(Otoño e invierno de 1533)
Es espléndido. En el momento del impacto, el rey tiene los ojos abiertos, el cuerpo preparado para el atteint; encaja el golpe a la perfección, absorbe su fuerza un cuerpo de armadura invulnerable que se mueve en la dirección adecuada, a la velocidad adecuada. No se le altera el color. No le tiembla la voz.
—¿Sana? —pregunta—. Entonces, gracias a Dios por favorecernos. Y gracias a todos, señores, por tan grata noticia.
Enrique ha estado ensayando, piensa él. Creo que todos lo hemos hecho.
El rey se encamina a sus aposentos. Dice por encima del hombro: «Ponedle de nombre Isabel. Cancelad las justas».
—¿Las otras ceremonias según lo previsto? —pregunta con voz quejumbrosa un Bolena.
No hay respuesta. Todo según lo previsto, dice Cranmer, mientras no nos digan lo contrario. Tengo que ser padrino del…, de la princesa. Vacila. Le cuesta trabajo creerlo. Para sí mismo, él pidió una hija, y tuvo una hija. Sigue con la mirada la espalda de Enrique, que se aleja.
—No ha preguntado por la reina. No ha preguntado cómo está.
—Eso importa poco, ¿no? —dice Edward Seymour, expresando brutalmente lo que piensan todos.
Enrique se detiene en su larga marcha solitaria, se vuelve.
—Monseñor. Cromwell. Pero nadie más.
En el gabinete de Enrique: «¿Os imaginabais esto?».
Algunos sonreirían. Él no. El rey se deja caer en una silla. Él siente el impulso de ponerle la mano en el hombro, como se haría con alguien desconsolado. Lo reprime, se limita a apretar el puño que sostiene el corazón del rey.
—Algún día le prepararemos un gran matrimonio.
—Pobrecilla. Hasta su madre querrá deshacerse de ella.
—Su Majestad es bastante joven —dice Cranmer—. La reina es fuerte y su familia es fértil. Podéis tener otro hijo pronto. Y tal vez Dios se proponga una bendición especial con esta princesa.
—Querido amigo, estoy seguro de que tenéis razón.
Enrique parece inseguro, pero mira alrededor para recibir fuerza del exterior, como si Dios pudiese haber escrito algún mensaje amable en la pared: aunque solo haya precedentes hostiles. Toma aliento, se levanta y se sacude las mangas. Sonríe, y puede verse cómo alza el vuelo, como ave vigorosa, el acto de voluntad que transforma a un pobre desdichado en faro de su nación.
—Fue como ver levantarse a Lázaro —le susurra él después a Cranmer.
Al poco tiempo, Enrique camina a grandes zancadas por el palacio de Greenwich, disponiéndolo todo para las celebraciones. Somos bastante jóvenes, dice, y la próxima vez será niño. Le prepararemos algún día un gran matrimonio. Creedme, Dios se propone una bendición especial con esta princesa.
A los Bolena se les ilumina la cara. Es domingo, cuatro de la tarde. Él se ríe un poco de los que escribieron «príncipe» en sus proclamas y ahora tienen que cambiarlo, y luego vuelve para calcular los gastos del servicio de la nueva princesa. Ha aconsejado que lady Gertrude Exeter se cuente entre los padrinos. ¿Por qué debería tener una visión de ella solo la Doncella? Le sentará bien que la vea toda la corte sosteniendo con una sonrisa forzada a la hija de Ana al borde de la pila bautismal.
En cuanto a la Doncella, la han llevado a Londres y se aloja en una casa particular, donde los lechos son blandos y las voces que la rodean, las voces de las mujeres Cromwell, apenas perturban sus oraciones; donde la llave gira en la cerradura aceitada con un sonido tan leve como el chasquido del hueso de un pájaro.
—¿Come? —le pregunta él a Mercy, que le dice que come con tantas ganas como él: bueno, no, Thomas, con tantas ganas tal vez no.
—Me pregunto qué ocurriría con su proyecto de alimentarse solo con la Eucaristía.
—Ahora los sacerdotes y monjes que la indujeron a seguir ese camino no pueden ver lo que come, ¿verdad?
Lejos de su control, la monja ha empezado a actuar como una mujer normal, reconociendo las simples necesidades de su organismo como cualquiera que desea vivir; pero podría ser demasiado tarde. A él le complace que Mercy no diga: ay, pobre criatura inofensiva. Queda claro que no es inofensiva por naturaleza cuando la llevan al palacio de Lambeth para interrogarla. Sería lógico pensar que el Lord Canciller, Audley, con la cadena del cargo realzando su imponente porte, bastaría para intimidar a cualquier campesina. Añádase el arzobispo de Canterbury, y se supondría que una monja joven sentiría algún temor. En absoluto. La Doncella trata a Cranmer con condescendencia, como si fuese un novicio en la vida religiosa. Cuando pone en duda sus palabras en algún punto y le pregunta cómo lo sabe, ella sonríe compasivamente y contesta: «Me lo dijo un ángel».
Audley lleva a Richard Riche con él a su segunda sesión para que se encargue de tomar notas y aportar los comentarios que se le ocurran. Ahora es sir Richard, nombrado caballero y ascendido a procurador de la Corona. En sus tiempos de estudiante era famoso por su lengua aguda y calumniosa, la irreverencia con sus superiores, por beber y jugar apostando mucho dinero. Pero ¿quién levantaría la cabeza si nos juzgasen por cómo fuimos a los veinte años? Riche demuestra un talento para redactar leyes que solo supera Cromwell. Su rostro, bajo el delicado cabello rubio, está siempre tenso y ceñudo por la concentración; los chicos le llaman sir Frunce. Viéndole colocar meticulosamente sus documentos, nadie creería que había sido en tiempos la gran desgracia de Inner Temple. Él lo dice así, con un retintín, burlándose, mientras esperan que comparezca la chica. ¡Bien, señor Cromwell! ¿Y qué me decís de vuestra historia con la abadesa de Halifax?, le dice Riche.
Siempre se guarda de desmentir esa o cualquier otra historia de las que sobre él contaba el cardenal.
—Ah, eso —dice—. No fue nada, en Yorkshire lo esperaban.
Teme que la joven haya oído el final de la conversación, porque hoy, cuando ocupa el asiento que han colocado para ella, le dirige una mirada especialmente dura. Se estira la falda, cruza los brazos y espera a que ellos la entretengan. Su sobrina Alice Wellyfed se sienta en un taburete al lado de la puerta. Solo asiste por si se produce un desmayo o surge cualquier otro contratiempo. Aunque una mirada a la Doncella indica que es más probable que se desmaye Audley que ella.
—¿Pregunto yo? —dice Riche—. ¿Empiezo?
—Bueno, ¿por qué no? —dice Audley—. Sois joven y vigoroso.
—Estas profecías vuestras, cambiáis continuamente el momento del desastre que prevéis, pero tengo entendido que dijisteis que el rey no reinaría un mes después de casarse con lady Ana. En fin, han pasado los meses, lady Ana es reina coronada y ha dado al rey una hermosa hija. Así que, ¿qué decís ahora?
—Digo que, a los ojos del mundo, él parece ser el rey. Pero ya no lo es a los ojos de Dios. —Se encoge de hombros—. No es más rey verdadero que él —señala con la cabeza a Cranmer— un verdadero obispo.
Riche no se deja desviar del tema.
—¿Así que estaría justificado promover una rebelión contra él? ¿Destronarle? ¿Asesinarle? ¿Poner a otro en su lugar?
—Bueno, ¿qué os parece a vos?
—Y entre los pretendientes vuestra elección ha recaído en la familia Courtenay, no en los Pole. Henry, marqués de Exeter, no Henry, lord Montague.
—¿O los confundís? —pregunta él, comprensivo.
—Por supuesto que no —dice ella, ruborizándose—. Conozco a esos dos caballeros.
Riche toma nota.
—Veamos —dice Audley—, Courtenay, es decir, lord Exeter, desciende de una hija del rey Eduardo. Lord Montague desciende del hermano del rey Eduardo, el duque de Clarence. ¿Quién creéis que tiene más derecho? Porque si hablamos de reyes verdaderos y falsos, hay quien dice que Eduardo fue un bastardo que tuvo su madre de un arquero. Me pregunto si podréis aclararlo…
—¿Cómo podría aclararlo? —pregunta Riche.
Audley pone los ojos en blanco.
—Porque ella habla con los santos del cielo. Ellos tienen que saberlo.
Él mira a Riche y es como si pudiese leer sus pensamientos: el libro de Niccolò dice que el príncipe prudente extermina a los envidiosos, y si yo, Riche, fuese rey, esos pretendientes y sus familias estarían muertos. La chica se prepara para la pregunta siguiente: ¿cómo es que ha visto dos reinas en su visión?
—Supongo que se resolverá en el combate, ¿no? —dice él—. Es bueno tener algunos reyes y reinas en reserva, si vas a iniciar una guerra en un país.
—No es necesario que haya guerra —dice la monja. ¿Cómo? Sir Frunce se levanta: esto es nuevo—. Dios va a enviar una peste a Inglaterra en vez de eso. Enrique morirá en seis meses. Y también ella, la hija de Thomas Bolena.
—¿Y yo?
—También.
—¿Y todos los presentes en esta habitación? Salvo vos, claro. ¿Todos, incluida Alice Wellyfed, que nunca os ha hecho ningún daño?
—Todas las mujeres de vuestra casa son herejes, y la peste pudrirá su cuerpo y su alma.
—¿Y qué me decís de la princesa Isabel?
Ella se da la vuelta para dirigir sus palabras a Cranmer.
—Dicen que cuando la bautizasteis calentasteis el agua para evitarle un sobresalto. Deberíais habérsela echado hirviendo.
¡Santo cielo!, exclama Riche. Suelta bruscamente la pluma. Es un joven padre amoroso, con una hija en la cuna.
Él posa una mano tranquilizadora en la suya, en la del procurador de la Corona. Cabría pensar que Alice necesitaría consuelo, pero cuando la Doncella la condenó a muerte, él había mirado a su sobrina y había visto que su expresión era la viva imagen del sarcasmo.
—No es algo que se le haya ocurrido a ella, lo del agua hirviendo —le dice él a Riche—. Es algo que andan diciendo por las calles.
Cranmer se encoge; la Doncella le ha hecho daño, se ha anotado un tanto.
—Ayer vi a la princesa. Está sana y feliz, pese a los que le desean mal —dice él, Cromwell. Su voz indica calma: debemos conseguir que el arzobispo se siente de nuevo en la silla. Se vuelve hacia la Doncella—: Decidme, ¿localizasteis al cardenal?
—¿Qué? —pregunta Audley.
