I. Supremacía

(1534)

En los días alegres que transcurren desde Navidad a Año Nuevo, mientras la corte está de fiesta y Charles Brandon en los pantanos gritando ante una puerta, él relee a Marsilio de Padua. Marsilio nos planteó en el año 1324 cuarenta y dos proposiciones. Después de la fiesta de la Epifanía, él acude sin prisa a exponerle unas cuantas a Enrique.

El rey ya conoce algunas, otras le son extrañas. Algunas son pertinentes en su situación actual; otras le han sido censuradas como herejía. Hace una mañana luminosa y gélida, el viento del río corta la cara como un cuchillo. Nos apresuramos a tentar la suerte.

Marsilio nos cuenta que Cristo no vino a este mundo como gobernante ni como juez, sino como súbdito: súbdito del Estado con el que se encontró. No pretendía gobernar, ni encomendó a sus discípulos la misión de hacerlo. No dio a uno de sus seguidores más poder que a otro. Si creéis que lo hizo, leed de nuevo los versículos sobre Pedro. Cristo no hizo papas. No dio a sus discípulos el poder de hacer leyes o poner impuestos que los clérigos han reclamado como derecho propio.

—No recuerdo que el cardenal me hablase nunca de eso —dice Enrique.

—¿Lo haríais vos si fueseis cardenal?

Si Cristo no indujo a sus seguidores a buscar el poder terrenal, ¿cómo puede afirmarse que los príncipes de hoy reciben su poder del papa? De hecho, todos los sacerdotes son súbditos, como Cristo quiso que fuesen. Corresponde al príncipe gobernar los cuerpos de sus ciudadanos, decir quien está casado y quién puede casarse, quién es bastardo y quién legítimo.

—¿De dónde recibe el príncipe ese poder y el de imponer la ley? De un cuerpo legislativo que actúa en nombre de los ciudadanos. El rey obtiene su soberanía por voluntad del pueblo, expresada en el Parlamento.

Cuando él dice esto, Enrique parece aguzar el oído, como si pudiese captar el rumor del pueblo bajando por el camino hacia él dispuesto a expulsarle de su palacio. Él le tranquiliza a ese respecto: Marsilio no concede legitimidad a los rebeldes. Ciertamente, los ciudadanos deben unirse para derribar a un déspota, pero él, Enrique, no es un déspota. Él es un monarca que gobierna dentro de la ley. Le complace que el pueblo le aclame cuando pasea a caballo por Londres, pero el príncipe prudente no siempre es el más popular; él lo sabe.

Tiene otras proposiciones que exponerle. Cristo no otorgó concesiones de tierras a sus seguidores, ni monopolios, cargos, ascensos. Todo eso corresponde al poder secular. ¿Cómo puede un hombre que ha hecho voto de pobreza tener derechos de propiedad? ¿Cómo pueden ser terratenientes los monjes?

—Cromwell —dice el rey—, con vuestra facilidad para las grandes cifras… —Mira fijamente a lo lejos. Acaricia el encaje plateado de su bocamanga.

—El cuerpo legislativo debe proveer para el mantenimiento de sacerdotes y obispos —dice él—. Después de eso, debería poder emplear la riqueza de la Iglesia para el bien público.

—Pero ¿cómo liberar esa riqueza? Supongo que se pueden desmontar los altares —dice Enrique; tachonado él mismo de piedras preciosas, piensa en la riqueza que se puede obtener—. Si alguien se atreviese.

Es característico de Enrique adelantarse a lo que aún no has expuesto. Él se había propuesto guiarle hacia un intrincado proceso legal de desposesión y reposesión: la afirmación de antiguos derechos soberanos, la recuperación de lo que siempre ha sido vuestro. Él recordará que fue Enrique quien propuso primero sacar los ojos de zafiro de los santos con un cincel. Pero está dispuesto a seguir el pensamiento del monarca.

—Cristo nos enseñó cómo recordarle. Nos dejó el pan y el vino: el cuerpo y la sangre. ¿Qué más necesitamos? No veo dónde pidió que se alzasen altares, o que se instituyese un comercio con partes del cuerpo, cabello y uñas incluidos, ni nos pidió que hiciésemos imágenes de yeso y las adorásemos.

—Seríais capaz de calcular —dice Enrique—, incluso… No, supongo que no. —Se levanta—. Bueno, brilla el sol, así que…

Así que es el mejor momento para la siega. Recoge los documentos del día.

—Puedo acabar yo.

Enrique va a ponerse la chaqueta de montar. No queremos que nuestro rey sea el hombre pobre de Europa, piensa. España y Portugal tienen tesoros que les llegan todos los años de las Indias. ¿Dónde están nuestros tesoros?

Mirad a vuestro alrededor.

Él calcula que el clero posee un tercio de Inglaterra. Un día, pronto, Enrique le preguntará cómo puede poseerlo la Corona en vez del clero. Es como tratar con un niño. Un día, traes una caja y el niño pregunta qué hay dentro. Luego se va a dormir y se olvida, pero al día siguiente pregunta de nuevo. Y no descansa hasta que se abre la caja y se le dan los regalos.

El Parlamento está a punto de reanudar las sesiones. Él le dice al rey que ningún Parlamento de la historia ha trabajado tanto como se propone él que trabaje este.

—Haced lo que tengáis que hacer —dice Enrique—. Yo os respaldaré.

Es como oír lo que has esperado toda la vida. Es como oír un verso perfecto en un idioma que conocías antes de nacer.

Se va a casa contento, pero el cardenal le espera en un rincón. Está rollizo como un almohadón con su ropa escarlata y tiene una expresión marcial de rebeldía en la cara. ¿Sabéis que él se atribuirá el mérito de vuestras buenas ideas, y vos cargaréis con la culpa de las suyas erróneas?, le dice Wolsey. Cuando la fortuna os dé la espalda, sentiréis su azote: siempre vos, nunca él.

Querido Wolsey, le dice (porque el cardenal ya no está en este reino y se dirige a él como a un colega). Querido Wolsey, no es del todo así…, no culpó a Charles Brandon por romperle una lanza en el yelmo, se culpó a sí mismo por no bajarse la visera.

¿Creéis que esto es una justa?, pregunta el cardenal. ¿Creéis que hay reglas, protocolos, jueces que vigilan que se juegue limpio? Un día, cuando estéis aún ajustándoos el arnés, alzaréis la vista y le veréis arremeter contra vos.

El cardenal se desvanece con una risa ahogada.

Antes incluso de que se reúnan los Comunes, lo hacen sus adversarios para planear sus tácticas. Las sesiones no son secretas. Los sirvientes entran y salen, y puede repetir el método que empleó con los cónclaves de los Pole: hay jóvenes de la casa de Cromwell a los que no les importa ponerse un delantal y servir una fuente de pescado o un asado de carne. Los gentilhombres de Inglaterra solicitan puestos en su casa ahora para hijos, sobrinos y pupilos, pensando que con él aprenderán el arte de gobernar, de escribir con caligrafía secretarial, de abordar la traducción de las cartas del extranjero y sabrán qué libros deben leer para ser cortesanos. Él se toma en serio la confianza que depositan en su persona. Retira cortésmente de las manos de estos jóvenes bulliciosos las dagas, las plumas, y les habla, buscando por detrás de la pasión y el orgullo de jóvenes de quince o veinte años lo que valen en realidad, para qué sirven y para qué servirían en condiciones difíciles. No aprendes nada de los hombres desairándolos y aplastando su orgullo. Tienes que preguntarles qué son capaces de hacer en este mundo, lo que solo ellos son capaces de hacer.

Los muchachos se quedan atónitos con la pregunta, abren sus almas. Quizá nadie les haya hablado así antes. Desde luego, sus padres no.

Introduces a estos muchachos violentos y poco ilustrados en ocupaciones humildes. Aprenden los Salmos. Aprenden a usar el cuchillo de filetear y el cuchillo de mondar; solo entonces, para defensa propia y en una lección no oficial, aprenden el estoc, el golpe mortal que se asesta bajo las costillas, el simple giro de la muñeca que te da la seguridad. Christophe se ofrece como instructor. Estos messieurs, dice, hay que ver lo delicados que son. Le cortan la cabeza al ciervo o la cola a la rata, lo que sea, para enviársela a casa a su querido papá. Solo vos y yo, señor, y Richard Cremuel, sabemos cómo cortar el paso a un maldito puerco condenado, de manera que acabemos con él sin que le dé tiempo siquiera a soltar un chillido.

Antes de que llegue la primavera, algunos de los jóvenes que se congregan a su puerta hallan el modo de entrar. Los ojos y los oídos de los iletrados son tan agudos como los de los nobles, y no hace falta ser un erudito para tener ingenio. Caballerizos y encargados de los perros oyen las confidencias de los nobles. El muchacho de la leña y los fuelles oye secretos de los umbrales del sueño a primera hora del día, cuando entra a encender la chimenea.

Un día soleado de súbito y engañoso calor, llega a Austin Friars Llamadme Risley.

—Buenos días, señor —grita, y arroja la chaqueta, se sienta a su escritorio y arrastra el taburete; coge la pluma y se queda mirando la punta—. Bueno, ¿qué tenéis para mí? —Le brillan los ojos y tiene las puntas de las orejas coloradas.

—Creo que Gardiner debe de estar de vuelta —dice él.

—¿Cómo lo sabéis? —Llamadme deja la pluma. Se levanta bruscamente. Pasea a grandes zancadas—. ¿Por qué es como es? ¿A que tantas discusiones y disputas y preguntas cuando las respuestas le tienen sin cuidado?

—Te gustaba bastante en Cambridge.

—Oh, entonces —dice Wriothesley, despreciando su yo juvenil—. Se supone que nos ejercitaba mentalmente. No sé.

—Mi hijo dice que le cansaba la práctica del debate docto. La llama práctica de la discusión inútil.

—Quizá Gregory no sea tonto del todo.

—Me gustaría creer que no lo es.

Llamadme se ruboriza intensamente.

—No pretendía ofenderos, señor. Ya sabéis que Gregory no es como nosotros. Él es demasiado bueno para este mundo. Claro que tampoco hay por qué ser como Gardiner.

—Cuando se reunían los consejeros del cardenal, proponíamos planes, tal vez hubiese alguna disputa, pero la resolvíamos hablando; luego perfeccionábamos los planes y los aplicábamos. El Consejo del rey no trabaja de ese modo.

—¿Cómo iba a poder hacerlo? ¿Con Norfolk? ¿Con Charles Brandon? Se pelearán con vos por ser quien sois. Aunque estén de acuerdo, os llevarán la contraria. Aunque sepan que tenéis razón.

—Supongo que Gardiner te ha amenazado.

—Con la ruina —aprieta un puño contra el otro—. No me importa.

—Pues debería importarte. Winchester es un hombre poderoso y si dice que te arruinará, es que se propone hacerlo.

—Me llama desleal. Dice que cuando estuvo en el extranjero debería haberme ocupado de sus intereses y no de los vuestros.

—Mi opinión es que estás al servicio del secretario de Estado, del que ocupe ese puesto. Si yo —vacila—, si…, Wriothesley, te hago esta oferta, si se me confirma en el puesto, te pondré al cargo del Sello.

—¿Seré el supervisor?

Ve que está calculando los honorarios.

—Así que ahora ve a ver a Gardiner, discúlpate y consigue que te haga una oferta mejor. Procura cubrir las apuestas complementarias.

Llamadme se queda en suspenso, alarmado.

—Apresúrate, muchacho. —Coge su chaqueta y se la tira—. Él todavía es secretario. Puede recibir de nuevo sus sellos. Dile solo que tiene que venir a recogerlos en persona.

Llamadme se ríe. Se frota la frente, desconcertado, como si se hubiese estado peleando. Se pone la chaqueta.

—No hay esperanza, ¿verdad?

Luchadores inveterados. Lobos arrebatándose la carroña. Leones disputándose cristianos.

El rey le manda entrar, con Gardiner, para examinar la ley que se propone presentar al Parlamento destinada a garantizar la sucesión de los hijos de Ana. Les acompaña la reina. Muchos gentilhombres privados ven menos a sus esposas que el rey, piensa. Si él cabalga, Ana cabalga. Si él caza, Ana caza. Y a los amigos de él los hace amigos suyos.

Ana tiene la costumbre de leer por encima del hombro de Enrique; lo hace ahora, deslizando una mano exploratoria por el sedoso volumen del monarca, por las capas de ropa, de forma que una de sus pequeñas uñas se engancha debajo del cuello bordado de la camisa y alza la tela, separándola solo un poquito, una minúscula fracción, de la regia y pálida piel. La mano enorme de Enrique se desliza para acariciar la de ella, un movimiento ausente, como en sueños, como si estuviesen solos. El borrador alude una y otra vez, correctamente, al parecer, a «Su queridísima y amadísima esposa la reina Ana».

