II. Cuervos

Londres y Kimbolton, otoño de 1535

¡Stephen Gardiner! Que entra cuando sale él, y se dirige hacia la cámara del rey, un folio bajo un brazo, el otro azotando el aire. Gardiner, obispo de Winchester: explotando como una tormenta de rayos y truenos, cuando por una vez tenemos un día magnífico.

Cuando Stephen entra en una habitación, los muebles se encogen huyendo de él. Los sillones se echan hacia atrás. Las sillas de tijera se aplastan como perras orinando. Las imágenes bíblicas lanudas de los tapices del rey alzan las manos para taparse los oídos.

En la corte podrías esperarle. Preverle. Pero ¿aquí? ¿Mientras estamos aún cazando por el campo y (en teoría) descansando a nuestro gusto?

—Es un placer, mi señor obispo —le dice—. Se me alegra el corazón al veros con tan buen aspecto. La corte seguirá hasta Winchester en breve, y yo no contaba con disfrutar de vuestra compañía antes de eso.

—He sabido, pues, anticiparme a vuestra maniobra, Cromwell.

—¿Estamos en guerra?

«Sabéis que lo estamos», dice la expresión del obispo.

—Fuisteis vos el que me desterrasteis.

—¿Yo? Jamás lo he considerado así, Stephen. Os echo de menos todos los días. Nada de desterrado, además. Enviado al campo.

Gardiner se lame los labios.

—Veréis a lo que he dedicado mi tiempo en el campo…

Cuando perdió el cargo de secretario de Estado (porque se lo quitó él, Cromwell), el obispo había tenido la impresión de que podría ser aconsejable un periodo en su propia diócesis de Winchester, pues se había interpuesto demasiadas veces entre el rey y su segunda esposa. Tal como lo había expuesto él: «Mi señor de Winchester, para que no pueda haber ninguna duda sobre vuestra lealtad sería muy oportuna una declaración sobre la soberanía del rey. Una declaración firme de que es él la cabeza de la Iglesia inglesa y de que, de acuerdo con la ley, siempre lo ha sido. Una declaración, formulada con firmeza, de que el papa es un príncipe extranjero que carece aquí de jurisdicción. Un sermón escrito, quizá, o una carta abierta. Para descartar cualquier ambigüedad sobre vuestras opiniones. Que pueda servir de guía a otros eclesiásticos, y disuadir al embajador Chapuys de la idea de que os habéis dejado comprar por el emperador. Debería ser una declaración dirigida a toda la Cristiandad. Bien mirado, ¿por qué no volvéis a vuestra diócesis y escribís un libro?».

Ahora aquí está Gardiner, toqueteando un manuscrito como si se tratase de la mejilla de un bebé rellenito.

—Al rey le gustará leer esto. Lo he titulado De la verdadera obediencia.

—Haríais mejor dejándomelo a mí antes de que vaya al impresor.

—Os lo expondrá el propio rey. Muestra por qué los juramentos de fidelidad al papado no tienen ningún efecto, mientras que nuestro juramento al rey, como cabeza de la Iglesia, es válido. Destaca con la mayor firmeza que la autoridad de un rey es divina y desciende hasta él directamente de Dios.

—Y no del papa.

—En modo alguno; desciende de Dios sin intermediario, y no fluye hacia arriba desde sus súbditos, como vos le dijisteis en una ocasión.

—¿Eso hice? ¿Fluye hacia arriba? Parecería haber ahí una dificultad.

—Le llevasteis un libro sobre eso al rey, el libro de Marsiglio de Padua, sus cuarenta y dos artículos. El rey dice que lo machacasteis con ellos hasta levantarle dolor de cabeza.

—Debería haber abreviado el asunto —dice él, sonriendo—. En la práctica, Stephen, hacia arriba, hacia abajo…, poco importa eso. «Donde está la palabra de un rey hay poder, y ¿quién puede decirle qué hacéis?».

—Enrique no es un tirano —dice Gardiner, muy serio—. Rechazo cualquier idea de que su régimen no tenga bases legítimas. Si yo fuese rey, desearía que mi autoridad estuviese totalmente legitimada, que gozase de un respeto universal y que, si se pusiese en duda, se defendiese con toda firmeza. ¿No desearíais vos lo mismo?

—Si yo fuese rey…

Iba a decir: «Si yo fuese rey os defenestraría».

Gardiner dice:

—¿Por qué miráis tanto por la ventana?

Él sonríe con aire ausente.

—Me pregunto qué diría Thomas Moro de vuestro libro.

—Oh, le desagradaría mucho, pero su opinión me importa un rábano —dice el obispo cordialmente—, puesto que su cerebro se lo comieron los milanos y su cráneo se ha convertido en una reliquia que su hija adora de rodillas. ¿Por qué la dejasteis llevarse su cabeza del Puente de Londres?

—Ya me conocéis, Stephen. El fluido de la benevolencia corre a través de mis venas y a veces se derrama. Pero, mirad, si estáis tan orgulloso de vuestro libro, tal vez deberíais pasar más tiempo escribiendo en el campo, ¿no os parece?

Gardiner frunce el ceño.

—Deberíais escribir un libro vos mismo. Eso sería algo digno de verse. Con vuestro latín macarrónico y vuestro poquito de griego.

—Yo lo escribiría en inglés —dice él—. Un idioma bueno para toda clase de cuestiones. Entrad, Stephen, no hagáis esperar al rey. Le encontraréis de buen humor. Está con él hoy Harry Norris, Francis Weston.

—Oh, ese petimetre charlatán —dice Stephen. Hace ademán de darle una bofetada—. Gracias por vuestra información.

¿Siente la bofetada el yo fantasma de Weston? De las habitaciones de Enrique llega una ráfaga de risas.

El buen tiempo no duró mucho después de su estancia en Wolf Hall. Apenas dejaron el bosque de Savernake los envolvió una niebla húmeda. En Inglaterra llueve desde hace, más o menos, una década y la cosecha será pobre de nuevo. Se prevé que el precio del trigo llegue hasta veinte chelines el cuarto. Así que ¿qué hará este invierno el trabajador, el hombre que gana cinco o seis peniques al día? Los especuladores han actuado ya, no sólo en la isla de Thanet, sino en todas partes. Sus hombres les siguen los pasos.

Era algo que sorprendía al cardenal, el que un inglés fuese capaz de matar de hambre a otro para conseguir un beneficio. Pero él le decía: «He visto a un mercenario inglés cortarle el cuello a su camarada y quitarle la manta de debajo mientras todavía se estremecía, y registrar su petate y guardarse una medalla santa junto con el dinero».

—Bueno, pero se trataba de un asesino a sueldo —decía el cardenal—. Esos hombres son unos desalmados que ya no tienen nada que perder. Pero la mayoría de los ingleses temen a Dios.

—Los italianos creen que no. Dicen que el camino entre Inglaterra y el Infierno está muy gastado por los muchos pies que lo recorren, y es cuesta abajo en todo el trayecto.

Él cavila a diario sobre el misterio de sus compatriotas. Ha visto asesinos, sí; pero ha visto a un soldado hambriento darle una hogaza de pan a una mujer, una mujer que no es nada para él, e irse sin más después, encogiéndose de hombros. Es mejor no poner a prueba a la gente, no empujarlos a la desesperación. Hacerlos prosperar; en el exceso, serán generosos. Las tripas llenas generan modales corteses. El pellizco del hambre crea monstruos.

Cuando, algunos días después de su encuentro con Stephen Gardiner, había llegado a Winchester la corte itinerante, habían sido consagrados en la catedral nuevos obispos. «Mis obispos», los llamó Ana: evangelistas, reformadores, hombres que veían en ella una oportunidad. ¿Quién habría pensado que Hugh Latimer llegaría a ser obispo? Lo previsible habría sido más bien que acabaría en la hoguera, que se consumiría en Smithfield con los Evangelios en la boca. Pero bueno, ¿quién habría pensado que Thomas Cromwell llegaría a ser algo? Tras la caída de Wolsey, era de suponer que, como servidor suyo, estuviese acabado. Cuando murieron su mujer y sus hijas, se podría haber pensado que esa pérdida lo mataría. Pero Enrique había acudido a él; Enrique le había tomado juramento; Enrique había puesto su tiempo a su disposición y había dicho: «Venid, señor Cromwell, tomad mi brazo», a través de patios y salas del trono, su camino en la vida ha pasado a ser ya claro y despejado. De joven andaba siempre abriéndose paso entre la gente, intentando llegar a la primera fila para ver bien el espectáculo. Pero ahora la gente se aparta para dejarle paso en Westminster o en cualquiera de los palacios del rey. Desde que fue nombrado consejero, no se interponen ya en su camino caballetes ni cajones ni perros sueltos. Las mujeres acallan sus murmullos, se estiran las mangas y asientan en sus dedos los anillos, desde que le nombraron primer magistrado de la Cámara de los Lores. Los desperdicios de la cocina y las cosas desordenadas de los empleados y los taburetes de las personas de baja condición se desplazan a los rincones y se apartan de la vista, ahora que él es el señor secretario del rey. Y nadie salvo Stephen Gardiner corrige su griego ahora que es canciller de la Universidad de Cambridge.

El verano de Enrique ha sido, en conjunto, un éxito: en su recorrido a través de Berkshire, Wiltshire y Somerset se ha mostrado al pueblo en los caminos y (si no llovía a cántaros) todos se han alineado a su paso y le han vitoreado. ¿Por qué no iban a hacerlo? No puedes ver a Enrique y no asombrarte. Y en cada nueva ocasión que le ves vuelves a sentir el mismo asombro, como si fuese la primera vez: un hombre enorme, cuello de toro, cabellos en retroceso, la cara rellena; ojos azules y una boca pequeña que es casi recatada. Seis pies y tres pulgadas de estatura, y cada pulgada expresa poder. Su porte, su persona, son majestuosos; sus votos, maldiciones y accesos de cólera son aterradores, sus lágrimas, conmovedoras. Pero hay momentos en que su gran cuerpo se estira y se acomoda, se le alisa la frente; y se sienta a tu lado en un banco y habla contigo como si fuera tu hermano. Como podría hacerlo un hermano, si tuvieses uno. O un padre incluso, un padre de un tipo ideal: «¿Cómo estáis? ¿No estaréis trabajando demasiado? ¿Habéis comido? ¿Qué soñasteis anoche?».

El peligro de un proceso como este es que un rey que se sienta en mesas vulgares, en una silla vulgar, pueda ser tomado por un hombre vulgar. Pero Enrique no es vulgar. ¿Qué importa que su cabello retroceda y que su vientre avance? El emperador Carlos, cuando se mira en el espejo, daría una provincia por ver el rostro del Tudor en vez de su propio semblante torvo, su nariz aguileña, que casi toca la barbilla. El rey Francisco, una espingarda, empeñaría a su delfín por tener unos hombros como los del rey de Inglaterra. Todas las cualidades que ellos puedan tener, las exhibe Enrique doblemente. Si ellos son cultos, él lo es dos veces más. Si clementes, él es el parangón de la clemencia. Si bizarros, él es el modelo del caballero andante, del mejor libro de caballerías en que puedas pensar.

Aun así: en tabernas de aldea de toda Inglaterra, echan la culpa al rey y a Ana Bolena del mal tiempo. Es por la concubina, la gran puta. Si el rey volviera con su esposa legítima Catalina, dejaría de llover. Y en realidad, ¿quién puede dudar de que todo sería diferente y mejor sólo con que Inglaterra estuviese gobernada por los tontos del pueblo y por sus amigos, los borrachos?

Regresan a Londres despacio, para que cuando llegue el rey la ciudad se halle libre de sospechas de peste. En frías capillas bajo la mirada de vírgenes de ojos penetrantes, el rey reza solo. A él no le gusta rezar solo. Quiere saber por qué está rezando; su señor anterior, el cardenal Wolsey, lo habría sabido.

Sus relaciones con la reina, cuando el verano se acerca a su fin oficial, son cautelosas, inseguras y plagadas de desconfianza. Ana Bolena tiene ya treinta y cuatro años, es una mujer elegante, con un refinamiento que hace que parezca perder importancia la simple hermosura. Sinuosa antes, ha pasado a hacerse toda ángulos. Retiene su brillo sombrío, ahora un poco erosionado, desconchado en algunos puntos. Utiliza con buenos resultados sus prominentes ojos oscuros, y lo hace de este modo: mira a un hombre a la cara, luego su mirada se aparta, como desinteresada, indiferente. Hay una pausa: algo así como un respiro. Luego, lentamente, como forzada, vuelve a dirigir la mirada hacia él. Sus ojos se posan en la cara. Examina a ese hombre. Lo examina como si no hubiese nada más en el mundo. Lo mira como si estuviese viéndolo por primera vez, y considerando toda clase de usos de él, toda clase de posibilidades en las que él mismo aún no ha pensado. A su víctima ese momento le parece que dura un siglo, durante el que ascienden por su columna vertebral escalofríos. Aunque en realidad el truco es rápido, barato, eficaz y repetible, al pobre tipo le parece que se le distingue entre todos los hombres. Sonríe bobaliconamente. Se pavonea. Se hace un poco más alto. Se hace un poco más necio.

Ha visto a Ana utilizar su truco con lores y gentes del común, con el propio rey. Observas cómo la boca del hombre se abre un poquito, y se convierte en la criatura de ella. Casi siempre funciona; pero con él nunca ha funcionado. Él es indiferente a las mujeres, bien lo sabe Dios, indiferente del todo a Ana Bolena. Eso la enoja; debería haber fingido. Él la ha hecho a ella reina, ella a él ministro; pero ahora se sienten incómodos, se vigilan los dos, se observan para ver si algún desliz traiciona los sentimientos del rey, y da ventaja así a uno sobre otro: como si sólo el disimulo les proporcionase seguridad. Pero a Ana no se le da bien ocultar sus sentimientos; ella es la voluble estimada del rey, que pasa deslizándose de la cólera a la risa. Ha habido veces este verano en que le sonreía a él secretamente, a espaldas del rey, o hacía un gesto para advertirle de que Enrique estaba de mal humor. En otras ocasiones lo ignoraba, se volvía, sus ojos negros recorrían la estancia y se posaban en otro lugar.

Para entender esto (si es que puede entenderse) debemos retroceder a la primavera pasada, cuando Thomas Moro estaba aún vivo. Ana le había llamado para hablar de diplomacia: su objetivo era un contrato matrimonial, un príncipe francés para su pequeña Elizabeth. Pero los franceses se mostraban volubles en la negociación. La verdad es que ni siquiera ahora aceptan del todo que Ana sea reina, no están convencidos de que su hija sea legítima. Ana sabe lo que hay detrás de su resistencia, y de algún modo es culpa suya: de él, de Thomas Cromwell. Le había acusado abiertamente de sabotearla. A él no le gustaban los franceses y no deseaba la alianza, clamaba ella. ¿No había eludido la posibilidad de cruzar el mar para unas conversaciones cara a cara? Los franceses estaban muy dispuestos a negociar, según ella. «Ellos os esperaban a vos, señor secretario. Y vos dijisteis que estabais enfermo y tuvo que ir mi señor hermano».

—Y fracasó —se había lamentado él—. Muy tristemente.

—Os conozco —dijo Ana—. Vos nunca estáis enfermo, a menos que queráis estarlo… Y sé muy bien además cómo son las cosas con vos. Pensáis que cuando estáis en la ciudad y no en la corte os halláis a salvo de nuestras miradas. Pero yo sé que sois demasiado amigo del hombre del emperador. Ya sé que Chapuys es vuestro vecino. Pero ¿es eso una razón para que vuestros criados deban estar siempre circulando de una casa a la otra?

Ana vestía, ese día, de rosa claro y gris paloma. Esos colores deberían haber tenido un encanto fresco y juvenil; pero lo único que evocaban eran vísceras tensas, menudillos y tripas, intestinos de un rosa grisáceo extraídos de un cuerpo vivo; había una segunda tanda de frailes recalcitrantes que debían ser enviados a Tyburn, para que el verdugo los abriera en canal y los destripara. Eran traidores y merecían la muerte, pero era una muerte demasiado cruel. A él las perlas que rodeaban el largo cuello de ella le parecían gotitas de grasa, y mientras le hablaba levantaba la mano y tiraba de ellas; él mantenía los ojos fijos en las puntas de aquellos dedos, en las uñas que chispeaban como cuchillitos.

De todos modos, como él le dice a Chapuys, mientras cuente con el favor de Enrique, dudo que la reina pueda hacerme ningún mal. Ella tiene sus rencores, tiene sus pequeños arrebatos; es veleidosa y Enrique lo sabe. Fue lo que fascinó al rey, encontrar alguien tan diferente de aquellas rubias buenas y suaves que pasan a través de las vidas de los hombres sin dejar rastro en ellas. Pero ahora cuando aparece Ana él parece sentirse a veces acosado. Ves que su mirada se hace distante cuando ella inicia uno de sus discursos rimbombantes, y si no fuese tan caballero se embutiría el sombrero hasta taparse las orejas.

—No —le dice al embajador—, no es Ana la que me molesta; son los hombres que ella agrupa a su alrededor. Su familia: su padre, el conde de Wiltshire, al que le gusta que le conozcan como monseñor, y su hermano George, lord Rochford, al que Enrique ha incluido entre los miembros de su cámara privada.

George es uno de los miembros del nuevo equipo, porque a Enrique le gusta mantener a su lado a hombres a los que está habituado, que eran amigos suyos cuando él era joven; de cuando en cuando el cardenal los barría a un lado, pero ellos volvían a infiltrarse como el agua sucia. Eran por entonces jóvenes de esprit, jóvenes con élan. Ha pasado un cuarto de siglo y tienen canas o están quedándose calvos, son blandos de carnes o panzudos, flojos de espolones o han perdido algún dedo, pero aun así son arrogantes como sátrapas y con el refinamiento mental del quicio de una puerta. Y ahora hay ya una nueva camada de cachorrillos, Weston y George Rochford y los de su índole, a los que Enrique ha adoptado porque cree que le mantienen joven. Estos hombres (los viejos y los nuevos) están con el rey desde que se levanta hasta que se acuesta, y durante todo el resto de sus horas privadas intermedias. Están con él en el excusado y cuando se lava los dientes y escupe en un cuenco de plata; lo secan con toallas y le colocan y atan el jubón y las medias; conocen toda su persona, cada verruga o peca, cada pelo de la barba, y cartografían las islas de su sudor cuando llega de la pista de tenis y se quita la camisa. Saben más de lo que deberían saber, tanto como su lavandera y su médico, y hablan de lo que saben; saben cuándo visita a la reina para intentar meter un hijo en ella, o cuándo, un viernes (el día en que ningún cristiano copula), sueña con una mujer fantasma y mancha las sábanas. Venden su conocimiento a un alto precio: quieren que se les hagan favores, quieren que sus deslices se ignoren, creen que son especiales y quieren que tú seas consciente de ello. Él, Cromwell, desde que entró al servicio de Enrique ha estado siempre ablandando a estos hombres, halagándolos, sonsacándolos con zalamerías, buscando siempre una forma fácil de trabajar, un compromiso; pero a veces, cuando le impiden durante una hora el acceso a su rey, no pueden evitar las sonrisas burlonas. Probablemente haya hecho todo lo que podía hacer por adaptarlos, piensa. «Ahora ellos deben adaptarse a mí, o serán desplazados».

