(1533)
Los dos niños están sentados en un banco en el salón de Austin Friars. Son tan pequeños que no les llegan las piernas al borde, y como aún llevan blusones, no se puede determinar su sexo. Les brillan bajo los gorros las caras con hoyuelos. El que estén tan rollizos y contentos es mérito de la joven Helen Barre, que cuenta su historia: hija de un pequeño comerciante arruinado de Essex, esposa de un tal Mathew Barre, que le pegaba y que la abandonó, «dejándome con esa en el vientre», dice, señalando.
Los vecinos acuden continuamente a él con problemas del barrio: puertas inseguras, gallineros ruidosos, un matrimonio que vocifera y aporrea cacerolas toda la noche, impidiendo que los vecinos conciben el sueño. Él procura no inquietarse porque esas cosas le roben tiempo, y Helen le molesta menos que un gallinero. La saca mentalmente de su vestido barato de lana encogida y la viste con un terciopelo labrado que vio ayer, a seis chelines la vara. Ve que tiene las manos despellejadas e hinchadas del duro trabajo; le suministra guantes de cabritilla.
—Aunque diga que me abandonó, es posible que haya muerto. Bebía mucho y era pendenciero. Un hombre que le conocía me dijo que había salido malparado en una pelea y que debería buscarlo en el fondo del río. Pero otro lo vio en el muelle de Tilbury con una bolsa de viaje. Así que, qué soy, ¿esposa o viuda?
—Lo investigaré, aunque creo que os iría mejor si no lo encontrase. ¿Cómo habéis vivido?
—Cuando se marchó, yo cosía para un fabricante de velas. Desde que llegué a Londres a buscar trabajo he estado a jornal. He trabajado en la lavandería de un convento cerca de Saint Paul, ayudando en el lavado anual de la ropa de cama. Me consideran buena trabajadora, dicen que me darán un jergón en el desván, pero no quieren a los niños.
Un ejemplo más de caridad eclesial. Se tropieza con ellos continuamente.
—No podemos consentir que seáis esclava de un grupo de mujeres hipócritas. Tenéis que quedaros aquí. Estoy seguro de que seréis útil. No para de venir gente a casa y estoy edificando, como veis. —Ha de ser una buena chica, piensa él, para no acceder a ganarse la vida del modo obvio; si anduviera por la calle, no le faltarían ofertas—. Me dicen que os gustaría aprender a leer, para poder leer el Evangelio.
—Unas mujeres que conocí me llevaron a lo que llaman escuela nocturna. Estaba en un sótano de Broadgate. Antes ya conocía la historia de Noé, de los tres reyes y del padre Abraham, pero de san Pablo no sabía nada. En casa, en nuestra granja, había duendes que derramaban la leche y provocaban tormentas, pero me dicen que no son cristianos. Ojalá nos hubiésemos quedado en el campo, a pesar de todo. Mi padre no se las arreglaba en la ciudad.
No aparta la mirada inquieta de los niños, que se han bajado del banco y han caminado torpemente por las losas para acercarse a ver la pintura que está creciendo en la pared, y ella contiene el aliento a cada paso que dan. El pintor es alemán, un joven que le recomendó Hans para una tarea sencilla, y se vuelve (no habla inglés) a explicar a los niños lo que está haciendo. Una rosa. Tres leones, mirad cómo saltan. Dos pájaros negros.
—Rojo —dice la niña, que es la mayor.
—Ella conoce los colores —dice Helen, ruborizándose de orgullo—. También está empezando a contar hasta tres.
El espacio que ocupaba antes el escudo de Wolsey se está repintando con su escudo, otorgado recientemente. Azur en una banda horizontal entre tres leones rampantes, o una rosa de gules, con puntas de hojas de sinople entre dos cornejas con su color.
—Mirad, Helen —le dice—, esos pájaros negros eran el emblema de Wolsey —se ríe—. Algunos esperaban no volver a verlos nunca.
—Hay otras personas, de nuestra condición, que no lo entienden.
—¿Os referís a los de la escuela nocturna?
—Dicen que cómo puede un hombre que estima el Evangelio haber estimado a un hombre así.
—A mí nunca me gustaron sus modales altaneros, ¿sabéis?, ni sus procesiones diarias, el ceremonial que mantenía. Y, sin embargo, jamás hubo hombre más activo en el servicio de Inglaterra desde que Inglaterra existe. Y además —añade con tristeza—, cuando otorgaba su confianza a alguien, era un hombre tan afable y bondadoso… Helen, ¿podéis venir aquí hoy? —Piensa en esas monjas y en el lavado anual de su ropa de cama. Imagina la expresión de asombro del cardenal. Las lavanderas seguían a sus séquitos como las putas siguen a un ejército, agobiadas por sus trabajos incesantes. El cardenal se había hecho un baño en York Place tan hondo que un hombre podría estar de pie en él. La habitación se calentaba con una estufa como las de los Países Bajos, y él había tratado más de una vez los asuntos con la cabeza balanceante del prelado, que parecía estar hirviendo. Enrique lo ha incautado ahora y chapotea en él con sus favoritos, que se avienen a que su señor les hunda en el agua y casi les ahogue si está de humor para hacerlo.
El pintor ofrece el pincel a la niña. Helen resplandece.
—Cuidado, cariño —dice. Se aplica una gota azul. Eres una pequeña experta, dice el pintor. Gefällt es Ihnen, Herr Cromwell, sind Sie stolz darauf?
Pregunta si me siento satisfecho y orgulloso, le dice él a Helen. Si no lo estáis, vuestros amigos se sentirán orgullosos por vos, dice ella.
Siempre estoy traduciendo, piensa él: si no de un idioma a otro, de una persona a otra. De Ana a Enrique. De Enrique a Ana. Los días que él necesita sosiego y ella está tan espinosa como un arbusto de acebo. Las ocasiones (las hay) en que él desvía la mirada hacia otra mujer y ella la sigue y se retira enfurecida a sus aposentos. Él, Cromwell, se ocupa como un poeta público de llevar de uno a otro garantías de deseo.
Apenas son las tres de la tarde y la habitación ya está en penumbra. Él coge al niño pequeño, que se le echa en el hombro y se queda dormido con la misma rapidez con que se cae alguien de un muro si le empujan.
—Helen —dice—, esta casa está llena de jóvenes atrevidos, y todos se ofrecerán a enseñaros a leer, y os harán regalos y procurarán endulzar vuestros días. Aprended y aceptad los regalos y sed feliz aquí con nosotros. Pero si alguien se propasa, tenéis que decírmelo a mí o decírselo a Rafe Sadler. Es el muchacho de la barbita pelirroja. Aunque no debería decir muchacho. —Pronto hará veinte años que trajo a Rafe de casa de su padre, un día tan encapotado y oscuro como hoy, la lluvia caía a cántaros del cielo, el niño se desplomó en su hombro cuando entró con él en el vestíbulo en Fenchurch Street.
Las borrascas les retuvieron diez días en Calais. Se hundieron barcos en Boulogne. Amberes estaba inundado, gran parte del campo bajo el agua. Le gustaría enviar mensajes a sus amigos, interesarse por sus vidas y propiedades, pero los caminos están intransitables, Calais es una isla flotante en la que reina un monarca feliz. Él va a los aposentos del rey a pedir audiencia. (Hay que resolver los asuntos, a pesar del mal tiempo.) Pero le dicen: «El rey no puede recibiros esta mañana. Lady Ana y él están componiendo música para el arpa».
Rafe y él se miran y se van.
—Esperemos que tengan a su tiempo una cancioncilla que enseñar.
Thomas Wyatt y Henry Norris se emborrachan juntos en una taberna de mala muerte. Se juran amistad eterna. Pero sus sirvientes tienen una pelea en el patio de la taberna y ruedan por el barro.
Él no ve nunca a María Bolena. Es de suponer que ella y Stafford han encontrado un refugio donde pueden componer juntos.
Lord Berners le enseña su biblioteca a la luz de las velas, al mediodía; va cojeando diligentemente de un escritorio a otro, manejando con sumo cuidado los viejos folios de los que ha hecho sus doctas traducciones. Aquí hay una historia del rey Arturo.
—Cuando empecé a leerla, estuve a punto de abandonar el proyecto. Estaba claro para mí que era demasiado fantástica para ser verdad. Pero seguí leyendo y, poco a poco, me pareció que había una enseñanza moral en la historia. —No dice cuál—. Y aquí está Froissart puesto en inglés, un encargo que me hizo personalmente Su Majestad. No pude negarme, porque acababa de prestarme quinientas libras. ¿Os gustaría leer mis traducciones del italiano? Son de carácter privado, no se las he enviado al impresor.
Pasa una tarde con los manuscritos y hablan de ellos en la cena. Lord Berners ostenta el cargo de canciller del Tesoro, que Enrique le ha otorgado de por vida. Pero como no está en Londres ni lo desempeña, no le reporta mucho dinero ni la influencia que podría.
—Sé que sois hombre ducho en los negocios. ¿Podríais examinar mis cuentas, confidencialmente? No están lo que se dice en orden.
Se queda a solas con el batiburrillo que lord Berners llama libros mayores. Pasa una hora. El viento silba en los tejados, tiemblan las llamas de las velas, el granizo golpea los cristales. Oye arrastrarse el pie malo de su anfitrión, que se asoma a la puerta con semblante inquieto. «¿Os divertís?».
Lo único que puede encontrar son deudas. Es lo que se acumula cuando uno se consagra a la erudición y a servir al rey al otro lado del mar, cuando podría estar en la corte con dientes agudos, ojos atentos y codos activos, dedicado a rentabilizar sus posibilidades.
—Ojalá me hubieseis avisado antes. Siempre se pueden hacer cosas.
—Ay, pero no os conocía, señor Cromwell —dice el anciano—. Uno intercambia cartas, sí. Asuntos de Wolsey, asuntos del rey. Pero no os conocía. Ni creía probable que llegase a conoceros, hasta ahora.
El día que se disponen a embarcar al fin, aparece el muchacho de la posada de los alquimistas.
—¡Tú por fin! ¿Qué tienes para mí?
El muchacho muestra las manos vacías y empieza a hablar en una especie de inglés.
—On dit que los magi han vuelto a París.
—Entonces estoy decepcionado.
—Es difícil encontraros, Monsieur. Fui al lugar en que se alojan le roi Henri y la Grande Putain y dije je cherche Milord Cremuel y se rieron de mí y me pegaron.
—Es que no soy un Milord.
—Entonces no sé lo que es un Milord en vuestro país.
Ofrece al muchacho una moneda por sus trabajos y otra por la paliza, pero él las rechaza.
—Pensaba serviros a vos, Monsieur. He decidido viajar.
—¿Cómo te llamas?
—Christophe.
—¿Tienes apellido?
—Ça ne fait rien.
—¿Tienes padres?
Se encoge de hombros.
—¿Cuántos años tienes?
—¿Cuántos diríais?
—Sé que sabes leer. ¿Sabes pelear?
—¿Hay muchas peleas chez vous?
Christophe es de complexión achaparrada; necesita sobrealimentarse, pero en uno o dos años será difícil derribarle. Él le calcula unos quince años, no más.
—¿Tienes problemas con la ley?
—En Francia —dice despectivamente el chico, como podría uno decir en la lejana Catay.
—¿Eres ladrón?
El muchacho hace un movimiento rápido, como si llevara un cuchillo invisible en el puño.
—¿Dejaste muerto a alguien?
—No tenía buen aspecto.
Él sonríe.
—¿Estás seguro de que quieres llamarte Christophe? Puedes cambiar de nombre ahora, pero luego ya no.
—Me comprendéis, Monsieur.
Santo cielo, y tanto. Podrías ser mi hijo. Le mira detenidamente para asegurarse de que no lo es; que no es uno de los muchachos pendencieros de los que hablaba el cardenal que él ha dejado a la orilla del Támesis, y es posible que a la orilla de otros ríos, en otros climas. Pero Christophe tiene los ojos grandes, serenos y azules.
—¿No te da miedo viajar por mar? —le pregunta—. En mi casa de Londres hay muchos que hablan francés. Pronto serás uno de los nuestros.
Ahora, en Austin Friars, Christophe le persigue con preguntas. Aquellos magi, ¿qué tienen? ¿Un plano de un tesoro enterrado? ¿Son (agita los brazos) las instrucciones para hacer una máquina voladora? ¿Es una máquina para faire grandes explosiones, o un dragón militar que sopla fuego?
—¿Has oído hablar alguna vez de Cicerón? —le pregunta él.
—No. Pero estoy dispuesto a oír cosas de él. Hasta hoy nunca había oído hablar del obispo Gardineur. On dit que le habéis robado sus macizos de fresas y se los habéis dado a la amante del rey y ahora él se propone… —El muchacho se interrumpe y transmite de nuevo su impresión de lo que es un dragón militar—… arruinaros por completo y perseguiros hasta la muerte.
—Y más allá, si lo conozco bien.
Ha habido peores versiones de su situación. Siente deseos de decir: ella no es una amante, ya no. Pero no tiene derecho a contar el secreto, aunque pronto será un secreto a voces.
Veinticinco de enero de 1533, al amanecer, en una capilla de Whitehall, con su amigo Rowland Lee como sacerdote, Ana y Enrique pronuncian sus votos, confirman el contrato que hicieron en Calais: casi en secreto, sin celebración, solo un corrillo de testigos, la pareja callada salvo las breves confesiones de intención que la ceremonia requiere. Henry Norris está pálido y sobrio. ¿Era caritativo hacerle dos veces testigo de la entrega de Ana a otro hombre?
William Brereton es testigo, porque está de servicio en la cámara regia.
—¿Estáis aquí de verdad? —le pregunta él—. ¿O estáis en otro sitio? Los gentilhombres decís que domináis la bilocación como los grandes santos.
—Habéis estado escribiendo cartas a Chester —dice Brereton, furioso.
—Es un asunto del rey. ¿Por qué no?
Mantienen esta conversación en susurros mientras Rowland une las manos de los novios.
—No os lo repetiré. No os metáis en los asuntos de mi familia. O saldréis peor parado de lo que imagináis, señor Cromwell.
Solo acompaña a Ana una dama, su hermana. Cuando se van (el rey guía a su esposa, con la mano en el brazo de ella) a tocar un poco el arpa, María se vuelve y le dirige una sonrisa esplendorosa. Alza la mano, pulgar e índice separados una pulgada. Seré la primera en saberlo, había dicho ella siempre; seré quien le ensanche los corpiños.
Él se dirige de nuevo a William Brereton, cortésmente. Habéis cometido un error amenazándome, le dice.
Vuelve a su despacho de Westminster. ¿Lo sabe ya el rey?, se pregunta. Probablemente no.
Se sienta con su dibujo. Traen velas. Ve la sombra de mi mano moviéndose sobre el papel, el puño inocultable desenmascarado del guante de terciopelo. No quiere que haya nada entre él y la trama del papel, la línea negra móvil de tinta, así que se quita los anillos, el de turquesa de Wolsey y el de rubí de Francisco; en Año Nuevo, el rey se lo sacó del dedo y se lo devolvió, con el engarce que había hecho el orfebre de Calais, y le dijo, como hacen los soberanos, en un arrebato de sinceridad: ahora esto será una señal entre nosotros, Cromwell, enviad un papel con él y sabré que procede de vos aunque no tenga vuestro sello.
Un confidente de Enrique que estaba presente (Nicholas Carew) había comentado: el anillo de Su Majestad os encaja a la perfección. Sí, así es, dijo él.
Vacila, con la pluma en el aire. Escribe: «Este reino de Inglaterra es un imperio». Este reino de Inglaterra es un imperio y así lo ha aceptado el mundo, gobernado por un rey y soberano supremo…
A las once, cuando el día ha aclarado todo lo que aclarará, come con Cranmer en su alojamiento de Cannon Row, donde vive hasta que le otorguen su nueva dignidad y se traslade al palacio de Lambeth. Ha estado practicando su nueva firma, Thomas Electo de Canterbury. Pronto comerá ceremonialmente, pero hoy, como un raído profesor, echa a un lado los papeles mientras se pone un mantel en la mesa y traen el pescado salado, sobre el que reza una oración.
—Eso no lo mejorará —dice él—. ¿Quién cocina para vos? Os mandaré a alguien.
—¿Así que ya se ha celebrado la boda? —Es propio de Cranmer esperar que le cuenten las cosas, trabajar seis horas seguidas con silenciosa paciencia, la cabeza inclinada sobre los libros.
—Sí, Rowland hizo lo que correspondía a su cargo. No la casó con Norris, ni al rey con su hermana —extiende la servilleta—. Sé algo, pero debéis persuadirme para que os lo cuente.