—La Doncella me dijo que en una de sus excursiones al Cielo, el Infierno y el Purgatorio buscaría a mi antiguo señor, y me ofrecí a pagarle los gastos del viaje. Entregué a los suyos un anticipo. ¿Puedo esperar que tengamos alguna noticia?
—Wolsey habría vivido otros quince años —dice la chica. Él asiente, eso también lo ha dicho él—. Pero Dios se lo llevó, para dar ejemplo. He visto a los diablos disputarse su alma.
—¿Sabéis el resultado? —pregunta él.
—No hay resultado. Le busqué en todas partes. Llegué a la conclusión de que Dios le había extinguido. Luego, una noche le vi. —Una prolongada vacilación táctica—. Vi su alma entre los nonatos.
Sigue un silencio. Cranmer se encoge en su asiento. Riche mordisquea la punta de la pluma. Audley retuerce un botón de su manga una y otra vez hasta que se tensa el hilo.
—Si queréis puedo rezar por él —dice la Doncella—. Dios suele responder a mis ruegos.
—Antes, cuando teníais cerca a vuestros consejeros, el padre Bocking, el padre Gold, el padre Risby y los demás, empezabais a regatear en este punto. Yo proponía una suma mayor por vuestra buena voluntad y vuestros directores espirituales la aumentaban.
—Esperad. —Cranmer se lleva una mano al pecho—. ¿Podemos volver atrás? ¿Lord Canciller?
—Podemos seguir la dirección que queráis, monseñor. O dar vueltas como si jugáramos al corro…
—¿Veis demonios?
Ella asiente.
—¿Cómo se os aparecen?
—Como pájaros.
—Un alivio —dice escuetamente Audley.
—No, señor. Lucifer apesta. Sus garras son deformes. Llega como un joven gallo manchado de sangre y de excrementos.
Él alza la vista hacia Alice. Piensa que debe decirle que se marche. Se pregunta qué le han hecho a esta mujer.
—Tiene que resultaros desagradable —dice Cranmer—. Pero es característica de los demonios, según tengo entendido, mostrarse en más de una forma.
—Sí. Lo hacen para engañar. Él se presenta como un hombre joven.
—¿De veras?
—En una ocasión, trajo a una mujer. De noche, a mi celda. —Hace una pausa—. La manoseaba.
—Es sabido que no tiene decencia —dice Riche.
—No más que vos.
—¿Y luego qué, dama Elizabeth? ¿Después del manoseo?
—Le alzó las faldas.
—¿Y ella no se opuso? —pregunta Riche—. Me sorprendéis.
—No dudo de que el príncipe Lucifer posee gran habilidad —dice Audley.
—Lo hizo con ella delante de mí, en mi cama.
Riche toma nota.
—Esa mujer, ¿la conocíais? —No hay respuesta—. ¿Y el demonio no intentó lo mismo con vos? Podéis hablar con libertad. No se os tendrá en cuenta.
—Empezó a lisonjearme, pavoneándose con su chaqueta de seda azul, la mejor que tiene. Y calzas nuevas con diamantes.
—¿Diamantes en las piernas? —pregunta él—. Tuvo que ser una gran tentación…
Ella niega con la cabeza.
—Pero sois una joven hermosa, bastante buena para cualquier hombre, diría yo.
Ella alza la vista, con un atisbo de sonrisa.
—No soy para el señor Lucifer.
—¿Qué dijo cuando le rechazasteis?
—Me pidió que me casara con él. —Audley apoya la cabeza en las manos—. Le dije que había hecho voto de castidad.
—¿No se enfadó cuando os negasteis?
—Oh, sí. Me escupió en la cara.
—No cabría esperar otra cosa de él, en mi opinión —dice Riche.
—Me limpié la saliva con un pañuelo. Es negra. Con hedor a Infierno.
—¿A qué se parece?
—A podredumbre.
—¿Y dónde está ahora el pañuelo? Supongo que no lo enviaríais a la lavandería.
—Lo tiene fray Edward.
—¿Se lo enseña a la gente? ¿Por dinero?
—Por donativos.
—Por dinero.
Cranmer aparta la cara de las manos.
—¿Hacemos una pausa?
—¿Un cuarto de hora? —pregunta Riche.
—Ya os dije de él que era joven y fuerte.
—Tal vez fuese mejor que nos reuniésemos mañana —dice Cranmer—. Necesito rezar. Y un cuarto de hora no será suficiente.
—Pero mañana es domingo —dice la monja—. Hubo una vez un hombre que salió a cazar un domingo y se cayó por un pozo sin fondo al Infierno. Imaginadlo.
—¿Cómo era sin fondo si estaba el Infierno al fondo? —pregunta Riche.
—Ojalá me fuese de caza —dice Audley—. Bien sabe Dios que correría el riesgo.
Alice se levanta del taburete y hace señas a su dama de compañía. La Doncella se pone de pie. Sonríe de oreja a oreja. Ha conseguido acobardar al arzobispo y él mismo ha perdido el entusiasmo, y el procurador de la Corona había estado a punto de echarse a llorar con lo de los niños escaldados. Ella cree que está ganando; pero está perdiendo, perdiendo, perdiendo todo el tiempo. Alice le apoya una mano en el brazo, pero la Doncella se zafa.
—Deberíamos quemarla —dice fuera Richard Riche.
—Por mucho que reprobemos su cháchara de que se le apareció el difunto cardenal —dice Cranmer— y los demonios en su alcoba, habla de ese modo porque le han enseñado a remedar las declaraciones de ciertas monjas que la precedieron, monjas a quienes Roma se complace en reconocer como santas. No puedo declararlas culpables de herejía retrospectivamente. Ni tengo pruebas para juzgarla a ella por herejía.
—Me refiero a quemarla por traición.
Es la pena que se aplica a las mujeres; mientras que a los hombres los medio ahorcan y los castran, y luego el verdugo los destripa muy despacio.
—No hay ningún hecho evidente —dice él—. Solo ha expresado una intención.
—¿No debería considerarse traición el propósito de provocar una rebelión para deponer al rey? Las meras palabras se han considerado traición, hay precedentes, ya los conocéis.
—Me extrañaría que los hubiese, si han escapado a la atención de Cromwell —dice Audley.
Es como si oliesen la saliva del diablo; casi se empujan unos a otros para salir al aire libre, puro y húmedo: un ligero aroma a hojas, una luz verde dorada susurrante. Él comprende que, en los próximos años, la traición adoptará formas nuevas y diversas. Cuando se perpetró el último acto de traición, nadie pudo difundir las palabras de los traidores en un libro o un folleto impreso, porque aún no se habían concebido los libros impresos. Siente por un momento envidia de los muertos, de los que sirvieron a los reyes en tiempos menos precipitados que estos. Hoy los productos de un cerebro comprado o envenenado pueden propagarse por toda Europa en un mes.
—Creo que hacen falta nuevas leyes —dice Riche.
—En ello estoy.
—Y creo que se trata a esta mujer con excesiva indulgencia. Somos demasiado blandos. Nos limitamos a jugar con ella.
Cranmer se marcha, encorvado, arrastrando el hábito sobre las hojas. Audley se vuelve a él, animoso y resuelto, decidido a cambiar de tema.
—¿Así que decís que la princesa estaba bien?
Habían colocado a la princesa en almohadones, sin pañales, a los pies de Ana: una fea maraña femenina, morada y pardusca, con un collar de pelo claro erizado y la costumbre de alzarse la ropa como para enseñar su rasgo más desdichado. Al parecer, se han divulgado historias de que la niña de Ana nació con dientes, seis dedos en cada mano y pelaje como un mono, así que su padre se la ha enseñado desnuda a los embajadores, y su madre la mantiene expuesta con la esperanza de desmentir los rumores. El rey ha elegido Hatfield como residencia de la princesa, y Ana dice:
—Me parece que podrían ahorrarse gastos y establecer el orden de cosas apropiado si se eliminase el servicio de María, la española, y ella misma se incorporase a la residencia de mi hija, la princesa Isabel.
—¿En calidad de qué? —La niña está callada; solo, advierte él, porque se ha metido un puño en la boca y está canibalizándose a sí misma.
—Como sirvienta de mi hija. ¿Cómo qué otra cosa si no? No puede haber pretensiones de igualdad. María es bastarda.
La breve pausa ha terminado. La princesa da un grito que podría despertar a los muertos. Ana se vuelve a mirar de soslayo, con una mueca amorosa y se inclina hacia su hija, pero las mujeres acuden al momento, trajinan, se afanan, levantan a la criatura que chilla, la envuelven, se la llevan, y la reina contempla con ojos lastimeros cómo sale de allí en procesión el fruto de su vientre.
—Creo que tenía hambre —dice Ana afablemente.
Sábado por la noche: cena en Austin Friars para Stephen Vaughan, tan a menudo en tránsito; William Butts, Kratzer, Llamadme Risley. Conversan en varias lenguas y Rafe Sadler traduce con habilidad y fluidez, volviéndose a un lado y otro: temas elevados y corrientes, asuntos de Estado y murmuraciones, la teología de Zwinglio, la esposa de Cranmer. Sobre esto último, no ha sido posible eliminar los comentarios que corren por el Steelyard y por la ciudad.
—¿Puede Enrique saber y no saber? —pregunta Vaughan.
—Es muy posible. Se trata de un príncipe con muy grandes dotes.
Más dotado durante el día, dice Wriothesley riéndose; según el doctor Butts es uno de esos hombres que deben estar siempre activos y últimamente le causa problemas una pierna, una antigua herida. Pero piensa que es natural que el que no ha eludido la caza y las justas tenga alguna lesión al llegar a la edad de ser rey. Este año cumple cuarenta y tres, como sabéis, y me gustaría, Kratzer, que me dijeseis qué creéis que indican los planetas para los años posteriores de un hombre con una carta astral tan dominada por el aire y el fuego. Por cierto, ¿no advertíais siempre vos del hecho de que su luna estaba en Aries (un planeta impetuoso y precipitado) en la casa del matrimonio?
Se habló muy poco de la Luna en Aries cuando estuvo unido a Catalina veinte años, dice él con impaciencia. No son las estrellas las que nos hacen, doctor Butts, sino las circunstancias y la necessità, las decisiones que tomamos bajo presión; nuestras virtudes nos hacen, pero las virtudes no bastan, a veces hemos de desplegar nuestros vicios. ¿No estáis de acuerdo?