El obispo de Winchester está boquiabierto. Como hombre, le subyuga el espectáculo, pero como obispo le hace carraspear. Ana no se da cuenta en absoluto; sigue haciendo lo que hace y leyendo el papel, hasta que alza la vista, sobrecogida: ¡menciona mi muerte! «Si sucediese que su dicha amada y queridísima esposa la reina Ana falleciese…».

—No puede excluirse el hecho —dice él—. El Parlamento puede hacer cualquier cosa, siempre que no sea contraria a la naturaleza.

Ella se ruboriza.

—No moriré por el niño. Soy fuerte.

Él no recuerda que Liz perdiese el buen sentido en los embarazos. En realidad, se hacía siempre aún más sobria y frugal, y dedicaba mucho tiempo a hacer inventario de lo que había almacenado en los armarios. La reina Ana pide a Enrique el borrador de la carta. Lo agita en un arrebato. Está indignada con el papel, celosa de la tinta.

—Este proyecto de ley —dice— prevé que si muero, digamos que muriese ahora, digamos que muero de una fiebre y muero sin dar a luz, entonces él puede poner en mi lugar a otra reina.

—Querida —dice el rey—, no puedo imaginar otra en tu lugar. Solo es una idea. Algo que él tiene que prever.

—Señora —dice Gardiner—, si me permitís defender a Cromwell, él solo prevé la situación habitual. ¿Condenaríais a Su Majestad a una vida de viudez perpetua? Y nadie conoce su hora, ¿verdad?

Ana no presta la menor atención. Es como si Winchester no hubiese hablado.

—Y si ella tiene un hijo, ese hijo heredará —dice—, «herederos masculinos legítimamente engendrados». ¿Qué pasará entonces con mi hija y su derecho?

—Bueno —dice Enrique—, ella sigue siendo princesa de Inglaterra. Si miráis el documento más adelante dice que…

Enrique cierra los ojos. Dios, dame fuerzas.

Gardiner se apresura a aportar algo.

—Si el rey no tuviese nunca un hijo, es decir, en matrimonio legítimo con una mujer, entonces vuestra hija sería reina. Eso es lo que propone Cromwell.

—Pero ¿por qué tiene que escribirse así? ¿Y dónde dice que esa María española es bastarda?

—Lady María está fuera de la línea de sucesión. Así que la deducción queda clara. No hace falta decir más. Debéis disculpar cualquier frialdad en la expresión. Procuramos escribir las leyes sobriamente. Por tanto, no hay nada personal en ellas.

—Santo cielo —dice Gardiner con alivio—. Si esto no es personal, ¿qué es?

El rey parece haber invitado a Stephen a esta conferencia con el fin de desairarle. Mañana, por supuesto, podría suceder lo contrario; él podría llegar y ver a Enrique paseando con Stephen cogido del brazo entre las campanillas blancas.

—Queremos sellar esta ley con un juramento —dice—. Que los súbditos de Su Majestad juren respaldar la sucesión al trono tal como se establece en este documento y como ratifica el Parlamento.

—¿Un juramento? —dice Gardiner—. ¿Qué clase de legislación necesita que la confirmen con un juramento?

—Siempre habrá quien diga que un Parlamento se equivoca o está comprado o es incapaz por algún motivo de representar a la nación. Además, habrá quienes rechacen la competencia del Parlamento para legislar en ciertas materias, que consideren que eso corresponde a alguna otra jurisdicción… A Roma, por ejemplo. Pero creo que es un error. Roma no tiene voz legítima en Inglaterra. En mi proyecto de ley me propongo exponer una posición. Es una posición modesta. Lo redacté yo, el Parlamento puede considerar que merece aprobarse, el rey puede acceder a firmarlo. Entonces, yo pediré al país que lo ratifique.

—¿Qué es lo que haréis? —pregunta Stephen, mofándose—. ¿Enviaréis a vuestros criados desde Austin Friars a que recorran el país haciendo jurar a todo individuo al que saquéis de una taberna? ¿Haréis jurar a todos?

—¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Acaso creéis que porque no son obispos son animales? El juramento de un cristiano es tan bueno como el de otro. Mirad a cualquier parte de este reino, monseñor, y encontraréis desamparo, indigencia. Hay hombres y mujeres por los caminos. Los que cuidan del rebaño se han hecho tan grandes que arrebatan las tierras al hombre humilde y el labrador pierde la casa y el hogar. En una generación, esa gente puede aprender a leer. El labrador puede coger un libro. Creedme, Gardiner, Inglaterra puede ser de otro modo.

—Os he enfurecido —comenta Gardiner—. Si os provocan, os equivocáis de dirección. Yo no os he preguntado si su palabra era buena o no, sino a cuántos os proponéis hacer jurar. Pero, por supuesto, en los Comunes habéis introducido un proyecto de ley que va contra los corderos…

—Contra los que dirigen el rebaño —dice él, sonriendo.

—Gardiner —dice el rey—, es para ayudar a la gente del común…, ningún ganadero debe disponer de más de dos mil animales…

El obispo interrumpe al rey, tratándole como a un niño.

—Dos mil, sí, mientras vuestros enviados andan por los condados contando las ovejas, tal vez puedan tomar juramento al mismo tiempo a los pastores, ¿no? Y a esos labradores vuestros, en su condición iletrada, y a cualquier furcia que encuentren en una zanja.

Él no tiene más remedio que reírse de la vehemencia del obispo.

—Monseñor, tomaré juramento a quien sea necesario para asegurar la sucesión y unir al país tras nosotros. El rey tiene sus funcionarios, sus jueces de paz…, y los lores del Consejo se sentirán honrados de hacer su trabajo, o tendrán que explicarse si no.

—Los obispos tendrán que prestar juramento —dice Enrique—. Espero que se muestren conformes.

—Necesitamos nuevos obispos —dice Ana. Nombra a su amigo Hugh Latimer. A su amigo Rowland Lee. En realidad, parece que tiene una lista que lleva en la memoria. Liz hacía conservas. Ana hace pastores.

—¿Latimer? —Stephen cabecea, pero no puede acusar a la reina a la cara de estimar a herejes—. Rowland Lee no ha subido a un púlpito en su vida, que yo sepa. Algunos hombres entran en la vida religiosa solo por ambición.

—Y apenas tienen la gallardía de disimularlo —dice él.

—Yo hago cuanto puedo por seguir mi camino —dice Stephen—. Me condujo a él Dios, Cromwell. Y lo sigo.

Él alza la vista hacia Ana. Ve en sus ojos una chispa de alegría. No se pierde una sola palabra.

—Monseñor Winchester —dice Enrique—, habéis estado mucho tiempo fuera del país, en vuestra embajada.

—Abrigo la esperanza de que Su Majestad piense que ha sido en beneficio suyo.

—Ciertamente, pero no habéis podido evitar descuidar vuestra diócesis.

—Como pastor, deberíais ocuparos de vuestro rebaño —dice Ana—. Contarlo, quizá.

—Mi rebaño está a salvo en el redil —dice él con una inclinación.

El rey no puede hacer mucho más ya, salvo echar al obispo por las escaleras a patadas o pedir a los guardias que le saquen a rastras.

—De todos modos, podéis dedicaros ya por entero a él —susurra Enrique.

Cuando un perro está a punto de lanzarse a pelear emana de su piel un intenso hedor. Ese hedor es el que impregna ahora la habitación, y él ve que Ana se vuelve, melindrosa, y Stephen se lleva la mano al pecho, como si quisiera erizarse el pelo, para mostrar su talla antes de enseñar los dientes.

—Volveré con Su Majestad dentro de una semana —dice. Su sentimentalismo melifluo brota como un gruñido de las profundidades de sus entrañas.

Enrique se echa a reír.

—Mientras tanto, estamos a gusto con Cromwell. Cromwell nos trata muy bien.

Cuando Winchester se va, Ana se cuelga de nuevo del rey; entorna los ojos, como si estuviese arrastrándole a una conspiración. Todavía lleva apretado el jubón, solo una leve plenitud de los pechos indica su estado. No ha habido ningún anuncio. Nunca se hacen proclamaciones, los organismos femeninos son inciertos y pueden producirse errores. Pero toda la corte está segura de que lleva en el vientre al heredero, y ella lo dice así; no se mencionan esta vez manzanas, y todos los alimentos que deseó en el embarazo de la princesa le repugnan ahora, lo que es buena señal de que será niño. Este proyecto de ley que llevará él, Cromwell, a los Comunes, no es como piensa ella una anticipación del desastre, sino una confirmación del lugar que ella ocupa en el mundo. Debe de tener ahora treinta y tres años. ¿Y cuántos años se rio él de su pecho plano y de su piel amarillenta? Ahora que es reina, hasta él puede apreciar su belleza. El rostro que parece esculpido en la pureza de sus líneas, su cráneo pequeño como el de un gato; el cuello tiene un brillo mineral, como si estuviese espolvoreado de oro potable.

—Stephen —dice Enrique— es un embajador resuelto, no hay duda, pero no puedo mantenerle cerca de mí. He confiado en él introduciéndole en mis consejos más íntimos, y ahora resulta que… —menea la cabeza—… odio la ingratitud. Odio la deslealtad. Por eso aprecio a un hombre como vos. Fuisteis fiel a vuestro viejo amo en su tribulación. Nada pudo recomendaros más que eso.

Enrique habla como si él personalmente no hubiese sido la causa de la tribulación; como si la caída de Wolsey la hubiese provocado un rayo.

—Otro que me ha decepcionado es Thomas Moro.

—Cuando redactéis el proyecto de ley contra la falsa profetisa Barton —dice Ana—, poned en él a Moro, al lado de Fisher.

Él cabecea.

—No prosperará. El Parlamento no lo aprobará. Hay muchas pruebas contra Fisher, y a los Comunes no les gusta. Habla de ellos como si fuesen turcos. Pero Moro vino a verme antes incluso de que detuviesen a la Barton y me demostró que no tenía nada que ver con el asunto.

—Pero eso le asustará —dice Ana—. Quiero que se asuste. El miedo puede destruir a un hombre. Yo misma lo he visto.

Tres de la tarde: llevan velas. Él consulta la agenda de Richard: John Fisher espera. Es el momento de estar furioso. Intenta pensar en Gardiner, pero no puede evitar reírse.

—Disponed vuestro rostro —dice Richard.

—Nunca imaginaste que Stephen me debía dinero. Pagué su instalación en Winchester.

—Reclamádselo, señor.

—Pero ya le he quitado su casa para dársela a la reina. Aún está ofendido. Es mejor que no le empuje hasta ese extremo. Tengo que dejarle abierta la posibilidad de volver.

El obispo Fisher está sentado con sus manos esqueléticas apoyadas en un bastón de ébano.

—Buenas noches, monseñor —dice él—. ¿Por qué sois tan crédulo?

El obispo parece sorprenderse de que no empiecen con una oración. Sin embargo, susurra una bendición.

—Será mejor que pidáis perdón al rey. Que le roguéis que os favorezca de nuevo. Que tenga en cuenta vuestra edad y vuestra debilidad.

—No sé cuál es mi delito. Y, penséis lo que penséis, no estoy en mi segunda infancia.

—Pues yo creo que sí. Si no, ¿cómo habríais dado crédito a esa tal Barton? Si os encontrarais con un espectáculo de marionetas en la calle, no os pararíais y vitorearíais y gritaríais: «Mirad cómo anda con esas piernecillas de madera, mirad cómo mueve los brazos. Hay que ver cómo tocan sus trompetas». ¿Verdad que no lo haríais?

—Creo que no he visto nunca un espectáculo de marionetas —dice Fisher con tristeza—. Al menos uno que fuese como ese del que habláis.

—¡Pero estáis en uno, monseñor! Mirad a vuestro alrededor. Todo es un gran espectáculo de marionetas.

—Y, sin embargo, hubo tantos que creyeron en ella —dice suavemente Fisher—. El mismo Warham, es decir, Canterbury. Muchos, un centenar de hombres devotos e ilustrados ratificaron sus milagros. ¿Y por qué no habría de comunicar ella su conocimiento, siendo inspirado? Sabemos que el Señor antes de actuar advierte y previene mediante sus siervos, porque según proclamó el profeta Amós…

—No me vengáis con el profeta Amós. Ella amenazó al rey. Previo su muerte.

—Preverla no es lo mismo que desearla, y aún menos que tramarla.

—Bueno, pero ella nunca previo nada que no deseara que ocurriese. Se sentó con los enemigos del rey y les dijo cómo sería.

—Si os referís a lord Exeter —dice el obispo—, él ya está perdonado, por supuesto, y también lady Gertrude. Si fuesen culpables, el rey habría procedido contra ellos.

—No son cosas equivalentes. Enrique desea la reconciliación. Cree que debe ser misericordioso. Como lo sería con vos aún, pero para eso debéis reconocer vuestras culpas. Exeter no ha escrito contra el rey, pero vos sí.