Confía en que Cranmer, para persuadirle, revele el secreto prometido en su carta, el secreto anotado al margen. Pero debía ser una indiscreción menor, olvidada ya. Y como el Electo de Canterbury está ocupado separando, inseguro, escamas y piel, dice: «Ella, Ana, ya está embarazada». Cranmer alza la vista.
—Si lo decís en ese tono, la gente pensará que os atribuís el mérito.
—¿No os asombráis? ¿No os complace?
—Me pregunto qué clase de pescado es este —dice Cranmer con mediano interés—. Pues claro que me complace. Pero ya lo sabía, ¿comprendéis?, porque este matrimonio es limpio…, ¿cómo no iba a bendecirlo Dios con un vástago? Y con un heredero…
—Por supuesto, con un heredero. Mirad. —Saca los papeles en los que ha estado trabajando. Cranmer se lava los dedos manchados de pescado y se inclina hacia la llama de la vela.
—Así que después de Pascua —dice, leyendo—, será contrario a la ley y a la prerrogativa real hacer cualquier clase de apelación al papa. Con lo cual, la causa de Catalina queda muerta y enterrada. Y yo, Canterbury, puedo decidir sobre el asunto del rey en nuestros propios tribunales. Bueno, esto ha sido llegar bastante lejos.
Él se ríe.
—También vos estabais bastante lejos.
Cranmer estaba en Mantua cuando recibió la noticia del honor que el rey se proponía otorgarle. Inició el viaje tortuosamente: Stephen Vaughan se reunió con él en Lyon, y le acompañó por las rutas invernales y por los ventisqueros de Picardía hasta el barco.
—¿Por qué os retrasasteis? ¿Acaso no desea todo niño ser arzobispo? Aunque yo no, si pienso en mi propia infancia. Lo que yo quería era tener un oso.
Cranmer le mira, con expresión especulativa.
—Estoy seguro de que eso se os podría proporcionar.
¿Cómo podré saber cuándo bromea el doctor Cranmer?, le había preguntado Gregory. No lo sabrás, le había dicho él. Es tan raro como una flor de manzano en enero. Y ahora, por unas semanas, casi temerá que aparezca un oso a su puerta. Cuando se separan ese día, Cranmer alza la vista de la mesa y dice: «Por supuesto, oficialmente no lo sé».
—¿Lo del embarazo?
—Lo del matrimonio. Como he de ser juez en el asunto del anterior matrimonio del rey, no sería adecuado que me enterase de que ya se ha celebrado el nuevo.
—Cierto —dice él—. Lo que haga Rowland a primera hora de la mañana solo es asunto suyo.
Deja a Cranmer con la cabeza inclinada sobre los restos de la comida, como si se propusiera reconstruir el pez.
Dado que nuestra ruptura con el Vaticano no se ha consumado, no podemos tener un arzobispo nuevo a menos que lo nombre el papa. Los delegados están autorizados a decir lo que sea en Roma, a prometer lo que sea, pro tem, para conseguir que Clemente esté de acuerdo. El rey dice, sobrecogido: «¿Sabéis cuánto cuestan las bulas papales de Canterbury? ¿Voy a tener que pagarles eso? ¿Y sabéis cuánto cuesta entronizarle?». Y añade: «Hay que hacerlo de la forma apropiada, por supuesto, sin omitir nada, sin escatimar nada».
—Será el último dinero que Su Majestad envía a Roma, si depende de mí.
—¿Y sabéis —dice el rey, como si hubiese descubierto algo asombroso— que Cranmer no tiene ni un penique propio? No puede hacerse cargo de nada.
Él pide prestado el dinero en nombre de la corona a un genovés rico llamado Salvago al que conoce. Para persuadirle y que haga el préstamo, le envía un grabado que sabe que anhela. Es el de un joven de pie en un jardín mirando hacia una ventana vacía, en la que se confía que aparezca una dama muy pronto. El aroma de la dama se respira en el aire. Los pájaros posados en las ramas miran, interrogantes, al vacío, preparados para cantar. El joven tiene un libro en las manos. Un libro en forma de corazón.
Cranmer asiste a reuniones a diario, en las habitaciones traseras de Westminster. Está escribiendo un documento para el rey, para demostrar que, aun en el caso de que el matrimonio de su hermano con Catalina no se hubiese consumado, eso no afectaría a la validez de la anulación, porque es indudable que se proponían casarse, y esa intención crea afinidad; además, las noches que pasaron juntos tuvo que haber la intención por su parte de tener hijos, aunque no actuasen del modo adecuado para tal fin. Con objeto de no convertir a Enrique ni a Catalina en mentirosos, a ninguno de los dos, los miembros del Consejo idean circunstancias en las que el enlace pudo consumarse parcialmente o consumarse en cierto modo, para lo cual han de imaginar todos los hechos desastrosos y vergonzosos que pueden ocurrir entre un hombre y una mujer a solas en una habitación a oscuras. ¿Os gusta el trabajo?, pregunta él. Observando sus figuras encorvadas y oscuras, considera que han de tener la experiencia necesaria. Cranmer sigue llamando a la reina en su escrito «Serenísima Catalina», como para separar su rostro imperturbable, enmarcado por una almohada de lino, de las indignidades que puedan tener lugar en la parte inferior de su cuerpo: el muchacho tanteando y rebuscando, sus zarpazos en los muslos.
Entretanto, Ana, la reina oculta de Inglaterra, se separa de los gentilhombres que le hacen compañía y recorre una galería de Whitehall; se ríe mientras inicia un trotecillo, casi como si anduviese a saltos, y ellos corren a contenerla, como si se hallase en peligro; pero se zafa de sus manos riéndose: «¿Sabéis que tengo un gran deseo de comer manzanas? El rey dice que eso significa que estoy embarazada. Pero yo le digo: no, no, no puede ser». Se vuelve, se vuelve de nuevo. Se ruboriza, se le llenan los ojos de lágrimas que parecen volar lejos de ella, como aguas de un surtidor descontrolado.
Se abre paso en el grupo Thomas Wyatt.
—Ana… —Le coge las manos; tira de ella hacia él—. Ana, escucha, cariño… Escucha…
Ella se desmorona en gemidos quebrados, apoyándose en su hombro. Wyatt la abraza; su mirada recorre el entorno, como si se encontrase desnudo en el camino y buscase algún viajero que acudiera con una prenda para ocultar su vergüenza. Chapuys se encuentra entre los presentes. El embajador efectúa una salida rápida y decidida, moviendo sus piernecillas con una sonrisa burlona en la cara.
Así que la noticia llega rápidamente al emperador. Habría sido mucho mejor que el matrimonio anterior se hubiese anulado y el nuevo se hubiese legitimado, confirmado ante Europa, antes de comunicarse el feliz estado de Ana. Pero, en fin, la vida nunca es perfecta para el servidor de un príncipe; como solía decir Thomas Moro, no deberíamos esperar ir al cielo en lechos de plumas.
Él ve a Ana a solas dos días después. Ella se apoya en el alféizar de una ventana con los ojos cerrados, saboreando como un gato los escasos rayos de sol invernal. Le tiende la mano, casi sin saber quién es; ¿cualquier hombre servirá? Él toma las puntas de sus dedos. Ella abre de pronto los ojos negros. Es como una tienda cuando se abren los postigos: buenos días, señor Cromwell, ¿qué podemos vendernos hoy el uno al otro?
—Estoy harta de María —dice ella—. Me gustaría librarme de ella.
¿Se refiere a la hija de Catalina, a la princesa?
—Debería casarse —dice ella— y quitarse de en medio. No quiero tener que verla nunca. No quiero tener que pensar en ella. Hace mucho que la imagino casada con algún personaje oscuro.
Él espera, todavía perplejo.
—Creo que no sería mala esposa para alguien dispuesto a mantenerla encadenada a la pared —añade.
—Ah, ¿os referís a vuestra hermana María?
—¿Qué pensabais? ¡Oh! —Se ríe—. Creíais que me refería a la bastarda del rey. Bueno, ahora que me lo recordáis, también ella debería casarse. ¿Cuántos años tiene?
—Cumple diecisiete este año.
—¿Y todavía es enana? —Ana no espera respuesta—. Le buscaré algún gentilhombre. Algún anciano honorable y débil que no le dará hijos y al que pagaré para que se mantenga alejado de la corte. Pero, en cuanto a lady Carey, ¿qué hay que hacer? No puede casarse con vos. Nos burlamos diciéndole que sois su candidato. Algunas damas sienten una predilección misteriosa por los hombres comunes. Le decimos: María, oh, cuánto anhelas descansar en los brazos del herrero…, solo con pensarlo ya os acaloráis.
—¿Sois feliz? —le pregunta él.
—Sí. —Ella baja la vista, se lleva las manos diminutas a la caja torácica y añade lentamente—. Sí, por esto, ya sabéis. Siempre he sido deseada. Pero ahora soy apreciada. Y es distinto, me parece.
Él guarda silencio, para permitirle entregarse a sus pensamientos, que comprende que son preciosos para ella.
—Así que —dice— tenéis un sobrino, Richard, una especie de Tudor, aunque estoy segura de que no puedo entender cómo sucedió.
—Puedo trazar el árbol genealógico.
Ella cabecea, sonriendo.
—No quiero daros ese trabajo. Desde esto —desliza los dedos hacia abajo—, despierto por la mañana y casi no recuerdo mi nombre. Siempre me había preguntado por qué son tontas las mujeres, y ahora lo sé.
—Mencionabais a mi sobrino.
—Lo he visto con vos. Parece un joven resuelto. Podría ser adecuado para ella. Lo que desea son pieles y joyas. Podéis regalárselas, ¿no? Y un niño en la cuna cada dos años. En cuanto a la paternidad, podéis hacer vuestros arreglos familiares al respecto.
—Creía que vuestra hermana tenía una relación —dice él. No desea venganza, solo una aclaración.
—¿La tiene? Bueno, las relaciones de María… suelen ser pasajeras, y, a veces, muy raras, como bien sabéis, ¿no? —No es una pregunta—. Traedlos a la corte, a vuestros hijos. Veámoslos.
Él la deja, con los ojos cerrados de nuevo, pasando a la escasa calidez de los débiles rayos de sol que puede ofrecer febrero.
El rey le ha dado alojamiento en el viejo palacio de Westminster, para que cuando trabaje hasta muy tarde no tenga que regresar a casa. Debido a ello, tiene que recorrer mentalmente sus habitaciones de Austin Friars, recogiendo sus imágenes de la memoria donde las ha dejado, en alféizares, debajo de taburetes y en los pétalos lanudos de las flores esparcidas en el tapiz a los pies de Anselma. Al final de un largo día, cena con Cranmer y con Rowland Lee, que pasea entre los diversos grupos que están trabajando, estimulándoles. A veces, se incorpora al grupo de Audley, el Lord Canciller, pero no guardan ceremonial, se sientan como un grupo de estudiantes y conversan hasta la hora en que Cranmer se acuesta. Él quiere ver cómo trabajan, comprobar hasta qué punto puede confiar en ellos, y descubrir sus debilidades. Audley es un abogado prudente que sabe tamizar una frase lo mismo que un cocinero tamiza un costal de arroz para eliminar las arenillas. Orador elocuente, es tenaz en sus planteamientos y está consagrado a su carrera. Ahora que es canciller, se propone obtener unos ingresos acordes con el cargo. En cuanto a sus creencias, es algo susceptible de negociación; cree en el Parlamento, en el poder del rey ejercido en el Parlamento y, en cuestiones de fe…, digamos que sus convicciones son flexibles. En cuanto a Lee, él se pregunta si creerá en Dios…, aunque eso no le impida tener un obispado entre sus perspectivas. Él dice: «Rowland, ¿aceptaréis en vuestra casa a Gregory? Creo que Cambridge ha hecho cuanto podía por él. Y admito que Gregory no ha hecho nada por Cambridge».
—Le llevaré conmigo —dice Rowland— cuando vaya a pelearme con los obispos del norte. Gregory es un buen muchacho. No es el más adelantado, pero eso puedo entenderlo. Conseguiremos que sea útil.
—¿No querréis destinarle a la Iglesia? —pregunta Cranmer.
—He dicho que conseguiremos hacerle útil —refunfuña Rowland.
En Westminster sus empleados entran y salen con noticias, rumores y papeleo, y él mantiene a su lado a Christophe, supuestamente para que se ocupe de su ropa, pero, en realidad, para hacerle reír. Echa de menos la música de las noches en Austin Friars, y las voces de las mujeres en otras habitaciones.
Va a la Torre casi todos los días de la semana, a persuadir a los capataces de que sus hombres sigan trabajando aunque hiele o llueva; a comprobar las cuentas del pagador y hacer un nuevo inventario de la plata y las joyas del rey. Visita a los encargados de la casa de la moneda y propone un sistema de verificación del peso de la acuñación de las monedas del rey.
—Me gustaría conseguir que nuestras monedas inglesas sean tan sólidas que los mercaderes de ultramar no se molesten siquiera en pesarlas —dice.
—¿Tenéis autoridad para hacerlo?
—¿Porqué? ¿Qué ocultáis?
Ha escrito un memorando al rey en el que enumera las fuentes de sus ingresos anuales y los despachos del gobierno por los que pasan. Es sumamente conciso. El rey lo lee una y otra vez. Da la vuelta al papel para ver si hay algo intrincado e inexplicable escrito al dorso. Pero no hay más que lo que tiene ante los ojos.
—No es ninguna novedad —dice él, disculpándose casi—. El difunto cardenal lo guardaba en la cabeza. Seguiré visitando la Ceca. Si Su Majestad está de acuerdo.
En la Torre, visita a un preso, John Frith. A petición suya, que no cuenta para nada, se mantiene al recluso limpiamente separado del suelo de tierra, con un lecho caliente, comida suficiente, una ración de vino, papel y tinta; aunque le ha aconsejado que guarde los escritos si oye la llave en la puerta. Espera a un lado mientras el carcelero le abre paso, mirando al suelo, porque no le agrada lo que va a ver, pero John Frith se levanta de la mesa. Es un joven esbelto y afable, un helenista, y le dice: «Señor Cromwell, sabía que vendríais».
Cuando estrecha las manos de Frith, le parecen todo hueso, frías y secas, y con huellas delatoras de tinta. Piensa que no puede ser tan delicado si ha vivido tanto. Fue uno de los estudiantes encerrados en la bodega del colegio de Wolsey, donde mantuvieron a los hombres de la Biblia porque no había otro sitio seguro. Cuando la epidemia estival llegó hasta allí, Frith estuvo tendido a oscuras con los cadáveres hasta que alguien se acordó de sacarlo.
—Señor Frith —dice él—, si yo hubiese estado en Londres cuando os detuvieron…
—Pero mientras vos estabais en Calais, Thomas Moro seguía trabajando.
—¿Qué os impulsó a volver a Inglaterra? No, no me lo digáis. Si trabajabais con Tyndale, preferiría no saberlo. Dicen que os habéis casado, ¿es cierto? ¿En Amberes? Lo único que no soporta el rey…, bueno, hay muchas cosas que no soporta, pero detesta a los sacerdotes casados. Y detesta a Lutero, y vos habéis traducido a Lutero al inglés.
—Exponéis muy bien el caso, para mi enjuiciamiento.
—Tenéis que ayudarme a ayudaros. Si pudiese conseguiros una audiencia con el rey (tendríais que estar preparado, él es un teólogo muy astuto), ¿creéis que podríais suavizar las respuestas, complacerle?
Han encendido el fuego, pero la habitación aún está fría. Es imposible librarse de las nieblas y emanaciones del Támesis.
—Thomas Moro aún tiene cierto crédito con el rey —dice Frith, la voz apenas audible; consigue sonreír—. Y le ha escrito una carta diciendo que soy Wycliffe, Lutero y Zwinglio juntos y atados con una cuerda, un reformador metido en otro, como para un banquete en el que se rellena un faisán con un pollo y el pollo con un ganso. Moro quiere zamparme, así que no dañéis vuestro crédito pidiendo merced para mí. En cuanto a lo de suavizar mis respuestas…, creo, y lo diré ante cualquier tribunal…
—No, John.
—Diré ante cualquier tribunal lo que diré en el Juicio Final: la Eucaristía es solo pan, no necesitamos para nada la penitencia, el Purgatorio es una invención sin base en las Escrituras…
—Si vienen algunos hombres y os dicen que vayáis con ellos, Frith, id con ellos. Los enviaré yo.
—¿Creéis que vais a poder sacarme de la Torre?
La Biblia de Tyndale dice que con Dios nada será imposible.
—Si no de la Torre, entonces, cuando os lleven para interrogaros, esa será vuestra oportunidad. Estad preparado para aprovecharla.
