II. El mapa de la Cristiandad

(1534−1535)

—¿Queréis el cargo de Audley? —le pregunta el rey—. Si lo queréis, es vuestro.

Ha terminado el verano. No ha venido el emperador. El papa Clemente ha muerto, y con él sus dictámenes; hay que reiniciar el juego, y él ha dejado la puerta abierta, solo un resquicio, para que el próximo obispo de Roma converse con Inglaterra. Personalmente, la cerraría de golpe. Pero esto no es un asunto personal.

Ahora piensa las cosas detenidamente: ¿le convendría ser canciller? Sería ventajoso tener un cargo en la jerarquía judicial, así que ¿por qué no situarse en la cúpula?

—No tengo el menor deseo de molestar a Audley. Si Su Majestad está satisfecho con él, yo también lo estoy.

Recuerda que el cargo ataba a Wolsey a Londres cuando el rey estaba fuera. El cardenal actuaba en los tribunales; pero tenemos suficientes abogados.

Decidme lo que os parece mejor, dice Enrique. Humillado como amante, no puede pensar en los regalos más adecuados. Dice: escuchad a Cromwell, me aconseja Cranmer, y si necesita un cargo, una tasa, un impuesto, una medida en el Parlamento o un decreto real, dádselo.

Está vacante el cargo de primer magistrado de la Cámara de los Lores. Es un antiguo cargo judicial que otorga el control de las grandes secretarías del reino. Sus predecesores eran hombres doctos y eminentes, casi todos obispos: los que yacen en sus tumbas con sus virtudes grabadas al pie en latín. Nunca se siente más vivo que cuando retuerce el rabo de esta fruta madura y la arranca del árbol.

—Teníais razón también en lo del cardenal Farnese —dice Enrique—. Contamos ya con un nuevo papa, obispo de Roma, debo decir. He ganado las apuestas.

—Ya veis —dice él sonriendo—. Cranmer tiene razón. Dejaos aconsejar por mí.

La corte se divierte al enterarse de cómo han celebrado los romanos la muerte del papa Clemente. Han irrumpido en su sepulcro y han arrastrado su cuerpo desnudo por las calles.

La residencia del primer magistrado de la Cámara de los Lores de Chancery Lane es la más extraña que ha visto en su vida. Huele a moho, mantillo y sebo, y se extiende hacia atrás en meandros tras su retorcida fachada, una conejera de espacios pequeños y entradas bajas; ¿serían enanos nuestros antepasados, o no sabían elevar los techos?

La residencia data de hace trescientos años, la mandó construir el Enrique de entonces; la edificó como refugio para judíos que querían convertirse. Si daban ese paso (aconsejable si deseaban protegerse de la violencia), la Corona requisaba sus bienes. Así que era justo que les procurase cobijo y sustento el resto de su vida.

Christophe corre delante de él, adentrándose en las profundidades de la casa.

—¡Mirad! —pasa un dedo por una tela de araña inmensa.

—Sois un muchacho despiadado, habéis destruido su hogar. —Examina la arrugada presa de Ariadna: una pata, un ala—. Vámonos antes de que ella vuelva.

Unos cincuenta años después de que Enrique construyese la casa, expulsaron del reino a todos los judíos. Pero el refugio nunca ha estado del todo vacío; todavía hoy, viven aquí dos mujeres. Las visitaré, dice él.

Christophe golpetea las paredes y las vigas como si de verdad supiera lo que busca.

—¿No saldrías corriendo si alguien respondiera? —le pregunta él con fruición.

—¡Santo cielo! —Christophe se santigua—. Supongo que han muerto aquí centenares de hombres, tanto judíos como cristianos.

Detrás de este panel, es cierto, siente los huesecillos de los ratones: cien generaciones, con las patas delanteras articuladas dobladas en eterno reposo. Se siente en el aire la proliferación de sus descendientes. Es un trabajo para Marlinspike, dice, si consiguiéramos atraparlo. El gato del cardenal es salvaje ahora, vaga a voluntad por los jardines de Londres, atraído por el olor a carpa de los estanques de los monasterios de la ciudad, tentado (por lo que sabe) por la otra orilla del río, donde puede acurrucarse en los pechos de las putas, senos flácidos, friccionados con pétalos de rosa y ámbar gris; se imagina a Marlinspike repantigado, ronroneando, negándose a volver a casa.

—No sé cómo puedo ser primer magistrado de la Cámara de los Lores si no puedo controlar a un gato.

—Los dictámenes no tienen patas para escapar. —Christophe da patadas a un zócalo y explica—: He metido el pie en él sin querer.

¿Dejará él las comodidades de Austin Friars por las ventanitas de paños alabeados, los corredores rechinantes y las viejas corrientes de aire?

—Será un viaje más corto hasta Westminster —dice. Su objetivo tiene que estar allí: Whitehall, Westminster y el río, la barca del secretario de Estado para bajar hasta Greenwich o subir hasta Hampton Court. Volveré a Austin Friars a menudo, se dice. Casi a diario. Está construyendo una cámara del Tesoro, un lugar seguro para guardar el oro y la plata que le confía el rey; todo lo que deposite allí puede convertirse rápidamente en dinero en metálico. Su tesoro recorre las calles en carros normales para no llamar la atención, aunque va escoltado por guardias. Los cálices en fundas de cuero blando hechas para ellos. Cuencos y platos, en bolsas de lona, envueltos en tela de lana blanca de a siete peniques la yarda. Las joyas están envueltas en seda dentro de cofres con cerraduras nuevas y relucientes, y él tiene las llaves. Hay perlas enormes en las que brilla la humedad del océano; cálidos zafiros de la India. Hay piedras preciosas que son como los frutos que coges una tarde en el campo: granates como endrinos, diamantes rosados como escaramujos. «Por un puñado de estas joyas yo derrocaría personalmente a cualquier reina de la Cristiandad», dice Alice.

—Menos mal que el rey no os ha conocido, Alice.

—Si las tuviese yo —dice Jo—, las invertiría en licencias de exportación. O en contratos militares. Alguien ganará una fortuna en las guerras irlandesas. Alubias, harina, malta, carne de caballo…

—Veré lo que puedo hacer por ti —dice él.

En Austin Friars tiene un contrato de alquiler por noventa y nueve años. Sus biznietos seguirán teniendo la casa: serán londinenses anónimos. Cuando miren los documentos, verán su nombre. Sus armas estarán talladas en las entradas. Apoya la mano en la barandilla de la escalinata, mira hacia arriba, al centelleo de motas de polvo en un ventanal. ¿Cuándo hice yo esto? En Hatfield, a primeros de año: levantaba la vista, escuchaba los sonidos de la casa de Morton, hace mucho tiempo. Si él iba a Hatfield, ¿no debe haber ido allí también Thomas Moro? ¿Sería su paso leve lo que él esperaba, allá arriba?

Recuerda aquel puño que surgió de la nada.

Su primera idea había sido trasladar empleados y documentos a la residencia de Chancery Lane, así Austin Friars volvería a ser un hogar. Pero un hogar, ¿para quién? Ha sacado el libro de horas de Liz y en la página en que ella había escrito los nombres de la familia, ha introducido modificaciones, añadidos. Rafe se mudará pronto a su nueva casa de Hackney; y Richard está construyendo en el mismo barrio, con su esposa Frances. Alice va a casarse con su pupilo Thomas Rotherham. Su hermano Christopher se ha ordenado y dispone de un beneficio eclesiástico. Ya se ha encargado el ajuar de Jo; se casa con John ap Rice, abogado, joven docto y amigo suyo, a quien él admira y con cuya lealtad cuenta. He ayudado a los míos, se dice. Ninguno de ellos es pobre ni desgraciado ni se siente inseguro de su puesto en este mundo inseguro. Vacila, alza la vista hacia la luz, dorada, azul cuando pasa una nube. Quienquiera que baje las escaleras y le llame, ha de hacerlo ya. Su hija Anne con sus pisadas resonantes: ¿no podríamos cubrir esos cascos vuestros con unas zapatillas de fieltro?, le diría a Anne. Grace pasa rozando como polvo en una espiral, un remolino vivo… que no va a ninguna parte, que se dispersa, desaparece.

Baja, Liz.

Pero Liz guarda silencio. Ni se queda ni se va. Siempre está y no está con él. Se vuelve. Así que esta casa se convertirá en un lugar de trabajo. Todas sus casas se convertirán en lugares de trabajo. Mi hogar estará donde estén mis empleados y mis archivos. Por otra parte, mi hogar estará con el rey, donde él esté.

—Ahora que nos trasladamos a Chancery Lane —dice Christophe—, ya puedo deciros, cher maître, lo feliz que soy de que no me dejaseis atrás. Porque en vuestra ausencia me llamarían cerebro de caracol y cabeza de nabo.

Alors… —mira a Christophe—, esa cabeza tuya parece realmente un nabo. Gracias por indicármelo.

Instalado en Chancery Lane, examina su situación: satisfactoria. Ha vendido las dos mansiones de Kent, pero el rey le ha regalado una en Monmouthshire y se está comprando otra en Essex. Piensa adquirir parcelas en Hackney y Shoreditch, y alquilar las propiedades que rodean Austin Friars, que se propone incluir en sus planes de edificación; y luego construirá un gran muro que lo rodee todo. Quiere tener también una mansión en Bedfordshire, otra en Lincolnshire y dos propiedades en Essex, que piensa dejar a Gregory en fideicomiso. Todo esto son cosas insignificantes, nada comparado con lo que se propone conseguir, o con lo que Enrique le deberá.

Por otra parte, sus gastos asustarían a un hombre de menor talla. Si el rey quiere que se haga algo hay que conseguir personal para la tarea y financiarla. Es difícil mantenerse a la altura de los gastos de sus nobles consejeros, y, sin embargo, unos cuantos de ellos viven endeudados y acuden a él mes tras mes para tapar los agujeros de sus cuentas. Él sabe cuándo dejar correr esas deudas; hay más de un tipo de moneda en Inglaterra. Lo que él percibe es que se está extendiendo a su alrededor una gran red, una red de favores que se hacen y que se reciben. Los que quieren tener acceso al rey, esperan pagar por ello. Y nadie tiene mejor acceso que él. Y, al mismo tiempo, corre el rumor: ayuda a Cromwell y él te ayudará. Sé leal, sé diligente, sé inteligente en su beneficio; serás recompensado. Los que se comprometen a servirle serán ascendidos y protegidos. Es un buen amigo y un buen señor, eso es lo que dicen de él en todas partes. Por lo demás, corren los habituales comentarios ofensivos: su padre era herrero, destilador tramposo, irlandés, delincuente, judío; y él, por su parte, solo era un mercader de lana, un esquilador, y ahora es un hechicero. ¿Cómo, si no, podría tener en sus manos las riendas del poder? Chapuys escribe al emperador sobre él; sus orígenes siguen siendo un misterio, pero es una excelente compañía, y mantiene su casa y el servicio de forma irreprochable. Es un maestro del lenguaje, escribe Chapuys, y hombre de gran elocuencia, aunque su francés, añade, solo está assez bien.

Está bastante bien para vos, piensa él. Un cabeceo y un guiño bastarían.

El Consejo no ha cesado de trabajar los últimos meses. Un duro verano de negociaciones ha cristalizado en un tratado con los escoceses. Pero Irlanda está en rebeldía. Solo el castillo de Dublín y la ciudad de Waterford se hallan bajo el control del rey, mientras los señores rebeldes ofrecen sus servicios y sus puertos a las tropas del emperador. Es el territorio más problemático de estas islas, que no paga al rey lo que le cuesta mantener allí su guarnición; pero no puede darle la espalda, por miedo a quién pueda ocupar su puesto. Apenas se respeta la ley, porque los irlandeses creen que pueden pagar un asesinato con dinero, y valoran la vida de un hombre en ganado, como los galeses. Al pueblo se le mantiene pobre con los impuestos y las apropiaciones, con confiscaciones y simples robos a plena luz del día. Los ingleses piadosos se abstienen de comer carne miércoles y viernes, pero se dice en son de burla que los irlandeses son tan devotos que se abstienen de tomar carne todos los días de la semana. Sus grandes señores son brutales e imperiosos, traicioneros y volubles, pendencieros inveterados, extorsionistas, tomadores de rehenes, y su fidelidad a Inglaterra es nula, porque no son leales a nada y prefieren la fuerza de las armas a la ley. En cuanto a los cabecillas nativos, no reconocen límites naturales a sus derechos. Dicen que en su tierra poseen cada loma cubierta de helechos y cada lago, poseen el brezo, la hierba de los prados y los vientos que la azotan; son dueños de todos los animales y todos los hombres, y, en periodos de escasez, toman el pan para alimentar a sus perros de caza.

No es extraño que no quieran ser ingleses. Eso acabaría con su condición de propietarios de esclavos. El duque de Norfolk aún tiene siervos en sus tierras, y, aunque los tribunales de justicia actúen para intentar liberarlos, el duque espera que se le pague por ello. El rey propone enviar a Norfolk a Irlanda, pero él dice que ya ha pasado suficientes meses inútiles allí y que solo volverá si construyen un puente para que pueda regresar a casa el fin de semana sin mojarse los pies.

Norfolk y él se enfrentan en la reunión del Consejo. El duque despotrica y él se retrepa en el asiento, cruza los brazos y observa cómo vociferan. Tendrían que enviar a Dublín al joven Fitzroy, dice al Consejo. Un aprendiz de rey: que se exhiba, que brinde un espectáculo, que reparta un poco de dinero.

—Tal vez debiéramos ir nosotros a Irlanda, señor —le dice Richard.

—Creo que mis tiempos de militar han terminado.

—A mí me gustaría. Todos los hombres deberían ser soldados una vez en la vida.

—Es tu abuelo quien habla por ti. Ap Evan el arquero. De momento, concéntrate en lucirte en los torneos.

Richard ha demostrado que es un hombre formidable en las justas. Más o menos como dice Christophe: zas, y derribados. Se diría que es algo que su sobrino lleva en la sangre, y que está en la sangre de los gentilhombres que compiten. Luce los colores de Cromwell, y al rey le encanta por eso, y le encanta cualquier hombre con aptitudes, valor y fuerza física. La pierna enferma obliga a Enrique cada vez más a sentarse con los espectadores. Cuando le duele, se aterra, se le ve en la mirada; y cuando se recupera, se impacienta. La inseguridad acerca de la propia salud le hace menos proclive a los gastos y los problemas de organización de un gran torneo. Cuando participa, con su experiencia, su peso y su talla, sus soberbios caballos y su brioso temperamento, es probable que gane. Pero prefiere enfrentarse a adversarios que conoce, para evitar accidentes.

—¿No tuvo el emperador un humor maligno en el muslo, hace dos o tres años, cuando estaba en Alemania? —pregunta Enrique—. Dicen que el clima no le sentaba bien. Pero, claro, sus dominios le permiten cambiar de clima. Mientras que en mi reino el clima no cambia de un sitio a otro.

—Bueno, supongo que en Dublín es peor.

Enrique mira cómo diluvia fuera, desesperado.

—Y cuando salgo a caballo, la gente me grita. Salen de las zanjas y gritan cosas sobre Catalina, que debería volver con ella. ¿Qué les parecería si yo les dijese cómo tienen que organizar sus casas y tratar a sus mujeres y a sus hijos?

Ni siquiera cuando aclara el tiempo disminuyen los temores del rey.

—Ella escapará y reclutará un ejército contra mí —dice—. Catalina. No sabéis lo que sería capaz de hacer.

—Ella me dijo que no escaparía.

—¿Y creéis que nunca miente? Sé que miente. Tengo pruebas de ello. Mintió sobre su virginidad.

Oh, eso, piensa él cansinamente.

Parece que Enrique no cree en el poder de los guardias armados, en las cerraduras y las llaves. Cree que un ángel reclutado por el emperador Carlos los hará desaparecer. Cuando viaja, lleva una cerradura de hierro enorme, que instala en la puerta de su cámara un sirviente que le acompaña para ese fin. Hace que prueben su comida por si tiene veneno, y que examinen su cama es lo último que se ha de hacer cada noche, por si hay armas ocultas, por ejemplo agujas; pero aun así, teme que le asesinen mientras duerme.

