(Julio de 1535)
Al atardecer del día de la muerte de Moro, el tiempo aclara y él sale al jardín con Rafe y Richard. Asoma el sol, una niebla plateada entre andrajos de nube. Los lechos de hierba pisados no huelen y un viento caprichoso agita sus ropas, les azota en la nuca y luego gira en redondo y les golpea en la cara.
Es como estar en el mar, dice Rafe. Caminan uno a cada lado de él y cerca, como si hubiese peligro de ballenas, piratas y sirenas.
Hace ya cinco días del juicio. Han pasado muchas cosas desde entonces, pero no pueden evitar reconstruir los acontecimientos, intercambiar entre ellos las imágenes que tienen en la cabeza.
El fiscal general poniendo una nota final en la acusación; Moro riéndose entre dientes cuando algún escribiente incurría en un error en su latín; los rostros fríos e imperturbables de los Bolena, padre e hijo, en el estrado de los jueces. Moro no había alzado la voz en ningún momento; se sentó en el asiento que le había proporcionado Audley, atento, con la cabeza un poco inclinada hacia la izquierda, pellizcándose la manga.
Por eso resultó tan notoria la sorpresa de Riche cuando Moro se volvió hacia él; había dado un paso atrás y se había apoyado en la mesa.
—Os conozco desde hace mucho, Riche, ¿por qué os abriría mi pensamiento? —Moro de pie, su voz rezuma desprecio—. Os conozco desde que erais joven, un jugador aficionado a los dados, de reputación nada encomiable ni siquiera en vuestra propia casa…
—¡Por san Julián! —había exclamado el juez Fitzjames; ese era siempre su juramento. Entre dientes, dirigiéndose a él, a Cromwell—: ¿Va a ganar por esto?
Al jurado no le había gustado: nunca sabes lo que le gustará a un jurado. Consideran el súbito cambio de Moro como conmoción y remordimiento al verse enfrentado a sus propias palabras. Todos conocían, claro está, la reputación de Riche. Pero ¿no son el beber, los dados y las peleas más naturales en un joven, en realidad, que el ayuno, el rosario y la flagelación? Fue Norfolk quien interrumpió con voz seca la diatriba de Moro:
—Dejad a un lado el carácter de la persona. ¿Qué tenéis que decir del asunto que nos ocupa? ¿Dijisteis esas palabras?
¿Fue entonces cuando el señor Moro se excedió en su papel? Se había erguido, echándose sobre el hombro el manto que se le caía; sujeto el manto así, hizo una pausa, se calmó, cerró un puño sobre el otro.
—Yo no dije lo que alega Riche. O, si lo dije, no lo dije con malevolencia; por lo tanto, estoy libre de culpa, de acuerdo con la ley.
Él había observado que cruzaba el rostro de Parnell una expresión de desprecio. No hay nada más duro que un burgués londinense que piensa que le están tomando por tonto. Audley o cualquier abogado podría haber aclarado las cosas al jurado: no es más que la forma de argumentar que tenemos los abogados. Pero ellos no querían argumentos de abogados, querían la verdad: ¿lo dijisteis o no lo dijisteis? George Bolena se inclina hacia delante. ¿Puede el acusado exponernos su versión de la conversación?
Moro se vuelve sonriendo, como si dijese: buena pregunta, mi joven señor George.
—No tomé notas. No disponía de material para escribir, sabéis. Ya se lo habían llevado, porque, si recordáis, Milord Rochford, esa fue precisamente la razón de que fuese a verme Riche, privarme de todos los instrumentos de escritura.
E hizo otra pausa, y miró al jurado como si esperase un aplauso; ellos, por su parte, le miraron con rostros pétreos.
¿Fue aquel el momento crucial? Podrían haber confiado en Moro, siendo como había sido Lord Canciller un tiempo, y Frunce, como es del dominio público, un derrochador. Nunca sabes lo que pensará el jurado; aunque cuando los había reunido, había sido persuasivo, claro. Había hablado con ellos por la mañana: no sé cuál es su defensa, pero no tengo esperanzas de que acabemos al mediodía. Espero que todos hayáis desayunado bien. Cuando os retiréis, tenéis que tomaros tiempo, por supuesto, pero si os demoráis más de veinte minutos según mis cálculos, entraré a ver cómo van las cosas. Para despejar cualquier duda que podáis tener.
Solo necesitaron quince minutos.