—Pero ¿con qué propósito? —Frith habla amablemente, como si se dirigiese a un joven alumno—. ¿Creéis que podéis alojarme en vuestra casa y esperar a que el rey cambie de opinión? Yo tendría que escaparme de allí, y desde el púlpito público de la Cruz de la catedral de San Pablo proclamar ante los londinenses lo que ya he dicho.
—¿Vuestro testimonio no puede esperar?
—No con Enrique. Podría esperar hasta que se hiciese viejo.
—Os quemarán.
—¿Creéis que no puedo soportar el dolor? Tenéis razón, no puedo. Pero no me darán elección. Como dice Moro, no se convierte en héroe a un hombre porque acceda a soportar que le quemen una vez encadenado a una estaca. He escrito libros y no puedo desescribirlos. No puedo descreer lo que creo. No puedo desvivir mi vida.
Él se marcha. Son las cuatro. El tráfico fluvial es escaso, entre el aire y el agua se arrastra un vapor fino y penetrante.
Al día siguiente, un día frío, claro y azul, el rey baja en la barca real a ver cómo va la obra, con el nuevo enviado francés; el tono es confidencial, el rey camina con una mano en el hombro de Dinteville o, mejor dicho, en su hombrera; el francés lleva unas hombreras tales que parece más ancho que las puertas, pero, aun así, tirita.
—Aquí, nuestro amigo tiene que hacer algo de ejercicio para calentar la sangre —dice el monarca—. Y es torpe con el arco…, cuando fue a tirar la última vez, temblaba tanto que creí que se clavaría la flecha en el pie. Se queja de que no somos halconeros serios, así que le he dicho que os acompañe, Cromwell.
¿Será una promesa de tiempo libre?
El rey se marcha.
—No si hace tanto frío como hoy —dice el embajador—. No soporto estar en el campo con el viento silbando, sería mi muerte. ¿Cuándo veremos el sol de nuevo?
—Oh, hacia junio. Pero los halcones estarán de muda entonces. Me propongo tener los míos volando de nuevo en agosto, así que nil desperandum, monsieur, tendremos ocasión de divertirnos.
—No aplazaréis esta coronación, ¿verdad? —Es siempre así, después de una breve charla surge de su boca una pregunta de embajador—. Porque cuando mi señor hizo el tratado, no esperaba que Enrique alardease de su presunta esposa y su gran vientre. Si lo mantuviese discretamente, sería un asunto distinto.
Mueve la cabeza. No habrá aplazamiento. Enrique afirma que cuenta con el apoyo de los obispos, los nobles, los jueces, el Parlamento y el pueblo; la coronación de Ana es su oportunidad de demostrarlo.
—No os preocupéis —dice él—. Mañana recibiremos al nuncio pontificio. Veréis cómo le maneja mi señor.
Enrique les llama desde las murallas.
—Venid, señor. Veréis el panorama de mi río.
—¿Os extraña que tiemble? —dice el francés con vehemencia—. ¿Os extraña que me estremezca delante de él? Mi río. Mi ciudad. Mi salvación, cortada y bordada justo para mí. Mi Dios inglés hecho a mi medida. —Maldice entre dientes e inicia la subida.
Cuando llega a Greenwich el nuncio pontificio, Enrique le da la mano y le cuenta con franqueza lo mucho que le atormentan sus impíos consejeros y cuánto anhela volver a una relación de perfecta amistad con el papa Clemente.
Podrías observar a Enrique todos los días durante una década y no ver la misma cosa nunca. Elige a tu príncipe: admira a Enrique cada vez más. A veces, parece desdichado; a veces, incompetente; a veces, un niño; a veces, un maestro de su oficio. A veces parece un artista, por su forma de recorrer su obra con la vista; a veces mueve la mano y parece que él no la ve moverse. Si hubiese estado destinado a una condición inferior, podría haber sido un actor itinerante que dirigiese una compañía propia.
Por orden de Ana, lleva a la corte a su sobrino, y también a Gregory; el rey ya conoce a Rafe, porque siempre le acompaña. Se queda mirando a Richard un buen rato. «Lo veo. De veras que sí».
No hay nada en la cara de Richard, al menos nada que él pueda ver, que muestre que tenga sangre Tudor; pero el rey le mira con los ojos de un hombre que quiere parientes.
—Vuestro abuelo ap Evan, el arquero, fue un gran servidor de mi padre rey. Tenéis buena apostura. Me gustaría veros manejar el arco. Me gustaría veros llevando vuestros colores en la justa.
Richard se inclina. Y luego el rey, porque es la esencia de la cortesía, se vuelve a Gregory y dice: «Y vos, señor Gregory, sois también un excelente joven».
Cuando el rey se marcha, a Gregory se le ensancha la cara de puro placer. Se lleva la mano al brazo, al lugar en que le ha tocado el rey, como para transferir a las yemas de sus dedos la gracia regia.
—Es verdaderamente espléndido. Es tan espléndido… Mucho más de lo que habría imaginado. ¡Y dirigirse a mí! —Se vuelve a su padre—. ¿Cómo te las arreglas para hablar con él todos los días?
Richard le lanza una mirada de reojo. Gregory le da un golpe en el brazo.
—A pesar de vuestro abuelo el arquero, ¿qué diría él si supiese que vuestro padre era así de alto? —Muestra entre el índice y el pulgar la estatura de Morgan Williams—. Llevo todos estos años participando en justas. Con la imagen del sarraceno, clavándole mi lanza así, zas, justo en su negro corazón.
—Sí —dice Richard pacientemente—. Pero eres un inútil, ya verás que un caballero vivo es una prueba más dura que un infiel de madera. No piensas nunca en el coste: armadura de gran calidad, establo con caballos adiestrados.
—Podemos permitírnoslo —dice él—. Parece que nuestros días como soldados de a pie quedan atrás.
Aquella noche en Friars Inn, le pide a Richard que vaya a hablar con él a solas después de cenar. Tal vez se equivocase al planteárselo como una propuesta de negocios, diciéndole claramente lo que había sugerido Ana sobre su matrimonio.
—No hagas nada de momento. Aún tenemos que conseguir la aprobación del rey.
—Pero si ella no me conoce —dice Richard.
Él espera alguna objeción; ¿no conocer a alguien es una objeción?
—No te forzaré.
—¿Estáis seguro? —pregunta Richard alzando la vista.
¿Cuándo he forzado yo a nadie a hacer algo?, empieza a decir; pero Richard le interrumpe.
—No, no lo hacéis, estoy de acuerdo, solo es que tenéis mucha capacidad de persuasión. Y, a veces, es muy difícil, señor, distinguir entre ser persuadido por vos y que te derriben de un golpe en la calle y te pisoteen.
—Ya sé que lady Carey es mayor, pero es muy bella. Creo que es la mujer más Bella de la corte, y no es tan tonta como todo el mundo cree. Y no hay en ella nada de la malicia de su hermana. —De un modo extraño, piensa, ha sido para mí una buena amiga—. Y en vez de ser el primo no reconocido del rey, serías su cuñado. Todos nos beneficiaríamos.
—Un título, quizá. Para mí y para vos. Espléndidos matrimonios para Alice y Jo. ¿Y Gregory? Para él, por lo menos una condesa —habla en tono apagado.
¿Está hablando consigo mismo? Es difícil saberlo. Con muchas personas, con la mayoría quizá, el libro de su corazón está abierto para él; pero a veces es más fácil leer a los ajenos que a tu propia familia.
—Y Thomas Bolena sería mi suegro. Y tío Norfolk sería de verdad nuestro tío.
—Imagina la cara que pondría.
—Oh, sí, su cara. Sí, sería capaz de andar descalzo sobre brasas encendidas por ver su expresión.
—Piénsalo. No se lo digas a nadie.
Richard se va con una venia, pero sin añadir nada. Parece que interpreta «no se lo digas a nadie» como «no se lo digas a nadie más que a Rafe», porque diez minutos después entra Rafe y se queda mirándole con las cejas enarcadas. Los pelirrojos parecen muy tensos cuando enarcan las cejas, más de lo que lo están, en realidad.
—No tienes por qué contarle a Richard —le dice— que una vez María Bolena me hizo una proposición. No hay nada entre nosotros. No será como Wolf Hall, si es eso lo que piensas.
—¿Y si el novio no piensa lo mismo? Me pregunto por qué no la casáis con Gregory.
—Gregory es demasiado joven. Richard tiene veintitrés años, es una buena edad para casarse si puedes permitírtelo. Y tú ya has pasado esa edad, es hora de que te cases también.
—Lo haré, antes de que busquéis una Bolena para mí. —Rafe se vuelve y dice suavemente—: Solo una cosa, señor, y creo que es lo que hace dudar a Richard…, todas nuestras vidas y nuestra suerte dependen ahora de esa dama, que además de ser voluble es mortal, y toda la historia del matrimonio del rey nos indica que un niño en el vientre no es un heredero en la cuna.
En marzo, llega de Calais la noticia de la muerte de lord Berners. La tarde en su biblioteca, la tormenta soplando fuera: parece al evocarlo un refugio de paz, la última hora para sí mismo de que dispuso. Quiere hacer una oferta por los libros del difunto (una oferta generosa, para ayudar a lady Berners), pero parece ser que los folios han saltado de su escritorio y han echado a andar, unos en la dirección de Francis Bryan, sobrino del anciano, y otros en la de otro pariente, Nicholas Carew.
—¿Olvidaríais sus deudas, al menos mientras viva su esposa? —le pregunta a Enrique—. Ya sabéis que no ha dejado…
—Ningún hijo. —El pensamiento de Enrique se le ha adelantado: yo estuve en tiempos en esa condición desdichada, sin hijos, pero pronto tendré un heredero.
Le lleva a Ana unos cuencos de mayólica. Tienen escrita por la parte exterior la palabra maschio y en el interior imágenes de rubios bebés rollizos, todos con un pequeño y tímido falo. Ella se ríe. Los italianos dicen que para que sea niño hay que mantenerlo caliente, le explica. Calentad vuestro vino para calentar la sangre. Nada de fruta fría, nada de pescado.
—¿Creéis que ya está decidido lo que va a ser o que Dios decide más tarde? —pregunta Jane Seymour—. ¿Creéis que él mismo lo sabe, sabe lo que es? ¿Creéis que si pudiéramos ver dentro de vos seríamos capaces de saberlo?
—Jane, ojalá siguieseis en Wiltshire —dice Mary Shelton.
—No necesitáis abrirme —dice Ana—, señora Seymour. Es un niño y nadie debe decir ni pensar otra cosa.
Frunce el ceño y se puede ver cómo doblega y concentra la gran fuerza de su voluntad.
—Me gustaría tener un bebé —dice Jane.
—Pues andad con cuidado —la previene lady Rochford—. Si os crece el vientre, señora, os emparedarán viva.
—En su familia —dice Ana— le darían un ramo de flores. Allá en Wolf Hall no saben lo que es la continencia.
Jane se ha ruborizado y tiembla.
—No quería molestar a nadie.
—Dejadla —dice Ana—. Es como asustar a un ratón de campo. —Se vuelve hacia él y dice—: Aún no habéis presentado vuestro proyecto. Decidme, ¿a qué se debe el retraso?
Se refiere al proyecto de ley para prohibir las apelaciones a Roma. Él empieza a explicarle la fuerza de la oposición, pero ella enarca las cejas y dice:
—Mi padre está hablando en vuestro favor en la Cámara de los Lores; y también Norfolk. ¿Quién se atreve, pues, a oponerse a nosotros?
—Conseguiré que se apruebe por Pascua. Contad con ello.
—La mujer que vimos en Canterbury, dicen que los suyos están imprimiendo un libro con sus profecías.
—Tal vez, pero ya me aseguraré de que no lo lea nadie.
—Dicen que el pasado día de santa Catalina, mientras estábamos en Calais, tuvo una visión de la supuesta princesa María coronada reina.
Su voz fluye rápida, esos son mis enemigos, esa profetisa y quienes la rodean, Catalina, que conspira con el emperador, su hija María, la presunta heredera, la antigua tutora de María, Margaret Pole, lady Salisbury, ella y toda su familia son enemigos míos, su hijo lord Montague, su hijo Reginald Pole, que está en el extranjero, la gente habla de su derecho al trono, así que ¿por qué no se le puede traer a Inglaterra y comprobar su lealtad? Henry Courtenay, el marqués de Exeter, cree que tiene también derecho al trono, pero cuando nazca mi hijo saldrá de su error. Lady Exeter, Gertrude, anda siempre quejándose de que se destituye a los nobles de sus puestos y se les sustituye por hombres de baja condición, y ya sabéis a qué se refiere con eso.
Milady, dice suavemente su hermana. No os alteréis.
No me altero, dice Ana. Con la mano sobre el niño que crece en su interior, añade, calmada: «Esa gente me quiere muerta».
Los días aún son cortos, el aguante del rey, todavía más. Chapuys se inclina y se contorsiona y se retuerce en su presencia y hace muecas, como si quisiese pedirle a Enrique que bailase con él.
—He leído con cierta perplejidad algunas conclusiones a las que ha llegado el doctor Cranmer…
—Mi arzobispo —dice el rey con frialdad; la entronización ha tenido lugar ya, con grandes gastos.
—… conclusiones respecto a la reina Catalina…
—¿Quién? ¿Os referís a la esposa de mi difunto hermano, la princesa de Gales?
—… porque Su Majestad sabe que las dispensas se emitieron de forma que permitiesen que vuestro matrimonio fuese válido, se hubiese consumado o no aquel primer matrimonio.
—No quiero oír mencionar la palabra dispensa —dice Enrique—. No quiero oíros mencionar lo que llamáis mi matrimonio. El papa no tiene poder para legitimar el incesto. No soy más marido de Catalina que vos.
Chapuys se inclina.
—Si el contrato no hubiese sido nulo —dice Enrique, paciente por última vez—, Dios no me habría castigado con la pérdida de mis hijos.
—No tenemos certeza de que la bendita Catalina no pueda tener hijos. —Alza la vista con una mirada delicada y astuta.
—Decidme, ¿por qué pensáis que hago esto? —El rey parece sentir curiosidad—. ¿Por lujuria? ¿Es eso lo que pensáis?
¿Matar a un cardenal? ¿Dividir vuestro país? ¿Escindir a la Iglesia? «Parece extravagante», murmura Chapuys.
—Pero eso es lo que pensáis, es lo que le decís al emperador. Os equivocáis. Soy el senescal de mi país, señor. Y si tomo ahora una esposa en una unión bendecida por Dios, es para tener un hijo de ella.
—Pero no hay garantías de que Su Majestad vaya a tener un hijo, o de que los hijos que tenga, vivan.
—¿Por qué no habría de ser así? —Enrique enrojece. Se ha puesto de pie. Grita y ruedan por su cara lágrimas furiosas—. ¿No soy un hombre como los demás? ¿No lo soy? ¿No lo soy?
El hombre del emperador es un animoso y pequeño terrier; pero hasta él sabe que cuando has hecho llorar a un rey es hora de retirarse. Al salir dice (sacudiéndose el polvo, con su recatada agitación habitual): «Hay una distinción a tener en cuenta entre el bien del país y el bien de los Tudor. ¿O no lo creéis?».
—¿Quién es entonces vuestro candidato preferido al trono? ¿Os inclináis por Courtenay o por Pole?
—No deberíais burlaros de personas de sangre real —dice Chapuys sacudiéndose las mangas—. Al menos ahora estoy oficialmente informado del estado de la dama, mientras que antes solo podía deducirlo de ciertos espectáculos insensatos que había presenciado… ¿Sabéis cuánto apostáis, Cremuel, por el cuerpo de una mujer? Esperemos que no le suceda ningún mal…
Él coge al embajador por el brazo, le hace girarse en redondo.
—¿Qué mal? Aclarad lo que decís.
—Si me soltáis… Gracias. No tardaréis en recurrir a maltratar a la gente. Lo cual demuestra, como dicen, vuestro origen. —Pese a sus palabras cargadas de bravuconería, está temblando—. Mirad alrededor y veréis que ella ofende con su orgullo y su presunción a vuestra propia nobleza. Ni siquiera su tío puede soportar sus triquiñuelas. Los mejores amigos del rey se excusan para seguir alejados de la corte.
—Esperad a que esté coronada —dice él—. Ya veréis cómo acuden corriendo.
El 12 de abril, domingo de Pascua, Ana aparece con el rey en la misa mayor y se reza por ella como reina de Inglaterra. El Parlamento aprobó ayer el proyecto de ley; él espera una modesta recompensa, y antes de que el rey y su séquito entren a romper el ayuno, Enrique le llama y le concede el cargo que ocupaba lord Berners, canciller del Tesoro. «Berners os propuso para el puesto»; Enrique sonríe, le gusta dar. Disfruta como un niño pensando en lo satisfecho que te sentirás.
