Nota de la autora

Las circunstancias que rodearon la caída de Ana Bolena se han discutido durante siglos. Los datos son complejos y a veces contradictorios; las fuentes son con frecuencia dudosas, están adulteradas y son posteriores a los hechos. No hay ninguna transcripción oficial de su juicio, y sólo podemos reconstruir sus últimos días fragmentariamente, con la ayuda de contemporáneos que pueden ser inexactos, tendenciosos, olvidadizos, o haber estado en otra parte en el momento u ocultarse bajo un seudónimo. Los discursos largos y elocuentes puestos en boca de Ana en su juicio y en el patíbulo, deberían leerse con escepticismo, lo mismo que el documento que suele denominarse su «última carta», que es casi seguro una falsificación o (por decirlo más amablemente) una ficción. Ana, una mujer voluble y evasiva a lo largo de su vida, sigue cambiando siglos después de su muerte, cargando con las proyecciones de los que leen y escriben sobre ella.

Yo intento en este libro mostrar cómo unas cuantas semanas cruciales pudieron haber parecido desde el punto de vista de Thomas Cromwell. No pretendo atribuir autoridad a mi versión; hago una propuesta, una oferta al lector. Algunos aspectos familiares de la historia no se pueden encontrar en esta novela. Para limitar la multiplicación de personajes, no se menciona en ella a una dama muerta llamada Bridget Winfield, que debe de haber tenido (desde más allá de la tumba) algo que ver con los rumores que empezaron a circular contra Ana antes de su caída. La consecuencia de omitir cualquier fuente del rumor tal vez sea arrojar más culpa sobre Jane, lady Rochford, de la que quizá merezca; tendemos a interpretar a lady Rochford retrospectivamente, ya que conocemos el papel destructivo que tuvo en los asuntos de Katherine Howard, quinta esposa de Enrique. Julia Fox ha hecho una lectura más positiva del personaje en su libro Jane Boleyn (2007).

Los que conocen bien los últimos días de Ana advertirán otras omisiones, incluida la de Richard Page, un cortesano que fue detenido aproximadamente en la misma época que Thomas Wyatt, y que nunca fue acusado ni juzgado. Como no tiene por lo demás ningún papel en esta historia y como nadie tiene idea de por qué fue detenido, me pareció que lo mejor era no cargar al lector con un nombre más.

Estoy en deuda con las obras de Eric Ives, David Loades, Alison Weir, G. W. Bernard, Retha M. Warnicke y muchos otros historiadores de los Bolena y de su caída.

Este libro no es, por supuesto, sobre Ana Bolena ni sobre Enrique VIII, sino sobre la carrera de Thomas Cromwell, que aún necesita atención de los biógrafos. Mientras tanto, el señor secretario sigue lustroso, gordo y densamente inasequible, como una ciruela selecta en una tarta de Navidad; pero yo tengo la esperanza de proseguir en mis esfuerzos para desenterrarlo.