Ahora, este atardecer en el jardín, 6 de julio, festividad de santa Godelva, una joven esposa intachable de Brujas, cuyo malvado esposo la ahogó en un estanque, alza la vista hacia el cielo, al percibir un cambio en el aire, un viento húmedo, como de otoño. El intermedio de débil sol ha terminado. Las nubes corren y se agrupan en torres y almenas, llegan de Essex, se amontonan sobre la ciudad, empujadas por el viento atraviesan los anchos y empapados campos, los pastizales encharcados y los ríos desbordados, los bosques goteantes del oeste y luego el mar, camino de Irlanda. Richard recoge el sombrero de un lecho de lavanda y sacude gotitas de él maldiciendo en voz baja. Les azota en la cara una rociada de lluvia.
—Es hora de entrar. Tengo que escribir cartas.
—No trabajaréis hasta altas horas esta noche.
—No, abuelo Rafe. Tomaré mi leche migada y rezaré el avemaría y me acostaré. ¿Puedo llevarme a mi perrita?
—¡No, por favor! ¿Y tener que oíros corretear arriba hasta altas horas de la noche?
Es verdad que la noche anterior no durmió mucho. Se le había ocurrido, después de las doce, que Moro debía de estar dormido, seguro, sin saber que era su última noche en la tierra. No es usual que se prepare al condenado hasta la mañana; así que cualquier vela que haga por él la haré solo, había pensado.
Entran rápidamente; el viento golpea una puerta detrás de ellos. Rafe le coge del brazo. Ese silencio de Moro, dice él, nunca era silencio en realidad, ¿verdad? Resonaba en él con fuerza su traición; era alegar nimiedades, mientras las nimiedades pudiesen serle útiles, era objeciones y reparos, ambigüedades inofensivas. Era miedo a las palabras simples, o la afirmación de que las palabras simples se corrompen. El diccionario de Moro contra el nuestro. Puede haber un silencio lleno de palabras. Un laúd retiene en su vientre las notas que ha tocado. El violín conserva una armonía en las cuerdas. Un pétalo marchito puede conservar el aroma. En una oración pueden vibrar maldiciones. En una casa vacía aún pueden resonar estruendosos fantasmas después de que sus propietarios ya se han ido.
Alguien (probablemente no Christophe) ha dejado en su escritorio un cuenco de plata con aciano. El azul oscuro de la base de los pétalos le recuerda la luz de esta mañana. Un amanecer tardío para el mes de junio, un cielo fosco. A las cinco, el teniente de la Torre habría entrado a buscar a Moro.
Puede oír abajo una serie de mensajeros que entran en el patio. Hay mucho que hacer, hay que adecentarlo todo después de irse el muerto; en realidad, piensa, lo había hecho de niño, recoger lo que dejaban los jóvenes gentilhombres de Morton, y esta es la última vez que tendré que hacerlo; se imagina al amanecer vertiendo en una jarra de cuero las heces de la cerveza, recogiendo los restos de las velas para llevarlas al candelero para que los fundieran otra vez.
Oye voces en el salón; no presta atención. Vuelve a sus cartas. El abad de Rewley solicita un puesto vacante para un amigo suyo. El alcalde de York le escribe sobre presas y nasas; «el Humber baja limpio y manso», lee, «y lo mismo el Ouse». Una carta de lord Lisie de Calais, en que cuenta una turbia historia de autojustificación: él dijo, entonces dije yo, y él dijo…
Thomas Moro plantado ante él, más sólido en la muerte de lo que era en vida. Tal vez esté siempre aquí ya: tan ágil de pensamiento y tan duro como se mostró en su hora final ante el tribunal. Audley se sintió tan feliz con el veredicto de culpabilidad que empezó a dictar sentencia sin preguntar al acusado si tenía algo que decir. Fitzjames tuvo que estirarse y darle una palmada en el brazo y el propio Moro se levantó de su asiento para interrumpirle. Tenía mucho que decir, y su voz era vivaz, el tono incisivo, y sus ojos, sus gestos, no parecían en modo alguno los de un condenado que legalmente estaba muerto ya.