En la misa, su pensamiento había vagado por la ciudad. ¿Qué gallineros ruidosos estarán esperándole en casa? ¿Qué peleas en la calle, qué niños abandonados en escalinatas de iglesias, qué aprendices rebeldes con los que accederá a hablar? ¿Han pintado huevos de Pascua Alice y Jo? Son mayores ya, pero están contentas de ser las niñas de la casa hasta que llegue la generación siguiente. Es hora de dedicarse a pensar en maridos para ellas. Anne, si hubiese vivido, podría estar casada ya, y, en cuanto a Rafe, aún no le ha buscado nada. Piensa en Helen Barre; lo deprisa que va con la lectura, cómo no pueden arreglárselas sin ella en Austin Friars. Cree ya que su marido está muerto y piensa: debo decírselo, debo decirle que es libre. Es demasiado comedida para mostrar su alegría, pero ¿a quién no le gustaría saber que no está sometida ya a un hombre como aquel?
Enrique mantiene durante toda la misa un constante zumbido de charla. Examina documentos y se los pasa a sus consejeros. Solo se arrodilla en un acceso de respeto en la consagración, cuando se produce el milagro y una oblea se convierte en Dios. Tan pronto como el sacerdote dice «Ita, missa est», murmura: acudid a mi cámara, solo.
Primero los cortesanos reunidos deben hacer sus reverencias a Ana. Sus damas retroceden y la dejan sola en un reducido espacio iluminado por el sol. Él observa, observa a gentilhombres y consejeros, entre los cuales, este día festivo, se cuentan muchos de los amigos de infancia del monarca. Se fija especialmente en sir Nicholas Carew; su reverencia a la nueva reina es impecable, pero no puede evitar fruncir los labios. Dispón tu rostro, Nicholas Carew, tu antiguo rostro de familia. Oye a Ana decir: estos son mis enemigos. Él añade a la lista a Carew.
Detrás de las cámaras de recepción están las habitaciones del rey, que solo ven los íntimos, donde le sirven sus gentilhombres, y donde puede verse libre de embajadores y espías. Es el terreno de Henry Norris, y Norris le felicita cortésmente por su nuevo nombramiento y se va en silencio.
—Sabéis que Cranmer va a convocar un tribunal para decidir la disolución oficial del… —dice Enrique, no quiere volver a oír hablar de su matrimonio, así que hasta él evita la palabra—. Le he pedido que lo convoque en el monasterio de Dunstable, porque queda, a cuánto, a diez o doce millas de Ampthill, donde se aloja ella…, para que pueda enviar a sus abogados si quiere. O comparecer ante el tribunal ella misma. Quiero que vayáis a verla, en secreto, solo a hablarle…
A comprobar que no tenga preparada ninguna sorpresa.
—Dejad a Rafe conmigo cuando os vayáis. —Al ver que se le entiende tan fácilmente, el rey se relaja y se anima—. Puedo confiar en que él diga lo que diría Cromwell. Contáis con un buen ayudante. Y disimula mejor que vos. Os veo cuando estáis en el Consejo, con la mano delante de la boca. A veces hasta a mí me entran ganas de reír.
Se acomoda en un asiento, se cubre la cara como para protegerse los ojos. Él se da cuenta de que el rey está a punto de llorar otra vez.
—Brandon dice que mi hermana se está muriendo. Los médicos ya no pueden hacer nada por ella. Aquel cabello que tenía en tiempos, era como plata…, mi hermana tenía eso. A los siete años, ella era la viva imagen de mi hermana, como un santo pintado en la pared. Decidme, ¿qué voy a hacer con mi hija?
Él espera, hasta que sabe que es de verdad una pregunta.
—Sed bueno con ella, señor. Calmadla. No debería sufrir.
—Pero tengo que convertirla en bastarda. Necesito asegurar Inglaterra para mis hijos legítimos.
—Lo hará el Parlamento.
—Sí —gime; se seca las lágrimas—. Cuando Ana esté coronada. Una cosa, Cromwell, luego podremos desayunar, porque tengo mucha hambre. Este proyecto de matrimonio para mi primo Richard…
Él recorre rápidamente la nobleza de Inglaterra. Pero no, ve que es su Richard, Richard Cromwell.
—Lady Carey… —la voz del rey se suaviza—, bueno, lo he pensado y creo que no. O, al menos, no en este momento.
Él asiente. Comprende sus razones. Cuando Ana se entere, se pondrá furiosa.
—A veces es un solaz para mí —dice Enrique— no tener que hablar y hablar. Vos nacisteis para entenderme, creo.
Es una visión de sus circunstancias respectivas. Él llevaba unos seis años en este mundo antes de que Enrique llegara a él. Años de los que hizo buen uso. Enrique se quita la gorra bordada, la tira, se pasa las manos por el pelo. Su cabello clarea, como la melena dorada de Wyatt, y deja al descubierto la forma de su enorme cráneo. Por un momento parece una estatua tallada, una forma más simple de sí mismo, o uno de sus ancestros: un miembro de la raza de gigantes que vagaban por Britania y que no dejaron rastro más que en los sueños de sus insignificantes descendientes.
Regresa a Austin Friars en cuanto puede. ¿Podrá tener un día libre? Las multitudes que hay a la entrada de su casa se han dispersado, porque Thurston les ha dado ya la comida de Pascua. Va primero a la cocina para darle una palmada en la cabeza y una pieza de oro.
—Cien bocas abiertas, os lo juro —dice Thurston—. Y volverán a la hora de cenar.
—Es una vergüenza que haya tantos mendigos.
—De mendigos, nada. Lo que sale de esta cocina es tan bueno que ahí fuera hay concejales que se tapan la cara con la capucha para que no les conozcan. Y tengo en casa un montón de gente, estéis vos con nosotros o no. Hay franceses, alemanes, florentinos, todos dicen conoceros y todos quieren la comida que les gusta, tengo a sus criados aquí, además, picando de esto, probando de aquello. Tenemos que alimentar a menos gente o construir una cocina.
—Me ocuparé de ello.
—El señor Rafe dice que habéis comprado para la Torre una cantera en Normandía. Dice que los franceses están todos minados y que se les abren agujeros en el suelo y se caen por ellos.
Qué piedra tan bella. Tiene el color de la manteca. Cuatrocientos hombres en nómina, y a todo el que se presenta se le envía de inmediato al trabajo de construcción de Austin Friars.
—Thurston, no permitáis que nadie ande picando ni probando nuestra comida.
Piensa que así fue como estuvo a punto de morir el obispo Fisher; a menos que la causa fuese en realidad la olla. Nunca podrías poner peros a la olla de Thurston. Acude a mirarla, burbujea.
—¿Sabéis dónde está Richard?
—Picando cebollas en la escalera del fondo. Ah, ¿os referís al señor Richard? Arriba, comiendo. Con todos.
Sube. Ve que los huevos de Pascua llevan sus rasgos, son inconfundibles. Jo ha pintado su sombrero y su cabello en uno, así que parece que lleve una gorra con orejeras. Le ha puesto dos barbillas por lo menos.
—Bueno, señor —dice Gregory—. Es indudable que estáis engordando. Cuando estuvo aquí Stephen Vaughan no podía creer que fueseis vos.
—Mi señor el cardenal aumentaba de tamaño como la luna —dice él—. Es un misterio, porque se sentaba a la mesa y tenía que levantarse enseguida a resolver algún asunto, e incluso cuando estaba en la mesa apenas podía comer, porque no paraba de hablar. Ay, pobre de mí. Llevo desde anoche sin meter en la boca ni un trozo de pan.
Coge un trozo de pan y dice: «Hans quiere pintarme».
—Espero que pueda darse prisa —dice Richard.
—Richard…
—Comed.
—Es mi desayuno. No, es igual. Ven.
—El novio feliz —dice, burlón, Gregory.
—Tú —le amenaza su padre— vas a ir al norte con Rowland Lee. Si crees que soy duro, espera a conocer a Rowland.
Ya en el despacho, dice:
—¿Cómo va la práctica con el arco?
—Bien. Los Cromwell derrotarán a todos.
Tiene miedo por su hijo. Miedo a que caiga, a que resulte herido, a que le maten. Miedo por Richard también; estos muchachos son la esperanza de su casa.
—¿Eso soy yo? —dice Richard—. ¿El novio feliz?
—El rey dice que no. No es por mi familia ni por la tuya… Dice que eres su primo. Yo creo que su actitud con nosotros es excelente en este momento. Pero necesita a María para él. El niño nacerá a finales de verano y tiene miedo a tocar a Ana. Y no desea reanudar su vida célibe.
—¿Lo ha dicho? —exclama Richard alzando la vista.
—Me lo dio a entender. Y lo transmito tal como lo entendí. Y los dos estamos asombrados, pero lo superamos.
—Supongo que si las hermanas fuesen más parecidas, podría uno empezar a entenderlo.
—Supongo que sí podría entenderse, sí —dice él.
—Y es la cabeza de nuestra Iglesia. No me extraña que los extranjeros se rían.
—Si él fuese un modelo de conducta en su vida privada, resultaría sorprendente…, pero a mí lo único que puede preocuparme es su condición de rey. Si fuese un déspota, si no hiciese caso al Parlamento, si no prestase atención a los Comunes y gobernase a su voluntad…, pero no lo hace…, así que no tengo que preocuparme por cómo se comporta con sus mujeres.
—Pero si no fuese rey…
—Oh, estoy de acuerdo. Le harías encerrar. Pero Richard, salvo lo de María, se ha portado bastante bien. No ha llenado el palacio de bastardos como los reyes escoceses. Ha habido mujeres, pero ¿quién puede nombrarlas? Solo la madre de Richmond y las Bolena. Ha sido discreto.
—Me atrevo a decir que Catalina sabía sus nombres.
—¿Quién puede decir que será un marido fiel? ¿Podrás tú?
—Tal vez no tenga la oportunidad.
—Todo lo contrario. Tengo una esposa para ti. ¿Qué te parece la chica de Thomas Murfyn? La hija de un alcalde no es una mala propuesta. Y vuestra fortuna será superior a la suya, de eso ya me encargaré yo. A Frances le gustas. Lo sé porque se lo he preguntado.
—¿Le habéis pedido a mi esposa que se case conmigo?
—Como estuve comiendo allí ayer…, no tenía sentido aplazarlo, ¿verdad?
—No, en realidad no.
Richard se ríe. Se retrepa en el asiento. Su cuerpo (su cuerpo capaz, admirable, que tanto ha impresionado al rey) transpira alivio.
—¡Frances! Bien. Me gusta Frances.
Mercy lo aprueba. No puede imaginar cómo se habría tomado ella lo de lady Carew, no había comentado el asunto con las mujeres.
—No aplacéis demasiado concertar una boda para Gregory —dice ella—. Ya sé que es muy joven, pero hay hombres que no maduran hasta que no tienen un hijo.
No ha pensado en eso, pero podría ser cierto. Si es así, hay esperanza para el reino de Inglaterra.
Dos días después, está de nuevo en la corte. El tiempo pasa muy deprisa entre Pascua y Pentecostés, en que Ana será coronada.
Él inspecciona sus nuevos aposentos y ordena que lleven braseros para ayudar a secar el yeso. Quiere examinar los frescos, le gustaría que lo hiciese Hans, pero está pintando a Dinteville y dice que necesita seguir con ello, porque el embajador le está pidiendo al rey Francisco que se acuerde de él, y le envía una carta quejumbrosa en cada barco. Para la nueva reina no vamos a tener esas escenas de caza que se ven pintadas en todas partes, ni lúgubres santos con los instrumentos de su martirio, sino diosas, palomas, halcones blancos, doseles de verdes hojas. Y, en la lejanía, ciudades asentadas en las colinas: en primer plano, templos, huertos de frutales, columnas caídas y cielos cálidos y azules delineados como dentro de un marco, con bordes de colores vitruvianos, mercurio y cinabrio, ocre tostado, malaquita, índigo y morado. Desenrolla los esbozos que han hecho los operarios. El búho de Minerva extiende las alas en un panel. Una Diana descalza ajusta una flecha en el arco. Una cierva blanca la observa desde los árboles. Él anota una instrucción para el supervisor: «La flecha debe diferenciarse en oro. Todas las diosas tienen los ojos oscuros». Siente un aletazo en la oscuridad, el miedo le roza: ¿y si Ana muere? Enrique querrá otra mujer. La llevará a esas habitaciones. Puede tener los ojos azules. Tendrá que borrar las caras y pintarlas de nuevo, sobre las mismas ciudades, las mismas colinas violeta.
Fuera, se detiene a presenciar una pelea. Un cantero y el jefe de los albañiles se dan de golpes con listones. Se detiene en el círculo que forman alrededor los demás operarios.
—¿Qué pasa?
—Nada. Los canteros tienen que pelearse con los albañiles.
—¿Cómo Lancaster y York?
—Así.
—¿Habéis oído hablar alguna vez del campo llamado Towton? El rey me cuenta que murieron allí más de veinte mil ingleses.
El hombre le mira boquiabierto.
—¿Contra quién luchaban?
—Entre ellos.
Fue el domingo de Ramos de 1461. Los ejércitos de los dos reyes se enfrentaron en la nieve batida por el viento. El ganador fue el rey Eduardo, abuelo del rey actual, si se puede decir que hubo ganador. Los cadáveres formaban un puente balanceante de una orilla a otra del río. Un número indeterminado de ellos consiguieron salir de allí arrastrándose, rodando y revolcándose en su propia sangre. Unos cegados, otros desfigurados, otros mutilados para toda la vida.
El niño del vientre de Ana es la garantía de que no habrá más guerras civiles. Es el principio, el comienzo de algo, la promesa de otro país.
Interviene en la lucha. Les grita que paren. Les da un empujón a los dos, que caen de espaldas: dos ingleses frágiles, huesos quebradizos, dientes de tiza. Los vencedores de Agincourt. Se alegra de que no esté allí Chapuys observando.
Los árboles están llenos de hojas cuando él se adentra en Bedfordshire, con un reducido séquito en un asunto extraoficial. Christophe cabalga a su lado y le agobia: me dijisteis que me explicaríais quién es Cicerón y quién es Reginald Pole.
—Cicerón era un romano.
—¿Un general?
—No, eso se lo dejó a otros. Como yo, por ejemplo, podría dejárselo a Norfolk.
—Oh, Norferk. —Christophe somete al duque a su peculiar pronunciación—. Uno de los que se mean en vuestra sombra.
—¡Santo cielo, Christophe! He oído lo de escupir en la sombra de alguien, pero…
—Sí, pero hablamos de Norferk. ¿Y Cicerón?
—Nosotros los abogados procuramos memorizar todos sus discursos. Si hubiese hoy un hombre que tuviese toda la sabiduría de Cicerón en la cabeza, estaría… —¿Sería qué?—. Cicerón estaría al lado del rey —dice.
Esto no impresiona demasiado a Christophe.
—Y Pole, ¿es un general?
—Un sacerdote. Aunque eso no es del todo cierto… Tiene cargos en la Iglesia, pero no ha sido ordenado.
—¿Por qué no?
—Porque así puede casarse, sin duda. Lo que le hace peligroso es su sangre. Es un Plantagenet. Sus hermanos están en este reino bajo vigilancia nuestra. Pero Reginald está en el extranjero y tememos que esté conspirando con el emperador.
—Mandad a alguien a matarlo. Iré yo.
—No, Christophe, os necesito para impedir que la lluvia me estropee los sombreros.
—Como queráis. —Christophe se encoge de hombros—. Pero mataré a un Pole cuando lo necesitéis, será un placer.
La mansión de Ampthill, en otros tiempos fortificada, tiene torres espaciosas y una espléndida entrada. Se alza en una colina que domina el entorno boscoso. Es una residencia agradable, el tipo de casa al que irías a recuperar fuerzas después de una enfermedad. Se había construido con dinero ganado en las guerras francesas, en los tiempos en que los ingleses solían ganarlas. Pese a que, en consonancia con su nueva condición como princesa viuda de Gales, Enrique ha reducido el número de sirvientes de Catalina, aún está rodeada de capellanes, confesores, administradores, cada uno con su séquito de sirvientes, de mayordomos y tallistas, médicos, cocineros, marmitones, malteros, artistas, tocadores de laúd, encargados de las aves, jardineros, lavanderas, boticarios y un entorno de damas encargadas de la ropa, de damas de cámara y de sus doncellas. Pero cuando le hacen entrar en la habitación, ella indica con un gesto a sus acompañantes que se retiren. Nadie le había dicho que iba a llegar, pero debe de tener espías en el camino. De ahí su despreocupada exhibición de que está ocupada: un libro de oraciones en el regazo, y algo de costura. Él se arrodilla, inclina la cabeza ante esos obstáculos.
—Decidme, señora, ¿cuál de los dos?