Otoño: Thomas Moro está adelgazando, un hombrecillo nervudo emerge de lo que nunca fue un exceso de carne. Él permite que Antonio Bonvisi le envíe alimentos.

—No es que los lucanos sepáis comer. Se los enviaría yo mismo, pero ya sabéis lo que diría la gente si enfermase. Le gustan los huevos. No sé si hay muchas más cosas que le gusten.

Un suspiro. «Budines de leche».

Él sonríe. Estos son días carnívoros. «No me extraña que no engorde».

—Hace cuarenta años que lo conozco —dice Bonvisi—. Toda una vida, Tommaso. No le haríais daño, ¿verdad? Si podéis, por favor, que nadie le haga daño.

—¿Por qué creéis que no soy mejor que él? Mirad, no necesito presionarle. Lo harán su familia y sus amigos. ¿Por qué no van a hacerlo?

—¿No podéis dejarle allí sin más? ¿Olvidaros de él?

—Por supuesto. Si el rey lo permitiese.

Toma medidas para que Meg Roper pueda hacerle visitas. Padre e hija pasean por los jardines, cogidos del brazo. Él les observa a veces por una ventana de las habitaciones del jefe de la guardia. En noviembre, esa política ha fracasado. Ha sido contraproducente, en realidad, le ha mordido la mano como un perro al que recoges de la calle por compasión.

—Él me ha dicho —dice Meg—, y me ha pedido que se lo diga a sus amigos, que no tendrá nada que ver con juramentos de ningún género, que si nos dicen que ha jurado, tenemos que considerar que le han obligado con malos tratos y burda manipulación. Y que si se muestra al Consejo un documento con su firma, debemos pensar que la letra no es la suya.

Se pide ahora a Moro que jure la Ley de Supremacía, una ley que ratifica todos los poderes y dignidades asumidos por el soberano en los dos últimos años. No nombra al rey jefe de la Iglesia, como dicen algunos. Declara que es cabeza suprema de la Iglesia y que siempre lo ha sido. Si al pueblo no le gustan las ideas nuevas, démoselas viejas. Si necesitan precedentes, él tiene precedentes. Un segundo decreto, que entrará en vigor el nuevo año, define el alcance de la traición. Se considerará delito de traición negar los títulos o la jurisdicción de Enrique, hablar o escribir maliciosamente contra él, llamarle hereje o cismático. Esta ley afectará a los frailes que propagan el pánico y dicen que los españoles van a desembarcar con la próxima marea para entregar el trono a lady María. Afectará a los sacerdotes que despotrican en sus sermones contra la autoridad del rey y dicen que está arrastrando a sus súbditos al Infierno con él. ¿Es excesivo que un monarca pida que un súbdito suyo sea respetuoso con él y controle su lengua?

Esto es nuevo, dice la gente, que se cometa traición solo con palabras. No, dice él, podéis estar seguros. Es antiguo. Convierte en derecho positivo lo que los jueces en su sabiduría han definido como derecho común. Es una medida aclaratoria. Soy un decidido partidario de la claridad.

Ante la negativa de Moro a prestar este segundo juramento, se dicta un decreto contra él, confiscando sus bienes, que pasan a pertenecer a la Corona. Ya no tiene esperanza de liberación; mejor dicho, la esperanza reside en él mismo. Es su deber visitarle, explicarle que ya no se permitirán más visitas ni paseos por los jardines.

—No hay nada que ver en esta época del año. —Moro mira el cielo, una estrecha franja gris que cruza el ventanal—. ¿Puedo conservar mis libros? ¿Escribir cartas?

—De momento.

—¿Y John Wood, se queda conmigo?

Su sirviente.

—Sí, por supuesto.

—Me trae de vez en cuando pequeñas noticias. Dicen que ha estallado la enfermedad del sudor entre los soldados del rey en Irlanda. En una época tan avanzada del año, además.

También ha estallado la peste. Pero no se lo va a decir a Moro, ni que toda la campaña irlandesa es un desastre y un derroche de dinero, ni que lamenta no haber hecho caso a Richard y haber ido él mismo.

—La fiebre del sudor se lleva a muchos —dice Moro—. Y muy deprisa, y en la flor de la vida, además. Y si sobrevives, no estás en condiciones de combatir a los salvajes irlandeses, desde luego. Recuerdo cuando la contrajo Meg, estuvo a punto de morir. ¿La habéis tenido? No, nunca enfermáis, ¿verdad? —Habla por hablar; luego alza la vista—. Decidme, ¿qué sabéis de Amberes? Cuentan que Tyndale está allí. Dicen que vive con estrecheces. No se atreve a salir de la casa de los mercaderes ingleses. Dicen que está como en prisión, casi como yo.

Es verdad. Al menos, en parte. Tyndale ha trabajado en la pobreza y la oscuridad, y ahora su mundo ha quedado reducido a una pequeña habitación. Mientras fuera, en la ciudad, bajo las leyes del emperador, marcan a los impresores y les sacan los ojos, matan a hermanos y hermanas por su fe, decapitan a los hombres y entierran vivas a las mujeres. Moro todavía cuenta con una compacta red en Europa, una red hecha de dinero; él cree que sus hombres han seguido a Tyndale muchos meses, pero, pese a todo su ingenio y al de Stephen Vaughan, que está allí, no han conseguido descubrir qué ingleses de los que pasan por esa ajetreada ciudad son agentes de Moro.

—Tyndale estaría más seguro en Londres —dice Moro—. Con vos, el protector del error. Mirad lo que está pasando ahora en Alemania. Ya veis a lo que nos lleva la herejía, Thomas. Nos lleva a Münster, ¿no creéis?

Sectarios, anabaptistas, se han apoderado de la ciudad de Münster. Las peores pesadillas (cuando despiertas aterrado y crees que has muerto) son una bendición comparadas con eso. Los burgomaestres han sido expulsados del Consejo, y ladrones y lunáticos han ocupado sus puestos, proclamando que ha llegado el final de los tiempos y que todos deben bautizarse de nuevo. Los ciudadanos que disienten han sido expulsados de la ciudad, desnudos, para que perezcan en la nieve. La ciudad está cercada ahora por las tropas de su propio príncipe-obispo, que se propone rendirla por hambre. Dicen que los defensores son mayoritariamente las mujeres y los niños que quedaron atrás. Los mantiene aterrados un sastre llamado Bockelson, que se ha coronado rey de Jerusalén. Se rumorea que sus amigos han instaurado la poligamia, como recomienda el Antiguo Testamento, y que algunas mujeres se han ahorcado o ahogado para no someterse a esa violación al amparo de la ley de Abraham. Esos profetas se entregan al robo a plena luz del día, con el pretexto de establecer una comunidad de bienes. Dicen que se han apoderado de las casas de los ricos, quemado sus cartas, roto sus cuadros, fregado los suelos con finos bordados y destruido los archivos en los que consta quién es propietario de qué, para que no puedan volver nunca los viejos tiempos.

—Utopía —dice él—. ¿No?

—Me han dicho que están quemando los libros de las bibliotecas de la ciudad. Erasmo ha sido pasto de las llamas. ¿Qué clase de demonios quemarían al apacible Erasmo? Pero no hay duda, no hay duda. —Moro cabecea—. En Münster se restaurará el orden. Estoy seguro de que el príncipe Felipe de Hesse, amigo de Lutero, prestará al buen obispo sus cañones y sus artilleros, y un hereje aplastará a otro. Los hermanos se atacan entre ellos, ¿comprendéis? Como perros rabiosos babeantes en las calles, que se arrancan las entrañas cuando se encuentran.

—Yo os diré cómo acabará Münster. Alguien del interior de la ciudad la rendirá.

—¿Lo creéis? Parece que quisierais hacerme apostar. Pero, en fin, nunca he sido jugador. Y además ahora todo mi dinero lo tiene el rey.

—Un hombre como ese, un sastre, asciende al poder por un mes o dos…

—Un mercader de lana, el hijo de un herrero, asciende al poder por un año o dos…

Él se levanta, recoge la capa: lana negra, forro de piel de cordero. Los ojos de Moro relampaguean: ah, veis, os he puesto en fuga. Ahora susurra, como si se tratase de una cena. ¿Tenéis que marcharos ya? Esperad un poco. ¿No podéis? Alza la barbilla.

—¿Así que no veré más a Meg?

El tono, el vacío, la pérdida. Le llega directamente al corazón. Se vuelve para responder con calma algo sabido.

—Tenéis que decir unas palabras. Nada más.

—Ah. Solo palabras.

—Y si no queréis, puedo ponéroslas por escrito. Firmáis y el rey se dará por satisfecho. Mandaré mi barca para que os lleven de nuevo a Chelsea y os dejen en el embarcadero del fondo de vuestro jardín. No hay mucho que ver, como decís, en esta época del año, pero pensad en el cálido recibimiento. La dama Alice está esperando… Alice está cocinando, en fin, solo eso os restauraría; está de pie a vuestro lado, viéndoos masticar y, en el momento en que os limpiáis la boca, ella os estrecha en sus brazos y retira con besos la grasa de carnero, ¡cuánto os he echado de menos, marido! Os lleva a su dormitorio, cierra la puerta con llave y se guarda la llave en el bolsillo y os desnuda hasta dejaros en camisa, solo las piernecillas blancas asomando… En fin, admitidlo, la mujer tiene sus derechos. Luego, al día siguiente, pensadlo bien, os levantaréis antes de amanecer, iréis a vuestra celda familiar y os azotaréis, pediréis pan y agua como siempre y, a las ocho, os volveréis a poner el cilicio y, encima, vuestro viejo traje de lana, el encarnado del desgarrón, pondréis los pies en un escabel y vuestro único hijo os llevará las cartas, romperéis el sello de vuestro querido Erasmo. Y luego, cuando hayáis leído la correspondencia, podréis salir a dar un paseíto (digamos que es un día de sol) y contemplar vuestros pájaros enjaulados y vuestra zorrilla en su cubil y podréis decir: yo también he sido prisionero, pero ya no, porque Cromwell me enseñó que podía ser libre… ¿No lo deseáis? ¿No queréis salir de aquí?

—Deberíais escribir una obra de teatro —dice Moro, dubitativo.

—Tal vez lo haga —dice él, riéndose.

—Eso es mejor que un cuento de Chaucer. Palabras. Palabras. Solo palabras.

Él se vuelve. Mira fijamente a Moro. Parece que hubiera cambiado la luz. Se ha abierto una ventana que da a un país extraño, donde sopla un viento frío de la infancia.

—Aquel libro… ¿Era un diccionario?

Moro frunce el ceño.

—¿A qué os referís?

—Yo subía las escaleras de Lambeth…, perdonad un momento… Yo subía corriendo las escaleras, llevando vuestra ración de cerveza de mala calidad y vuestra barra de pan de trigo para que no pasaseis hambre si despertabais de noche. Eran las siete de la tarde. Estabais leyendo y cuando alzasteis la vista, apoyasteis las manos en el libro —alarga las suyas como alas— como si lo protegieseis. Señor Moro, ¿qué hay en ese libro grande?, os pregunté. Palabras, palabras, solo palabras, contestasteis.

Moro ladea la cabeza.

—¿Cuándo fue eso?

—Creo que yo tenía siete años.

—Oh, qué disparate —dice Moro afablemente—. Yo no os conocí cuando teníais siete años. Porque estabais… —frunce el ceño—, tendríais que haber estado…, y yo estaba…

—A punto de ir a Oxford. No os acordáis. Pero ¿por qué habríais de acordaros? —se encoge de hombros—. Creí que os reíais de mí.

—Oh, es muy probable, sí —dice Moro—. Si es que ese encuentro tuvo lugar. Pero considerad lo que sucede ahora, que venís aquí y os reís de mí. Me habláis de Alice. Y de mis piernecillas blancas.

—Creo que debía de ser un diccionario. ¿Estáis seguro de que no os acordáis? En fin… Mi barca espera y no quiero que los remeros pasen frío.

—Aquí los días son muy largos —dice Moro—. Y las noches, más. Tengo el pecho mal. Y problemas para respirar.

—Pues volved a Chelsea, el doctor Butts os visitará, veamos, Thomas Moro, ¿qué os habéis estado haciendo? Tapaos la nariz y bebed esta pócima hedionda…

—A veces pienso que no llegaré a la mañana.

Él abre la puerta.

—¿Martin?

Martin tiene treinta años, nervudo, cabello rubio y ralo bajo la gorra, rostro afable y risueño lleno de arrugas. Su ciudad natal es Colchester, su padre es sastre y aprendió a leer en el Evangelio de Wycliffe, que su padre escondía en el techo, debajo de la paja. Esta es una nueva Inglaterra; una Inglaterra en la que Martin puede sacar el texto antiguo y enseñárselo a sus vecinos. Tiene hermanos, todos ellos hombres de la Biblia. Su esposa se encuentra ahora precisamente dando a luz a su tercer hijo. «Entre la paja», como dice él.

—¿Alguna noticia?

—Todavía no. Pero ¿seréis el padrino? Le pondremos Thomas si es niño y si es niña ponedle vos el nombre, señor.

Un roce de palmas y una sonrisa.

—Grace —dice él. Se sobrentiende un regalo en dinero; para que el niño pueda empezar en la vida. Se vuelve hacia el hombre enfermo, que ahora se ha desmoronado sobre la mesa.

—Sir Thomas dice que de noche le falta el aliento. Traedle algunos cojines, almohadones, lo que encontréis, y apoyadle en ellos para que pueda respirar mejor. Quiero que tenga todas las posibilidades de vivir para que reconsidere su actitud, muestre lealtad a nuestro rey y vuelva a su casa. Y ahora, buenas tardes a los dos.

Moro alza la vista.

—Quiero escribir una carta.

—Por supuesto. Tendréis tinta y papel.

—Quiero escribir a Meg.

—Entonces enviadle una palabra humana.

Las cartas de Moro van más allá de lo personal. Pueden ir dirigidas a su hija, pero están escritas para que las lean sus amigos de Europa.

—¿Cromwell? —Le llama desde atrás—. ¿Cómo está la reina?

Moro siempre es correcto, no como quienes se exceden y dicen «la reina Catalina». ¿Cómo está Ana?, quiere decir. Pero ¿qué podría contarle? Ya está de camino. Ha cruzado la puerta. Una oscuridad azul ha reemplazado al gris en la estrecha ventana.

Había oído la voz de ella desde la habitación contigua: grave, implacable. Enrique grita, indignado. «¡Yo no! Yo no».

En la antecámara, Thomas Bolena, monseñor, su estrecho rostro rígido. Algunos parásitos de los Bolena que intercambian miradas: Francis Weston, Francis Bryan. En un rincón, procurando pasar desapercibido, Mark Smeaton, el muchacho que toca el laúd; ¿qué hace él aquí? No es del todo un cónclave de familia: George Bolena está en París, manteniendo conversaciones. Se ha propuesto que la infanta Isabel se case con un hijo de Francia. Los Bolena piensan realmente que será así.

—¿Qué puede haber ocurrido para alterar a la reina? —dice él. Su tono es de asombro: como si se tratase de la más plácida de las mujeres.

—Es lady Carey —dice Weston—. Está…, quiero decir que se encuentra…

Bryan da un bufido.

—Embarazada de un bastardo.

—Ah. ¿No lo sabíais? —La conmoción que se produce a su alrededor es gratificante; él se encoge de hombros—. Creía que era un asunto de familia.

El parche del ojo de Bryan le hace un guiño. Hoy es de un amarillo ictérico.

—Debéis vigilarla muy estrechamente, Cromwell.

—Una tarea en la que yo he fracasado —dice Bolena—. Evidentemente. Ella asegura que el padre del niño es William Stafford, y que se ha casado con él. Conocéis a Stafford, ¿no?

—Más o menos. Bueno —dice alegremente—, ¿entramos? Mark, no queremos poner música a este asunto, así que ve a otro lugar donde seas útil.

Solo Henry Norris atiende al rey; Jane Rochford, a la reina. Enrique está pálido.

—Me hacéis reproches, señora, por lo que hice incluso antes de conoceros.

Se han agrupado detrás de él.

Milord Wiltshire —dice Enrique—, ¿es que no sois capaz de controlar a vuestras hijas?

—Cromwell lo sabía —dice Bryan. Y él se ríe.

