II. «¡Ay, qué no haría yo por amor!»

(Primavera de 1532)

Ya es hora de considerar los acuerdos que mantienen el mundo bien ensamblado: el acuerdo entre gobernante y gobernados, y el acuerdo entre marido y mujer. Ambos se basan en la devoción asidua de uno a los intereses del otro. El marido y señor protege y provee. La esposa y sierva obedece. Por encima de los señores, por encima de los maridos, Dios lo gobierna todo. Anota nuestras mezquinas rebeliones, nuestras locuras humanas. Tiende su largo brazo con el puño cerrado.

Él se imagina considerando estos asuntos con lord George Rochford. No hay joven más ingenioso que él en Inglaterra, refinado e ilustrado. Pero lo que le fascina hoy es el satén de un rojo anaranjado intenso que sale de su sobremanga de terciopelo acuchillada. Manipula con la punta del índice los pequeños bultitos de tela, plegándolos, apretándolos y animándolos a hacerse más grandes de forma que parece uno de esos juglares que hacen rodar bolas por los brazos. Es hora de definir qué es Inglaterra, su ámbito y sus límites. No de contar y medir sus defensas portuarias y sus murallas fronterizas, sino de valorar su capacidad de autogobierno. Es hora de decir qué es un rey, y la salvaguardia y la confianza que debe aportar a su pueblo; la protección frente a incursiones extranjeras, morales o materiales; la libertad frente a las pretensiones de aquellos a los que les gustaría decirle a un inglés cómo tiene que hablar con su Dios.

El Parlamento se reúne a mediados de enero. La cuestión del principio de la primavera es vencer la resistencia de los obispos al nuevo orden de Enrique, que propone una legislación que (aunque de momento se mantenga en suspenso) cortará el flujo de rentas a Roma, y que hará que la supremacía del rey sobre la Iglesia no quede reducida a simples palabras. Los Comunes redactan una petición contra los tribunales eclesiásticos, tan arbitrarios en sus procedimientos, tan presuntuosos en su supuesta jurisdicción. Pone en entredicho su jurisdicción, su propia existencia. Los documentos pasan por muchas manos, pero finalmente él mismo trabaja toda la noche con Rafe y Llamadme Risley, garrapateando enmiendas entre líneas. Está obligado a dar la cara a la oposición: Gardiner, aunque es el secretario del rey, se siente obligado a dirigir a sus colegas, los demás prelados, en el ataque.

El rey manda llamar al señor Stephen. Llega con el pelo de la nuca erizado y se encoge como un mastín al que azuzasen contra un oso. El rey tiene la voz aguda, a pesar de su corpulencia, y, cuando se enfada, chilla de forma ensordecedora. ¿Son los clérigos súbditos suyos o solo medio súbditos? Tal vez no sean súbditos suyos en absoluto, porque ¿cómo podrían serlo si juran obediencia y apoyo al papa? ¿No deberían prestarme juramento a mí?, grita el rey.

Stephen se apoya en los paneles pintados de la pared al salir. Detrás de él, un grupo de ninfas pintadas retozan en un claro del bosque. Saca un pañuelo, pero parece olvidar para qué. Lo retuerce en su manaza, enrollándoselo en los nudillos como un vendaje. Le chorrea el sudor por la cara.

Él, Cromwell, pide ayuda. «Monseñor está enfermo». Traen un taburete y Stephen lo mira furioso, le mira furioso a él, y se sienta con cuidado, como si no confiara en su solidez.

—Supongo que le habéis oído.

Cada palabra.

—Si os manda encerrar, me aseguraré de que tengáis algunas comodidades.

—Dios os maldiga, Cromwell —dice Gardiner—. ¿Quién sois? ¿Qué cargo ostentáis? No sois nada, nada.

Tenemos que ganar el debate, no solo abatir a nuestros enemigos. Él ha ido a ver al anciano jurista Christopher Saint German, cuya opinión se respeta en toda Europa. El anciano le recibe cordialmente en su casa. No hay nadie en Inglaterra, dice, que crea que nuestra Iglesia no necesite reformas, algo que cada año es más urgente. Y si la Iglesia no es capaz de hacerlo, debe hacerlo el rey en el Parlamento. Y puede hacerlo. Esta es la conclusión a la que he llegado después de estudiar el tema varias décadas. Por supuesto, dice el anciano, Thomas Moro no está de acuerdo conmigo. Tal vez haya pasado su tiempo. Después de todo, Utopía no es un lugar donde se pueda vivir.

Cuando ve al rey, Enrique despotrica contra Gardiner. Deslealtad, grita, ingratitud. ¿Puede seguir siendo mi secretario cuando se ha enfrentado a mí? (Se trata del mismo individuo a quien el monarca alabara como sólido polemista). Él espera tranquilamente, observando a Enrique, intentando que la quietud calme la tensión: envolver al monarca en un manto de silencio que le permita oírse a sí mismo. Es muy importante saber desviar la cólera del león de Inglaterra.

—Yo creo… —dice él suavemente—, con permiso de Su Majestad, creo que… al obispo de Winchester, como sabemos, le gusta discutir. Pero no con su rey. No se atrevería a hacerlo por deporte —hace una pausa—, así que sus opiniones, aunque erróneas, son sinceras.

—Cierto, pero… —El rey se interrumpe. Ha oído su propia voz, la voz que solía emplear con el cardenal cuando le aplacaba. Gardiner no es Wolsey…, aunque solo sea en el sentido de que si se le sacrificase, pocos le recordarían con pesar. Y, sin embargo, a él le conviene de momento que ese obispo gruñón siga en su puesto; le preocupa la reputación de Enrique en Europa.

—Majestad, Stephen os ha servido como embajador hasta el límite de sus fuerzas, y reconciliarse con él mediante la persuasión sincera sería mejor que forzar su voluntad con el peso de vuestra cólera. Es el camino más grato y también el más honroso.

Observa la cara de Enrique. Le estimula todo lo relacionado con la honra.

—¿Es ese el consejo que daríais siempre?

Él sonríe.

—No.

—¿No estáis plenamente convencido de que debería gobernar con espíritu de mansedumbre cristiana?

—No.

—Sé que Gardiner os desagrada.

—Su Majestad debería considerar mi consejo precisamente por eso.

Me lo debéis, Stephen, piensa. La factura llegará a su tiempo.

Se reúne en su propia casa con parlamentarios y gentilhombres del colegio de abogados y de los gremios de la ciudad. Con Thomas Audley, que es el portavoz, y con su protegido Richard Riche, un joven de cabello rubio, bello como un ángel pintado, que posee un ingenio secular, activo y diligente; con Rowland Lee, un clérigo vigoroso y franco, el hombre menos sacerdotal que se podría imaginar. En estos meses, las filas de sus amigos de la ciudad están disminuyendo por enfermedad o por muerte no natural. Thomas Somer, a quien conocía hace años, ha muerto poco después de salir de la Torre, donde le habían encerrado por distribuir los Evangelios en inglés. Amante de la buena ropa y los caballos veloces, era un hombre resuelto y animoso, hasta que acabó teniendo su ajuste de cuentas con el Lord Canciller. A John Petyt le han puesto en libertad, pero está demasiado enfermo para participar en los Comunes. Él le visita, ya no sale de su habitación. Resulta doloroso oír los esfuerzos que ha de hacer para respirar. La primavera de 1532, con los primeros calores del año, no hace nada por facilitarle la tarea. Siento, dice, como si tuviese un aro de hierro en el pecho y me lo apretaran cada vez más. Thomas, le dice, ¿cuidaréis de Luce cuando me muera?

A veces, si entra en los jardines con los parlamentarios o con los capellanes de Ana, siente la ausencia del doctor Cranmer a su derecha. Lleva ausente desde enero, como embajador del rey ante el emperador. Visitará en sus viajes a hombres ilustres de Alemania para solicitar respaldo al divorcio del monarca. Él le había dicho: «¿Qué haré si el rey tiene un sueño mientras estáis fuera?».

Cranmer le había contestado con una sonrisa: «Os las arreglasteis muy bien solo la última vez, yo me limité a asentir».

Ve a Marlinspike, con las patas colgando, escondido en una rama oscura. Lo señala. «Caballeros, ese era el gato del cardenal». Ante la presencia de los visitantes, Marlinspike corre rápidamente por el muro limítrofe y desaparece moviendo la cola en el territorio desconocido del otro lado.

En las cocinas de Austin Friars, los garzoni aprenden a hacer obleas especiadas. El trabajo requiere buena vista, cálculo exacto y mano firme. Hay tantos detalles en los que se puede equivocar uno. La masa ha de tener la consistencia justa, las placas de las planchas de largos mangos han de estar bien calientes y engrasadas. Cuando se unen las placas, se produce un chillido animal y silba el vapor en el aire. Si vacilas y aflojas la presión, tendrás que raspar la masa pegajosa. Hay que esperar que cese el vapor y entonces se empieza a contar. Si se falla por un segundo, impregna la atmósfera el olor a masa quemada. Un segundo separa los éxitos de los fracasos.