Las mañanas son frías ya, y nubes barrigudas siguen al cortejo real mientras recorren despacio Hampshire, en cuestión de días los caminos de polvo serán de barro. Enrique se resiste a volver con rapidez al trabajo; ojalá siempre fuese agosto, dice. Van camino de Farnham, una pequeña partida de caza, y llega al galope por el camino un informe: han aparecido casos de peste en la ciudad. Enrique, valeroso en el campo de batalla, palidece casi ante sus ojos y se vuelve en torno a la cabeza del caballo: «¿Hacia dónde? Cualquier sitio valdrá, cualquiera menos Farnham».

Él se inclina hacia delante en la silla, quitándose el sombrero mientras habla al rey:

—Podemos ir antes de lo previsto a Basin House, dejadme enviar a un hombre rápido para avisar a William Paulet. Luego, para no agobiarle, podemos ir a Elvetham a pasar un día… Edward Seymour está en casa, y yo puedo conseguir suministros si no los tiene él.

Se queda atrás, dejando que Enrique cabalgue delante. Le dice a Rafe: «Vete a Wolf Hall. Trae a lady Jane».

—¿Qué?, ¿aquí?

—Ella puede cabalgar. Y di al viejo Seymour que le dé un buen caballo. La quiero en Elvetham el miércoles por la noche, más tarde será demasiado tarde.

Rafe detiene el caballo, dispuesto a dar la vuelta.

—Pero… Señor… Los Seymour preguntarán que por qué Jane y por qué tanta prisa. Y por qué vamos a Elvetham, cuando hay otras casas cerca, los Weston en Sutton Place…

«Los Weston pueden irse al infierno —piensa—. No son parte de este plan». Sonríe.

—Di que deben hacerlo porque me estiman.

Se da cuenta de que Rafe piensa: «Así que mi amo va a pedir a Jane Seymour al final». ¿Para él mismo o para Gregory?

Él, Cromwell, había visto en Wolf Hall lo que Rafe no pudo ver: la silenciosa Jane en la cama de él, la pálida y muda Jane, que es con lo que Enrique sueña ahora. No se puede dar razón de las fantasías de un hombre, y Enrique no es ningún lascivo, no ha tenido muchas amantes. Que él, Cromwell, allane el camino del rey hacia ella no hace daño a nadie. El rey no trata mal a sus compañeras de lecho. No es hombre que odie a una mujer tras haberla tenido. Le escribirá versos, y si se le instiga le asignará un ingreso, favorecerá a los suyos; hay muchas familias que han decidido, desde que Ana Bolena apareció en el mundo, que gozar del calor de la mirada de Enrique es la vocación más elevada de una inglesa. Si manejan esto con cuidado, Edward Seymour ascenderá en la corte, y a él eso le proporcionará un aliado donde los aliados escasean. En esta etapa, Edward necesita consejo. Porque él, Cromwell, tiene mejor sentido para los negocios que los Seymour. No dejará que Jane se venda barata.

Pero ¿qué hará la reina Ana, si Enrique toma como amante a una joven de la que ella se ha reído desde que entró a su servicio: a la que llama «paliducha» y «quejica»? ¿Cómo se enfrentará Ana a la mansedumbre y el silencio? Enfurecerse no la ayudará mucho. Tendrá que preguntarse qué puede darle Jane al rey que ahora ella no tiene. Tendrá que pensarlo con detenimiento. Y es siempre un placer ver a Ana pensando.

Cuando los dos séquitos se encontraron después de Wolf Hall (el séquito del rey y el de la reina), Ana estuvo encantadora con él, poniéndole una mano en el brazo y hablando mucho en francés de naderías. Como si nunca hubiese mencionado, pocas semanas antes, que le gustaría cortarle la cabeza; como si estuviese sólo conversando. Es aconsejable mantenerse detrás de ella en la cacería. Es rápida y entusiasta, pero no muy precisa. Este verano le clavó un cuadrillo de ballesta a una vaca extraviada. Y Enrique tuvo que pagarle al propietario.

Pero, en fin, todo esto no importa. Las reinas vienen y van. Eso nos ha mostrado la historia reciente. Pensemos en los pagos que debe afrontar Inglaterra, los grandes gastos del rey, el coste de la caridad y el coste de la justicia, el coste de mantener a sus enemigos alejados de sus costas.

Hace un año ya que está seguro de la solución: lo aportarán los monjes, esa clase parásita de hombres. «Id a las abadías y conventos de todo el reino —les había dicho a sus visitadores, sus inspectores—, planteadles las preguntas que os daré, ochenta y seis preguntas en total. Escuchad más que hablar, y cuando hayáis escuchado, decid que queréis ver las cuentas. Hablad a los monjes y a las monjas sobre sus vidas y sobre la Regla. No me interesa dónde piensan que estará su propia salvación, si sólo a través de la sangre preciosa de Cristo o si a través en parte de sus propias obras y méritos; en fin, sí, me interesa saber eso, pero lo que más me interesa saber es qué bienes poseen. Cuáles son sus rentas y sus propiedades, y, en el caso de que el rey como cabeza de la Iglesia quisiese recuperar lo suyo, cuál es el mejor procedimiento para hacerlo.

»No esperéis un cálido recibimiento cuando lleguéis. Tomad nota de las reliquias que tienen y de otros objetos de veneración, y de cómo los explotan, cuántos ingresos les proporcionan al año, pues todo ese dinero se hace a costa de peregrinos supersticiosos que harían mejor quedándose en casa y ganándose la vida honradamente. Presionadles sobre su lealtad, lo que piensan de Catalina, lo que piensan de lady María, y cuál es su posición sobre el papa; porque si las casas matrices de sus órdenes están fuera de estas costas, ¿no profesan una mayor fidelidad, como podrían expresarlo ellos, hacia una potencia extranjera? Planteadles esto y mostradles que están en una situación desventajosa; no es suficiente afirmar su fidelidad al rey, deben estar dispuestos a demostrarla y pueden hacer eso facilitando vuestra tarea».

Sus hombres saben muy bien que no van a poder engañarle, pero para asegurarse los envía en parejas, para que cada uno de ellos vigile al otro. Los tesoreros de las abadías ofrecerán dinero para que valoren menos sus bienes.

Thomas Moro, en su habitación de la Torre, le había dicho:

—¿Dónde golpearéis después, Cromwell? Vais a echar abajo a Inglaterra entera.

Él había dicho:

—Ruego a Dios que me conceda vida sólo mientras utilice mi poder para construir y no para destruir. Entre los ignorantes se dice que el rey está destruyendo la Iglesia. En realidad está renovándola. Será un país mejor, creedme, una vez purgada de mentirosos e hipócritas. Pero vos, a menos que os enmendéis en vuestra actitud hacia Enrique, no viviréis para verlo.

Y no vivió. Él no lamenta lo que sucedió; lo único que lamenta es que Moro no le viese sentido. Se le ofreció un juramento apoyando la supremacía de Enrique en la Iglesia; ese juramento es una prueba de lealtad. No hay muchas cosas sencillas en la vida, pero esto es sencillo. «Si no lo juraseis, vos mismo os acusaríais, implícitamente: traidor, rebelde…», Moro no juró. ¿Qué podía hacer entonces más que morir? Qué podía hacer más que ir chapoteando hasta el patíbulo, en un día de julio en que no paró de llover a cántaros, salvo por una breve hora al final del día, lo que era demasiado tarde ya para Thomas Moro; murió con las medias mojadas, salpicado de barro hasta las rodillas, y los pies empapados como un pato. No echa de menos en realidad al hombre. Pasa sólo que a veces olvida que está muerto. Es como si estuviesen entregados a una conversación profunda y de pronto la conversación se detuviese, él dijese algo y no le llegase ninguna respuesta. Como si fuesen paseando los dos y Moro hubiese caído en un agujero del camino, un hoyo tan profundo como un hombre, lleno de agua de lluvia.

De hecho, se oye hablar de esos accidentes. Han muerto hombres al ceder el camino bajo sus pies. Inglaterra necesita caminos mejores, puentes que no se caigan. Está preparando un proyecto de ley destinado a dar empleo a hombres sin trabajo, para poder darles un salario y que dejen de mendigar por los caminos, para que trabajen reparando los puertos, construyendo murallas contra el emperador o cualquier otro oportunista. «Podríamos pagarles —calcula él— si aplicásemos un impuesto sobre las rentas de los ricos; podríamos proporcionarles cobijo, médicos si los necesitasen, su subsistencia; nos beneficiaríamos todos de los frutos de su trabajo, y ese empleo evitaría que se convirtiesen en alcahuetes o ladrones o salteadores de caminos, cosas todas ellas que los hombres harán si no ven otro modo de poder comer». ¿Y si sus padres fueron antes que ellos alcahuetes, ladrones o salteadores? Eso no significa nada. Mírale a él. ¿Es él Walter Cromwell? Todo puede cambiar en una generación.

En cuanto a los monjes, él cree, como Martín Lutero, que la vida monástica no es necesaria, ni útil, no obedece a un mandato de Cristo. No hay nada perenne en los monasterios. No son parte del orden natural de Dios. Prosperan y decaen, como cualquier institución, y a veces sus edificios se hunden, o acaban arruinados por una administración laxa. Cierto número de ellos se han esfumado a lo largo de los años, se han reubicado o se los ha tragado otro monasterio. El número de monjes está disminuyendo de forma natural, porque en estos tiempos, el buen cristiano vive en el mundo. Piensa en la abadía de Battle. Doscientos monjes en el apogeo de su prosperidad, y ahora… ¿qué?…, cuarenta como mucho. Cuarenta barrigudos aposentados sobre una fortuna. Y lo mismo sucede por todo el reino. Unos recursos que podrían liberarse, de los que se podría hacer mucho mejor uso. ¿Por qué ha de estar el dinero encerrado en los cofres, cuando se podrían poner en circulación entre los súbditos del rey?

Sus comisarios salen a inspeccionar y le envían noticia de escándalos; le envían manuscritos frailunos, historias de fantasmas y de maldiciones, ideadas para mantener aterrada a la gente sencilla. Los monjes tienen reliquias que hacen llover o que hacen que la lluvia pare, que impiden que crezcan las malas hierbas y curan las enfermedades del ganado. Cobran por el uso de ellas, no se las dan gratuitamente a sus vecinos: viejos huesos y trozos de madera, clavos doblados de la crucifixión de Cristo. Él cuenta al rey y a la reina lo que sus hombres han encontrado en Wiltshire, en Maiden Bradley.

—Los monjes tienen un trozo de la capa de Dios, y restos de carne de la Última Cena. Tienen ramitas que florecen el día de Navidad.

—Eso último es posible —dice reverentemente Enrique—. Pensad en el espino de Glastonbury.

—El prior tiene seis hijos, y los mantiene en su casa como criados. Dice en su defensa que nunca se ha acostado con mujeres casadas, sólo con vírgenes. Y luego, cuando se cansaba de ellas o se quedaban embarazadas, les buscaba un marido. Pretende que tiene una licencia con sello papal que le permite tener una puta.

Ana ríe entre dientes.

—¿Y pudo mostrarla?

Enrique está asombrado.

—Fuera con él. Esos hombres son una desgracia para su vocación.

Pero esos necios tonsurados son por lo común peores que los otros hombres; ¿no sabe eso Enrique? Hay algunos frailes buenos, pero después de unos cuantos años de exposición al ideal monástico, tienden a escapar. Huyen de los claustros y prefieren actuar en el mundo. En el pasado, nuestros antecesores atacaban con hoces y guadañas a los monjes y a sus criados con la misma furia con que lo harían contra un ejército de ocupación. Echaban abajo sus muros y los amenazaban con el fuego, y lo que buscaban era las listas de las rentas de los monjes, los instrumentos de su servidumbre, y cuando podían conseguirlas las rompían y hacían hogueras con ellas, y decían: «Lo que queremos es un poco de libertad: un poco de libertad, y que se nos trate como ingleses, después de siglos de tratarnos como bestias».

Llegan informes más sombríos. Él, Cromwell, dice a sus visitadores: «Decidles sólo esto, y decídselo alto: para cada monje, una cama: para cada cama, un monje». ¿Tan duro es eso para ellos? El que conoce el mundo dice: esos pecados son inevitables, si encierras a hombres sin acceso a mujeres se lanzarán sobre los novicios más tiernos y más débiles, son hombres y es sólo algo que está en su naturaleza. ¿Pero no se supone que ellos se elevan por encima de la naturaleza? ¿Qué finalidad tienen todas las oraciones, los ayunos, si los dejan sin fuerzas cuando llega el diablo a tentarlos?

El rey acepta el derroche, la mala administración; puede ser necesario, dice, reformar y reagrupar algunos de los monasterios más pequeños, como ya lo hizo el propio cardenal cuando vivía. Pero es indudable que los más grandes podemos confiar que se renueven solos, ¿no es así?

Posiblemente, dice él. Sabe que el rey es devoto y teme los cambios. Él quiere reformar la Iglesia, la quiere prístina; también quiere el dinero. Pero, como nacido bajo el signo de cáncer, actúa como un cangrejo para acercarse a su objetivo: un laborioso desplazamiento lateral. Él, Cromwell, observa a Enrique, cómo sus ojos pasan por las cifras que le ha estado mostrando. No es una fortuna, no lo es para un rey: no es el rescate de un rey. Poco a poco, Enrique debe querer pensar en conventos más grandes, en priores más obesos lardeados de amor propio. Esto va a ser sólo el principio. Me he sentado, dice, en demasiadas mesas de abades en que el abad come pasas y dátiles, mientras que para los monjes hay otra vez arenques. Él piensa: si pudiese hacer las cosas a mi modo, les daría libertad a todos ellos para llevar una vida distinta. Ellos proclaman que están viviendo la vita apostolica; pero los apóstoles no andan toqueteándose los huevos unos a otros. A los que quieran irse, se les deja. A los monjes que sean sacerdotes ordenados se les puede otorgar un beneficio, que hagan trabajo útil en las parroquias. A los de menos de veinticuatro años, sean hombres o mujeres, se les puede enviar de vuelta al mundo. Son demasiado jóvenes para atarse con votos de por vida.

Él está previendo: si el rey tuviese las tierras de los monjes, no sólo una pequeña parte sino todas, sería tres veces el hombre que es ahora. No necesitaría ya ir con el sombrero en la mano al Parlamento, a pedir con lisonjas un subsidio. Su hijo Gregory le comenta:

—Señor, dicen que si el abad de Glastonbury se acostase con la abadesa de Shaftesbury, su hijo sería el terrateniente más rico de Inglaterra.

—Muy probablemente —dice él—, pero ¿tú has visto a la abadesa de Shaftesbury?

Gregory parece preocupado.

—¿Debería?

Las conversaciones con su hijo son así: se escapan por los ángulos, y acaban en cualquier parte. Piensa en los gruñidos con que él y Walter se comunicaban cuando era niño.

—Puedes verla si quieres. Debo visitar Shaftesbury pronto, tengo que hacer una cosa allí.

El convento de Shaftesbury es donde Wolsey colocó a su hija. Él dice:

—¿Tomarás notas para mí, Gregory, harás un memorando? Si vienes podrás ver a Dorothea.

Gregory desea preguntar: ¿quién es Dorothea? Él ve cómo se suceden las preguntas en la cara del muchacho; hasta que por fin dice:

—¿Es guapa?

—No sé. Su padre la tenía encerrada —se ríe.

Pero se borra la sonrisa de su rostro cuando recuerda a Enrique diciendo: «Cuando los monjes son traidores, son los más recalcitrantes de esa raza maldita. Cuando los amenazas: “Os haré padecer”, ellos contestan que es para sufrir para lo que han nacido. Algunos eligen morir de hambre en prisión, o ir a Tyburn rezando, a recibir las atenciones del verdugo». Él les dice, como le dijo a Thomas Moro: «Esto no tiene nada que ver con vuestro Dios, ni con mi Dios, ni con Dios. Sólo tiene que ver con una cosa: ¿Enrique Tudor o Alessandro Farnese? ¿El rey de Inglaterra en Whitehall, o un extranjero increíblemente corrupto allá en el Vaticano?».

Ellos habían apartado la cabeza; murieron sin decir palabra, sus corazones falsos arrancados del pecho.

Cuando entra a caballo, al fin, por las puertas de su casa de la ciudad, en Austin Friars, sus criados de librea se agrupan a su alrededor, con sus chaquetas largas de tela gris jaspeada. Gregory está a su derecha, y a su izquierda Humphrey, que se encarga del cuidado de sus perros de caza, y con el que ha tenido fácil conversación en esta última milla de viaje. Tras él, sus halconeros, Hugh y James y Roger, hombres despiertos, alertas frente a cualquier atropello o amenaza. Se ha formado una multitud a la entrada, que espera generosidad. Humphrey y el resto tienen dinero para distribuir. Esta noche, después de la cena, se hará el reparto de comida habitual a los pobres. Thurston, su cocinero en jefe, dice que están alimentando dos veces al día a doscientos londinenses.

Ve a un hombre entre la multitud, un hombrecillo encorvado, que apenas si puede mantenerse en pie. Ese hombre está llorando. Lo pierde de vista; vuelve a localizarle, con la cabeza inclinada, como si sus lágrimas fuesen la marea y estuviesen arrastrándolo hacia la entrada.

—Humphrey —dice—, mira a ver qué le pasa a aquel hombre.

Pero luego se olvida. Los de su casa están felices de verlo, todos lo reciben con caras resplandecientes, y hay un enjambre de perrillos alrededor de sus pies; los coge en brazos, cuerpos que se retuercen y rabos que se menean, y les pregunta cómo les va. Los criados se agrupan alrededor de Gregory, mirándolo desde el sombrero a las botas; todos los criados lo estiman por sus modales. «¡El amo!», dice su sobrino Richard, y le da un abrazo de esos que aplastan los huesos. Richard es un muchacho sólido con la mirada Cromwell, directa y brutal, y la voz Cromwell, que puede acariciar o contradecir. No teme nada que ande sobre la tierra, y nada que ande por debajo; si el demonio se apareciese en Austin Friars, Richard lo echaría escaleras abajo, a patadas en su culo peludo.

Sus sonrientes sobrinas, casadas ya, han aflojado las cintas de sus corpiños para acomodar vientres hinchados. Las besa a las dos, sus cuerpos blandos contra el suyo, su aliento dulce, calentado por confites de jengibre de los que toman las mujeres que se hallan en su estado. Echa de menos, por un instante…, ¿qué echa de menos? La flexibilidad de unas carnes gentiles; las conversaciones inconsecuentes y distraídas de primera hora de la mañana. Tiene que ser cuidadoso en todos sus tratos con mujeres, discreto. No debería dar oportunidad a los que desean difamarle. Hasta el rey es discreto; no quiere que Europa lo llame Enrique el Fornicador. Tal vez sería mejor que mirase hacia lo inalcanzable, por ahora: la señora Seymour.

En Elvetham, Jane era como una flor, la cabeza baja, modesta como una ramita de eléboro de un verde claro. En casa de su hermano, el rey la había alabado delante de su familia: «Una doncella tierna, modesta, recatada, como hay muy pocas en estos tiempos».