Monseñor empieza a hablar, vacilante; él, Thomas Bolena, el diplomático célebre por su astucia elocuente. Ana le corta:

—¿Por qué habría de tener ella un niño de Stafford? No creo que sea suyo. ¿Por qué iba a acceder él a casarse con ella, salvo que sea por ambición? Ha dado un paso en falso ahí, porque no volverá a la corte, y ella tampoco. Ya puede ponerse de rodillas ante mí. Me da igual. Por mí, puede morirse de hambre.

Si Ana fuese mi esposa, piensa él, me iría a pasar la tarde fuera de casa. Está demacrada, no puede estarse quieta. No le dejarías tranquilamente a mano un cuchillo afilado. «¿Qué hacer?», cuchichea Norris. Jane Rochford se apoya en los tapices, donde las ninfas se entrelazan en los árboles. El borde de su falda se hunde en algún río fabuloso, y roza con el velo una nube, desde la que atisba una diosa. Ella alza la cara, con una discreta expresión de triunfo.

Podría hacer que traigan al arzobispo, piensa él. Ana no se enfurecería ni patearía estando él presente. Ahora ha cogido a Norris de la manga. ¿Qué se propone?

—Mi hermana lo ha hecho para fastidiarme. Cree que podrá pavonearse con su gran barriga por la corte y compadecerse y reírse de mí porque he perdido a mi hijo.

—Estoy seguro de que si se enfocase la cuestión… —empieza a decir su padre.

—Marchaos —dice ella—. Dejadme sola y decidle a ella, la señora Stafford, que ya no pertenece a mi familia. No la conozco, ya no es una Bolena.

—Wiltshire, marchaos —añade Enrique en el tono en que se promete una azotaina a un colegial—. Hablaremos más tarde.

—Majestad —le dice él al rey, en tono inocente—, ¿no despacharemos ningún asunto hoy?

Enrique se ríe.

Lady Rochford corre a su lado. Él no aminora el paso, así que ella tiene que alzarse las faldas.

—¿Lo sabíais de verdad, señor secretario? ¿O lo dijisteis solo por ver la cara que ponían?

—Sois demasiado buena para mí. Adivináis todas mis estratagemas.

—Afortunadamente, adivino las de lady Carey.

—¿Lo habéis descubierto vos?

¿Quién si no?, piensa él. Con su marido George fuera, no tiene a quién espiar.

En la cama de María hay esparcidas telas de seda de colores (rojo anaranjado, naranja, encarnado) como si hubiese estallado un fuego en el colchón. De los taburetes y del banco que hay al pie de la ventana cuelgan vestidos de linón, cintas enredadas y guantes desparejados. ¿Son esas las mismas medias verdes que ella mostró una vez hasta la rodilla, corriendo hacia él el día que le propuso matrimonio?

Espera a la puerta.

—Stafford, ¿eh?

Ella se yergue, con las mejillas ruborosas, una zapatilla de terciopelo en la mano. Ahora que se ha descubierto el secreto, se ha aflojado el justillo. Desvía la vista de él.

—Muy bien, Jane. Traed.

—Disculpad, señor.

Es Jane Seymour, que pasa a su lado de puntillas, con una brazada de ropa limpia doblada. Luego entra detrás de ella dando tumbos un muchacho con un baúl de cuero amarillo.

—Déjalo aquí. Mark.

—Ya veis, señor secretario —dice Mark—. Soy útil.

Jane se arrodilla ante el baúl y lo abre.

—¿Batista para forrarlo?

—Olvidad la batista. ¿Dónde está mi otro zapato?

—Es mejor marcharse —advierte lady Rochford—. Si tío Norfolk os ve os pegará. Vuestra real hermana cree que el padre de vuestro hijo es el rey. Dice que por qué iba a ser William Stafford.

María bufa.

—Ella no sabe nada. ¿Qué sabe Ana de amar a un hombre solo por él mismo? Podéis decirle que me ama. Podéis decirle que se preocupa por mí, y que nadie más lo hace. Nadie en este mundo.

Él se inclina y susurra: señora Seymour, no sabía que fueseis amiga de lady Carey.

—Nadie más la ayudará —mantiene la cabeza baja y se le enrojece la nuca.

—Esas colgaduras de la cama son mías —dice María—. Bajadlas.

Él ve que tienen bordadas las armas de su marido Wilt Carey, muerto hace cuánto…, ¿siete años ya?

—Puedo quitarles los distintivos. —Por supuesto: ¿de qué valen un difunto y sus distintivos?—. ¿Dónde está mi palangana dorada, Rochford? ¿La habéis cogido?

Da una patada al baúl amarillo; tiene estampado el halcón de Ana.

—Si me ven con esto, me lo quitarán y tirarán mis cosas en el camino.

—Si podéis esperar una hora —dice él—, os enviaré a alguien con un carro.

—¿Llevará estampado Thomas Cromwell? Dios me ampare, no dispongo de una hora. ¡Lo sé muy bien!

—Empieza a retirar las sábanas de la cama. —¡Haced lardos!

—Qué vergüenza —dice Jane Rochford—. ¿Vais a escapar como una sirvienta que ha robado la vajilla? Además, no necesitaréis estas cosas en Kent. Stafford tiene una granja o algo así, ¿no? ¿Una mansión pequeña? De todos modos, podréis venderlas. Tendréis que hacerlo, supongo.

—Mi buen hermano me ayudará cuando regrese de Francia. Y no dejará que me tengan confinada.

—Lamento no ser de la misma opinión. Lord Rochford comprenderá, como yo, que habéis deshonrado a toda la familia.

María se vuelve, estirando el brazo como un gato que enseñase las uñas.

—Esto es mejor que el día de vuestra boda, Rochford. Es como recibir una casa llena de regalos. No podéis amar, no sabéis lo que es el amor, y lo único que sois capaz de hacer es envidiar a los que saben y disfrutar con sus problemas. Sois una mujer desventurada y desdichada cuyo marido la desprecia, y me dais lástima y me da lástima también mi hermana Ana, no me cambiaría por ella. Prefiero estar en la cama de un gentilhombre pobre pero honrado que solo se preocupa por mí que ser como la reina y tener que conservar a su hombre con los trucos de una puta vieja… Sí, sé que lo hace, él le ha contado a Norris lo que le ofrece ella, y eso no sirve para tener un hijo, os lo aseguro. Y ahora tiene miedo de todas las mujeres de la corte… ¿La habéis mirado, habéis visto el aspecto que tiene últimamente? Se pasó siete años conspirando para ser reina, y Dios nos libre de las oraciones correspondidas. Creía que todos los días serían como el de su coronación.

María busca en el batiburrillo de sus posesiones, sin aliento, y tira a Jane Seymour un par de manguitos.

—Toma, para ti, querida, con mi bendición. Eres el único corazón bondadoso de la corte.

Jane Rochford se marcha, con un portazo.

—Dejad que se vaya —susurra Jane Seymour—. Olvidadla.

—¡Hasta nunca! —exclama María—. Debo alegrarme de que no inspeccionase mis cosas y me ofreciese un precio.

Sus palabras chocan, revolotean y resuenan en el silencio de la habitación como pájaros atrapados que se espantan y cagan en las paredes: él le ha dicho a Norris lo que ella le ofrece. De noche, tácticas ingeniosas. Él lo reformula: ¿cómo hay que hacer, sin duda?… Apuesto a que Norris es todo oídos. ¡Santo cielo, esta gente! El muchacho Mark está allí plantado, boquiabierto, detrás de la puerta.

—Mark, si sigues ahí como un pez fuera del agua tendré que cortarte en filetes y freírte.

El muchacho escapa.

La señora Seymour ha atado los fardos y parecen pájaros con las alas rotas. Él se los coge y vuelve a atarlos, no con cintas de seda sino con una práctica cuerda.

—¿Siempre lleváis cuerda encima, señor secretario?

—¡Oh, mi libro de poemas de amor! —exclama María—. Lo tiene Shelton.

Sale rápidamente de la habitación.

—Lo necesitará —dice él—. Allá en Kent no hay poemas.

—Lady Rochford le dirá que los sonetos no quitan el frío. No —dice Jane—, la verdad es que yo nunca he tenido un soneto. Así que en realidad no lo sabría.

Liz, piensa él, aparta de mí tu mano muerta. ¿Me impides ver a esta muchachita tan pequeña, tan delgada, tan plana? Se vuelve.

—Jane…

—¿Señor secretario?

Ella hunde las rodillas y se vuelve de lado sobre el colchón; se incorpora, se estira la falda, se asienta, se agarra a un poste de la cama, se pone en pie, alza el brazo y empieza a soltar las cortinas.

—¡Bajaos de ahí! Ya lo haré yo. Mandaré un carro para la señora Stafford. Ella no puede llevar encima todas sus cosas.

—Puedo hacerlo. Un señor secretario no se dedica a descolgar cortinas de cama.

—Un señor secretario hace de todo. Me sorprende que no tenga que hacerle las camisas al rey.

Jane se balancea suavemente por encima de él. Hunde los pies en las plumas del colchón.

—Eso lo hace la reina Catalina. Todavía.

—La viuda Catalina. Bajaos.

Ella salta a los juncos del suelo, agitando las faldas.

—Ahora incluso, después de todo lo que ha pasado entre ellos. Le envió un paquete nuevo la semana pasada.

—Creía que el rey se lo había prohibido.

—Ana dice que habría que rasgarlas y usarlas, bueno, ya sabéis para qué, en el retrete. Él se enfadó. Quizá porque le disgusta la palabra «retrete».

—Ya no.

—Al rey no le gusta nada el lenguaje grosero y no pocos cortesanos han sido apartados por contar historias sucias.

—¿Es verdad lo que dice María? ¿Qué la reina tiene miedo?

—Es que ahora el rey anda suspirando por la señora Shelton. Bueno, ya lo sabéis. Lo habéis observado.

—Pero es evidente que se trata de algo sin importancia. Un rey está obligado a ser galante, hasta que llega a la edad en que se pone la túnica larga y se sienta al fuego con sus capellanes.

—Decídselo a Ana. Ella no lo ve así. Quería echar a Shelton. Pero su padre y su hermano se opusieron. Porque los Shelton son primos suyos, y si Enrique va a mirar hacia otro sitio, quieren que sea un sitio que quede cerca de casa. ¡El incesto es muy popular en estos tiempos! Tío Norfolk dijo…, quiero decir, Su Excelencia…

—No os preocupéis —dice él, distraído—. También yo le llamo así.

Jane se lleva una mano a la boca. Es una mano infantil, de uñas pequeñas y brillantes.

—Pensaré en eso cuando esté en el campo y no tenga con qué entretenerme. Y entonces, ¿él dice «querido sobrino Cromwell»?

—¿Os vais de la corte? —sin duda tiene un marido a la vista, algún marido campesino.

—Espero que cuando haya servido otra temporada quede libre.

María irrumpe en la habitación resoplando. Sostiene precariamente dos cojines bordados sobre el bulto de su vientre, un bulto que ahora resulta evidente. Tiene una mano libre para su palangana dorada, en la que lleva el libro de poesías. Tira los cojines, abre el puño y esparce un puñado de botones de plata que resuenan como dados en la palangana.

—Los tenía Shelton, condenada urraca.

—No me gusta la reina, en realidad —dice Jane—. Y hace mucho que no estoy en Wolf Hall.

Como regalo de Año Nuevo para el rey, le ha encargado a Hans una miniatura en pergamino que muestra a Salomón en su trono recibiendo a la reina de Saba. Ha de ser una alegoría, explica, del rey recibiendo los frutos de la Iglesia y el homenaje de su pueblo.

—Comprendo —dice Hans lanzándole una mirada desdeñosa.

Hans prepara bocetos. Salomón está sentado majestuosamente. La reina de Saba está de pie ante él, con la cara alzada, que no se ve, de espaldas al espectador.

—¿Podéis verle mentalmente la cara, aunque esté oculta? —pregunta él.

—¡Pagasteis por la parte de atrás de la cabeza, eso es lo que tenéis! —Hans se frota la frente; suaviza el tono—. No es verdad. Puedo verla.

—¿Cómo una mujer a la que se encuentra uno en la calle?

—No exactamente. Más bien como alguien a quien recuerdas. Como una mujer que conociste de pequeño.

Se sientan frente al tapiz que le regaló el rey. La mirada del pintor se posa en él.

—Esa mujer de la pared… la tenía Wolsey, la tuvo Enrique y ahora la tenéis vos.

—No es nadie de la vida real, os lo aseguro. —Bueno, no a menos que Westminster tenga una puta muy discreta y versátil.

—Sé quién es. —Hans asiente enfáticamente, apretando los labios, con ojos chispeantes y burlones, como un perro que te roba un pañuelo para que corras tras él a quitárselo—. Hablan de ello en Amberes. ¿Por qué no vais a buscarla?

—Está casada. —Le espanta la idea de que ese asunto privado suyo sea objeto de comentarios públicos.

—¿Creéis que no vendría con vos?

—Han pasado muchos años. Yo he cambiado.

Ja. Ahora sois rico.

—Pero ¿qué se diría de mí si le quitase una mujer a su marido?

Hans se encoge de hombros. Los alemanes son muy realistas. Moro dice que los luteranos fornican en la iglesia.

—Además —dice Hans—, está lo del…

—¿El qué?

Hans se encoge de hombros: nada.

—¡Nada! ¿Vais a colgarme de las manos hasta que confiese?

—Yo no hago eso. Solo amenazo con hacerlo.

—Yo solo quería decir —añade suavemente Hans— que está lo de todas las otras mujeres que quieren casarse con vos. Las mujeres de Inglaterra tienen todas libros secretos en los que anotan con quién van a casarse cuando envenenen a sus maridos. Y vos sois el primero en la lista de todas ellas.

En sus momentos de ocio (dos o tres a la semana) ha revisado los archivos del Registro del Reino. Aunque los judíos tienen prohibida la entrada en el país, no se puede saber qué pecios humanos arrojará la marea de la fortuna, y solo una vez, durante un mes nada más en estos trescientos años, ha estado la casa vacía. Repasa las cuentas de los sucesivos guardianes y examina, curioso, los recibos de los gastos de manutención de los habitantes muertos, escritos en caracteres hebreos. Algunos pasaron cincuenta años entre estas paredes, amedrentados por los londinenses del otro lado. Cuando recorre los tortuosos pasillos, siente las pisadas de ellos debajo de las suyas.

Va a ver a las dos residentes que siguen allí. Son unas mujeres silenciosas y vigilantes de edad indeterminada que se llaman Katherine Wheteley y Mary Cook.

—¿Qué hacéis? —con su tiempo, quiere decir.

—Rezamos nuestras oraciones.

Le observan para adivinar sus intenciones, buenas o malas. Sus semblantes dicen: somos dos mujeres a las que solo les queda la historia de su vida. ¿Por qué habríamos de compartirla con vos?

Él les envía regalos, volatería, pero se pregunta si comerán carne procedente de manos gentiles. Hacia Navidad, el prior de la Christ Church de Canterbury le envía doce manzanas de Kent, envueltas cada una en lino gris, unas manzanas de un tipo especial, excelentes con vino. Se las lleva a las conversas, con vino elegido por él.

—En el año 1353 —les dice— solo había una persona en la casa. Me duele pensar que vivió aquí sin compañía. Su último domicilio fue la ciudad de Exeter, pero me pregunto dónde viviría antes. Se llamaba Claricia.

—No sabemos nada de ella. Sería sorprendente que lo supiésemos —dice Katherine, o tal vez Mary. Tantea las manzanas con la yema de los dedos. Es posible que no sepa lo especiales que son, ni que son el mejor regalo que podía encontrar el prior. Les dice que si no les gustan, tiene peras hervidas, si las prefieren. Que alguien le ha regalado quinientas.

—Un hombre que quería hacerse notar —dice Katherine; o Mary.

—Habrían sido mejor quinientas libras —dice la otra.

Las dos se ríen, pero su risa es fría. Se da cuenta de que nunca se entenderá con ellas. Le gusta el nombre de Claricia, piensa que ojalá lo hubiese propuesto para la hija del carcelero. Es un nombre para una mujer con la que podrías soñar: podrías ver a través de ella.

Cuando Hans termina el regalo de Año Nuevo para el rey, dice:

—Es la primera vez que hago su retrato.