Cuando presenta en los Comunes un proyecto de ley para suspender el pago de anatas a Roma, propone una división de la Cámara. Es algo bastante insólito, pero, en medio de la conmoción y de las protestas, los miembros lo aceptan: a favor del proyecto de este lado, contra el proyecto al otro. El rey está presente; observa, toma nota de quién está con él y contra él, y al final da a su consejero un hosco cabeceo de aprobación. Esta táctica no servirá en los Lores. El rey ha de ir en persona tres veces y defender su propuesta. La vieja aristocracia (familias orgullosas como el clan de Exeter, con derechos propios al trono) apoyan al pontífice y a Catalina y no temen decirlo, al menos todavía. Pero él identifica a sus enemigos, dividiéndolos cuando puede.

En cuanto los pinches de cocina han hecho una sola oblea digna de elogio, Thurston les manda hacer cien más. Se convierte en hábito el rápido movimiento de la muñeca con el que se enrolla la oblea a medio hacer en el mango de una cuchara de madera y se extiende luego para que se enfríe en el estante de secado. Las perfectas (con el tiempo, deberían serlo todas) se marcan con el distintivo de los Tudor, y se apilan por docenas en bonitas cajas talladas en las que se llevarán a la mesa, cada frágil disco dorado perfumado con agua de rosas. Le envía una hornada a Thomas Bolena.

Wiltshire, como padre de la presunta reina, se considera merecedor de algún título especial, y ha hecho saber que no le molestaría que le tratasen de monseñor. Conferencia con él, con su hijo y sus amigos, luego va a ver a Ana, cruzando las dependencias de Whitehall. La posición de ella es más elevada cada mes, pero él pasa, recibido con una inclinación por los sirvientes. En la corte y en las dependencias de Westminster viste, sin sobrepasar un ápice su condición de gentilhombre, con chaquetas sueltas de lana de Lemster tan delicadas que fluyen como agua en dorados e índigos de una tonalidad oscura tal que parece que hubiesen fundido la noche en ellos. Su gorro de terciopelo negro se asienta sobre el cabello negro, de manera que los únicos puntos de luz son sus ojos penetrantes y los gestos de sus manos, sólidas y carnosas; esos y los centelleos del anillo de turquesa de Wolsey.

Los constructores siguen en Whitehall (York Place, como antes se decía). En Navidad, el rey le ha regalado a Ana un dormitorio. Él mismo la acompañó a verlo. Quería ver cómo lanzaba un grito de asombro ante los tapices de las paredes, de tela de plata y de oro, al ver la cama tallada, con dosel de raso carmesí bordado con imágenes de flores y de niños. Henry Morris le había contado que Ana no había abierto la boca. Se había limitado a examinar la habitación muy despacio, había sonreído, pestañeado. Hasta que cayó en la cuenta de lo que debía hacer y fingió desmayarse ante tanto honor, y emitió el grito cuando se tambaleó y el rey la sostuvo en sus brazos. Espero con devoción, había dicho Norris, que también nosotros consigamos al menos una vez en la vida que una mujer emita ese sonido.

Después de que Ana le hubo expresado su agradecimiento de rodillas, Enrique tuvo que marcharse, claro está. Salió de aquella habitación resplandeciente con ella de la mano y volvió al banquete de Año Nuevo, para el escrutinio público de su expresión: con el convencimiento de que la noticia se transmitiría a toda Europa, por tierra y mar, en lenguaje cifrado y normal.

Cuando, al final de este paseo por los antiguos aposentos del cardenal, él encuentra a Ana sentada con sus damas, ella ya sabe, o parece saber, lo que han dicho su padre y su hermano. Creen que planean las tácticas de ella, pero ella es su propia y mejor táctica, y muy capaz de considerar lo sucedido y de apreciar dónde ha habido un error. Él admira a los que aprenden de los errores. Un día, junto a las ventanas abiertas al revuelo de los pájaros que construían sus nidos, ella dice: «Una vez me dijisteis que solo el cardenal podría liberar al rey. ¿Sabéis qué pienso ahora? Creo que Wolsey era quien menos podía hacerlo. Porque era muy orgulloso, porque quería ser papa. Si hubiese sido más humilde, Clemente le habría complacido».

—Tal vez haya algo de cierto en eso.

—Supongo que deberíamos aprender la lección —dice Norris.

Se vuelven los dos. Ana dice: «¿De veras?». Y él pregunta: «¿Qué lección sería?».

Norris les mira perplejo.

—No es probable que ninguno de nosotros sea cardenal —dice Ana—. Ni siquiera aspiraría a serlo Thomas, que aspira a casi todo.

—¿Ah, sí? No apostaría por eso —dice Norris.

Y se va, lánguido y cabizbajo, con una languidez que solo es capaz de desplegar un sedoso gentilhombre como él, dejándole con las mujeres.

—Decidme, lady Ana —pregunta—, cuando reflexionáis sobre el difunto cardenal, ¿dedicáis un tiempo a rezar por su alma?

—Creo que Dios ya le ha juzgado y que mis oraciones, las rece o no, no valen de nada.

—Se burla de vos, Ana —dice María Bolena amablemente.

—Si no fuese por el cardenal, estaríais casada con Harry Percy.

—Al menos tendría la condición de esposa —replica ella—, que es una condición honorable, mientras que ahora…

—Ah, pero prima —dice Mary Shelton—, Harry Percy se ha vuelto loco. Todo el mundo lo sabe. Está gastando todo lo que tiene.

—Es cierto, y mi hermana imagina que la culpa la tiene su fracaso con ella —dice María Bolena riéndose.

—Señora —dice él, volviéndose a Ana—, no os gustaría estar en el país de Harry Percy. Porque sabéis muy bien que él haría lo que hacen esos señores del norte, y os tendría en una fría torre con una escalera de caracol por la que solo os permitiría bajar a comer. Y cuando estuvieseis sentada a la mesa y os llevasen un pudín de harina de avena mezclada con sangre del ganado conseguido en una incursión, entraría Milord con gran estruendo balanceando una bolsa, y oh, cariño, diríais, ¿un regalo para mí? Y él diría: sí, señora, a ver si os gusta. Y abriría la bolsa y caería en vuestro regazo la cabeza de un escocés.

—Oh, es horrible —susurra Mary Sheldon—. ¿Es eso lo que hacen?

Ana se lleva la mano a la boca, riéndose.

—Y sabéis muy bien —continúa él— que preferiríais comer una pechuga de pollo ligeramente escalfada, en rodajas, con salsa de crema al estragón. Y también un buen queso curado, importado por el embajador de España, que sin duda se proponía obsequiárselo a la reina, pero que finalmente acabó en mi casa.

—¿Cómo podría ser mejor servida? —pregunta Ana—. Una partida de hombres en el camino interceptando el queso de Catalina.

—Bien, después de esta pequeña representación, tengo que retirarme —hace un gesto señalando al tocador de laúd del rincón— y dejaros con vuestro admirador de ojos saltones.

Ana lanza una mirada al muchacho, Mark.

—Sí que los tiene. Es cierto.

—¿Le digo que se vaya? El lugar está lleno de músicos.

—Dejadle —dice María—. Es un muchacho encantador.

María Bolena se levanta. «Tengo que ir…».

—Ahora lady Carey va a tener una de sus conferencias con el señor Cromwell —dice Mary Shelton, en el tono de quien transmite información agradable.

—Va a ofrecerle de nuevo su virtud —dice Jane Rochford.

—Lady Carey, ¿qué es lo que no podéis decir en nuestra presencia? —dice Ana, y asiente. Él puede marcharse. María puede marcharse. Es posible que María tenga que transmitir mensajes que ella, Ana, es demasiado delicada para transmitir directamente.

Fuera: «A veces necesito respirar» —él espera—. Jane y nuestro hermano George, ¿sabéis que se odian? No duerme con ella. Si no está con otra mujer, se pasa la noche despierto en los aposentos de Ana. Juegan a las cartas hasta el amanecer. ¿Sabíais que el rey le paga a ella las deudas de juego? Ana necesita más ingresos, y una residencia propia, un retiro, no muy lejos de Londres, en algún lugar a la orilla del río…

—¿En la residencia de quién piensa ella?

—No creo que desee echar a nadie.

—Las residencias suelen pertenecer a alguien.

Cruza su mente un pensamiento. Sonríe.

—Una vez os advertí que os mantuvieseis alejado de Ana —dice ella—. Pero ahora no podemos arreglárnoslas sin vos. Hasta mi padre y mi tío lo dicen. No se hace nada, nada, sin el favor del rey, sin su constante compañía, y ahora ya, cuando no estáis con Enrique, él quiere saber dónde estáis. —Retrocede, le valora un momento como si fuese un desconocido—. Mi hermana también.

—Yo quiero un trabajo, lady Carey. No me basta con ser un consejero: necesito un puesto oficial en la casa del rey.

—Se lo diré a Ana.

—Quiero un cargo en la Casa de las Joyas. O en el Tesoro.

Ella asiente.

—Ana convirtió a Tom Wyatt en poeta. Convirtió a Harry Percy en loco. Estoy segura de que tiene alguna idea sobre lo que hay que hacer con vos.