Thomas Seymour, dispuesto como siempre a irrumpir en la conversación y a hablar por encima de su hermano mayor: «En cuanto a piedad y modestia, me atrevo a decir que Jane tiene pocas que la igualen».

Vio que el hermano Edward ocultaba una sonrisa. Ante sus ojos la familia de Jane ha empezado a percibir (con cierta incredulidad) de qué lado está soplando el viento. Thomas Seymour dijo:

—Yo no habría tenido el descaro, ni aunque fuese el rey no podría, de invitar a una dama como Jane a venir a mi cama. No sabría cómo empezar. ¿Acaso podríais vos? ¿Cómo podríais? Sería igual que besar una piedra. Hacerla rodar de un lado del colchón al otro, y tus partes entumeciéndose de frío.

—Un hermano no puede imaginarse a su hermana abrazada por un hombre —dice Edward Seymour—. Al menos, ningún hermano que se llame cristiano. Aunque dicen en la corte que George Bolena… —se interrumpe, frunciendo el ceño—. Y por supuesto el rey sabe cómo hacer una proposición. Cómo ofrecerse. Sabe cómo hacerlo, como un gentilhombre galante. Como no sabes tú, hermano.

Es difícil hacer callar a Tom Seymour. Él sólo sonríe.

Pero Enrique no había dicho mucho, antes de que salieran de Elvetham; se despidió cordialmente y no volvió a decir una palabra sobre la chica. Jane le había susurrado a él:

—Señor Cromwell, ¿por qué estoy yo aquí?

—Preguntad a vuestros hermanos.

—Mis hermanos dicen: preguntad a Cromwell.

—¿Así que es un absoluto misterio para vos?

—Sí. A menos que vaya a casarme al fin. ¿Voy a casarme con vos?

—Yo debo olvidar esa opción. Soy demasiado viejo para vos, Jane. Podría ser vuestro padre.

—¿Podríais? —dice Jane dubitativamente—. Bueno, cosas más extrañas han sucedido en Wolf Hall. Ni siquiera sabía que conocieseis a mi madre.

Una sonrisa fugaz y se desvanece, y él se queda mirándola marchar. Podríamos en realidad estar casados, piensa; eso mantendría mi mente ágil, preguntándome cómo podría ella malinterpretarme. ¿Lo hará a propósito?

Aunque no puedo tenerla hasta que Enrique termine con ella. Y yo juré una vez que no tomaría mujeres usadas por él…

Había pensado que quizá, había pensado, debería escribir una nota recordatoria para los jóvenes Seymour, para que tengan claro qué obsequios debería aceptar Jane y cuáles no. La regla es sencilla: joyas sí, dinero no. Y hasta que no se cierre el trato, no dejar que ella se quite ni una pieza de ropa en presencia de Enrique. Ni los guantes siquiera, aconsejará.

Hay gente mala que describe su casa como la Torre de Babel. Se dice que tiene criados de todas las naciones que existen, salvo Escocia; así que los escoceses siguen solicitando un puesto, esperanzados. Gentilhombres e incluso nobles de aquí y del extranjero le presionan para que acepte a sus hijos en la casa, y él acepta a todos los que cree que puede adiestrar. En un día cualquiera en Austin Friars, un grupo de doctos alemanes desplegarán las muchas variedades de su lengua, examinando, ceñudos, cartas de evangelistas de sus propios países. Jóvenes de Cambridge intercambian retazos de griego en la comida; son los estudiantes a los que ha ayudado, ahora vienen a ayudarle a él. A veces viene a cenar un grupo de comerciantes italianos y él charla con ellos en aquellos idiomas que aprendió cuando trabajaba para los banqueros en Florencia y Venecia. Los criados de su vecino Chapuys haraganeaban por allí, bebiendo a costa de la despensa de Cromwell, y chismorrean en español, en flamenco. Él mismo habla en francés con Chapuys, como si fuese la primera lengua del embajador, y utiliza un francés de un género más demótico con su criado Christophe, un fornido y pequeño rufián que le siguió desde Calais, y que no se separa nunca mucho de su lado; él no le deja separarse mucho de él, porque alrededor de Christophe estallan las peleas.

Este es un verano de murmuraciones de las que hay que enterarse, y de cuentas que hay que examinar, recibos y gastos de sus casas y tierras. Pero va antes que nada a la cocina a ver a su cocinero jefe. Es ese periodo de descanso del principio de la tarde en que ya se ha retirado la comida, los espetones están limpios, el peltre fregado y guardado, hay un aroma a canela y clavo, y Thurston está solo allí de pie junto a una tabla enharinada, mirando una bola de masa como si fuese la cabeza del Bautista. Cuando una sombra le bloquea la luz.

—¡Fuera esos dedos manchados de tinta! —brama. Luego—: Oh. Sois vos, señor. Llegáis en el momento justo. Tuvimos grandes empanadas de venado preparadas para vuestra llegada, tuvimos que dárselas a vuestros amigos antes de que se estropeasen. Os las habríamos enviado, pero andabais de un sitio para otro tan deprisa.

Él muestra sus manos para la inspección.

—Perdonadme —dice Thurston—. Pero es que el joven Thomas Avery no hace más que bajar aquí en cuanto deja los libros de cuentas, y se dedica a tocar las cosas y a querer pesarlas. Luego el señor Rafe: mirad, Thurston, van a venir unos daneses, ¿qué podéis hacer vos para los daneses? Luego irrumpe aquí el señor Richard, Lutero ha enviado sus mensajeros, ¿qué clase de tartas les gustan a los alemanes?

Él da un pellizco a la masa.

—¿Esto es para los alemanes?

—Da igual lo que sea. Si queda bien, lo comeréis.

—¿Se recogieron los membrillos? Pronto habrá heladas. Puedo sentirlo ya en los huesos.

—Cualquiera que os oiga… —dice Thurston—. Parecéis vuestra abuela.

—Vos no la conocisteis. ¿O sí?

Thurston se ríe.

—¿La borracha de la parroquia?

Probablemente. ¿Qué clase de mujer podría haber amamantado a su padre, Walter Cromwell, y no recurrir a la bebida? Thurston dice, como si se le hubiese ocurrido de pronto:

—Pensad una cosa, un hombre tiene dos abuelas. ¿De qué familia era vuestra madre, señor?

—Eran norteños.

Thurston sonríe.

—Salidos de una cueva. ¿Conocéis al joven Francis Weston? ¿Ese que sirve al rey? Su gente anda diciendo que vos sois hebreo.

Él gruñe; ha oído eso antes.

—La próxima vez que estéis en la corte —le aconseja Thurston—, sacad la polla y ponedla encima de la mesa, y a ver qué dice.

—Yo eso lo hago de todas maneras —dice él—. Cuando decae la conversación.

—Procurad… —Thurston vacila—. Es verdad, señor, sois un hebreo porque prestáis dinero a interés.

Creciente, en el caso de Weston.

—En todo caso —dice; le da otro pellizco a la masa; está un poco dura, ¿no?—, ¿qué se dice de nuevo en las calles?

—Andan diciendo que la vieja reina está enferma. —Thurston espera; pero su amo ha cogido un puñado de pasas y ha empezado a comerlas—. Enferma del corazón, diría yo. Dicen que le ha echado una maldición a Ana Bolena para que no tenga un hijo. O, en caso de que lo tenga, para que no sea de Enrique. Dicen que Enrique tiene otras mujeres y que por eso Ana le persigue por su habitación con unas tijeras, gritando que lo va a capar. La reina Catalina solía cerrar los ojos como hacen las esposas, pero Ana no tiene el mismo temple y jura que le hará sufrir por ello. Así que eso sería una bonita venganza, ¿verdad? —Thurston ríe entre dientes—. Ella, para pagarle con la misma moneda, le pone los cuernos a Enrique, y pone a su bastardo en el trono.

Tienen mentes activas y murmuradoras, los londinenses: unas mentes como estercoleros.

—¿Y quién sospechan que será el padre de ese bastardo?

—¿Thomas Wyatt? —propone Thurston—. Porque es cosa sabida que antes de que fuese reina lo favorecía. O si no, su antiguo amante, Harry Percy…

—Percy está en su tierra, ¿no?

Thurston enarca las cejas.

—A ella no la detiene la distancia. Si quiere que él baje de Northumberland, no tiene más que silbar y bajará hasta aquí, rápido como el viento. Además, no es que se contente con Harry Percy. Dicen que lo hace con todos los gentilhombres de la cámara privada del rey, uno detrás de otro. No le gusta esperar, así que se ponen todos en fila, meneando el rabo, hasta que ella grita: «El siguiente».

—Y van desfilando todos —dice él—. Uno detrás de otro.

Se ríe. Se come la última pasa que le queda en la mano.

—Bienvenido a casa —dice Thurston—. A Londres, donde creemos cualquier cosa.

—Después de que fue coronada, recuerdo que reunió a todo su servicio, hombres y mujeres, y los sermoneó sobre cómo tenían que comportarse, nada de jugar, salvo con fichas; nada de lenguaje indecoroso y ni una pizca de carne a la vista. Las cosas han cambiado un poco desde entonces, estoy de acuerdo.

—Señor —dice Thurston—, os habéis manchado la manga de harina.

—Bueno, tengo que ir arriba y asistir al consejo. No dejes que la cena se retrase.

—¿Es que se retrasa alguna vez? —Thurston le sacude la harina con mimo—. ¿Es que se retrasa alguna vez?

Se trata del consejo de su casa, no del de la casa del rey; sus consejeros familiares, los jóvenes, Rafe Sadler y Richard Cromwell, rápidos y diestros con los números, rápidos para retorcer un argumento, rápidos para entender un asunto. Y también Gregory. Su hijo.

En esta sesión, los jóvenes traen sus cosas en bolsas de cuero suave y pálido, imitando a los agentes de la banca Fugger, que viajan por toda Europa e imponen la moda. Las bolsas tienen forma de corazón, de manera que a él siempre le parece como si fuesen a cortejar, pero ellos juran que no. Richard Cromwell, su sobrino, se sienta y echa una ojeada sardónica a las bolsas. Richard es como su tío, y mantiene sus cosas próximas a su persona.

—Ahí viene Llamadme Risley —dice—. Esa pluma que lleva en el sombrero es digna de verse.

Thomas Wriothesley entra, separándose de sus cuchicheantes criados; es un joven alto y guapo, la cabeza cubierta de cabello de un tono cobrizo bruñido. Una generación atrás, su familia se llamaba Writh, pero pensaron que una ampliación elegante les daría más prestigio; heraldos por oficio, estaban bien situados para la reinvención, para la transformación de antepasados vulgares en algo más caballeresco. El cambio no se produjo sin burlas; a Thomas se le conoce en Austin Friars como Llamadme Risley. Se ha dejado recientemente una barba recortada, ha tenido un hijo y aumenta en dignidad año tras año. Deja la bolsa en la mesa y se acomoda en su sitio.

—¿Qué tal, Gregory? —pregunta.

A Gregory se le ensancha de gozo la cara; admira a Llamadme y no llega a percibir el tono condescendiente.

—Oh, muy bien. He estado cazando todo el verano y ahora volveré a casa de William Fitzwilliam para unirme a su séquito, pues es un caballero próximo al rey y mi padre piensa que puedo aprender mucho con él. Fitz es bueno conmigo.

—Fitz… —Wriothesley ríe, divertido—. ¡Ay, los Cromwell!

—Bueno —dice Gregory—, él llama a mi padre Crumb[1].

—Os sugiero que no lo adoptéis, Wriothesley —dice él, amistosamente—. O al menos, hacedlo a espaldas mías. Aunque acabo de venir de las cocinas y eso no es nada comparado con lo que llaman a la reina.

Richard Cromwell dice:

—Son las mujeres las que no paran de revolver la olla del veneno. No les gustan las ladronas de hombres. Piensan que Ana debería ser castigada.

—Cuando nos pusimos en camino, ella era todo codos —dice Gregory, inesperadamente—. Codos, puntas y púas. Ahora parece más suave.

—Así es.

Le sorprende que el muchacho se haya dado cuenta de eso. Los hombres casados, con experiencia, buscan en Ana indicios de que engorda con la misma atención con que lo hacen con sus esposas. Hay miradas alrededor de la mesa.

—Bueno, ya veremos. No han estado juntos en todo el verano, pero en mi opinión, han estado lo suficiente.

—Sería mejor que lo fuese —dice Wriothesley—. El rey se impacientará con ella. ¿Cuántos años tiene que esperar para que una mujer cumpla con su deber? Ana le prometió un hijo si se casaba con ella, y uno se pregunta: ¿haría tanto por ella si tuviera que volver a hacerlo?

Richard Riche se les une el último, murmurando una disculpa. Ninguna bolsa en forma de corazón tampoco este Richard, aunque en tiempos haya sido justamente el tipo de joven galante capaz de tener cinco de distintos colores. ¡Qué cambios trae una década! Riche fue un desastre mientras estudiaba Derecho, uno de esos alumnos que tienen un expediente de alegaciones atenuantes alineadas frente a sus pecados; de los que frecuentan esas tabernas ínfimas en que llaman a los abogados «sabandijas», con lo que se ven obligados, por cuestión de honor, a iniciar una pelea; que vuelven a sus alojamientos del Temple a altas horas apestando a vino barato y con la chaqueta hecha trizas; de esos que corren azuzando a una jauría de terriers por Lincoln’s Inn Fields. Pero Riche se ha hecho sobrio y controlado, es el protegido del Lord Canciller Thomas Audley, y va y viene constantemente entre ese dignatario y Thomas Cromwell. Los muchachos le llaman sir Bolsa; «Bolsa está engordando», dicen. Las tareas del cargo han caído sobre él, los deberes de padre de familia creciente; un niño bonito en tiempos, parece ahora cubierto por una leve pátina de polvo. ¿Quién habría pensado que llegaría a ser procurador de la Corona? Pero tiene un buen cerebro de abogado, y si necesitas uno bueno, él está siempre a mano.

—El libro del obispo Gardiner no sirve a vuestro propósito —comienza Riche—, señor.

—No es del todo malo. En lo de los poderes del rey, estamos de acuerdo.

—Sí, pero… —dice Riche.

—Yo me sentí movido a citarle a Gardiner esta frase: «Donde está la palabra de un rey hay poder, y ¿quién puede decirle qué hacéis?».

Riche enarca las cejas.

—El Parlamento.

El señor Wriothesley dice:

—Confiemos en que el señor Riche sepa lo que puede hacer el Parlamento.

Fue con las preguntas sobre los poderes del Parlamento, al parecer, como Riche hizo tropezar a Thomas Moro, le hizo tropezar y le empujó y tal vez desenmascaró así su traición. Nadie sabe lo que se dijo en aquella habitación, en aquella celda; Riche había salido, con el rostro encendido, esperando y medio sospechando haber conseguido suficiente y había ido derecho desde la Torre de Londres hasta él, hasta Thomas Cromwell. Que había dicho con calma: «Sí, eso servirá; le tenemos, gracias. Gracias, Bolsa, lo hicisteis bien».

Ahora Richard Cromwell se inclina hacia él:

—Decidnos, mi pequeño amigo Bolsa: ¿puede, en vuestra opinión, el Parlamento poner un heredero en el vientre de la reina?

Riche se ruboriza un poco; tiene ya casi cuarenta años, pero debido a su cutis aún puede ruborizarse.

—Yo nunca dije que el Parlamento pueda hacer lo que no haga Dios. Dije que podría hacer más de lo que admitiría Thomas Moro.

—El mártir Moro —dice él—. En Roma se dice que a él y a Fisher van a hacerlos santos.

El señor Wriothesley se ríe.

—Estoy de acuerdo en que es ridículo —dice él. Lanza una mirada a su sobrino—: Basta ya, no digáis nada más sobre la reina, ni sobre su vientre ni sobre ninguna otra parte de ella.

Porque él ha confiado a Richard Cromwell un poco de los acontecimientos de Elvetham, en casa de Edward Seymour. Cuando la comitiva real se desvió de aquel modo inesperado, Edward había dado un paso adelante y los había agasajado espléndidamente. Pero el rey no podía dormir esa noche y envió a Weston a llamarle, sacándolo de la cama. Una llama de vela danzante, en una habitación de forma extraña:

—Dios Santo, ¿qué hora es?

—Las seis —dijo malévolamente Weston—, y llegáis tarde.

En realidad no eran las cuatro, aún estaba oscuro el cielo. El postigo abierto para dejar entrar el aire, Enrique sentado cuchicheando con él, los planetas, sus únicos testigos: se había asegurado de que Weston estaba fuera del campo de audición, se había negado a hablar hasta que se cerró la puerta. Era igual.

—Cromwell… —dijo el rey—, y si yo… ¿Y si yo tuviese que temer…, y si estuviese empezando a sospechar que hay algún fallo en mi matrimonio con Ana, algún impedimento, algo que desagrade a Dios Todopoderoso?

Y había sentido cómo se alejaban los años: él era el cardenal, escuchando la misma conversación: sólo que el nombre de la reina entonces era Catalina.

—Pero ¿qué impedimento? —había dicho, algo cansinamente—. ¿Qué podría ser, señor?

—No sé —había murmurado el rey—. No sé en este momento, pero debo saber. ¿No estaba ella prometida a Harry Percy?

—No, señor. Él juró que no, sobre la Biblia. Vos mismo, Majestad, le oísteis jurar.

—Ah, pero vos habíais ido a verle, ¿no es cierto, Cromwell?, ¿no fuisteis hasta una posada de mala nota y le levantasteis de su banco y le aporreasteis la cabeza?

—No, señor. Yo nunca maltrataría así a un par del reino, no digamos ya al conde de Northumberland.

—Ah, bueno. Me tranquiliza oír eso. Debí de entender mal los detalles. Pero ese día el conde dijo lo que creía que yo quería que dijese. Dijo que no hubo ninguna unión con Ana, ninguna promesa de matrimonio, no digamos ya consumación. ¿Y si mintió?

—¿Bajo juramento, señor?

—Pero vos dais mucho miedo, Crumb. Vos haríais olvidar a un hombre sus modales ante el propio Dios. ¿Y si mintió? ¿Y si ella hizo un contrato con Percy equivalente a un matrimonio legítimo? Si fuese así, ella no puede estar casada conmigo.

Él había guardado silencio, pero veía que Enrique seguía cavilando. Y su propio pensamiento se disparaba como un ciervo asustado.

—Y sospecho mucho de ella —había cuchicheando el rey—. Sospecho mucho de ella con Thomas Wyatt.

—No, señor —dijo él, vehemente, incluso antes de que le diese tiempo a pensar. Wyatt es amigo suyo; su padre, sir Henry Wyatt, le había encargado que ayudase al muchacho; Wyatt no era un muchacho ya, pero eso no importaba.

—Vos decís que no. —Enrique se inclinó hacia él—. Pero ¿no abandonó Wyatt el reino y se fue a Italia, porque ella ya no le favorecía, y con su imagen siempre presente ante él ya no podía tener ninguna tranquilidad de espíritu?

—Bueno, en eso tenéis razón. Vos mismo lo decís, Majestad. Ella no le favorecía. Si lo hubiese hecho, es indudable que él se habría quedado.