—Pronto haréis otro, espero.

Hans sabe que él tiene una Biblia inglesa, una traducción casi acabada. Se lleva un dedo a los labios; demasiado pronto para hablar de eso, tal vez al año que viene.

—Si se la dedicaseis a Enrique —dice Hans—, ¿podría rechazarla ahora? Le pondré en la portada, en toda su gloria, como cabeza de la Iglesia.

Hans pasea, masculla unas cifras. Calcula los costes del papel y la imprenta, calcula sus beneficios. Lucas Cranach dibuja las portadas para Lutero.

—Esos cuadros de Martín y su esposa, ha vendido montones de grabados de ellos. Y Cranach hace que todo el mundo parezca un cerdo.

—Cierto. Incluso esos desnudos plateados que pinta tienen tiernas caras cerdunas, y pies de jornalero, y orejas cartilaginosas.

—Pero supongo que si yo pinto a Enrique tengo que halagarle. Mostrarle cómo era hace cinco años. O diez.

—Basta con cinco. Si no, pensaría que os burláis de él.

Hans se pasa un dedo por el cuello, dobla las rodillas, saca la lengua como un hombre ahorcado, parece prever todos los métodos de ejecución.

—Haría falta una grandeza sencilla —dice él.

Hans resplandece.

—Puedo hacerlo sin problema.

El final del año trae consigo frío y una luz de un verde acuoso que baña el Támesis y la ciudad. En su escritorio caen las cartas con un susurro leve, como grandes copos de nieve. Doctores en teología de Alemania, embajadores de Francia, María Bolena desde su exilio de Kent.

Rompe el sello.

—Escucha esto —le dice a Richard—. María quiere dinero. Dice que sabe que no debía haberse precipitado tanto. Dice que el amor ofusca la razón.

—Amor, ¿fue eso?

Él lee. No lamenta ni un instante haberse casado con William Stafford. Podría haber tenido, dice, otros maridos, con títulos y riqueza. Pero «si estuviese libre ahora y pudiese elegir, os aseguro, señor secretario, que he comprobado que hay en él tanta honestidad que preferiría mendigar mi pan a su lado a ser la reina más grande de la Cristiandad».

No se atreve a escribir a su hermana la reina. Ni a su padre ni a su tío ni a su hermano. Son todos tan crueles. Así que le escribe a él… Él se pregunta: ¿estaba Stafford inclinado sobre su hombro mientras ella escribía? ¿Se reiría ella y diría: hice concebir esperanzas a Thomas Cromwell en una ocasión?

—Ya casi no me acuerdo de que María y yo íbamos a casarnos —dice Richard.

—Fue en unos tiempos muy distintos a estos.

Y Richard se siente feliz; ve cómo han ido las cosas; podemos prosperar sin los Bolena. Pero la Cristiandad andaba trastornada por el matrimonio de Ana Bolena, todo para poner un cerdo pelirrojo en la cuna. ¿Y si fuese cierto, lo de que Enrique está harto? ¿Y si la empresa estuviese condenada?

—Llama a Wiltshire.

—¿Qué venga aquí?

—Vendrá al instante.

Le humillará, a su modo amable, y le obligará a asignar una anualidad a María. La chica trabajó para él, tumbada de espaldas, y ahora tiene que concederle una pensión. Richard estará sentado en las sombras y tomará notas. Eso recordará a Bolena los viejos tiempos: unos tiempos que quedan más o menos seis o siete años atrás. La semana pasada, Chapuys le dijo: en este reino, vos sois ahora todo lo que era el cardenal y más.

Alice Moro va a verle el día de Nochebuena. Hay una luz tenue y áspera, como el filo de un viejo cuchillo, y Alice parece vieja a esa luz.

La recibe como a una princesa, y la lleva a una de las cámaras que ha hecho reformar y pintar, en la que arde un gran fuego en una chimenea reconstruida. El aire huele a ramas de pino.

—¿Celebráis aquí la fiesta? —Alice ha hecho un esfuerzo por él; se ha recogido el cabello detrás, bien tirante, bajo una cofia salpicada de aljófar—. ¡Bueno! Cuando vine aquí anteriormente era un lugar viejo y mohoso. Mi marido solía decir… —y él percibe el uso del pasado—, mi marido solía decir: encierra a Cromwell en una mazmorra profunda por la mañana, y cuando vuelvas por la noche estará sentado en un mullido cojín comiendo lenguas de golondrina, y los carceleros le deberán dinero.

—¿Hablaba mucho de encerrarme en mazmorras?

—Era solo hablar por hablar —dice ella, incómoda—. Pensé que podríais llevarme a ver al rey. Sé que él es siempre cortés con las mujeres y, bueno…

Él mueve la cabeza. Si lleva a Alice a ver al rey, ella le hablará de cuando solía ir a Chelsea y paseaba por los jardines. Ella le perturbará. Agitará su mente, haciéndole pensar más en Moro, cosa que ahora no hace.

—Está muy ocupado con los enviados franceses. Quiere tener una gran corte esta temporada. Tendréis que confiar en mi criterio.

—Habéis sido amable con nosotros —dice ella, no sin esfuerzo—. Me pregunto por qué. Siempre tenéis alguna trampa.

—Tramposo nato —dice él—. No puedo evitarlo. Alice, ¿por qué es tan obstinado vuestro marido?

—Le comprendo tan poco como el misterio de la Santísima Trinidad.

—¿Qué vamos a hacer, entonces?

—Creo que él le daría al rey sus razones. En privado. Si el rey dijese antes que le quitaría todas las penas que pesan sobre él.

—¿Queréis decir darle permiso para la traición? El rey no puede hacer eso.

—¡Santa Inés! ¡Thomas Cromwell, osáis decirle al rey lo que no puede hacer! He visto pavonearse por el gallinero a más de un gallo como si fuera el amo hasta que un día llega una muchacha y le corta el cuello.

—Es la ley del país. La costumbre de la nación.

—Creía que Enrique estaba por encima de la ley.

—No vivimos en Constantinopla. Aunque no tengo nada que decir contra el turco. Aplaudimos a los infieles últimamente. Mientras mantengan al emperador con las manos atadas.

—No me queda mucho dinero —dice ella—. Tengo que encontrar quince chelines cada semana para su manutención. Me preocupa que pase frío —gime—. De todos modos, podría decírmelo él. No me escribe. Es todo para ella, ella, su querida Meg. No es hija mía. Ojalá estuviese aquí su primera mujer para explicarme si nació tal como es ahora. Encerrada en sí misma, ¿sabéis? Sigue su propio consejo nada más, y el de él. Ahora me dice que le daba a ella las camisas para que lavara la sangre, que llevaba un cilicio debajo de la ropa. También lo hacía cuando nos casamos. Le rogué que lo dejase y creía que lo había dejado. Pero ¿cómo iba a saberlo? Él duerme solo y echa el cerrojo. Si tenía un sarpullido, yo no podía saberlo. Tenía que rascárselo él mismo por fuerza. En fin, de todos modos, era algo entre ellos dos, en lo que yo no participaba.

—Alice…

—No creáis que no me inspira ternura. Hemos tenido relaciones, en uno u otro momento. —Se ruboriza, más de cólera que de timidez—. Y cuando sucede eso, no puedes evitar sentir que podría estar pasando frío, hambre, porque su carne está unida a la tuya. Sientes por él lo que podrías sentir por un hijo.

—Sacadle de allí, Alice, si tenéis posibilidades de hacerlo.

—Vos tenéis más que yo —sonríe con tristeza—. ¿Vendrá vuestro pequeño Gregory a casa para las fiestas? Le he dicho varias veces a mi marido que ojalá fuese hijo mío Gregory Cromwell. Lo asaría con una capa de azúcar y me lo comería.

Gregory vuelve a casa en Navidad, con una carta de Rowland Lee que dice que es un tesoro y que puede volver a su casa cuando quiera.

—Así que ¿debo volver —dice Gregory—, o ya estoy educado por fin?

—Tengo un plan este nuevo año para mejorar tu francés.

—Rafe dice que estoy recibiendo una educación de príncipe.

—Sois por ahora todo lo que tengo para practicar.

—Mi querido padre…

Gregory coge su perrita. La abraza y le acaricia la piel del cuello. Él espera.

—Rafe y Richard dicen que, cuando mi educación sea suficiente, pensáis casarme con alguna viuda vieja que tenga una gran fortuna y los dientes negros y que me agotará con su lujuria y me gobernará a su capricho y luego dejará sus bienes a los hijos que tenga y que ellos me odiarán y atentarán contra mi vida, y una mañana apareceré muerto en la cama.

La perra se gira en los brazos de Gregory y vuelve hacia él sus ojos redondos, dulces, inquisitivos.

—Se burlan, Gregory. Si conociese a una mujer así me casaría yo con ella.

Gregory asiente.

—No podría gobernaros, señor. Y me atrevo a decir que tendría un buen parque de ciervos, muy adecuado para cazar. Y sus hijos os tendrían miedo, aunque fuesen hombres adultos —parece casi aliviado—. ¿De qué es ese mapa? ¿De las Indias?

—Es la frontera de los escoceses —dice él afablemente—. El país de Harry Percy. Mira, déjame que te enseñe. Estas son partes de sus tierras que ha tenido que entregar a sus acreedores. No podemos permitir que siga haciéndolo, porque tenemos que tener un control de fronteras.

—Dicen que está enfermo.

—Enfermo o loco. —Su tono es de indiferencia—. No tiene herederos y su esposa y él nunca están juntos, así que no es probable que los tengan. Está enemistado con sus hermanos y debe muchísimo dinero al rey. Así que sería muy razonable que le nombrase heredero a él, ¿no? Habrá que hacérselo comprender.

Gregory parece asustado.

—¿Quitarle su ducado?

—Puede conservar su condición. Le daremos algo para vivir.

—¿Es por lo del cardenal?

Harry Percy detuvo a Wolsey en Cawood cuando iba hacia el sur. Entró, llaves en mano, salpicado de barro del camino: monseñor, os detengo por alta traición. Miradme a la cara, le dijo el cardenal. Yo no temo a ningún hombre vivo. Él se encoge de hombros.

—Gregory, vete a jugar. Lleva a Bella y practica francés con ella; me la regaló lady Lisle en Calais. Yo iré dentro de poco. Tengo que despachar asuntos del reino.

Para Irlanda, en el despacho siguiente, cañón de bronce y balas de hierro, baquetas y cazos de carga, pólvora serpentina y cuatrocientas cargas de azufre, quinientos arcos de tejo y dos barriles de cuerdas de arco; palas, zapas, palanquetas, picos, pieles de caballo, doscientas de cada; cien hachas de talar, mil herraduras, ocho mil clavos. El orfebre Cornelys no ha cobrado la cuna que hizo para el último hijo del rey, el que nunca vio la luz; reclama veinte chelines desembolsados a Hans por pintar a Adán y Eva en la cuna, y se le debe el raso blanco, las borlas y flecos de oro y la plata para modelar las manzanas del jardín del Edén.

Está en tratos con gente de Florencia para contratar un centenar de arcabuceros para la campaña irlandesa. Ellos no se echan atrás, como los ingleses, si tienen que combatir en los bosques o en terreno rocoso.

Un año nuevo afortunado para vos, Cromwell, dice el rey. Y seguirán más. Él piensa: la suerte no tiene nada que ver. De todos los regalos que recibe Enrique, el que más le place es el de la reina de Saba y un cuerno de unicornio y un instrumento para exprimir naranjas con una gran «E» de oro.

Poco después de iniciarse el año, el rey le concede un título que nadie ha ostentado antes. Vicegerente de Asuntos Espirituales. Su delegado en los asuntos de la Iglesia. Hace tres o más años que corren rumores en el reino de que se eliminarán las casas religiosas. Ahora él tiene poder para visitar, inspeccionar y reformar monasterios. Para cerrarlos, en caso necesario. Apenas hay una abadía cuyos asuntos no conozca, debido a su experiencia al servicio del cardenal y a las cartas que llegan día tras día; algunos monjes se quejan de abusos y escándalos y de la deslealtad de sus superiores, otros buscan cargos en sus comunidades, asegurándole que una palabra en el lugar adecuado les dejará siempre en deuda con él.

—¿Estuvisteis alguna vez en la catedral de Chartres? —le dice a Chapuys—. Si se camina siguiendo el laberinto que hay en el pavimento, parece que no tiene sentido. Pero si se sigue fielmente, conduce directamente al centro. Directamente a donde debería uno estar.

Oficialmente, el embajador y él no mantienen ni mucho menos relaciones cordiales. Extraoficialmente, Chapuys le envía una cuba de buen aceite de oliva. Él corresponde con capones; el embajador en persona llega, seguido de un sirviente con queso parmesano.

Chapuys parece compungido y frío.

—Vuestra pobre reina pasa la estación con estrecheces en Kimbolton. Tiene tanto miedo a los consejeros herejes que rodean a su marido que hace que le preparen toda su comida al fuego en su propia habitación. Y Kimbolton más parece un establo que una casa.

—Tonterías —dice él enfáticamente; entrega al embajador un vaso caliente de un vino especial—. Solo la trasladamos allí desde Buckdem porque se quejaba de la humedad. Kimbolton es una residencia excelente.

—Ah, lo decís porque tiene gruesos muros y un ancho pozo. —El olor a miel y cinamomo impregna la habitación, crepitan en el fuego troncos, las ramas verdes que decoran el salón difunden su aroma resinoso—. Y la princesa María está enferma.

—Oh, lady María siempre está enferma.

—¡Razón de más para cuidarse de ella! —Pero Chapuys suaviza el tono—. Si su madre pudiese verla, sería de gran ayuda para ambas.

—De gran ayuda para sus planes de fuga.

—Sois un hombre sin corazón. —Chapuys toma un sorbo de vino—. Sabéis que el emperador está dispuesto a ser vuestro amigo.

Una pausa, cargada de intención, en la que el embajador suspira.

—Se rumorea que La Ana está angustiada —añade—. Enrique mira a otra dama.

Él toma aliento y empieza a hablar. Enrique no tiene tiempo para otras mujeres. Está demasiado ocupado contando su dinero. Se ha vuelto muy reservado. No quiere que el Parlamento conozca sus ingresos. Yo tengo dificultades para conseguir que contribuya en la financiación de las universidades, o que pague sus construcciones, e incluso que dé dinero para los pobres. Solo piensa en pertrechos y armamentos. Municiones. Construcción de navíos. Faros. Fuertes.

Chapuys tuerce el gesto. Sabe muy bien cuándo le mienten. Si no lo supiese, ¿dónde estaría el placer del asunto?

—¿Así que he de decirle a mi señor que el rey de Inglaterra está tan concentrado en la guerra que no tiene tiempo para el amor? ¿He de decírselo?

—No habrá guerra, a menos que la haga vuestro señor. El cual, con los turcos en los talones, no tendrá tiempo para ella. Bueno, ya sé que sus cofres no tienen fondo. El emperador podría arruinarnos a todos si quisiese. —Sonríe—. Pero ¿qué sacaría en limpio?

El destino de los pueblos se hace de este modo, dos hombres en habitaciones pequeñas. Olvida las coronaciones, los cónclaves de cardenales, la pompa y los desfiles. Así es como cambia el mundo: la carta que se empuja sobre una mesa, un trazo de pluma que altera la fuerza de una frase, el suspiro de una mujer cuando pasa dejando en el aire un rastro de azahar o de agua de rosas; su mano cerrando la cortina del lecho, la discreta visión de piel sobre piel. El rey (señor de generalidades) debe aprender ahora a trabajar el detalle, conducido por la codicia inteligente. Como hijo de su prudente padre, conoce a todas las familias de Inglaterra y lo que tienen. Ha registrado sus posesiones mentalmente, hasta el último curso de agua y el último soto. Ahora van a quedar bajo su control los bienes de la Iglesia, necesita conocer su valor. La ley de quién posee qué (la ley en general) ha adquirido una complejidad parasitaria, es como el fondo de un navío cubierto de percebes, como un tejado resbaladizo de musgo. Pero hay suficientes abogados, y ¿cuánta habilidad hace falta para raspar lo escrito cuando te dicen lo que debes raspar? Los ingleses pueden ser supersticiosos, pueden tener miedo al futuro, pueden no saber lo que es Inglaterra, pero no escasea entre ellos la habilidad de sumar y restar. Westminster tiene un millar de plumas raspadoras, pero Enrique necesitará hombres nuevos, piensa, nuevas estructuras, un pensamiento nuevo. Entretanto, él, Cromwell, pone en marcha a sus emisarios. Valor ecclesiasticus. Lo haré en seis meses, dice. Nunca se ha intentado antes una tarea igual, es cierto, pero él ya ha hecho muchas cosas que nadie había imaginado siquiera.