Unos cuantos días antes de que el Parlamento se reúna, Thomas Wyatt ha ido a disculparse por levantarle de la cama en plena noche el día de Año Nuevo.

—Tenéis todo el derecho a estar enfadado conmigo, pero he venido a pediros que no lo estéis. Ya sabéis lo que pasa en Año Nuevo. Se empieza a brindar y se suceden las rondas y hay que vaciar el cuenco.

Él observa a Wyatt, que pasea por la habitación, demasiado curioso e inquieto y hasta tímido para sentarse y pedir disculpas cara a cara. Hace girar el globo terráqueo pintado, y pone el índice en Inglaterra. Se para a mirar cuadros, un pequeño retablo, y se vuelve a preguntar; era de mi esposa, dice él, lo conservo por ella. El señor Wyatt lleva una chaqueta de brocado almidonado color crema y ribeteada con armiño, que seguramente no puede permitirse; jubón de seda de color tostado; tiene unos tiernos ojos azules y una melena dorada que empieza a clarear. A veces se lleva las yemas de los dedos a la cabeza tanteando, como si aún tuviese el dolor de cabeza de Año Nuevo. En realidad, está comprobando si las entradas del pelo han aumentado en los últimos cinco minutos. Se detiene a mirarse en el espejo. Lo hace muy a menudo. Santo cielo, dice. Andar recorriendo las calles con esa gente. Ya no tengo edad para eso. Pero soy demasiado joven para quedarme calvo. ¿Creéis que a las mujeres les importa? ¿Mucho? ¿Creéis que si me dejo barba compensará?… No, probablemente no. Pero tal vez lo haga de todos modos. Al rey le sienta bien la barba, ¿verdad?

—¿No os dio vuestro padre algún consejo? —pregunta él.

—Oh, sí. Bebed un cuenco de leche antes de salir. Membrillos cocidos en miel…, ¿creéis que funciona?

Él procura contener la risa. Quiere tomarse en serio su nuevo puesto como padre de Wyatt.

—No me refiero a eso —dice—, ¿nunca os aconsejó que os mantuvieseis apartado de las mujeres por las que se interesa el rey?

—Sí. ¿No recordáis que me fui a Italia? Y después pasé un año en Calais. ¿Cuánto tiempo puede estar fuera un hombre?

Un interrogante de su propia vida. Lo reconoce. Wyatt se sienta en un taburete. Apoya los codos en las rodillas. Se coge la cabeza, las yemas de los dedos en las sienes. Escucha sus propios latidos; piensa; ¿estará componiendo un poema, quizá? Alza la vista.

—Mi padre dice que ahora que Wolsey ha muerto, vos sois el hombre más listo de Inglaterra. Así que ¿podéis comprender esto si lo digo solo una vez? Si Ana no es virgen, yo no tengo nada que ver.

Le sirve un vaso de vino.

—Fuerte —dice Wyatt, después de beberlo de un trago. Mira el fondo del vaso, y los dedos con que lo sostiene—. Creo que debo decir más.

—Si debéis, decidlo ahora y solo una vez.

—¿Hay alguien escondido detrás del tapiz de Arras? Me han dicho que hay sirvientes en Chelsea que os informan. En estos tiempos no puede estar uno seguro con los sirvientes, hay espías por todas partes.

—Decidme cuándo no los hubo —dice él—. Había un niño en casa de Moro, Dick Purser, Moro lo recogió por remordimiento cuando quedó huérfano… No quiero decir que Moro matase directamente al padre, pero le puso en el cepo y le encerró en la Torre y destrozó su salud. Dick les dijo a los otros chicos que no creía que Dios estuviese en la hostia de la comunión, así que Moro mandó que le azotaran delante de todos los de la casa. Ahora le he traído aquí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Recogeré a cualquier otro al que él maltrate.

Wyatt pasa la mano sonriendo por la reina de Saba, es decir, por Anselma. El rey le ha regalado el magnífico tapiz de Wolsey. A principios de año, cuando fue a hablar con él a Greenwich, el rey había visto que alzaba la vista hacia ella como si la saludara, y había dicho, con una sonrisa burlona: ¿conocéis a esa mujer? La conocía, dijo él, explicándose, excusándose; no importa, dijo el rey, todos tenemos nuestras locuras de juventud, y no puede uno casarse con todas, ¿verdad?… Y había dicho en voz baja: no puedo olvidar que perteneció al cardenal de York, y luego, más alto: cuando vayáis a casa, haced sitio para ella; creo que debería ir a vivir con vos.

Se sirve un vaso de vino y le sirve otro a Wyatt.

—Gardiner tiene gente a la puerta —dice— para vigilar quién entra y sale. Esta es una casa de la ciudad, no es una fortaleza… Pero si entra alguien que no debería hacerlo, los de mi casa disfrutarán echándole a patadas. Nos gusta la pelea. Preferiría dejar atrás el pasado, pero no se me permite. Tío Norfolk no para de recordarme que fui soldado raso, y ni siquiera de su ejército.

—¿Le llamáis así? —Wyatt se ríe—. ¿Tío Norfolk?

—Entre nosotros. Pero no tengo que recordaros lo que creen los Howard que les es debido. Y fuisteis vecino de Thomas Bolena, así que sabéis que, sintáis lo que sintáis por su hija, no debéis contrariarle. Espero que no sintáis nada. ¿Es así?

—Durante dos años —dice Wyatt— se me encogía el alma al pensar que pudiese tocarla otro. Pero ¿qué podía ofrecer yo? Soy un hombre casado. Y, además, no soy el duque ni el príncipe que ella quería pescar. Creo que le gustaba, o le gustaba tenerme detrás de ella, le divertía. Cuando estábamos solos, me dejaba besarla, y yo siempre pensaba… Pero esa es la táctica de Ana, ¿comprendéis? Dice sí, sí, sí. Y luego dice no.

—Y sois todo un caballero, por supuesto.

—¿Qué queréis decir? ¿Qué debería haberla violado? Si ella dice algo, lo dice en serio… Enrique lo sabe. Pero luego, otro día, me permitía besarla de nuevo. Sí, sí, sí. No. Lo peor es que ella insinúa, casi se ufana de ello, que me dice no a mí, pero les dice sí a otros.

—¿A quiénes?

—Oh, nombres, los nombres estropearían su pasatiempo. El asunto es que frente a todo hombre al que veas en la corte o en Kent, pienses: «¿Es él? ¿Es ese, es aquel?». Que te preguntes continuamente en qué fallas tú, por qué no la complaces nunca, por qué no tienes nunca la oportunidad.

—A mí me parece que sois el que escribís los mejores poemas. Eso ha de confortaros. Los versos de Su Majestad pueden llegar a ser algo repetitivos, por no decir ensimismados.

—Esa canción suya «Pasatiempo en buena compañía». Cuando la oigo, hay algo en mi interior, como un perrillo, que desea ladrar.

—Cierto, el rey pasa de los cuarenta. Resulta triste oírle cantar sobre los tiempos en que era joven y estúpido.

Observa a Wyatt. El joven parece obnubilado, como si tuviese un dolor persistente en el entrecejo. Dice que Ana ya no le atormenta, pero no es eso lo que parece.

—Así que ¿cuántos amantes creéis que tiene ella? —le pregunta, brutal como un carnicero.

Wyatt se mira los pies. Mira al techo.

—¿Una docena? —dice—. ¿O ninguno? ¿O un centenar? Brandon intentó convencer a Enrique de que ella es ropa usada. Pero él le echó de la corte. Imaginaos si yo lo intentase. Dudo que saliese vivo de la habitación. Brandon decidió hablar, porque cree que llegará el día en que ella ceda a Enrique y, ¿entonces qué? ¿No lo sabrá?

—Dadle crédito a ella. Tiene que haberlo pensado. Además, el rey no es ningún juez de doncellas. Él mismo lo admite. Con Catalina tardó veinte años en descubrir que su hermano había estado allí antes que él.

Wyatt se ríe.

—Cuando llegue el día, o la noche, Ana difícilmente podrá decirle eso.

—Escuchad, este es mi punto de vista sobre el caso: Ana no se preocupa por su noche de bodas porque no tiene motivos para preocuparse.

Quiere decir: porque Ana no es un ser carnal, es un ser calculador, con un cerebro hábil y frío operando detrás de sus negros y ávidos ojos.

—Yo creo que una mujer que es capaz de decir no al rey de Inglaterra y seguir haciéndolo, tiene inteligencia suficiente para decir no a cualquier hombre, incluido vos, incluido Harry Percy, incluido cualquier otro que ella pueda elegir para divertirse un poco atormentándole mientras persigue sus fines como le parece más apropiado. Así que creo que sí, que se ha reído de vos, aunque no exactamente de la forma que vos pensáis.

—¿Me lo decís como un consuelo?

—Debería consolaros. Temería por vos si hubieseis sido su amante. Enrique cree en su virginidad. ¿Qué otra cosa puede creer? Pero cuando se hayan casado, se pondrá celoso.

—¿Cómo lo harán? ¿Casarse?