Pero no había nada nuevo en eso: nada nuevo, en realidad, para él. Yo sigo a mi conciencia, dijo Moro, vos debéis seguir las vuestras. Mi conciencia me certifica, y ahora hablaré claramente, que vuestra norma es falsa (y Norfolk le grita) y que vuestra autoridad carece de base (Norfolk grita de nuevo: «Ahora se ve claramente vuestra maldad»). Parnell se había reído y los miembros del jurado se miraban y cabeceaban; y, mientras todos los presentes susurraban, Moro expuso de nuevo, sobreponiéndose al ruido de fondo, su método traidor de contabilidad. Mi conciencia está con la mayoría, lo que me convence de que lo que dice no es falso. «Frente al reino de Enrique, tengo a mi favor todos los reinos de la Cristiandad. Contra cada uno de vuestros obispos tengo cien santos. Contra vuestro Parlamento único, tengo todos los concilios generales de la Iglesia, que se remontan mil años atrás».
Llévenselo, se acabó, dijo Norfolk.
Es martes, son las ocho. Tamborilea la lluvia en la ventana. Él rompe el sello de una carta del duque de Richmond. El muchacho se queja de que en Yorkshire, donde está instalado, no hay ningún parque de ciervos, así que no puede ofrecer ninguna diversión a sus amigos. Ay, pequeño duque, pobrecillo, piensa él. ¿Cómo puedo aliviar vuestra pena? La viuda de Gregory, la de los dientes negros, con la que se casará él, tiene un parque de ciervos, así que tal vez el principito debería divorciarse de la hija de Norfolk y casarse con ella. Deja a un lado la carta de Richmond, sintiéndose tentado de archivarla en el fuego. Continúa. El emperador ha dejado Cerdeña con su flota y navega rumbo a Sicilia. Un sacerdote dice en Saint Mary Woolchurch que Cromwell es un sectario y que no le teme. Imbécil. Lord Harry Morley le envía un galgo. Hay noticias de que la población de Münster está huyendo y refugiándose en otros países, que algunos de ellos se dirigen a Inglaterra.
Audley había dicho: «Acusado, el tribunal le dirá al rey que os otorgue gracia, en cuanto a la forma de vuestra muerte». Y luego se había inclinado hacia él: ¿le prometisteis algo, señor secretario? Os aseguro que no: pero el rey será sin duda benévolo con él. Norfolk dice: Cromwell, ¿influiréis para que lo sea? Os hará caso; pero si no os lo hiciese, acudiré yo mismo y le suplicaré. Qué maravilla, Norfolk pidiendo clemencia. Él había alzado la vista para ver cómo se llevaban a Moro, pero ya había desaparecido. Los altos alabarderos cerraban filas detrás de él: la barca que le llevaría a la Torre esperaba en la escalinata. Debe de tener la sensación de irse a casa: la habitación familiar con la ventana estrecha, la mesa sin papeles, la vela, la persiana echada.
Resuena la ventana, le sobresalta y piensa: echaré el pasador al postigo. Cuando se levanta para hacerlo, entra Rafe con un libro en la mano.
—Es su libro de oraciones, el único que tenía.
Lo examina. No tiene manchas de sangre, misericordiosamente. Lo sujeta por el lomo y mueve las hojas en el aire.
—Ya lo he hecho yo —dice Rafe.
Ha escrito su nombre en el libro. Hay textos subrayados. «No recordéis los pecados de mi juventud».
Qué lástima que él recordase los de Richard Riche.
—¿Debo enviárselo a la dama Alice?
—No. Podría pensar que ella es uno de esos pecados.
La mujer ya ha soportado suficiente. En su última carta ni siquiera se despedía de ella. Cierra el libro.
—Enviádselo a Meg. En realidad, probablemente él quería que fuera para ella.
Toda la casa está en movimiento a su alrededor; viento en los aleros, viento en las chimeneas, una corriente de aire frío debajo de cada puerta. Hace bastante frío, habría que encender el fuego, dice Rafe, ¿queréis que me encargue? Él mueve la cabeza, no.
—Dile a Richard que vaya mañana por la mañana al Puente de Londres a hablar con el encargado. La señora Roper irá a verle y le pedirá la cabeza de su padre para enterrarle. Tiene que aceptar lo que ella le ofrezca y procurar que no le pongan impedimentos. Y mantener la boca cerrada.
Una vez, en Italia, cuando era joven, había participado en un enterramiento. No era algo a lo que uno se ofreciese voluntario; sencillamente te mandaban hacerlo. Se habían tapado la boca con tela de saco y habían enterrado a sus camaradas en suelo no consagrado, y se habían marchado de allí con el olor de la putrefacción en las botas.
