(Noviembre de 1532)
Rafe está de pie a su lado y dice que ya son las siete. El rey ha ido a misa.
Él ha dormido en un lecho de fantasmas.
—No queríamos despertaros. Nunca dormís hasta tarde.
El viento es un leve suspiro en las chimeneas. Una ráfaga de lluvia golpetea la ventana como gravilla, arrecia en remolinos y vuelve a repiquetear en el cristal.
—Quizá estemos en Calais un tiempo —dice él.
Cuando Wolsey viajó a Francia cinco años antes, le había pedido que vigilase la situación en la corte y que le informase si el rey y Ana se acostaban. ¿Cómo lo sabré?, había preguntado él. El cardenal había dicho: «Yo diría que lo sabréis por la cara de él».
Ha amainado el viento y la lluvia ha hecho una pausa cuando él llega a la iglesia. Pero las calles se han convertido en barrizales, y la gente que espera para ver salir a los nobles aún lleva las chaquetas sobre la cabeza, como una nueva raza de decapitados ambulantes. Él se abre paso entre la multitud y luego entre los gentilhombres reunidos, susurrando: S’il vous plaît, c’est urgent, dejen paso a un gran pecador. Se ríen y le dejan pasar.
Ana sale del brazo del gobernador. Él parece tenso (como si le torturase la gota), pero se muestra atento con ella, murmurando galanterías que no obtienen respuesta; la expresión de Ana se atiene a una cuidadosa impasibilidad. El rey lleva del brazo a una dama de Wingfield, que va con la cara alzada, hablando. Él no le presta la menor atención. Parece grande, ancho, benigno. Su mirada regia escruta a la multitud. Se posa en él. El rey sonríe.
Enrique se pone un sombrero al salir de la iglesia. Un sombrero grande, nuevo. Y en ese sombrero hay una pluma.