—Trabajo de firme con el Parlamento, creedme. Y creo que puedo someter a los obispos. Después de eso, Dios sabe… Thomas Moro dice que en el reinado del rey Juan, cuando el papa lanzó un interdicto contra Inglaterra, el ganado no engendraba, el trigo dejó de madurar, la hierba dejó de crecer y los pájaros se caían del aire. Pero si empezara a suceder eso —sonríe—, estoy seguro de que podremos volvernos atrás.

—Ana me ha preguntado: Cromwell, ¿en qué cree en realidad?

—¿Así que tenéis conversaciones? Y sobre mí… No solo sí, sí, sí, no. Es muy halagador.

Wyatt parece disgustado.

—¿No podríais equivocaros? Respecto a Ana.

—Es posible. De momento, acepto lo que me dice. Me conviene. Nos conviene a ambos.

Cuando Wyatt se marcha, le dice: «Volved pronto. Mis niñas han oído hablar de lo guapo que sois. Podéis dejaros el sombrero puesto, si creéis que podrían desilusionarse».

Wyatt es el compañero habitual del rey en el jeu de paume. Así que sabe lo que es el orgullo humillado. Consigue esbozar una sonrisa.

—Vuestro padre nos contó la historia de la leona. Los chicos han hecho una obra de teatro sobre el tema. Tal vez os gustase venir un día y representar vuestro papel.

—Oh, la leona. Cuando lo recuerdo ahora, no me parece que aquello lo hiciese yo. Quedarme quieto, sin protección y atraerla… —se interrumpe—. Parece algo más propio de vos, señor Cromwell.

Thomas Moro visita Austin Friars. Rechaza la comida, rechaza la bebida, aunque parece necesitado de ambas cosas.

El cardenal no habría aceptado un no por respuesta. Le habría hecho sentarse a tomar cuajada. O, si era la temporada, un buen plato de fresas con una cuchara muy pequeña.

—En estos últimos diez años —dice Moro—, los turcos han tomado Belgrado; han encendido sus fuegos de campamento en la gran biblioteca de Buda. Hace solo dos años que llegaron a las puertas de Viena. ¿Por qué queréis abrir otra brecha en las murallas de la Cristiandad?

—El rey de Inglaterra no es un infiel. Y yo tampoco.

—¿No lo sois? La verdad es que no sé si rezáis al dios de Lutero y de los alemanes, o a alguna deidad pagana que encontrasteis en vuestros viajes, o a alguna deidad inglesa de vuestra propia invención. Tal vez nuestra fe esté a la venta. Serviríais al sultán si os pagase bien.

Erasmo dice: ¿creó la naturaleza alguna vez algo más bondadoso, más dulce o más armonioso que el carácter de Thomas Moro?

Él guarda silencio. Está sentado al escritorio (Moro le ha encontrado trabajando), con la barbilla apoyada en los puños. Es una postura que le muestra probablemente con cierta ventaja combativa.

Parece que el Lord Canciller fuese casi a rasgarse las vestiduras: lo único que haría eso sería mejorarlas. Podría compadecerse uno de él, pero decide no hacerlo.

—Señor Cromwell, creéis que porque sois consejero podéis negociar con herejes a espaldas del rey. Os equivocáis. Estoy enterado de esas cartas a Stephen Vaughan que van y vienen, sé que él se ha reunido con Tyndale.

—¿Me amenazáis? Solo me interesa saberlo.

—Sí —dice Moro con tristeza—. Sí, eso es precisamente lo que hago.

Ve que el equilibrio de poder entre ellos ha cambiado. No como funcionarios del Estado sino como hombres.

Cuando se marcha Moro, Richard le dice:

—No debería. Amenazaros, me refiero. Hoy, debido a su cargo, se va tranquilamente. Pero mañana, ¿quién sabe?

Era un niño, piensa él, de unos nueve años, se escapó a Londres y vio cómo padecía por su fe una anciana. El recuerdo inunda su cuerpo y se va como si navegara en su corriente, diciendo por encima del hombro:

—Richard, comprueba si el Lord Canciller tiene una escolta como es debido. Si no, proporciónale una, y acompáñale para que regrese en barca a Chelsea. No podemos tenerle vagando por Londres, arengando a cualquiera a cuya puerta llegue.

Dice lo último en francés, no sabe por qué. Piensa en Ana, con la mano extendida, atrayéndole hacia ella: maître Cremuel, à moi.

No recuerda el año, pero recuerda que era a finales de abril, caían gruesas gotas de lluvia de las pálidas hojas nuevas. No recuerda la razón por la que estaba enfadado Walter, pero sí recuerda el miedo que sentía en lo más profundo de su ser, recuerda cómo le latía el corazón en las costillas. Por aquel entonces, si no podía ocultarse con su tío John en Lambeth, se iba a la ciudad y procuraba trabar amistad con quien fuese, ver si podía ganar un penique haciendo recados por los muelles, llevando cestos o cargando carretillas. Si le silbaban, acudía; había sido una suerte, ahora lo sabe, no haber tropezado con gentes de mal vivir que habrían hecho que acabase marcado a fuego o azotado, o convertido en uno de los pequeños cadáveres que sacaban del río. A esa edad, no tenemos juicio. Si alguien decía: allí se divierte uno, seguía la dirección que el dedo señalaba. No tenía nada contra aquella anciana, pero no había visto nunca quemar a alguien.

¿Cuál es su delito?, preguntó. Es una lolarda, le dijeron, una que dice que Dios en el altar es un trozo de pan. Qué, dijo él, ¿pan como el que hacen los panaderos? Dejad que el niño se ponga delante, dijeron. Que se instruya, le hará bien verlo de cerca. Así siempre irá a misa después, y obedecerá al sacerdote. Le colocaron en primera fila delante de la multitud. Ven aquí, cariño, ven conmigo, dijo una mujer. Tenía una amplia sonrisa y llevaba un gorro blanco limpio. Solo con presenciarlo obtienes el perdón de los pecados, le dijo. Al que trae leña para la hoguera, se le perdonan cuarenta días de Purgatorio.

Cuando llevaron a la lolarda entre los guardias, la gente vitoreaba y gritaba. Vio que era una anciana, tal vez la persona más vieja que había visto en su vida. Los guardias la llevaban casi en volandas. No tenía gorro ni velo. Parecía que le hubieran arrancado el pelo en algunas partes de la cabeza. Debió de arrancárselo ella desesperada por sus pecados, decía la gente de detrás de él. Tras la lolarda iban dos frailes, como gordas ratas grises, con crucifijos en sus zarpas sonrosadas. La mujer del gorro limpio le apretaba los hombros como haría una madre, si él la tuviese. Miradla, decía, ochenta años y llena de maldad. No tiene mucha grasa sobre los huesos, dijo un hombre, no tardará en quemarse si no cambia el viento.

Pero ¿qué pecado ha cometido?, pregunta él.

Yo te lo cuento: dice que los santos solo son postes de madera.

¿Cómo ese al que la están encadenando?

Sí, como ese.

El poste también arderá.

La próxima vez ya pondrán otro, dice la mujer. Retiró luego la mano de su hombro, apretó ambos puños, los agitó en el aire y dejó salir de las profundidades de su vientre un grito, un alarido, con una voz aguda de demonio. La gente se unió ávidamente al grito. Todos se agitaban y empujaban para ver mejor, chillando y silbando y pateando. Ante la idea del espectáculo horrible que iban a presenciar, él sentía frío y calor. Se volvió a mirar a la mujer que le hacía de madre en aquella multitud. Mira, le dijo ella. Presta atención ahora. Y le volvió la cara con una tierna caricia para que contemplara el espectáculo. Los guardias ataron a la anciana a la estaca con cadenas.

La estaca estaba hincada en un montón de piedras y llegaron gentilhombres y sacerdotes, obispos tal vez, él no lo sabía. Gritaron a la lolarda que abjurase de sus herejías. Estaba lo suficientemente cerca para ver que ella movía los labios, pero no podía oír lo que decía. ¿La dejarán libre si se arrepiente ahora? No, no la dejarán libre, dijo la mujer riéndose. Mira, está llamando a Satanás para que la ayude. Los gentilhombres se retiraron. Los guardias colocaron leña y haces de paja alrededor de la lolarda. La mujer le dio una palmada en el hombro. Esperemos que no esté húmeda, ¿eh? Desde aquí podré verlo bien. La última vez estaba mucho más atrás. Había dejado de llover. Había salido el sol. Cuando llegó el verdugo con una antorcha, brillaba pálida en la claridad, era poco más que un movimiento escurridizo, como de anguilas en un saco. Los frailes cantaban y alzaban un crucifijo hacia la lolarda, y hasta que ellos no retrocedieron, con el primer humo, no supo la multitud que la hoguera estaba encendida.

Se lanzaron todos hacia delante, aullando. Los guardias formaron una barrera con bastones y gritaban muy serios: atrás, atrás, atrás, y la multitud chillaba y retrocedía y luego volvía a avanzar, vociferando y cantando como si se tratara de un juego. Los remolinos de humo impedían ver bien y los apartaban tosiendo. ¡Mirad cómo huele!, gritaban. ¡Cómo huele la vieja cerda! Él contuvo el aliento para no respirarla. La lolarda gritaba entre el humo. ¡Ahora llama a los santos!, decían. La mujer se inclinó y le dijo al oído: ¿sabes que sangran en el fuego? Algunos creen que solo se arrugan, pero yo lo he visto y lo sé.