Un día, a principios de primavera, regresa de Westminster helado. Le duele la cara, como si los huesos estuviesen expuestos a la intemperie, y le acucia en la memoria aquel día en que su padre le pateó en los adoquines: la visión de reojo de la bota de Walter. Quiere volver a Austin Friars porque ha hecho instalar estufas y toda la casa está caliente; la casa de Chancery Lane solo se calienta a trozos. Además, desea estar detrás de su muro.

—Vuestras jornadas de dieciocho horas no pueden continuar eternamente, señor —dice Richard.

—El cardenal las hacía.

Esa noche va en sueños a Kent. Examina las cuentas de la abadía de Bayham, que ha de cerrarse por orden de Wolsey. Los rostros hostiles de los monjes se ciernen sobre él, le hacen jurar y decir a Rafe: coge esos libros mayores y cárgalos en la mula, los examinaremos durante la cena con un vaso de borgoña blanco al lado. Es pleno verano. A caballo, la mula a paso lento detrás, siguen una ruta que atraviesa los descuidados viñedos del monasterio, hundiéndose luego en la oscuridad selvática, en la hondonada frondosa del fondo del valle. Parecemos dos orugas deslizándose por una lechuga, le dice a Rafe. Salen de nuevo a la claridad, y ante ellos se alza la torre del castillo de Scotney: sus murallas de piedra arenisca, oro punteado de gris, brillan tenues sobre el foso.

Despierta. ¿Ha soñado con Kent o ha estado allí? Aún siente en la piel las ondas de la luz del sol. Llama a Christophe.

No sucede nada. Yace inmóvil. Nadie acude. Es temprano: no llega ningún sonido de abajo, de la casa. Los postigos están cerrados y las estrellas pugnan por entrar, colándose como puntos acerados por las fisuras de la madera. Piensa que no ha llamado a Christophe, en realidad, solo lo ha soñado.

Los tutores de Gregory le han presentado una gavilla de facturas, el cardenal está a los pies de la cama, ataviado con todos sus ornamentos pontificales. El cardenal se convierte en Christophe, que abre el postigo, moviéndose a contraluz.

—¿Tenéis fiebre, señor?

Él es el que tiene que saberlo, de una forma u otra. ¿Tengo que hacerlo yo todo, que saberlo todo?

—Oh, es la italiana —dice, como si eso le quitase importancia.

—Entonces, ¿debemos traer un médico italiano? —Christophe parece dudoso.

Está aquí Rafe. Toda la casa está aquí. Charles Brandon, que él cree que es real, hasta que entra Morgan Williams, que está muerto, y William Tyndale, que está en esa casa inglesa de Amberes y no se atreve a salir de allí. Puede oír en las escaleras el mortífero y eficaz taconeo de las botas de acerada puntera de su padre.

Richard Cromwell brama: «¿Es que no podemos tener tranquilidad?». Cuando brama, suena a galés. Nunca me habría dado cuenta de eso en un día normal, piensa. Cierra los ojos. Tras los párpados se mueven damas, transparentes como pequeños lagartos, meneando la cola. Las reinas serpientes de Inglaterra, de negros colmillos, altaneras, arrastrando su lino empapado de sangre y las faldas crujientes. Matan y comen a sus propios hijos, como es bien sabido. Les chupan el tuétano antes de que puedan nacer.

Alguien le pregunta si quiere confesarse.

—¿Debo?

—Sí, porque si no pensarán que sois un sectario.

Pero mis pecados son mi fuerza, piensa; los pecados que he cometido, que otros no han tenido siquiera la oportunidad de cometer. Los abrazo. Son míos. Además, cuando llegue la hora del Juicio Final, tengo previsto acudir con un memorando en la mano. Le diré a mi Hacedor: tengo aquí cincuenta partidas, seguramente más.

—Si debo confesarme, lo haré con Rowland.

El obispo Lee está en Gales, le dicen. Podría tardar días en llegar.

Llega el doctor Butts, con otros médicos, un enjambre de ellos, enviados por el rey.

—Es una fiebre que contraje en Italia —explica él.

—Digamos que lo es. —Butts le mira ceñudo.

—Si me estoy muriendo, que venga Gregory. Tengo cosas que decirle. Pero si no me estoy muriendo, que no se interrumpan sus estudios.

—Cromwell —dice Butts—, no podría mataros aunque os atravesase con una bala de cañón. El mar os rechazaría. Si naufragaseis, os devolvería a tierra.

Hablan de su corazón; él alcanza a oírles. Cree que no deberían: el libro de mi corazón es privado, no es un libro de pedidos que se deja en el mostrador para que cualquier empleado que pase escriba en él. Le dan una bebida. Poco después, vuelve a sus libros mayores. Las líneas resbalan y se deslizan y las cifras se entremezclan y cuando termina de sumar una columna, el total se diluye y nada tiene sentido. Pero él sigue intentándolo e intentándolo, y sumando y sumando; hasta que el veneno y la bebida curativa dejan de hacer presa en él y despierta. Aún tiene delante de los ojos las hojas de los libros contables. Butts piensa que está descansando como debe, pero en la intimidad de su mente pequeñas cifras pegajosas con brazos y piernas de tinta escapan de los libros y se pasean. Está llevando leña para el fuego de la cocina, pero el venado que está atado para despiezarlo se convierte en un ciervo, que se frota inocentemente en la corteza de los árboles. Los pájaros cantores dispuestos para el estofado vuelven a ponerse las plumas ellos solos y empiezan a saltar de rama en rama, unas ramas que aún no se han cortado y convertido en leña. La miel para lardear ha vuelto a las abejas, y las abejas han vuelto a la colmena. Oye los ruidos de la casa abajo, pero es otra casa, de otro país: tintineo de monedas que cambian de mano, y el roce de cofres de madera en el suelo de piedra. Se oye contando alguna historia en la Toscana, en el lenguaje de Putney, en el francés del campamento y en el latín de un bárbaro. ¿Será esto tal vez Utopía? En el centro de ese lugar, que es una isla, hay un lugar llamado Amaurotum, la Ciudad de los Sueños.

Está agotado del esfuerzo de descifrar el mundo, cansado del esfuerzo de sonreír al enemigo.

Llega Thomas Avery de la contaduría. Se sienta a su lado y le coge la mano. Llega Hugh Latimer y reza salmos. Llega Cranmer y le mira, dubitativo. Tal vez tiene miedo a que le pregunte, febril: ¿cómo está últimamente vuestra esposa Grete?

—Ojalá estuviese aquí para consolaros el cardenal, señor —le dice Christophe—. Era un hombre simpático.

—¿Qué sabes tú de él?

—Yo le robé, señor. ¿No lo sabíais? Le robé la vajilla de oro.

Él intenta incorporarse.

—¿Christophe? ¿Eras tú el muchacho de Compiègne?

—Pues claro. Subía y bajaba las escaleras con cubos de agua caliente para el baño. Y cada vez que subía metía una copa de oro en el cubo vacío. Lamentaba hacerlo, porque él era tan gentil. «Vaya, ¿otra vez con el cubo, Fabrice?». Debéis saber que Fabrice era mi nombre en Compiègne. Dadle de comer a este pobre chico, decía. Probé entonces los albaricoques, no los había comido nunca.

—Pero ¿no te descubrieron?

—Cogieron a mi señor, un ladrón muy grande. Le marcaron. Hubo un escándalo. Pero, ya veis, señor, yo estaba destinado a una suerte mejor.

Me acuerdo, dice él, me acuerdo de Calais, los alquimistas, la máquina de la memoria. Guido Camillo está haciéndola para Francisco, para que sea el rey más sabio del mundo, pero el muy tonto no aprenderá nunca a usarla.

Delira, dice Butts, la fiebre aumenta, pero Christophe dice: no, os lo aseguro, hay un hombre en París que ha construido un alma. Es una construcción, pero está viva. Está forrada toda con pequeñas estanterías. En esas estanterías hay ciertos pergaminos, fragmentos de escritura, son como llaves, que llevan a una caja que contiene una llave que contiene otra llave, pero esas llaves no son de metal, ni las cajas forradas de madera.

Entonces, ¿qué, niño franchute?, dice alguien.

Están hechas de espíritu. Son lo que nos quedaría si se quemasen todos los libros. Nos permitirán recordar no solo el pasado sino el futuro, y ver todas las formas y costumbres que habrá en la tierra.

Está ardiendo, dice Butts. Él piensa en Pequeño Bilney, cómo puso una mano en la llama de la vela la noche antes de su muerte, para tantear el dolor. La llama le chamuscó la carne arrugada. Por la noche, gemía como un niño y se chupaba la mano en carne viva. Y por la mañana, los concejales de la ciudad de Norwich le llevaron a rastras hasta el hoyo donde sus antepasados habían quemado a los lolardos. Incluso cuando las llamas ya habían consumido la cara, siguieron metiendo en él los emblemas y enseñas del papado: las telas se chamuscaban y los flecos ardían, las vírgenes de ojos en blanco se curaban como arenques y se retorcían en el humo.

Pide agua cortésmente en varios idiomas. No demasiada, dice Butts, poco a poco. Ha oído hablar de una isla llamada Ormuz que es el reino más seco del mundo, en el que no hay árboles ni cultivos, solo sal. Si te sitúas en el centro y miras, ves hasta treinta millas de llanura cenicienta en todas direcciones: y más lejos solo hay el litoral, salpicado de perlas.

De noche llega su hija Grace. Tiene luz propia, envuelta en su cabello resplandeciente. Le mira fijamente, sin pestañear, hasta que llega la mañana, y, cuando abren el postigo, las estrellas se están desvaneciendo y el sol y la luna cuelgan juntos de un cielo pálido.

Transcurre una semana. Ha mejorado y quiere que le lleven trabajo, pero los médicos lo prohíben. Quién va a hacerlo, pregunta él, y Richard dice: señor, nos habéis enseñado a todos y somos vuestros discípulos, habéis construido una máquina de pensar que funciona como si estuviese viva, no tenéis que atenderla cada minuto todos los días.

De todos modos, dice Christophe, dicen que le roi Henri gime y gruñe como si le doliese a él: oh, ¿dónde está Cremuel?

Llega un mensaje. Enrique ha dicho: iré a visitarle. Es una fiebre italiana, así que no me contagiaré.

Él apenas puede creerlo. Enrique había huido de Ana cuando tuvo la fiebre. Incluso en el apogeo de su amor por ella.

Que suba Thurston, dice. Han estado manteniéndole con una dieta pobre, comida de enfermo, gallina de Guinea. Ahora, dice, hay que preparar, ¿qué?, ¿un cochinillo relleno y asado de la manera que vi una vez que lo hacían en un banquete papal? Necesitaréis pollo troceado, lardo y un hígado de cabra picado muy fino. Necesitaréis semillas de hinojo, mejorana, menta, jengibre, mantequilla, azúcar, nueces, huevos de gallina y un poco de azafrán. Algunos le ponen queso, pero aquí en Londres no tenemos queso del tipo adecuado. Además, me parece innecesario. Si tenéis problemas con algún ingrediente, mandad recado al cocinero de Bonvisi, él os ayudará.

—Mandad aviso al prior George de aquí al lado —dice—. Decidle que sus frailes no salgan a la calle cuando venga el rey, para que no les reforme demasiado pronto.

Tiene la sensación de que todo el proceso debería ir muy despacio, muy despacio, para que la gente vea lo justo que es; no hace falta echar a la calle a los religiosos. Los frailes que viven al lado de su casa son una desgracia para su orden, pero son buenos vecinos para él. Le han cedido el refectorio, y desde las ventanas de su habitación oye el rumor de alegres cenas festivas de noche. Cualquier día puedes ir a beber con ellos al Pozo de los dos Cubos, que queda al lado de su casa. La iglesia de la abadía parece más bien un mercado, y un mercado de carne, además. El barrio está lleno de jóvenes solteros de las casas mercantiles italianas, que pasan el año en Londres. A veces les recibe, y cuando abandonan su mesa (drenados de información comercial) sabe que se dan una vuelta por el entorno del convento de los frailes, donde hay emprendedoras muchachas londinenses resguardándose de la lluvia y esperando establecer relaciones amistosas.

El rey efectúa la visita el 27 de abril. Al amanecer, llueve. A las diez, el aire es suave y cremoso. Él se ha levantado y está sentado en una silla, de la que se incorpora. Mi querido Cromwell. Enrique le besa fuerte en ambas mejillas, le coge por los brazos y (para que no vaya a creerse que él es el único hombre fuerte del reino) vuelve a sentarle resueltamente.

—Sentaos y que no haya discusión —dice Enrique—. Por una vez, dadme la razón, secretario de Estado.

Las señoras de la casa, Mercy y su cuñada Johane, se han ataviado como madonas de Walsingham en un día de fiesta. Se inclinan cortesanamente, y Enrique se yergue sobre ellas, informalmente ataviado, chaqueta de brocado plateado, gruesa cadena de oro cruzándole el pecho, los puños relumbrantes de esmeraldas indias. No domina del todo las relaciones de familia, algo que nadie puede reprocharle.

—¿La hermana del secretario de Estado? —pregunta a Johane—. No, disculpad, recuerdo que perdisteis a vuestra hermana Bet el mismo día que murió mi amada hermana.

Es una frase tan sencilla, tan humana, viniendo de un rey. Ante la mención de su pérdida más reciente, los ojos de las dos mujeres se llenan de lágrimas y Enrique, volviéndose, ya a una, ya a otra, se las limpia de las mejillas con un índice cuidadoso, y las hace sonreír. Hace girar en el aire a las recién casadas Alice y Jo como si fuesen mariposas y las besa en los labios, diciendo que ojalá las hubiese conocido cuando era un muchacho. La triste verdad, no os dais cuenta, señor secretario, es que cuanto mayor se hace uno más encantadoras son las muchachas.

Entonces, los ochenta años tendrán sus ventajas, dice él: cualquier buscona será una perla. No digáis eso, señor, no sois viejo, le dice Mercy al rey, como si hablase con un vecino. Enrique abre los brazos y se exhibe ante los presentes: «Cuarenta y cinco en julio».

Él percibe el murmullo incrédulo. Cumple su función. Enrique está contento.

El rey se pasea por la habitación y mira todos los retratos y pregunta quiénes son los que aparecen en ellos. Mira a Anselma, la reina de Saba, que cuelga de la pared. Les hacer reír cogiendo a Bella y hablando con ella en el atroz francés de Honor Lisie.

—Lady Lisle envió a la reina un animalillo todavía más pequeño. Mueve la cabeza a un lado y alza las orejas, como diciendo: ¿por qué hablan de mí? Así que ella la llama Pourquoi.

Cuando habla de Ana, su voz adquiere un tono conyugal, como miel clara. Las mujeres sonríen, contentas al ver que su rey da ejemplo.

—Vos lo conocéis, Cromwell, lo habéis visto en brazos de ella. Lo lleva a todas partes. A veces —y ahora cabecea críticamente— pienso que lo quiere más que a mí. Sí, yo voy detrás del perro.

Él sonríe allí sentado, no tiene apetito, observa cómo come Enrique en la vajilla de plata que ha diseñado Hans.

Enrique habla amigablemente con Richard, llamándole primo. Le indica que se quede mientras él habla con su consejero e indica a los demás que se retiren un poco. Qué hacer si el rey Francisco hace esto o aquello, debería cruzar el mar yo mismo para sellar una especie de acuerdo, deberíais cruzar vos cuando os recuperéis del todo, y qué hacer si los escoceses, qué hacer si todo se desmanda y tenemos guerras como en Alemania, y campesinos que se coronan, y qué hacer si esos falsos profetas, qué hacer si Carlos se abalanza sobre mí y Catalina asume el mando, es de carácter audaz y el pueblo la quiere, sabe Dios por qué, yo no lo sé.