—¿Dónde? Mostrádmelo.

—Vuestra letra está disimulada, monseñor, pero no para mí. Ya no publicaréis nada más.

Fisher alza la vista hacia él. Sus huesos se mueven delicadamente bajo la piel; el puño aprieta el bastón, cuya empuñadura es un delfín dorado.

—Vuestros impresores extranjeros trabajan ahora para mí. Mi amigo Stephen Vaughan les ha ofrecido mejores condiciones.

—Es por el divorcio por lo que me acosáis —dice Fisher—. No es por Elizabeth Barton. Es porque la reina Catalina me pidió consejo y se lo di.

—¿Decís que os acoso, cuando os pido que os mantengáis dentro de la ley? No intentéis desviarme de vuestra profetisa, os llevaré donde está ella y os encerraré en la celda de al lado. ¿Habríais estado tan dispuesto a creerla si en una de sus visiones hubiese visto coronada reina a Ana un año antes de que sucediese, y al cielo contemplando sonriente el acontecimiento? En ese caso, os lo aseguro, habríais dicho que era una bruja.

Fisher cabecea. Retrocede desconcertado.

—Siempre me pregunté… ¿Sabéis? Me ha tenido dudando mucho tiempo la idea de si la María Magdalena de los Evangelios era la misma María hermana de Marta. Elizabeth Barton me dijo con toda certeza que lo era. No vaciló lo más mínimo en esa cuestión.

Él se ríe.

—Oh, está familiarizada con esa gente. Entra y sale de sus casas. Ha compartido un plato de potaje muchas veces con la Santísima Virgen. Mirad, monseñor, la santa simplicidad era válida en su tiempo, pero hoy no. Estamos en guerra. No os engañéis porque los soldados del emperador no recorran las calles aún, esto es una guerra y estáis en el campo enemigo.

El obispo guarda silencio. Se agita un poco en su asiento. Gime.

—Ya veo por qué os retenía Wolsey. Sois un rufián como él. Hace cuarenta años que soy sacerdote y no he visto nunca hombres tan impíos como los que triunfan hoy, consejeros tan malvados.

—Caed enfermo —dice él—. Guardad cama. Eso es lo que recomiendo.

El proyecto de ley de muerte civil contra la Doncella y sus aliados se presenta en la Cámara de los Lores la mañana del sábado 21 de febrero. Figura en él el nombre de Fisher y también, por orden de Enrique, el de Moro. Él va a la Torre a ver a Elizabeth Barton, para comprobar si tiene algo más que descargar de su conciencia antes de que se determine el día de su muerte.

Ella ha sobrevivido a un invierno en el que ha recorrido el país para sus confesiones al aire libre, expuesta en patíbulos bajo el viento crudo. Él lleva consigo una vela y la encuentra sentada en su taburete como un hato de harapos mal atado. La atmósfera es fría y rancia. Ella alza la vista como si reanudasen una conversación.

—María Magdalena me dijo que yo debía morir —dice.

Tal vez, piensa él, haya estado hablando conmigo mentalmente.

—¿Os dio una fecha?

—¿Os resultaría útil eso? —pregunta ella.

Él se pregunta si sabrá que el Parlamento, indignado por la inclusión de Moro, podría aplazar la sentencia contra ella hasta la primavera.

—Me alegro de que hayáis venido, señor Cromwell. Aquí nunca pasa nada.

Ni siquiera los interrogatorios más sutiles, más prolongados, la habían asustado. Había hecho uso de todos los trucos que conocía para conseguir que incluyese a Catalina en la conspiración: sin resultado.

—¿Os dan bien de comer? —le pregunta.

—Oh, sí. Y me lavan la ropa. Pero echo de menos aquellos tiempos en que iba a Lambeth a ver al arzobispo, eso me gustaba. Ver el río. El ajetreo de la gente y las barcazas descargando. ¿Sabéis si me quemarán? Lord Audley dijo que me quemarían.

Habla como si Audley fuese un viejo amigo.

—Tengo la esperanza de que pueda evitarse. Es el rey quien tiene que decidir.

—Estas últimas noches voy al Infierno —dice ella—. El Señor Lucifer me enseña una silla hecha con huesos humanos tallados y con cojines de llamas.

—¿Es para mí?

—No, pobrecillo. Para el rey.

—¿Y habéis visto a Wolsey?

—El cardenal está donde le dejé.

Sentado entre los nonatos. Ella hace una pausa; una pausa larga, desorientada.

—Dicen que un cuerpo puede tardar una hora en quemarse. La madre María me ensalzará. Me bañaré en las llamas como en una fuente. Para mí estarán frescas. —Le mira a la cara, pero ante la expresión de él, aparta la vista—. A veces cargan la leña con pólvora, ¿verdad? Entonces arde más rápido. ¿A cuántos quemarán conmigo?

A seis. Él los nombra.

—Podrían ser sesenta. ¿Lo sabéis? Vuestra vanidad los ha traído aquí.

También es cierto que la vanidad de ellos la ha traído a ella aquí, piensa cuando lo dice. Y se da cuenta de que ella habría preferido que fuesen sesenta, habría preferido ver cómo caían en desgracia Exeter y la familia Pole. Eso garantizaría su propia fama. Y siendo así, ¿por qué no incluiría a Catalina en el complot? Qué triunfo sería para una profetisa, destruir a una reina. En realidad, piensa, yo no debería haber sido tan sutil; debería haber jugado con su ansia de ser tristemente célebre.

—¿No volveremos a vernos? —pregunta ella—. ¿Estaréis presente cuando me quemen?

—Ese trono —contesta él—, ese sillón de huesos, sería mejor que no se lo mencionaseis a nadie. Que no dejaseis que el rey se enterara.

—Yo creo que él debería saberlo. Habría que prevenirle de lo que le espera después de la muerte. ¿Y qué puede hacerme ya, peor de lo que planea?

—¿No queréis alegar que estáis esperando?

Ella se ruboriza.

—No estoy encinta. Os reís de mí.

—Yo no aconsejaría a nadie que no intentase conseguir unas cuantas semanas más de vida, por el medio que sea. Podríais decir que habían abusado de vos en el camino. Que os habían deshonrado vuestros guardianes.

—Pero entonces tendría que decir quién había sido, y les llevarían ante un juez.

Él cabecea, compadeciéndola.

—Cuando un guardia abusa de una prisionera no le dice su nombre.

De todos modos, está claro que a ella no le gusta la idea. Él se marcha. La Torre es como una pequeña ciudad, y sus rutinas matinales resuenan a su alrededor, los guardianes y los hombres de la Ceca le saludan, y el que guarda los animales del rey se acerca corriendo a decir que es hora de comer (los animales comen pronto) y que si quiere ver cómo comen. Sois muy amable, le dice él, desdeñando semejante placer; aún está en ayunas, y siente unas leves náuseas, percibe un olor a sangre rancia y le llegan de las jaulas gruñidos impacientes y rugidos apagados. En las murallas, sobre el río, un hombre al que no se ve silba una vieja melodía y al llegar al estribillo rompe a cantar; canta que es un alegre guardabosques. Lo que desde luego no es.

Él mira a su alrededor buscando a los barqueros. Se pregunta si la Doncella estará enferma, y si sobrevivirá para la ejecución. No le han hecho daño mientras ha estado bajo su custodia, solo la han presionado, la mantuvieron despierta una o dos noches, pero no más de lo que le mantienen despierto a él los asuntos del rey, y no por ello, piensa, he confesado cosa alguna. Son las nueve; a las diez comerá, tiene que ver a Norfolk y a Audley, y abriga la esperanza de que no gruñan ni huelan como los animales. Luce un sol gélido y vacilante. Sobre el río giran espirales de vapor, un garabateo de niebla.

En Westminster, el duque expulsa a los criados.

—Si quiero un trago, me lo serviré yo. Venga, fuera, largo. ¡Y cerrad la puerta! ¡Y nada de mirar por el ojo de la cerradura, porque os desollaré vivos y os salaré! —Se vuelve, maldiciendo entre dientes, y se sienta con un gruñido—. ¿Y qué si le suplico? —dice—. ¿Qué si me pongo de rodillas y digo: Enrique, por amor de Dios, saca a Thomas Moro de ese decreto de muerte civil?

—¿Y si todos se lo pedimos de rodillas? —dice Audley.

—Oh, y Cranmer también —dice él—. Le incluiremos en el asunto. No debe librarse de este placentero entremés.

—El rey jura que si se rechaza el proyecto, acudirá en persona ante el Parlamento, ante las dos cámaras si es preciso, e insistirá —dice Audley.

—Puede fracasar en el intento —dice el duque—. Y en público. Por amor de Dios, Cromwell, no permitáis que lo haga. Sabía que Moro estaba contra él y le dejó irse a Chelsea a mimar su conciencia. Peor es mi sobrina, supongo, que quiere ajustarle las cuentas. Ella se lo toma de un modo personal. Las mujeres lo hacen.

—Yo creo que es el rey quien se lo toma personalmente.

—Es una debilidad por su parte, en mi opinión —dice Norfolk—. ¿Por qué tiene que importarle cómo le juzgue Moro?

—¿Llamáis débil al rey? —pregunta Audley con una sonrisa vacilante—. ¿Llamáis débil al rey?

El duque se lanza hacia delante, graznándole a Audley en la cara como una cotorra parlante.

—¿Llamáis débil al rey? ¿Qué es esto, Lord Canciller, habláis por vuestra cuenta? Normalmente esperáis que hable Cromwell y entonces decís pío, pío, pío, sí señor, lo que digáis, Tom Cromwell.

Se abre la puerta y aparece, parcialmente, Llamadme Risley.

—¡Santo cielo! —dice el duque—. Si tuviese una ballesta, os arrancaría la cabeza. He dicho que no entrase nadie.

—Ha llegado Will Roper. Trae cartas de su suegro. Moro quiere saber qué haréis por él, señor, ya que habéis confesado que legalmente no ha cometido ningún delito del que tenga que responder.

—Decidle a Will que precisamente ahora estamos hablando de cómo pedir al rey que elimine el nombre de Moro de la lista.

El duque posa violentamente el vaso que se ha servido él mismo. Aporrea la mesa.

—Vuestro cardenal solía decir que Enrique es capaz de ceder la mitad de su reino antes que permitir que le impidan salirse con la suya; hará lo que él quiere y se acabó.

—Pero yo considero… ¿No creéis, Lord Canciller…?

—Ah, él considera —dice el duque—. Lo que consideréis, Tom, también lo considera él. Blablablá.

Wriothesley parece sobrecogido.

—¿Podría hacer pasar a Will?

—¿Entonces estamos unidos? ¿Suplicando de rodillas?

—Yo no lo haré a menos que lo haga Cranmer —dice el duque—. ¿Por qué habría de desgastar las articulaciones un lego?

—¿Mandamos también a por Milord Suffolk? —pregunta Audley.

—No. Su hijo está muriéndose. Su heredero. —El duque se limpia la boca con la mano—. Le falta un mes para cumplir dieciocho años.

Manosea las medallas, las reliquias.

—Brandon solo tiene un hijo. Lo mismo que yo. Lo mismo que vos, Cromwell. Y que Thomas Moro. Solo un hijo. Dios ampare a Charles, tendrá que empezar a engendrar de nuevo, con su nueva esposa. Será muy duro para él. Estoy seguro. —Suelta una carcajada—. Si pudiese jubilar a mi señora, podría conseguir yo también una jugosa muchacha de quince años. Pero ella no se jubilará.

Es demasiado para Audley. Se ruboriza.

—Señor, lleváis casado, y bien casado, veinte años.

—¿Acaso creéis que no lo sé? Es como meterte en un saco peludo de cuero. —El duque baja la mano huesuda y le aprieta el hombro—. Conseguidme el divorcio, Cromwell. Vos y monseñor el arzobispo, buscad motivos. Prometo que no habrá asesinatos por eso.

—¿Dónde hay asesinatos? —dice Wriothesley.

—Estamos disponiéndonos a asesinar a Thomas Moro, ¿verdad que sí? Y al bueno de Fisher, estamos afilando el cuchillo para él, ¿no?

—No lo quiera Dios. —El Lord Canciller se levanta, haciendo girar su manto—. No se trata de delitos de pena capital. Moro y el obispo de Rochester son solo cómplices.

—Lo cual es sin duda bastante grave —dice Wriothesley.

Norfolk se encoge de hombros.

—Matarles ahora o después. Moro no prestará juramento. Fisher tampoco.

—Estoy completamente seguro de que lo harán —dice Audley—. Emplearemos persuasiones eficaces. Ningún hombre razonable se negará a jurar por la sucesión, por la seguridad del reino.