Cuando se despejó el humo, vieron que la anciana estaba ardiendo. La multitud empezó a vitorear. Habían dicho que duraría poco, pero los gritos duraron muchísimo, o eso le pareció a él. ¿Nadie reza por ella?, preguntó, y la mujer dijo: ¿para qué? Siguió alimentándose el fuego después incluso de que ya no quedase nada que pudiese chillar. Los guardias paseaban alrededor de la hoguera, apagando las pajas que volaban y lanzando a patadas otra vez al fuego trozos de leña sueltos.

Cuando la multitud se dispersó, parloteando, podías ver quiénes habían estado en el peor lado de la hoguera, porque tenían la cara gris de la ceniza. Él quería volver a casa, pero recordó a Walter, que había dicho que aquella mañana le mataría lentamente. Observó a los guardias golpeando con sus barras de hierro los restos humanos que quedaban. Colgaban de las cadenas restos de carne adheridos. Se acercó y les preguntó cómo tenía que estar de caliente el fuego para quemar los huesos. Esperaba que lo supieran. Pero no entendieron su pregunta. Los que no son herreros creen que todos los fuegos son iguales. Su padre le había enseñado los colores del rojo: rojo crepúsculo, rojo cereza, rojo amarillo brillante que no tiene más nombre que ese, salvo que se llame escarlata. Dejaron en el suelo la calavera de la lolarda, con los huesos largos de brazos y piernas. La caja torácica no era mucho mayor que la de un perro. Un hombre cogió una barra de hierro y la hundió en la cuenca del ojo izquierdo de la mujer. Alzó luego enganchada así la calavera y la colocó en las piedras, de forma que quedó de frente. Después alzó la barra y la descargó sobre la coronilla. Él sabía ya, antes de oírlo, que era un golpe en falso, desviado. Voló un pedacito de hueso roto como una estrella y cayó al suelo. Pero el cráneo seguía casi intacto. Santo cielo, dijo el hombre. Toma, toma, muchacho, ¿quieres probar tú? Un buen porrazo la destrozará.

Casi siempre decía que sí a cualquier invitación, pero en este caso retrocedió con las manos a la espalda. Santo cielo, dijo el hombre. Ojalá pudiese permitirme yo ser tan melindroso. Poco después empezó a llover. Los guardias se limpiaron las manos, se sonaron y dieron por terminado el trabajo. Tiraron las barras de hierro entre los restos de la lolarda. Ya eran solo esquirlas de hueso y ceniza densa y fangosa. Él cogió una barra de hierro, por si necesitaba un arma. Pasó el dedo por la punta afilada, que era tan cortante como un cincel. No sabía lo lejos que estaba de casa, ni si Walter podría ir a buscarle. Se preguntó cómo se mataría a una persona lentamente, si quemándola o cortándola. Debería habérselo preguntado a los guardias mientras estaban allí, porque ellos, siendo como eran guardias de la ciudad, tenían que saberlo.

Aún seguía en el aire el hedor de la mujer. Se preguntó si estaría ya en el Infierno o todavía por las calles, aunque a él no le daban miedo los fantasmas. Habían instalado un estrado para los gentilhombres y, aunque habían retirado ya el dosel, se elevaba del suelo lo suficiente para poder resguardarse debajo. Él rezó por la mujer, pensando que eso no podría hacer ningún daño. Movía los labios mientras rezaba. El agua de la lluvia se amontonaba sobre él y caía en grandes gotas entre las tablas. Contó el tiempo que pasaba entre gota y gota y empezó a recogerlas en la mano. Lo hacía como pasatiempo. Estaba oscureciendo. Si hubiese sido un día normal, habría tenido hambre por entonces y habría ido a buscar algo de comer.

Entre dos luces ya, llegaron unos hombres, y mujeres también; supo, al ver a las mujeres, que no eran guardias ni nadie que pudiese hacerle daño. Se juntaron en un círculo irregular alrededor de la estaca, que seguía allí sobre el montón de piedras. Él salió de debajo del estrado y se acercó a ellos. Os preguntaréis qué ha pasado aquí, les dijo. Pero ellos no le contestaron ni alzaron la vista. Se hincaron de rodillas y le pareció que estaban rezando. Yo también he rezado por ella, dijo. ¿Has rezado? Buen muchacho, dijo un hombre. Pero ni siquiera levantó la vista. Si me mira, pensó él, verá que no soy bueno, sino un muchacho indigno que se escapa con su perro y se olvida de preparar la salmuera para la forja, así que cuando Walter grita: dónde está la maldita artesa, resulta que la salmuera no está allí. Recordó con un vuelco en el estómago lo que no había hecho y por qué iba a matarle Walter. Estuvo a punto de echarse a llorar, como si le doliese algo.

Entonces vio que aquellos hombres y mujeres no rezaban. Andaban a gatas. Eran amigos de la lolarda y estaban recogiendo sus restos. Una de las mujeres se arrodilló, con las faldas extendidas y con una olla de barro. Él tenía buena vista incluso en la oscuridad y vio un fragmento de hueso entre el fango y las cenizas. Toma, le dijo. La mujer acercó la olla. Aquí hay otro. Un hombre estaba apartado de los demás, a cierta distancia. ¿Por qué no nos ayuda él?, preguntó. Será el vigilante. Silbará si vienen los guardias.

¿Nos cogerán?

Deprisa, deprisa, dijo otro hombre.

Cuando llenaron la olla, la mujer que la tenía dijo: «Dame la mano».

Él confió en ella y alargó la mano. Ella metió los dedos en la olla y le untó el dorso de la mano con barro y arena, grasa y ceniza. «Joan Boughton», le dijo.

Al recordarlo ahora, le asombra su mala memoria. No ha olvidado a la mujer cuyos últimos restos llevó como una mancha grasienta en la piel, pero ¿por qué parece que en su vida de niño no encaja un fragmento con el siguiente? No recuerda cómo volvió a casa ni lo que hizo Walter en vez de matarle lentamente. Ni por qué se había escapado sin preparar la salmuera. Tal vez derramase la sal y estuviese demasiado asustado para contarlo. Parecía probable. Un temor crea un desamparo, la falta provoca un gran miedo, y llega un momento en que el miedo es demasiado grande y el espíritu humano simplemente renuncia y un niño vaga entumecido y desorientado, y acaba siguiendo a una multitud y presenciando un asesinato.

Nunca le ha contado esa historia a nadie. No le importa hablar de su pasado con Richard, con Rafe, dentro de lo razonable, pero no piensa divulgar trozos de sí mismo. Chapuys va a comer a menudo, se sienta a su lado y le arranca pedacitos de la historia de su vida al mismo tiempo que arranca del hueso pedacitos de carne tierna.

Alguien me contó que vuestro padre era irlandés, dice Eustache. Espera, sereno.

Es la primera vez que lo oigo, dice él. Pero os aseguro que mi padre era un misterio incluso para él mismo. Chapuys resopla. Los irlandeses son muy violentos, dice.

—Decidme, ¿es cierto que huisteis de Inglaterra a los quince años después de escapar de la prisión?

—Por supuesto —dice él—. Un ángel me cortó las cadenas.

Eso le dará algo que escribir a casa. «Le planteé la cuestión a Cremuel, el cual me contestó con una blasfemia que vuestros imperiales oídos juzgarían impropia». Él siempre tiene cosas que contar en sus despachos. Si las noticias escasean, cuenta lo que se murmura. Está lo que se murmura y que él recoge de fuentes dudosas, y las murmuraciones que él mismo alimenta a propósito. Como no habla inglés, recibe las noticias en francés de Thomas Moro, en italiano del mercader Antonio Bonvisi y en Dios sabe qué (¿latín?), de Stokesley, el obispo de Londres, cuya mesa también honra. Chapuys anda vendiendo la idea de su amo el emperador de que el pueblo de Inglaterra está tan descontento con su rey que si se le alentara con unos cuantos soldados españoles, se rebelaría. Chapuys, por supuesto, está completamente equivocado. Los ingleses pueden apoyar a la reina Catalina, parece que en general lo hacen. Pueden desaprobar o no entender las recientes medidas del Parlamento. Pero el instinto le indica que se unirán contra la intervención extranjera. Les gusta Catalina porque lleva mucho tiempo aquí y han olvidado que es española. Son el mismo pueblo que se sublevó contra los extranjeros el Mal Día de Mayo; el mismo pueblo, duro de corazón, obstinado, apegado a su terruño. Solo una fuerza aplastante (por ejemplo, una coalición de Francisco y del emperador) lo sometería. No puede desecharse, claro, la posibilidad de esa coalición.

Cuando termina la comida, él acompaña a Chapuys con su gente, con sus altos y fornidos sirvientes y guardaespaldas, que haraganean por allí hablando en flamenco, a menudo sobre él. Chapuys sabe que él ha estado en los Países Bajos. ¿Acaso cree que no entiende el idioma? ¿O será algún complicado doble juego?