—Pero no puedo estar seguro —insiste Enrique—. ¿Y si le rechazó entonces pero le favoreció en alguna otra ocasión? Las mujeres son débiles y fáciles de conquistar con halagos. Sobre todo cuando los hombres les escriben versos, y hay algunos que dicen que Wyatt escribe mejores versos que yo, aunque yo sea el rey.

Él le mira parpadeando: cuatro de la madrugada, sin dormir; podrías llamarlo vanidad inofensiva, Dios me ampare, sólo si no fuesen las cuatro.

—Majestad —dice—, sosegad el pensamiento. Si Wyatt hubiese hecho alguna incursión en la castidad inmaculada de esa dama, estoy convencido de que no habría sido capaz de resistir la tentación de ufanarse de ello. En verso o en vulgar prosa.

Enrique sólo gruñe. Pero alza la vista: la sombra bien vestida de Wyatt se desliza sedosa cruzando la ventana, bloquea la fría luz de las estrellas. Sigue tu camino, fantasma: su mente le hace pasar ante él; ¿quién puede entender a Wyatt, quién absolverle? El rey dice:

—Bueno. Quizá. Aunque si ella cedió ante Wyatt, eso no sería ningún impedimento para mi matrimonio, no puede haber ninguna clase de contrato entre ellos porque él por su parte estaba casado desde muchacho y no tenía libertad para prometerle nada a Ana. Pero os aseguro que sería un impedimento para que yo pudiera confiar en ella. Yo no me tomaría a bien que una mujer me engañase, y dijese que venía virgen a mi lecho no siéndolo.

«Wolsey, ¿dónde estáis? Habéis oído todo esto antes. Aconsejadme ahora».

Se levanta. Está poniendo fin a la entrevista.

—¿Queréis que diga que os traigan algo, señor? ¿Algo que os ayude a dormir de nuevo una hora o dos?

—Necesito algo que endulce mis sueños. Ojalá supiese lo que pasó. He consultado al obispo Gardiner sobre este asunto.

Él había procurado que su rostro no reflejase la conmoción. Había acudido a Gardiner: ¿a mis espaldas?

—Y Gardiner dijo… —la cara de Enrique era la viva imagen de la desolación—, dijo que no había duda suficiente en este caso, pero que si el matrimonio no fuese válido, si me viese obligado a apartar de mí a Ana, debería volver con Catalina. Y no puedo hacerlo, Cromwell. Eso está decidido, aunque venga contra mí toda la Cristiandad: nunca seré capaz de volver a tocar a esa vieja rancia.

—Bueno —había dicho él; estaba mirando al suelo, a los grandes pies blancos descalzos de Enrique—. Yo creo que podemos hacer algo mejor que eso, señor. No pretendo seguir el razonamiento de Gardiner, porque la verdad es que el obispo sabe más derecho canónico que yo. Pero no creo que se os pueda constreñir ni forzar en ningún asunto, ya que vos sois el dueño de vuestra casa, y de vuestro país y de vuestra iglesia. Tal vez Gardiner quisiese sólo preparar a Vuestra Majestad para los otros obstáculos que pudiesen surgir.

O quizá, pensó él, sólo se proponía haceros sudar y provocaros pesadillas. A Gardiner le gustaba eso. Pero Enrique se había incorporado:

—Puedo hacer lo que me plazca —dijo—. Dios no permitiría que mi placer fuese contrario a sus designios, ni que mis designios quedasen bloqueados por su voluntad. —Y había cruzado su rostro una sombra de astucia—. El propio Gardiner lo dijo.

Enrique bostezó. Era una señal.

—Crumb, no tenéis un aspecto muy digno, haciendo una reverencia con camisa de dormir. ¿Estaréis dispuesto para cabalgar a las siete, o habremos de dejaros atrás y no volver a veros hasta la cena?

Si vais a estar listo vos, yo estaré listo, piensa él, mientras vuelve a su cama. ¿Habréis olvidado que tuvimos esta conversación cuando llegue la aurora? La corte se pondrá en movimiento, los caballos sacudiendo la cabeza y olisqueando el viento. A media mañana nos reuniremos de nuevo con la partida de la reina; Ana estará gorjeando en su caballo de caza; nunca sabrá, a menos que su amiguito Weston se lo cuente, que anoche, en Elvetham, el rey contemplaba a su próxima amante: Jane Seymour, que, ignorando sus miradas suplicantes, comía plácidamente un pollo. Gregory había dicho, abriendo mucho los ojos: «¿No come mucho lady Seymour?».

Y ahora el verano se ha acabado. Wolf Hall, Elvetham se desvanecen en la oscuridad. Él tiene los labios sellados respecto a las dudas y los temores del rey; es otoño, está en Austin Friars; con la cabeza inclinada escucha las noticias de la corte, observa los dedos de Riche, que retuercen la etiqueta de seda de un documento.

—Han estado provocándose mutuamente en las calles —dice su sobrino Richard—. Haciéndose burla, maldiciéndose, echando mano a las dagas.

—Perdón, ¿quién? —dice él.

—La gente de Nicholas Carew. Que andan riñendo con los criados de lord Rochford.

—Mientras mantengan el asunto fuera de la corte… —dice él con viveza. La pena por desenvainar un arma dentro de los recintos de la corte del rey es la amputación de la mano infractora.

—¿Por qué esa disputa? —empieza a preguntar; luego cambia la pregunta—: ¿Cuál es su excusa?

Para evocar la imagen de Carew, uno de los viejos amigos de Enrique, uno de sus gentilhombres de la cámara privada, y devoto de la anterior reina. No hay más que verle, un hombre a la antigua con su cara larga y seria, su aire estudiado de haber salido directamente de un libro de caballerías. Es bastante natural que a sir Nicholas, con su estricto sentido de lo conveniente, le resulte imposible plegarse a las pretensiones de un advenedizo como George Bolena. Sir Nicholas es papista de pies a cabeza, y le ofende hasta los tuétanos el apoyo que George presta a la doctrina reformada. Así que hay entre ellos una cuestión de principios; pero ¿qué acontecimiento trivial ha puesto en marcha esa disputa? ¿Habrían organizado George y sus malas compañías un alboroto al lado de la cámara de sir Nicholas, mientras él se hallaba ocupado en algún asunto serio, como admirarse en el espejo? Reprime una sonrisa.

—Rafe, ten una charla con esos dos gentilhombres. Diles que controlen a sus perros. —Añade—: Has hecho bien en mencionarlo.

Procura siempre estar al tanto de las divisiones entre los cortesanos y de cómo surgen.

Poco después de que su hermana se convirtiese en reina, George Bolena le había llamado y le había aleccionado sobre cómo debía conducirse en su tarea. El joven lucía ostentosamente una cadena de oro enjoyada, que él, Cromwell, pesó mentalmente; mentalmente le quitó también a George la chaqueta, la descosió, enrolló la tela en el rodillo y le puso precio; cuando has estado en el negocio de los paños, nunca pierdes de vista la textura y la calidad de una tela, y si estás encargado de aumentar los ingresos, pronto aprendes a calcular lo que vale un hombre.

El joven Bolena le había hecho permanecer de pie mientras él ocupaba el único asiento de la habitación.

—No olvidéis, Cromwell —empezó—, que, aunque estéis en el consejo del rey, no sois por nacimiento un gentilhombre. Deberíais limitaros a hablar cuando se os pida que lo hagáis y, por lo demás, no intervenir. No os entrometáis en los asuntos de aquellos que están por encima de vos. A Su Majestad le place teneros a menudo en su presencia, pero no debéis olvidar quién os situó donde él pudiese veros.

Es interesante la versión que tiene George Bolena de su vida. Él siempre había supuesto que había sido Wolsey quien le había adiestrado, Wolsey quien le había promocionado: pero George dice que no, que fueron los Bolena. Es evidente que él no ha manifestado la gratitud adecuada. Así que la manifiesta ahora, diciendo sí señor y no señor, y veo que sois un hombre de singular buen juicio para vuestra edad. Y vuestro padre, monseñor el conde de Wiltshire, vuestro tío Thomas Howard, duque de Norfolk, no podrían haberme instruido mejor.

—Sacaré buen provecho de esto, os lo aseguro, señor, y de ahora en adelante me comportaré más humildemente.

George se sintió aplacado.

—Procurad hacerlo.

Sonríe ahora, pensando en ello; vuelve al programa que tiene redactado. Los ojos de su hijo Gregory vagan por la mesa, mientras intenta captar lo que no se dice: ahora el primo Richard Cromwell, ahora Llamadme Risley, ahora su padre, y los otros caballeros que han venido. Richard Riche examina ceñudo sus papeles, Llamadme juguetea con su pluma. Hombres atribulados ambos, piensa él, Wriothesley y Riche, y parecidos en algunos aspectos, moviéndose furtivamente por las periferias de sus propias almas, dando toquecitos en las paredes: oh, ¿de qué es ese sonido a hueco? Pero él tiene que producir para el rey hombres de talento; y ellos son ágiles, son tenaces, son infatigables en sus esfuerzos por la Corona, y por sí mismos.

—Una última cosa —dice— antes de dejarlo. Mi señor el obispo de Winchester ha complacido tanto al rey que, a instancias mías, el rey le ha enviado de nuevo a Francia como embajador. Se cree que su embajada no será breve.

Lentas sonrisas recorren la mesa. Él observa a Llamadme. Fue una vez protegido de Stephen Gardiner. Pero parece tan gozoso como el resto. Richard Riche se ruboriza, se levanta de la mesa y hace un gesto con la mano.

—Que se ponga en camino —dice Rafe— y que se quede lejos. Gardiner tiene en todo dos caras.

—¿Dos? —dice él—. Su lengua es como un tridente de ensartar anguilas. Primero con el papa, luego Enrique, luego, recordad lo que os digo, estará con el papa de nuevo.

—¿Podemos confiar en él en el extranjero? —dice Riche.

—Podemos confiar en que sólo estará donde le convenga. Que es por ahora con el rey. Y podemos vigilarle, poner algunos hombres nuestros en su séquito. Señor Wriothesley, creo que vos podéis ocuparos de eso…

Sólo Gregory parece dudoso.

—¿Winchester embajador? Fitzwilliam me dice que el primer deber de un embajador es no agraviar a nadie.

Él asiente. «Y Stephen no causó más que agravios».

—¿No tiene un embajador que ser un hombre alegre y afable? Eso es lo que me explica Fitzwilliam. Debería ser agradable en cualquier compañía, afable y fácil de trato, y debería hacerse querer por sus anfitriones. Para tener así oportunidades de visitar sus casas, participar en sus reuniones, entablar amistad con sus esposas y sus herederos, y corromper a la gente de la casa para tenerla a su servicio.

Rafe enarca las cejas.

—¿Es eso lo que os enseña Fitz?

Los muchachos se ríen.

—Es verdad —dice él—. Eso es lo que debe hacer un embajador. Así que tengo la esperanza de que Chapuys no os esté corrompiendo, Gregory… Si yo tuviera esposa, andaría pasándole sonetos a escondidas, estoy seguro, y trayendo huesos para mis perros. En fin… Chapuys, es una compañía agradable, la verdad. No es como Stephen Gardiner. Pero la verdad es, Gregory, que necesitamos un embajador firme con los franceses, un hombre lleno de ira y de resentimiento. Y Stephen ya ha estado antes entre ellos, y ha ganado crédito. Los franceses son hipócritas, fingen una falsa amistad y demandan dinero como pago. Mira —dice, dispuesto a educar él mismo a su hijo—, en este momento preciso los franceses tienen un plan para arrebatar el ducado de Milán al emperador, y quieren que nosotros los subsidiemos. Y nosotros debemos acomodarnos a ellos, o parecer hacerlo, por miedo a que cambien de dirección y se unan al emperador y nos aplasten. Así que cuando llegue el día en que digan: «Entregadnos el oro que habéis prometido», necesitamos ese tipo de embajador, alguien como Stephen, que aborde el asunto sin ningún rubor y diga: «Ah, el oro. Podéis tomarlo de lo que ya le debéis al rey Enrique». El rey Francisco escupirá fuego, pero nosotros en cierto modo cumpliremos así con la palabra dada. ¿Comprendes? Reservamos a nuestros más fieros campeones para la corte francesa. Recuerda que mi señor Norfolk fue durante un tiempo embajador allí.

Gregory baja la cabeza.

—Cualquier extranjero temería a Norfolk.

—Y también cualquier inglés. Con buenas razones. Aunque el duque es como uno de esos cañones gigantes que tienen los turcos. El disparo es terrible, pero necesita tres horas para enfriarse y poder disparar de nuevo. Mientras que el obispo Gardiner puede disparar a intervalos de diez minutos, desde la mañana hasta la noche.

—Pero, señor —exclama Gregory—, si les prometemos dinero y no se lo entregamos, ¿qué harán ellos?

—Por entonces, espero, seremos de nuevo firmes amigos del emperador —suspira—. Es un viejo juego y parece que debemos seguir jugándolo, hasta que se me ocurra algo mejor, o se le ocurra al rey. ¿Habéis oído hablar de la reciente victoria del emperador en Túnez?

—Todo el mundo habla de ello —dice Gregory—. Todos los caballeros cristianos desearían haber estado allí.

Él se encoge de hombros.

—El tiempo dirá lo gloriosa que es esa victoria. Barbarroja encontrará pronto otra base para sus piraterías. Pero con esa victoria a la espalda y el turco tranquilo de momento, el emperador puede volverse hacia nosotros e invadir nuestras costas.

—Pero ¿y cómo le paramos? —Gregory parece desesperado—. ¿No deberíamos tener otra vez a la reina Catalina?

Llamadme se ríe.

—Gregory empieza a percibir las dificultades de nuestro oficio, señor.

—Me gustaba más cuando hablábamos de la reina actual —dice Gregory bajando la voz—. Y fui yo el que comentó que estaba más gorda.

Llamadme dice amablemente:

—No debería haberme reído. Tienes toda la razón, Gregory. Todos nuestros trabajos, nuestras estratagemas, toda nuestra sabiduría, tanto la adquirida como la fingida; las estratagemas del Estado, los pronunciamientos de los letrados, las maldiciones de los eclesiásticos y las graves resoluciones de los jueces, sagrados y seculares, todas y cada una pueden ser derrotadas por el cuerpo de una mujer, ¿no es así? Dios debería haber hecho sus vientres transparentes y nos habría ahorrado así la esperanza y el temor. Pero tal vez lo que crece allí dentro tenga que crecer en la oscuridad.

—Dicen que Catalina está enferma —comenta Richard Riche—. Me pregunto qué pasaría en el mundo si muriera en este año.

Pero mirad: ¡llevamos demasiado tiempo sentados aquí! Levantémonos y salgamos a los jardines de Austin Friars, orgullo del señor secretario; él quiere las plantas que vio florecer en el extranjero, quiere fruta mejor, así que importuna a los embajadores para que le envíen brotes y esquejes por la valija diplomática. Los jóvenes y despiertos empleados están atentos, listos para descubrir la trampa, y todo lo que sale es un cepellón, palpitando aún con vida después de un viaje a través de los estrechos de Dover.

Él quiere que las cosas tiernas vivan, que los jóvenes medren. Así que ha construido una pista de tenis, un regalo para Richard y Gregory y todos los jóvenes de su casa. Hasta él podría jugar…, si pudiese jugar con un ciego, dice, o un adversario al que le faltase una pierna. Gran parte de ese juego es táctica; le fallan ya los pies, ha de confiar en la astucia más que en la ligereza. Pero está orgulloso de su constitución y contento de permitirse el gasto. Ha consultado recientemente con los servidores del rey encargados del tenis en Hampton Court y ajustó las medidas a las preferencias de Enrique. El rey ha estado comiendo en Austin Friars, así que no es imposible que un día pueda venir para jugar una tarde en la pista.

En Italia, cuando servía en la casa de los Frescobaldi, en el calor del final de la tarde los muchachos salían y jugaban partidos en la calle. Era una especie de tenis, un jeu de paume, sin raquetas, sólo con la mano; se zarandeaban y se empujaban y gritaban, lanzando la pelota a las paredes y haciéndola correr por la toldilla de una sastrería, hasta que salía el sastre y los reñía: «Si no respetáis mi toldo, muchachos, os cortaré los cojones con las tijeras y los colgaré de la puerta con un lazo». Ellos decían: «Perdón, maestro, perdón», y se iban calle abajo y jugaban más callados en un patio trasero. Pero media hora después volvían, y él aún puede oírlo en sus sueños: el golpe de la tosca costura de la pelota golpeando en el metal, deslizándose en el aire; puede sentir el golpe del cuero contra su palma. En aquellos tiempos, aunque soportaba la tensión de una vieja herida, procuraba eliminar la rigidez corriendo; esa herida la había recibido el año anterior, cuando estaba con el ejército francés, en Garellano. Los garzoni decían: «Oye, Tomasso, cómo fue que te hirieron ahí, en la parte de atrás de la pierna, ¿acaso escapabas?». Él decía: «Madre de Dios, sí: sólo me pagaban lo suficiente para escapar corriendo. Si queréis que les haga frente, tenéis que pagarme más».

Después de aquella matanza, los franceses se dispersaron, y por aquel entonces él era francés; era el rey de Francia quien le pagaba. Primero había gateado, luego había seguido cojeando, él y sus camaradas arrastraban sus cuerpos maltrechos todo lo deprisa que podían, huyendo de los victoriosos españoles, intentando llegar a un terreno que no estuviese empapado de sangre; eran fieros arqueros galeses, renegados suizos y unos cuantos muchachos ingleses como él, más o menos desconcertados y sin blanca todos ellos, agrupando sus ingenios en las postrimerías de la desbandada, planeando un curso que seguir, cambiando de nación y de nombre según las necesidades, arrastrados por la corriente hacia las ciudades del norte, buscando la batalla siguiente o algún oficio más seguro.

En la entrada de atrás de una casa grande, un mayordomo le había preguntado:

—¿Francés?

—Inglés.

El hombre había puesto los ojos en blanco.

—¿Y qué sabes hacer tú?

—Sé luchar.

—Es evidente que no muy bien.

—Sé cocinar.

—No nos hace ninguna falta tu bárbara cocina.

—Sé llevar cuentas.

—Esto es una banca. Estamos bien abastecidos.

—Decidme qué queréis que haga. Puedo hacerlo —alardeó como un italiano.

—Queremos un trabajador. ¿Cómo te llamas?

—Hércules.

El hombre no puede evitar la risa.

—Entra, Ercole.

Ercole entra cojeando, cruza el umbral. El hombre trajina por allí, en sus tareas. Él se sienta en un escalón, casi llorando de dolor. Mira a su alrededor. Todo lo que tiene es ese suelo. Ese suelo es su mundo. Está hambriento, está sediento, está a más de setecientas millas de su casa. Pero ese suelo puede mejorarse. «¡Jesús, María y José! —grita—. ¡Agua! ¡Un cubo! Allez, allez!».