—¿Así que debe jurar Catalina para respaldar la sucesión del hijo de mi sobrina? —pregunta el duque—. ¿Y María…, jurará ella? Y si no lo hacen, ¿qué proponéis? ¿Llevarlas a Tyburn en una jaula, exponerlas a la vergüenza pública por traidoras y que cuelguen pataleando para que lo vea su pariente el emperador?

Audley y él intercambian miradas.

Milord —dice Audley—, no deberíais beber tanto vino antes del mediodía.

—Oh, pío, pío —dice el duque.

Una semana antes, él había ido a Hatfield a ver a las dos damas reales: la princesa Isabel y lady María, la hija del rey.

—Aseguraos de que decís bien los títulos —le había advertido a Gregory en el viaje.

—Ya estáis pensando que habría sido mejor que os acompañara Richard —había dicho Gregory.

Él no había querido dejar Londres en un periodo en que el Parlamento estaba tan ocupado. Pero el rey le persuadió: dos días y podéis volver, quiero que veáis cómo van las cosas allí. En la salida de la ciudad corría el agua del deshielo, y en los bosquecillos resguardados del sol los charcos estaban aún helados. Parpadeaba un sol débil cuando entraron en Hertfordshire, y aquí y allá les saludaba como una súplica contra la excesiva duración del invierno un escuálido endrino florido.

—Yo solía venir aquí hace años. Era donde estaba el cardenal Morton, ¿sabéis? Y se marchaba de la ciudad cuando terminaba la actividad de los tribunales y mejoraba el tiempo, y cuando yo tenía nueve o diez años, mi tío John solía cargarme en un carro de provisiones con los mejores quesos y pasteles por si alguien intentaba robarnos cuando parábamos.

—¿No teníais guardias?

—Era a los guardias a los que tenía miedo.

Quis custodiet ipsos custodes?

—Yo, evidentemente.

—¿Y qué habríais hecho?

—No sé. ¿Morderles?

La entrada de ladrillo es más pequeña de lo que recuerda, pero así es la memoria. Estos pajes y caballeros que salen corriendo, esos mozos de establo que llevan los caballos, el vino caliente que les aguarda, el ruido y el ajetreo, es todo muy distinto de cuando llegaba allí mucho tiempo atrás. El transporte de leña y agua, encender los fuegos, esas tareas sobrepasaban las fuerzas y la habilidad de un niño, pero él no estaba dispuesto a renunciar a ellas y trabajaba con los hombres, desgreñado y hambriento, hasta que alguien se daba cuenta de que estaba a punto de desplomarse o hasta que se desplomaba. Sir John Shelton es la cabeza de esta extraña casa, pero él ha elegido un momento en que no está allí. Se propone hablar con las mujeres más que escuchar a Shelton después de cenar explayarse sobre los caballos y los perros y sobre sus hazañas juveniles. Pero casi cambia de idea en el umbral. Ve bajar por la escalera corriendo a lady Bryan, madre del tuerto Francis, que está al cargo de la princesita. Es una mujer de casi setenta años, bien asentada en su condición de abuela, y se da cuenta de que mueve los labios antes de llegar a su campo de audición: Su Gracia ha dormido hasta las once, berreó luego hasta medianoche, se agotó, ¡pobrecita! Luego durmió una hora, despertó gimoteando, con las mejillas rojas, podía ser fiebre, despertó a lady Shelton, sacaron al médico de la cama, la dentición ya, ¡un periodo terrible! Le administraron un calmante, se quedó dormida al amanecer, despertó a las nueve, comió…

—Oh, señor Cromwell —dice lady Bryan—. ¡No puede ser su hijo! ¡Bendito sea Dios! ¡Qué joven tan alto y tan encantador! ¡Y qué guapo! Debe de parecerse a su madre. ¿Cuántos años tiene?

—Los suficientes para hablar, creo yo.

Lady Bryan se vuelve hacia Gregory, con cara resplandeciente, como ante la perspectiva de compartir con él una nana. Aparece entonces lady Shelton. «Les doy los buenos días, señores». Vacila un momento: ¿debe hacer una reverencia la tía de la reina al intendente de la casa de las joyas? Al final decide que no.

—Supongo que lady Bryan le ha dado cuenta de las condiciones de su custodia.

—Ciertamente, y ¿no podríais hacer lo mismo vos?

—¿Es que no vais a ver a lady María?

—Sí, pero debería estar preparado para…

—Ciertamente. No voy armada, aunque mi sobrina la reina recomienda que emplee los puños con ella.

Le mira de arriba abajo, valorativamente; el aire cruje de tensión. ¿Cómo lo hacen las mujeres? Tal vez pudiese uno aprender. Percibe, más que verlo, que su hijo retrocede hasta que se ve obstaculizado por el armario en el que se exhibe la ya extensa vajilla de plata y de oro de Isabel.

—He recibido el encargo —dice lady Shelton— de que si lady María no me obedece, debería, y os cito las palabras de mi sobrina, abofetearla y pegarle como la bastarda que es.

—¡Oh, Santa Madre de Dios! —se lamenta lady Bryan—. También fui aya de María, y también era obstinada de pequeña, así que no va a cambiar ahora, por mucho que la abofeteéis. Os gustaría ver antes a la pequeña, ¿verdad? Acompañadme.

Toma a Gregory bajo su custodia, cogiéndole del codo. Y sigue parloteando: con una niña de esa edad, una fiebre podría ser cualquier cosa. Podría ser el principio del sarampión, no lo quiera Dios. Podría ser viruela. Con una niña de seis meses, no sabes al principio lo que podría ser… Le palpita el cuello. Se pasa la lengua por los labios resecos sin dejar de hablar y traga.

Él comprende por qué quería el rey que fuese allí. Lo que está pasando no puede contarse en una carta.

—¿Queréis decir que la reina os ha escrito sobre lady María empleando esos términos? —le pregunta a lady Shelton.

—No. Me ha transmitido instrucciones verbales. —Camina deprisa delante de él—. ¿Creéis que debería aplicarlas?

—Tal vez deberíamos hablar en privado —susurra él.

—Sí, ¿por qué no? —dice ella. Vuelve la cabeza, emite un susurro.

La niña Isabel está envuelta muy apretada en capas de ropa, con los puños ocultos. Da igual, parece que se dispusiese a pegarle. Debajo del gorro le asoman cabellos erizados pelirrojos y mira, recelosa; nunca ha visto una niña en la cuna tan dispuesta al ataque.

—¿Creéis que se parece al rey? —pregunta lady Bryan.

Él vacila, intentando ser justo con ambas partes.

—Todo lo que podría parecerse una niña pequeña.

—Esperemos que no comparta su contorno —dice lady Shelton—. Está gordo, ¿verdad?

—Solo George Rochford dice que no —explica lady Bryan inclinándose sobre la cuna—. Dice que es una Bolena en todo.

—Sabemos que mi sobrina vivió unos treinta años en castidad —dice lady Shelton—. Pero ni siquiera Ana podría conseguir un nacimiento virginal.

—¡Pero el pelo! —dice él.

—Lo sé —dice lady Bryan con un suspiro—. Creo, con el debido respeto a la dignidad de Su Graciosa Majestad la reina y la de Su Majestad el rey, que se la podría exhibir en una feria como un cochinillo.

Alza el gorrito de la niña y manipula, afanosa, intentando esconder el pelo erizado. La niña frunce el gesto y protesta con hipidos.

Gregory la mira, ceñudo.

—Podría ser de cualquiera.

Lady Shelton alza una mano para ocultar la sonrisa.

—Queréis decir, Gregory, que todos los bebés parecen iguales. Vamos, señor Cromwell —dice, y le coge de la manga para salir.

Lady Bryan se queda fajando y anudando a la princesa, a la que parece habérsele desatado algo. Él dice, por encima del hombro: «Gregory, por amor de Dios». Se ha enviado gente a la Torre por menos de eso.

—No veo cómo puede ser bastarda lady María —le dice a lady Shelton—. Sus padres obraban de buena fe cuando la engendraron.

Ella se detiene, enarcando una ceja.

—¿Le diríais eso a mi sobrina la reina? Quiero decir, a la cara.

—Ya se lo he dicho.

—¿Y cómo lo tomó ella?

—Bueno, le diré, lady Shelton, si hubiese tenido un hacha en la mano habría intentado cortarme la cabeza.

—Yo os diré a cambio, y podéis transmitírselo si queréis a mi sobrina, que aunque María fuese realmente una bastarda, y la bastarda del gentilhombre sin tierra más pobre de Inglaterra, no recibiría de mí más que un trato amable, porque es una joven buena, y habría que tener el corazón de piedra para no apiadarse de su situación.

Camina deprisa, barriendo los suelos de piedra con la cola del vestido, hacia la zona central de la casa. Están por allí los antiguos sirvientes de María, rostros que él ha visto antes. Llevan parches nuevos en las chaquetas donde ha sido arrancada la insignia de María y sustituida por la del rey. Mira a su alrededor y lo identifica todo. Se detiene al pie de la escalinata. Nunca le habían permitido subir por ella. Había una escalera en la parte de atrás para niños como él, que llevaban la leña o el carbón. Una vez contravino la norma y cuando llegó arriba surgió de la oscuridad un puño y le pegó en la cabeza. ¿El mismo cardenal Morton que estaba allí acechando?

Acaricia la piedra, fría como una lápida: hojas de hiedra entrelazadas con alguna flor desconocida. Lady Shelton le mira sonriendo, interrogante, no comprende por qué se detiene.

—Tal vez debiéramos cambiaros de ropa antes de bajar a ver a lady María. Podría sentirse ofendida…

—Se ofendería si os demoraseis. Se enfadará de todos modos. Me da pena de ella, pero ¡ay, no es fácil de tratar! No acude a comer ni a desayunar con nosotros, porque no quiere ocupar una posición inferior a la de la princesita. Y mi sobrina la reina ha ordenado que no se le lleve comida a su habitación, solo el trocito de pan del desayuno que tomamos todos.

Le ha conducido hasta una puerta cerrada.

—¿Aún siguen llamando a esta habitación la cámara azul?

—Oh, vuestro padre ya había estado aquí —le dice ella a Gregory.

—Él ha estado en todas partes —dice Gregory.

—Cuidado con cómo se comportan, caballeros —les previene, volviéndose—. Por cierto, si se la llama «lady María» no contestará.

La habitación es amplia, casi sin muebles, y el frío les recibe en el umbral como el embajador de un espectro. Han sido retirados los tapices azules, y las paredes de yeso están desnudas. María se sienta junto a un fuego casi apagado. Encogida, pequeña y patéticamente joven.

—Se parece al hada Malekin —susurra Gregory.

Pobre Malekin, es una niña fantasma. Come de noche, vive de migajas y mondas de manzana. A veces, si bajas temprano y procuras no hacer ruido en las escaleras, la encuentras sentada en las cenizas.

María alza la vista; se le alegra la cara, sorprendentemente.

—Señor Cromwell.

Se levanta, da un paso hacia él y casi se cae, porque se le enredan los pies en el ruedo del vestido.

—¿Cuánto hace que nos vimos en Windsor?

—No lo sé ya —dice él muy serio—. Los años han sido buenos con vos, señora.

Ella se ríe, tiene ahora dieciocho años. Busca a su alrededor como desconcertada el taburete en que se sentaba. «Gregory», dice él, y su hijo se apresura a coger a la ex princesa antes de que se siente en el vacío. Lo hace como si diera un paso de baile. Tiene unos hábitos bien adquiridos.

—Lamento que tengan que estar de pie. Podrían —dice vagamente— sentarse en aquel baúl.

—Creo que tenemos fuerzas suficientes para aguantar de pie. Aunque no creo que vos las tengáis. —Ve que Gregory le mira, como si nunca le hubiese oído hablar en aquel tono tan suave—. No os obligarán a estar sentada aquí sola con este fuego mísero, ¿verdad?

—El hombre que trae la leña no quiere emplear mi título de princesa.

—¿Tenéis que hablar con él?

—No, pero sería una cobardía por mi parte no hacerlo.

Eso es, piensa él: haz tu vida lo más difícil posible.

—Lady Shelton me ha hablado del problema de…, la dificultad con la comida. ¿Queréis que os envíe un médico?

—Tenemos uno aquí. Mejor dicho, lo tiene la niña.

—Podría enviaros uno más útil. Podría daros un régimen para vuestra salud y ordenar que os sirvan un desayuno abundante, en vuestra habitación.

—¿Carne? —pregunta María.

—En cantidad.

—Pero ¿a quién enviaríais?

—¿El doctor Butts?

A ella se le ablanda la cara.

—Le conocí en mi corte de Ludlow. Cuando era princesa de Gales. Aún lo soy. ¿Cómo es que se me ha eliminado de la sucesión, señor Cromwell? ¿Cómo puede ser legal?

—Es legal si el Parlamento hace que lo sea.