Había días, no hace tanto de ello, después de la muerte de Lizzie, en que despertaba por la mañana y tenía que decidir, antes de poder hablar con nadie, quién era y por qué. Había días en que despertaba de sueños en que soñaba con los muertos y los buscaba. En que su yo despierto temblaba en el umbral del cese de sus sueños.

Pero estos tiempos ya no son aquellos.

A veces, cuando Chapuys ha terminado de desenterrar los huesos de Walter y de hacer que su propia vida le resulte extraña, se siente casi impulsado a hablar en defensa de su padre, de su niñez. Pero de nada sirve justificarse. No merece la pena explicar. Lo anecdótico revela debilidad. Es prudente ocultar el pasado aunque no haya nada que ocultar. El poder de un hombre está en la penumbra, en los movimientos vistos a medias de la mano y en la expresión indefinida de su rostro. Lo que asusta a la gente es la ausencia de datos. Ese vacío que abres, en el que vierten sus temores, fantasías y deseos.

El 14 de abril de 1532, el rey le nombra intendente de la Casa de las Joyas. Desde allí podréis tener una idea de los ingresos y los gastos del rey, había dicho Henry Wyatt.

El rey grita, como si le gritase a cualquier cortesano al pasar.

—¿Por qué no debería, decidme, por qué no debería emplear al hijo de un honesto herrero?

Él oculta su sonrisa ante esta descripción de Walter. Mucho más halagadora que cualquiera que haya podido llegar a formular el embajador español.

—Yo os hago lo que sois. Solo yo —dice el rey—. Todo lo que sois, todo lo que tenéis, llegará de mí.

La idea le causa un placer al que le resulta difícil resistirse. Enrique está tan bien dispuesto últimamente, se muestra tan dadivoso y amable, que hay que perdonarle el hecho de que afirme a veces su condición regia, sea necesario o no. El cardenal solía decir que los ingleses se lo perdonan todo a un rey siempre que no intente ponerles impuestos. También solía decir que no importa en realidad cuál sea el título del cargo. Deja que cualquier colega del Consejo vuelva la espalda, cuando se dé la vuelta de nuevo descubrirá que yo hago su trabajo.

Un día de abril está en un despacho de Westminster y llega Hugh Latimer, que acaba de ser liberado de su encierro en el palacio de Lambeth.

—Bien —dice Hugh—, ¿podríais dejar de escribir y darme la mano?

Él se levanta y le abraza, chaqueta negra polvorienta, tendones, huesos.

—¿Así que le habéis hecho a Warham un bonito discurso?

—Lo hice ex tempore, a mi manera. Salió tan fresco de mi boca como de la boca de un niño de pecho. Es posible que el viejo esté perdiendo la afición a las hogueras ahora que se encuentra tan cerca de su propio fin. Se está arrugando como la vaina de un guisante al sol, puedes oír el tintineo de los huesos cuando se mueve. En fin, no puedo explicarlo pero aquí me tenéis.

—¿Cómo os trató?

—Vaciaron las paredes de mi biblioteca. Por suerte, tengo el cerebro abastecido de textos. Me despidió con una advertencia. Me dijo que si no había olido el fuego había olido al menos la sartén. Ya me lo habían dicho antes. Debe de hacer unos diez años, cuando comparecí por herejía ante la Bestia Escarlata —se ríe—. Pero Wolsey me dio otra vez permiso para predicar. Y el beso de la paz. Y de comer. Y bueno, ¿qué? ¿Estamos algo más cerca de una reina que ama los Evangelios?

Él se encoge de hombros.

—Nosotros…, ellos… están hablando con los franceses. Hay un tratado en el aire. Francisco tiene un rebaño de cardenales que podrían prestarnos sus voces en Roma.

Hugh resopla.

—Todavía esperando por Roma.

—Así debe ser.

—Convenceremos a Enrique. Le atraeremos hacia los Evangelios.

—Tal vez. No de forma brusca. Poco a poco.

—Voy a pedirle al obispo Stokesley que me permita visitar a nuestro hermano Bainham. ¿Me acompañaréis?

Bainham es el abogado al que había detenido y torturado Moro el año anterior. Poco antes de Navidad compareció ante el obispo de Londres. Abjuró y fue puesto en libertad en febrero. Es un hombre sencillo; deseaba vivir, ¿cómo no? Pero una vez en libertad, la conciencia no le dejaba dormir. Un domingo entró en una iglesia llena de fieles y se levantó delante de todos con la Biblia de Tyndale en la mano e hizo profesión de fe. Ahora está en la Torre, esperando que le comuniquen la fecha de su ejecución.

—¿Qué? —pregunta Latimer—. ¿Vendréis o no?

—Yo no debería darle munición al Lord Canciller.

Podría debilitar la resolución de Bainham, piensa. Decidle, creed cualquier cosa, hermano, jurad por ella y cruzad los dedos a la espalda. Pero, en realidad, poco importa ya lo que diga Bainham. No habrá misericordia para él, ha de arder.

Hugh Latimer sale con paso firme. Para Hugh opera la misericordia divina. El Señor camina con él y sube con él al esquife para desembarcar a la sombra de la Torre; siendo así las cosas, no hace ninguna falta Thomas Cromwell.

Moro dice que si mientes a un hereje o le engañas para que confiese, no importa. Los herejes no tienen derecho al silencio, ni aunque sepan que se acusarán si hablan; si no hablan, hay que romperles los dedos, quemarles con hierros, colgarles por las muñecas. No solo es legítimo, Moro va más allá aún: es algo que cuenta con la bendición de Dios.

Hay un grupo en la cámara de los Comunes que come con sacerdotes en la taberna Queen’s Head. Sale de allí la noticia, y se propaga entre el pueblo de Londres, de que todo el que apoye el divorcio del monarca se condenará. Tan partidario es Dios de la causa de estos gentilhombres, dicen, que un ángel asiste a las sesiones del Parlamento con un rollo en el que anota quién vota y qué, y pone una señal cenicienta en los nombres de quienes temen más a Enrique que al Todopoderoso.

En Greenwich, un fraile llamado William Peto, cabeza en Inglaterra de su rama de la orden franciscana, predica un sermón ante el rey en el que toma como texto y ejemplo al desafortunado Ahab, séptimo rey de Israel, que vivía en un palacio de marfil. Bajo la influencia de la malvada Jezabel, construyó un templo pagano y aceptó en su séquito a los sacerdotes de Baal. El profeta Elías dijo a Ahab que los perros lamerían su sangre; y así fue, como podréis suponer, porque solo se recuerda a los profetas que acertaron. Los perros de Samaria lamieron la sangre de Ahab. Todos sus herederos varones perecieron. Sus cadáveres quedaron tirados en las calles sin enterrar. Jezabel fue arrojada por una ventana de su palacio. Los perros despedazaron su cuerpo.

—Yo soy Jezabel. Vos, Thomas Cromwell, sois los sacerdotes de Baal —dice Ana con ojos centelleantes—. Como soy mujer, soy el medio por el que entra el pecado en este mundo. Soy la fuerza del demonio, la vía de acceso del maldito. Soy el medio por el que Satanás ataca al hombre, al que no era lo suficientemente audaz para atacar directamente, solo a través de mí. En fin, esa es su idea del asunto. La mía es que hay demasiados sacerdotes con escasa cultura y trabajo todavía más escaso. Ojalá el papa y el emperador y todos los españoles estuviesen en el mar y ahogados. Y si hay que arrojar a alguien por la ventana de un palacio…, alors, Thomas, sé muy bien a quién me gustaría arrojar. Salvo que en la niña María los perros no encontrarían ni pizca de carne que mascar. Y, en cuanto a Catalina, está tan gorda que rebotaría.

Cuando Thomas Avery llega a casa, posa en el empedrado el baúl de viaje en el que lleva cuanto posee, y acude con los brazos abiertos como un niño a abrazar a su señor. La noticia de su ascenso en el gobierno ha llegado a Amberes; al parecer, Stephen Vaughan enrojeció de satisfacción y se bebió un vaso entero de vino sin aguar.

Ven, dice él, hay cincuenta personas aquí para verme, pero pueden esperar. Ven a contarme cómo van las cosas al otro lado del mar. Thomas Avery empieza a hablar inmediatamente. Pero cuando llega a la entrada de su habitación se interrumpe, se queda mirando el tapiz que le ha regalado el rey. Lo examina detenidamente, luego se vuelve a su señor y de nuevo al tapiz.

—¿Quién es esa dama?

—¿No lo adivinas? —se ríe—. La reina de Saba visitando a Salomón. Me lo ha regalado el rey. Era de mi señor el cardenal. Vio que me gustaba y le complace hacer regalos.

—Debe de valer una buena suma. —Avery lo contempla con respeto, como el joven y despierto contable que es.

—Mira —le dice él—, tengo otro regalo, ¿qué crees que es? Tal vez sea la única cosa buena que haya salido jamás de un monasterio. Del hermano Luca Pacioli. Tardó treinta años en escribirlo.

El libro está encuadernado en verde oscuro con borde de oro y cantos dorados, así que brilla a la luz. Los cierres están tachonados con granates oscuros, lisos, translúcidos.