Si sucediese eso, dice él, me levantaré de esta silla y saldré al campo de batalla, con la espada en la mano.

Después de disfrutar de la comida, el rey se sienta a su lado y habla de sí mismo en voz baja. El día abrileño, fresco y lluvioso, le recuerda el día que murió su padre, habla de su infancia. Vivía en el palacio de Eltham, tenía un bufón que se llamaba Ganso. Cuando tenía siete años, llegaron los rebeldes de Cornualles, capitaneados por un gigante, ¿os acordáis de eso? Mi padre me mandó a la Torre para que estuviese a salvo. ¡Dejadme, quiero luchar!, dije yo. No me asustaba un gigante del oeste, pero temía a mi abuela, Margaret Beaufort, porque tenía la cara como la de la muerte, y cuando me cogía por la muñeca su mano era como la de un esqueleto.

Cuando éramos jóvenes, dice, siempre nos decían: vuestra abuela dio a luz a vuestro señor padre el rey cuando era una niña de trece años. Su pasado era como una espada que sostenía sobre nosotros. ¿Cómo, Enrique, os reís en Cuaresma? ¿Cuándo yo, con pocos años más que vos, di a luz al Tudor? ¿Cómo, Enrique, estáis bailando, cómo, Enrique, estáis jugando a la pelota? Toda su vida era deber. Alimentaba a veinte pobres en su casa de Woking, y una vez me obligó a arrodillarme con una palangana y lavarles los pies. Tuvo suerte de que no les vomitase encima. Empezaba a rezar todas las mañanas a las cinco. Cuando se arrodillaba en el reclinatorio, lloraba de lo que le dolían las rodillas. Y siempre que había una celebración, una boda o un nacimiento, un pasatiempo o un motivo de alegría, ¿sabéis lo que hacía ella? ¿Siempre, sin excepción? Lloraba.

Y para ella, en este mundo solo existía el príncipe Arturo, él era su luz iluminadora y su niñito bueno.

—Cuando me convertí yo en rey en vez de él, ella enfermó y se murió de rabia. Y en el lecho de muerte, ¿sabéis lo que me dijo? —Enrique resopla—. ¡Obedeced al obispo Fisher por encima de todo! Lástima que no le dijese a Fisher que me obedeciese a mí.

Cuando el rey se ha marchado con sus gentilhombres, Johane acude a su lado y se sienta con él. Hablan quedamente; aunque puede oírse todo lo que dicen.

—Bueno, ha salido todo muy bien.

—Hay que hacer un obsequio a la cocina.

—Todos lo han hecho bien. Me alegro de la visita.

—¿Es lo que esperabais? No sabía que fuese tan tierno. Comprendo por qué ha luchado tanto por él Catalina. Quiero decir, no solo por ser reina, a lo que creo que tiene derecho, sino por tenerle de marido. Yo diría que es un hombre muy apto para ser amado.

—¡Cuarenta y cinco años! —tercia Alice—. Creía que era mayor.

—Os habríais acostado con él por un puñado de granates —se burla Jo—. Lo dijisteis.

—¡Bueno, vos por licencias de exportación!

—¡Basta! —dice él—. ¡Chicas! Si os oyeran vuestros maridos…

—Nuestros maridos saben lo que somos —dice Jo—. Somos mujeres muy seguras de sí mismas, ¿no? A Austin Friars no acude nadie a buscar doncellitas tímidas. Me pregunto por qué no nos arma nuestro tío.

—Me lo impide la costumbre. Porque si no, os enviaría a Irlanda.

Johane las observa cuando se van. Cuando ya no pueden oírla, mira por encima del hombro y susurra: «No creeréis lo que voy a contaros a continuación».

—Probadme.

—Enrique os tiene miedo.

Él cabecea. ¡Quién es capaz de asustar al León de Inglaterra!

—Sí, os lo juro. ¡Deberíais haber visto su cara cuando dijisteis que empuñaríais la espada!

El duque de Norfolk acude a visitarle. Sube las escaleras traqueteando desde el patio, donde los criados se cuidan de su caballo emplumado.

—El hígado, ¿eh? Yo lo tengo destrozado. Y en estos cinco años mis músculos se han echado a perder. ¡Mirad! —Extiende una zarpa—. He consultado a todos los médicos del reino, pero no saben qué me pasa. Lo que sí saben todos es mandar las cuentas.

Él sabe muy bien que Norfolk no pagaría nunca algo tan insignificante como la cuenta de un médico.

—Y los cólicos y los retortijones —dice el duque— convierten mi vida mortal en un purgatorio. A veces me paso toda la noche sentado en el retrete.

—Su excelencia debería tomarse la vida con más calma —dice Rafe. No engullir la comida, se refiere. No andar siempre a la carrera como un caballo de posta.

—Lo intento, creedme. Mi sobrina deja claro que no quiere saber nada de mi compañía ni de mis consejos. Me voy a mi casa de Kenninghall y Enrique puede encontrarme allí si me necesita para algo. Dios os curará, señor secretario. San Walterio es bueno, según tengo entendido, si el trabajo le desborda a uno, y san Ubaldo, para el dolor de cabeza. A mí me va muy bien. —Busca dentro de la chaqueta—. Os he traído una medalla, bendecida por el papa. Perdón, por el obispo de Roma. —La deja caer en la mesa—. Pensé que a lo mejor no tendríais ninguna.

Se marcha. Rafe coge la medalla.

—Probablemente esté maldita.

En las escaleras pueden oír al duque, que alza la voz, quejumbroso: «¡Creía que estaba casi muerto! ¡Me dijeron que estaba casi muerto!…».

—Se va —le dice a Rafe.

—Suffolk también —dice Rafe, sonriendo.

Enrique nunca ha retirado la multa de treinta mil libras que impuso cuando Suffolk se casó con su hermana. De vez en cuando, la recuerda, y esta es una de esas ocasiones; Brandon ha tenido que cederle sus tierras de Oxfordshire y Berkshire para pagar sus deudas, y ahora solo tiene una pequeña propiedad en el campo. Cierra los ojos. Es una bendición pensarlo: dos duques huyendo de él.

Llega su vecino Chapuys.

—Le dije a mi señor en los despachos que os ha visitado el rey. Mi señor está asombrado de que el rey haya acudido a la casa privada de alguien que ni siquiera es lord. Pero yo le dije: tendríais que ver el provecho que obtiene del trabajo de Cromwell.

—Vuestro señor debería tener también un servidor que fuese así —dice él—. Pero, Eustache, sois un viejo hipócrita, ya lo sabéis. Bailaríais sobre mi tumba.

—Querido Thomas, sois siempre el único adversario.

Thomas Avery le entrega furtivamente el libro de problemas de ajedrez de Luca Pacioli. Resuelve todos los problemas enseguida, y reseña algunos de cosecha propia en las páginas en blanco de atrás. Le llevan sus cartas y revisa la última partida de desastres. Dicen que el sastre de Münster, el rey de Jerusalén de las dieciséis esposas, ha tenido una pelea con una de ellas y le ha cortado la cabeza en la plaza del mercado.

Se reincorpora al mundo. Derríbale y se levantará otra vez. La muerte ha venido a examinarle, le ha medido, le ha alentado en la cara y se ha ido de nuevo. Está un poco más delgado, se lo indica la ropa. Se siente ligero un tiempo, como si no estuviera ya asentado en la tierra, y cada nuevo día le parece lleno de posibilidades. Los Bolena le felicitan cordialmente por haber recuperado la salud, y es natural que lo hagan porque, sin él, ¿cómo serían lo que son ahora? Cranmer, cuando se encuentran, se inclina para darle palmadas en el hombro y estrecharle la mano.

Mientras ha estado recuperándose, el rey se ha cortado el pelo. Lo ha hecho para ocultar su creciente calvicie, aunque no la oculta en absoluto. Sus leales consejeros han hecho lo mismo, y pronto se convierte en señal de camaradería entre ellos.

—Santo cielo, señor —dice el señor Wriothesley—, si no os temiera ya, me asustaríais ahora.

—Pero, Llamadme, ¿me tenías miedo antes?

No hay ningún cambio en el aspecto de Richard. Comprometido con las justas, mantiene el pelo corto para que ajuste bien bajo el casco. El rapado señor Wriothesley parece más inteligente, si eso fuese posible; y Rafe, más resuelto y alerta. Richard Riche ha perdido los vestigios del muchacho que era. La cara inmensa de Suffolk ha adquirido una inocencia extraña. Monseñor parece engañosamente ascético. En cuanto a Norfolk, nadie aprecia el cambio. «¿Qué clase de pelo tenía antes?», pregunta Rafe. Tiras de gris acerado refuerzan su cuero cabelludo, como trazadas por un ingeniero militar.

La moda se propaga por el país. Cuando Rowland Lee vuelve a aparecer en la casa de Chancery Lane, él piensa que ve avanzar hacia él una bala de cañón. Los ojos de su hijo parecen grandes y tranquilos, de un sereno tono dorado. Su madre habría llorado por sus rizos de niñito; así se lo dice, frotándole la cabeza afectuosamente.

—¿Lo habría hecho? Casi no la recuerdo —dice Gregory.

A lo largo de abril comparecen en juicio cuatro frailes traidores. Se les ha propuesto repetidamente el juramento y se han negado. Hace un año que fue ejecutada la Doncella. El rey se mostró clemente con sus seguidores. Ahora ya no se siente tan inclinado a la clemencia. Es en la Cartuja de Londres donde se origina la mala conducta, en esa austera casa de hombres que duermen sobre la paja. Fue allí donde Thomas Moro puso su vocación a prueba antes de que se le revelase que el mundo necesitaba su talento. Él, Cromwell, ha visitado ese convento, lo mismo que ha visitado la comunidad recalcitrante de Syon. Ha hablado cortésmente, ha hablado con aspereza, ha amenazado y halagado; ha enviado clérigos ilustrados para defender la causa del rey, y ha entrevistado a los miembros desafectos de la comunidad y les ha puesto a trabajar contra sus hermanos. Todo inútil. La reacción de ellos es: fuera de aquí, fuera y dejadme con mi muerte santificada.

Si piensan que mantendrán hasta el final la ecuanimidad de sus vidas de oración, se equivocan, porque la ley exige que se aplique completa la pena de traición, el breve giro en el aire y el destripamiento público minucioso, un brasero encendido para quemar entrañas humanas; es la muerte más horrible de todas, horror y rabia y humillación apuradas hasta las heces, un miedo tan grande que hasta el rebelde de mayor entereza la pierde antes de que el verdugo pueda hacer su trabajo con el cuchillo; antes de morir ve cada uno cómo mueren sus compañeros, y, con la soga cortada, se arrastran como animales, retorciéndose sobre las tablas ensangrentadas.

Wiltshire y George Bolena son los representantes del rey en el espectáculo, y Norfolk, al que se ha sacado a la fuerza gruñendo de su retiro en el campo y se le ha dicho que se prepare para una embajada en Francia. Enrique piensa ir también a ver morir a los frailes, para lo que la corte se pondrá máscaras, y avanzarán todos ellos despacio en sus altos caballos entre los funcionarios de la ciudad y el harapiento populacho, que acudirá en masa a ver el espectáculo. Pero la corpulencia del rey dificulta el disfraz, y teme que haya demostraciones de apoyo a Catalina, que sigue siendo aún la favorita entre la parte más piojosa de toda la multitud. El joven Richmond me representará, decide su padre, un día puede tener que defender en el combate el título de su hermanastra, así que conviene que se familiarice con la visión y los sonidos de la matanza.

El muchacho acude a él de noche, las muertes están programadas para el día siguiente.

—Buen secretario de Estado, ocupad mi lugar.

—¿Ocuparéis vos el mío en la reunión de la mañana con el rey? Pensadlo de este modo —le dice, firme y amable—. Si alegáis enfermedad u os caéis del caballo mañana, o vomitáis delante de vuestro suegro, jamás os permitirá olvidarlo. Si queréis que os deje acceder al lecho de vuestra esposa, demostrad que sois un hombre. Fijad la vista en el duque y adecuad vuestra conducta a la suya.

Pero Norfolk acude a él cuando todo acaba, y dice: Cromwell, juro por mi vida que uno de los frailes habló después de que le sacaran el corazón. ¡Jesús!, dijo, Jesús, sálvanos, pobres ingleses.

—No, Milord. No es posible que lo hiciese.

—¿Lo sabéis por experiencia? —Lo sé por experiencia.

El duque se encoge. Que lo crea, que sus hazañas pasadas incluyan arrancar corazones.

—Me atrevo a decir que estáis en lo cierto. —Norfolk se santigua—. Debió de ser una voz de la multitud.

La noche antes de que ejecutasen a los frailes, él había firmado un pase para Margaret Roper, el primero en varios meses. Seguramente, piensa, para que Meg pueda estar con su padre cuando se conduzca a los traidores a la muerte; seguramente perderá su resolución, le dirá a su padre: ceded ya, el rey está en su vena asesina, debéis prestar el juramento como yo. Haced una reserva mental, cruzad los dedos a la espalda; no tenéis más que llamar a Cromwell o a cualquier funcionario del rey, decir las palabras y volver a casa.

Pero su táctica falla. Ella y su padre contemplan por la ventana sin lágrimas en los ojos cómo se llevan a los traidores, aún con sus hábitos, camino de Tyburn. Siempre olvido, piensa él, que Moro no tiene piedad consigo mismo ni con los demás. Como yo habría protegido a mis propias hijas de ver algo así, pienso que él también lo haría. Pero él utiliza a Meg para fortalecer su resolución. Si ella no cede, tampoco puede ceder él. Y ella no cederá.

Al día siguiente, va a ver a Moro. La lluvia chapotea y silba en las piedras bajo sus pies; las paredes y el agua son indiferenciables, y al doblar las esquinas gime un viento que parece invernal. Después de librarse de sus capas exteriores de ropa mojada, conversa con el guardián, Martin, que le da noticia del estado de su esposa y del nuevo bebé. Cómo se encuentra él, pregunta al fin, y Martin dice: ¿nunca os habéis fijado en que tiene un hombro más alto que el otro?

Eso es de tanto escribir, le dice él. Un codo en el escritorio y el otro bajado. Bueno, debe de ser eso, dice Martin: Parece un jorobadito tallado en el extremo de un banco.

Moro se ha dejado barba. Su aspecto es como el que uno imagina que deben de tener los profetas de Münster, aunque a él le parecería inaceptable la comparación.

—Señor secretario, ¿cómo se toma el rey las noticias del extranjero? Dicen que se han puesto en marcha las tropas del emperador.

—Sí, pero van a Túnez, según creo. —Lanza una mirada hacia la lluvia—. Si fueseis el emperador, ¿no elegiríais Túnez en vez de Londres? Mirad, no he venido a pelear con vos. Solo a ver si os encontráis bien.

—Me han dicho que habéis tomado juramento a mi bufón Henry Pattinson —dice Moro.

Él se ríe.

—Sí, mientras que los hombres que murieron ayer siguieron vuestro ejemplo y se negaron a jurar.

—Dejadme que hable claro. No soy ningún ejemplo. Solo soy yo mismo, nada más. No digo nada contra la ley. No digo nada contra los hombres que la hicieron. No digo nada contra el juramento ni contra ningún hombre que lo jure.

—Sí, claro. —Se sienta en el baúl, donde guarda Moro sus posesiones—, pero todo ese no decir nada no valdrá ante un jurado, ¿sabéis? Si tuvieseis que exponerlo ante un jurado.

—Habéis venido a amenazarme.

—Las hazañas militares del emperador influyen en el humor del rey. Se propone enviaros una comisión, que querrá una respuesta clara en lo tocante a su título.

—Oh, estoy seguro de que vuestros amigos me convencerán, sí. ¿Lord Audley? ¿Y Richard Riche? Escuchad. Desde que llegué aquí, he estado preparándome para morir a vuestras manos. Sí, a las vuestras. O a las de la naturaleza. Lo único que necesito es paz y silencio para mis oraciones.

—Queréis ser un mártir.

—No, lo que quiero es irme a casa. Soy débil, Thomas. Soy débil como todos. Quiero que el rey me acepte a su servicio, que me considere el súbdito ferviente que nunca he dejado de ser.