—Bueno, ¿inglés hoy? Levantaos, Cromwell, no perderemos el tiempo como en la última entrevista decidiendo qué idioma usar. Porque ahora sois un hombre muy ocupado. En primer lugar —añade luego, una vez superados los formalismos—, no compareceré ante vuestro tribunal de Dunstable. ¿Es lo que venís a preguntar, no? No lo reconozco. Mi causa está en Roma, esperando la decisión del Santo Padre.
—Que tarda en decidirse, ¿verdad? —le dirige una sonrisa desconcertada.
—Esperaré.
—Pero el rey quiere resolver de una vez sus asuntos.
—Tiene un hombre que lo hará. Yo no le llamo arzobispo.
—Clemente emitió las bulas.
—A Clemente le engañaron. El doctor Cranmer es un hereje.
—¿Pensáis tal vez que el rey es un hereje?
—No. Solo cismático.
—Si se convocase un concilio general de la Iglesia, Su Majestad se sometería a su juicio.
—Será demasiado tarde, si está excomulgado y expulsado de la Iglesia.
—Todos tenemos la esperanza, estoy seguro de que también vos, señora, de que nunca llegará ese día.
—Nulla salus extra ecclesiam. Fuera de la Iglesia no hay salvación. Hasta los reyes comparecen en el Juicio Final. Enrique lo sabe, y tiene miedo.
—Señora, dadle margen, de momento. Mañana, ¿quién sabe? No eliminéis toda posibilidad de reconciliación.
—Tengo entendido que la hija de Thomas Bolena está embarazada.
—Ciertamente, pero…
Catalina más que nadie debería saber que eso no garantiza nada. Considera lo que él quiere decir, lo piensa, cabecea.
—Veo las circunstancias en las que él podría volver conmigo. He tenido muchas oportunidades de estudiar el carácter de esa dama, y no es paciente ni buena.
No importa; basta que tenga suerte.
—En el caso de que no tengan hijos, deberíais pensar en vuestra hija, lady María. Reconciliaos, señora. Él puede confirmarla como heredera. Y si cedéis, él os ofrecerá todos los honores y un cuantioso patrimonio.
—¡Un cuantioso patrimonio! —Catalina se levanta; se le cae la labor de la falda; el libro de oraciones golpea el suelo con un ruido seco y coriáceo, y el dedal de plata salta en las tablas y rueda hasta un rincón—. Antes de que me hagáis ninguna oferta ridícula más, señor Cromwell, permitidme que os cuente un capítulo de mi historia. Después de la muerte de Milord Arturo, pasé cinco años en la pobreza. No podía pagar a mis servidores. Comprábamos la comida más barata que podíamos encontrar, comida ruin, en mal estado, el pescado rancio…, cualquier pequeño mercader tenía mejor mesa que la hija de España. El difunto rey Enrique no me permitía volver con mi padre porque decía que le debía dinero…, regateaba conmigo como una de esas mujeres que van de puerta en puerta vendiendo huevos podridos. Yo deposité mi fe en Dios, no desesperé, pero hube de padecer la más profunda humillación.
—¿Por qué queréis volver a padecerla, entonces? —Frente a frente; se miran furiosos—. Suponiendo que todo lo que se proponga el rey sea humillaros.
—Hablad claro.
—Si se os considerase culpable de traición, la ley seguiría su curso, como con cualquier otro súbdito. Vuestro sobrino amenaza con invadirnos en vuestro nombre.
—Eso no sucederá. No en mi nombre.
—Es lo que digo yo, señora. —Suaviza el tono—. Digo que el emperador está ocupado con los turcos, no quiere tanto a su tía, perdonad que os lo diga, como para reclutar otro ejército. Pero algunos dicen: «Oh, callad, Cromwell, ¿qué sabéis vos?». Dicen que tenemos que fortificar los puertos, que tenemos que reclutar tropas, que tenemos que poner el país en estado de alerta. Chapuys, como sabéis, insta continuamente a Carlos a bloquear nuestros puertos y confiscar nuestras mercancías y nuestros barcos mercantes en el extranjero. Insta a la guerra en todos sus despachos.
—No tengo ninguna noticia de lo que dice Chapuys en sus despachos.
Es una mentira tan descomunal que a él le parece admirable. Una vez dicho eso, Catalina parece debilitada; se hunde de nuevo en la silla, y antes de que él pueda hacerlo por ella, se dobla torpemente por la cintura para recoger la labor. Tiene los dedos hinchados, e inclinarse así parece dejarla sin aliento. Permanece un momento inmóvil, recuperándose, y cuando habla de nuevo lo hace de un modo tranquilo y deliberado.
—Señor Cromwell, sé que os he fallado. Es decir, he fallado a vuestro país, que es ya también el mío. El rey fue un buen marido para mí, pero no pude hacer lo que es más necesario que haga una esposa. Sin embargo, fui, soy una esposa… ¿Os dais cuenta, os la dais, de que es imposible que crea que fui una ramera veinte años? Es cierto que no he aportado a Inglaterra mucho bien, pero no estaría dispuesta a causarle ningún mal.
—Pero lo hacéis, señora. Tal vez no lo deseéis, pero el mal está hecho.
—No se sirve a Inglaterra con una mentira.
—Eso es lo que piensa el doctor Cranmer. Así que anulará vuestro matrimonio, comparezcáis ante el tribunal o no.
—El doctor Cranmer será excomulgado también. ¿No le da ningún reparo? ¿Tan perdido está?
—Ese arzobispo es el mejor guardián de la Iglesia que hemos tenido en muchos siglos, señora.
Piensa en lo que dijo Bainham antes de que le quemaran; en Inglaterra ha habido ochocientos años de falsedad, solo seis años de verdad y luz; seis años, desde que el Evangelio en inglés empezó a entrar en el reino.
—Cranmer no es un hereje. Cree en lo mismo que el rey. Reformará lo que haya que reformar, eso es todo.
—Sé muy bien en qué acabará esto. Tomaréis las tierras de la Iglesia y se las daréis al rey. —Se ríe—. No decís nada, ¿eh? Lo haréis. Pensáis hacerlo.
Casi parece alegrarse, como hacen a veces algunos cuando les dicen que se están muriendo.
—Señor Cromwell, debéis asegurar al rey que no traeré un ejército contra él. Decidle que rezo por él todos los días. Algunas personas, aquellos que no le conocen como yo, dicen: «Oh, impondrá su voluntad, tendrá lo que desea cueste lo que cueste». Pero yo sé que él necesita estar del lado de la luz. No es un hombre como vos, que puede meter sus pecados en las alforjas e ir con ellos de país en país, y cuando las alforjas pesan demasiado alquila una o dos mulas y no tarda en llevar tras él una reata y una tropilla de muleros. Enrique puede equivocarse, pero necesita que le perdonen. Así que yo creo, y seguiré creyendo, que se apartará de este camino del error para estar en paz consigo mismo. Y paz es lo que deseamos todos, estoy segura.
—Qué plácido final pintáis, señora. «Paz es lo que deseamos todos». Como una abadesa. ¿Estáis completamente segura, por cierto, de que no pensáis convertiros en abadesa?
Una sonrisa. Una sonrisa amplia y clara.
—Lamentaré no volver a veros. Sois mucho más hábil en la conversación que los duques.
—Los duques volverán.
—Estoy preparada. ¿Hay noticias de milady Suffolk?
—El rey dice que se está muriendo. Brandon no tiene ánimo para nada.
—Bien puedo creerlo —susurra Catalina—. Sus rentas como reina viuda de Francia mueren con ella. Y esa es la parte más importante de las rentas de que dispone él. Aun así, estoy segura de que vos le conseguiréis un préstamo, a alguna tasa de interés inicua —alza la vista—. A mi hija le gustará saber que os he visto. Piensa que fuisteis bueno con ella.
Él solo recuerda haberle dado un taburete para que se sentara. Debe de llevar una vida lúgubre, si recuerda eso.
—En realidad, lo correcto habría sido que permaneciese de pie, esperando una señal mía.
Su propia hijita transida de dolor. Ella debe sonreír, pero no cede una pulgada. Julio César habría tenido más compasión. Aníbal.
—Decidme —pregunta ella, tanteando el terreno—, ¿leería el rey una carta mía?
Enrique ha dado en romper las cartas de Catalina sin leerlas, o en quemarlas. Dice que le disgustan por sus expresiones de amor. Él no está dispuesto a contarle eso.
—Entonces esperad una hora —dice ella— mientras la escribo. Salvo que queráis pasar una noche con nosotros… Me alegraría tener compañía en la cena.
—Gracias, pero debo regresar. El Consejo se reúne mañana. Además, si me quedase, ¿dónde metería mis mulas? Sin mencionar a mi tropilla de muleros…
—Oh, los establos están medio vacíos. El rey procura que tenga escasez de monturas. Cree que estoy pensando en salir a escondidas y cabalgar hasta la costa y escapar a Flandes en un navío.
—¿Y lo haréis?
Le ha recogido el dedal. Se lo entrega. Ella lo hace saltar en la mano como si fuese un dado y se dispusiese a lanzarlo.
—No. Me quedaré aquí. O iré a donde me manden. A donde quiera el rey. Como debe hacer una esposa.
Hasta la excomunión, piensa él. Eso os librará de todos los vínculos, como esposa, como súbdita.
—Esto también es vuestro —dice, abriendo la palma de la mano; hay en ella una aguja con la punta dirigida hacia Catalina.
Corre por la ciudad la noticia de que Thomas Moro ha caído en la pobreza. Él se ríe de ello con el secretario de Estado, Gardiner.
—Alice era una viuda rica cuando se casó con ella —dice Gardiner—. Y él tiene tierras propias. ¿Cómo puede ser pobre? Y ha casado bien a las hijas.
—Y aún tiene su pensión del rey.
Él está buscando documentos para Stephen, que se prepara para presentarse como letrado titular de Enrique en Dunstable. Ha reunido todas las declaraciones de las audiencias de Black Friars, que parecen datar de otro siglo.
—Los ángeles nos valgan —dice Gardiner—. ¿Hay algo que vos no archivéis?
—Si siguiésemos buscando hasta el fondo de este cofre, encontraría cartas de amor de vuestro padre a vuestra madre.
Limpia el polvo de la última tanda.
—Tomad. —Los documentos golpean en la mesa—. Stephen, ¿qué podemos hacer por John Frith? Fue alumno vuestro en Cambridge. No le abandonéis.
Pero Gardiner cabecea y se concentra en los documentos, revisándolos, tarareando entre dientes.
—Bueno —exclama—, ¡quién iba a decirlo! ¡Aquí hay algo interesante!
Coge una barca para ir a Chelsea. El ex canciller está tranquilamente en su gabinete, su hija Margaret traduce del griego con voz monótona apenas audible. Cuando él se acerca, oye cómo le indica un error.
—Dejadnos, hija —dice Moro, al verle—. No quiero que estéis en esta compañía diabólica.
Pero Margaret alza la vista y sonríe. Moro se levanta de la silla, un poco rígido, como si le doliese la espalda, y le ofrece una mano.
Es Reginald Pole, desde Italia, quien dice que él es un diablo. Lo malo es que lo dice en serio; en su caso, no es una imagen, como en una fábula, sino algo que considera cierto, lo mismo que él considera cierto el Evangelio.
—Bueno —dice—. Nos hemos enterado de que no podéis asistir a la coronación porque no podéis pagaros una chaqueta nueva. El obispo de Winchester os comprará una si queréis asistir.
—¿Stephen? ¿Lo hará?
—Lo juro. —Le encanta la idea de volver a Londres y pedirle a Gardiner diez libras—. O los hombres del gremio harán una colecta, si queréis, para compraros también un sombrero y un jubón nuevos.
—¿Y cómo iréis vestido vos? —pregunta afablemente Margaret, como si le hubiesen pedido que se ocupase aquella tarde de dos niños.
—Me están haciendo algo. Dejo que los demás se ocupen de eso. Con que pueda evitar que se rían de mí, será suficiente.
No os vestiréis como un abogado el día de mi coronación, ha dicho Ana. Ha llamado a Jane Rochford y le ha hecho tomar notas como a una empleada: Thomas debe ir de color carmesí.
—Señora Roper —dice—, ¿no sentís curiosidad por ver coronada a la reina?
Su padre interviene, impidiéndole hablar.
—Es un día vergonzoso para las mujeres de Inglaterra. Se las oye decirlo en las calles…, cuando llegue el emperador, las esposas tendrán de nuevo sus derechos.
—Padre, estoy segura de que procurarán no decir eso delante del señor Cromwell.
Él suspira. No es gran cosa saber que todas las alegres y jóvenes putas están de tu parte. Todas las mujeres encerradas y las hijas fugadas. Aunque ahora que Ana se ha casado, se convierte en ejemplo. Ha abofeteado ya a Mary Shelton, le cuenta lady Carey, por escribir una adivinanza en el libro de oraciones, y no era siquiera una indecente. La reina se sienta últimamente muy erguida, con el niño agitándose en su vientre y la labor en la mano, y cuando Norris y Weston y los gentilhombres amigos suyos invaden sus aposentos, ella les mira, mientras ofrendan cumplidos a sus pies, como si estuviesen esparciendo arañas por los bordes de sus faldas. Mejor no acercarse a ella a menos que lo hagas con un texto de la Biblia en la boca.
—¿Ha vuelto a visitaros la Doncella? ¿La profetisa?
—Sí —dice Meg—, pero no quisimos recibirla.
—Creo que ha ido a ver a lady Exeter por invitación suya.
—Lady Exeter es una mujer necia y ambiciosa —dice Moro.
—Tengo entendido que la Doncella le contó que sería reina de Inglaterra.
—Repito mi comentario.
—¿Creéis en sus visiones? ¿En su carácter sagrado, quiero decir?
—No. Creo que es una impostora. Lo hace para llamar la atención.
—¿Solo eso?
—Nunca se sabe lo que puede hacer una mujer joven. Tengo la casa llena de hijas.
Él hace una pausa.
—Es una bendición.
Meg alza la vista, recuerda las pérdidas que ha sufrido él, aunque nunca haya oído la pregunta de Anne Cromwell: ¿por qué debería tener la preeminencia la señora Moro?
—Ha habido doncellas santas antes de esta —dice ella—. Una en Ipswich. Una niña de doce años. Era de buena familia, y dicen que hizo milagros, y que no sacó ningún beneficio de ello, ningún provecho personal, y murió joven.
—Pero luego hubo aquella Doncella de Leominster —dice Moro, con un gozo sombrío—. Cuentan que ahora es puta en Calais, y que se ríe con los clientes de todos los trucos con los que engañó a los que creyeron en ella.
Así que a él no le gustan las doncellas santas. Pero al obispo Fisher sí. Él la ha visto a menudo. Tiene tratos con ella.
—Por supuesto, Fisher tiene sus propias ideas —dice Moro, como si le quitase las palabras de la boca.
—Fisher cree que ella ha resucitado a un muerto. —Moro enarca una ceja—. Pero solo el tiempo suficiente para que el cadáver se confesase y recibiese la absolución. Luego se desplomó y se murió otra vez.
—Esa clase de milagros —dice Moro, sonriendo.
—Tal vez sea una bruja —dice Meg—. ¿Lo creéis? Hay brujas en las Escrituras. Podría citaros.
No, por favor.
—Meg —dice Moro—, ¿os indiqué dónde había dejado la carta?
Ella se levanta, marcando con un hilo el lugar por donde va en el texto griego.
—He escrito a esa doncella Barton…, dama Elizabeth, debemos llamarla, ahora es una monja profesa. Le he aconsejado que no perturbe la paz del reino, que deje de atribular al rey con sus profecías, que evite la compañía de los grandes, hombres y mujeres, que obedezca a sus directores espirituales, y, en suma, que se quede en casa y rece sus oraciones.
—Como deberíamos hacer todos, sir Thomas, siguiendo vuestro ejemplo. —Asiente, vigorosamente—. Amén. Supongo que guardáis una copia, ¿no?
—Tráela, Meg, porque, si no, no se marchará nunca.
Moro le da rápidas instrucciones a su hija. Pero él se convence de que no le dice que redacte la carta en el momento.
—Me iré enseguida —dice—. No quiero perderme la coronación. Tengo que ponerme la ropa nueva. ¿No nos haréis compañía?
—Os haréis compañía unos a otros en el Infierno.
Eso es lo que olvidas, esa vehemencia. Su capacidad para hacer comentarios malévolos, pero no para soportarlos.
—La reina tiene buen aspecto —dice él—. Me refiero a vuestra reina, no a la mía. Parece muy cómoda en Ampthill. Pero ya debéis de saberlo, claro.