—Casi no me atrevo a abrirlo —dice el muchacho.

—Por favor, te gustará.

Es Summa de arithmetica. Lo abre y ve un grabado del autor con un libro delante y un par de compases.

—¿Es una nueva impresión?

—No exactamente, pero mis amigos de Venecia se han acordado de mí. Yo era un niño, por supuesto, cuando lo escribió Luca. Y tú ni siquiera estabas pensado. —Roza apenas la página con las yemas de los dedos—. Mira, aquí trata de la geometría. ¿Ves las figuras? Aquí es donde dice que no hay que irse a la cama hasta que no estén las cuentas cerradas.

—El señor Vaughan cita esa máxima. Ha sido la causa de que haya tenido que quedarme levantado hasta el amanecer.

—Y yo —muchas noches en muchas ciudades—. Luca, ¿sabes?, era un hombre pobre. Salió de Sansepulcro. Era amigo de artistas y se convirtió en un matemático perfecto en Urbino, que es una pequeña ciudad de las montañas, donde el conde Federigo, el gran condotiero, tenía su biblioteca de más de mil libros. Fue profesor en la Universidad de Perugia y luego en Milán. Me pregunto por qué un hombre como él seguiría siendo fraile, pero, por supuesto, ha habido practicantes del álgebra y de la geometría que fueron encerrados en mazmorras como magos, así que tal vez creyera que la Iglesia le protegería… Asistí a sus clases en Venecia, hará más de veinte años, tenía tu edad, creo. Hablaba sobre la proporción. Proporción en los edificios, en la música, en la cultura, en la justicia, en la nación, en el Estado. Decía que los derechos deberían estar equilibrados, el poder de un príncipe y el de sus súbditos, que el ciudadano rico debería llevar bien sus libros y rezar sus oraciones y servir a los pobres. Hablaba de cómo debería ser una página impresa, cómo debía interpretarse una ley. O un rostro, lo que lo hace bello.

—¿Me lo contará en este libro? —Thomas Avery alza de nuevo la vista hacia la reina de Saba—. Supongo que ellos lo sabían, los que hicieron el tapiz.

—¿Cómo está Jenneke?

El joven pasa las hojas con dedos reverentes.

—Es un hermoso libro. Vuestros amigos de Venecia deben de admiraros mucho.

Así que ya no es Jenneke, piensa él. Ha debido morirse o se habrá enamorado de otro.

—A veces —dice—, mis amigos de Italia me envían nuevos poemas, pero yo pienso que todos los poemas están aquí… No que una página de cifras sea un poema, pero cualquier cosa precisa es bella, cualquier cosa equilibrada en todas sus partes, cualquier cosa proporcionada. ¿No te parece?

Se pregunta por el poder de la reina de Saba para atraer la mirada del muchacho. Es imposible que haya visto a Anselma, que la haya conocido alguna vez, que haya oído hablar de ella. Le hablé de ella a Enrique, piensa. Una de aquellas tardes en que le conté a mi rey un poco, y él me contó a mí mucho: cómo tiembla de deseo cuando piensa en Ana, cómo lo ha intentado con otras mujeres, para eliminar el filo de la lujuria y poder pensar y hablar y actuar como un hombre razonable; y cómo ha fracasado con todas. Una extraña confesión, pero él cree que le justifica, piensa que certifica la rectitud de su propósito, porque yo solo cazo una cierva, una cierva extraña, tímida y salvaje, y ella me desvía de los caminos hollados por los hombres, y me encuentro solo en la espesura del bosque.

—Ahora —dice—, pondremos el libro en tu escritorio para que te consuele cuando parezca que no hay nada que cuadre en las cuentas.

Tiene grandes esperanzas depositadas en Thomas Avery. Es fácil conseguir que un niño sume las columnas y te las ponga delante de las narices, para repasarlas y encerrarlas luego en un cofre. Pero ¿qué sentido tiene eso? La página de un libro contable está allí para que la uses, como un poema de amor. No está para que asientas y la olvides; está allí para abrir tu corazón a la posibilidad. Es como las Sagradas Escrituras: está allí para que pienses en ella, y actúes. Ama a tu prójimo. Estudia el mercado. Aumenta la difusión de la benevolencia. Consigue mejores resultados el próximo año.

La fecha de la ejecución de James Bainham se fija para el 30 de abril. Él no puede acudir al rey, no puede hacerlo con una mínima esperanza de obtener el perdón. Hace mucho que otorgaron a Enrique el título de Defensor de la Fe. Y él desea demostrar que todavía lo merece.

En Smithfield, en el estrado que han instalado para los dignatarios, se encuentra con el embajador veneciano, Carlo Capello. Intercambian reverencias.

—¿En condición de qué estáis aquí, Cromwell? ¿Cómo amigo del hereje o en virtud de vuestra posición? En realidad, ¿cuál es vuestra posición? Solo el diablo lo sabe.

—Y estoy seguro de que se lo dirá a Vuestra Excelencia, la próxima vez que tengáis una conversación en privado.

Envuelto en su sábana de llamas, el moribundo grita:

—El Señor perdone a sir Thomas Moro.

El 15 de mayo, los obispos firman un documento de sumisión al rey. No emitirán legislación eclesiástica sin licencia regia, y someterán todas las leyes existentes a una revisión efectuada por una comisión que incluirá seglares, miembros del Parlamento y otros supervisores nombrados por el monarca. No convocarán sínodos sin permiso del rey.

Al día siguiente, él está en una galería de Whitehall que da a un patio interior, un jardín, donde espera el rey, y el duque de Norfolk pasea de un lado a otro. Ana está en la galería contigua. Viste una túnica de damasco de un rojo encendido con figuras, tan gruesa que sus blancos y pequeños hombros parecen encorvarse en su interior. A veces (en una especie de hermandad de la imaginación), se imagina posándole la mano en el hombro y recorriendo con el pulgar el hueco que hay entre su clavícula y su cuello, e imagina que sigue con el índice la línea de su pecho cuando se hincha sobre el corpiño lo mismo que sigue un niño una línea impresa.

Ella vuelve la cabeza y le mira con una leve sonrisa.

—Ahí viene. No lleva la cadena de Lord Canciller. ¿Qué habrá hecho con ella?

Thomas Moro parece encorvado y abatido. Norfolk parece tenso.

—Mi tío lleva meses intentando conseguirlo —dice Ana—. Pero el rey no lo aceptará. No quiere perder a Moro. Quiere complacer a todo el mundo. Ya sabéis cómo es.

—Conoció a Thomas Moro cuando era joven.

—Yo cuando era joven conocí el pecado.

Se miran y se sonríen.

—Fijaos ahora —dice Ana—. ¿Creéis que es el Sello de Inglaterra lo que lleva en esa bolsa de cuero?

Cuando Wolsey entregó el Gran Sello, prolongó el proceso dos días. Pero ahora el rey espera con la mano extendida en el paraíso privado de abajo.

—Así que ¿ahora quién? —dice Ana—. Anoche él dijo: «Mis cancilleres no me han dado más que disgustos. Tal vez pueda arreglármelas sin uno».

—Eso no les gustará a los abogados. Alguien tiene que regir los tribunales.

—¿Quién proponéis?

—Metedle en la cabeza que nombre al señor portavoz. Audley hará un buen trabajo. Dejad que el rey le pruebe en el papel pro tem; si luego no le gusta, no tendrá necesidad de confirmarlo. Pero creo que le gustará. Audley es un buen abogado y un hombre independiente, pero sabe ser útil. Y me comprende, creo.

—¡Es posible que haya alguien capaz de eso! ¿Bajamos?

—¿No podéis resistir el deseo de hacerlo?

—No más que vos.

Bajan por la escalera interior. Ana le apoya en el brazo levemente las yemas de los dedos. En el jardín hay ruiseñores en jaulas. Están mudos, se acurrucan frente a la luz del sol. Una fuente ornamental tintinea en un pilón. De los lechos de hierbas aromáticas se eleva un olor a tomillo. Del interior del palacio llega la risa de alguien invisible. El ruido de una puerta que se cierra corta el sonido. Él se para y arranca una ramita de tomillo, la estruja y se frota el aroma en la palma. Le traslada a otro lugar, lejos de allí. Moro hace una reverencia a Ana. Él cabecea levemente. Ella dedica a Enrique una inclinación profunda y se coloca a su lado, con los ojos bajos. Enrique le aprieta la muñeca; quiere decirle algo, o simplemente estar con ella a solas.

—¿Sir Thomas? —Él le ofrece la mano, pero Moro se da la vuelta. Luego lo piensa mejor; se vuelve de nuevo y acepta su mano. Tiene las yemas de los dedos frías y cenicientas.

—¿Qué haréis ahora?

—Escribir. Rezar.

—Mi recomendación sería que escribieseis solo un poco y rezaseis mucho.

—Vaya, ¿es una amenaza? —Moro sonríe.

—Tal vez. Es mi turno, ¿no creéis?

Cuando el rey vio a Ana se le iluminó la cara. Tiene un corazón ardiente; en la mano de su consejero quema al tacto.