—Nunca he comprendido dónde se traza la línea entre sacrificio y autoejecución.

—Cristo la trazó.

—¿No veis nada erróneo en la comparación?

Silencio. La contenciosa sonoridad del silencio de Moro. Rebota en las paredes. Moro dice que ama a Inglaterra y que teme que todo el país se condene. Está ofreciendo una especie de trato con su Dios, su Dios, que ama la matanza. «Conviene que muera un solo hombre por el pueblo». Bueno, está claro, se dice a sí mismo. Haced los tratos que queráis. Entregaos al verdugo si lo deseáis. Al pueblo le importa un rábano. Hoy es cinco de mayo. La comisión os visitará dentro de cinco días. Os pediremos que os sentéis, no querréis hacerlo. Permaneceréis de pie ante nosotros como un padre del desierto, mientras nosotros estaremos cómodamente abrigados contra el frío estival. Yo diré lo que digo. Vos diréis lo que decís. Y tal vez acepte que habéis ganado. Me marcharé y os dejaré, como un buen súbdito del rey, si decís eso, hasta que la barba os llegue a las rodillas y las arañas tejan telas en vuestros ojos.

Bueno, ese es su plan. Los acontecimientos le desbordan. ¿Algún condenado obispo de Roma en la historia de su podrida jurisdicción ha hecho alguna vez algo tan estúpidamente intempestivo como esto?, le pregunta a Richard. Farnesio ha proclamado que Inglaterra ha de tener un nuevo cardenal. El obispo Fisher. Enrique está furioso. Jura que enviará la cabeza de Fisher al otro lado del mar para que le pongan el capelo.

Tres de junio: va él mismo a la Torre con Wiltshire, en representación de los Bolena, y Charles Brandon, con aire de alguien que va de pesca; Riche para tomar notas; Audley para hacer bromas. Llueve de nuevo y Brandon dice: este debe de ser el peor verano que se ha visto, ¿eh? Sí, dice él. Menos mal que Su Majestad no es supersticioso. Se ríen. Suffolk, un tanto inseguro.

Algunos dijeron que en 1533 se acabaría el mundo. También el año pasado tuvo sus partidarios. ¿Por qué no este? Siempre hay alguien dispuesto a proclamar que estamos en el final de los tiempos, y a decir que su vecino es el Anticristo. La noticia que llega de Münster es que los cielos se desploman con rapidez. Los que asedian la ciudad exigen la rendición incondicional. Los asediados amenazan con un suicidio masivo.

Él va a la cabeza.

—Jesús, qué lugar —dice Brandon; las goteras le están estropeando el sombrero—. ¿No os deprime?

—Bueno, nosotros estamos siempre aquí —dice Riche encogiéndose de hombros—. Por un motivo u otro. Al secretario de Estado le necesitan en la Ceca o en la Casa de las Joyas.

Martin les da acceso. Moro alza la cabeza cuando entran.

—Hoy es sí o no —le dice él.

—¿Ni siquiera buenos días y cómo estáis? —Martin le ha dado a Moro un peine para la barba—. Bueno, ¿qué se sabe de Amberes? Tengo entendido que han cogido a Tyndale…

—Esa no es la cuestión —dice el Lord Canciller—. Responded al juramento. Responded a la ley. ¿Se trata de una ley legítima o no?

—Dicen que se atrevió a salir y que los soldados del emperador le detuvieron.

—¿Tuvisteis conocimiento previo? —pregunta él con frialdad.

No solo habían cogido a Tyndale, sino que le habían traicionado. Alguien le tentó a salir de su refugio y Moro sabe quién. Él se ve a sí mismo, un segundo yo, actuando otra mañana lluviosa exactamente igual que esta: en ella, cruza la habitación, hace ponerse de pie al preso y le saca el nombre de su agente a golpes.

—Por favor, Excelencia —le dice a Suffolk—, estáis adoptando una expresión violenta, os ruego que os calméis.

¿Yo?, dice Brandon. Audley se ríe.

—Ahora el demonio de Tyndale le abandonará —dice Moro—. El emperador le quemará. Y el rey no moverá un dedo para salvarle, porque Tyndale no apoyaba su nuevo matrimonio.

—¿Pensáis acaso que mostraba buen juicio al hacerlo? —dice Riche.

—Debéis hablar —dice Audley, bastante cortésmente.

Moro se agita. Se le atropellan las palabras. Ignora a Audley, habla para él, para Cromwell.

—No podéis obligarme a que me ponga en peligro. Porque si tuviese una opinión contraria a vuestra Ley de Supremacía, cosa que no acepto, vuestro juramento sería una espada de dos filos. Pondría mi cuerpo en peligro si dijese que no a ella y mi alma si dijese que sí. Por tanto, no digo nada.

—Cuando interrogabais a los que llamabais herejes, no permitíais que eludieran lo que preguntabais. Les obligabais a hablar y les torturabais en el potro si no lo hacían. Si a ellos se les hacía contestar, ¿por qué no a vos?

—No son casos iguales. Cuando yo fuerzo a un hereje a contestar, me respalda todo el cuerpo de la ley, todo el poder de la Cristiandad. Con lo que estoy amenazado yo aquí es con una ley concreta, una decisión singular de factura reciente, reconocida aquí pero en ningún otro país…

Ve que Riche toma nota. Se vuelve.

—El final es el mismo. Fuego para ellos. Hacha para vos.

—Si el rey os otorga esa merced —dice Brandon. Moro se encoge de hombros; aprieta con los dedos el tablero de la mesa. Él lo advierte, distanciado. Así que ese es un posible camino. Asustarle con una muerte más prolongada. Incluso mientras lo piensa, sabe que no lo hará; la idea es ponzoñosa.

—En los números supongo que me derrotáis. Pero ¿habéis mirado un mapa últimamente? La Cristiandad no es lo que era.

—Señor secretario —dice Riche—, Fisher es más hombre que este prisionero que tenemos delante, porque Fisher disiente y asume las consecuencias. Sir Thomas, creo que seríais un traidor declarado si tuvieseis valor.

—No es así —dice Moro suavemente—. No me corresponde a mí arrojarme en los brazos de Dios. Es Dios quien tiene que llevarme hacia Él.

—Tomamos nota de vuestra obstinación —dice Audley—. Os ahorraremos los métodos que habéis empleado con otros.

Se pone de pie.

—El rey desea —añade— que pasemos a la acusación y al juicio.

—¡En nombre de Dios! ¿Qué mal puedo causar yo desde este lugar? No hago daño a nadie. No hablo mal de nadie. No pienso mal de nadie. Si esto no es suficiente para que un hombre pueda seguir viviendo…

Él interviene, incrédulo.

—¿No hacéis mal a nadie? ¿Qué me decís de Bamham, os acordáis de él? Requisasteis sus bienes, encerrasteis en la cárcel a su pobre esposa, visteis con vuestros propios ojos cómo le torturaban en el potro, le encerrasteis en la celda del obispo Stokesley, le tuvisteis encerrado dos días en vuestra casa, encadenado de pie a un poste, luego le mandasteis otra vez a Stokesley, visteis cómo le pegaban y le maltrataban una semana, y ni siquiera con eso quedó satisfecho vuestro rencor. Volvisteis a mandarle a la Torre y ordenasteis que le torturaran de nuevo en el potro, de manera que al final estaba tan destrozado que tuvieron que transportarle en una silla a Smithfield para quemarle vivo. ¿Y decís, Thomas Moro, que no hacéis ningún daño?

Riche empieza a retirar los papeles de Moro de la mesa. Se sospecha que ha estado enviando cartas arriba, a Fisher: lo que no es mala cosa, si puede demostrarse su participación en la traición de Fisher. Moro deja caer la mano sobre los documentos, con los dedos extendidos; luego se encoge de hombros y cede.

—Lleváoslos si debéis. Leéis todo lo que escribo.

—A menos que tengamos pronto un cambio de actitud —dice él—, debemos llevarnos la pluma y los papeles. Y los libros. Enviaré a alguien.

Moro parece encogerse. Se muerde el labio.

—Si tenéis que hacerlo, lleváoslo todo ya.

—¡Qué os habéis creído! —dice Suffolk—. ¿Nos tomáis acaso por criados, señor Moro?

—Es todo por mí —dice Ana. Él se inclina—. Cuando saquéis al fin a Moro lo que atribula su peculiar conciencia, descubriréis que lo que hay en el fondo de todo es que nunca aceptará mi condición de reina.

Ella es pequeña y blanca y está furiosa. Largos dedos con las yemas unidas que dobla hacia atrás. Ojos brillantes.

Antes de que vayan más allá, él tiene que recordar a Enrique el desastre del último año; recordarle que no puede salirse siempre con la suya solo con pedirlo. El verano anterior, lord Dacre, uno de los señores del norte, fue juzgado por traición, acusado de conspirar con los escoceses. Detrás de la acusación estaba la familia Clifford, rivales y enemigos hereditarios de Dacre; detrás de ellos, los Bolena, porque Dacre se había destacado defendiendo a la antigua reina. Se celebró el juicio en Westminster Hall, y lo presidió Norfolk, como mayordomo mayor del rey: y a Dacre hubieron de juzgarle, tenía derecho a ello, veinte lores como él. Y luego… se cometieron errores. Es posible que todo el asunto fuese un error de cálculo, una cosa hecha demasiado deprisa y demasiado forzada por los Bolena. Puede que él se hubiese equivocado al no hacerse cargo personalmente de la acusación. Había considerado preferible mantenerse en segundo plano, ya que muchos hombres con título le guardaban rencor por ser quien era, y correría el riesgo de que quisiesen incomodarle. O quizá el problema fuese Norfolk, que perdió el control en el tribunal… Fuese cual fuese la razón, lo cierto es que se rechazaron los cargos con el resultado de un arrebato de cólera y asombro por parte del rey. La guardia real condujo de nuevo directamente a la Torre al acusado y le enviaron a él para que consiguiese algún acuerdo, que debía acabar, él lo sabía, con Dacre hecho trizas. En este juicio, Dacre había hablado siete horas en defensa propia. Pero él, Cromwell, es capaz de hablar una semana. Dacre había admitido que era culpable de no informar de un delito de traición, una falta menos grave. Consiguió el perdón real, por el que hubo de pagar diez mil libras. Le pusieron en libertad para que volviese al norte, convertido en un pobre.

Pero la reina estaba furiosa; quería dar un ejemplo. Y los asuntos en Francia no van como ella quiere; algunos dicen que Francisco se ríe socarronamente cuando mencionan el nombre de ella. Y ella sospecha, con razón, que su hombre Cromwell se interesa más por la amistad de los príncipes alemanes que por una alianza con Francia; pero ella tiene que elegir el momento para esa lucha, y dice que no descansará hasta que muera Fisher, hasta que muera Moro. Así que ahora da vueltas por la habitación, agitada, nada regia, y se inclina una y otra vez hacia Enrique, acariciándole la manga, tocándole la mano; y él la rechaza cada vez, como si fuese una mosca. Él, Cromwell, observa. No son la misma pareja todos los días. A veces muy amorosos; a veces, fríos y distantes. Los arrullos son, en conjunto, lo que resulta más desagradable.

—Fisher no me inquieta lo más mínimo —dice él—, su delito está claro. En el caso de Moro… moralmente, nuestra causa es irreprochable. Nadie duda de su lealtad a Roma y de que rechaza el título de vuestra majestad como jefe de la Iglesia. Pero jurídicamente es más débil, y Moro empleará todos los instrumentos procesales y legales a su alcance. Esto no será fácil.

Enrique parece volver a la vida.

—¿Acaso os tengo para lo que es fácil? Que Dios se apiade de mi simplicidad, os he elevado hasta un puesto en este reino que nadie, nadie de vuestro origen, ha ostentado jamás en la historia del país. —Baja la voz—. ¿Creéis que es por vuestra belleza personal? ¿Por el encanto de vuestra presencia? Os mantengo en ese puesto, señor Cromwell, porque sois tan astuto como un saco de serpientes. Pero no seáis una víbora en mi seno. Sabéis cuál es mi decisión. Ejecutadla.

Cuando sale, se da cuenta del silencio que cae tras él. Ana se acerca a la ventana. Enrique se mira los pies.

Así que cuando entra Riche temblando con secretos ocultos, siente deseos de aplastarle como a una mosca. Pero se controla, y se frota las manos en vez de hacerlo: el hombre más alegre de Londres.

—Bueno, sir Frunce, ¿recogiste los libros? ¿Cómo estaba él?

—Bajó la persiana. Le pregunté por qué y dijo: los artículos se los han llevado, así que estoy cerrando la tienda.

A duras penas puede soportarlo, pensar en Moro sentado a oscuras.

—Veréis, señor. —Riche tiene un papel doblado—, tuvimos una conversación. La anoté.

—Háblame de ella. —Se sienta—. Yo soy Moro. Tú eres Riche. —Riche le mira fijamente—. ¿Quieres que cierre el postigo? ¿Saldrá mejor la representación a oscuras?

—Yo no podía dejarle —dice Riche, vacilante— sin intentar una vez más…

—Muy bien. Tienes tu forma de hacerlo. Pero ¿por qué habría de hablar contigo si no quería hablar conmigo?

—Porque a mí no me da importancia. Piensa que yo no importo.

—Y eres el procurador de la corte —dice él, burlón.

—Así que estábamos haciendo suposiciones.

—¿Cómo si estuvieseis en Lincoln Inn’s después de cenar?

—A decir verdad, señor, me dio pena. Está deseando hablar y sabéis que se pone a parlotear sin parar. Suponed que el Parlamento aprobase una ley diciendo que yo, Riche, tenía que ser rey, le dije. ¿No me aceptaríais como rey? Y se echó a reír.

—Bueno, admitirás que no es algo probable.

—Así que le presioné más; y dijo: sí, mayestático Richard, os aceptaría, porque el Parlamento puede hacerlo, y, considerando lo que ha hecho ya, no me sorprendería gran cosa despertarme un día en el reino del rey Cromwell, porque si un sastre puede ser rey de Jerusalén, supongo que un mozo de fragua puede ser rey de Inglaterra.

Riche hace una pausa: ¿le ha ofendido? Él le mira, radiante.

—Cuando yo sea el rey Cromwell, tú serás duque. Así que al grano, Frunce… ¿O es eso todo?

—Moro dijo: bueno, habéis expuesto un caso, yo os expondré otro superior. Suponed que el Parlamento aprobase una ley que dijese que Dios no debería ser Dios. Yo dije que eso no tendría valor, porque el Parlamento carece de poder para eso. Entonces él dijo: ah, muy bien, joven, al menos reconocéis un absurdo. Y se detuvo ahí y me miró, como diciendo: ahora pasemos al mundo real. Le dije: os pondré un caso intermedio. Sabéis que nuestro señor el rey ha sido nombrado jefe de la Iglesia por el Parlamento. ¿Por qué no os mostráis conforme con su decisión lo mismo que hicisteis cuando el Parlamento le nombró rey? Y él dijo (como si estuviese instruyendo a un niño): no son casos iguales. En uno, hay una jurisdicción temporal y el Parlamento puede hacerlo. En el otro, la jurisdicción es espiritual, y el Parlamento no puede ejercerla, porque queda fuera de su ámbito.

Él mira fijamente a Riche.

—Ahórcale por papista —le dice.

—Sí, señor.

—Sabemos que lo piensa. Nunca lo ha declarado.

—Dijo que una ley superior regía este reino y todos los demás. Y que si el Parlamento contraviniese la ley de Dios…

—La ley del papa, quiere decir…, porque sostiene que son lo mismo, eso no puede negarlo, ¿verdad? ¿Por qué anda siempre examinando su conciencia solo para comprobar noche y día si está o no de acuerdo con la Iglesia de Roma? Eso es su consuelo, eso es su guía. Me parece que si niega claramente la capacidad del Parlamento, niega su título al rey. Lo cual es traición. Aun así —se encoge de hombros—, ¿hasta dónde nos lleva eso? ¿Podemos demostrar que su negativa fue maliciosa? Supongo que alegará que hablaba por hablar, por pasar el rato. Que estabais planteando casos y que cualquier cosa que dijese en esas circunstancias no puede utilizarse en su contra.