Él hace una seña a Christophe para que les llene los vasos. Hablan de la Ceca, donde Vaughan va a desempeñar un cargo; de Calais, donde Honor Lisie parece ocuparse más de los asuntos de Estado que su marido el gobernador. Él piensa en Guido Camillo en París, paseando impaciente entre las paredes de madera de su máquina de la memoria, mientras el conocimiento crece invisible en sus cavidades y espacios internos ocultos. Piensa en la Santa Doncella (que ya se ha demostrado que no es santa ni doncella), que debe de estar, sin duda, en este momento sentándose a cenar con sus sobrinas. Piensa en sus compañeros, los otros interrogadores. Cranmer rezando arrodillado, sir Frunce ceñudo, examinando las transcripciones del día, Audley…, ¿qué estará haciendo el Lord Canciller? Acariciando la cadena de su cargo, decide. Piensa en decirle a Vaughan, al margen de la conversación: ¿no había en vuestra casa una muchacha que se llamaba Jenneke? ¿Qué ha sido de ella? Pero Wriothesley interrumpe el curso de sus pensamientos.
—¿Cuándo veremos el retrato de mi señor? Lleváis tiempo trabajando en él, Hans, ya es hora de que lo acabéis. Estamos deseando ver cómo le habéis pintado.
—Aún está ocupado con los enviados franceses —dice Kratzer—. De Dinteville quiere llevarse a casa su retrato cuando reciba orden de regresar…
Hay risas a expensas del embajador francés, siempre haciendo el equipaje y deshaciéndolo de nuevo cuando su señor le ordena que siga donde está.
—De todos modos, espero que no la reciba demasiado pronto —dice Hans—, porque me propongo mostrarlo y recibir encargos gracias a él. Quiero que lo vea el rey; en realidad, quiero pintar al rey. ¿Creéis que podré hacerlo?
—Se lo preguntaré —se limita a decir él—. Dejadme elegir el momento.
Mira al fondo de la mesa y ve que Vaughan resplandece de orgullo, como Júpiter en un cielo raso pintado.
Después de levantarse de la mesa, los invitados toman dulces de jengibre y frutas confitadas, y Kratzer esboza unos dibujos. Dibuja el sol y los planetas en sus órbitas según el esquema del padre Copérnico. Muestra cómo gira el mundo sobre su eje, y ninguno de los presentes lo desmiente. Puede sentirse bajo los pies el tira y afloja, las rocas que gruñen para liberarse de sus lechos, los océanos moviéndose y azotando las costas, el bandazo aturdido de los pasos alpinos, los bosques de Alemania rasgando sus raíces para liberarse. El mundo ya no es lo que era cuando Vaughan y él eran jóvenes. Ni siquiera es lo que era en tiempos del cardenal.
Los invitados ya se han marchado cuando entra su sobrina Alice. Pasa ante sus guardianes, envuelta en una capa. La escolta Thomas Rotherham, uno de sus guardias, que vive en la casa.
—No temáis, señor —dice—. Está Jo con la dama Elizabeth y a Jo no le pasa nada inadvertido.
—¿No? ¿A esa niña que siempre está llorando porque se le ha estropeado la costura? ¿Esa muchachita sucia que a veces te encuentras rodando debajo de la mesa con un perro mojado o persiguiendo a un vendedor ambulante calle abajo?
—Me gustaría hablar con vos —dice Alice—, si tenéis tiempo.
Por supuesto, dice él, cogiéndola del brazo y estrechándole una mano; Thomas Rotherham palidece (lo que a él le desconcierta) y se va.
Alice se sienta. Bosteza.
—Perdonadme, pero es un trabajo duro y las horas se hacen largas. —Se recoge en la toca un mechón de cabello y dice—: Está a punto de desmoronarse. Es valiente delante de vos y de los otros interrogadores, pero llora de noche, porque sabe que todo es mentira. Incluso mientras llora, anda atisbando para ver el efecto que produce.
—Quiero acabar con este asunto de una vez —dice él—. Ya ha causado demasiados problemas, no somos un espectáculo edificante, tres o cuatro letrados duchos en las leyes y en las Escrituras reviniéndonos día tras día para intentar desenmascarar a una muchachita.
—¿Por qué no la trajisteis antes?
—No quería que cerrase la tienda de las profecías. Quería ver quién acudía a su llamada. Lady Exeter lo ha hecho, y el obispo Fisher. Y una serie de monjes y sacerdotes necios cuyos nombres conozco, y puede que un centenar cuyos nombres no conozco aún.
—¿Y el rey los matará a todos?
—A muy pocos, espero.
—¿Le inducís a la misericordia?
—Le inclino a la paciencia.
—¿Qué le sucederá a ella? ¿A la dama Elizabeth?
—Presentaremos cargos.
—¿No irá a una mazmorra?
—No, induciré al rey a tratarla con consideración. Él siempre es, bueno, habitualmente, respetuoso con las personas consagradas a la vida religiosa. Pero, Alice —ve que ella está llorando—, creo que ha sido demasiado para ti.
—No, en absoluto. Somos soldados de vuestro ejército.
—¿Ella no te ha asustado hablando de las malignas ofertas del diablo?
—No, es por las propuestas de Thomas Rotherham…, quiere casarse conmigo.
—¡Y qué tiene de malo! —Le parece curioso y divertido—. ¿Por qué no lo pidió él?
—Pensó que le miraríais de ese modo que miráis…, como si estuvieses sopesándole.
¿Cómo una moneda recortada?
—Alice, es dueño de una buena parte de Bedfordshire, y sus propiedades prosperan mucho desde que yo he empezado a cuidarme de ellas. Y si os gustáis, ¿qué podría objetar yo? Eres una joven lista, Alice —añade suavemente—, tu madre y tu padre se sentirían muy complacidos contigo si te vieran.
Por eso es por lo que llora Alice. Ha de pedir permiso a su tío porque en este último año se ha quedado huérfana. El día que murió su hermana Bet, él estaba en el campo con el rey. Enrique no recibía a ningún mensajero de Londres por temor al contagio, así que su hermana murió y la enterraron antes de que él supiese que estaba enferma. Cuando al fin recibió la noticia, el rey le habló con ternura, poniéndole una mano en el brazo. Le habló de su propia hermana, la que tenía los cabellos de plata, como la princesa de un libro, arrebatada de este mundo y trasladada a los jardines del Paraíso que, había proclamado, estaban reservados a los difuntos de condición regia; porque es imposible imaginar, le había dicho, a esa dama en cualquier lugar inferior, cualquier lugar de oscuridad, en el osario cerrado del Purgatorio con sus cenizas voladoras y su hedor sulfuroso, su alquitrán hirviendo y sus turbias nubes de aguanieve.
—Alice —dice él—, sécate las lágrimas, busca a Thomas Rotherham y pon fin a su dolor. Tienes que ir mañana a Lambeth. Que te acompañe Jo si es tan formidable como dices.
Alice se vuelve en la puerta.
—¿Volveré a verla? ¿A Eliza Barton? Me gustaría verla antes de que…
Antes de que la maten. Alice no es inocente y sabe lo que ocurre en este mundo. Mejor así. Mira cómo acaban los inocentes; utilizados por los aviesos y los cínicos, exprimidos para que sirvan a sus fines y aplastados bajo sus talones.
Oye correr a Alice escaleras arriba. La oye llamar: Thomas, Thomas…, el nombre pone en marcha a la mitad de la casa, abandonan sus oraciones de antes de acostarse, hasta las camas; sí, ¿me buscáis a mí? Se echa por encima el manto de pieles y sale a contemplar las estrellas. El entorno de su casa está bien iluminado; a la luz de las antorchas, los jardines son el emplazamiento de excavaciones, trincheras abiertas para los cimientos, tierra amontonada en túmulos y montículos. Se perfila contra el cielo la vasta estructura de madera de la nueva ala. A media distancia está su nueva siembra, un huerto urbano de frutales donde Gregory recogerá un día la fruta, y Alice y los hijos de Alice. Ya tiene árboles frutales, pero quiere cerezas y ciruelas como las que ha comido en el extranjero. Y después peras, para usarlas al modo toscano, para acompañar su crujiente carne metálica con el bacalao salado del invierno. Luego, al año siguiente, piensa hacer otro huerto en el pabellón de caza de Canon Bury, convertirlo en un retiro de la ciudad, una casa de verano. También tiene trabajo previsto en Stepney, una ampliación; John Williamson está buscando constructores. Es extraño pero, milagrosamente, la prosperidad de la familia parece haberle curado el catarro que le mataba. Le gusta John Williamson, piensa, siempre me ha gustado, en realidad, igual que su mujer. Más lejos de la entrada, gritos y chillidos, Londres nunca guarda silencio; aunque haya tantos en los cementerios, los vivos siguen desfilando por las calles, los borrachos que se pelean y se lanzan del Puente de Londres, los acogidos a sagrado que salen furtivamente a robar, las putas de Southwark, que vocean sus precios como carniceros que venden carne muerta.
Entra de nuevo. Su escritorio le atrae otra vez. Guarda el libro de su esposa en un cofre pequeño, su libro de horas. Hay en él oraciones en papeles sueltos que introdujo ella. Decid el nombre de Cristo mil veces y alejará la fiebre. Pero no lo hace, ¿verdad? La fiebre llega a pesar de todo y te mata. Junto al nombre de su primer marido, Thomas Williams, ella escribió el de él, pero cae en la cuenta de que nunca llegó a tachar a Tom Williams. Ella anotó los nacimientos de sus hijos, y él ha escrito al lado de ellos las fechas de las muertes de sus hijas. Busca un espacio donde anotar los matrimonios de los hijos de sus hermanas: Richard con Frances Murfyn, Alice con su pupilo.
Tal vez haya superado lo de Liz, piensa. Parecía imposible que desapareciese alguna vez aquel peso de dentro de su pecho, pero se ha aliviado lo suficiente para permitirle seguir con su vida. Podría volver a casarme, piensa, pero ¿no es eso lo que la gente me dice siempre? Ya no pienso nunca en Johane Williamson, se dice: no en Johane como era para mí. Su cuerpo tenía un sentido especial, pero eso ya no existe; la carne vivificada por las yemas de sus dedos, santificada por el deseo, se convierte solo en la sustancia ordinaria de una esposa urbana, una mujer marchita, que no destaca por nada especial. Ya no pienso nunca en Anselma, se dice; es solo la mujer del tapiz, la mujer de la tela.
Busca su pluma. He superado lo de Liz, se dice. ¿Estás seguro? Vacila, con la pluma en la mano, cargada de tinta. Alisa las páginas y tacha el nombre del primer marido. Hace años que deseo hacerlo, piensa.
Es tarde. Arriba, cierra el postigo, por el que la luna mira con ojos huecos, como un borracho perdido en la calle.
—¿Hay lobos en este reino? —pregunta Christophe mientras dobla la ropa.
—Creo que murieron todos cuando talaron los grandes bosques. El aullido que oyes son solo los londinenses.