—Hay una ley por encima del Parlamento. Es la ley de Dios. Preguntad al obispo Fisher.

—No me parece que estén claros los propósitos de la divinidad, y bien sabe Dios que Fisher no me parece el expositor adecuado de ellos. Sin embargo, la voluntad del Parlamento me parece clara.

Ella se muerde el labio inferior; y no le mira.

—He oído que el doctor Butts es ahora un hereje.

—Solo cree lo mismo que vuestro padre el rey.

Él espera. Ella se vuelve, y sus ojos grises le miran a la cara.

—No llamaré hereje a mi señor padre.

—Bueno. Es mejor que esas cosas las comprueben primero vuestros amigos.

—No veo cómo podéis ser amigo mío si también sois amigo de esa persona, me refiero a la marquesa de Pembroke.

No está dispuesta a darle a Ana su título real.

—Esa dama ocupa un lugar en el que no tiene necesidad de amigos, solo de servidores.

—Pole dice que sois Satanás. Mi primo Reginald Pole. Que vive en el extranjero, en Génova. Dice que cuando nacisteis erais como cualquier alma cristiana, pero que cierto día entró el diablo en vos.

—¿Sabíais, lady María, que vine aquí cuando era un niño de nueve o diez años? Mi tío era cocinero de Morton, yo era un pobre muchacho desdichado que transportaba la leña de espino al amanecer para encender los hornos y mataba los pollos para las ollas antes de que saliera el sol. —Habla con gravedad—. ¿Creéis que entraría el diablo en mí por esas fechas? ¿O sería antes, en la época en que a otras personas las bautizan? Comprended que se trata de algo que me interesa mucho.

María le observa, lo hace de reojo, aún lleva un tocado triangular a la antigua y parece atisbar por los lados de él como un caballo al que se le hubiese ladeado la capucha.

—No soy Satanás —dice él suavemente—. Vuestro señor padre no es ningún hereje.

—Y yo no soy bastarda, supongo.

—No, ciertamente. —Repite lo que le ha contado a Anne Shelton—: Os concibieron de buena fe. Vuestros padres creían que estaban casados, lo cual no significa que su matrimonio fuese válido. Supongo que apreciáis la diferencia.

Ella se frota debajo de la nariz con el índice.

—Sí, lo entiendo. Pero el matrimonio era válido.

—La reina va a venir pronto a visitar a su hija. Si accedéis a recibirla respetuosamente como debe recibirse a la esposa de vuestro padre…

—… salvo que ella es su concubina…

—… entonces vuestro padre os llevaría de nuevo a la corte, tendríais todas las cosas de las que carecéis ahora, y el calor y el consuelo de la sociedad. Escuchadme, os lo planteo por vuestro bien. La reina no espera vuestra amistad, solo una apariencia exterior. Mordeos la lengua y hacedle una venia. Lo haréis en un abrir y cerrar de ojos y lo cambiará todo. Reconciliaos con ella antes de que nazca su nuevo hijo. Si es varón, ya no tendrá ninguna razón para querer reconciliarse con vos.

—Ella me tiene miedo —dice María—, y me tendrá más miedo aunque tenga un hijo. Tiene miedo a que me case, porque entonces mis propios hijos serán una amenaza aún mayor.

—¿Alguien os habla de matrimonio?

Una risilla seca, incrédula.

—Me casaron en Francia cuando era una niña de pecho. Luego, con el emperador, en Francia también, con el rey, con su hijo primogénito, con su hijo segundo, con otros de sus hijos de los que ya he perdido la cuenta y después otra vez con el emperador, o con uno de sus primos. He estado prometida en matrimonio hasta el agotamiento. Un día me casaré de verdad.

—Pero no os casaréis con Pole.

Ella da un respingo y él se da cuenta de que se lo han propuesto: quizá su vieja aya Margaret Pole, quizá Chapuys, que se pasa en vela hasta el amanecer espiando las tablas genealógicas de la aristocracia inglesa; fortalece su derecho, sitúala por encima de cualquier reproche, enlaza a la Tudor medio española con la antigua estirpe Plantagenet.

—Yo he visto a Pole —dice él—. Nos conocimos antes de que se fuese del reino. No es hombre para vos. Vuestro esposo necesitará un brazo fuerte para empuñar la espada. Pole es como una anciana sentada junto al fuego que empieza a contar cuentos. Solo tiene un poco de agua bendita en las venas, y dicen que llora mucho si un criado suyo aplasta a una mosca.

Ella sonríe, pero se lleva una mano a la boca como una mordaza.

—Así es —dice él—. No se lo digáis a nadie.

—No puedo ver para leer —dice ella sin retirar la mano de la boca.

—¿Cómo, no os dan velas suficientes?

—No, quiero decir que me falla la vista. Me duele la cabeza continuamente.

—¿Lloráis mucho? —Ella asiente—. El doctor Butts os traerá un remedio. Hasta entonces, pedid que os lea alguien.

—Lo hacen. Me leen el Evangelio de Tyndale. ¿Sabéis que entre el obispo Tunstall y Thomas Moro han identificado dos mil errores en su presunto Testamento? Es más herético que el libro sagrado de los musulmanes.

Así se habla. Pero él ve que están a punto de saltársele las lágrimas.

—Todo eso puede arreglarse.

Ella se dirige, tambaleante, hacia él y, por un momento, él piensa que se olvidará de sí misma y le abrazará y se echará a llorar con la cara apoyada en su chaqueta de montar.

—El médico llegará en un día. Tendréis un fuego como es debido y vuestra cena. Donde queráis que os la sirvan.

—Dejadme ver a mi madre.

—En este preciso momento, el rey no puede permitirlo. Pero eso puede cambiar.

—Mi padre me quiere. Es ella, es solo esa mujer malvada, que le envenena el pensamiento.

—Lady Shelton sería buena si se lo permitieseis.

—¿Quién es ella, para ser buena o no? Yo sobreviviré a Anne Shelton, creedme. Y a su sobrina. Y a cualquiera que pretenda arrebatarme el título. Que hagan lo que quieran. Soy joven. Sabré esperar.

Él se marcha. Gregory le sigue. Su mirada llena de fascinación se vuelve hacia la joven, que se sienta de nuevo junto al fuego casi apagado, que une las manos e inicia la espera, con expresión fija.

—Toda esa piel de conejo en la que está envuelta —dice Gregory—. Parece que la hubiesen mordisqueado.

—Es hija de Enrique, no hay duda.

—¿Por qué? ¿Alguien dice que no lo es?

Él se ríe.

—No quería decir eso. Imaginad…, si se hubiese persuadido a Catalina para que incurriese en adulterio, habría sido fácil librarse de ella, pero ¿cómo puede culparse a una mujer que no ha conocido más que a un hombre?

Se contiene: es duro hasta para los más fieles partidarios del rey recordar que se supone que Catalina ha sido la esposa del príncipe Arturo.

—Debería decir que conoció a dos hombres. —Recorre a su hijo con la mirada—. María no os miró ni una vez, Gregory.

—¿Pensasteis que lo haría?

—Lady Bryan os considera tan guapo… ¿No sería natural en una joven?

—No creo que ella sea natural.

—Buscad alguien que avive ese fuego. Yo pediré la cena. El rey no puede proponerse hacerla pasar hambre.

—Le gustáis —dice Gregory—. Es extraño.

Ve que su hijo habla en serio.

—¿Os parece imposible? A mis hijas les gustaba, creo yo. La pequeña Grace, pobrecilla, no estoy seguro de que supiese quién era yo.

—Le gustasteis mucho cuando le hicisteis las alas de ángel. Dijo que las conservaría siempre. —Su hijo se vuelve; habla como si le tuviese miedo—. Rafe dice que pronto seréis la segunda autoridad del reino. Dice que ya lo sois, salvo en el título. Dice que el rey os pondrá por encima del Lord Canciller y de todos los demás. Por encima de Norfolk incluso.

—Rafe se precipita. Escucha, hijo, no hables con nadie de María. Ni siquiera con Rafe.

—¿He oído más de lo que debería?

—¿Qué creéis que pasaría si el rey muriese mañana?

—Deberíamos sentirlo todos mucho.

—Pero ¿quién reinaría?

Gregory indica con la cabeza hacia lady Bryan, hacia la niña que está en la cuna.

—El Parlamento lo dice. O el hijo de la reina que no ha nacido aún.

—Pero ¿qué pasaría? ¿En la práctica? ¿Un nonato? ¿O una hija que aún no ha cumplido el año? ¿Ana como regente? Les iría bien a los Bolena, lo admito.

—Entonces, Fitzroy.

—Hay un Tudor mejor situado.

Gregory mira hacia lady María.

—Exactamente —dice él—. Y escucha, Gregory, está muy bien planear lo que harás en seis meses, lo que harás en un año, pero no sirve absolutamente de nada si no tienes un plan para mañana.

Después de la cena, él se sienta a conversar con lady Shelton. Lady Bryan se ha ido a la cama. Luego ha bajado de nuevo para instarles a que se retiren también.

—¡Estaréis cansados por la mañana!

—Sí —dice Anne Shelton, indicándole que se vaya—. Por la mañana no seremos capaces de hacer nada. Se nos caerá el desayuno al suelo.

Siguen sentados hasta que los sirvientes se van bostezando a otra habitación y se apagan las velas, y finalmente se retiran ellos al interior de la casa, a habitaciones más pequeñas y más calientes, a hablar un poco más. Habéis dado un buen consejo a María, dice ella. Espero que lo siga. Me temo que le esperan tiempos difíciles. Ella habla de su hermano Thomas Bolena, el hombre más egoísta que he conocido en mi vida, no tiene nada de extraño que Ana sea tan avarienta, porque de lo único que le ha hablado él toda la vida es de dinero, y de cómo aprovecharse de los demás. Habría vendido a sus hijas desnudas en un mercado de esclavos de Berbería si hubiese creído que obtendría un buen precio.

Él se imagina rodeado de sirvientes con cimitarras, dando un precio por María Bolena, sonríe y vuelve a concentrarse en su tía. Le está contando los secretos de los Bolena; él no le ha contado ningún secreto a ella, aunque ella crea que lo ha hecho.

Gregory está dormido cuando él entra, pero se vuelve y dice: «Querido padre, ¿dónde habéis estado, en la cama con lady Shelton?».

Esas cosas pasan: pero no con los Bolena.

—Qué extraños sueños debes de tener. Lady Shelton ha estado casada treinta años.

—Creí que podría sentarme con María después de la cena —susurra Gregory—. Si no decía lo que no se podía decir. Pero ella es tan desdeñosa… No podría sentarme con una joven tan desdeñosa.

Se da la vuelta en el lecho de plumas y se queda dormido de nuevo.

Fisher recupera la cordura y pide perdón. Luego el viejo obispo suplica al rey que considere que está enfermo y débil. El rey indica que la ley de muerte civil debe seguir su curso: pero es costumbre suya, dice, ser misericordioso con quienes admiten su culpa.

La Doncella debe ser ahorcada. Él no dice nada sobre el trono de huesos humanos. Le cuenta a Enrique que ha dejado de profetizar y abriga la esperanza de que no le desmienta en Tyburn, con la soga al cuello.

Cuando los consejeros se arrodillan ante el rey y ruegan que se borre el nombre de Thomas Moro de la ley, Enrique cede. Tal vez lo esperara, que le persuadieran. Ana no está presente, porque si hubiese estado, las cosas podrían haber sido de otro modo.

Se levantan y salen, sacudiéndose el polvo. Le parece oír al cardenal reírse de ellos desde algún lugar invisible de la habitación. La dignidad de Audley no se ha visto mermada, pero el duque parece nervioso; al intentar ponerse en pie le han fallado las ancianas rodillas y han tenido que sostenerle por los codos Audley y él, y ayudarle a levantarse.

—Creí que iba a tener que estar allí plantado otra hora —dice—. Rogándole y rogándole.

—Lo cómico es —le dice él a Audley— que a Moro le siguen pagando la pensión del Tesoro. Creo que sería mejor poner fin a eso.

—Ahora tiene un margen de respiro. Quiera Dios que recobre la sensatez. ¿Ha arreglado sus asuntos?

—Transfirió lo que pudo a los hijos. Eso me contó Roper.

—¡Ay, los abogados! —dice el duque—. ¿Quién se cuidará de mí el día que caiga?

Norfolk suda. Él aminora el paso y Audley también, de manera que caminan muy despacio y Cranmer llega detrás, como una idea tardía. Él se vuelve y le coge del brazo. Ha asistido a todas las sesiones del Parlamento: el banco de los obispos ha estado por lo demás bastante vacío.

