladea el sombrero. Su padre la hace saltar en sus brazos.

—Está deseando ver a su hermanito, ¿verdad, gordita?

Hay un revuelo entre los cortesanos; toda Europa conoce la condición de Ana, pero es la primera vez que se menciona en público.

—Y yo comparto su impaciencia —dice el rey—. Ha sido una larga espera.

La cara de Elizabeth está perdiendo su redondez de bebé. Viva la Princesa de Cara de Hurón. Los viejos cortesanos dicen que pueden ver en ella la cara del padre del rey y la de su hermano, el príncipe Arthur. Pero tiene los ojos de su madre, vivos y plenos en sus órbitas. A él los ojos de Ana le parecen bellos, aunque mejoran cuando brillan con interés, como los de una rata cuando capta el coletazo del rabo de algún animal pequeño.

El rey vuelve a coger a su querida hija y la arrulla.

—¡Al cielo! —dice, y la lanza en alto, luego la recoge y le planta un beso en la cabeza.

Lady Rochford dice:

—Enrique tiene un corazón tierno, ¿verdad? Le gustan todos los niños, por supuesto. Le he visto besar al bebé de un desconocido casi del mismo modo.

A la primera señal de rebeldía se llevan a la niña, bien envuelta en pieles. Los ojos de Ana la siguen. Enrique dice, como si recordara sus buenos modales:

—Debemos aceptar que el país llora a la viuda Catalina.

Ana dice:

—No la conocían. ¿Cómo pueden llorarla? ¿Qué era para ellos? Una extranjera.

—Supongo que es lo adecuado —dice el rey, renuente—. Pues se le dio una vez el título de reina.

—Equivocadamente —dice Ana. Es implacable.

Los músicos empiezan a tocar. El rey saca a bailar a Mary Shelton. Mary se ríe. Ha estado ausente esta última media hora, y tiene las mejillas ruborosas, los ojos brillantes; es evidente lo que ha estado haciendo. Él piensa: si el viejo obispo Fisher pudiese ver este escándalo, pensaría que había llegado el Anticristo. Se sorprende al descubrir, aunque sólo un momento, que está viendo el mundo a través de los ojos del obispo Fisher.

En el puente de Londres, después de la ejecución, la cabeza de Fisher se mantuvo en tal estado de conservación que los londinenses empezaron a hablar de un milagro. Finalmente le había mandado al encargado del puente que la retirara y la tirara al Támesis en un saco lastrado.

En Kimbolton, el cuerpo de Catalina ha sido entregado a los embalsamadores. Él imagina un murmullo en la oscuridad, un suspiro, mientras la nación se prepara para rezar.

—Ella me envió una carta —dice Enrique. La saca de los pliegues de su chaqueta amarilla—. No la quiero. Tomad, Cromwell, lleváosla.

Cuando la dobla mira: «Y por último hago este voto, que mis ojos os desean por encima de todas las cosas».

Ana le llama después del baile. Su actitud es sombría, seca, vigilante: toda sentido práctico.

—Deseo que lady María, la hija del rey, sepa lo que pienso. —Él se da cuenta de la denominación respetuosa. No es «la princesa María». Pero tampoco es «la bastarda española»—. Ahora que su madre no está y no puede influir en ella, debemos esperar que se obstine menos en mantenerse en sus errores. Yo no tengo ninguna necesidad de reconciliarme con ella, bien lo sabe Dios. Pero creo que si fuese capaz de poner fin al resentimiento entre el rey y María, él me lo agradecería.

—Os estaría agradecido, sí, madame. Y sería un acto de caridad.

—Deseo ser su madre. —Se ruboriza; no resulta impropio—. No espero que ella me llame «mi señora madre», pero espero que me llame Su Alteza. Si se reconciliase con su padre me complacería tenerla en la corte. Disfrutaría de un puesto honroso, y no muy por debajo del mío. No esperaré de ella una profunda reverencia, sino la forma ordinaria de cortesía que las personas reales usan entre ellas, dentro de sus familias, los más jóvenes con los mayores. Aseguradle que no la haré llevarme la cola. No tendrá que sentarse en la mesa con su hermana, la princesa Elizabeth, así que no se planteará el asunto de su rango inferior. Yo creo que es una oferta justa.