Domingo: con una luz del día teñida de rosa salen de Austin Friars; sus hombres, con la librea nueva de tela gris jaspeada, recogen al grupo de la casa de la ciudad donde se ha alojado la monja. Sería conveniente, piensa él, que dispusiese de la barca del secretario de Estado, en vez de tener que hacer arreglos ad hoc para cruzar el río. Ya ha oído misa. Cranmer insiste en que oigan todos otra. Observa a la muchacha y ve que llora. Alice tiene razón, se han acabado sus inventos.
A las nueve, ella está desenredando los hilos que ha trenzado durante años. Confiesa sin tapujos, tan firme y tan deprisa que Riche apenas puede anotar sus palabras, y apela a ellos como hombres de mundo, como gente que sabe hacer las cosas.
—Ya saben cómo es. Mencionas algo y la gente se te echa encima, ¿qué queréis decir, qué queréis decir? Dices que has tenido una visión y no te dejan en paz.
—No puedes desilusionar a la gente, ¿verdad? —dice él; ella está de acuerdo, así es, no puedes. Una vez que has empezado, tienes que seguir. Si intentases volver atrás, te despedazarían.
Confiesa que sus visiones son inventos. Nunca habló con personajes celestiales. Nunca resucitó a los muertos; todo eso era un fraude. Nunca pudo hacer milagros. La carta de María Magdalena la escribió el padre Bocking, y un monje doró las letras, enseguida recordará su nombre. Los ángeles fueron una invención suya. Creía verlos, pero ahora sabe que no eran más que resplandores de luz en la pared. Las voces que oyó no eran las voces de los ángeles, no eran voces claras ni mucho menos, solo el rumor de sus hermanas cantando en la capilla, o una mujer en la calle que gritaba porque le habían pegado y robado, quizá el tintineo sin sentido de cacharros en la cocina; y los gruñidos y los gritos, que parecían proceder de las gargantas de los condenados, solo era alguien que arrastraba un caballete en el piso de arriba o el lamento de un perro abandonado.
—Ahora sé que aquellos santos no eran reales, señores. No eran reales como lo sois vos.
Algo se ha roto dentro de ella, y él se pregunta qué.
—¿Hay alguna posibilidad de que pueda volver a Kent? —le dice.
—Veré lo que puedo hacer —contesta él.
Hugh Latimer está sentado con ellos, y él le mira con dureza, como si estuviese haciendo falsas promesas. No, en realidad no, dice. Es cosa mía.
—Antes de que podáis ir a ninguna parte —le dice cortésmente Cranmer—, será necesario que hagáis un reconocimiento público de vuestra impostura. Una confesión pública.
—A ella no le dan miedo las multitudes, ¿verdad que no os dan miedo?
Ha estado todos estos años por los caminos, como un espectáculo ambulante, y volverá a hacerlo; aunque ahora ha cambiado el carácter del espectáculo; él se propone exhibirla, arrepentida, en el púlpito público de la Cruz de la catedral de San Pablo, y quizás también fuera de Londres. Cree que asumirá el papel de impostora con el mismo placer que asumió el de santa.
Niccolò, le dice a Riche, explica que los profetas desarmados siempre fracasan. Luego sonríe y dice: lo menciono, Ricardo, porque sé que os gusta saber de qué libro es la cita.
Cranmer se inclina y le dice a la Doncella: de esos hombres que os rodeaban, Edward Bocking y los demás, ¿quiénes eran amantes vuestros?
Esto la sobrecoge: tal vez porque la pregunta proceda de él, el más dulce de sus interrogadores. Se limita a mirarle fijamente, como si uno de los dos fuese tonto.
Él dice en un susurro: tal vez ella considere que amantes no sea la palabra.
Basta. A Audley, a Latimer, a Riche, les dice: empezaré trayendo a sus seguidores y a sus jefes. Ha perdido a muchos, si nos cuidamos de hacer efectiva su perdición. A Fisher desde luego. A Margaret Pole, quizá; a Gertrude y a su marido, seguro. A Lady María, la hija del rey, muy posiblemente. A Thomas Moro, no; a Catalina, no, pero sí a un montón de franciscanos.
El tribunal se disuelve, si es que se lo puede llamar tribunal. Jo se levanta. Estaba cosiendo (o más bien descosiendo, deshaciendo la cenefa de granadas de un panel con bordado de crewell; esos restos de Catalina, del polvoriento reino de Granada, aún persisten en Inglaterra). Dobla la labor y se guarda las tijeras en el bolsillo, se sube la manga y clava la aguja en la tela para usarla más tarde. Se acerca a la prisionera y le apoya una mano en el brazo.
—Debemos decir adiós.
—William Hawkhurst —dice la muchacha—. Ahora recuerdo el nombre. Él fue el monje que doró la carta de María Magdalena.
Richard Riche toma nota.
—No digas más hoy —aconseja Jo.
—¿Vendréis conmigo, señora? ¿Adónde iré?
—Nadie os acompañará —dice Jo—. Creo que no os hacéis cargo de la situación. Vais a ir a la Torre, y yo me iré a casa a comer.
Este verano de 1533 ha sido un periodo de días despejados, de banquetes de fresas en los jardines de Londres, de zumbido de abejas tanteantes, anocheceres cálidos para paseos por las rosaledas y para oír el rumor que llega de la alameda de los jóvenes caballeros que disfrutan con su partida de golf. La cosecha de trigo es abundante, incluso en el norte. Las ramas de los árboles se inclinan bajo el peso de la fruta madura. La corte se abrasa de luz en el otoño, como si el rey hubiese decretado que el calor continuase. Monseñor, el padre de la reina, brilla como el sol, y a su alrededor gira un planeta más pequeño pero que resplandece de todos modos, su hijo George Rochford. Aun así, es Brandon quien dirige el baile, galopando por los salones seguido por su nueva novia, de catorce años. Es una heredera, y estaba prometida a su hijo, pero Charles consideró que podría hacer mejor uso de ella un hombre con experiencia como él.
Los Seymour han dejado atrás el escándalo familiar y están reconstruyendo su fortuna. Jane Seymour le dice, mirándose a los pies:
—Señor Cromwell, mi hermano Edward sonrió la semana pasada.
—Qué temeridad por su parte, ¿qué le hizo atreverse?
—Se enteró de que su esposa estaba enferma. La esposa que tenía. La amante de mi padre, ya sabéis.
—¿Es probable que muera?
—Oh, sí, muy probable. Entonces él conseguirá una nueva. Pero la guardará en su casa de Elvetham, no le permitirá acercarse nunca a una milla de Wolf Hall. Y cuando mi padre vaya a Elvetham, la tendrá encerrada en el cuarto de la ropa blanca hasta que él se haya ido.
Lizzie, la hermana de Jane, está en la corte con su marido, el gobernador de Jersey, que tiene cierto parentesco con la nueva reina. Lizzie viene envuelta en sus ropas de terciopelo y encaje, con lo que sus curvas, tan firmes como las de su hermana, resultan indefinidas e imprecisas; sin embargo, sus ojos audaces de color avellana resultan elocuentes, jane la sigue, murmurando; sus ojos son del color del agua, y por su mirada se deslizan sus pensamientos como peces dorados, demasiado pequeños para el anzuelo y la red.
Es Jane Rochford (que tiene el pensamiento excesivamente desocupado, en opinión de él) quien le ve observando a las hermanas.
—Lizzie Seymour debe de tener un amante —le dice—. No puede ser su marido quien ponga en sus mejillas ese brillo, es un hombre viejo. Era viejo ya cuando las guerras de los escoceses.
Las dos hermanas se parecen solo un poco, comenta; tienen el mismo hábito de bajar la cabeza y morderse el labio inferior.
—Por lo demás —dice, sonriendo—, da la impresión de que su madre hubiese practicado las mismas tretas que su marido. Era una belleza en sus tiempos, ¿sabéis?, Margery Wentworth. Y nadie sabe lo que pasa en Wiltshire.
—Me sorprende que no lo sepáis vos, lady Rochford. Parece que estáis al tanto de los asuntos de todo el mundo.
—Vos y yo tenemos los dos los ojos bien abiertos. —Inclina la cabeza y dice, como si hablara para sí—: Yo podría mantener los ojos abiertos si quisierais en lugares a los que no tenéis acceso.
Santo cielo, ¿qué es lo que quiere? No puede ser dinero, sin duda. La pregunta surge más fría de lo que se propone:
—¿Y qué podría induciros a hacerlo?
Alza los ojos hacia los de él.
—Me gustaría disfrutar de vuestra amistad.
—Sin condiciones añadidas.
—Pensé que podría ayudaros. Porque vuestra aliada, lady Carey, se ha ido a Hever a ver a su hija. Ya no la necesitan ahora que Ana ha vuelto a prestar sus servicios en la cámara regia. Pobre María —dice riéndose—. Dios le dio bastantes buenas cartas, pero nunca supo jugarlas. Decidme, ¿qué haréis si la reina no tiene otro hijo?
—No hay ningún motivo para temerlo. Su madre tuvo uno cada año. Bolena solía quejarse de que eso hacía que siguiesen siendo pobres.
—¿Habéis observado alguna vez que cuando un hombre tiene un hijo se lleva todo el mérito y cuando tiene una hija echa la culpa a su mujer? Y si no tienen ninguno, decimos que es porque el vientre de ella es estéril. No se dice que sea porque la semilla es mala.
—Es lo mismo en los Evangelios. La culpa se la lleva el terreno pedregoso.
Los terrenos pedregosos, la cizaña inaprovechable. Jane Rochford no tiene hijos después de siete años de matrimonio. «Creo que mi marido quiere que me muera». Lo dice alegremente. Él no sabe qué contestar. No ha pedido que le haga confidencias. «Si muriese —añade, en el mismo tono—, haced que abran mi cuerpo. Os lo pido como prueba de amistad. Tengo miedo al veneno. Mi marido y su hermana se pasan horas los dos juntos, encerrados, y Ana conoce todos los venenos. Alardea de que le dará a María un desayuno del que no se recuperará. —Él espera—. María, la hija del rey, quiero decir. Aunque estoy segura de que si le apeteciese, Ana no tendría escrúpulos para liquidar a su propia hermana. —Alza de nuevo la vista—. Sé que en el fondo de vuestro corazón os gustaría saber lo que yo sé».
Está sola, piensa él, y alimenta un corazón salvaje, como Leontina en su jaula. Se imagina todo lo que pasa a su alrededor, cada mirada y cada conversación secreta. Teme que las otras mujeres la compadezcan, y no lo soporta.
—¿Qué sabéis vos de mi corazón? —le dice.
—Sé dónde lo tenéis.
Es más de lo que sé yo.