—Un jurado no estará de acuerdo con eso. Considerará que decía en serio lo que dijo. Después de todo, señor, sabía muy bien que no se trataba de un debate de estudiantes.

—Cierto. No se les envía a la Torre por eso.

Riche le ofrece el memorando.

—Lo he anotado todo fielmente, según lo que recuerdo.

—¿No tienes ningún testigo?

—Entraban y salían, guardaban los libros en un cajón, tenía muchísimos libros. No podéis tacharme de descuidado, señor, porque ¿cómo iba a saber yo que accedería a hablar conmigo?

—No te culpo de nada —dice él, con un suspiro—. De hecho, Frunce, eres la niña de mis ojos. ¿Ratificarías esto ante el tribunal?

Riche asiente, dubitativo.

—Dime que lo harás, Richard. O dime que no. Seamos claros. Haz el favor de decirlo ahora, si piensas que podría faltarte el valor. Si perdemos otro juicio, ya podemos despedirnos de nuestros medios de subsistencia. Y todos nuestros esfuerzos habrán sido en vano.

—¿Sabéis?, él no pudo resistirlo, la oportunidad de encauzarme por el buen camino —dice Riche—. Nunca podrá prescindir de eso, de lo que yo hice cuando era un muchacho. Me utiliza para continuar con su sermón. En fin, dejémosle que haga el sermón siguiente en el tajo.

La víspera de la ejecución de Fisher, a última hora, visita a Moro. Lleva consigo una sólida guardia, pero les deja en la habitación exterior y entra solo.

—Me he acostumbrado a estar con la persiana bajada —dice Moro, casi alegremente—. ¿No os importa que hablemos en la penumbra?

—No tenéis por qué temer al sol. No lo hay.

—Wolsey solía ufanarse de que era capaz de cambiar el tiempo. —Se ríe entre dientes—. Está bien que me visitéis, Thomas, ahora que no tenemos más que decir. ¿O sí?

—Los guardias vendrán a buscar al obispo Fisher mañana temprano. Me temo que os despertarán.

—Sería un mal cristiano si no pudiese velar con él. —Su sonrisa se ha esfumado—. Me han dicho que el rey ha sido misericordioso en cuanto a la forma de su muerte.

—Como es tan viejo y tan frágil…

—Yo hago todo lo que puedo, ya lo sabéis —dice Moro con amarga complacencia—. Un hombre solo puede consumirse a su ritmo.

—Escuchad.

Tiende el brazo sobre la mesa, le coge la mano, la aprieta más fuerte de lo que se proponía. Mi presa de herrero, piensa. Ve que Moro se acobarda, siente sus dedos, la piel reseca como papel sobre los huesos.

—Escuchad. Cuando comparezcáis ante el tribunal, solicitad inmediatamente el perdón del rey.

—¿Y de qué me valdrá? —pregunta Moro, sorprendido.

—No es un hombre cruel. Lo sabéis.

—¿Lo sé? No lo era. Era de dulce disposición. Pero cambió de compañías.

—Siempre es sensible a una petición de clemencia. No quiero decir que vaya a perdonaros la vida si no prestáis juramento. Pero puede otorgaros la misma merced que a Fisher.

—No es tan importante lo que le suceda al cuerpo. Yo he llevado en algunos sentidos una vida dichosa. Dios ha sido bondadoso y no me ha puesto a prueba. Ahora que lo hace, no puedo fallarle. He vigilado siempre mi corazón, y no siempre me ha agradado lo que he encontrado en él. Si al final acaba en manos del verdugo, bendito sea. Muy pronto estará en manos de Dios, de todos modos.

—¿Me consideraréis un sentimental si digo que no quiero veros despedazado? —Ninguna respuesta—. ¿No os da miedo el dolor?

—Oh, sí, mucho. No soy un hombre robusto y audaz como vos. No puedo evitar imaginarlo mentalmente… Pero solo lo sentiré un momento, y Dios no me dejará recordarlo después.

—Me alegro de no ser como vos.

—Sin duda alguna. Porque si fueseis como yo estaríais sentado de este lado.

—Me refiero a lo de concentrarse mentalmente en el otro mundo. Comprendo que no veáis ninguna perspectiva de mejora en este.

—¿Y vos la veis?

Casi una pregunta frívola. Un puñado de granizo repiquetea en la ventana. Se sobresaltan los dos. Él se levanta, inquieto. Preferiría saber lo que hay fuera. Ver el verano en su triste y ventoso naufragio, en vez de encogerse detrás de la persiana preguntándose por los daños.

—Una vez tuve grandes esperanzas —dice—. El mundo me corrompe, pienso. Tal vez sea solo este tiempo. Me deprime y me hace pensar como vos que uno debería encogerse y encogerse hasta ser un puntito de luz, conservar la propia alma solitaria como una llama debajo de un cristal. Los espectáculos de dolor y desgracia que veo a mi alrededor, la ignorancia, el vicio irreflexivo, la pobreza y la falta de esperanza, y, oh, sí, la lluvia… La lluvia que cae sobre Inglaterra y pudre el grano, apaga la luz en los ojos de los hombres y también la luz del conocimiento, porque ¿quién puede razonar si Oxford es un charco gigante y Cambridge se deshace y corre río abajo, y quién aplicará la ley si los jueces nadan para salvarse? La semana pasada la gente se amotinó en York. ¿Por qué no iban a hacerlo, con la escasez de trigo, que cuesta además el doble que el año pasado? Tengo que azuzar a los jueces para que den ejemplo, supongo, porque si no, todo el norte se amotinará. Saldrán con picas y podaderas y se matarán, cómo no, unos a otros. La verdad es que creo que sería un hombre mejor si el tiempo fuese mejor. Sería un hombre mejor si viviese en un país en el que brillase el sol y los ciudadanos fuesen ricos y libres. Bastaría que fuese así, señor Moro, para que vos no tuvieseis que rezar tanto por mí.

—Cómo podéis hablar así —dice Moro—. Palabras, palabras y solo palabras. Lo hago, por supuesto. Rezo por vos. Rezo con todo mi corazón para que veáis que estáis extraviado. Cuando nos encontremos en el Cielo, como espero, se habrán olvidado todas nuestras diferencias. Pero, de momento, no podemos dejarlas a un lado. Vuestra tarea es matarme. La mía es mantenerme vivo. Es mi papel y mi deber. Todo cuanto poseo es la tierra que piso, y esa tierra es Thomas Moro. Si la queréis, tendréis que quitármela. No podéis pensar razonablemente que voy a cederla.

—Querréis pluma y papel para escribir vuestra defensa. Os lo concederé.

—Nunca dejáis de intentarlo, ¿verdad? No, secretario jefe, mi defensa está aquí —se da una palmada en la frente—, donde estará a salvo de vos.

Qué extraña es la habitación, qué vacía está sin los libros de Moro: está llena de sombras.

—Martin, una vela —dice.

—¿Vendréis mañana? ¿Para lo del obispo?

Él asiente. Aunque no presenciará el momento de la muerte de Fisher. El protocolo es que los espectadores se pongan de rodillas y se descubran para señalar el tránsito del alma.

Martin les lleva una vela. «¿Algo más?». Hacen una pausa mientras la coloca en la mesa. Cuando Martin se retira, siguen callados. El prisionero inclinado, mirando la llama. ¿Cómo sabe él si Moro ha iniciado un silencio o está preparándose para hablar? Hay un silencio que precede al discurso, hay un silencio que lo sustituye. No hay por qué romperlo con una declaración, puede romperse con una vacilación: si…, cómo podría ser…, si fuese posible…

—Yo os habría dejado, ¿sabéis? —dice—. Acabar vuestra vida. Arrepentiros de vuestras matanzas y carnicerías. Si fuese rey.

La luz se desvanece. Es como si el prisionero se hubiese retirado de la habitación dejando apenas una sombra donde debería estar. Una corriente de aire agita la llama. La mesa desnuda que les separa, ahora despejada de los escritos de Moro, ha adquirido el aspecto de un altar. ¿Y para qué es un altar si no para un sacrificio? Moro rompe al fin su silencio:

—Si al final, y después de que me juzguen, si el rey no lo otorga, si todo el rigor de la pena…, Thomas, ¿cómo se hace? Se diría que cuando se abre el vientre de un hombre se produce la muerte por la gran efusión de sangre, pero al parecer no es así… ¿Tienen algún instrumento especial que usan para romperle a uno la médula espinal mientras aún está vivo?

—Lamento que me consideréis un experto.

Pero ¿no le había dicho él a Norfolk, o casi le había dicho, que le había sacado el corazón a un hombre?

—Es el misterio del verdugo —dice—, se guarda en secreto para que sigamos aterrados.

—Dejad que me maten limpiamente. No pido nada. Solo eso.

Se tambalea en su asiento, presa, entre un latido del corazón y el siguiente, de una agitación física. Llora, se estremece de pies a cabeza. Golpea con las manos, débilmente, la mesa vacía; y cuando él se marcha, «Martin, entra, dale algo de vino», sigue llorando, temblando, golpeando la mesa.

La próxima vez que le vea será en Westminster Hall.

El día del juicio, los ríos se desbordan de sus cauces. El propio Támesis crece, burbujeando como un río del Infierno, y arroja sus desechos por los muelles.

Es Inglaterra contra Roma, dice él. Los vivos contra los muertos.

Presidirá Norfolk. Él le dice cómo será. Se desecharán los primeros elementos de la acusación: se refieren a diversas palabras dichas en diversos momentos sobre la ley y el juramento, y la conspiración de Moro con Fisher, considerada traición: cartas entre ambos, aunque parece que esas cartas ya se han destruido.

—Luego, en el cuarto cargo, escucharemos el testimonio del procurador de la corte. Y esto, Excelencia, distraerá a Moro, porque no puede ver al joven Riche sin que le dé un ataque pensando en sus negligencias cuando era un muchacho… —el duque enarca una ceja—. Bebida, peleas. Mujeres. Dados.

Norfolk se frota la hirsuta barbilla.

—Me he dado cuenta, un muchacho que parece tan delicado, lucha sin cejar en su empeño. Para anotarse un tanto, claro. Mientras que nosotros, los veteranos que nacimos con la armadura puesta, no necesitamos apuntarnos ningún tanto.

—Ciertamente —dice él—. Somos los hombres más pacíficos del mundo. Milord, por favor, atended ahora. No queremos otro error como el de Dacre. Difícilmente sobreviviríamos a él. Se retirarán los primeros cargos. En el siguiente, el jurado estará alerta. Y os he proporcionado un jurado excelente.

Moro se enfrentará a sus pares; londinenses, los mercaderes de los gremios. Hombres expertos, con todos los prejuicios de la ciudad. Están hartos, lo están todos los londinenses, de la arrogancia y la rapacidad de la Iglesia, y no se toman a bien que les digan que no tienen capacidad para leer las Escrituras en su propia lengua. Conocen a Moro y le conocen desde hace veinte años. Saben cómo dejó viuda a Lucy Petyt. Saben cómo hundió el negocio de Humphrey Monmouth, porque Tyndale había sido huésped en su casa. Saben que ha puesto espías en sus casas, entre sus aprendices, a los que tratan como hijos, entre los sirvientes, tan familiares y domésticos que oyen todas las noches las oraciones de sus amos al pie de sus camas.

Hay un nombre que hace vacilar a Audley.

—¿John Parnell? Podría interpretarse mal. Sabéis que lleva detrás de Moro desde que emitió juicio contra él en Chancery…

—Conozco el caso. Moro hizo una chapuza. No se leyó los documentos. Estaba demasiado ocupado escribiendo una carta de amor a Erasmo. O encerrando a alguna alma cándida cristiana en su cepo de Chelsea. ¿Qué queréis, Audley? ¿Queréis que vaya a Gales a por un jurado? ¿O a Cumberland? ¿O a algún sitio donde piensen mejor de Moro? Han de ser hombres de Londres, y, a menos que se trate de un jurado de recién nacidos, no puedo borrar lo que tienen en la memoria.

—No sé, Cromwell —dice Audley moviendo la cabeza.

—Oh, es un tipo listo —dice el duque—. Cuando cayó Wolsey, yo ya dije: ojo con él, es un tipo listo. Hay que madrugar mucho para pasarle delante.

La noche antes del juicio, mientras revisa sus papeles en Austin Friars, alguien se asoma a la puerta: una estrecha cabecita londinense, de cráneo afeitado y rostro joven y tosco.

—Dick Purser. Pasa.

Dick Purser examina la estancia. Es el encargado de los perros feroces que guardan la casa de noche, y es la primera vez que entra aquí.

—Pasa y siéntate. No temas. —Le sirve un poco de vino en un fino vaso veneciano que era del cardenal—. Prueba esto. Me lo mandó Wiltshire, a mí no me gusta demasiado.

Dick alza el vaso y lo manipula peligrosamente. El líquido es claro como paja o como la luz estival. Toma un trago.

—Señor, ¿puedo acompañaros al juicio?

—Aún duele, ¿eh?

Dick Purser es el muchacho al que había azotado Moro delante de todos los de la casa en Chelsea por decir que la Sagrada Hostia era un trozo de pan. Era un niño entonces, no es mucho más ahora; cuando llegó a Austin Friars decían que lloraba en sueños.

—Búscate una librea —le dice él—. Y lávate las manos y la cara por la mañana. No quiero que me dejes mal.

Es lo de «dejar mal» lo que estimula al muchacho.

—El dolor casi no me importó —dice—. Todos hemos recibido, y os lo digo con todo el respeto, tanto como eso y peor de nuestros padres.

—Cierto —dice él—, mi padre me machacaba como si fuese una plancha de metal.

—Fue lo de que me mandara desnudarme con las mujeres mirando. La dama Alice. Las muchachas jóvenes. Pensé que alguna podría defenderme, pero cuando me vieron con los pantalones bajados, solo les inspiré repugnancia. Se rieron. Mientras él me azotaba, ellas se reían.

En los cuentos, siempre son las muchachas jóvenes, muchachas inocentes, las que detienen la mano del hombre que empuña la vara o el hacha. Pero parece que nosotros nos hemos metido en un cuento distinto: las nalgas flacas y apretadas contra el frío de un niño, sus huevitos pellejudos, su tímido pajarito encogido en un botón, mientras las señoras de la casa se ríen y los criados vitorean y brotan en la piel y sangran delgados verdugones.

—Está muerto y olvidado ya. No llores.

Sale de detrás del escritorio. Dick Purser le apoya la cabeza esquilada en el hombro y lloriquea, de vergüenza, de alivio, de triunfo, porque pronto habrá sobrevivido a su torturador. Moro condujo a la muerte a John Purser, le acosó por tener libros alemanes; él abraza al muchacho, sintiendo el golpeteo de su pulso, sus tensos tendones, las fibras de sus músculos, y emite sonidos de consuelo, como hacía con sus hijos cuando eran pequeños, o como podría hacer con un perro al que han pisado la cola. A pesar de que ha comprobado que el consuelo se imparte a menudo a costa de una o dos pulgas.

—Os seguiré hasta la muerte —proclama el muchacho, que abraza a su señor con los puños cerrados: los nudillos le amasan la espina dorsal; él resopla—. Creo que estaré bien con librea. ¿A qué hora salimos?

Temprano. Llega el primero a Westminster Hall con su séquito, para ocuparse de los detalles de última hora. El tribunal se reúne en torno a él y, cuando llevan a Moro, los presentes se impresionan visiblemente por su aspecto. Nunca se ha sabido que la Torre haya hecho bien a un hombre, pero él les sobrecoge con su figura flaca y su barba blanca y andrajosa: parece así más viejo de lo que es.

—Da la impresión de que le hubiesen maltratado —susurra Audley.

—Y dice que yo no desaprovecho un truco.

—Bueno, yo tengo la conciencia limpia —dice tranquilamente el Lord Canciller—. Se le ha tratado con toda consideración.

John Parnell le saluda con un cabeceo. Richard Riche, funcionario judicial y testigo, le dirige una sonrisa. Audley pide un asiento para el reo, pero Moro se limita a sentarse al borde de él: nervioso, combativo.

Mira alrededor para comprobar si alguien toma notas por él.

Palabras, palabras, solo palabras.

Os conozco, Thomas Moro, piensa él, pero vos no os acordáis de mí. Ni siquiera me visteis nunca llegar.