Este mes, mientras él presenta al Parlamento sus grandes proyectos de ley, el papa emite su sentencia definitiva sobre el matrimonio de la reina Catalina: una sentencia aplazada durante tanto tiempo que él pensaba que Clemente se proponía morir sin tomar una decisión. Las dispensas originales, considera Clemente, son válidas; por tanto, el matrimonio es válido. Los partidarios del emperador tiran cohetes en las calles de Roma. Enrique se muestra despectivo, sardónico. Expresa esos sentimientos bailando. Ana aún puede bailar, aunque se le nota el embarazo; debe pasar un verano tranquilo. Él recuerda la mano del rey en la cintura de Lizzie Seymour. No resultó nada de eso, la joven no es tonta. Ahora es a la pequeña Mary Shelton a la que hace girar, alzándola del suelo y haciéndole cosquillas y apretándola y dejándola sin aliento con sus cumplidos. Esas cosas no significan nada; ve que Ana alza la barbilla y desvía la mirada y se yergue en el asiento susurrando algún comentario, con expresión pícara; su velo roza un brevísimo instante la chaqueta de ese risueño canalla de Francis Weston. Es evidente que Ana piensa que Mary Shelton puede tolerarse, incluso que hay que tratarla con dulzura. Es más seguro mantener al rey entre primas, si no hay una hermana a mano. ¿Dónde está María Bolena? En el campo, anhelando quizá como él un tiempo más cálido.

Y llega el verano, sin ningún intermedio para la primavera, súbitamente, un lunes por la mañana, como un criado nuevo de rostro resplandeciente: 13 de abril. Están en Lambeth (Audley, el arzobispo y él), brilla el sol con fuerza en las ventanas. Él está mirando los jardines del palacio. Así empieza el libro Utopía: amigos hablando en un jardín. Abajo, en los caminos del jardín, Hugh Latimer y algunos capellanes del rey juegan a luchar, empujándose unos a otros como colegiales, Hugh se cuelga del cuello de dos compañeros, balanceando los pies en el aire. Solo les falta una pelota para convertirlo en un día de fiesta.

—Señor Moro —dice él—, ¿por qué no salís y disfrutáis del sol? Os llamaremos dentro de media hora y os propondremos de nuevo el juramento y entonces nos daréis una respuesta distinta. ¿De acuerdo?

Oye restallar las articulaciones de Moro al levantarse.

—¡Thomas Howard se puso de rodillas por vos! —le dice él. Parece que hiciese ya semanas. El estar sentado hasta altas horas de la noche y una nueva disputa cada día le han fatigado, pero también han aguzado sus sentidos, de manera que tiene muy presente que allí mismo, detrás de él, está Cranmer, presa de una terrible angustia, y quiere que Moro salga de la habitación antes de que la presa estalle.

—No sé qué efectos creéis que puede tener en mí esa media hora —dice Moro, en un tono guasón, despreocupado—. Aunque, por supuesto, podría iros bien a vos.

Moro había pedido que le enseñasen una copia de la Ley de Sucesión. Audley la despliega ahora. Él inclina la cabeza sobre ella con deliberación y empieza a leer, aunque ya lo ha hecho una docena de veces.

—Muy bien —dice—. Pero creo que ya he dicho claramente lo que pienso. No puedo jurar, pero no hablaré contra vuestro juramento, ni intentaré apartar a nadie de él.

—No es suficiente. Y lo sabéis.

Moro asiente. Se dirige sinuosamente hacia la puerta, inclinándose primero sobre la esquina de la mesa, y haciendo dar un respingo a Cranmer, que se lanza a impedir que tire la tinta. Se cierra la puerta tras él.

—¿Y?

Audley enrolla el documento. Da unos golpecitos suaves en la mesa con él, mirando hacia el lugar en que había estado Moro.

—Escuchad, mi idea es esta —dice Cranmer—. ¿Y si le dejamos jurar en secreto? Que jure, pero prometemos no decírselo a nadie. O si no puede aceptar este juramento, podemos pedirle que nos diga qué juramento aceptaría…

Él se echa a reír.

—Eso no satisfaría al rey. —Audley suspira; da otros tres golpecitos en la mesa—. Después de todo lo que hemos hecho por él y por Fisher. Su nombre borrado de la lista, Fisher multado en vez de encerrado de por vida, ¿qué más pueden pedir? Nuestros esfuerzos resultan contraproducentes.

—Bueno, en fin. Bienaventurados los pacíficos —dice él. Tiene ganas de estrangular a alguien.

—Lo intentaremos de nuevo con Moro —dice Cranmer—. Al menos, si se niega, tendrá que exponer sus razones.

Él masculla una maldición. Se aparta de la ventana.

—Conocemos sus razones. Las conoce toda Europa. Se opone al divorcio. Cree que el rey no puede ser el jefe de la Iglesia. Pero ¿va a decirlo? No. Le conozco. ¿Sabéis lo que más me indigna? Me indigna formar parte de esta comedia, que está escrita toda por él. Me indigna el tiempo que nos llevará esto, un tiempo que podría dedicarse a algo más provechoso, me indigna que podríamos concentrarnos en mejores cosas, me indigna ver cómo se nos pasa la vida, porque estando como estamos pendientes de esto, nos haremos viejos antes de que llegue el final de la comedia. Y lo que más me indigna de todo es que el señor Moro está sentado entre el público y se ríe cuando yo me equivoco porque él ha escrito todos los papeles. Y los ha escrito todos estos años.

Cranmer le sirve una copa de vino, como un criado, inclinándose hacia él.

—Tomad.

En la mano del arzobispo, la copa tiene inevitablemente un carácter sacramental: no vino aguado, sino una mezcla equívoca, esto es mi sangre, esto es como mi sangre, esto es más o menos algo parecido a mi sangre, haced esto en memoria mía. Devuelve la copa. Los alemanes del norte hacen un licor fuerte, aquavite: un trago del cual sería más útil.

—Traed de nuevo a Moro —dice.

Al cabo de un momento, Moro está a la puerta, estornudando suavemente.

—Pasad —dice Audley sonriendo—. No es así como entra un héroe.

—Os aseguro que no pretendo ser un héroe ni mucho menos —dice Moro—. Han estado cortando la hierba.

Arruga la nariz con otro estornudo y avanza despacio hacia ellos sujetándose el manto en el hombro; se sienta en la silla que le ofrecen. Antes se había negado a sentarse.

—Eso está mejor —dice Audley—. Ya sabía que el aire os sentaría bien.

Él alza la vista, invitadoramente; pero él, Cromwell, indica que seguirá donde está, apoyado en la ventana.

—No sé —dice Audley alegremente—, primero no se sentaba uno y ahora no se sienta el otro. Mirad —empuja un documento hacia Moro—. Estos son los nombres de los sacerdotes que hemos visto hoy, que han jurado la ley y os han dado un ejemplo. Y sabéis que todos los miembros del Parlamento están de acuerdo. Así que ¿por qué vos no?

Moro alza la vista y mira desde debajo de las cejas.

—Este no es un lugar cómodo para ninguno de nosotros.

—Más cómodo que el lugar al que iréis —dice él.

—No será el Infierno —dice Moro sonriendo—. Confío en que no.

—Entonces, si prestar el juramento os condenaría, ¿qué me decís de todos estos? —Se lanza hacia delante. Arrebata la lista de nombres a Audley, la enrolla y golpea con ella en el hombro a Moro—. ¿Están condenados todos ellos?

—No puedo hablar por sus conciencias, solo por la mía. Solo sé que si prestase ese juramento vuestro, me condenaría.

—Muchos envidiarían vuestro conocimiento —dice él— de cómo actúa la gracia de Dios. Pero, claro, vos y Dios siempre habéis tenido unas relaciones íntimas, ¿no es así? No sé cómo os atrevéis. Habláis de vuestro Hacedor como si fuese un vecino con quien salieseis a pescar un domingo por la tarde.

Audley se inclina hacia Moro.

—Seamos claros. ¿No prestaréis juramento porque vuestra conciencia os aconseja que no lo hagáis?

—Sí.

—¿No podríais ser un poco más explícito en vuestras respuestas?

—No.

—¿Ponéis objeciones al juramento pero no decís por qué?

—Sí.

—¿Es a la ley a la que ponéis objeciones, o a la forma del juramento o al hecho de prestar juramento en sí?

—Preferiría no decirlo.

—Tratándose de una cuestión de conciencia —aventura Cranmer—, ha de haber siempre cierta duda…

—Oh, pero no se trata de ningún capricho. He considerado el asunto por extenso, con diligencia, conmigo mismo. Y en este caso, oigo claramente la voz de mi conciencia. —Vuelve la cabeza sonriendo—. ¿No habéis hecho lo mismo vos, Milord?

—De todos modos, tiene que haber alguna duda…, porque tenéis que haberos preguntado, dado que sois hombre ilustrado y habituado a los debates, a las discusiones, cómo puede ser que tantos hombres doctos piensen de un modo y vos de otro. La cuestión es que hay una cosa cierta, y es que debéis obediencia natural a vuestro rey, como todo súbdito. Además, cuando pasasteis a formar parte del Consejo Real hace tiempo hicisteis un juramento muy concreto: obedecerle. ¿No juraréis, pues? —Cranmer pestañea—. Sopesad vuestras dudas con esa certidumbre y jurad.

Audley se retrepa en el asiento. Cierra los ojos, como diciendo: no vamos a sacar nada en limpio de esto.

—Cuando fuisteis consagrado arzobispo —dice Moro—, por nombramiento del papa, prestasteis juramento de fidelidad a Roma, pero dicen que todo el día, a lo largo de todas las ceremonias, llevabais apretado en el puño un papelito doblado que decía que prestabais juramento porque no podíais evitarlo. ¿No es cierto? Dicen que ese papel lo había escrito el señor Cromwell aquí presente.

De pronto, Audley abre los ojos: piensa que Moro les ha mostrado la solución. Sin embargo, el rostro risueño de Moro es una máscara de malicia.

—Pero yo no haría una trampa como esa —dice suavemente—. No representaría ante el Señor mi Dios un espectáculo de marionetas como ese, no digamos ya ante los fieles de Inglaterra. Decís que contáis con la mayoría. Yo pienso que la tengo yo. Decís que os respalda el Parlamento, y yo digo que me respaldan todos los ángeles y los santos y toda la comunidad de los muertos en Cristo, de todas las generaciones que ha habido desde que se fundó la Iglesia, un cuerpo, indiviso…

—¡Vamos, por amor de Dios! —dice él—. Una mentira no deja de serlo porque tenga mil años de antigüedad. Vuestra iglesia indivisa se ha dedicado nada menos que a perseguir a sus propios miembros, a quemarlos y descuartizarlos porque se atenían a sus propias conciencias, a abrirles el vientre y alimentar con sus entrañas a los perros. Invocáis la Historia, pero ¿qué es la Historia para vos? Un espejo que halaga a Thomas Moro. Yo tengo otro espejo, sin embargo, lo pongo ante vos y muestra un hombre vano y peligroso, y cuando lo muevo, muestra a un asesino, porque arrastráis a sabe Dios cuántos, que solo tendrán el sufrimiento y no vuestra placentera satisfacción de mártir. No sois un alma sencilla, así que no intentéis simplificar esto. Sabéis que os he respetado. Sabéis que os respeto desde que era niño. Preferiría ver muerto a mi propio hijo antes que ver que os cortan la cabeza, antes que ver que os negáis a prestar este juramento y apoyáis a todos los enemigos de Inglaterra.

Moro alza la vista. Por una fracción de segundo, le sostiene la mirada. Luego la aparta dignamente y susurra, burlón (y él podría haberlo matado solo por eso):

—Gregory es un joven bueno. No quiero que muera. Si ha obrado mal, se reformará. Digo lo mismo de mi hijo. ¿Qué valor tiene él? Pero vale más que un tema de debate.

Cranmer cabecea, afligido.

—Esto no es un tema de debate.

—Habláis de vuestro hijo —dice él—. ¿Qué le sucederá a él? ¿Y a vuestras hijas?

—Les aconsejaré que presten juramento. No creo que ellos compartan mis escrúpulos.

—Eso no es lo que quiero decir, y lo sabéis. Es a la generación siguiente a la que traicionáis. ¿Queréis que el emperador les ponga el pie en el cuello? No sois inglés.

—Vos sí que no lo sois —dice Moro—. No luchasteis con los franceses, ¿eh? ¿No trabajáis para los bancos italianos? Antes de haceros adulto en este reino, vuestras transgresiones infantiles os obligaron a huir de él. Corristeis para escapar de la cárcel o de la horca. No, os diré lo que sois, Cromwell, sois italiano y nada más, con todos los vicios de los italianos, todas sus pasiones.

Se retrepa en el asiento, con una risotada forzada.

—Esa incansable afabilidad vuestra —continúa—, yo sabía que al final se acabaría. Es una moneda que ha cambiado de mano demasiadas veces. Y la poca plata que tenía se ha desgastado, y se ve el metal del fondo.