Él espera.

—Si me muestra el respeto debido, no andaré delante de ella en las ocasiones ordinarias, sino que iremos cogidas de la mano.

Para alguien tan celoso de sus prerrogativas como la reina Ana, es una serie de concesiones sin paralelo. Pero él imagina la cara de María cuando se le plantee. Se alegra de que no estará allí para verlo en persona.

Da un respetuoso buenas noches, pero Ana le llama de nuevo. Dice con voz grave:

—Cremuel, esa es mi oferta, no iré más allá. Estoy decidida a hacerlo y a que luego no se me pueda culpar. Pero no creo que ella lo acepte, y, si es así, lo lamentaremos las dos, porque estamos condenadas a luchar hasta el último aliento. Ella es mi muerte y yo soy la suya. Así que decídselo, me aseguraré de que no viva para reírse de mí después de que yo me haya ido.

Él va a casa de Chapuys a expresar sus condolencias. El embajador viste de negro riguroso. Recorre las habitaciones una corriente que parece soplar directamente desde el río, y el embajador está atribulado por el remordimiento.

—¡Ojalá no la hubiese dejado! Pero parecía haberse recuperado. Se incorporó en la cama aquella mañana y le arreglaron el pelo. La había visto comer un poco de pan, un bocado o dos, pensé que era un progreso. Me fui lleno de esperanza y al cabo de unas horas había recaído.

—No debéis culparos. Vuestro señor comprenderá que hicisteis todo lo que podíais. Después de todo, os enviaron aquí a vigilar al rey, no podéis estar demasiado tiempo fuera de Londres en el invierno.

Él piensa: yo he estado al corriente del asunto desde que empezaron los juicios de Catalina: un centenar de eruditos, un millar de abogados, diez mil horas de debate. Casi desde que se dijo la primera palabra contra su matrimonio, porque el cardenal me mantuvo informado; de noche, tarde con un vaso de vino, hablaba sobre el gran asunto del rey y cómo pensaba él que acabaría.

Mal, dijo él.

—Oh, este fuego… —dice Chapuys—. ¿Y llamáis a esto un fuego? ¿Llamáis a esto un clima? —El humo de la leña pasa ante ellos—. ¡Echa humo, huele y no da ningún calor!

—Conseguid una estufa. Yo tengo estufas.

—Oh, sí —dice el embajador—, pero luego los criados las llenan de basura y explotan. O se desmoronan las chimeneas y tienes que enviar recado al otro lado del mar para que venga un hombre que las arregle. Sé todo lo que hay que saber sobre estufas. —Se frota las manos azules—. Le dije al capellán, sabéis. Cuando ella estaba en el lecho de muerte, dije: preguntadle si el príncipe Arthur la dejó virgen o no. Todo el mundo tiene que creer una declaración hecha por una moribunda. Pero es un anciano. En su dolor y su tribulación se le olvidó hacerle esa pregunta. Así que ahora nunca estaremos ya seguros.

Eso es una gran confesión, piensa él; que la verdad puede ser diferente de lo que nos contó Catalina todos estos años.