Venga. Venga, rápido. Llega un balde. Mejora ese suelo. Mejora la casa. No sin resistencia. Empiezan por echarle de la cocina, donde como extranjero es mal recibido, y donde con los cuchillos, los espetones y el agua hirviendo hay tanta posibilidad de violencia. Pero él es mejor luchando de lo que pensarías: le falta estatura, le falta habilidad o destreza, pero es casi imposible derribarlo. Y le ayuda la fama de pendencieros y saqueadores y violadores y ladrones de sus compatriotas, temidos en toda Europa. Al no poder insultar a sus colegas en su idioma, utiliza el dialecto de Putney. Les enseña terribles juramentos ingleses («Por los agujeros sangrantes de los clavos de Cristo») que ellos pueden utilizar para aliviar sus sentimientos a espaldas de sus amos. Cuando llega la muchacha por las mañanas, las hierbas en su cesto húmedas de rocío, ellos retroceden, la examinan y preguntan: «Bueno, cariño, ¿y cómo estás tú hoy?». Cuando alguien interrumpe una tarea complicada, ellos dicen: «Si no te largas de aquí de una puta vez herviré tu cabeza en esta olla».

No tardó en comprender que la suerte le había conducido hasta la puerta de una de las antiguas familias de la ciudad, que no sólo trataba con dinero y seda, lana y vino, sino que tenía también grandes poetas en su estirpe. Francisco Frescobaldi, el amo, acudió a la cocina a hablar con él. No compartía el prejuicio general contra los ingleses, pensaba más bien que eran afortunados; aunque, dijo, algunos de sus antepasados habían sido llevados casi a la ruina por las deudas impagadas de reyes de Inglaterra muertos hacía mucho. Sabía un poco de inglés él mismo y le dijo: siempre podemos utilizar a vuestros compatriotas, hay muchas cartas que escribir; espero que sepas escribir. Cuando él, Tomasso o Ercole, hubiese progresado en el toscano tanto que fuese capaz de expresarse y de hacer chistes, había prometido Frescobaldi, te llamaré un día para la contaduría. Te haré una prueba.

Ese día llegó. Le probaron y superó la prueba. Desde Florencia fue a Venecia, a Roma: y cuando sueña con esas ciudades, como sucede a veces, una arrogancia residual le arrastra a aquella época, un rastro del joven italiano que fue. Piensa ya sin ninguna indulgencia en su yo más joven, pero también sin ningún reproche. Siempre ha hecho lo que era necesario para sobrevivir, y si su juicio sobre lo que era necesario resultaba a veces dudoso…, en eso consiste ser joven. Actualmente acoge a hombres instruidos pobres en su casa. Hay siempre un trabajo para ellos, un entorno propicio en que pueden escribir tratados sobre el buen gobierno o hacer traducciones de los salmos. Pero acepta también jóvenes que sean rudos y salvajes, lo mismo que era él rudo y salvaje, porque sabe que, si es paciente con ellos, le serán fieles. Estima, incluso ahora, como a un padre a Frescobaldi. La costumbre anquilosa las intimidades del matrimonio, los niños se hacen feroces y rebeldes, pero un buen amo da más de lo que toma y su benevolencia te guía a través de la vida. Piensa en Wolsey. El cardenal habla a su oído interior. Dice: te vi, Crumb, cuando estabas en Elvetham rascándote las bolas al amanecer y asombrándote de la violencia de los caprichos del rey. Si él quiere una nueva esposa, consíguele una. Yo no lo hice, y estoy muerto.

La tarta de Thurston debe de haber fracasado porque no aparece esa noche en la cena, pero hay una gelatina muy buena que tiene la forma de un castillo.

—Thurston tiene licencia para poner almenas —dice Richard Cromwell, e inmediatamente se enzarza en una disputa con un italiano que se sienta al otro lado de la mesa: ¿cuál es la mejor forma para un fuerte, circular o estrellado?

El castillo está hecho con tiras de rojo y blanco, el rojo es un carmesí intenso y el blanco perfectamente claro, de manera que las paredes parecen flotar. Hay arqueros comestibles atisbando en las almenas, que lanzan flechas de caramelo. Eso hace sonreír hasta al procurador del rey.

—Ojalá mis hijas pudieran verlo.

—Enviaré los moldes a vuestra casa. Aunque un fuerte quizá no sea adecuado. ¿Un jardín de flores? —¿Qué les gusta a las niñas pequeñas? A él se le ha olvidado.

Después de cenar, si ningún mensajero aporrea en la puerta, es frecuente que robe una hora para pasarla entre sus libros. Los tiene en todas sus propiedades: en Austin Friars, en la casa de Chancery Lane, en Stepney, en Hackney. En estos tiempos hay libros sobre toda clase de asuntos. Libros que te aconsejan cómo ser un buen príncipe, o uno malo. Libros de poesía y volúmenes que te explican cómo llevar las cuentas, libros de frases para utilizar en el extranjero, libros que te explican cómo hay que hacer para conservar el pescado. Su amigo Andrew Boorde, el médico, está escribiendo un libro sobre barbas; él está en contra de ellas. Piensa en lo que dijo Gardiner: deberíais escribir un libro, vos, eso sería algo digno de verse.

Si lo hiciese, sería El Libro Llamado Enrique: cómo leerlo, cómo servirle, cómo preservarle mejor. Escribe mentalmente el preámbulo. «¿Quién podrá enumerar las cualidades, tanto públicas como privadas, de aquel que es el más bienaventurado de todos los hombres? Entre los sacerdotes, devoto; entre los soldados, valeroso; entre los doctos, instruido; entre los cortesanos, el más gentil y refinado; y todas estas cualidades las posee en tan notable grado el rey Enrique que jamás se ha visto nada parecido desde que el mundo es mundo».

Erasmo dice que se debería ensalzar a un gobernante incluso por cualidades que no posee. Porque la adulación le da que pensar. Y así podría ponerse a trabajar para obtener las cualidades de las que en ese momento carece.

Alza la vista cuando se abre la puerta. Es el muchachito galés, que entra:

—¿Queréis ya las velas, señor?

—Sí, y tanto que las quiero.

La luz tiembla, luego se asienta en la madera oscura como los discos mondados de una perla.

—¿Ves ese taburete? —dice—. Siéntate en él.

El muchacho se acomoda en el taburete. Las exigencias de la casa le habían tenido corriendo de un lado para otro desde por la mañana temprano. ¿Por qué sucede siempre que han de ser las piernas pequeñas las que tengan que salvar a las grandes? «Corre al piso de arriba y tráeme…». Te halagaba, cuando eras joven. Pensabas que eras importante, esencial en realidad. Él solía correr por Putney, haciéndole recados a Walter. Moro le engañó. Ahora le complace decir a un muchacho: tómatelo con calma, descansa.

—Yo hablaba un poquito de galés cuando era niño. Ahora no soy capaz.

Esa es la queja del hombre de cincuenta años, piensa: galés, tenis, y yo podía, ya no puedo. Hay compensaciones: la cabeza está mejor provista de información, el corazón más a prueba de fracturas y crujidos. Ahora precisamente anda haciendo una valoración de las propiedades galesas de la reina. Por esta razón y otras de más peso, está centrando la atención en el principado.

—Cuéntame tu vida —le pide al muchacho—. Cuéntame cómo llegaste aquí.

El muchacho va componiendo con su pobre inglés las piezas de su historia: incendio intencionado, robos de ganado, la historia habitual de la frontera, que acaba en la miseria, que crea huérfanos.

—¿Sabes rezar el Pater noster? —le pregunta.

Pater noster… —dice el muchacho—. O Padre Nuestro.

—¿En galés?

—No, señor. No hay ninguna oración en galés.

—Cristo bendito. Pondré a un hombre a trabajar en eso.

—Hacedlo, señor. Así yo podré rezar por mi padre y mi madre.

—¿Conoces a John ap Rice? Estuvo cenando con nosotros esta noche.

—¿El que está casado con vuestra sobrina Johane, señor?

El muchacho sale corriendo. Piernas pequeñas trabajando de nuevo. El objetivo es que los galeses hablen todos inglés, pero eso no puede ser aún, y entre tanto necesitan que Dios esté de su lado. Hay bandidos por todo el principado, y sobornan y amenazan para salir de la cárcel; los piratas asuelan las costas. Esos caballeros que tienen allí tierras, como Norris y Brereton, de la cámara privada del rey, parecen oponerse a ese interés suyo. Ponen sus propios tratos por delante de la paz del rey. No les preocupa que sus actividades resulten visibles. A ellos no les importa la justicia, mientras que él se propone que haya una justicia igual, desde Essex a Anglesey, desde Cornualles hasta la frontera escocesa.

Rice trae con él una cajita de terciopelo, que coloca en el escritorio:

—Un regalo. Tenéis que adivinar.

Agita la caja. Parecen granos. Explora con el dedo fragmentos, escamosos, grises. Rice ha estado supervisando abadías por orden suya.

—¿Podrían ser los dientes de santa Apolonia?

—Probad de nuevo.

—¿Son las púas del peine de María Magdalena?

Rice cede:

—Pedacitos de uñas de san Edmundo.

—Ah. Echadlas con el resto. Ese santo debe de haber tenido quinientos dedos.

En el año 1257, murió un elefante en la casa de fieras de la Torre y fue enterrado en un pozo cerca de la capilla. Pero al año siguiente fue desenterrado y sus restos enviados a la abadía de Westminster. Ahora bien, ¿para qué querían en la abadía de Westminster los restos de un elefante? ¿No sería para extraer una tonelada de reliquias de él y convertir los huesos del animal en huesos de santos?

De acuerdo con los custodios de santas reliquias, parte del poder de estos artefactos consiste en que son capaces de multiplicarse. Hueso, madera y piedra tienen, como los animales, el poder de engendrar, pero manteniendo intacta su naturaleza; sus vástagos no son en modo alguno inferiores a los originales. Así que la corona de espinas retoña. La cruz de Cristo echa brotes; florece como un árbol viviente. La túnica inconsútil de Cristo teje copias de sí misma. Las uñas dan a luz nuevas uñas.

John ap Rice dice:

—La razón no puede nada contra esta gente. Intentas abrirles los ojos, pero se alinean contra ti las imágenes de la Virgen que lloran lágrimas de sangre.

—¡Y dicen que yo hago trampas! —Se queda pensando—. John, tenéis que sentaros y escribir. Vuestros compatriotas tienen que tener oraciones.

—Deben tener una Biblia, señor, en su propia lengua.

—Dejadme primero conseguir la bendición del rey para que la tengan los ingleses.

Es su cruzada encubierta diaria: que Enrique patrocine una gran Biblia, que todas las iglesias del reino la tengan. Está muy cerca de conseguirlo ya, cree que puede convencer a Enrique. Su ideal sería un solo país, una sola moneda, un solo método de pesar y medir, y sobre todo un idioma que todo el mundo sepa. No tienes que ir a Gales para que no te entiendan. Hay partes de este reino a menos de cincuenta millas de Londres, en que si les pides que te cocinen un arenque te miran con los ojos en blanco sin entender. Sólo cuando has señalado la sartén y remedado un pez te dicen: ah, ahora entiendo lo que queréis decir.

Pero su mayor ambición para Inglaterra es esta: el príncipe y la nación deberían estar de acuerdo. No quiere que el reino esté regido como la casa de Walter en Putney, con luchas incesantes y el estruendo de golpes y gritos día y noche. Quiere que sea un hogar en el que todo el mundo sepa lo que tiene que hacer y se sienta seguro haciéndolo. «Stephen Gardiner dice que yo debería escribir un libro —le dice a Rice—. ¿Qué pensáis vos? Quizá pudiese si un día me retiro. Hasta entonces, ¿por qué habría de revelar mis secretos?».

Recuerda cuando leía el libro de Maquiavelo, encerrado, en los días sombríos que siguieron a la muerte de su esposa: ese libro que ahora empieza a causar tanto revuelo en el mundo, aunque sea más comentado que leído de verdad. Había estado confinado en la casa, él y Rafe, el resto de la familia y del servicio, para no propagar la fiebre en la ciudad; dejando a un lado el libro, había dicho, en realidad no puedes extraer lecciones de los principados italianos y aplicarlas a Gales y a la frontera del norte. No operamos del mismo modo. El libro le parecía casi manido y trillado, sólo veía en él abstracciones (virtud, terror) y pequeños casos particulares de conducta vil o de cálculo deficiente. Tal vez él pudiese mejorarlo, pero no tiene tiempo; lo único que puede hacer, cuando los asuntos son tan apremiantes, es lanzar frases a sus empleados, dispuestos con sus plumas, esperando a que les dicte: «Me encomiendo cordialmente a vos…, vuestro seguro amigo, vuestro amigo que os estima, vuestro amigo Thomas Cromwell». No hay retribuciones asignadas al cargo de secretario. El ámbito de la tarea está mal definido y esto le resulta conveniente; mientras el Lord Canciller tiene su papel circunscrito, el señor secretario puede investigar a cualquier cargo del Estado o recoveco del gobierno. Recibe cartas de todos los condados, pidiéndole que haga de árbitro en litigios de tierras o que preste su nombre a la causa de algún desconocido. Gente que no conoce le envía murmuraciones sobre sus vecinos, los monjes envían listas de palabras desleales pronunciadas por sus superiores, los sacerdotes entresacan para él frases de declaraciones de sus obispos. En sus oídos se susurran los asuntos de todo el reino, y sus tareas al servicio de la Corona son tan plurales que el gran asunto de Inglaterra, en pergamino y rollo que esperan sello y firma, llega a su mesa y sale de ella, para él o de él. Sus peticionarios le envían malvasía y moscatel, caballos castrados, caza y oro; regalos y donaciones y garantías, amuletos que traen buena suerte y hechizos. Quieren favores y esperan pagar por ellos. Esto lleva sucediendo desde que el rey le otorgó su favor. Es rico.

Y, como es natural, eso provoca envidia. Sus enemigos indagan lo que pueden de su vida anterior. «Así que fui hasta Putney —había dicho Gardiner—. O, para ser exacto, envié a un hombre. Y allí decían: ¿quién habría dicho que “Dádmelo, que él lo afilará” llegaría tan alto? Todos pensábamos que a estas alturas ya lo habrían ahorcado».

Su padre afilaba cuchillos; la gente le gritaba en la calle: Tom, ¿puedes coger esto y preguntarle a tu padre si puede hacer algo con ello? Y él lo cogía, cualquier instrumento que estuviese desafilado: dádmelo, que él lo afilará.

—Es una habilidad —le dijo él a Gardiner—. Afilar una hoja.

—Habéis matado hombres. Lo sé.

—No en esta jurisdicción.

—¿En el extranjero no cuenta?

—Ningún tribunal de Europa condenaría a un hombre que mató en defensa propia.

—Pero ¿no os preguntáis por qué la gente quería mataros?

Él se había reído.

—Bueno, Stephen…, hay mucho en esta vida que es un misterio pero eso no es ningún misterio en absoluto. Yo era siempre el que se levantaba primero por la mañana. Yo era siempre el último que seguía en pie. Yo estaba siempre con el dinero. Yo conseguía siempre a la muchacha. Mostradme un montón y yo estaré enseguida encima de él.

—O de una puta —murmuró Stephen.

—Vos fuisteis joven también en otros tiempos. ¿Habéis ido a comunicar al rey vuestros hallazgos?

—Él debería saber a qué clase de hombre emplea.

Pero luego, Gardiner se había callado. Cromwell se le acercó sonriendo.

—Haced todo el mal que podáis, Stephen. Lanzad a vuestros hombres al camino. Distribuid dinero. Investigad en Europa. No existe talento alguno que yo posea del que no pueda servirse Inglaterra.

Luego había sacado de debajo de su capa un cuchillo imaginario; y lo había colocado, suavemente, con facilidad, debajo de las costillas de Gardiner.

—Stephen, ¿no os he rogado una y otra vez que os reconciliéis conmigo? ¿Y no os habéis negado a hacerlo?

Gardiner no se asustó, eso tenía que reconocerlo. Sólo apartó el cuerpo y, con un tirón de la capa, se libró de la hoja de aire.

—El muchacho al que apuñalasteis en Putney murió —dijo—. Hicisteis bien en escapar corriendo, Cromwell. Su familia tenía preparado un lazo corredizo para vos. Vuestro padre les pagó.

Él se queda asombrado.

—¿Qué? ¿Walter? ¿Walter hizo eso?

—No pagó mucho. Ellos tenían otros hijos.

—Aun así. —Se había quedado atónito. Walter. Walter les pagó. Walter, que nunca le daba más que una patada de vez en cuando.

Gardiner se echó a reír.

—¿Veis? Sé cosas de vuestra vida que vos mismo no sabéis.

Es tarde ya; él acabará en su escritorio, luego irá a su gabinete a leer. Tiene delante un inventario de la abadía de Worcester. Sus hombres son meticulosos; todo está aquí, desde una bola de fuego para calentarse las manos a un mortero para machacar ajo. Y una casulla de raso con visos, un alba de tela de oro, el Cordero de Dios recortado en seda negra; un peine de marfil, una lámpara de bronce, tres botellas de cuero y una guadaña; libros de salmos, libros de canciones, seis redes con campanillas para cazar zorros, dos carretillas, palas y azadones, unas reliquias de santa Úrsula y sus once mil vírgenes, junto con la mitra de san Osvaldo y una partida de mesas de caballete.

Estos son sonidos de Austin Friars en el otoño de 1535: los niños que cantan ensayando un motete, se interrumpen, empiezan de nuevo. Las voces de estos niños, niños pequeños, llamándose entre ellos desde las escaleras, y rascar de pezuñas de perros en las tablas, más cerca. El tintineo de piezas de oro en un cofre. El susurro, amortiguado por la tapicería, de conversación políglota. El murmullo de la tinta sobre el papel. Al otro lado de las paredes, los ruidos de la ciudad: desfilar de gentes que se arremolinan en la entrada, gritos lejanos que llegan del río. Su monólogo interior, que continúa, con voz suave: es en recintos públicos donde él piensa en el cardenal, sus pisadas resonando en cámaras de elevados techos abovedados. En espacios privados es donde él piensa en su esposa Elizabeth. Es una mancha desdibujada ya en su mente, un movimiento brusco de faldas doblando una esquina. Aquella última mañana de su vida, cuando salía de casa, creyó verla siguiéndole, captó un chispazo de su gorro blanco. Se había medio dado la vuelta, diciéndole: «Vuelve a la cama». Pero allí no había nadie. Cuando llegó a casa aquella noche, ella tenía la mandíbula atada y había velas junto a su cabeza y sus pies.

Fue sólo un año antes de que murieran sus hijas por la misma causa. En su casa de Stepney guarda una caja cerrada con sus collares de perlas y corales, los cuadernos de Anne con sus ejercicios de latín. Y en un almacén donde guardan sus trajes de la representación de Navidad, aún tiene las alas hechas con plumas de pavo real que Grace llevaba en una de esas representaciones. Después de la función, ella subía al piso de arriba, aún con las alas; brillaba escarcha en la ventana. «Voy a rezar mis oraciones», dijo: alejándose de él, envuelta en sus plumas, desvaneciéndose en la oscuridad.

Y ahora cae la noche en Austin Friars. Golpe de cerrojo, tintineo de llave en una cerradura, resonar de cadena en un postigo, y la gran tranca que baja cerrando la entrada principal. El muchacho, Dick Purser, suelta los perros guardianes. Se abalanzan, corren, castañetean los dientes a la luz de la luna, se tumban bajo los frutales, las cabezas sobre las pezuñas y las orejas temblando. Cuando la casa está tranquila (cuando todas sus casas están tranquilas) entonces andan los muertos por las escaleras.