¿Qué es peor, tener a tus hijas muertas delante o dejarlas que se ocupen de tus restos?, piensa.
—Hay algo… —mira, ceñudo, sus papeles—. ¿Qué he olvidado, Rafe?
—¿La cena?
—Más tarde.
—¿Lord Lisie?
—Ya me he ocupado de lord Lisie.
Y del río Humber. Y del sacerdote calumniador de Mary Woolchurch; bueno, no me he ocupado de él, sino que lo he puesto en el montón de casos pendientes. Se echa a reír.
—¿Sabes lo que necesito? Necesito la máquina de la memoria.
Guido ha abandonado París, según dicen. Ha vuelto a Italia y ha dejado el artefacto a medio construir. Dicen que antes de su fuga había estado varias semanas sin hablar y sin comer. Los bienintencionados dicen que se ha vuelto loco, sobrecogido por las capacidades de su criatura: que ha caído en el abismo de lo divino. Los malintencionados sostienen que han salido demonios de las grietas y hendiduras del artefacto y le ha dado tanto miedo que se ha escapado corriendo de noche, en camisa, sin un mendrugo de pan ni un trozo de queso para el viaje, abandonando todos sus libros y sus ropas de mago.
Es posible que Guido haya dejado escritos en Francia. Podrían conseguirse por un precio. También sería posible hacerle seguir a Italia; pero ¿con qué objeto? Es probable, piensa, que nunca lleguemos a saber qué era en realidad ese invento suyo. ¿Una máquina de imprimir capaz de escribir libros propios? ¿Una mente que piensa sobre sí misma? Si yo no lo tengo, al menos me consuela saber que el rey de Francia no lo tiene tampoco.
Coge la pluma. Bosteza, la deja y vuelve a cogerla. Me encontrarán muerto en mi escritorio, como al poeta Petrarca. El poeta escribió muchas cartas no enviadas. Escribió a Cicerón, que murió mil doscientos años antes de que él naciese. Escribió a Homero, que posiblemente ni siquiera existió. Pero yo, yo tengo suficiente trabajo que hacer con lord Lisie, y las redes y los galeones del emperador que navegan por el Mediterráneo. Entre una vez que mojo la pluma y la siguiente, escribe Petrarca, «entre una vez que mojo la pluma y la siguiente, pasa el tiempo: y yo corro, me encamino y me apresuro hacia la muerte. Siempre estamos muriendo…, mientras escribo, mientras lees, y otros mientras escuchan o se tapan los oídos, todos están muriendo».
Coge la siguiente partida de cartas. Un hombre llamado Batcock quiere una licencia para importar cien toneles de gualda. Harry Percy está enfermo de nuevo. Las autoridades de Yorkshire han detenido a los alborotadores y los han dividido entre los que serán acusados de desórdenes públicos y homicidio, y los que serán acusados de asesinato y violación. ¿Violación? ¿Desde cuándo los motines por la falta de alimentos incluyen violación? Pero olvido que se trata de Yorkshire.
—Rafe, traedme el itinerario del rey. Lo comprobaré y con eso habré terminado aquí. Creo que podríamos tener un poco de música antes de irnos a la cama.
La corte se dirige al oeste este verano, a Bristol. El rey está dispuesto a ponerse en marcha a pesar de la lluvia. Saldrán de Windsor, luego Reading, Missenden, Abingdon, cruzando Oxfordshire, se animarán, esperemos, tan lejos de Londres; le dice a Rafe que si el aire del campo surte efecto, la reina volverá embarazada. Rafe dice que se pregunta si el rey será capaz de mantener la esperanza cada vez. Un hombre de menor talla se cansaría.
—Si salimos de Londres el día 18, podríamos alcanzarles en Sudely. ¿No crees?
—Mejor salir un día antes. Considerad el estado de los caminos.
—No habrá atajos, ¿verdad?