—Pero, sabéis —dice Chapuys—, antes de que la dejase, ella me dijo una cosa turbadora. Dijo: «Podría ser todo culpa mía. Porque me enfrenté al rey, cuando podría haber aceptado una retirada honorable y dejarle casarse otra vez». Yo le dije: «Madame… —porque estaba asombrado—…, madame, pero qué estáis pensando, tenéis la razón de vuestra parte, el gran peso de la opinión, tanto seglar como eclesiástica». «Ay, pero —me dijo ella— los abogados tenían dudas en el caso. Y si yo erré, empujé al rey, que no tolera la oposición a actuar de acuerdo con sus peores inclinaciones, y en consecuencia comparto en parte la culpa de su pecado». Yo le dije: «Buena señora, sólo la autoridad más severa diría eso; dejad que el rey cargue con sus pecados, dejadle responder por ellos». Pero ella movió la cabeza. —Chapuys mueve la suya, turbado, perplejo—. Todas aquellas muertes, el buen obispo Fisher, Thomas Moro, los santos monjes de la Cartuja… «Me voy de este mundo —dijo— arrastrando sus cadáveres».

Él guarda silencio. Chapuys cruza la habitación hasta su escritorio y abre una pequeña caja taraceada.

—¿Sabéis qué es esto?

Él coge la flor de seda, cuidadosamente, por si se convierte en polvo entre sus dedos.

—Sí. El regalo que le hizo Enrique. El regalo que le hizo cuando nació el príncipe de Año Nuevo.

—Muestra un aspecto bueno del rey. Yo no le habría creído tan tierno. Estoy seguro de que a mí no se me habría ocurrido hacerlo.

—Vos sois un viejo soltero y triste, Eustache.

—Y vos un viudo triste y viejo. ¿Qué le regalasteis a vuestra esposa cuando nació vuestro encantador Gregory?

—Oh, supongo que… un plato de oro. Un cáliz de oro. Algo que pudiera poner en su estantería. —Devuelve la flor de seda—. Una esposa de ciudad quiere un regalo que pueda pesar.

—Catalina me dio esta rosa cuando nos despedimos —dice Chapuys—. Dijo: «Es todo lo que puedo dejaros. Elegid una flor del cofre y partid». Le besé la mano y me puse en marcha.

Suspira. Deja caer la flor sobre el escritorio y se tapa las manos con las mangas.

—Me cuentan que la concubina está consultando a adivinos para que le digan el sexo de su hijo, aunque ya hizo eso antes y todos le dijeron que era un niño. Bueno, la muerte de la reina ha modificado su posición. Pero tal vez no del modo que a ella le gustaría.

Él deja pasar eso. Espera. Chapuys dice:

—Me han informado de que Enrique presentó a su pequeña bastarda a la corte cuando se enteró de la noticia.

—Elizabeth es una niña adelantada —le explica al embajador. Pero luego debe recordar que, cuando tenía poco más de un año de los que su hija tiene ahora, el pequeño Enrique cabalgó por Londres, encaramado en la silla de un caballo de guerra, a seis pies del suelo y agarrado con sus gordos puños infantiles al arzón de la silla—. No deberíais desdeñarla —le dice a Chapuys— sólo porque sea pequeña. Los Tudor son guerreros desde la cuna.

—Oh, claro, sí. —Chapuys se sacude una brizna de ceniza de la manga—. Suponiendo que sea una Tudor. Lo que hay gente que duda. Y el pelo no demuestra nada, Cremuel. Considerando que yo podría salir a la calle y encontrar media docena de pelirrojos sin problema.

—Así que entonces —dice él, riendo—, ¿consideráis que la hija de Ana podría haber sido engendrada por cualquier transeúnte?

El embajador vacila. No le gusta confesar que ha estado escuchando rumores franceses.

—De todos modos —replica—, aunque sea hija de Enrique, sigue siendo una bastarda.

—Debo dejaros. —Se levanta—. Oh. Tendría que haberos traído vuestro sombrero de Navidad.

—Podéis seguir teniéndolo en custodia. —Chapuys se encoge de frío—. Estaré de luto un tiempo. Pero no os lo pongáis, Thomas. Me lo ensancharíais.

Llamadme Risley llega directo de ver al rey, con noticias sobre los preparativos para el funeral.