No tengo correspondencia con la princesa viuda, dice Moro sin pestañear. Está bien, dice él, porque estoy vigilando a dos frailes que han estado llevando cartas de ella al extranjero… Empiezo a pensar que toda la orden de los franciscanos trabaja contra el rey. Si les detengo y no puedo convencerles, ya sabéis que soy muy persuasivo, para que confirmen mis sospechas tendré que colgarlos por las muñecas e iniciar una especie de competición entre ellos, para ver cuál es el que recobra antes el sentido común. Por supuesto, yo me inclinaría más por dejarles en casa, alimentarles y darles una bebida fuerte, pero en fin, sir Thomas, siempre me he guiado por vos y habéis sido mi maestro en estas artes.
Tiene que decirlo todo antes de que regrese Margaret Roper. Golpea la mesa con los dedos para conseguir que Moro le preste atención. John Frith. Pedid audiencia con Enrique. Os dará la bienvenida como a un hijo perdido. Hablad con él y pedidle que se entreviste con Frith. No os pido que estéis de acuerdo con John (para vos es un hereje, y tal vez lo sea), solo os pido que hagáis eso, y que se lo digáis al rey, que le digáis que Frith es un alma pura, que es un eximio erudito, para que le deje vivir. Si su doctrina es falsa y la vuestra es verdadera, podéis hablar con él y convencerle, sois hombre elocuente, el más persuasivo de nuestra época, no como yo… Convencedle de que vuelva a Roma si podéis. Pero si muere, nunca sabréis si podríais haber salvado su alma.
Los pasos de Margaret.
—¿Es esta, padre?
—Dádsela.
—Supongo que hay copias de la copia…
—Ya podréis suponer que hemos tomado todas las medidas razonables —dice la joven.
—Vuestro padre y yo estábamos hablando de monjes y frailes. ¿Cómo pueden ser buenos súbditos del rey si deben fidelidad a los superiores de sus órdenes, que están en el extranjero, en otros países, y que tal vez sean súbditos del rey de Francia o del emperador?
—Supongo que de todos modos son ingleses.
—He conocido pocos que se comportasen como tales. Vuestro padre os explicará más detalladamente lo que digo.
Le hace una venia, estrecha la mano a Moro, apretando sus flojos tendones; las cicatrices desaparecen. Es sorprendente cómo lo hacen. Y ahora su propia mano es blanca, una mano de gentilhombre, la piel tersa sobre las articulaciones, aunque en otros tiempos pensaba que las marcas de quemaduras, las señales que todo herrero graba en sus manos debido a su trabajo, nunca desaparecerían.
Se va a casa. Le recibe Helen Barre.
—He ido de pesca —dice él—. A Chelsea.
—¿Pescasteis a Moro?
—Hoy no.
—Han llegado vuestras ropas.
—¿Sí?
—Son de color carmesí.
—Santo cielo —dice, riéndose—. Helen…
Ella le mira. Parece esperar.
—No he encontrado a vuestro marido.
Ella tiene las manos hundidas en el bolsillo del delantal. Las mueve como si tuviese algo en ellas. Él se da cuenta de que aprieta una mano con la otra.
—¿Así que creéis que ha muerto?
—Sería razonable pensarlo. He hablado con el hombre que le vio en el río. Parece un buen testigo.
—Así que podría casarme de nuevo. Si alguien me quisiese.
Helen posa la mirada en su rostro. No dice nada. Está inmóvil. El momento parece prolongarse. Luego: ¿qué pasó con vuestro cuadro? El del hombre que tenía el corazón como un libro en las manos. ¿O era que el libro tenía forma de corazón?
—Se lo regalé a un genovés.
—¿Por qué?
—Necesitaba pagar por un arzobispo.
Ella se mueve, renuente, despacio. Aparta los ojos de su cara.
—Ha venido Hans. Os está esperando. Está furioso. Dice que el tiempo es dinero.
—Le compensaré.
Hans está robando tiempo de sus tareas para los preparativos de la coronación. Anda construyendo un modelo al natural del monte Parnaso en Gracechurch Street, y hoy tiene que poner en su lugar a las nueve musas, así que no le hace gracia tener que esperar a Thomas Cromwell. Da golpes en la habitación contigua. Parece que está moviendo los muebles.
Llevan a Frith al palacio del arzobispo en Croydon para que le examine Cranmer. El nuevo arzobispo podría haberle visto en Lambeth; pero el camino hasta Croydon es más largo, y pasa por los bosques. Con la frondosidad de esos bosques, le dicen, sería un mal día para nosotros si os escapaseis. Fijaos en la espesura de los árboles en el lado de Wandsworth. Podría ocultarse allí un ejército. Podríamos pasarnos dos días buscándoos, más…, y si os hubieseis marchado hacia el este, hacia Kent y el río, habríais salido del bosque antes de que llegásemos allí dando la vuelta.
Pero Frith conoce su camino; se dirige a la muerte. Ellos se paran, silbando, hablan del tiempo. Uno orina, pausadamente, en un árbol. Otro sigue el vuelo de un arrendajo entre las ramas. Pero cuando se vuelven, Frith está esperando, tranquilo, a que se reanude su viaje.
Cuatro días. Cincuenta embarcaciones en procesión, proporcionadas por los gremios de la ciudad. Dos horas desde la ciudad a Blackwall. Los aparejos adornados con campanillas y banderas; brisa leve pero fresca como pidió él a Dios en sus oraciones. Invierte el orden, ancla en las escaleras de Greenwich Palace, únete a la reina, que llega en su embarcación, la antigua de Catalina, rebautizada, de veinticuatro remos; al lado, sus mujeres, su guardia. Todos los ornamentos de la corte del rey, todas esas almas orgullosas y nobles que juraron que sabotearían el acontecimiento. Barcas llenas de músicos; trescientas embarcaciones a flote, ondeando estandartes y gallardetes. La música resuena de una orilla a otra, y los londinenses se alinean en ambas orillas. Río abajo con la corriente, con un dragón acuático en cabeza escupiendo fuego y acompañado de hombres salvajes que lanzan petardos. Los barcos grandes saludan con salvas de artillería.
Cuando llegan a la Torre, ha salido el sol. Parece que el Támesis estuviese en llamas. Enrique espera para recibir a Ana cuando desembarca. La besa sin formalismos, echa atrás la túnica, sosteniéndola a los lados para mostrar su vientre a Inglaterra.
Luego Enrique nombra caballeros: una multitud de Howards y Bolenas, sus amigos y servidores. Ana descansa.
Tío Norfolk se pierde el espectáculo. Enrique le ha enviado a visitar al rey Francisco, para reafirmar una cordialísima alianza entre los dos reinos. Él es el conde mariscal y debería estar al cargo de la coronación. Pero hay otro Howard que actúa como delegado suyo, y, junto a él, Thomas Cromwell lo dirige todo, incluido el tiempo.
Ha conferenciado con lord Arthur Lisley, que presidirá el banquete de la coronación. Arthur Plantagenet, una gentil reliquia de una época anterior. Tiene que ir a Calais, en cuanto acabe esto, para sustituir como gobernador allí a lord Berners, y él, Cromwell, debe instruirle antes de que se vaya. Lisley tiene un rostro alargado y huesudo de Plantagenet, y es alto, como su padre el rey Eduardo, que tuvo sin duda muchos bastardos, pero ninguno tan distinguido como este primero, que dobla la rodilla obediente ante la hija de Bolena. Su mujer Honor, que es su segunda esposa, es veinte años más joven que él, menuda y delicada, una esposa de juguete. Viste seda de color tostado, brazaletes de coral con corazones de oro y su expresión es de una insatisfacción vigilante que bordea la irritación. Le mira de arriba abajo. Supongo que sois Cromwell… Si un hombre te hablase en ese tono, le invitarías a salir fuera y pedirías a alguien que te sostuviese la chaqueta.
Segundo Día: traslado de Ana a Westminster. Él se levanta antes de las primeras luces. Otea desde las almenas y ve las nubes finas que se dispersan sobre la orilla de Bermondsey, y el frío del amanecer, claro como agua, deja paso a un calor firme y dorado.
El cortejo de Ana va encabezado por el séquito del embajador francés. Siguen los jueces, de escarlata. Los Caballeros del Baño, de azul violeta, a la antigua usanza; luego, los obispos, el Lord Canciller Audley y su comitiva, los grandes lores ataviados con terciopelo carmesí. Dieciséis caballeros transportan a Ana en una litera blanca de la que cuelgan campanillas de plata que tintinean a cada paso, a cada aliento; la reina va de blanco, su extraña piel relumbra, en la cara una sonrisa solemne y atenta, el cabello suelto bajo un círculo de joyas. Detrás, las damas en palafrenes cubiertos de terciopelo blanco. Y ancianas viudas en sus carruajes, la expresión agria.
En cada vuelta de la ruta hay representaciones y estatuas vivientes, recitados de las virtudes de la reina y regaba los de oro de las arcas de la ciudad, su emblema, un halcón blanco, coronado y entrelazado de rosas, y flores desmenuzadas y aplastadas por los pies de los dieciséis fornidos caballeros, para que se eleve el aroma como humo. Hay a lo largo del recorrido tapices y estandartes colgados, y, siguiendo sus órdenes, el suelo, bajo los cascos de los caballos, está cubierto de gravilla para que no resbalen, y se mantiene contenida a la multitud con vallas en previsión de avalanchas y alborotos. Todos los funcionarios de la ley de Londres de los que puede disponer están entre la multitud, porque se ha decidido que, cuando se recuerde en el futuro esto y se cuente a los que no lo presenciaron, nadie pueda decir: oh, la coronación de la reina Ana fue el día en que me robaron la bolsa. Fenchurch Street, Leadenhall, Cheap, Paul’s Churchyard, Fleet, Temple Bar, Westminster Hall. Hay tantos surtidores de vino que es difícil encontrar uno de agua. Y, mirándolos desde arriba, los otros londinenses, esos monstruos que viven en el aire, la innumerable población de la ciudad de hombres de piedra y mujeres y animales y cosas que no son bestias ni humanas, conejos con colmillos y liebres voladoras, pájaros de cuatro patas y serpientes aladas, duendes de ojos saltones y picos de pato, hombres con guirnaldas de hojas o con cabezas de cabra o de carnero; criaturas con moños y alas de cuero, con orejas peludas y cascos por pies, cornudos y rugientes, con plumas y escamas, unos ríen, otros cantan, otros abren los labios para enseñar los dientes. Leones y frailes, asnos y gansos, demonios con niños en las fauces, devorados del todo salvo por unos pies desvalidos; de yeso o de plomo, de metal o de mármol, chillando y riendo sobre la muchedumbre, gruñen y gritan y bufan desde contrafuertes, muros y tejados.
Aquella noche, con permiso del rey, él regresa a Austin Friars. Visita a su vecino, Chapuys, que se ha recluido huyendo de los acontecimientos del día, cerrando los postigos y tapándose los oídos para protegerse de las fanfarrias y los cañonazos ceremoniales. Va acompañado de una reducida procesión satírica encabezada por Thurston, que lleva dulces al embajador para levantarle el ánimo, y un excelente vino italiano que le envió el duque de Suffolk.
Chapuys le recibe sin una sonrisa.
—Bueno, habéis triunfado donde fracasó el cardenal. Enrique ha conseguido por fin lo que quería. Le digo a mi señor, que es capaz de mirar estas cosas imparcialmente, que es una lástima desde el punto de vista de Enrique que no hubiese tenido a Cromwell hace años. Sus asuntos habrían ido mucho mejor.
Él está a punto de decir: «Todo me lo enseñó el cardenal», pero Chapuys sigue, impidiéndole hablar.
—Cuando llegaba ante una puerta cerrada, el cardenal intentaba persuadirla con halagos para que se abriese. ¡Oh, puerta hermosa, ábrete! Luego, intentaba abrirla con alguna artimaña. Y vos hacéis lo mismo, exactamente igual —se sirve parte del regalo del duque—. Pero, en último caso, os limitáis a abrirla de una patada.
El vino es uno de esos grandes y nobles vinos que le gustan a Brandon, y Chapuys lo bebe apreciando su calidad, y dice: «Yo no lo entiendo, no entiendo nada de este desdichado país. ¿Es papa ahora Cranmer? ¿O es papa Enrique? ¿Tal vez lo sois vos? Los hombres a mi servicio que estaban entre la multitud hoy dicen que oyeron pocas voces a favor de la concubina y muchas que decían: Dios bendiga a Catalina, la verdadera reina».
¿De veras? No sé en qué ciudad debían de estar.
Tal vez hiciesen bien preguntando, gime Chapuys. Últimamente el rey solo esta rodeado de franceses, y ella, Bolena, es medio francesa, y está comprada del todo por ellos; Francisco tiene a toda su familia en el bolsillo. Pero vos, Thomas, a vos no os entusiasman esos franceses, ¿verdad?
Él le tranquiliza. Mi querido amigo, en absoluto.
Chapuys llora. No es propio de él: todo el mérito es de ese noble vino.
—He fallado a mi señor el emperador. He fallado a Catalina.
—No os preocupéis. —Él piensa: mañana es otra batalla, mañana es otro mundo.
Está en la abadía al amanecer. Empieza a formarse la procesión a las seis. Enrique seguirá la coronación desde un palco protegido por una celosía, aislado en la cantería pintada. Cuando él se asoma hacia las ocho, el rey ya está sentado, expectante, en un cojín de terciopelo, y un sirviente desempaqueta su desayuno arrodillado.
—El embajador francés se unirá a mí —dice Enrique. Y él se cruza con ese gentilhombre cuando sale apresurado.
—Dicen que os han pintado, señor Cromwell. También a mí. ¿Habéis visto el resultado?
—Todavía no. Hans está muy ocupado.
Incluso en esta magnífica mañana, allí bajo la bóveda de abanico, el embajador parece teñido de azul.
—Bueno —dice él—, parece que, por la coronación de esta reina, nuestras dos naciones han alcanzado un estado de perfecta amistad. ¿Cómo mejorar la perfección? Se lo pregunto, Monsieur.
El embajador hace una venia.
—¿Cuesta abajo a partir de aquí?
—Intentémoslo, ¿eh? Mantener una relación de utilidad mutua. En que nuestros soberanos se den palmadas entre sí.
—¿Otro encuentro en Calais?
—Tal vez dentro de un año.
—¿Antes no?
—No haré salir a mi rey a alta mar de ninguna manera.
—Hablaremos, Cremuel. —El embajador le da una palmada en el pecho, sobre el corazón.
La procesión de Ana se forma a las nueve. Ella lleva un manto de terciopelo morado ribeteado de armiño. Tiene que recorrer setecientas yardas sobre la tela azul que se extiende hasta el altar, y parece extasiada. Detrás de ella, lejos, la duquesa viuda de Norfolk, que le lleva la cola. Más cerca, sujetando el borde de su larga túnica, el obispo de Winchester a un lado, el obispo de Londres al otro. Ambos, Gardiner y Stokesley, eran hombres del rey en la cuestión del divorcio; pero ahora parece que quisieran hallarse muy lejos del objeto viviente de su nuevo enlace, que tiene un brillo de sudor en la alta frente y cuyos labios apretados (cuando llega al altar) parecen haberse esfumado en su rostro. ¿Quién dice que deberían sostener los bordes de su túnica dos obispos? Todo está escrito en un gran libro, tan viejo que apenas se atreve uno a tocarlo, a alentar sobre él. Parece que Lisley lo sabe de memoria. Tal vez debiera copiarse e imprimirse, piensa él. Toma nota y se concentra en Ana: Ana, no tropecéis, cuando ella se inclina para tenderse boca abajo en oración ante el altar. Sus ayudantes se adelantan para sostenerla en las doce pulgadas cruciales antes de que el vientre toque el suelo sagrado. Él se da cuenta de que está rezando: este niño, cuyo corazón a medio formar palpita ahora en el suelo de piedra, dejadle que sea santificado por este momento, y dejadle que sea como el padre de su padre, como sus tíos Tudor; que sea duro, que esté alerta, pendiente de la oportunidad, que aproveche hasta el giro más pequeño de la fortuna. Si Enrique viviese otros veinte años, Enrique, que es creación de Wolsey, y dejase luego que este niño le sucediese, yo podría construir un príncipe propio: para la gloria de Dios y el bien de Inglaterra. Porque no seré demasiado viejo. Mira a Norfolk, tiene ya sesenta años, su padre tenía setenta cuando combatió en Flodden. Y yo no seré como Henry Wyatt, y diré: ahora estoy retirado de mis ocupaciones. Porque qué hay, aparte de las ocupaciones…
Ana, temblorosa, se levanta. Cranmer, envuelto en una densa nube de incienso, aprieta la mano alrededor del cetro, la vara de marfil, y le coloca en la cabeza brevemente la corona de san Eduardo, cambiándola luego por una más liviana y más soportable: una prestidigitación, con manos tan diestras como si se hubiese pasado la vida manejando coronas. El prelado parece ligeramente excitado, como si alguien le hubiese ofrecido una taza de leche caliente.