No usará vados ni puentes, y, en contra de su inclinación, se atendrá a los caminos principales. Unos mapas mejores ayudarían. En tiempos del cardenal, ya se preguntaba si no podría ponerse en marcha un proyecto como ese. Hay mapas, sí, con castillos con sus campos tachonados, sus murallas bellamente tintadas, con sus parques y sus cotos de caza marcados por hileras de árboles frondosos, con dibujos de ciervos e hirsutos jabalíes. No es extraño que Gregory confundiese Northumbria con las Indias, porque esos mapas son defectuosos en todos los aspectos prácticos. No indican, por ejemplo, dónde queda el norte. Sería útil saber dónde están los puentes, y tener una indicación de la distancia entre ellos. Sería útil saber la distancia hasta el mar; pero el problema es que los mapas siempre son del año pasado. Inglaterra está rehaciéndose continuamente, sus acantilados se erosionan, los bancos de arena cambian de posición, los arroyos brotan, burbujeantes, en terreno seco. Los paisajes por los que nos desplazamos se reagrupan mientras dormimos, e incluso las historias que nos siguen. Los rostros de los muertos se desvanecen en otros, como una hilera de colinas en la niebla.
Cuando era pequeño, cuando tenía seis años o así, el aprendiz de su padre estaba haciendo clavos con el material que cogía de un montón de chatarra. Clavos corrientes de cabeza plana, había dicho, para clavar las tapas de los féretros. Las varillas brillaban en el suelo, con un vivo color anaranjado. «¿Para qué clavamos a los muertos?».
El muchacho apenas se detuvo, siguió aplanando las cabezas con dos martillazos limpios. «Para que esos malditos cabrones no salgan del ataúd y nos persigan».
Ahora sabe que no es cierto. Son los vivos los que remueven y persiguen a los difuntos. Sacan los huesos largos y los cráneos de los sudarios y les meten piedras en las bocas traqueteantes. Corregimos sus escritos, reescribimos sus vidas. Thomas Moro había propagado el rumor de que Pequeño Bilney, encadenado a la estaca, se había arrepentido cuando habían encendido el fuego. No le había bastado con quitarle la vida a Bilney; también le había quitado su muerte.
Hoy, Moro fue escoltado hasta el patíbulo por Humphrey Monmouth cumpliendo su tarea de sheriff de Londres. Monmouth es demasiado bueno para alegrarse de su cambio de fortuna. Pero ¿podemos alegrarnos por él?
Moro está en el tajo, puede verle ahora. Está envuelto con una áspera capa gris, que recuerda que pertenecía a su sirviente John Wood. Habla con el verdugo, haciéndole algún comentario, al parecer, limpiándose la lluvia de la barba y la cara. Se quita la capa, cuyo borde está empapado por la lluvia. Se arrodilla en el tajo, moviendo los labios en su última oración.
Él, como todos los demás testigos, se envuelve en su propia capa y se arrodilla. Ante el sonido estremecedor del hacha en la carne, alza la mirada. El cadáver parece haber saltado hacia atrás por el golpe y haberse encogido como un montón de ropa vieja, en la que él sabe que el pulso palpita todavía. Se santigua. El pasado se mueve pesadamente en su interior, un cambio de plano.
—Así que el rey —dice—. Desde Gloucester sigue hasta Thornbury. Luego la casa de Nicholas Poynz en Iron Acton: ¿sabe Poynz en lo que se está metiendo? Desde allí hasta Bromham…
Precisamente este último año, un erudito, un extranjero, ha escrito una crónica de Britania que omite al rey Arturo basándose en que nunca existió. Una buena causa, si puede sostenerla. Pero Gregory dice que se equivoca, porque si tuviese razón, ¿qué pasará con Avalon? ¿Qué pasará con la espada clavada en la piedra?
—Rafe, ¿eres feliz? —dice, alzando la vista.
—¿Con Helen? —Rafe se ruboriza—. Sí, señor. Ningún hombre lo ha sido tanto nunca.
—Yo sabía que tu padre lo aceptaría cuando la viese.
—Es solo gracias a vos, señor.
Desde Bromham (estamos ya a principios de septiembre) hacia Winchester. Luego, Bishop’s Waltham, Alton, de Alton a Farnham. Lo traza, a través del campo. El objeto es conseguir que el rey regrese a Windsor a primeros de octubre. Tiene sobre la página el esbozo de mapa, Inglaterra en una llovizna de tinta. Su calendario, rápidamente anotado, escrito al lado.
—Parece que dispongo de cuatro o cinco días. Bueno. ¿Decís que nunca hago fiesta?
Antes de «Bromham» hace una señal al margen y dibuja un largo arco en la página.
—Pues bien, antes de llegar a Winchester, tenemos tiempo libre, y pienso Rafe, que visitaremos a los Seymour.
Lo anota.
Primeros de septiembre. Cinco días. Wolf Hall.