—Eso es frecuente entre los hombres. Puedo deciros a quién amáis. ¿Por qué no la pedís, si la queréis? Los Seymour no son ricos. Os venderán a Jane encantados.
—Os equivocáis sobre el objeto de mi interés. Tengo en mi casa jóvenes gentilhombres. Tengo pupilos, cuyos matrimonios son asunto mío.
—Oh, laralalá —dice ella—. Cantad otra canción. Contádselo a los niños. Contádselo en la Cámara a los Comunes, a los que tantas mentiras contáis. Pero no creáis que podéis engañarme a mí.
—Para ser una dama que ofrece amistad, tenéis unos modales muy desagradables.
—Acostumbraos a ellos, si queréis mi información. Entráis ahora en las habitaciones de Ana y ¿qué veis? La reina en su reclinatorio. La reina cosiendo un blusón para una mendiga, adornada con perlas del tamaño de garbanzos.
Es difícil no sonreír. El retrato es exacto. Ana tiene a Cranmer en trance. La considera el ejemplo de la mujer piadosa.
—¿Así que qué pensáis que pasa, en realidad? ¿Creéis que ha dejado lo de las confidencias con jóvenes y atentos caballeros? ¿Las adivinanzas y los versos y las canciones en su honor, creéis que ha renunciado a eso?
—Tiene al rey para alabarla.
—No oirá ni una buena palabra procedente de él hasta que vuelva a crecerle el vientre.
—¿Y qué puede impedir que eso suceda?
—Nada. Si él está a la altura.
—Tened cuidado —dice él con una sonrisa.
—No sabía que fuese traición decir lo que pasa en el lecho del príncipe. Toda Europa habló de Catalina, de qué parte del cuerpo se colocaba dónde, si era penetrada y si se daba cuenta de ello o no. —Ríe entre dientes—. A Enrique le duele la pierna por la noche. Tiene miedo a que la reina le dé una patada en los espasmos de la pasión.
Aunque se cubre la boca con la mano, las palabras se deslizan entre los dedos.
—Pero si se queda quieta debajo de él, él dice: «¿Qué pasa, señora? ¿Por qué os interesáis tan poco por hacerme un heredero?».
—No veo qué tiene que hacer ella.
—Dice que no siente placer con él. Y a él, como estuvo siete años batallando por conseguirla, le cuesta confesar que se ha quedado rancio el asunto tan pronto. Ya estaba rancio antes de que volviesen de Calais, eso es lo que creo yo.
Es posible; tal vez estuviesen cansados del combate, agotados. Sin embargo, él le hace regalos tan espléndidos. Y se pelean tanto. ¿Se pelearían tanto si fuesen indiferentes?
—Así que —sigue ella— entre el pataleo y la pierna dolorida y la falta de destreza de él y la falta de deseo de ella, será un milagro que lleguemos a tener alguna vez un príncipe de Gales. En fin, él es un hombre bastante bueno, si tiene una mujer distinta cada semana. Y si a él le atrae la novedad, ¿quién puede decir que a ella no? Tiene a su propio hermano a su servicio.
Él se vuelve para mirarla.
—Dios os ampare, lady Rochford.
—Para llevar a sus amigos hasta ella, quiero decir. ¿Qué creíais que quería decir? —una risilla enojosa.
—¿Sabéis vos lo que queréis decir? Lleváis en la corte bastante tiempo, conocéis los juegos que se practican en ella. No tiene importancia que una dama reciba cumplidos y versos, aunque esté casada. Ella sabe que su mano escribe versos en otras partes.
—Oh, ella lo sabe. Yo al menos lo sé. No hay joven beldad en treinta millas a la redonda que no haya recibido una colección de versos de Rochford. Pero si creéis que la galantería no traspasa la puerta del dormitorio sois más inocente de lo que pensaba. Podéis estar enamorado de la hija de Seymour, pero no tenéis por qué emularla en lo de tener la inteligencia de un cordero.
Él sonríe.
—Se difama a los corderos con ese dicho. Los pastores dicen que se reconocen entre sí. Responden a sus nombres. Hacen amistades que duran toda la vida.
—Y yo os diré quién entra y quién sale del dormitorio de todo el mundo: es ese muchachito furtivo que se llama Mark. Es el alcahuete de todos. Mi marido le paga con botones de perlas y cajas de confites y plumas para la gorra.
—¿Por qué? ¿Es que lord Rochford anda escaso de dinero en efectivo?
—Veis una oportunidad de usura.
—¿Por qué no?
Al menos, piensa, hay un punto en el que coincidimos: no tiene sentido desdeñar a Mark. En casa de Wolsey tenía deberes, enseñar a los niños del coro. Aquí, lo único que hace es andar de un sitio para otro, ir a donde vaya la corte, manteniéndose más o menos cerca de los aposentos de la reina.
—Bueno, yo no veo nada malo en el muchacho —dice.
—Se pega como un cardo a sus superiores. No sabe mantenerse en su sitio. Es un don nadie con ínfulas que aprovecha su oportunidad en estos tiempos en que anda todo revuelto.
—Supongo que podríais decir lo mismo de mí, lady Rochford, y estoy seguro de que lo hacéis.
Thomas Wyatt le lleva cestos de nueces y avellanas, de manzanas de Kent, sube traqueteando él mismo hasta Austin Friars en el carro del transportista.
—Más tarde llegará el venado —dice, saltando del carro—. Yo vengo con la fruta fresca, no con los cadáveres.
Le huele el pelo a manzana. Lleva la ropa polvorienta del camino.
—Ahora discutiréis conmigo —dice— por arriesgarme a romper un jubón que vale tanto…
—Lo que el transportista gana en un año.
Wyatt parece arrepentido.
—Olvidé que sois mi padre.
—Ya os he regañado, así que ahora podemos pasar a la conversación ociosa y juvenil.
Está de pie, dándose un baño de cauteloso sol otoñal, con una manzana en la mano. La pela con una navaja delgada y la monda se separa de la carne susurrando y cae entre sus papeles, como la sombra de una manzana, verde sobre papel blanco y tinta negra.
—¿Visteis a lady Carey cuando estabais en el campo?
—María Bolena en el campo. Qué placeres frescos como el rocío despierta eso en mi mente. Espero que esté retozando en algún pajar.
—Es precisamente por eso por lo que quiero tenerla a mano, para la próxima vez que su hermana esté hors de combat.
Wyatt se sienta en medio de los archivos, con una manzana en la mano.
—Cromwell, imaginad que hubieseis estado siete años fuera de Inglaterra, que fueseis como un caballero de una historia, víctima de un encantamiento, ¿miraríais a vuestro alrededor y os preguntaríais quiénes son estos, esta gente?
Este verano, Wyatt prometió que se quedaría en Kent. Leería y escribiría los días de lluvia, cazaría cuando hiciese bueno, pero llega el otoño y las noches se alargan, y Ana vuelve a atraerle cada vez más. Su corazón es veraz, cree: y si ella es falsa, es difícil determinar dónde está la falsedad. No puedes bromear con Ana últimamente. Es incapaz de reír. Tienes que pensar que es perfecta, o encontrará algún medio de castigarte.
—Mi anciano padre habla de los tiempos del rey Eduardo. Dice: ¿ves ahora por qué no es bueno para el rey casarse con una súbdita, una inglesa?
El problema es que, aunque Ana haya rehecho la corte, aún hay gente que la conocía antes, en los tiempos en que llegó de Francia, cuando se dedicó a seducir a Harry Percy. Compiten contando historias que demuestran que ella no es honesta. O que no es humana. Es una serpiente. O un cisne. Una cándida cerva. Una cierva blanca solitaria, oculta entre hojas de color gris plata, que se esconde temblando entre los árboles, esperando al amante que hará que deje de ser animal y vuelva a ser una diosa. «Mandadme otra vez a Italia», dice Wyatt. Los ojos de ella, oscuros, luminosos, almendrados: me embrujan. Viene a mí de noche en mi lecho solitario.
—¿Solitario? No lo creo.
Wyatt se ríe.
—Tenéis razón. Duermo donde puedo.
—Bebéis demasiado. Aguad el vino.
—Podría haber sido distinto.
—Todo podría haber sido distinto.
—Nunca pensáis en el pasado.
—Nunca hablo de ello.
—Enviadme fuera, a algún lugar —suplica Wyatt.
—Lo haré. Cuando el rey necesite un embajador.
—¿Es cierto que los Médici han hecho una oferta por la mano de la princesa María?
—No la princesa María, queréis decir lady María. Le he pedido al rey que lo piense. Pero no son lo bastante grandes para él. Si Gregory mostrase algún interés por la banca le buscaría una novia en Florencia, ¿sabéis? Sería agradable tener aquí una chica italiana.
—Mandadme otra vez allí. Enviadme a donde pueda ser útil, a vos o al rey, porque aquí soy inútil y peor que inútil para mí mismo, y no sirvo para complacer a nadie.
—Oh, ¡por los huesos descoloridos de Becket! —dice él—. Dejad ese tono lastimero.
Norfolk tiene su propia opinión sobre los amigos de la reina. Resuella un poco mientras la expresa, le tintinean las reliquias, se le encrespan sobre unos ojos muy abiertos las enmarañadas cejas grises. Estos hombres, dice, ¡estos hombres que andan alrededor de las mujeres! Norris, ¡tenía mejor opinión de él! ¡Y el hijo de Henry Wyatt! Escribiendo versos, cantando. Blablablablá.
¿De qué vale hablar con las mujeres? —pregunta con vehemencia—. Cromwell, vos no habláis con mujeres, ¿verdad? Quiero decir, ¿cuál sería el tema? ¿Qué podríais decir?
Hablaré con Norfolk, decide, cuando regrese de Francia; le pediré que incline a Ana a la prudencia. Los franceses tienen un encuentro con el papa en Marsella, y Enrique, dado que él no va a asistir, debe estar representado por su par más importante. Gardiner ya está allí. Para mí cada día es como una fiesta, le dice a Tom Wyatt, cuando esos dos están fuera.
—Creo —dice Wyatt— que Enrique puede tener un nuevo interés por entonces.
En los días siguientes, él está pendiente de las miradas de Enrique cuando se posan en las diversas damas de la corte. No hay nada en esas miradas, quizá, más que el interés especulativo de cualquier hombre. Solo Cranmer piensa que si miras dos veces a la misma mujer tienes que casarte con ella. Observa al rey bailando con Lizzie Seymour, con la mano en su cintura. Ve que Ana observa, con expresión fría, tensa.
Al día siguiente, presta a Edward Seymour algo de dinero en condiciones muy favorables.
En las húmedas mañanas de otoño, cuando aún solo hay media luz, la gente de su casa sale temprano hacia los bosques húmedos y goteantes. No puedes tener torta di funghi si no coges los ingredientes crudos.