—Parece que no tenéis en cuenta los esfuerzos del señor Cromwell en la Ceca —dice Audley con una sonrisa burlona—. Sus monedas son ante todo y sobre todo sólidas.

El canciller no puede evitarlo, es un hombre burlón; alguien ha de conservar la calma. Cranmer está pálido y sudoroso, y puede verse galopar el pulso en la sien de Moro.

—No podemos dejaros volver a casa —dice él—. De todos modos, tengo la impresión de que no sois vos mismo hoy, así que en vez de enviaros a la Torre, tal vez fuese mejor que os pongamos bajo la custodia del abad de Westminster… ¿Os parecería adecuado, monseñor de Canterbury?

Cranmer asiente.

—Señor Cromwell —dice Moro—, no debería burlarme de vos, ¿verdad? Habéis demostrado que sois mi amigo más destacado y afectuoso.

Audley hace una seña al guardia de la puerta. Moro se levanta sin ningún esfuerzo, como si la idea de que le pongan bajo custodia le hubiera proporcionado un muelle en los pies. Estropea el efecto su forma habitual de sujetarse el manto, su forma de encogerse; e incluso parece que anduviese hacia atrás y retrocediese sobre sus pasos. Él piensa en María en Hatfield, levantándose del taburete y olvidando dónde lo había dejado. Luego, de un modo u otro, sacan a Moro de la habitación.

—Ya tiene exactamente lo que quiere —dice él.

Apoya la palma de la mano en el cristal de la ventana, ve la huella que deja en el viejo vidrio defectuoso. Se ha alzado sobre el río una masa de niebla. Queda ya atrás lo mejor del día. Audley cruza la habitación hasta él. Se para, vacilante, a la altura de su hombro.

—Si Moro nos indicase al menos qué parte del juramento le parece inaceptable, es posible que se pudiese escribir algo que eludiese sus objeciones.

—Podéis olvidaros de eso. Si indicase algo, estaría liquidado. Su única esperanza es el silencio, y no es ni mucho menos una gran esperanza.

—El rey podría aceptar algún compromiso —dice Cranmer—. Pero me temo que la reina no lo haría. Y, en realidad —añade débilmente—, ¿por qué habría de hacerlo?

Audley le apoya una mano en el brazo.

—Querido Cromwell. ¿Quién puede entender a Moro? Su amigo Erasmo le dijo que se mantuviese apartado del gobierno. Le dijo que no tenía valor para eso, y tenía razón. Nunca debería haber aceptado el cargo que ostento yo ahora. Solo lo hizo por contrariar a Wolsey, a quien odiaba.

—También le dijo que se mantuviese apartado de la teología —dice Cranmer—, si no me equivoco.

—¿Cómo ibais a equivocaros? Moro publica todas las cartas que recibe de sus amigos. Incluso cuando le reprueban, porque así exhibe su humildad y saca provecho de ella. Ha vivido en público. Todos los pensamientos que pasan por su cabeza los ha encomendado al papel. Nunca ha mantenido nada en privado. Hasta ahora.

Audley se aparta de él, abre la ventana. En el borde del alféizar se agolpa un torrente de cantos de pájaros que se derrama por la habitación, las notas líquidas y fluidas del zorzal de la tormenta.

—Supongo que ahora está escribiendo una versión del día —dice él—. Y enviándola fuera del reino para que la impriman. Y en Europa, basándose en ella, nos considerarán todos unos necios y unos opresores. Y él será la pobre víctima y el más elocuente.

Audley le da una palmada en el brazo. Quiere consolarle. Pero ¿quién puede llegar a hacerlo? Él es el inconsolable señor Cromwell: el incognoscible, el incomprensible, el probablemente invencible señor Cromwell.

Al día siguiente, el rey manda a buscarle. Se supone que es para reñirle por no haber conseguido que Moro preste juramento.

—¿Quién me acompañará a esta fiesta? —pregunta—. ¿Señor Sadler?

Tan pronto como llega a su presencia, Enrique hace un gesto perentorio a sus ayudantes para que despejen un espacio y le dejen a él solo allí. Su expresión es terrible.

—Cromwell, ¿no he sido buen señor con vos?

Él empieza a hablar…, generoso y más que generoso…, nuestra triste indignidad…, si os he fallado en algo concreto os suplico encarecidamente que me perdonéis…

Puede seguir todo el día. Lo aprendió de Wolsey.

—Porque —dice Enrique— monseñor el arzobispo piensa que no me he portado bien con vos. Pero —añade en el tono de alguien a quien han interpretado mal— soy un príncipe conocido por mi munificencia. —Parece desconcertarle todo el asunto—. Tenéis que ser secretario de Estado. Seguirán recompensas. No comprendo por qué no lo he hecho tiempo atrás. Pero decidme: cuando se os preguntó sobre los Cromwell que vivían en tiempos en Inglaterra, dijisteis que no teníais nada que ver con ellos. ¿Lo habéis pensado mejor?

—Sinceramente, no le he dedicado nunca otro pensamiento. No me gustaría llevar la chaqueta de otro hombre, ni portar sus armas. Podría levantarse de la tumba y vengarse de mí.

Milord Norfolk dice que os complace ser de origen humilde. Dice que habéis inventado eso para atormentarle. —Enrique le coge del brazo y añade—: Me parecería conveniente que a donde quiera que vayamos, aunque este verano no iremos muy lejos, considerando el estado de la reina, os proporcionasen habitaciones al lado de las mías, de forma que pudiésemos hablar siempre que os necesitase; y donde sea posible, habitaciones que se comuniquen directamente para que no haga falta ningún intermediario.

Sonríe a los cortesanos. Ellos retroceden como una marea.

—Que Dios me fulmine si llego a desdeñaros —dice Enrique—. Sé cuándo tengo un amigo.

Fuera, Rafe dice: «Que Dios le fulmine… ¡Qué terrible juramento! —abraza a su señor—. Esto ha tardado demasiado en llegar. Pero escuchad, tengo algo que contaros cuando lleguemos a casa».

—Dímelo ya. ¿Es bueno?

Se acerca un gentilhombre y dice: «Señor secretario, os espera la barca para llevaros a la ciudad».

—Debería tener una casa en el río —dice él—. Como Moro.

—Oh, ¿y dejar Austin Friars? Pensad en la pista de jeu de paume —dice Rafe—. En los jardines.

El rey ha hecho sus preparativos en secreto. Las armas de Gardiner se han borrado de la pintura. Una bandera con su escudo de armas se alza al lado de la bandera de los Tudor. Sube a su barca por primera vez y, en el río, Rafe cuenta su noticia. El balanceo de la barca es imperceptible. Las banderas cuelgan flácidas. La mañana es tranquila, nebulosa y encapotada, y donde la luz roza la piel o el lino, o las hojas frescas, hay un brillo como el de una cáscara de huevo: el mundo entero es luminoso, tiene los ángulos suavizados y un aroma verde y acuoso.

—Me casé hace medio año —dice Rafe— y no lo sabe nadie, salvo vos ahora. Me casé con Helen Barre.

—¡Cómo! —dice él—. Bajo mi propio techo. ¿Por qué lo hiciste?

Rafe le escucha en silencio mientras él dice todo lo que hay que decir: es encantadora, pero no es nadie, solo una mujer pobre que no te aportará ningún beneficio. Podrías haberte casado con una heredera. ¡Ya verás cuando se lo digas a tu padre! Se pondrá furioso, te dirá que no has pensado en tus intereses.

—¿Y si aparece un día su marido?

—Le dijisteis que era libre —dice Rafe. Está temblando.

—¿Quién de nosotros lo es?

Recuerda lo que le había dicho Helen. «¿Así que podría casarme otra vez? ¿Si alguien me quisiese?». Recuerda cómo le había mirado, una mirada larga y llena de intención, solo que él no había sabido interpretarla. Podría haberse puesto a dar saltos mortales y no se habría dado cuenta. Su pensamiento se había desviado hacia otra cosa. Aquella conversación había terminado para él y estaba concentrado en algo distinto. Si la hubiese querido para mí, si la hubiese tomado, ¿quién podría haberme reprochado que me casase con una lavandera sin dinero, incluso con una mendiga de la calle? La gente habría dicho: así que era eso lo que quería Cromwell, una belleza con buenas carnes; no es raro que desdeñase a las viudas de la ciudad. Él no necesita dinero, no necesita relaciones, puede permitirse satisfacer sus apetitos: ahora es secretario de Estado, y ¿después, qué?

Mira fijamente el agua, parda ahora, y clara cuando le da la luz, pero siempre en movimiento, los peces en las profundidades, las hierbas, los ahogados de manos huesudas nadando. Sobre el légamo y los guijarros hay hebillas de cinturón devueltas por el oleaje, fragmentos de vidrio, monedas alabeadas con las caras de los reyes borradas. Una vez, cuando era niño, encontró una herradura. ¿Un caballo en el río? Le pareció un hallazgo muy afortunado. Pero su padre dijo que si las herraduras dieran suerte, muchacho, yo sería el rey de Jauja.

Primero va a las cocinas a comunicar la noticia a Thurston. «Bueno —dice tranquilamente el cocinero—. De todos modos ya estabais haciendo ese trabajo —una risa—. El obispo Gardiner debe de estar que arde por dentro. Con los menudillos hirviendo en su propia grasa. —Retira un paño ensangrentado de una bandeja—. ¿Veis estas codornices? Tienen menos carne que una avispa».

—¿Malvasía? —sugiere él—. ¿Hervirlas en ella?

—¿Cómo, tres docenas? ¿Desperdiciar un buen vino? Haré algo por vos, si queréis. Las envía lord Lisie de Calais. Cuando le escribáis decidle que si envía otra partida que estén más gordas o que no las queremos. ¿Os acordaréis?

—Tomaré nota —dice él muy serio—. Creo que a partir de ahora podríamos celebrar el Consejo aquí a veces. Cuando no asista el rey. Podemos cenar antes.

—Bien. —Thurston se ríe con disimulo—. A Norfolk no le vendría mal meter un poco de carne en esas piernecillas suyas.

—No tenéis por qué ensuciaros las manos, Thurston. Tenéis personal suficiente. Podríais poneros una cadena de oro y dedicaros a pasear por ahí.

—¿Es lo que haréis vos? —Una palmada con una mano pringosa de volatería; luego, Thurston alza la vista hacia él, limpiándose los dedos de plumas—. Creo que es mejor que esté pendiente del asunto, por si se tuercen las cosas. No es que quiera decir que vayan a torcerse, pero acordaos del cardenal.

Él se acuerda de Norfolk: decidle que vaya al norte o iré yo a donde esté y le haré pedazos a dentelladas.

¿Debo sustituir las dentelladas por «mordiscos»?

Recuerda el adagio: homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre.

—Así que te has hecho famoso, señor Sadler —le dice a Rafe después de la cena—. Te pondrán como ejemplo ilustre de alguien que ha desperdiciado sus relaciones. Los padres te señalarán a sus hijos.

—No pude evitarlo, señor.

—¿Cómo que no pudiste evitarlo?

—Estoy violentamente enamorado de ella —dice Rafe, en el tono más seco que puede.

—¿Cómo es eso? ¿Es como estar violentamente furioso?

—Supongo. Tal vez. En el sentido de que te sientes más vivo.

—Yo no creo que pudiera sentirme más vivo de lo que estoy.

Se pregunta si el cardenal se habría enamorado alguna vez. Pero, por supuesto, ¿por qué lo duda? La pasión devoradora de Wolsey por Wolsey era lo bastante fogosa para quemar toda Inglaterra.

—Dime, aquella noche después de la coronación de la reina…

Él cabecea, da la vuelta a unos documentos que hay sobre el escritorio: cartas del alcalde de Hull.

—Os contaré lo que me preguntéis —dice Rafe—. No comprendo por qué no fui sincero con vos. Helen, mi esposa, creyó que era preferible mantener el secreto.

—Pero supongo que ahora está embarazada y tenéis que decirlo.

Rafe se ruboriza.

—Aquella noche, cuando llegué a Austin Friars a buscarla para llevarla con la esposa de Cranmer… y ella bajó —mueve los ojos como si lo estuviese viendo—, bajó sin tocado y tú detrás con el pelo revuelto; y te enfadaste conmigo por llevármela…

—Bueno, sí —dice Rafe. Alza la mano sigilosamente y se alisa el cabello con la palma como si eso arreglara las cosas ahora—. Se habían ido todos a las fiestas. Fue la primera vez que la llevé a la cama, pero no hubo ninguna falta. Ya se había prometido conmigo.

Me alegro de no haber educado en mi casa a un joven sin sentimientos, piensa él, que solo se aplica a ascender de condición. Si careces de impulsos, careces, hasta cierto punto, de alegría; bajo mi protección, los impulsos son algo que Rafe puede permitirse.