La reina Ana manda a buscarle para que vaya a su propia cámara; es después de cenar. Sólo un paso para él, pues en todos los palacios principales tiene ya habitaciones reservadas, cerca de las del rey. Sólo un tramo de escaleras: y allí, con la luz de un candil lamiendo su ornamento dorado, está el jubón tieso nuevo de Mark Smeaton. Dentro de él acecha el propio Mark.

¿A qué viene aquí Mark? No tiene instrumentos musicales como excusa, y está engalanado tan espléndidamente como cualquiera de los jóvenes señores que sirven a Ana. ¿Es justo esto?, se pregunta. Mark no hace nada y cada vez que le ve está más primoroso, y yo, que lo hago todo, estoy cada día más canoso y panzudo.

Como suele establecerse entre ellos una relación desagradable, piensa pasar con un cabeceo, pero Mark se pone de pie y sonríe:

—Lord Cromwell, ¿cómo estáis?

—Oh, no —dice él—. Sólo señor aún.

—Es un error natural. Parecéis cada vez más un lord. Y seguro que el rey hará algo por vos pronto.

—Tal vez no. Me necesita en la Cámara de los Comunes.

—Aun así —murmura el muchacho— parecería impropio de él, mientras que hay otros que son recompensados por muchos menos servicios. Decidme, cuentan que tenéis estudiantes de música en vuestra casa, ¿es cierto eso?

Una docena o así de alegres muchachitos, salvados del claustro. Trabajan en sus libros y practican con sus instrumentos, y aprenden en la mesa buenos modales; entretienen a sus invitados en las cenas. Practican con el arco, juegan con los podencos, los más pequeños arrastran sus caballos de juguete por los suelos de piedra, y le siguen a él de un lado a otro, señor, señor, señor, miradme, ¿queréis ver cómo me pongo derecho apoyado en las manos?

—Mantienen mi casa animada —dice.

—Si alguna vez queréis a alguien que pula un poco su interpretación, pensad en mí.

—Lo haré, Mark. —No te dejaría nunca, piensa, entre mis pequeños.

—Vais a encontrar a la reina descontenta —dice el joven—. Ya sabéis que su hermano Rochford ha ido hace poco a Francia en una embajada especial, y hoy ha enviado una carta; parece ser que allí todos comentan que Catalina ha estado escribiendo al papa, pidiéndole que haga efectiva esa malvada sentencia de excomunión que ha emitido contra nuestro señor. Y que traería innumerables males y peligros para nuestro reino.

Él asiente, sí, sí, sí; él no necesita que Mark le explique lo que es una excomunión; ¿no puede abreviar?

—La reina está furiosa —dice el muchacho— porque, si es así, Catalina es una simple traidora, y ella se pregunta: ¿por qué no actuamos contra ella?

—Suponed que yo os dijese la razón, Mark, ¿se la explicaríais a ella? Porque podríais ahorrarme una hora o dos.

—Si confiaseis en mí… —empieza a decir el muchacho; luego ve su gélida sonrisa. Se ruboriza.

—Confiaría en vos con un motete, Mark. Sin embargo —le mira, pensativo—… Me parece que debéis de estar situado a bastante altura en el favor de la reina.

—Yo creo que sí, señor secretario. —Halagado, Mark está ya recuperándose—. Solemos ser nosotros, los de más baja condición, los más adecuados para gozar de la confianza regia.

—Bien, pues. Barón Smeaton…, pronto, ¿eh? Yo seré el primero en felicitaros. Aunque todavía siga trajinando en los bancos de los Comunes.

Ana despide con un gesto a las damas que la rodean, que le hacen una reverencia y se van cuchicheando. Su cuñada, la esposa de George, se demora un poco; Ana dice: «Gracias, lady Rochford, no os necesitaré más esta noche».

Sólo se queda con ellos su bufona: una enana, que le mira desde detrás de la silla de la reina. Ana lleva el cabello suelto bajo un gorro de tisú plateado en forma de luna creciente. Toma nota mental de ello; las mujeres que lo rodean siempre le preguntan cómo va vestida Ana. Así es como ella recibe a su marido, las trenzas oscuras sólo las despliega para él, y de vez en cuando para Cromwell, que es hijo de un mercader y no importa, lo mismo que no importa tampoco el muchacho Mark.

Empieza a hablarle, lo hace a menudo, como si estuviera en mitad de una frase.

—Así que quiero que vayáis. Que subáis hasta allí a verla. Muy en secreto. Llevad sólo los hombres que necesitéis. Tomad, podéis leer la carta de mi hermano Rochford.

Se la ofrece en la punta de los dedos pero luego cambia de opinión y la aparta.

—Bueno…, no —dice, y decide sentarse encima de la carta en vez de dársela; ¿contendrá tal vez, en medio de las noticias, algún comentario despectivo sobre Thomas Cromwell?—. Me inspira mucho recelo Catalina, mucho. Parece que en Francia saben lo que nosotros sólo sospechamos. Tal vez vuestra gente no vigile lo suficiente… Según mi señor hermano, la reina está instando al emperador a invadir, lo mismo que su embajador Chapuys, que por cierto debería ser expulsado de este reino.

—Bueno, sabéis… —dice él—. No podemos andar echando embajadores. Porque entonces no conseguiríamos saber nada de nada.

La verdad es que a él no le dan ningún miedo las intrigas de Catalina: las relaciones entre Francia y el Imperio son por el momento persistentemente hostiles, y si estalla la guerra abierta, el emperador no tendrá tropas sobrantes para invadir Inglaterra. Estas cosas circulan por ahí desde hace una semana, y la interpretación que hacen los Bolena de cualquier situación siempre es, como él ha podido comprobar, un poco tardía e influida por el hecho de que creen tener amigos especiales en la corte de los Valois. Ana aún sigue intentando conseguir un matrimonio regio para su hijita pelirroja. Él solía considerarla una persona que aprendía de sus propios errores, que reconsideraba; pero tiene una veta de obstinación igual que la de Catalina, la vieja reina, y parece que en este asunto nunca aprenderá. George Bolena ha ido de nuevo a Francia, a intrigar en pro de ese enlace, pero sin ningún resultado. ¿Cuál es el objetivo de George Bolena? Esa es una pregunta que él se hace.

—Alteza —dice—, el rey no podría comprometer su honor con algo que significase un maltrato de la que fue reina. Si eso se supiese, sería para él algo personalmente muy embarazoso.

Ana parece escéptica; no capta la idea de lo embarazoso. Las luces están bajas; su cabeza plateada se balancea, brillante y pequeña; la enana alborota y ríe, murmurando para sí, oculta a la vista; Ana, sentada en sus cojines de terciopelo, balancea su zapatilla de terciopelo, como un niño a punto de sumergir un dedo del pie en un arroyo.

—Si yo fuese Catalina, también intrigaría. No perdonaría. Haría lo que ella hace. —Le dirige una sonrisa peligrosa—. En fin, sé cómo piensa. Aunque sea española, puedo ponerme en su lugar. No me veríais mansa y humilde, si Enrique me repudiase. Yo también querría guerra.

Toma una hebra de pelo entre los dedos, la recorre en toda su longitud, pensativa.

—Sin embargo… El rey cree que está enferma. Ella y su hija siempre están gimiendo las dos, tienen problemas de estómago o se les caen los dientes, padecen fiebres o catarro, andan toda la noche levantándose a vomitar y luego se pasan el día en la cama, quejándose, y todos sus males se deben a Ana Bolena. Así que, bueno. Iréis a verla, Cremuel, sin avisar. Luego me informaréis de si está fingiendo o no.

Ella mantiene, como un melindre, un tono veleidoso en su discurso, la exótica entonación francesa, su incapacidad para llamarlo por su nombre. Hay un revuelo en la puerta: entra el rey. Él hace una reverencia. Ana no se levanta y no hace ninguna inclinación; dice sin preliminares:

—Le he dicho, Enrique, que vaya.

—Quiero que vayáis, Cromwell. Y que nos deis vuestro informe personal. No hay nadie como vos para penetrar en la naturaleza de las cosas. Cuando el emperador quiere un palo para pegarme con él, dice que su tía está muriéndose, de abandono y de frío, y de vergüenza. En fin, tiene servidumbre. Tiene leña.

—Y en cuanto a la vergüenza —dice Ana—, debería morirse de ella, al pensar en las mentiras que ha contado.

—Majestad —dice él—, saldré cabalgando al amanecer y mañana os enviaré a Rafe Sadler, si me lo permitís, con la lista de los asuntos del día.

El rey gruñe.

—¿No hay manera de eludir vuestras largas listas?

—No, señor, porque si os diese un respiro me tendríais siempre de camino, con algún pretexto. Hasta que regrese, ¿podríais sólo… considerar la situación?

Ana se agita en su silla, con la carta del hermano George debajo.

—No haré nada sin vos —dice Enrique—. Tened cuidado, los caminos son traidores. Rezaré por vos. Buenas noches.

Él mira a su alrededor fuera ya de la cámara, pero Mark se ha esfumado, y sólo hay un grupo de matronas y doncellas: Mary Shelton, Jane Seymour y Elizabeth, la esposa del conde de Worcester. ¿Quién falta?

—¿Dónde está lady Rochford? —dice él, sonriendo—. ¿Es su forma la que veo detrás del tapiz de Arras?

Señala la cámara de Ana.

—Se va a la cama, creo. Así que, señoras mías, debéis dejarla acomodada y luego tendréis el resto de la noche para conduciros indebidamente.

Ellas se ríen. Lady Worcester hace pausados movimientos con un dedo.

—Las nueve en el reloj, y ahí llega Harry Norris, desnudo bajo la camisa. Corred, Mary Shelton. Corred muy despacito…

—¿De quién corréis vos, lady Worcester?

—Thomas Cromwell, no podría decíroslo. Una mujer casada como yo… —bromeando, sonriendo, recorre lentamente con los dedos el brazo de él—. Todos sabemos dónde le gustaría dormir esta noche a Harry Norris. Shelton es sólo la que le calienta la cama por ahora. Él tiene ambiciones reales. Se lo dice a todo el mundo. Está enfermo de amor por la reina.

—Yo jugaré a las cartas —dice Jane Seymour—. Conmigo misma, así no habrá pérdidas indebidas. Señor, ¿hay alguna noticia de lady Catalina?

—No tengo nada que contaros. Lo siento.

La mirada de lady Worcester le sigue. Es una mujer magnífica, despreocupada y bastante derrochadora, no mayor que la reina. Su marido está fuera y él piensa que ella podría correr bastante despacio, si él le hiciese una seña. Pero, claro, una condesa. Y él sólo un humilde servidor del rey. Que ha jurado ponerse en camino antes que salga el sol.

Cabalgan hacia Catalina sin enseña ni alarde, un puñado de hombres armados. Es un día claro y hace un frío cruel. La herbosa y parda tierra se trasluce a través de las capas de dura escarcha, y se alzan cigüeñas de estanques congelados. Se agrupan y se desplazan en el horizonte nubes de un gris pizarra y un rosa suave y engañoso; les precede desde primera hora de la tarde una luna plateada tan misérrima como una moneda recortada. Christophe cabalga a su lado, más voluble e irritado cuanto más se alejan del confort urbano.

On dit que el rey eligió un país duro para Catalina. Con la esperanza de que el moho se le meta en los huesos y se muera.

—Él no piensa tal cosa. Kimbolton es una mansión vieja pero muy sólida. Cuenta con todas las comodidades. La servidumbre le cuesta al rey cuatro mil libras al año. Y eso no es ninguna mísera.

Deja a Christophe ponderar esa locución: «ninguna mísera». Finalmente el muchacho dice:

—Los españoles son merde, de todos modos.

—Ojo con el camino, procura que Jenny no se meta en los charcos. Si me salpicas, tendrás que seguirme a casa en burro.

Ji-jan —brama Christophe, lo suficientemente alto para que los hombres de armas se vuelvan en sus sillas.

—Un burro francés —explica él.

Pijotería francesa, dice uno, bastante amistosamente. Cabalgando bajo árboles sombríos al final de ese primer día de viaje, cantan; eso anima el corazón cansado, y ahuyenta espíritus que acechan en los márgenes; nunca subestimes la superstición del inglés medio. Cuando el año se acerca a su fin, la favorita será variaciones sobre una canción que escribió el propio rey: «Pasa el tiempo con buena compañía/es algo que estimo y haré hasta que muera». Las variaciones son sólo moderadamente obscenas, porque si no él se sentiría obligado a ponerles coto.

El dueño del mesón es un hombrecillo agobiado que se esfuerza en vano cuanto puede por descubrir quiénes son sus huéspedes. Su esposa es una joven vigorosa y descontenta, con unos fieros ojos azules y una voz fuerte. Él ha traído su propio cocinero ambulante. «¿Cómo, mi señor? —dice ella—. ¿Creéis que os podríamos envenenar?». La oye trajinando ruidosamente en la cocina, dictaminando lo que se puede hacer y lo que no con sus cacerolas.

Acude a su habitación tarde y pregunta: «¿Queréis alguna cosa?». Él dice no, pero ella vuelve: «¿No, de verdad, nada?». «Podríais bajar la voz», dice él. Tan lejos de Londres, el delegado del rey en asuntos eclesiásticos podría quizá aflojar su cautela… «Quedaos, pues», le dice. Puede ser ruidosa, pero es más segura que lady Worcester.

Despierta antes de amanecer, tan súbitamente que no sabe dónde está. Oye una voz de mujer que llega de abajo, y por un instante piensa que está de nuevo en El Pegaso, con su hermana Kat trajinando por allí, y que es la mañana en que huye de su padre: que aún tiene toda su vida por delante. Pero cautamente, en la habitación a oscuras, sin una vela, mueve sus miembros: no hay golpes ni magulladuras; no está herido; recuerda dónde está y lo que es, y se desplaza hacia la calidez que ha dejado el cuerpo de la mujer, y se adormila, con un brazo tendido sobre la almohada.

No tarda en oír a su mesonera subir cantando por las escaleras. Doce vírgenes salieron una mañana de mayo, parece ser lo que canta. Y ninguna de ellas volvió. Ha cogido el dinero que él le dejó. En su cara, cuando lo saluda, ningún indicio de la transacción de la noche; pero sale y le habla, bajando la voz, cuando se disponen a partir. Christophe, con un aire señorial, paga la cuenta al mesonero. El día es más suave y avanzan rápido y sin novedad. Todo lo que quede de su cabalgada por el centro de Inglaterra serán unas cuantas imágenes. Las bayas de acebo ardiendo en los árboles. El vuelo asustado de una becada, que surge casi debajo de los cascos de sus cabalgaduras. La sensación de aventurarse en un lugar acuático, donde suelo y ciénaga son del mismo color y nada es sólido bajo tus pies.

Kimbolton es una activa ciudad comercial, pero entre dos luces las calles están vacías. No se han dado demasiada prisa, no tiene sentido cansar a los caballos en una tarea que es importante, pero no urgente; Catalina vivirá o morirá a su propio ritmo. Además, a él le sienta bien salir al campo. Encajonado en las callejas de Londres, bordeando con el caballo o con la mula bajo saledizos y aleros, la lona mísera de su cielo atravesada por tejados rotos, uno olvida lo que es Inglaterra: lo anchos que son los campos, lo amplio que es el cielo, lo escuálida e ignorante que es la población. Pasan por delante de una cruz que hay en el borde del camino, muestra indicios recientes de que han cavado en su base. Uno de los hombres de armas dice:

—Creen que los frailes están enterrando sus tesoros. Que los esconden aquí para que no pueda encontrarlos nuestro amo.

—Eso hacen, así —dice él—. Pero no los esconden debajo de cruces. No son tan idiotas.

En la calle principal se detienen en la iglesia.

—¿Para qué? —dice Christophe.

—Necesito una bendición —dice él.

—Necesitáis confesaros, señor —dice alguno de los hombres.

Se intercambian sonrisas. Es inofensivo, nadie piensa mal de él, es sólo que sus camas estaban frías. Se ha dado cuenta de esto: los hombres que no le han conocido le detestan, pero después de que le han conocido, sólo algunos siguen detestándolo. Podríamos haber parado en un monasterio, se había quejado uno de su guardia; pero no hay muchachas en un monasterio, supongo. Él se había vuelto en la silla: «¿De veras pensáis eso?». Risas cómplices de los hombres.

En el gélido interior de la iglesia, los miembros de su escolta se golpean el cuerpo con las manos; patean en el suelo y exclaman «Brrrr» como malos actores.

—Silbaré para que salga un sacerdote —dice Christophe.

—No harás tal cosa —dice él, pero sonríe; puede imaginarse a su yo juvenil diciéndolo, y haciéndolo.

Pero no hay ninguna necesidad de silbar. Algún portero receloso se acerca con una luz. Un mensajero corre sin duda hacia la gran casa con noticias: atención, preparados, han llegado unos señores. Es decoroso, en su opinión, que Catalina tenga un cierto aviso, aunque no demasiado.

—Imaginaos —dice Christophe— que pudiésemos irrumpir y sorprenderla cuando se está depilando las patillas. Es algo que hacen las mujeres de esa edad.

Para Christophe, la antigua reina es una mujerzuela cascada, una vieja bruja. Él piensa: Catalina debe de ser aproximadamente de mi edad. Pero la vida es más dura con las mujeres, sobre todo con mujeres que, como Catalina, han sido bendecidas con muchos hijos y los han visto morir.

El sacerdote llegará silenciosamente a la altura de su codo, un individuo tímido que quiere mostrar los tesoros de la iglesia.

—Veamos, vos debéis de ser… —Recorre una lista en su cabeza—. ¿William Lord?

—Ah. No. —Este es algún otro William. Sigue una larga explicación. Él la abrevia: «Mientras vuestro obispo sepa quién sois». Tras él hay una imagen de san Edmundo, el hombre de quinientos dedos; los pies del santo son delicadamente puntiagudos, como si estuviese bailando.

—Alzad las luces —dice—. ¿Es aquello una sirena?

—Sí, mi señor. —Una sombra de nerviosismo cruza el rostro del sacerdote—. ¿Debe retirarse? ¿Está prohibida?

Él sonríe.

—Sólo pensé que estaba muy lejos del mar.

—Es pescado maloliente —grita con risas Christophe.

—Perdonad al muchacho. No es ningún poeta.

Una débil sonrisa del sacerdote. En un bastidor de roble, santa Ana sostiene un libro para la instrucción de su hijita, la Virgen María; el arcángel san Miguel ahuyenta a tajos de cimitarra a un demonio que está enredado en sus pies.

—¿Estáis aquí para ver a la reina, señor? Quiero decir… —El sacerdote se corrige—: ¿A lady Catalina?

El sacerdote no tiene ni idea de quién soy, piensa. Podría ser cualquier emisario. Podría ser Charles Brandon, duque de Suffolk, podría ser Thomas Howard, duque de Norfolk. Han probado ambos con Catalina sus escasos poderes de persuasión y sus mejores trucos de matones.

Él no da su nombre, pero deja una ofrenda. La mano del sacerdote rodea las monedas como para calentarlas.