Una vez ungida, Ana se retira, rodeada de incienso, sumergida en sus sombras: Anna Regina se dirige a una cámara dispuesta para ella, a prepararse para el banquete de Westminster Hall. Él se abre paso entre los dignatarios sin ceremonias (todos vosotros, todos los que decíais que no asistiríais) y ve a Charles Brandon, condestable de Inglaterra montado en su caballo blanco y preparado para entrar cabalgando entre ellos. Es una presencia inmensa, deslumbrante, de la que aparta la vista; Charles, piensa, no me sobrevivirá tampoco. Detrás, otra vez en la penumbra, buscando a Enrique. Solo una cosa le detiene: la visión, doblando una esquina, del borde de una túnica escarlata; es, sin duda, uno de los jueces, que ha huido de su procesión.
El embajador veneciano bloquea el acceso al palco de Enrique, pero el rey le indica que se aparte y dice: «Cromwell, ¿verdad que mi esposa estaba bien, que estaba muy bella? ¿Queréis ir a verla y darle… —mira alrededor, buscando algún regalo adecuado; luego se quita un diamante del dedo—… y darle esto? —El rey besa el anillo y añade—: Y esto también».
—Espero poder transmitir el sentimiento —dice él, y suspira como si fuese Cranmer.
El rey se ríe. Está resplandeciente.
—Este día es el mejor —dice—. Mi mejor día.
—Hasta el del nacimiento, Majestad —dice el veneciano con una venia.
Le abre la puerta Mary Howard, la hijita de Norfolk.
—No, no podéis pasar —le dice—. De ninguna manera. La reina no está vestida.
Richmond tiene razón, piensa él; no tiene pecho. Todavía. Para catorce años. Encantaré a esta pequeña Howard, piensa, y empieza a hacer revolotear palabras en torno a ella, alaba su vestido y sus joyas, hasta que oye una voz que llega del interior, tan apagada como si procediese de una tumba. Mary Howard se sobresalta y dice: bueno, está bien, si ella lo dice, podéis verla.
Las cortinas de la cama están echadas. Él las retira. Ana está acostada con su vestido suelto. Parece lisa como un fantasma, salvo por el sorprendente montículo del niño de seis meses. Con el atuendo ceremonial apenas se apreciaba su estado, y solo aquel instante sagrado en que ella se había echado boca abajo sobre la piedra le había conectado con aquel cuerpo, que yace ahora tendido como para el sacrificio: se le marcan bajo el lino los senos, tiene los pies descalzos hinchados.
—Madre de Dios —dice ella—. ¿Es que no podéis dejar en paz a las Howard? Estáis muy seguro de vos mismo para ser un hombre feo. Dejadme que os mire. —Alza la cabeza—. ¿Es eso carmesí? Es un carmesí muy oscuro. ¿Desobedecisteis mis órdenes?
—Vuestro primo Francis Bryan dice que parezco un moratón ambulante.
—Una contusión en el cuerpo político —dice riéndose Jane Rochford.
—¿Podréis aguantarlo? —pregunta él, casi dubitativo, casi tierno—. Estáis agotada.
—Oh, creo que lo soportará. —No hay rastro de orgullo fraterno en la voz de María—. Nació para esto, ¿no?
—¿Está mirando el rey? —dice Jane Seymour.
—Está orgulloso de ella. —Habla para Ana, tendida en su catafalco—. Dice que nunca habéis estado tan bella. Os envía esto.
Ana emite un leve susurro, un gemido, entre la gratitud y el aburrimiento: oh, qué, ¿otro diamante?
—Y un beso, que le dije que tenía que traer él en persona.
Ella no muestra ningún indicio de que vaya a recoger el anillo. Resulta casi irresistible el impulso de colocárselo sobre el vientre y marcharse. Pero en vez de hacerlo, se lo entrega a su hermana.
—El banquete os esperará, Alteza —dice—. Id cuando creáis que estáis lista.
Ella se incorpora con un gemido.
—Ya voy.
Mary Howard se inclina y le frota la parte inferior de la espalda con mano inexperta, un movimiento virginal, ondulante, como si acariciase a un pájaro.
—Vamos, estate quieta —dice la reina ungida; parece enferma—. ¿Dónde estuvisteis anoche? Os necesitaba. Las calles me aclamaron. Les oí. Dicen que el pueblo ama a Catalina, pero en realidad son solo las mujeres, que le tienen lástima. Les enseñaremos algo mejor. Me amarán cuando esta criatura esté fuera de mí.
—Pero, señora —dice Jane Rochford—, aman a Catalina porque es hija de dos soberanos ungidos. Convenceos de ello, señora. A vos nunca os amarán, lo mismo que no aman… aquí a Cromwell. No tiene que ver con sus méritos. Es una cosa natural. No tiene sentido intentar eludirlo.
—Basta ya —dice Jane Seymour. Él se vuelve a mirarla y ve algo sorprendente. Ha crecido.
—Lady Carey —dice Jane Rochford—, debemos poner en pie ya a vuestra hermana y vestirla, así que acompañad a la puerta al señor Cromwell y disfrutad con él de la confabulación acostumbrada. No es un día apropiado el de hoy para romper con la tradición.
—¿María? —dice él, ya en la puerta. Se da cuenta de que tiene unas ojeras muy marcadas.
—¿Sí? —pregunta ella en tono de «sí y ¿ahora qué?».
—Lamento que el matrimonio con mi sobrino no resultara.
—No es que yo lo pidiera nunca, por supuesto —dice, esbozando una sonrisa tensa—. No veré nunca vuestra casa. Y oye decir una tantas cosas de ella…
—¿Cómo qué?
—Oh… Se habla de cofres rebosantes de piezas de oro.
—Nunca lo permitiríamos. Compraríamos cofres más grandes.
—Dicen que es el dinero del rey.
—Todo el dinero es del rey. Su imagen está en él. Mirad, María. —Le coge la mano—. No pude disuadirle, le gustáis. Él…
—¿Cuánto lo intentasteis?
—Ojalá estuvieseis a salvo con nosotros; aunque, claro, no era el gran enlace que podríais esperar como hermana de la reina.
—Dudo que haya muchas hermanas que esperen lo que recibo yo, todas las noches.
Tendrá otro hijo de Enrique, piensa él. Ana hará que lo estrangulen en la cuna.
—Vuestro amigo William Stafford está en la corte. Bueno, creo que aún es vuestro amigo…
—Imaginad lo que le gusta a él mi situación. De todos modos, recibo al menos una palabra amable de mi padre. Monseñor considera que él vuelve a necesitarme. No quiera Dios que el rey tenga que montar una yegua de cualquier otro establo.
—Esto se acabará. Os dejará libre. Os proporcionará una posición. Una renta. Yo le hablaré en vuestro favor.
—¿Acaso un paño sucio recibe rentas? —María se tambalea. Parece mareada de dolor y fatiga. Sus grandes ojos se llenan de lágrimas. Él se las enjuga, hablándole en susurros y calmándola, deseando estar en cualquier otro sitio. Cuando se ve libre, vuelve la vista y la mira, y la ve parada en la puerta, desolada. Hay que hacer algo por ella, piensa. Está perdiendo su atractivo.
Enrique observa desde una galería, situada sobre Westminster Hall, cómo su reina toma asiento en el lugar de honor, rodeada de sus damas, de la flor de la corte y la nobleza de Inglaterra. El rey se ha fortificado antes, y picotea un plato de especias, sumergiendo finas rebanadas de manzana en canela. En la galería con él, encore les ambassadeurs, Jean de Dinteville cubierto de pieles contra el frío de junio, y su amigo el obispo de Lavaur, envuelto en una fina túnica de brocado.
«Ha sido todo muy impresionante, Cremuel», dice De Selve; le observan unos astutos ojos castaños que no pierden detalle. Tampoco él lo pierde: costuras y guateado, tachones y teñido; admira el morado intenso del brocado episcopal; dicen que estos dos franceses son partidarios de los Evangelios, pero eso en la corte de Francisco no va más allá de un pequeño círculo de eruditos que el rey desea patrocinar, por vanidad. Nunca ha sido capaz de crear un Thomas Moro propio, un Erasmo propio. Lo que le duele en su orgullo, como es natural.
—Mirad a mi esposa la reina. —Enrique se asoma a la galería; muy bien podría él estar también allá abajo—. Se merece el espectáculo, ¿verdad?
—He hecho cambiar los cristales de todas las ventanas —dice él— para que se la pueda ver mejor.
—Fiat lux —susurra De Selve.
—Ella lo ha hecho muy bien —dice Dinteville—. Debe de haber pasado seis horas de pie hoy. Hay que felicitar a Su Majestad por conseguir una reina tan fuerte como una campesina. Dicho sea con todos los respetos, por supuesto.
En París están quemando a los luteranos. A él le gustaría sacarlo a colación con los embajadores, pero no puede hacerlo llegando como llega hasta allí de abajo el olor del pavo real y el cisne asados.
—¿Messieurs —pregunta (la música se alza a su alrededor como una marea poco profunda, ondas sonoras plateadas)—, conocéis a ese individuo llamado Guido Camillo? Tengo entendido que está en la corte de vuestro señor.
De Selve y su amigo intercambian miradas. Les ha sorprendido la pregunta.
—El hombre que construye la caja de madera —susurra Jean—. Oh, sí.
—Es un teatro —dice él.
De Selve asiente. «En el que la obra sois vos mismo».
—Erasmo nos ha escrito sobre eso —dice Enrique por encima del hombro—. Está haciendo que los carpinteros le construyan estanterías con pequeños cajones y pequeños estantes de madera, unos dentro de otros. Es un sistema para memorizar los discursos de Cicerón.
—Os diré, si me lo permitís, que se propone más que eso. Es un teatro siguiendo el antiguo modelo de Vitruvio. Pero no es para representar obras de teatro. Como dice Milord el obispo, vos, como propietario de un teatro, tenéis que estar en el centro y mirar hacia arriba. A vuestro alrededor hay un sistema de conocimiento humano. Como una biblioteca pero como si…, ¿os imagináis una biblioteca en la que cada libro contenga otro libro, y ese otro libro uno más pequeño? Pero es más que eso.
El rey se lleva a la boca un confite anisado y empieza a masticarlo.
—Ya hay demasiados libros en el mundo. Cada día hay más. No puede uno tener la esperanza de leerlos todos.
—No entiendo como sabéis tanto de eso —dice De Selve—. Es muy meritorio, señor Cremuel. Guido solo habla su propio dialecto italiano, e incluso en él tartamudea.
—Si a vuestro señor le complace gastar su dinero dice Enrique. —Ese Guido no es un hechicero, ¿verdad? No me gustaría que Francisco cayese en manos de un hechicero. Por cierto, Cromwell, voy a enviar a Stephen otra vez a Francia.
Stephen Gardiner. Así que a los franceses no les gusta tratar con Norferk. No es sorprendente.
—¿Su misión será de cierta duración?
De Selve capta su mirada.
—Pero ¿quién desempeñará la tarea de secretario de Estado?
—Cromwell, por supuesto. ¿Verdad que lo haréis? —Enrique sonríe.
Antes de que pueda llegar al vestíbulo, le intercepta el señor Wriothesley. Este es un gran día para los heraldos y sus empleados, sus hijos y su familia. Les esperan cuantiosos honorarios. Así lo afirma y Llamadme dice: y cuantiosos honorarios para vos. Retrocede hacia los biombos, baja la voz; podía preverse, dice, porque Enrique está cansado de eso, de la constante oposición de Winchester en cada etapa del camino. Está cansado de discutir; ahora es un hombre casado y quiere un poco más de douceur. ¿Con Ana?, dice, y Llamadme se ríe: la conocéis mejor que yo, si como dicen es una dama de lengua afilada necesitará muchos más ministros que sean buenos con él. Así que procurad que mantenga a Stephen en el extranjero y no tardará en confirmaros en el cargo.
Christophe, engalanado para la tarde, ronda por las proximidades y le hace señas. Me disculparéis, dice, pero Wriothesley toca su ropa carmesí como para que le dé suerte y dice: sois el amo de la casa y el encargado de organizar las diversiones, sois la fuente de la felicidad del rey. Habéis hecho lo que no consiguió hacer el cardenal, y mucho más. Hasta esto (hace un gesto indicando todo lo que le rodea, donde la nobleza de Inglaterra, después de haberse comido sus propias palabras, está devorando veintitrés platos), hasta este banquete se ha organizado de forma insuperable. Nadie necesita pedir nada, lo tiene todo a mano antes de pensarlo siquiera.
Él inclina la cabeza. Wriothesley se marcha, y él hace una seña al muchacho. Me han dicho que no debo decir nada confidencial donde pueda oírlo Llamadme, dice Christophe, porque, como dice Rafe, se va al trote enseguida a contárselo todo a Gardineur. Escuchad, señor, tengo un mensaje. Debéis ir enseguida a ver al arzobispo. En cuanto acabe el banquete. Alza la vista hacia el palio donde se sienta el arzobispo al lado de Ana bajo el dosel correspondiente a su condición. Ninguno de los dos come, aunque Ana finge hacerlo, están los dos observando lo que sucede abajo.
—Me voy al trote —dice; le ha gustado la frase—. ¿Adónde?
—A su antiguo alojamiento, que dice que conocéis. Quiere que sea secreto. Dice que vayáis solo, que no llevéis a ninguna persona.
—Bueno, tú puedes acompañarme, Christophe. No eres una persona.
El muchacho sonríe.
Siente recelo. No le gusta del todo la idea del barrio donde queda la abadía. Las multitudes borrachas al oscurecer, sin nadie que le guarde la espalda. Por desgracia, un hombre no puede tener ojos en el cogote.
El cansancio cae sobre sus hombros como una capa de hierro cuando casi han llegado ya al alojamiento de Cranmer.
—Un momento —le dice a Christophe. Apenas ha dormido las últimas noches. Toma aliento en la sombra. Hace frío, y cuando entra en los claustros, se sumerge en la noche. Las habitaciones de alrededor tienen los postigos cerrados, están vacías, no se oye nada dentro. Detrás, a su espalda, llega de las calles de Westminster una incipiente algarabía, como los gritos de los vencidos después de una batalla.
Cranmer alza la vista. Está ya en su escritorio.
—Nunca olvidaremos estos días —dice—. Nadie que se lo haya perdido lo creerá. El rey dijo muy buenas palabras en alabanza vuestra, Cromwell. Creo que se proponía que yo os las transmitiera.
—Me pregunto por qué tengo que dar importancia al coste de los ladrillos de la Torre. Ahora parece algo insignificante. Mañana, las justas. ¿Asistiréis? Mi hijo Richard participa en los combates a pie, lidiando en combate singular.
—Ganará —proclama Christophe—. Paf, y uno al suelo, para no volver a levantarse.
—«Chisss» —dice Cranmer—. Tú no estás aquí, muchacho. Cromwell, por favor.
Abre una puerta baja que hay al fondo de la cámara. Agacha la cabeza y ve una mesa, enmarcada por el quicio A media luz. En el taburete, una mujer sentada, joven, tranquila, con la cabeza inclinada sobre un libro. Alza la vista.
—Ich bitte Sie, ich brauch’ eine Kerze.
—Christophe, una vela para ella.
Él reconoce el libro que ella tiene delante; es un tratado de Lutero.
—¿Puedo? —pregunta, y lo coge.
Se sorprende a sí mismo leyendo. Su mente salta a lo largo de las líneas. ¿Se trata de alguna fugitiva a la que Cranmer da asilo? ¿Sabe lo que puede costarle que la descubran?
Le da tiempo a leer media página antes de que el arzobispo le interrumpa, como en una disculpa tardía.
—¿Esta mujer es…?
—Margarete —dice Cranmer—. Mi esposa.
—Santo cielo. —Deja caer a Lutero en la mesa—. ¿Qué habéis hecho? ¿Dónde la encontrasteis? En Alemania, claro. Por eso tardasteis tanto en regresar. Ahora lo comprendo. ¿Por qué?
—No pude evitarlo —dice Cranmer humildemente.
—¿Sabéis qué hará el rey cuando lo descubra? El verdugo jefe de París ha ideado una máquina con una viga contrapesada. ¿Queréis que os la dibuje? Cuando queman a un hereje, lo sumergen en el fuego y vuelven a alzarle, para que la gente pueda ver las etapas de su agonía. Enrique querrá una, o conseguirá algún artilugio capaz de arrancaros la cabeza de los hombros en un periodo de cuarenta días.
La joven alza la vista.
—Mein Onkel…
—¿Quién es?
