III. Una mirada de pintor

(1534)

Cuando Hans lleva a Austin Friars el retrato terminado, se avergüenza de él. Se acuerda de cuando Walter decía: «Mírame a la cara cuando me digas una mentira, niño».

Posa la mirada en el borde inferior del cuadro y deja que vaya subiendo: una pluma, tijeras, papeles, su sello en la bolsita y un libro grueso, encuadernado en verde oscuro: la encuadernación ornamentada en oro, las páginas con cantos dorados. Hans le había pedido que le enseñase su Biblia, y la había rechazado por demasiado vulgar, demasiado manoseada. Había investigado por la casa y había encontrado el mejor libro que poseía en el escritorio de Thomas Avery. Es la obra del monje Pacioli, el tratado sobre la forma de llevar los libros, que le enviaron sus buenos amigos de Venecia.

Ve su mano pintada, descansando ante él en el escritorio, sujetando lánguidamente un papel. Es extraño, como si hubiese sido descompuesto en partes, verse así en secciones, dígito a dígito. Hans le ha hecho la piel lisa como la de una cortesana, pero el movimiento que ha captado, ese pliegue de los dedos, es tan seguro como el de un matarife cuando alza el cuchillo. Lleva la turquesa del cardenal. Él tuvo en tiempos un anillo de turquesa propio, se lo regaló a Liz cuando nació Gregory. Era un anillo que tenía forma de corazón.

Alza la vista más, hasta su rostro. No mejora mucho el del huevo de Pascua que pintó Jo. Hans le había dibujado en un pequeño espacio, empujando una mesa pesada para fijarle allí. Mientras Hans le dibujaba había tenido tiempo de pensar, y sus pensamientos le habían llevado lejos, a otro país. No puede rastrear los pensamientos que hay detrás de su mirada.

Le había pedido que le pintase en el jardín. Hans había dicho que sudaba solo de pensarlo. ¿Podemos hacerlo más simple, sí?

Lleva ropa de invierno. Dentro de ella parece hecho de una sustancia más impermeable que la mayoría de los hombres, más compacta. Muy bien podría llevar armadura. Prevé el día en que podría tener que hacerlo. Hay hombres en este reino y en el extranjero (ahora no solo en Yorkshire) que le apuñalarían nada más verle.

Dudo, piensa, que lleguen al corazón. ¿De qué estáis hecho?, había preguntado el rey. Sonríe. En el rostro pintado no hay rastro de sonrisa.

—Bien. —Va a la habitación contigua—. Podéis venir a verlo.

La gente irrumpe empujándose. Sigue un breve silencio, valorativo. Se prolonga.

—Ha hecho que parezcáis bastante grueso, tío —dice Alice—. Más de lo que debía.

—Como nos ha demostrado Leonardo —dice Richard—, una superficie curvada desvía mejor el impacto de las balas de cañón.

—A mí no me lo parece —dice Helen Barre—. Creo que los rasgos son bastante exactos. Pero esa no es la expresión de vuestro rostro.

—No, Helen —dice Rafe—. La reserva para los hombres.

—Está aquí el hombre del emperador —dice Thomas Avery—. ¿Puede pasar a verlo?

—Es bienvenido, como siempre.

Entra Chapuys con paso saltarín. Se planta delante del cuadro; da un saltito hacia delante; otro hacia atrás. Viste pieles de marta encima de las sedas.

—¡Santo cielo! —dice Johane, tapándose la boca con la mano—. Parece un mono bailarín.

—Oh, no, me temo que no —comenta Eustache—. Oh, no, no, no, no, no. Vuestro pintor protestante ha errado el tiro esta vez. Porque uno nunca os imagina solo, Cremuel, sino en compañía, estudiando los rostros de otros, como si vos mismo os propusieseis pintarlos. Hacéis pensar a los demás, no «¿qué es lo que parece?», sino «¿qué parezco yo?».

Se aleja, se vuelve luego como si quisiera captar la semejanza en el acto de moverse.

—De todos modos. Mirándolo bien, no le gustaría a uno cruzarse con vos. En ese aspecto, creo que Hans ha logrado su objetivo.

Cuando Gregory llega a casa de Canterbury, le lleva solo a ver el cuadro, aún con la ropa del viaje, con manchas de barro del camino. Desea conocer la opinión de su hijo antes de que los demás de la casa hablen con él.

—Tu señora madre siempre decía —le cuenta— que no me había elegido por mi apariencia. Cuando llegó el cuadro, me sorprendió darme cuenta de mi vanidad. Me veía a mí mismo tal como era cuando me fui de Italia hace veinte años, antes de que nacieses.

Gregory está junto a su hombro, con la mirada fija en el retrato. En silencio.

Se da cuenta de que su hijo es más alto que él: no es que haga falta ser muy alto para eso. Se hace a un lado, solo mentalmente, para observar a su hijo con una mirada de pintor: un muchacho de delicada piel blanca y ojos color avellana, un ángel esbelto de la segunda hilera de un fresco moteado por la humedad, en alguna ciudad de la montaña lejos de aquí. Lo imagina como un paje cabalgando en un bosque a través de un pergamino, rizos oscuros que sobresalen por encima de una estrecha banda dorada; mientras que los jóvenes que hay a su alrededor a diario, los jóvenes de Austin Friars, son musculosos como perros de presa, llevan el pelo muy corto, tienen ojos agudos como puntas de espada. Él piensa: Gregory es todo lo que debería ser. Es todo lo que tengo derecho a esperar: su franqueza, su gentileza, la reserva y la consideración con que controla sus pensamientos hasta que los estructura. Le inspira tanta ternura que cree que podría llorar.

Se vuelve al retrato.

—Me temo que Mark tenía razón.

—¿Quién es Mark?

—Un muchachito bobo que anda con George Bolena. Una vez le oí decir que parezco un asesino.

—¿No lo sabíais? —pregunta Gregory.