—¿Disculparéis el desliz, mi señor? Lo del título de la dama… juro que no había mala intención. Para un viejo campesino como soy yo, es difícil mantenerse al tanto de los cambios. Cuando llegamos a entender una cosa que viene de Londres, la contradice la siguiente.

—Es difícil para todos nosotros —dice él, encogiéndose de hombros—. ¿Rezáis por la reina Ana todos los domingos?

—Por supuesto, mi señor.

—¿Y qué dicen de eso vuestros feligreses?

El sacerdote parece azorado.

—Bueno, señor, son gente sencilla. No hay que hacer mucho caso de lo que dicen. Aunque son todos muy leales —añade rápidamente—, muy leales.

—Sin duda. ¿Me complaceréis ahora, y recordaréis este domingo en vuestras oraciones a Tom Wolsey?

¿El difunto cardenal? Ve que el anciano revisa sus ideas. Este no puede ser Thomas Howard ni Charles Brandon, porque si a ellos les mencionas el nombre de Wolsey, difícilmente podrían contener el impulso de escupirte a los pies.

Cuando deja la iglesia, la última luz está desvaneciéndose en el cielo, y un copo de nieve extraviado se desplaza hacia el sur. Vuelven a montar, ha sido un día largo, nota la ropa pesada en la espalda. Él no cree que los muertos necesiten nuestras oraciones, ni que puedan hacer uso de ellas. Pero cualquiera que conozca la Biblia como la conoce él, sabe que nuestro Dios es caprichoso, y no tiene nada de malo cubrirse las espaldas. Cuando la becada alzó el vuelo en un relampagueo marrón rojizo, se le alborotó el corazón. Se le hacía presente mientras cabalgaban, cada latido un pesado batir de ala; cuando el ave alcanzó el abrigo de los árboles, su rastro de plumas se tintó de negro.

Llegaron cuando estaba ya medio oscuro: un saludo desde las murallas, y un grito de respuesta de Christophe:

—Thomas Cremuel, secretario del rey y primer magistrado de la Cámara de los Lores.

—¿Cómo podemos saberlo? —grita un centinela—. Mostrad vuestra bandera.

—Dile que muestre una luz y que me deje entrar —dice él— o le mostraré mi bota a su trasero.

Tiene que decir estas cosas cuando está en el campo; se espera de él, el consejero del rey de los Comunes.

Deben bajar para ellos el puente levadizo: un chirrido vetusto, o un crujido y un tintineo de pasadores y cadenas. En Kimbolton cierran temprano: bien.

—Recordad —dice a sus hombres— que no debéis cometer el error del sacerdote. Cuando habléis a la gente que está a su servicio, ella es la princesa viuda de Gales.

—¿Qué? —dice Christophe.

—Ya no es la esposa del rey. Nunca fue la esposa del rey. Ella es la esposa del difunto hermano del rey, Arthur, príncipe de Gales.

—Difunto significa «muerto» —dice Christophe—. Lo sé.

—Ella no es la reina, ni la antigua reina, pues su segundo supuesto matrimonio no fue lícito.

—Es decir, no permisible —dice Christophe—. Ella cometió un error de conjugación con ambos hermanos, primero con Arthur, luego con Enrique.

—¿Y qué es lo que tenemos que pensar de tal mujer? —dice él, sonriendo.

Resplandor de antorchas y, hablando desde la oscuridad, sir Edmund Bedingfield, el custodio de Catalina.

—¡Creo que podríais habernos advertido, Cromwell!

—Grace, vos no querríais que os previniera de mi llegada, ¿verdad? —Besa a lady Bedingfield—. No traigo nada para la cena. Pero detrás de mí viene un carro de mulas, estará aquí mañana. Traigo venado para vuestra mesa, y almendras para la reina, y un vino dulce que Chapuys dice que le gusta mucho.

—Me alegro de cualquier cosa que pueda estimular su apetito. —Grace Bedingfield los conduce al gran vestíbulo; se detiene a la luz del fuego y se vuelve hacia él—. Su médico sospecha que tiene un bulto en el vientre. Pero puede tener un curso largo. Y la verdad es que la pobre señora ya ha sufrido bastante.

Él entrega los guantes y la capa de montar a Christophe.

—¿Vais a querer verla inmediatamente? —pregunta Bedingfield—. Aunque nosotros no estuviésemos esperándoos, ella tal vez sí. Para nosotros es difícil, porque la gente de aquí la estima y se entera de todo a través de los sirvientes, no puedes impedirlo, creo que hacen señales desde el otro lado del foso. Creo que ella sabe la mayoría de las cosas que pasan, de lo que pasa por el camino.

Dos damas, españolas por su indumentaria y de muy avanzada edad, se aprietan contra una pared enyesada y lo miran con resentimiento. Él les hace una inclinación y una de ellas comenta en su propia lengua que ese es el hombre que ha vendido el alma del rey de Inglaterra. La pared que hay tras ellas está pintada, ve él, con las figuras desvaídas de una escena del Paraíso: Adán y Eva, cogidos de la mano, pasean entre animales de creación tan reciente que aún no han aprendido sus nombres. Un pequeño elefante con un ojo circular atisba tímidamente a través del follaje. Él nunca ha visto un elefante, pero tiene entendido que son bastante más altos que un caballo de guerra; tal vez no hubiese tenido tiempo de crecer aún. Cuelgan sobre su cabeza ramas que se doblan cargadas de fruta.

—Bueno, vos ya sabéis cómo tratarla —dice Bedingfield—. Vive en esa habitación y tiene sus damas…, aquellas…, que le cocinan sobre el fuego. Tenéis que llamar y entrar, y si la tratáis de lady Catalina os echará a patadas, y si la tratáis de Su Alteza os dejará quedaros. Así que yo no la llamo nada de eso. Como si fuese una muchacha que barre las escaleras.

Catalina está sentada junto al fuego encogida bajo una capa de muy buenos armiños. El rey querrá recuperar eso, piensa él, si ella muere. Alza la vista y extiende una mano para que él la bese: de mala gana, pero más por el frío, piensa él, que porque se muestre reacia a reconocerle. Está muy amarilla, y hay un olor a inválida en la habitación…, el leve olor animal de las pieles, un hedor vegetal de agua de cocinar que no se tira, y el tufo agrio de un cuenco con el que una muchacha sale, presurosa: que contiene, sospecha él, los contenidos evacuados del estómago de la viuda. Si se pone enferma durante la noche, tal vez sueñe con los jardines de la Alhambra, en los que creció: los suelos de mármol, el burbujeo del agua cristalina en los pilones, el arrastrarse de la cola de un pavo real blanco y el perfume de los limoneros. Podría haberle traído un limón en la alforja, piensa.

Ella, como si leyese sus pensamientos, le habla en castellano:

—Señor Cromwell, abandonemos este tedioso fingir que no habla usted mi idioma.

Él asiente.

—Ha sido duro a veces en el pasado, oír como sus doncellas hablaban de mí: «Jesús, qué feo es, ¿creéis que tiene el cuerpo peludo como Satanás?».

—¿Mis doncellas decían eso? —A Catalina parece divertirle. Retira la mano, apartándola de la vista de él—. Hace mucho que se han ido, aquellas muchachas animosas. Sólo quedan ancianas, y un puñado de traidores autorizados.

—Señora, los que están a vuestro alrededor os estiman.

—Informan sobre mí. De todas mis palabras. Escuchan incluso mis oraciones. Bueno, señor —alza la cara hacia la luz—, ¿qué decís de mi aspecto? ¿Qué diréis de mí cuando el rey os pregunte? Hace muchos meses que no me miro en el espejo.

Se toca el gorro de piel, se tapa los oídos con las orejeras, ríe.

—El rey solía decirme que yo era un ángel. Solía decirme que era una flor. Cuando nació mi primer hijo, fue en pleno invierno. Toda Inglaterra estaba cubierta por una capa de nieve. No había modo de conseguir flores, pensaba yo. Pero Enrique me llevó seis docenas de rosas hechas de la seda blanca más pura. «Blancas como tu mano, amor mío», dijo, y me besó la punta de los dedos.

Un temblor bajo el armiño le indica dónde está ahora ese puño cerrado.

—Las guardo en un cofre, las rosas. Al menos ellas no se marchitan. He ido dándoselas a lo largo de los años a los que me han hecho un servicio. —Hace una pausa; mueve los labios, una invocación silenciosa: oraciones por almas de difuntos—. Decidme, ¿cómo está la hija de Bolena? Dicen que reza mucho, a su Dios reformado.

—Tiene realmente fama de piadosa. Y cuenta también con la aprobación de hombres doctos y de los obispos.

—Están utilizándola. Igual que ella a ellos. Si fueran eclesiásticos de verdad se apartarían de ella con horror, como de una infiel. Me imagino que debe de estar rezando por un hijo. Perdió el último, según me dicen. En fin, yo sé lo que es eso. La compadezco desde el fondo de mi corazón.

—Ella y el rey tienen esperanzas de otro hijo pronto.

—¿Qué? ¿Esperanza particular o esperanza general?

Él hace una pausa; no se ha dicho nada definido; Gregory podría estar equivocado.

—Creí que ella confiaba en vos —dice con agudeza Catalina; escruta su rostro: ¿alguna grieta, alguna froideur?—. Dicen que Enrique persigue a otras mujeres.

El dedo de Catalina golpea la piel: gira y gira, ausente, frotándola.

—Es muy pronto. Llevan casados muy poco tiempo. Supongo que ella mira a las mujeres que la rodean, y se dice, preguntándose siempre: «¿Sois vos, madame? ¿O vos?». Me ha sorprendido siempre que los indignos de confianza depositan a ciegas su propia confianza. Ana cree que tiene amigos. Pero si no le da pronto un hijo al rey, se volverán contra ella.

Él asiente.

—Tal vez tengáis razón. ¿Quién lo hará primero?

—¿Y por qué habría de alertarla yo? —pregunta secamente Catalina—. Dicen que cuando se enfada se queja como una vulgar gruñona. No me sorprende. Una reina, y ella se llama a sí misma «reina», debe vivir y sufrir ante los ojos del mundo. Ninguna mujer está por encima de ella, más que la Reina del Cielo, así que no puede encontrar a nadie que la acompañe en su aflicción. Si sufre, sufre sola, y necesita una gracia especial para soportarlo. Parece que la hija de Bolena no ha recibido esa gracia. Me pregunto por qué podrá ser.

Se interrumpe; mueve los labios y la piel se le encoge, como si se retorciese para huir de sus ropas. Tenéis dolores, empieza a decir él; ella le hace callar con un gesto, no es nada, nada.

—Los gentilhombres que rodean al rey, que juran ahora que darán sus vidas por una sonrisa de ella, no tardarán en ofrecer su devoción a otra. Solían ofrecerme esa misma devoción a mí. Porque era la esposa del rey, no tenía nada que ver con mi persona. Pero Ana lo toma como un tributo a sus encantos. Y además, no sólo debería temer a los hombres. Su cuñada, Jane Rochford, bueno, es una joven despierta… Cuando me servía a mí solía traerme secretos, secretos amorosos, secretos que yo tal vez hubiese sido mejor que no conociese, y dudo que sus ojos y sus oídos sean ahora menos agudos.

Aún siguen trabajando sus dedos, masajean ahora en un punto cercano al esternón.

—Supongo que os preguntaréis cómo puede Catalina, que está desterrada, saber las cosas que pasan en la corte… Eso es algo que debéis considerar.

No tengo que considerarlo mucho, piensa él. Es la esposa de Nicholas Carew, una especial amiga vuestra. Y es Gertrude Courtenay, la esposa del marqués de Exeter; la cogí conspirando al año pasado, tendría que haberla encerrado. Tal vez incluso la pequeña Jane Seymour; aunque Jane tiene una carrera propia de la que ocuparse, desde Wolf Hall.

—Sé que tenéis vuestras fuentes de información. Actúan en vuestro nombre, pero no en pro de vuestros mejores intereses. Ni en los de vuestra hija.

—¿Dejaréis que me visite la princesa? Si pensáis que necesita consejos que la tranquilicen, ¿quién mejor que yo?

—Si dependiese de mí, madame

—¿Qué daño puede hacerle eso al rey?

—Poneos en su lugar. Creo que vuestro embajador, Chapuys, ha escrito a lady María, diciendo que puede sacarla del país.

—¡Jamás! Chapuys no puede pensar semejante cosa. Lo garantizo con mi propia persona.

—El rey piensa que tal vez María pudiese corromper a sus guardias, y si se le permitiese hacer un viaje para veros podría escapar, huir en un barco a los territorios de su primo, el emperador.

Casi hace aflorar una sonrisa a sus labios pensar en la flaca y asustada princesita emprendiendo una acción desesperada y criminal como esa. Catalina sonríe también; una sonrisa retorcida, maliciosa.

—¿Y luego qué? ¿Piensa Enrique que mi hija va a volver cabalgando, con un marido extranjero a su lado y a expulsarle de su reino? Podéis asegurarle que ella no tiene esa intención. Responderé por ella, de nuevo, con mi propia persona.

—Vuestra propia persona debe hacer mucho, madame. Garantizar esto, responder por aquello. Tenéis sólo una muerte que sufrir.

—Ojalá pudiese hacer bien a Enrique. Cuando me llegue la muerte, sea como sea, tengo la esperanza de recibirla de tal modo que sea un ejemplo para él cuando le llegue su hora.

—Comprendo. ¿Pensáis mucho en la muerte del rey?

—Pienso en su vida posterior.

—Si queréis hacer bien a su alma, ¿por qué le ponéis trabas continuamente? Eso difícilmente puede hacerle un hombre mejor. ¿Nunca habéis pensado que si os hubieseis sometido a sus deseos hace años, si hubieseis entrado en un convento y le hubieseis permitido casarse de nuevo, nunca habría roto con Roma? No habría habido ninguna necesidad. Existían suficientes dudas sobre vuestro matrimonio para que os retiraseis de buen grado. Habríais sido honrada por todos. Pero ahora los títulos a los que os aferráis están vacíos. Enrique era un buen hijo de Roma. Vos le empujasteis a esa postura extrema. Vos dividisteis la Cristiandad, no él. Y espero que sepáis eso, y que penséis en ello en el silencio de la noche.

Hay una pausa, mientras ella pasa las grandes páginas de su enorme volumen de cólera, y pone el dedo concretamente en la palabra justa.

—Lo que vos decís, Cromwell, es… despreciable.

Probablemente tenga razón, piensa él. Pero seguiré atormentándola, desvelándola ante sí misma, desnudándola de ilusiones, y lo haré por el bien de su hija: María es el futuro, el único vástago adulto que tiene el rey, la única perspectiva de Inglaterra si Dios llamase a Enrique y el trono quedase de pronto vacío.

—Así que no me daréis una de esas rosas de seda… —le dice—. Yo pensé que podríais.

Una larga mirada.

—Vos, al menos como enemigo, os dejáis ver claramente. Ojalá mis amigos pudiesen hacerse tan visibles. Los ingleses son una nación de hipócritas.

—Ingratos —concuerda él—. Mentirosos natos. Yo mismo lo he descubierto. Preferiría a los italianos. Los florentinos, tan modestos. Los venecianos, transparentes en todos sus tratos. Y vuestra propia raza, los españoles. Gente tan honesta. Solían decir de vuestro real padre, Fernando, que la franqueza de su corazón le perjudicaba.

—Os estáis divirtiendo —dice ella— a expensas de una moribunda.

—Queréis recibir un gran crédito por morir. Ofrecéis garantías en una mano y queréis privilegios en la otra.

—Un estado como el mío suele inspirar bondad.

—Yo estoy intentando ser bueno, pero vos no lo veis. Al menos, madame, ¿no podéis dejar a un lado vuestra propia voluntad y reconciliaros con el rey por el bien de vuestra hija? Si dejáis este mundo enfrentada con él, lo pagará ella. Y ella es joven y tiene una vida que vivir.

—Él no le echará la culpa a María. Conozco al rey. No es un hombre tan mezquino.

Él se calla. Ella aún ama su marido, piensa: en algún rincón o rendija de su viejo y coriáceo corazón alberga aún la esperanza de oír sus pasos, su voz. Y con su regalo para ella en la mano, ¿cómo puedo olvidar que una vez la amó? Después de todo, debe de haber costado muchas semanas de trabajo hacer esas rosas de seda, él debió de haberlas encargado mucho antes de saber que lo que iba a nacer era un niño. «Lo llamamos el príncipe del Año Nuevo —había dicho Wolsey—. Vivió cincuenta y dos días, y yo conté cada uno de ellos». Inglaterra en invierno: el paño mortuorio de nieve resbaladiza cubriendo los campos y los tejados de palacio, apagando tejas y hastiales, deslizándose en silencio sobre el cristal de la ventana; emplumando los surcos de los caminos, pesando sobre las ramas de robles y tejos, sellando a los peces debajo del hielo y helando al pájaro en la rama. Él imagina la cuna, con cortinas de color carmesí, dorada con las armas de Inglaterra: los balancines ocultos bajo las telas: un brasero ardiendo y el aire fresco con aromas a canela y enebro de Año Nuevo. Las rosas traídas a su lecho triunfal…, ¿cómo? ¿En un cesto dorado? ¿En una caja larga como un féretro, un ataúd con pulidas conchas incrustadas? ¿O arrojadas sobre su colcha desde una envoltura de seda bordada con granadas? Pasan dos meses felices. El niño prospera. Corre por el mundo la noticia de que los Tudor tienen un heredero. Y luego, en el día quincuagésimo segundo, un silencio detrás de una cortina: alienta, no alienta. Las mujeres de la cámara cogen al príncipe, lloran conmovidas y asustadas; santiguándose desesperadamente, se encogen al lado de la cuna para rezar.

—Veré lo que se puede hacer —dice él—. Sobre vuestra hija. Sobre una visita. —¿Hasta qué punto puede ser peligroso trasladar a una muchachita a lo largo del país?—. Creo que el rey lo permitiría, si vos aconsejaseis a lady María que se acomodase en todos los aspectos a su voluntad y lo reconociese, cosa que ahora no hace, como cabeza de la Iglesia.

—En ese asunto, la princesa María debe consultar a su propia conciencia. —Alza una mano, con la palma hacia él—. Veo que me compadecéis, Cromwell. No deberíais. Llevo mucho tiempo preparada para la muerte. Creo que Dios Todopoderoso recompensará mis esfuerzos por servirlo. Y veré de nuevo a mis hijos, que se fueron antes que yo.

Vuestro corazón podría romperse por ella, piensa él: si no estuviese hecho a prueba de rupturas. Ella quiere una muerte de mártir en el patíbulo. En vez de eso morirá en los Fens, sola: tal vez ahogada en su propio vómito.

—Y lady María, ¿también ella está preparada para morir?

—La princesa María ha meditado sobre la pasión de Cristo desde que era una niña pequeña. Estará dispuesta cuando él la llame.

—Sois una madre antinatural —dice él—. ¿Qué madre se arriesgaría a la muerte de una hija?

Pero recuerda a Walter Cromwell. Walter solía saltar encima de mí con sus grandes botas, de mí, su único hijo. Reúne fuerzas para un último intento.