—Yo le dije, Majestad, ¿llevaréis el cadáver a san Pablo? Él dijo: se la puede dejar que descanse en Peterborough, que es un lugar antiguo y honorable y costará menos. Yo me quedé asombrado. Insistí; le dije: esas cosas se hacen de acuerdo con los precedentes. Mary, la hermana de Su Majestad, la esposa del duque de Suffolk, fue llevada a la catedral de san Pablo para que permaneciera allí de cuerpo presente. Y ¿vos no llamáis a Catalina hermana vuestra? Y él dijo: ah, pero mi hermana Mary era una dama real, había estado casada con el rey de Francia. —Wriothesley frunce el ceño—. Y Catalina no es de sangre real, según él, aunque sus padres fueran soberanos. Tendrá, dijo, todo lo que tiene derecho a tener como princesa viuda de Gales. Dijo: ¿dónde está el baldaquino que se puso sobre el coche fúnebre cuando murió Arthur? Tiene que estar en alguna parte del guardarropa. Se puede usar otra vez.

—Eso es razonable —dice él—. Las plumas del príncipe de Gales. No habría tiempo para hacer uno nuevo. A menos que la tengamos esperando sin enterrar.

—Parece que ella pidió quinientas misas por su alma —dice Wriothesley—. Pero yo no estaba dispuesto a decirle a Enrique eso, porque uno nunca sabe de un día para otro qué es lo que piensa él. De todos modos, tocaron las trompetas. Y él fue a misa. Y la reina con él. Y ella sonreía. Y él tenía una cadena de oro nueva.

El tono de Wriothesley sugiere que siente curiosidad: sólo eso. No emite ningún juicio sobre Enrique.

—Bueno —dice él—, si uno está muerto, Peterborough es un lugar tan bueno como cualquier otro.

Richard Riche está en Kimbolton haciendo un inventario, y ha iniciado una discusión con Enrique sobre los efectos de Catalina; no es que Riche amase a la vieja reina, pero ama la ley. Enrique quiere la plata y las pieles, pero Riche dice: Majestad, si nunca habéis estado casado con ella, era una femme sole, no una femme covert, si vos no erais su marido no tenéis ningún derecho a poner las manos en nada de su propiedad.

Él ha estado riéndose con esto.

—Enrique conseguirá las pieles —dice—. Riche le encontrará un medio de sortear el asunto, creedme. ¿Sabéis lo que debería haber hecho ella? Recogerlas y dárselas a Chapuys. Es un hombre muy sensible al frío.

Llega un mensaje para la reina Ana de lady María, en respuesta a su amable propuesta de ser una madre para ella. María dice que ha perdido a la mejor madre del mundo y que no tiene ninguna necesidad de una sustituta. En cuanto a relacionarse con la concubina de su padre, ella no piensa degradarse. No le daría la mano a nadie que haya estrechado las garras del diablo.

Él dice:

—Tal vez no fuese el momento. Tal vez se enterase de lo del baile. Y el vestido amarillo.

María dice que obedecerá a su padre, siempre que su honor y su conciencia se lo permitan. Pero que eso será todo lo que haga. No hará ninguna declaración ni ningún juramento que la obligue a reconocer que su madre no estaba casada con su padre, o a aceptar a un hijo de Ana Bolena como heredero de Inglaterra.

Ana dice:

—¿Cómo se atreve? ¿Cómo puede pensar que tiene posibilidad de negociar? Si tengo un niño, sé lo que le pasará a ella. Habría hecho mejor haciendo las paces con su padre ahora, para no tener que acudir llorando a él, pidiéndole perdón, cuando sea ya demasiado tarde.

—Es un buen consejo —dice él—. Dudo que ella lo siga.

—Entonces yo no puedo hacer nada más.

—Yo pienso sinceramente que no podéis.