Ella nombra a un teólogo, Andreas Osiander, un luterano de Nuremberg. Su tío y los amigos de su tío, dice ella, y los hombres ilustrados de su ciudad, creen…
—Puede ser que en vuestro país, señora, exista la creencia de que un pastor debe tener esposa, pero aquí no. ¿No os lo advirtió el doctor Cranmer?
—Por favor —suplica Cranmer—, explicadme lo que dice ella. ¿Me culpa a mí? ¿Quiere regresar a su tierra?
—No, ella dice que sois bueno. ¿Cómo habéis podido hacer esto?
—Ya os dije que tenía un secreto.
Sí que lo dijisteis. En el margen.
—Pero ¡tenerla aquí, delante de las narices del rey!
—La he tenido en el campo. Pero quería ver las celebraciones y no pude negárselo.
—¿Así que ha andado por la calle?
—¿Por qué no? Nadie la conoce.
Cierto. La protección del forastero en la ciudad. Una joven con un alegre tocado y un vestido, y un par de ojos entre miles de ojos: en el bosque se puede ocultar un árbol. Cranmer se acerca a él. Tiende las manos, tan recientemente manchadas con el óleo sagrado. Unas manos delicadas, dedos largos, los pálidos rectángulos de las palmas cruzados y recruzados de noticias de viajes por mar y de alianzas.
—Os he pedido que vinierais porque sois un amigo. Cromwell, sois el mejor amigo con el que cuento en este mundo.
Así que no hay nada que hacer, por la amistad, más que estrechar esos dedos huesudos.
—Muy bien. Encontraremos el medio. Mantendremos a vuestra dama oculta. Solo me pregunto por qué no la dejasteis con su familia hasta que pudiésemos poner al rey de nuestra parte.
Margarete les observa. Sus ojos azules pasan de un rostro a otro. Se levanta. Empuja la mesa para hacerlo. Él se fija en esto, y le da un vuelco el corazón. Porque ha visto hacer lo mismo antes a una mujer. Su propia esposa. Y ha visto cómo apoyaba las palmas de las manos en la superficie de la mesa para incorporarse. Margarete es alta, y el bulto de su vientre sobresale por encima de la mesa.
—¡Santo cielo! —dice él.
—Espero que sea una hija —dice el arzobispo.
—¿Para cuándo? —pregunta él a Margarete.
En vez de contestar, ella le coge la mano. La coloca sobre su vientre y aprieta con la suya. En consonancia con las celebraciones, el niño baila: spanoletta, estample royal. Esto tal vez sea un pie. Esto es un puño.
—Necesitáis una amiga —dice él—. Una mujer que os acompañe.
Cranmer le sigue cuando sale de la habitación.
—En cuanto a John Frith… —dice.
—¿Qué?
—Desde que le trajeron a Croydon, le he visto tres veces, y hemos conversado en privado. Un joven digno, meritorio, una criatura muy gentil. He dedicado horas, no lamento ni un segundo de ellas, pero no he podido apartarle de su camino.
—Debería haberse escapado en el bosque. Ese era el camino que tenía que seguir.
—No todos… —Cranmer baja la vista—. Perdonadme, pero no todos vemos tantos caminos como vos.
—Así que ahora debéis entregárselo a Stokesley, porque le detuvieron en la diócesis de Stokesley.
—Nunca pensé, cuando el rey me otorgó esta dignidad, cuando insistió en que ocupara esta sede, que entre mis primeras tareas figuraría tener que actuar contra un joven como John Frith, e intentar apartarle de su fe.
Bienvenido a este mundo inferior.
—No puedo demorarlo mucho más.
—Ni vuestra esposa.
Las calles que rodean Austin Friars están casi desiertas. Se empiezan ya a encender hogueras en la ciudad y el humo oscurece las estrellas. Sus guardias están en la puerta: sobrios, según advierte complacido. Se detiene a decirles unas palabras. Lo de tener prisa y no mostrarlo es todo un arte. Después entra y dice: «Quiero hablar con la señora Barre».
Casi todos los de la casa han salido a ver las hogueras y estarán fuera hasta medianoche, bailando. Tienen permiso para hacerlo; ¿quién debería celebrar a la nueva reina si no lo hacen ellos? Sale John Page: ¿necesitáis algo, señor? William Bravazon, pluma en mano, es de los que estaban antes al servicio de Wolsey. Los trabajos del rey nunca cesan. Thomas Avery, que está haciendo sus cuentas: siempre hay dinero que entra, dinero que sale. Cuando cayó Wolsey, los que trabajaban para él le abandonaron, pero los que trabajaban para Thomas Cromwell se quedaron con él para verle seguir y salir adelante.
Suena una puerta arriba. Baja por la escalera Rafe, sus botas resuenan en los escalones. Tiene el pelo revuelto. Parece confuso y ruboroso.
—¿Señor?
—No os quiero a vos. Está Helen aquí, ¿no?
—¿Por qué?
En ese momento aparece Helen. Se sujeta el pelo bajo un limpio gorro.
—Necesito que hagáis el equipaje y me acompañéis.
—¿Por cuánto tiempo, señor?
—No puedo decirlo.
—¿Para ir fuera de Londres?
Haré algún arreglo, piensa él, las esposas y las hijas de los hombres de la ciudad, mujeres discretas, le encontrarán sirvientas y una comadrona, alguna mujer competente que pondrá al hijo de Cranmer en sus manos.
—Tal vez por poco tiempo.
—Los niños…
—Ya nos cuidaremos de tus hijos.
Ella asiente. Se va rápidamente. Ojalá tuvieses hombres a tu servicio tan diligentes como ella. Rafe la llama.
—Helen… —parece enfadado—. ¿Adónde va a ir, señor? No podéis sacarla así a rastras en plena noche.
—Oh, sí, claro que puedo —dice él suavemente.
—Necesito saber.
—Creedme, no lo necesitas —se aplaca—. Y si lo necesitas, este no es el momento… Rafe, estoy cansado. No quiero discutir.
Quizá pudiera dejar en manos de Christophe o de alguno de los miembros más irreprochables de su casa trasladar a Helen de la calidez de Austin Friars al frío de la barriada de la abadía; o tal vez aplazarlo hasta el día siguiente por la mañana. Pero en su pensamiento está presente la soledad de la esposa de Cranmer, el exotismo de la ciudad en fête, el aspecto desierto de Cannon Row, donde deben acechar los ladrones incluso a la sombra de la abadía. Hasta en tiempos del rey Ricardo era ya ese barrio una guarida de bandoleros que salían de noche tranquilamente y cuando llegaba la aurora se refugiaban en la abadía por el privilegio del santuario y para compartir sin duda el botín con el clero. Acabaré con toda esa pandilla, piensa. Mis hombres les seguirán como hurones hasta su madriguera.
Medianoche: la piedra emana un aliento mohoso. Los adoquines están resbaladizos por las exhalaciones de la ciudad. Helen apoya una mano en la suya. Les hace pasar un sirviente, con la mirada baja; él le desliza una moneda en la mano para que no alce la vista. Ninguna señal del arzobispo, bien. Se enciende una lámpara. Se abre una puerta. La esposa de Cranmer está echada en un pequeño catre. Él le dice a Helen: «Esta dama necesita vuestra ayuda. Ya veis cuál es su situación. No habla inglés. De todos modos, no hace falta que le preguntéis cómo se llama».
—Esta es Helen —dice—. Tiene dos hijos. Os ayudará.
La señora Cranmer, con los ojos cerrados, se limita a asentir y sonreír. Pero cuando Helen le tiende la mano, ella tiende la suya y se la estrecha.
—¿Dónde está vuestro esposo?
—Er betet.
—Espero que rece por mí.
El día que queman a Frith, él está de caza en el campo con el rey, cerca de Guildford. Llueve antes del amanecer, y sopla un viento fuerte y racheado que dobla las copas de los árboles. Llueve en toda Inglaterra, una lluvia que empapa los cultivos en los campos. Es mejor no poner a prueba el humor de Enrique. Se sienta a escribir a Ana, que se ha quedado en Windsor. Después de dar vueltas a la pluma entre los dedos, de mover a uno y otro lado el papel, pierde el deseo: escribid por mí, Cromwell. Os diré qué tenéis que poner.
Un aprendiz de sastre irá a la hoguera con Frith: Andrew Hewitt.
Catalina solía hacer que le llevasen reliquias, dice Enrique, cuando tenía que dar a luz. Un cinturón de la santísima Virgen. Lo alquilé.
No creo que la reina lo quiera.
Y oraciones especiales a santa Margarita. Son cosas de mujeres.
Mejor dejárselas a ellas, señor.
Más tarde se enterará de que Frith y el muchacho padecieron mucho, el viento apartó las llamas de ellos repetidamente. La muerte es una bromista. Llámala y no acudirá. Se burla y acecha en la oscuridad, con la cara cubierta por un paño negro.
Hay casos de la fiebre de los sudores en Londres. El rey, que encarna a todo el pueblo, tiene todos los síntomas todos los días.
Enrique contempla la lluvia. Seguro que amaina, dice. Júpiter está en ascenso. Bueno, decidle, decidle a la reina…
Él espera, con la pluma dispuesta.
No, ya está bien. Dádmela, Thomas. La firmaré.
Él espera a ver si el rey dibuja un corazón. Pero las frivolidades del galanteo han terminado. El matrimonio es un asunto serio. Henricus Rex.
Creo que tengo dolor de estómago, dice el rey. Creo que tengo dolor de cabeza. Siento náuseas, y veo puntos negros delante de los ojos, eso es un síntoma, ¿no?
Si Su Majestad descansase un poco, dice él. Y se animase.
Sabéis lo que dicen de los sudores. Alegre al desayuno, muerto a la hora de comer. Pero ¿sabéis que pueden mataros en dos horas? Me han dicho que hay gente que se muere de miedo, dice él.
El sol lucha por salir a la tarde. Enrique, riéndose, espolea su caballo de caza bajo los árboles que gotean. En Smithfield recogen con palas a Frith, su juventud, su gracia, su cultura, su belleza: una masa compacta de barro, grasa, huesos quemados.
El rey tiene dos cuerpos. El primero existe en los límites de su ser físico; puede medirse, y Enrique lo hace a menudo, la cintura, las pantorrillas, las demás partes. El segundo es su doble principesco, que flota libre, sin trabas, ingrávido, que puede estar en más de un lugar al mismo tiempo. Enrique puede estar cazando en el bosque mientras su doble principesco hace leyes. Uno lucha, otro reza por la paz. Uno está envuelto en el misterio de su soberanía; otro está comiendo un pato con guisantes.
El papa dice ahora que su matrimonio con Ana no es válido. Le excomulgará si no vuelve con Catalina. La Cristiandad se desprenderá de él, en cuerpo y alma, y sus súbditos se sublevarán y le expulsarán, a la ignominia, al exilio. Ningún hogar cristiano le cobijará. Y cuando muera, arrojarán su cadáver con los huesos de los animales a una fosa común.
Él ha enseñado a Enrique a llamar al papa «obispo de Roma». A reírse cuando se menciona su nombre. Es una risa insegura, pero es mejor que su genuflexión anterior.
Cranmer ha invitado a la profetisa Elizabeth Barton a una entrevista en su casa de Kent. ¿Ha tenido una visión de María, la antigua princesa, como reina? Sí. ¿De lady Gertrude Exeter como reina? Sí. Ambas visiones no pueden ser ciertas, dice él. La doncella dice: yo solo digo lo que veo. Él escribe que la doncella está rebosante de salud y muy segura de sí misma; está acostumbrada a tratar con arzobispos y le toma por otro Warham, pendiente de cada una de sus palabras.
Ella es un ratón bajo la zarpa del gato.
La reina Catalina se traslada, con el personal que la sirve muy reducido, al palacio del obispo de Lincoln, a Buckden, que es un caserón de ladrillo rojo con un gran salón y jardines inmensos que se pierden en huertos de frutales y campos y en terreno pantanoso. Septiembre le aportará los primeros frutos del otoño, lo mismo que octubre traerá las nieblas.
El rey pide que Catalina entregue las ropas con las que bautizaron a María para su próximo hijo. Cuando oye la respuesta de Catalina, él, Thomas Cromwell, se ríe. La naturaleza se equivocó con ella, dice, al no hacerla hombre. Habría superado a todos los héroes de la Antigüedad. Ponen un papel ante ella, en el que la llaman «princesa viuda»; le muestran, sobrecogidos, cómo lo ha atravesado con la pluma, al tachar el nuevo título.
En las breves noches de verano brotan los rumores. El amanecer los ilumina como hongos en la hierba húmeda. La gente de la casa de Thomas Cromwell ha buscado a primera hora de la mañana una comadrona. Cromwell oculta a una mujer en alguna casa de campo, una mujer extranjera que le ha dado una hija. Hagas lo que hagas, le dice él a Rafe, no defiendas mi honor. Tengo mujeres como esa por todas partes.
Lo creerán, dice Rafe. En la ciudad, se dice que Thomas Cromwell tiene una prodigiosa…
Memoria, dice él. Tengo un libro mayor muy grande. Un inmenso sistema de archivos, en el que figuran registrados (bajo su nombre, y casi bajo su delito) los datos de la gente que se ha cruzado conmigo.
Todos los astrólogos dicen que el rey tendrá un hijo. Pero es mejor no tratar con ellos. Hace meses acudió a él un hombre ofreciéndose a hacerle al rey una piedra filosofal, y cuando se le dijo que se marchara, se puso grosero y agresivo, como hacen esos alquimistas, y ahora se dedica a decir que el rey morirá este año. En Sajonia, dice, está esperando el hijo mayor del difunto rey Eduardo. Se dijo que era un esqueleto tintineante debajo del pavimento de la Torre, solo sus asesinos sabían exactamente dónde. La gente ha vivido engañada, porque es un hombre adulto, y se dispone a reclamar su reino.
Él echa cuentas: el rey Eduardo V, si viviese, cumpliría el próximo noviembre sesenta y cuatro años. Es un poco tarde para la lucha, dice.
Encierra al alquimista en la Torre para que reconsidere su actitud.
Ninguna noticia de París. Sea lo que sea lo que el maestro Guido planea, guarda silencio al respecto.
Thomas, ya te he hecho las manos, pero no he prestado mucha atención al rostro, dice Hans Holbein. Prometo que este otoño te acabaré.
Supongamos que dentro de cada libro hubiese otro libro, y dentro de cada letra de cada página otro volumen desplegándose continuamente. Pero esos volúmenes no ocupan ningún espacio en el escritorio. Supongamos que el conocimiento pudiese reducirse a la quintaesencia, mantenerse dentro de un cuadro, un signo, conservado en un lugar que no es ningún lugar. Supongamos que el cerebro humano pudiese adquirir una mayor capacidad, que se abriesen en su interior espacios, cámaras zumbando como colmenas.
Lord Mountjoy, el chambelán de Catalina, le ha enviado una lista de todo lo necesario para el confinamiento de una reina de Inglaterra. Le divierte el tono suave y cortés; la corte y sus ceremonias siguen su curso, sea cual sea el personal, pero es evidente que lord Mountjoy considera que es él, Cromwell, el hombre que está al cargo de todo ahora.
Va a Greenwich y reabastece los aposentos, los prepara para Ana. Se redactan proclamas (sin fecha), para difundir entre el pueblo de Inglaterra y los gobernantes de Europa, comunicando el nacimiento de un príncipe. Hay que dejar un pequeño espacio, sugiere él, al final de príncipe, para que pueda modificarse, en caso necesario… Pero le miran como a un traidor, así que lo retira.
Cuando una mujer se recluye para dar a luz puede brillar el sol, pero los postigos de su habitación se cierran para que ella tenga un tiempo propio. Permanece en la oscuridad para que pueda soñar. Sus sueños la llevan lejos, de terra firma a una extensión de terreno pantanoso, a un embarcadero flotante, a un río en el que la densa niebla oculta la lejana orilla, y tierra y cielo son inseparables. Allí debe embarcar hacia la vida y la muerte, una figura imprecisa en la popa dirigiendo a los remeros. En ese navío se rezan oraciones que nunca oyen los hombres. Se establecen pactos entre una mujer y su Dios. A ese río llega la corriente de la marea y entre un golpe de remo y el siguiente, la corriente puede cambiar de dirección.
El 26 de agosto de 1533, una procesión escolta a la reina a sus habitaciones cerradas de Greenwich. Su marido la besa, adieu y bon voyage, y ella ni sonríe ni habla. Está muy pálida, majestuosa, una cabeza pequeña enjoyada en equilibrio sobre la tienda balanceante de su cuerpo. Pasos breves y circunspectos, un libro de oraciones en la mano. En el embarcadero vuelve la cabeza. Una mirada persistente. Le ve; ve al arzobispo. Una última mirada, y luego, con sus mujeres sosteniéndola por los codos, pone el pie en la barca.