Richard Riche llega a las ocho, con cara de asombro y alarma.
—Me pararon a la entrada, señor, y me dijeron: «¿Dónde está vuestra bolsa de setas? Aquí no entra nadie sin setas». —A Riche esto le parece una afrenta a su dignidad—. No creo que le hubiesen pedido las setas al Lord Canciller.
—Oh, sí que lo habrían hecho, Richard. Pero en una hora las comerás con huevos hervidos en leche, y el Lord Canciller no lo hará. ¿Empezamos a trabajar?
En el mes de septiembre, él ha estado deteniendo a los sacerdotes y demás hombres próximos a la Doncella. Junto con sir Frunce, repasa los documentos y dirige los interrogatorios. Los clérigos no tardan en ser encerrados y empiezan a desmentirla a ella y a desmentirse unos a otros: nunca creí en ella, fue el padre Fulano quien me convenció. Yo nunca quise tener problemas. En cuanto a sus contactos con la esposa de Exeter, con Catalina, con María…, todos rechazan su participación y se apresuran a denunciar a sus hermanos en Cristo. La gente de la Doncella ha estado en contacto permanente con la casa de Exeter. Ella misma ha estado en muchos de los principales monasterios del reino. La abadía de Syon, la cartuja de Sheen, el monasterio franciscano de Richmond. Él lo sabe porque tiene muchos contactos entre los monjes desafectos. En todos los monasterios hay unos cuantos, y elige a los más inteligentes. En cuanto a Catalina, ella no se ha reunido con la monja. ¿Por qué iba a hacerlo? Tiene a Fisher para actuar como intermediario y a Gertrude, la esposa de lord Exeter. El rey dice: «Me resulta difícil creer que Henry Courtenay me traicionase. Un caballero de la charretera, un gran hombre en las justas, amigo mío desde niño. Wolsey intentó separarnos, pero yo no lo acepté. —Él se ríe—. Brandon, ¿os acordáis de Greenwich, de aquellas navidades?, ¿qué año fue? ¿Recordáis la lucha con bolas de nieve?».
Esa es la gran dificultad de tratar con ellos, son hombres que no paran de hablar de linajes antiguos y amistades de infancia y cosas que pasaron cuando aún estabas comerciando en lanas en el mercado de Amberes. Les pones las pruebas delante de las narices y se entregan a evocaciones lacrimosas de peleas con bolas de nieve. «Mirad —dice Enrique—, la culpa de todo la tiene la mujer de Courtenay. Cuando él sepa lo que ha hecho, querrá librarse de ella. Es voluble y débil como todas las de su sexo, fácil de enredar en conspiraciones».
—Pues perdonadla —dice él—. Escribidle diciéndoselo. Haced que esas personas os deban gratitud, si queréis que abandonen su estúpido sentimentalismo con Catalina.
—¿Creéis que se pueden comprar corazones? —dice Charles Brandon. Da la impresión de que se pondría triste si la respuesta fuese que sí.
El corazón, piensa él, es como cualquier otro órgano, puede pesarse en una balanza.
—No es un precio en dinero lo que ofrecemos. Tengo pruebas suficientes para llevar a juicio a la familia Courtenay, a toda la gente de Exeter. Si nos abstenemos de hacerlo, estamos concediéndoles su libertad y sus tierras. Dándoles una oportunidad de conservar honorablemente el buen nombre.
—Su abuelo —dice Enrique— dejó Crookback para servir a mi padre.
—Si les perdonásemos, nos tomarían por tontos —dice Charles.
—Yo creo que no, señor. Todo lo que hagan a partir de ahora, lo harán vigilados por mí.
—Los Pole, lord Montague: ¿qué proponéis en su caso?
—No debería dar por supuesto que será perdonado.
—Queréis hacerle sudar, ¿eh? —dice Charles—. No acaba de gustarme vuestro modo de tratar a los nobles.
—Deben recibir su merecido —dice el rey—. Callaos, señor. Necesito pensar.
Una pausa. La posición de Brandon es demasiado complicada para que pueda mantenerla. Quiere decir, tratadles como traidores, Cromwell: pero procurad despedazarlos respetuosamente. De pronto, su expresión se anima.
—Ah, ahora me acuerdo de Greenwich. Aquel año nos llegaba la nieve hasta las rodillas. Ah, éramos jóvenes entonces, sí. La nieve ya no es como en aquellos tiempos, como cuando éramos jóvenes.
Él recoge sus papeles y pide que le excusen. El recuerdo se afianza en la tarde y hay trabajo que hacer.
—Rafe, ve a West Horsley. Dile a la esposa de Exeter que el rey considera a todas las mujeres volubles y débiles…, aunque yo diría que tiene abundantes pruebas de lo contrario. Dile que se ponga a escribir diciendo que no tiene más inteligencia que una pulga. Dile que diga que es excepcionalmente fácil de engañar, incluso para ser mujer. Dile que se humille. Aconséjale cómo debe redactar la carta. Sabes cómo hacerlo. Nada puede ser demasiado humilde para Enrique.
Es la estación de la humildad. La noticia que llega de las conversaciones de Marsella es que el rey Francisco se ha puesto a los pies del papa y le ha besado las zapatillas. Cuando llega la noticia, Enrique grita una obscenidad y hace pedazos el despacho. Él recoge los trozos, los recompone en una mesa y lee:
—Francisco ha sido fiel a vos, en realidad —dice—, sorprendentemente.
Ha convencido al papa de que suspenda su bula de excomunión. Inglaterra tiene un tiempo de respiro.
—Ojalá el papa Clemente estuviese en la tumba —dice Enrique—. Bien sabe Dios que es un hombre de vida indecente, y está siempre enfermo, así que debería morirse. A veces rezo para que Catalina pueda pasar a mejor vida. ¿Está mal eso?
—Si chasqueáis los dedos, Majestad, acudirán corriendo un centenar de sacerdotes que os dirán lo que está bien y lo que está mal.
—Pero creo que prefiero que me lo digáis vos. —Enrique cavila, en un silencio hosco y crispado—. Si muriese Clemente, ¿quién sería el granuja siguiente que ocuparía el cargo?
—Yo he apostado mi dinero por Alejandro Farnesio.
—¿De veras? —Enrique se levanta—. ¿Se hacen apuestas?
—Pero hay pocas opciones. Ha estado distribuyendo tanto dinero entre la chusma romana todos estos años que cuando llegue el momento aterrorizarán a los cardenales.
—Recordadme cuántos hijos tiene.
—Cuatro, que yo sepa.
El rey está mirando el tapiz de la pared cercana, donde mujeres de hombros blancos caminan descalzas por una alfombra de flores primaverales.
—Yo puedo tener otro hijo pronto.
—¿Os ha dicho algo la reina?
—Todavía no.
Pero él ve, todos vemos, la llamarada de color de las mejillas de Ana, el lustre sedoso de su persona, el tono de mando que resuena en su voz cuando reparte favores y recompensas entre los que la rodean. Esta última semana hay más recompensas que miradas sombrías, y la esposa de Stephen Vaughan, que está en la cámara regia, cuenta que no ha tenido el periodo. El rey dice: «Ella no ha tenido su…» y se calla, ruborizándose como un colegial. Cruza la estancia, abre los brazos y le abraza, resplandeciendo como una estrella, sus grandes manos de brillantes anillos aprietan puñados de terciopelo negro de su chaqueta. «Esta vez es seguro. Inglaterra es nuestra».
Ese grito de su corazón es arcaico. Es como si estuviese en medio del campo de batalla entre estandartes ensangrentados, la corona en una zarza, los enemigos muertos a sus pies.
Se desembaraza de él suavemente, sonriendo, y alisa el memorando que tenía en la mano cuando el monarca le abrazó; porque no es así como abrazan los hombres, se golpean con grandes palmadas, como si quisieran derribarse. Enrique le aprieta el brazo y dice: «Thomas, es como abrazar un rompeolas. ¿De qué estáis hecho?». Coge el papel. Bosteza. «¿Esto es lo que tenemos que hacer esta mañana? ¿Esta lista?».
—Solo son quince asuntos. Acabaremos enseguida.
No puede dejar de sonreír el resto del día. ¿Quién se preocupa por Clemente y por sus bulas? Podría igual plantarse en Cheat y dejar que el populacho le apedrease. Podría plantarse debajo de las guirnaldas navideñas (que espolvoreamos con harina los años que no hay nieve) y cantar: «Tararí, tarará, bajo los árboles tan verdes».
Un día frío de finales de noviembre, la Doncella y media docena de sus principales seguidores hacen penitencia al pie de la Cruz de la catedral de San Pablo. Descalzos y con grilletes, azotados por el viento. La multitud es grande y escandalosa, el sermón animado, se cuenta lo que la Doncella hacía en sus paseos nocturnos, cuando sus hermanas de religión dormían, y qué historias lúgubres de demonios contaba para mantener sobrecogidos a sus seguidores. Se lee su confesión, al final de la cual ella misma pide a los londinenses que recen por ella y solicita el perdón del rey.
Está desconocida. Ya no es la muchacha huesuda de Lambeth. Está demacrada y parece diez años mayor. No es que le hayan hecho daño, él no aprobaría que torturasen a una mujer, y, en realidad, ninguno de ellos le ha hablado con dureza; lo difícil ha sido impedirles complicar la historia con rumores y fantasías, de modo que media Inglaterra se viese arrastrada a ella. Al único sacerdote que había mentido persistentemente, se había limitado a encerrarle con un confidente, un hombre detenido por asesinato, y que se apresuró a hacer que el padre Rich quisiese salvar su alma e interpretar para él las profecías de la Doncella e impresionarle con los nombres de la gente importante de la corte a la que conocía. Patético, realmente. Pero ha sido necesario montar este espectáculo y a continuación él lo llevará a Canterbury, para que la Doncella pueda confesar en su lugar de origen. Es necesario desbaratar el poder persuasivo de esta gente que habla del final de los tiempos y que nos amenaza con pestes y con la condenación. Es necesario disipar el terror que crean.
Allí está Thomas Moro, entre los dignatarios de la ciudad. Se dirige ahora hacia él, mientras bajan los predicadores y se hace descender del estrado a los presos. Moro se frota las manos frías. Sopla sobre ellas.
—Su delito es que fue utilizada.
¿Cómo te dejó salir Alice sin guantes?, piensa él.
—Pese a todos los testimonios que he obtenido —dice—, no he conseguido comprender aún cómo llegó ella aquí, desde el borde de los pantanos a un tablado público delante de la catedral. Porque desde luego no ha sacado nada de dinero de ello.