Y él no ve qué más puede hacer por Ana Bolena. Está coronada, ha sido proclamada, su nombre está escrito en los estatutos, en los rollos: pero si el pueblo no la acepta como reina…

El funeral de Catalina está previsto para el 29 de enero. Llegan las primeras facturas, por las prendas de luto y las velas. El rey continúa entusiasmado. Está organizando diversiones cortesanas. Tiene que haber un torneo la tercera semana del mes, y Gregory va a participar en él. El muchacho está ya entregado a los preparativos. No hace más que llamar a su armero, despidiéndolo y haciéndole volver de nuevo; cambia de idea respecto al caballo.

—Padre, espero que no tenga que enfrentarme al rey —dice—. No es que lo tema. Pero será un asunto difícil, esforzarme por recordar que es él y procurar al mismo tiempo olvidar que es él, haciendo todo lo posible por conseguir darle un golpe, pero, Dios mío, por favor, no más de uno. ¿Os imagináis si tuviese la mala suerte de descabalgarlo? ¿Os imagináis que cayese frente a un novicio como yo?

—Yo no me preocuparía —dice él—. Enrique lleva justando desde antes de que tú pudieses andar.

—Ahí está precisamente el problema, señor. Que no es tan rápido como era. Los gentilhombres ya lo dicen. Norris dice que ha perdido la aprensión. Según dice él, para que todo vaya bien tienes que temer al adversario, y Enrique está convencido de que es el mejor, así que no teme a ningún adversario. Y has de tener miedo además, dice Norris, porque eso es lo único que te mantiene alerta.

—La próxima vez —dice él—, procura entrar en el grupo del rey al principio. Eso evita el problema.

—¿Y cómo se puede conseguir eso?

Oh, Dios santo. ¿Cómo se hacen las cosas, Gregory?

—Ya me encargaré yo —dice pacientemente.

—No, no lo hagáis. —Gregory se siente molesto—. Eso iría en menoscabo de mi honor. El que fueseis a solucionarme las cosas. Es algo que debo hacer yo. Ya sé que lo sabes todo, padre. Pero nunca participaste en las justas.

Él asiente.

—Como quieras.

Su hijo se va. Su tierno hijo.

Cuando empieza el Año Nuevo, Jane Seymour continúa con sus deberes al servicio de la reina, y cruzan su rostro expresiones ilegibles, como si se estuviese moviendo dentro de una nube. Mary Shelton le cuenta a él:

—La reina dice que, si Jane cede ante Enrique, él se cansará de ella al día siguiente, y si no cede, se cansará de ella de todos modos. Entonces Jane será enviada de vuelta a Wolf Hall, y su familia la encerrará en un convento porque ya no le sirve para nada. Y Jane no dice una palabra.

Shelton se ríe, pero bastante bondadosamente.

—Jane cree que no sería muy distinto. Porque ahora está en una especie de convento portátil, y atada por sus propios votos. Dice: «El señor secretario piensa que sería una gran pecadora si dejase que el rey me cogiese la mano, aunque él me rogase: “Jane, dame tu patita”. Y como el señor secretario es el que manda después del rey en las cosas de la Iglesia, y es un hombre muy piadoso, yo tomo nota de lo que él dice».

Un día, Enrique coge a Jane cuando ella pasa y la sienta en su rodilla. Es un gesto juguetón, infantil, impetuoso, no hay nada malo en ello; eso es lo que dice él más tarde, excusándose dócilmente. Jane no sonríe ni habla. Se queda sentada muy tranquila hasta que la dejan libre, como si el rey fuese un taburete cualquiera.

Christophe se acerca a él, cuchicheando:

—Señor, andan diciendo por las calles que Catalina fue asesinada. Dicen que el rey la encerró en un cuarto y la dejó morir de hambre. Dicen que le envió almendras y ella las comió y murió envenenada. Dicen que vos enviasteis dos asesinos con puñales y que le sacaron el corazón y que, cuando lo inspeccionaron, tenía escrito vuestro nombre allí con grandes letras negras.

—¿Qué? ¿En su corazón? ¿«Thomas Cromwell»?

Christophe vacila.

Alors…, tal vez fuesen sólo vuestras iniciales.