—Os he ofrecido un ejemplo, madame, un caso en el que vuestra obstinación en oponeros al rey y a su consejo no sirvió más que para producir un resultado que os repugna en extremo. Así que podéis estar equivocada, ¿no os dais cuenta? Os pido que consideréis que podéis equivocaros más de una vez. Por amor de Dios, aconsejad a María que obedezca al rey.

—La princesa María —dice ella mortecinamente. No parece tener aliento para ninguna protesta más.

Él la observa durante un instante y se preparará para retirarse. Pero entonces ella alza la vista.

—Me he preguntado, señor, ¿en qué idioma os confesáis? ¿O vos no os confesáis?

—Dios conoce nuestros corazones, madame. No hay ninguna necesidad de una fórmula ociosa, ni de un intermediario.

Ninguna necesidad tampoco de idioma, piensa: Dios está más allá de cualquier traducción.

Sale y a la puerta cae casi en los brazos del guardián de Catalina.

—¿Está ya listo mi aposento?

—Pero vuestra cena…

—Enviadme un cuenco de caldo. Estoy harto de hablar. Lo único que quiero es una cama.

—¿Alguna cosa en ella? —Bedingfield tiene una expresión rufianesca.

Así que su escolta ha informado sobre él.

—Sólo una almohada, Edmund.

A Grace Bedingfield la decepciona mucho que él se haya retirado tan pronto. Pensaba que se enteraría de todas las noticias de la corte; no soporta verse retirada aquí con las silenciosas españolas, con un largo invierno por delante. Él debe repetir las instrucciones del rey: máxima vigilancia contra el mundo exterior.

—No me importa que le lleguen las cartas de Chapuys, eso la mantendrá ocupada en la tarea de descifrarlas. Ella no es importante para el emperador en este momento, lo que le interesa es María. Pero ninguna visita, salvo con autorización del rey o mía. Aunque…

Se interrumpe; puede ver el día, la primavera próxima y si Catalina está viva aún, en que el ejército del emperador penetre en el país y sea necesario apartarla de su camino y mantenerla como rehén; sería un triste espectáculo que Edmund se negase a entregarla.

—Mirad. —Muestra su anillo de turquesa—. ¿Veis esto? Me lo dio el difunto cardenal y es un hecho conocido que lo uso.

—¿Es ese el anillo mágico? —Grace Bedingfield le coge la mano—. ¿El que funde paredes de piedra, el que hace que las princesas se enamoren de vos?

—El mismo. Si algún mensajero os muestra esto, dejadle entrar.

Cuando cierra los ojos esa noche se eleva sobre él una bóveda, el techo tallado de la iglesia de Kimbolton. Un hombre tocando unas campanillas. Un cisne, un cordero, un tullido con un bastón, dos corazones de enamorados entrelazados. Y un granado. El emblema de Catalina. Eso podría tener que eliminarse. Bosteza. Convertirlas con el cincel en manzanas, eso lo arreglaría. Estoy demasiado cansado para un esfuerzo innecesario. Recuerda la mujer de la posada y se siente culpable. Tira de una almohada hacia él: sólo una almohada, Edmund.

Cuando la esposa del posadero habló con él cuando estaban ya montando en los caballos, le dijo: «Mandadme un regalo. Mandadme un regalo de Londres, algo que no se pueda conseguir aquí». Tendrá que ser algo que ella pueda llevar puesto, si no se esfumará por obra de algún viajero ágil de dedos. Él recordará su obligación, pero lo más probable es que cuando regrese a Londres habrá olvidado ya cómo era ella. La había visto a la luz de la vela, luego la vela se apagó. Cuando la vio a la luz del día podría haber sido una mujer distinta. Quizá lo fuese.

Se duerme y sueña con el fruto del Jardín del Edén, ofrecido en la mano rolliza de Eva. Se despierta momentáneamente: si el fruto está maduro, ¿cuándo florecieron esas ramas? ¿En qué posible mes, en qué posible primavera? Los escolásticos habrán abordado la cuestión. Una docena de generaciones cavilando. Cabezas tonsuradas inclinadas. Dedos con sabañones repasando rollos de pergaminos. Es el tipo de cuestiones estúpidas para las que están hechos los monjes. Le preguntaré a Cranmer, piensa: mi arzobispo. ¿Por qué no pide Enrique consejo a Cranmer, si quiere librarse de Ana? Fue Cranmer quien le divorció de Catalina; nunca le diría que debe volver a su rancio lecho.

Pero no, Enrique no puede hablar de sus dudas en ese terreno. Cranmer estima a Ana, la cree el ejemplo de una mujer cristiana, la esperanza de los buenos lectores de la Biblia de toda Europa.

Se duerme de nuevo y sueña con las flores de antes del amanecer del mundo. Están hechas de seda blanca. No hay ningún matorral ni tallo de donde arrancarlas. Yacen en el suelo desnudo increado.

El día que regresa a dar su informe mira detenidamente a la reina Ana; parece serena, contenta, y el benigno zumbido doméstico de sus voces, cuando se aproxima, le cuenta que entre ella y Enrique reina la armonía. Están ocupados, las cabezas juntas. El rey tiene sus instrumentos de dibujo al lado: sus compases y lápices, sus reglas, tintas y cortaplumas. La mesa está cubierta de planos sin desenrollar y de moldes y regletas de artesanos.

Él hace su reverencia y va al asunto:

—Ella no está bien, y creo que sería una obra de caridad dejar que recibiera la visita del embajador Chapuys.

Ana se levanta disparada de su silla.

—¿Qué, para que pueda intrigar con ella más cómodamente?

—Sus médicos indican, madame, que ella estará pronto en su tumba, y no podrá ya causaros ninguna molestia.

—Saldría de ella, aleteando envuelta en el sudario, si viese la posibilidad de fastidiarme.

Enrique extiende una mano.

—Querida, Chapuys nunca te ha reconocido. Pero cuando muera Catalina, y no pueda ya causarnos problemas, me aseguraré de que dobla la rodilla.

—De todos modos yo no creo que deba salir de Londres. Estimula a Catalina en su perversidad y estimula a su hija. —Lanza una mirada hacia él—. Cremuel, estáis de acuerdo, ¿verdad? A María se la debería traer a la corte y se la debería obligar a arrodillarse ante su padre y a pronunciar el juramento, y allí, de rodillas, debería pedir perdón por su traidora obstinación, y reconocer que mi hija, y no ella, es una heredera de Inglaterra.

Él señala los planos.

—¿Estáis construyendo, señor?

Enrique parece un niño cogido con los dedos en la caja del azúcar. Empuja una de las regletas hacia él. Los diseños, novedosos aún para ojos ingleses, son aquellos a los que él se acostumbró en Italia: urnas estriadas y jarrones, con mantos y alas, y las cabezas ciegas de emperadores y de dioses. Últimamente los árboles y flores ingleses, los sinuosos tallos y brotes, se desdeñan en los blasones, en beneficio de guirnaldas, laureles de la victoria, el haz del hacha del lictor, el asta de la lanza. Él ve que Ana prefiere mostrar su estatus rehuyendo la sencillez; desde hace ya más de siete años, Enrique ha estado adaptando su gusto al de ella. A él solían gustarle mucho las uvas de los setos, los frutos del verano inglés, pero ahora los vinos por los que se inclina son pesados, perfumados, adormecedores; y su cuerpo también es pesado, tanto que a veces parece bloquear la luz.

—¿Estáis construyendo desde los cimientos? —inquiere él—. ¿O sólo una capa de ornamentación? Las dos cosas cuestan dinero.

—Qué descortés sois —dice Ana—. El rey está enviándoos un poco de roble para lo que estáis edificando en Hackney. Y un poco para el señor Sadler, para su nueva casa.

Él indica su agradecimiento bajando la cabeza. Pero el pensamiento del rey está en el interior del país, con la mujer que aún proclama ser su esposa.

—¿De qué le vale a Catalina ya seguir viviendo? —pregunta Enrique—. Estoy seguro de que está cansada de tanto enfrentamiento. Yo lo estoy de él, bien sabe Dios. Haría mejor yendo a reunirse con los santos y los mártires.

—Ya han esperado por ella suficiente —dice Ana riéndose, demasiado alto.

—Imagino a la dama muriendo —dice el rey—. Lo hará pronunciando discursos y perdonándome. Siempre está perdonándome. Es ella la que necesita perdón. Por su vientre ponzoñoso. Por envenenar a mis hijos antes de que nacieran.

Él, Cromwell, desvía los ojos hacia Ana. Seguro que si ella tiene algo que decir ahora es el momento…, pero ella se vuelve, se inclina y coge a su podenco Purkoy, y se lo coloca en el regazo. Entierra su cara en la piel del animal, y el perrillo, despertado bruscamente de su sueño, gime y se retuerce en sus manos y observa cómo el señor secretario hace una inclinación y se va.

Fuera esperándole, la esposa de George Bolena: su mano confiada arrastrándole a un lado, su cuchicheo. Si alguien le dijese a lady Rochford: «Está lloviendo», ella lo convertiría en una conspiración; cuando pasase la noticia, haría que sonase como algo indecente, improbable, pero tristemente cierto.

—¿Y bien? —dice él—. ¿Está?

—Ah. ¿Aún no ha dicho nada? Por supuesto, la comadrona no dice nada hasta que lo sienta moverse.

Él la mira: ojos pétreos.

—Sí —dice ella al fin, lanzando una mirada nerviosa por encima del hombro—. Ya se ha equivocado antes. Pero sí.

—¿Lo sabe el rey?

—Deberíais decírselo, Cromwell. Ser el hombre que da la buena noticia. Quién sabe, podría nombraros caballero en el acto.

Él está pensando: «Llamar a Rafe Sadler, llamar a Thomas Wriothesley, mandar una carta Edward Seymour, avisar con un silbido a mi sobrino Richard, cancelar la cena con Chapuys, pero no dejar que la comida preparada se desperdicie: invitar a sir Thomas Bolena».

—Supongo que era de esperar —dice Jane Rochford—. Estuvo con el rey la mayor parte del verano, ¿no? Una semana aquí, una semana allá. Y cuando no estaba con ella, le escribía cartas de amor y las enviaba por Harry Norris.

—Señora mía, debo dejaros, tengo cosas que hacer.

—Estoy segura de que las tenéis. Bueno, está bien. Vos, que sois normalmente tan buen oyente. Siempre atendéis a lo que yo digo. Y yo digo que este verano le escribió cartas de amor y se las envió por Harry Norris.

Él se aleja con demasiada prisa para entender bien esa última frase; sin embargo, como admitirá más tarde, el dato se grabará y se adherirá a ciertas frases propias, no formadas aún. Frases tan sólo. Elípticas. Condicionales. Como es condicional ya todo. Ana floreciendo mientras cae Catalina. Se las imagina, las caras tensas y las faldas recogidas, dos muchachitas en un camino cenagoso, jugando al sube y baja, columpiándose en una tabla en equilibrio sobre una piedra.

Thomas Seymour dice inmediatamente: «Esta es la oportunidad de Jane, ahora. Él no vacilará más, querrá una nueva compañera de lecho. No tocará a la reina hasta que dé a luz. No puede hacerlo. Hay demasiado que perder».

Él piensa: tal vez ya el rey secreto de Inglaterra tenga dedos, tenga un rostro. Pero ya pensé eso antes, se recuerda. Ana, en su coronación, cuando lucía su embarazo con tanto orgullo; y al final no era más que una niña.

—Yo aún no lo veo —dice el viejo sir John, el adúltero—. No veo cómo él puede querer a Jane. Porque si fuese mi hija Bess… El rey ha bailado con ella. Le gustaba mucho.

—Bess está casada —dice Edward.

Tom Seymour se echa a reír.

—Tanto mejor para su propósito.

Edward se enfada.

—Basta de hablar de Bess. Ella no lo aceptaría. Ella no tiene nada que ver.

—Podría ser bueno —dice sir John, tanteando—. Porque hasta ahora Jane nunca nos ha servido para nada.

—Cierto —dice Edward—. Jane sirve para tanto como una crema de vainilla. Que se gane ahora su manutención. El rey necesitará compañía. Pero nosotros no la pondremos en su camino. Que sea como aquí, Cromwell, ha aconsejado. Enrique la ha visto. Y ha decidido. Ahora ella debe eludirle. No, debe rechazarle.

—Oh, cuánta arrogancia —dice el viejo Seymour—. No sé si podréis permitírosla.

—¿Permitirse lo que es casto, lo que es propio? —replica Edward—. Vos nunca podríais. Callad la boca, viejo lujurioso. El rey finge olvidar vuestros crímenes, pero en realidad nadie olvida. Estáis señalado: el viejo cabrón que le robó la esposa a su hijo.

—Sí, callad, padre —dice Tom—. Estamos hablando con Cromwell.

—Hay una cosa que me da miedo —dice él—. Vuestra hermana estima a su antigua señora, Catalina. Esto es bien sabido por la reina actual, que no pierde ocasión de maltratarla. Si ve que el rey anda mirando a Jane, me temo que se verá más perseguida aún. Ana no es de las que se quedan sentadas mientras su marido convierte en una…, una compañera…, a otra mujer. Aunque piense que se trata de algo temporal.

—Jane no le dará importancia —dice Edward—. Si recibe un pellizco o una bofetada, ¿qué? Sabrá soportarlo pacientemente.

—Conseguirá de él una gran recompensa —dice el viejo Seymour.

Tom Seymour dice:

—A Ana la hizo marquesa antes de tenerla.

La expresión de Edward es tan hosca como si estuviese pidiendo una ejecución.

—Ya sabéis qué la hizo. Primero marquesa. Después reina.

El Parlamento aplaza sus sesiones, pero los abogados de Londres, aleteando sus negras togas como cuervos, se asientan para su periodo invernal. Se filtra la feliz noticia y se difunde por la corte. Ana se afloja los corpiños. Se hacen apuestas. Garrapatean plumas. Se doblan cartas. Se aprietan sellos en la cera. Se montan caballos. Zarpan naves. Las viejas familias de Inglaterra se arrodillan y preguntan a Dios por qué favorece a los Tudor. El rey Francisco frunce el ceño. El emperador Carlos se chupa el labio. El rey Enrique baila.

La conversación en Elvetham, aquella confabulación de primera hora, es como si nunca hubiese existido. Las dudas del rey sobre su matrimonio parece que se han esfumado.

Aunque se le ha visto pasear con Jane en los desolados jardines invernales.

Su familia la rodeó; le llamaron a él.

—¿Qué os dijo, hermana? —exige Edward Seymour—. Contádmelo todo, todo lo que os dijo.

—Me preguntó si sería su buena amante —contesta Jane.

Ellos intercambian miradas. Hay una diferencia entre una amante y una buena amante: ¿sabe Jane eso? Lo primero implica concubinato. Lo segundo, algo menos inmediato: un intercambio de señales, una admiración lánguida y casta, un galanteo prolongado…, aunque no puede ser muy prolongado, claro, porque si no Ana habrá dado a luz y Jane habrá perdido su oportunidad. Las mujeres no pueden predecir cuándo nacerá su heredero, y él no puede saber más que los médicos de Ana.

—Mirad, Jane —le dice Edward—, no es el momento de ser tímida. Debéis contarnos los detalles.

—Él me preguntó si sería buena con él.

—Buena con él… ¿cuándo?

—Por ejemplo, si me escribía un poema alabando mi belleza. Así que yo le dije que lo sería. Que le daría las gracias por ello. Que no me reiría, ni siquiera tapándome la boca con la mano. Y que no pondría ninguna objeción a las cosas que él pudiese decir en verso. Aunque fuesen exageradas. Porque en los poemas es habitual exagerar.

Él, Cromwell, la felicita:

—Lo habéis hecho todo muy bien, señora Seymour. Habríais sido un magnífico abogado.

—¿Queréis decir si hubiese nacido hombre? —Frunce el ceño—. Pero aun así, no es probable, señor secretario. Los Seymour no son mercaderes.

—Buena amante… —dice Edward Seymour—. Os escribe versos. Muy bien. Bien hasta ahora. Pero si intenta algo en vuestra persona, debéis chillar.

—¿Y si no viene nadie?

Él posa su mano en el brazo de Edward. Quiere impedir que esta escena se prolongue más.

—Escuchad, Jane. No chilléis. Rezad. Rezad en voz alta, quiero decir. La oración mental no servirá. Decís una oración en la que entre la Santísima Virgen. Algo que puede apelar a la piedad y al sentido del honor de Su Majestad.

—Comprendo —dice Jane—. ¿Lleváis vos un libro de oraciones, señor secretario? ¿Vosotros, hermanos? No importa. Iría a buscar el mío. Estoy segura de que puedo encontrar algo que sirva para eso.

A principios de diciembre él recibe noticia de los médicos de Catalina de que está comiendo mejor, aunque no reza menos. La muerte se ha desplazado, tal vez, de la cabecera de la cama a los pies. Sus recientes dolores se han aliviado y está lúcida; utiliza el tiempo para hacer mandas y legados. Deja a su hija María un collar de oro que trajo de España, y sus pieles. Pide que se digan quinientas misas por su alma y se haga un peregrinaje a Walsingham.

Los pormenores de esas disposiciones llegan hasta Whitehall.

—Las pieles… —dice Enrique—. ¿Las habéis visto vos, Cromwell? ¿Son buenas? Si lo son, quiero que se me envíen.

Las cosas vienen y van.

Las mujeres que rodean a Ana dicen: no parece que esté enceinte. En octubre tenía bastante buen aspecto, pero ahora da la impresión de estar perdiendo carne, en vez de ganarla. Jane Rochford le dice:

—Casi da la impresión de que esté avergonzada de su condición. Y Su Majestad no es atento con ella como cuando se le ensanchó el vientre la vez anterior. Entonces, no podía hacer lo bastante por ella. Satisfacía todos sus caprichos y la servía como una criada. Y yo una vez entré y la encontré con los pies en el regazo de él, y él se los frotaba como un mozo de establo que aliviase una yegua con los cascos abiertos.

—Frotar no alivia con un casco abierto —puntualiza él—. Hay que recortar el casco y ponerle una herradura especial.

Rochford le mira fijamente.

—¿Habéis estado hablando con Jane Seymour?

—¿Por qué?

—Por nada —dice ella.

Él ha visto la cara de Ana mientras mira al rey, mientras mira al rey mirar a Jane. Esperas negra cólera, y la proclamación de ella: labor de aguja deshecha a tijeretazos, cristal roto. En vez de eso, su expresión es contenida; mantiene la manga enjoyada sobre el vientre, donde crece el niño. «No debo alterarme. Podría hacer daño al príncipe». Aparta las faldas cuando pasa Jane. Se encoge en sí misma, contrae los estrechos hombros; parece tan fría como un huérfano abandonado ante una puerta.

Las cosas vienen y van.

En el país se rumorea que el señor secretario se ha traído una mujer de su reciente viaje a Hertfordshire, o a Bedfordshire, y la ha instalado en su casa de Stepney, o en Austin Friars, o en King’s Place, en Hackney, que está reconstruyendo para ella en lujoso estilo. Es una posadera y su marido ha sido detenido y encarcelado, por un nuevo delito inventado por Thomas Cromwell. El pobre cornudo va a ser acusado y ahorcado en la próxima sesión del tribunal del condado; aunque, según algunos informes, ya lo han encontrado muerto en la cárcel, aporreado, envenenado y degollado.