—¿Cómo formularéis las acusaciones? —el tono es objetivo, interesado, de abogado a abogado.
—El derecho común no trata de mujeres que dicen que pueden volar o resucitar a los muertos. Solicitaré al Parlamento una ley de muerte civil. Acusaciones de traición para los principales. Los cómplices, cadena perpetua, confiscaciones, multas. El rey será moderado, creo yo. Misericordioso incluso. Me interesa más poner al descubierto los planes de esa gente que el que se apliquen penas. No quiero un juicio con muchos acusados y cientos de testigos, que mantengan enredados a los tribunales años y años.
Moro vacila.
—Vamos —le dice—, habríais hecho lo mismo, cuando erais canciller.
—Tal vez tengáis razón. De todos modos yo estoy al margen. —Una pausa; luego, Moro añade—: Thomas. En el nombre de Cristo, lo sabéis.
—Mientras lo sepa el rey. Debemos grabarlo bien en su mente. Tal vez una carta vuestra, interesándoos por la princesa Isabel.
—Puedo hacerlo.
—Dejando claro que aceptáis sus derechos y su título.
—Eso no es ningún problema. El nuevo matrimonio está hecho y hay que aceptarlo.
—¿No creéis que podíais alabarlo incluso?
—¿Por qué necesita el rey que otros hombres alaben a su esposa?
—Suponed que escribís una carta abierta. Para decir que habéis visto la luz en la cuestión de la jurisdicción natural del rey sobre la Iglesia.
Mira hacia dónde suben a los presos en los carros que esperan.
—Se los llevan otra vez a la Torre. —Hace una pausa—. No debéis quedaros por aquí. Venid a comer a mi casa.
—No. —Moro mueve la cabeza—, preferiría soportar el viento que sopla en el río y volver a casa hambriento. Si pudiese confiar en que solo pondríais comida en mi boca…, pero pondréis palabras en ella.
Observa cómo se mezcla con la multitud de concejales que vuelven a sus casas. Moro es demasiado orgulloso para retractarse, piensa. Teme perder la credibilidad entre los sabios europeos. Tenemos que dar con algún medio de que lo haga que no resulte abyecto. El cielo se ha despejado y es de un azul intenso impecable. Los jardines de Londres están llenos de bayas. Hay un invierno obstinado por delante. Pero él percibe una fuerza que está a punto de brotar como la primavera del árbol muerto. Cuando se difunde la palabra de Dios, los ojos de la gente se abren a verdades nuevas. Hasta ahora, lo mismo que Helen Barre, saben de Noé y del Diluvio, pero no de san Pablo. Podrían explicar los dolores de nuestra Santa Madre, y decir cómo arrastran al Infierno a los condenados. Pero no conocen los diversos milagros ni dichos de Cristo, las palabras y los hechos de los apóstoles, hombres sencillos que, como los pobres de Londres, desempeñaban oficios simples de iletrados. La historia es mucho mayor de lo que nunca pensaron ellos. No puedes contarle a la gente, le dice a su sobrino Richard, solo una parte de ella o solo las partes que tú decidas. Han visto la religión pintada en los muros de las iglesias, o tallada en la piedra, pero, ahora, la pluma de Dios está dispuesta, y él está preparado para escribir sus palabras en los libros de sus corazones.
Chapuys ve, sin embargo, en estas mismas calles, la efervescencia de la sedición, una ciudad dispuesta a abrir sus puertas al emperador. Él no estuvo en el saco de Roma, pero algunas noches sueña con él como si hubiese estado allí: las entrañas negras esparcidas sobre los antiguos pavimentos, los agonizantes ocultos en las fuentes ornamentales, el repicar de campanas entre la niebla de los pantanos y las llamas de las antorchas de los incendiarios saltando por las murallas. Roma ha caído con todo lo que hay dentro de ella. No fueron los invasores, fue el papa Julio quien echó abajo la antigua catedral de San Pedro, que se había mantenido en pie mil doscientos años, el lugar donde el propio emperador Constantino había cavado la primera zanja, doce paladas de tierra, una por cada apóstol; donde los mártires cristianos, envueltos en pieles de animales salvajes cosidas, habían sido despedazados por perros. Veinticinco pies de profundidad cavó para sus nuevos cimientos, a través de una necrópolis, a través de doce siglos de espinas de pescado y ceniza, las palas de sus trabajadores fueron pulverizando los cráneos de los santos. En el lugar donde habían derramado su sangre los mártires, se alzaban rocas de blancura espectral: mármol, esperando a Miguel Ángel.
Ve en la calle a un sacerdote que porta la Eucaristía, un londinense que agoniza, sin duda. Los transeúntes se descubren y se arrodillan, pero un muchacho se asoma a una ventana y grita: «Mostradnos a vuestro Cristo resucitado. A vuestro muñeco de resorte». Él alza la vista y ve la cara del muchacho, antes de que desaparezca: está crispada de rabia.
Esta gente, le dice a Cranmer, necesita una buena autoridad, alguien a quien puedan obedecer como es debido. Roma les ha pedido durante siglos lo que solo podrían creer los niños. Es indudable que les resultará más natural obedecer a un monarca inglés, que ejercerá sus poderes de acuerdo con el Parlamento y con Dios.
Dos días después ve a Moro tiritando en el sermón, transmite un perdón para lady Exeter. Llega con algunas palabras vejatorias del rey, dirigidas a su marido. Es el día de santa Catalina: en honor de la santa que fue amenazada con el martirio en una rueda, caminamos todos en círculo hacia nuestro destino. Esa es al menos la teoría. En realidad, él no ha visto nunca a nadie mayor de doce años que lo hiciese.
Hay una sensación de poder en reserva, un poder que recorre los huesos, como el temblor que se percibe en el mango de un hacha al empuñarla. Puedes golpear, o puedes no hacerlo, pero si decides no asestar el golpe, puedes sentir de todos modos dentro de ti la resonancia de lo que has omitido.
Al día siguiente, en Hampton Court, el hijo del rey, el duque de Richmond, se casa con Mary, la hija de Norfolk. Ana ha arreglado este matrimonio para la glorificación de los Howard; también para impedir que Enrique case a su bastardo, para ventaja del muchacho, con alguna princesa extranjera. Ha convencido al rey para que desdeñe la espléndida dote que podría esperar, y, triunfante en todos sus designios, se une al baile, la cara delgada ruborosa, el cabello resplandeciente trenzado con puntas de daga de diamantes. Enrique no puede apartar los ojos de ella, ni tampoco él.
Richmond atrae hacia sí todas las demás miradas, retozando como un potrillo, exhibiendo sus galas de boda, girando, saltando y pavoneándose. Miradle, dicen las damas de más edad, y veréis cómo era su padre en otros tiempos: ese buen color, esa piel tan delicada como la de una muchacha.
—Señor Cromwell —le dice—, explicadle al rey mi padre que quiero vivir con mi esposa. Él dice que tengo que volver a mi casa y que María tiene que quedarse con la reina.
—Él piensa en vuestra salud, Milord.
—Pronto cumpliré quince años.
—Aún falta medio año para eso.
La expresión alegre del muchacho se esfuma. Cubre su rostro una expresión pétrea.
—Medio año no es nada. Un hombre de quince es competente.
—Eso pensamos —dice lady Rochford, que está ociosa allí—. El rey vuestro padre presentó testigos ante el tribunal para que dijeran que su hermano podía hacerlo a los quince, y más de una vez por noche.
—Es también en la salud de la novia en lo que debemos pensar.
—La esposa de Brandon es más joven que la mía, y él la tiene.
—Cada vez que la ve —dice lady Rochford—, a juzgar por la expresión asustada de ella.
Richmond se atrinchera para una discusión prolongada, refugiándose en un precedente. Es la forma de discutir de su padre.
—¿Acaso mi bisabuela lady Margaret Beaufort no dio a luz a los trece años al príncipe que sería Enrique Tudor?
Bosworth, los maltrechos estandartes, el campo ensangrentado; la sábana manchada de la maternidad. De dónde venimos todos, piensa él, sino del mismo trato furtivo: querida, entrégate a mí.
—Nunca oí que eso mejorase su salud —dice—, o su carácter. No tuvo más hijos.
De pronto se siente cansado de la discusión; la abrevia, con voz lisa y fatigada.
—Sed razonable, Milord. Cuando lo hayáis hecho, querréis hacerlo constantemente. Unos tres años. Así son las cosas. Y vuestro padre tiene pensado otro trabajo para vos. Debe enviaros a abrir corte en Dublín.
—Tomadlo con calma, corderillo —dice Jane Rochford—. Siempre hay medios de solucionarlo. Un hombre siempre puede encontrar una mujer, si ella está dispuesta.
—¿Puedo hablaros como amigo, lady Rochford? Os arriesgáis a la ira del rey si os mezcláis en esto.
—Oh —dice ella tranquilamente—. Enrique perdonará cualquier cosa a una mujer bonita. Ellos solo quieren hacer lo que es natural.
—¿Por qué tengo que vivir como un monje? —dice el muchacho.
—¿Un monje? Esos lo hacen como las cabras. El señor Cromwell os lo explicará.
—Tal vez —dice Richmond— sea la reina la que quiere mantenernos separados. No quiere que el rey tenga un nieto en la cuna antes de tener un hijo propio.
—Pero ¿no lo sabéis? —dice Jane Rochford volviéndose a él—. ¿No ha llegado a vuestros oídos que La Ana está enceinte?
Le da el nombre que le da Chapuys. Ve una expresión de vacuo desmayo en el rostro del muchacho.
—Me temo que en el verano habréis perdido vuestro lugar, querido —dice Jane—. En cuanto tenga un hijo nacido de su matrimonio, podréis engendrar para alegría de vuestro corazón. No reinaréis nunca, y vuestro hijo nunca heredará.
No es frecuente ver destruidas las ilusiones de un príncipe en el instante que se tarda en apagar entre los dedos la vela de una llama: y con el mismo movimiento calculado, como si naciese de la facilidad que proporciona el hábito. Ni siquiera se ha humedecido los dedos.
—Puede ser otra niña —dice Richmond, arrugando la cara.
—Casi es traición esperar eso —dice lady Rochford—. Y si lo fuese, ella tendrá un tercer hijo, y un cuarto. Yo creía que no volvería a concebir, pero me equivocaba, señor Cromwell. Ya lo ha demostrado.
Cranmer está en Canterbury, camina por un sendero de arena, descalzo, hacia su entronización como primado de Inglaterra. Concluida la ceremonia, se dedica a limpiar el priorato de Christ Church, cuyos miembros dieron tanto aliento a la falsa profetisa. Podría ser una tarea larga, entrevistar a cada monje, desentrañar sus historias. Rowland Lee irrumpe en la ciudad para poner un poco de músculo en el asunto, y Gregory figura en su séquito; así que él se sienta en Londres a leer una carta de su hijo, que no es más larga ni más informativa que sus cartas de colegial: «Y nada más ya, por falta de tiempo».