—Mira, Rafe, esto es una… Bueno, bien lo sabe Dios, una locura, pero no un desastre. Dile a tu padre que mi ascensión en el mundo garantizará la tuya. Por supuesto, pateará y rugirá. Para eso están los padres. Lamento el día en que me separé de mi hijo, gritará, y le dejé ir a esa casa de corrupción de Cromwell. Pero le haremos recapacitar. Poco a poco.

El muchacho ha permanecido de pie hasta entonces. Se sienta ahora en un taburete con las manos en la cabeza, inclinada hacia atrás; el alivio recorre todo su cuerpo. ¿Tenía tanto miedo? ¿De mí?

Mira, cuando tu padre vea a Helen, lo comprenderá, a menos que esté… —¿A menos que esté qué? Habría que estar muerto y enterrado para no darse cuenta: para no ver el cuerpo bello y llamativo de ella, sus dulces ojos—. Solo tenemos que sacarla de ese delantal de cáñamo con el que anda por ahí y vestirla como la señora Sadler. Y, por supuesto, querréis casa propia. Yo os ayudaré en eso. Echaré de menos a los pequeños, les he tomado cariño, y Mercy también, todos les hemos tomado cariño. Si queréis que este sea el primer niño de vuestra casa, ellos se pueden quedar aquí.

—Sois muy bueno. Pero Helen no querría separarse de ellos. Ya lo hemos hablado los dos.

Así que ya no tendré más niños en Austin Friars, piensa él. Bueno, no a menos que me tome un poco de tiempo de los asuntos del rey y me dedique a cortejar: no a menos que cuando una mujer me hable, escuche de verdad.

—Lo que aplacará a tu padre, y puedes decírselo, es que, a partir de ahora, cuando yo no esté con el rey, estarás tú. El señor Wriothesley se encargará de tratar con los diplomáticos y de las cuentas, porque es un trabajo taimado que se ajustará a él; y Richard estará aquí para dirigir la casa cuando yo esté ausente, y se encargará de mis tareas, y tú y yo atenderemos a Enrique, dulces como dos niñeras, y satisfaremos sus caprichos. —Se echa a reír—. Eres un gentilhombre nato. Él puede ascenderte y otorgarte su confianza, darte acceso a la cámara regia. Lo cual sería útil para mí.

—Yo no busqué que pasase eso. No lo planeé. —Rafe baja la vista—. Sé que nunca podré llevar a Helen conmigo a la corte.

—No tal como es el mundo ahora. Y no creo que vaya a cambiar en nuestra vida. Pero, mira, has hecho una elección. Jamás debes arrepentirte.

—¿Cómo podía pensar que iba a poder ocultaros un secreto? —dice Rafe con pasión—. Lo veis todo, señor.

—Bueno, solo hasta cierto punto.

Cuando Rafe se marcha, él saca su tarea del final del día y empieza a hacerla, metódicamente, colocando los documentos cada uno en su sitio. Sus proyectos de ley se aprueban, pero siempre hay otro proyecto esperando. Cuando se redactan leyes, se ponen a prueba las palabras, procurando dar con su máxima fuerza. Como los hechizos, tienen que hacer que las cosas sucedan en el mundo real y, como los hechizos, solo operan si la gente cree en ellas. Si tu ley impone una pena, has de ser capaz de aplicarla…, a los ricos tanto como a los pobres, a la gente de las fronteras escocesas y de las marcas galesas, a los hombres de Cornualles igual que a los de Sussex y Kent. Ha redactado este juramento, una muestra de lealtad a Enrique, y se propone que lo presten los hombres de todos los pueblos y aldeas y todas las mujeres de cierta importancia: viudas con patrimonio, terratenientes. Su gente recorrerá el país, llanuras onduladas y brezales, pidiendo a los que apenas hayan oído hablar de Ana Bolena que respalden la sucesión del hijo que lleva en el vientre. Si un hombre sabe que el rey se llama Enrique, que preste juramento; no importa si confunde a este rey con su padre o con algún Enrique anterior, porque los príncipes, como los demás hombres, se desvanecen de la memoria de la gente común. Sus rasgos, aquellas monedas que él solía cribar del cieno del río, no eran más que una leve irregularidad bajo las yemas de sus dedos, e incluso cuando había llevado las monedas a casa y las había limpiado, no podía decir quiénes eran. ¿Es este, preguntó, el príncipe César? Veamos, había dicho Walter; luego había tirado la moneda disgustado, diciendo: solo es un cuarto de penique de uno de los reyes que lucharon en las guerras francesas. Deja eso y ponte a trabajar, le había dicho. No pienses en el príncipe César. César era ya viejo cuando Adán era un muchacho.

Él cantaba: «Cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿el gentilhombre dónde estaba?». Walter le perseguía y le pegaba si le alcanzaba: hay una maldita canción rebelde para ti, aquí sabemos qué hacer con los rebeldes. Están enterrados en fosas comunes, amontonados, los de Cornualles que subieron aquí cuando él era un niño; pero siempre hay más hombres de Cornualles. Y más allá de Cornualles, y debajo de todo el reino de Inglaterra, debajo de las húmedas marcas de Gales y el territorio agreste de la frontera escocesa hay otro paisaje; hay un imperio sepultado, donde teme que sus delegados no puedan llegar. ¿Quién tomará juramento a los duendes y trasgos que viven en los setos y en los árboles huecos, y a los hombres salvajes que se ocultan en los bosques? ¿Quién tomará juramento a los santos en sus hornacinas, y a los espíritus que se agolpan en los pozos sagrados, que susurran como las hojas caídas y a los niños abortados enterrados en tierra no consagrada; a todos esos muertos invisibles que rondan en invierno en torno a las fraguas y los fuegos de las aldeas, intentando calentarse los huesos desnudos? Porque ellos también son sus compatriotas: las generaciones de los innumerables muertos que alientan en los vivos, que les roban su luz, los espectros sin sangre del señor y del truhán, de la monja y la puta, los espectros del cura y el fraile que se alimentan de la Inglaterra viva, y chupan la sustancia del futuro.

Mira fijamente los documentos que hay en el escritorio, pero sus pensamientos están lejos de allí. Mi hija Anne dijo: «Yo escogí a Rafe». Apoya la cabeza en las manos y cierra los ojos; ante él está Anne Cromwell, diez u once años. Directa y resuelta como un hombre de armas. Sus ojillos no pestañean, está segura de su capacidad para decidir su destino.

Se frota los ojos, vuelve a los papeles. ¿Qué es esto? Una lista, una letra meticulosa de escribano, legible, pero que tiene poco sentido.

Dos alfombras. Una cortada en piezas.

Siete sábanas. Dos almohadas. Un cojín.

Dos bandejas. Cuatro platos, dos platillos.

Un cuenco pequeño, peso 12 libras a 4 peniques la libra; lo tiene la señora priora, 4 chelines pagados.

Da la vuelta al papel intentando determinar su origen. Ve que lo que examina es el inventario de los bienes de Elizabeth Barton, que ella dejó en el convento. Todo esto queda confiscado por el rey, puesto que se trata de la propiedad personal de una traidora: un tablero de mesa, tres fundas de almohada, dos palmatorias, una chaqueta valorada en cinco chelines. Un manto viejo ha sido donado en caridad a la monja más joven del convento. Otra monja, una tal dama Alice, ha recibido un cobertor.

La profecía no la hizo rica, le había dicho él a Moro. Elabora un memorando: «Disponer dinero para el verdugo de la dama Elizabeth Barton». Le quedan cinco días de vida. La última persona a la que verá cuando suba la escalera será el verdugo, que extenderá la zarpa. Si no puede pagar el viaje final, puede sufrir más de lo necesario. Ella había pensado lo que tardaría en morir quemada, pero no cuánto se tarda en morir asfixiado al extremo de una soga. En Inglaterra, no hay misericordia para los pobres. Has de pagar por todo, incluso para que te partan el cuello.

La familia de Thomas Moro ha prestado juramento. Él mismo les ha visto, y Alice no le ha dejado ninguna duda de que le considera personalmente responsable de no haber sido capaz de convencer a su marido.

—Preguntadle qué se propone, en nombre de Dios. Preguntadle si es razonable, si cree que lo es, dejar a su esposa sin compañía, a sus hijos sin consejo, a sus hijas sin protección, y a todos nosotros a merced de un hombre como Thomas Cromwell.

—Eso es lo que decís vos —había susurrado Meg con una leve sonrisa. Había tomado la mano de él entre las suyas, con la cabeza inclinada—. Mi padre habla muy cálidamente de vos. Dice que habéis sido amable con él y habéis sido vehemente…, lo que no cuenta menos en vuestro favor. Dice que cree que le entendéis como él a vos.

—¿Meg? ¿Por qué no podéis mirarme?

Otro rostro inclinado bajo el peso de una toca: Meg mueve los velos como si estuviese en medio de una tormenta y le proporcionasen protección.

—Puedo entretener al rey uno o dos días. No creo que desee ver a vuestro padre en la Torre. Busca constantemente alguna señal de…

—¿Rendición?

—Apoyo. Y entonces…, ningún honor sería demasiado elevado.

—Dudo que el rey pueda ofrecer la clase de honor a la que él aspira —dice Will Roper—. Por desgracia. Vamos, Meg, debemos volver a casa. Tenéis que llevar a vuestra madre al río antes de que inicie un altercado. —Roper tiende la mano—. Sabemos que no sois vengativo, señor. Aunque bien sabe Dios que él nunca ha sido un amigo para vuestros amigos.

—Hubo un tiempo en que también vos erais un hombre de la Biblia.

—Los hombres cambian de opinión.

—Estoy completamente de acuerdo. Decídselo a vuestro suegro.

Era una amarga nota de despedida. No permitiré que Moro, piensa él, ni su familia abriguen ilusiones de que me comprenden. ¿Cómo podrían comprenderme ellos, cuando ni yo mismo me comprendo?

Toma nota: Richard Cromwell debe presentarse al abad de Westminster, escoltar a sir Thomas Moro, preso, hasta la Torre.

¿Por qué vacilo?

Démosle un día más.

Es el 15 de abril de 1534. Llama a un empleado para que ordene y archive los documentos, listos para mañana, y se queda junto al fuego, charlando; es medianoche y las velas se han consumido. Coge una y sube las escaleras; Christophe está echado, roncando a los pies de su ancha y solitaria cama. Santo cielo, piensa, mi vida es absurda.

—Despierta —dice, pero en un susurro; al ver que Christophe no responde, le mueve como si fuese la masa de un pastel, hasta que el muchacho despierta, mascullando en francés gutural—. «Oh, por los huevos peludos de Cristo —parpadea agitadamente—. Mi buen señor. No sabía que erais vos. Estaba soñando que era un pastelillo. Perdonadme, estoy completamente borracho, hemos estado celebrando la unión de la Bella Helen con el afortunado Rafe». Alza un brazo, cierra el puño, hace un gesto de lo más libidinoso; el brazo cae de nuevo inerte sobre el cuerpo, los párpados se deslizan inevitablemente hacia las mejillas y, con un hipido final, Christophe se duerme.

Él lleva al muchacho a su litera. Ya pesa. Es todo un cachorro de bulldog; gruñe, susurra, pero no se despierta.

Él se echa al lado de sus ropas y reza sus oraciones. Apoya la cabeza en la almohada: siete sábanas, dos almohadas, un cojín. Se duerme en cuanto se apaga la vela. Pero su hija Anne se le aparece en un sueño.

Alza la mano izquierda, afligida, para enseñarle que no lleva anillo de boda. Se retuerce el largo cabello y se lo enrolla al cuello como una soga.

Pleno verano: las mujeres corren a los aposentos de la reina con ropa limpia doblada, tan pálidas y sobrecogidas, tan presurosas que es evidente que no puedes pararlas. Encienden fuegos en las cámaras de la reina para quemar lo que ha sangrado. Si hay algo que enterrar, las mujeres lo mantienen en secreto.

Aquella noche, acurrucado en el alféizar de una ventana, el cielo iluminado por estrellas como dagas, Enrique le cuenta que la culpa es de Catalina. Creo que me desea mal. Lo cierto es que tiene el vientre enfermo. Me engañó todos aquellos años. No podía tener un hijo y sus médicos lo sabían. Afirma que me ama, pero me está destrozando. Viene por la noche con sus manos frías y su corazón frío y se interpone entre la mujer a la que amo y yo. Me posa la mano en el miembro y su mano huele a tumba.

Los lores y las damas dan dinero a las doncellas y a las parteras, para que digan qué sexo tenía el niño, pero las mujeres dan respuestas distintas cada vez. En realidad, qué sería peor: ¿qué Ana hubiese concebido otra niña o que hubiese concebido y perdido un niño? Es verano. Se encienden hogueras por toda la ciudad. Arden en las breves noches. Los dragones recorren las calles, echando humo y rechinando sus alas mecánicas.