Él escribe a Cranmer, diciéndole que sea misericordioso con la comunidad de allí, que simplemente se extravió. Perdonad al monje que doró la carta de la Magdalena. Sugiero que le haga un regalo en metálico al rey, trescientas libras le contentarán. Limpiad Christ Church y toda la diócesis, Warham fue arzobispo treinta años, su familia está arraigada allí, su hijo bastardo es archidiácono, emplead una escoba nueva para ello. Colocad en su lugar gente de casa: vuestra gente del este de las tristes Midlands, formados bajo cielos sobrios.
Hay algo debajo de su escritorio, bajo sus pies, en cuya naturaleza ha evitado pensar. Echa el asiento hacia atrás; es la mitad de una musaraña, un regalo de Marlinspike. La coge y piensa en Henry Wyatt, comiendo gusanos en la celda. Piensa en el cardenal, resplandeciente en el Colegio del Cardenal. Arroja la musaraña al fuego. El cadáver crepita y se encoge, los huesos estallan con un leve «pop». Coge la pluma y escribe a Cranmer, echad a esos hombres de Oxford de vuestra diócesis y poned en su lugar a hombres de Cambridge que conozcamos.
Escribe a su hijo: ven a casa y pasa el Año Nuevo con nosotros.
Diciembre: Margaret Pole, en su angulosidad congelada, una luz azul detrás de ella que sube proyectada desde la nieve, parece que hubiese salido de la vidriera de una iglesia, con astillas de vidrio temblando en su ropa; en realidad, esas esquirlas son diamantes. La ha hecho venir hasta él, a la condesa, y ahora le mira desde detrás de sus gruesos párpados, le mira con la larga nariz Plantagenet alzada, y su saludo resuena en la estancia con el brillo del hielo. «Cromwell». Solo eso.
Va al grano.
—¿Por qué debe dejar la princesa María la casa de Essex?
—Milord Rochford la quiere para su uso. Es un buen territorio de caza, ¿sabéis? María debe incorporarse a la casa de su hermana la princesa, en Hatfield. Allí ya no necesitará servicio.
—Me ofrezco a servirla a mis expensas. No podéis impedírmelo.
Probadlo.
—Yo me limito a cumplir los deseos del rey, y supongo que deseáis tanto como yo cumplirlos.
—Esos son los deseos de la concubina. No creemos, la princesa y yo, que sean los deseos del rey.
—Pues debéis ampliar vuestra credulidad, señora.
Ella baja la mirada hacia él desde su pedestal: es la hija de Clarence, sobrina del viejo rey Eduardo. En sus tiempos, los hombres de su condición se arrodillaban para hablar con mujeres como ella.
—Yo estaba con Catalina en la habitación de la reina el día que se casó. Soy una segunda madre para la princesa.
—Por la sangre de Cristo, señora, ¿creéis que necesita una segunda madre? La que tiene la matará.
Se miran fijamente, por encima del abismo.
—Lady Margaret, si me permitís que os aconseje… La lealtad de vuestra familia se halla bajo sospecha.
—Eso decís vos. Por eso me separáis de María, como castigo. Si tuvieseis pruebas suficientes para acusarme me enviaríais a la Torre con Elizabeth Barton.
—Eso sería contrario a los deseos del rey. Él os respeta, señora. Respeta vuestra estirpe, vuestra mucha edad.
—No tiene ninguna prueba.
—En junio del año pasado, justo después de la coronación de la reina, vuestro hijo lord Montague y vuestro hijo Geoffrey Pole cenaron con lady María. Luego, apenas dos semanas más tarde, Montague volvió a cenar con ella. Me pregunto de qué hablarían.
—¿De veras?
—No —dice él, sonriendo—. El muchacho que llevó a la mesa el plato de espárragos era un muchacho mío. El que cortó los albaricoques, también. Hablaron del emperador, de la invasión, de cómo se le podría inducir a efectuarla. Así que ya veis, lady Margaret, que toda vuestra familia debe mucho a mi tolerancia. Confío en que puedan pagárselo al rey con su futura lealtad.
No le dice que se propone utilizar a sus hijos contra su problemático hermano que está en el extranjero. No dice «Tengo en nómina a vuestro hijo Geoffrey». Geoffrey Pole es un hombre violento e inestable. No sabe lo que puede hacer. Se le han pagado cuarenta libras este año por ponerse de parte de Cromwell.
La condesa frunce los labios.
—La princesa no abandonará su casa tranquilamente.
—Milord Norfolk se propone ir a Beaulieu para informarla de que sus circunstancias han cambiado. Ella puede desafiarle, claro.
Él había aconsejado al rey que dejase a María seguir ostentando su condición de princesa, que no mermase en nada su estado. Que no diese a su primo el emperador un motivo para declarar la guerra.
—¿Iréis vos a proponerle a la reina que María conserve el título? —había gritado Enrique—. Porque os aseguro, señor Cromwell, que yo no voy a hacerlo. Y si la veis encolerizarse, como sucederá, y enferma y pierde al niño, seréis el responsable. ¡Y no me sentiré inclinado a la clemencia!
A la puerta de la cámara regia, se apoya en la pared. Le dice a Rafe con los ojos en blanco: «Santo cielo, no me extraña que el cardenal envejeciese antes de tiempo. Si él cree que con eso eliminará el resentimiento de ella, me parece que se equivoca. La semana pasada, yo era su hermano de armas. Esta semana me amenaza con un final sangriento».
—Menos mal que no sois como el cardenal —dice Rafe.
Cierto. El cardenal esperaba la gratitud de su príncipe, materia en la que tenía que verse decepcionado sin remisión. Pese a su capacidad, era un hombre al que dominaban y agotaban sus propias emociones. Él, Cromwell, no está sometido a las debilidades del temperamento, y casi nunca se cansa. Se eliminarán los obstáculos, se calmarán los ánimos, se desharán los nudos. Ahora, a finales de 1533, su espíritu es firme, su voluntad fuerte, su apariencia imperturbable. Los cortesanos ven que es capaz de controlar los acontecimientos, de moldearlos. Es capaz de contener los temores de otros y de proporcionarles una sensación de firmeza en un mundo incierto: este pueblo, esta dinastía, esta isla miserable y lluviosa del extremo del mundo.
Examina al final del día, a modo de recreo, las propiedades en tierras de Catalina y considera lo que puede redistribuir. Sir Nicholas Carew, a quien no le gusta él y a quien no le agrada Ana, se queda asombrado al recibir una serie de donaciones de Cromwell, entre las que figuran dos grandes mansiones en Surrey que añadir a las propiedades que posee ya en el condado. Solicita una entrevista para expresar su agradecimiento; tiene que pedírselo a Richard, que lleva ahora la agenda de Cromwell; y Richard se la concede para dos días después. Como solía decir el cardenal, deferencia significa hacer esperar a la gente.
Cuando entra Carew, él está disponiendo su rostro. Frío, ensimismado, El cortesano perfecto, se esfuerza por elevar las comisuras de los labios. El resultado es una sonrisa boba, doncellil, incongruente sobre una barba tupida.
—Oh, estoy seguro de que lo merecéis —dice, quitando importancia al asunto—. Sois amigo de la infancia de Su Majestad, y nada le causa mayor placer que recordar a sus buenos amigos. Vuestra esposa mantiene relación con lady María, ¿no es cierto? ¿Están muy unidas? Pedidle —añade cortésmente— que dé a la joven buenos consejos. Que la prevenga de que ha de aceptar la voluntad del rey en todo. Últimamente, está tenso y no puedo responder de las consecuencias que pueda tener no hacerlo.
El Deuteronomio nos dice que los regalos ciegan los ojos del sabio. Carew no es especialmente sabio, en su opinión, pero el principio parece cumplirse, y, aunque no parezca exactamente ciego, parece al menos deslumbrado.
—Consideradlo un regalo anticipado de Navidad —le dice con una sonrisa. Y empuja los documentos hacia él sobre la mesa.
En Austin Friars están limpiando cuartos de almacenaje para construir cámaras de seguridad. Celebrarán el banquete en Stepney. Las alas del ángel se trasladan allí; él quiere conservarlas, hasta que haya en la casa otro niño del tamaño adecuado. Las ve pasar, temblando en su mortaja de lino delicado, y observa cómo cargan la estrella de Navidad en un carro.
—¿Cómo trabaja una de esas, esa máquina terrible llena de puntas? —pregunta Christophe.
Él retira una parte de la lona y le muestra el dorado.
—Santo cielo —exclama el chico—. La estrella que nos guía a Belén. Creía que era un instrumento de tortura.
Norfolk va a Beaulieu a decir a lady María que debe trasladarse a la mansión de Hatfield y ponerse al servicio de la pequeña princesa y vivir bajo la tutela de lady Anne Shelton, tía de la reina. Lo que resultó de ello lo explicó a la vuelta en tonos ofendidos.
—¿Tía de la reina? —dice María—. Solo hay una reina, y esa reina es mi madre.
—Lady María… —dice Norfolk, y sus palabras la hacen romper a llorar y correr a su habitación y encerrarse.
Suffolk va a Buckden a convencer a Catalina de que se traslade a otra casa. Ella se ha enterado de que se proponen enviarla a un lugar aún más húmedo que Buckden y dice que la humedad la matará. Así que también se encierra y corre los cerrojos y le grita a Suffolk en tres idiomas que se marche. No se trasladará a ninguna parte, dice, a menos que él esté dispuesto a echar la puerta abajo y llevarla atada. Lo que a Charles le parece un poco excesivo.
Brandon escribe a Londres pidiendo instrucciones en un tono muy lastimero: ¡un hombre con una esposa de catorce años esperando sus atenciones y tener que pasar las fiestas de este modo! Cuando se lee su carta en el Consejo, él, Cromwell, se echa a reír. La alegría pura que le inspira el asunto le acompaña en el Año Nuevo.
Hay una joven que recorre los caminos del reino, diciendo que es la princesa María, y que su padre la ha echado a pedir por los caminos. La han visto tan al norte como York y tan al este como Lincoln, y la gente sencilla de esos condados la aloja y la alimenta y le da dinero para que siga su camino. Él tiene gente intentando localizarla, pero no la han encontrado todavía. No sabe lo que haría con ella si la encontrase. Es castigo suficiente asumir la carga de la profecía y andar en invierno por los caminos sin protección. Se la imagina: una figura menguante de color pardo, caminando hacia el horizonte por los campos lisos y cenagosos.