Encuentra a Gardiner en Westminster, en uno de esos sombríos patios traseros a los que nunca llega la luz del sol.

—¿Monseñor?

Gardiner enarca las pobladas cejas.

—Lady Ana me ha pedido que piense en una casa de campo para ella.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—Dejadme que os explique lo que he pensado. Tendría que ser una que estuviese cerca del río, bien comunicada con Hampton Court, y desde la que pueda ir en barca a Whitehall y a Greenwich. Un lugar que esté en buenas condiciones, porque ella no tiene paciencia, no querrá esperar. Con hermosos jardines bien atendidos. Así que creo que, bueno, ¿qué os parece la mansión de Stephen Gardiner de Hanworth, que le dejó el rey cuando le nombró secretario de Estado?

Incluso a aquella tenue luz, puede ver cómo se persiguen unos a otros los pensamientos en la mente de Stephen. Oh, mi foso y mis puentecillos, mi rosaleda y los lechos de fresas, mi jardín de hierbas aromáticas, mis colmenas, mis estanques y mi huerto de frutales, ay, mis medallones de terracota italianos, mi taracea, mis dorados, mis galerías y mi fuente ornamental de conchas, mi parque de ciervos.

—Sería una gentileza por vuestra parte ofrecérsela antes de que se convierta en orden real. Una buena obra que compensaría por la obstinación de los obispos… Oh, vamos, Stephen. Tenéis otras casas, no es como si fuerais a tener que dormir en un pajar.

—Si estuviese durmiendo en uno —dice el obispo—, seguro que aparecería por allí uno de vuestros sirvientes con un perro ratonero para sacarme de mi sueño.

Las pulsaciones de roedor de Gardiner se aceleran. Le brillan los ojos negros y húmedos. Rechina de indignación y furia contenida. Pero deberá sentirse aliviado, en parte, cuando lo piense. Aliviado de que la factura haya llegado tan pronto, y que pueda pagarla.

Gardiner todavía es secretario de Estado, pero él, Cromwell, ve ahora al rey todos los días. Si Enrique quiere un consejo, él puede dárselo. O si el tema queda fuera de su alcance, encontrará a algún otro que pueda. Si el rey tiene una queja, él dirá: dejádmelo a mí, si, por vuestro regio favor, puedo proceder. Si el rey está de buen humor, él está dispuesto a reír. Y si el rey se siente triste, él se muestra gentil y cuidadoso. El rey ha emprendido un derrotero de disimulo, que al embajador español, siempre atento, no le ha pasado desapercibido.

—Os ve en privado, no en la cámara en que recibe —dice—. Prefiere que sus nobles no sepan la frecuencia con que os consulta. Si fueseis un hombre de menor talla, podrían introduciros y sacaros de allí en un cesto de lavandera. Pero tal como son las cosas, creo que esos gentilhombres de la cámara privada, tan rencorosos, no pueden dejar de contárselo a sus amigos, que murmurarán por vuestro éxito y propagarán calumnias contra vos y conspirarán para conseguir vuestra caída. —El embajador sonríe y añade—: Si me permitís expresarlo con una imagen que os gustará: ¿doy en el clavo?

Por una carta de Chapuys al emperador, una carta que pasa casualmente por manos del señor Wriothesley, se entera de cómo es su propio carácter. Llamadme se la lee: «Dice que vuestros antecedentes son oscuros, que vuestra juventud fue loca y temeraria, que sois desde hace mucho hereje, una desgracia para el cargo de consejero; pero que, personalmente, le parecéis un hombre de buen talante, liberal, dadivoso, gentil…».

—Sabía que le gustaba. Debería pedirle trabajo.

—Dice que cuando os ganasteis la confianza del rey le prometisteis que le convertiríais en el rey más rico que haya tenido nunca Inglaterra.

Él sonríe.

A finales de mayo, se capturan, o, más bien, son arrojados a la cenagosa orilla, agonizantes, dos peces de descomunal tamaño.

—¿Y esperan que yo haga algo al respecto? —pregunta él cuando Johane le da la noticia.

—No —dice ella—. Al menos yo no lo creo. Es un portento, ¿no? Es un presagio, nada más.

A finales de julio recibe una carta de Cranmer, que está en Nuremberg. Anteriormente ha escrito desde los Países Bajos, pidiendo consejos sobre sus negociaciones mercantiles con el emperador, cuestiones que cree que se hallan fuera de su alcance. Desde las ciudades de la cuenca del Rin, ha escrito esperanzadamente diciendo que el emperador debe llegar a un acuerdo con los príncipes luteranos, porque necesita su ayuda para combatir a los turcos en la frontera. Explica también cómo se esfuerza por convertirse en un especialista en el juego diplomático habitual de Inglaterra: ofrecer la amistad del rey de Inglaterra, hacer promesas de oro inglés y no dar nada, en realidad.

Pero esta carta es diferente. Está dictada, escrita con letra de escribano. Habla de cómo actúa el Espíritu Santo en el corazón. Rafe se la lee y señala, al final y subiendo por el margen izquierdo, unas cuantas palabras con letra del propio Cranmer: «Ha sucedido algo. No se puede decir en una carta. Puede ser importante. Algunos dirán que he sido temerario. Necesitaré vuestro consejo. Guardad este secreto».

—Bueno —dice Rafe—, corramos de una parte a otra de Cheap diciendo: «Thomas Cranmer tiene un secreto, no sabemos cuál es».

Una semana después, llega Hans a Austin Friars. Ha alquilado una casa en Maiden Lane y se aloja en el Steelyard mientras se la arreglan.

—Dejadme ver vuestro nuevo cuadro, Thomas —dice al entrar.

Se para ante él. Cruza los brazos. Da un paso atrás.

—¿Conocéis a esa gente? ¿El parecido es bueno?

Dos banqueros italianos, socios, miran al espectador, pero anhelan intercambiar miradas; uno viste de seda, el otro de piel; un jarrón de claveles, un astrolabio, un jilguero, un reloj de arena mediado; por una ventana de arco se ve una nave con aparejos de seda, las velas translúcidas, navegando por un mar en calma. Hans se vuelve, complacido.

—¿Cómo consigue esa expresión de la mirada, tan dura y al mismo tiempo tan astuta?

—¿Cómo está Elsbeth?

—Gorda. Triste.

—No me extraña. Vais a casa, le dais un hijo, os vais de nuevo.

—No digo que sea un buen marido. Solo envío el dinero a casa.

—¿Cuánto tiempo estaréis con nosotros?

Hans gruñe. Vacía el vaso de vino y habla de lo que ha dejado atrás. Habla de Basilea, de las ciudades y los cantones suizos. Disturbios y batallas campales. Imágenes, no imágenes. Estatuas, no estatuas. Es el cuerpo de Dios, no es el cuerpo de Dios. Es como si fuese el cuerpo de Dios. Es Su sangre, no es Su sangre. Los sacerdotes deben casarse, no deben casarse. Hay siete sacramentos, hay tres sacramentos. El crucifijo ante el que nos arrastramos de rodillas y que reverenciamos con los labios, o el crucifijo que hacemos astillas y quemamos en la plaza pública.

—A mí no me entusiasma el papa, pero ya estoy harto. Erasmo se ha ido a Friburgo con los papistas. Y ahora yo he venido aquí con vos y con Junker Heinrich. Así llama Lutero a vuestro rey. Su Desgracia el rey de Inglaterra. —Se limpia la boca—. Lo único que pido es poder hacer un buen trabajo y que me paguen por él. Y prefiero que un sectario no lo destruya con un cubo de cal.

—¿Venís buscando paz y tranquilidad? —Mueve la cabeza—. Demasiado tarde.

—Vine precisamente por el Puente de Londres y vi que alguien atacó la imagen de la madona. Le arrancó la cabeza al niño.

—Eso lo hicieron hace tiempo. Sería ese demonio de Cranmer. Ya sabéis cómo es cuando empina el codo.

Hans sonríe.

—Le echáis de menos. ¿Quién habría pensado que os haríais amigos?

—El viejo Warham no está bien. Si se muere este verano, lady Ana pedirá Canterbury para mi amigo.

—¿No para Gardiner? —pregunta, sorprendido, Hans.

—Ha estropeado sus posibilidades con el rey.

—Es el peor enemigo de sí mismo.

—Yo no diría eso.

Hans se ríe.

—Sería un gran ascenso para el doctor Cranmer. No lo querrá. Él no. Demasiada pompa. A él le gustan los libros.

—Lo aceptará. Será su deber. Los mejores de nosotros tenemos que ir a contrapelo.

—¿Vos también?

—Es ir a contrapelo que tu viejo patrón venga y me amenace en mi propia casa y tenga que aceptarlo tranquilamente. Como hago. ¿Habéis ido a Chelsea?

—Sí. Es una casa triste.

—Se ha dicho que dimitía por problemas de salud. Para que no resulte embarazoso a nadie.

—Él dice que tiene un dolor aquí. —Hans se frota el pecho—, y que le da cuando empieza a escribir. Pero los demás tienen buen aspecto. La familia de la pared.

—Ahora no tenéis por qué ir a Chelsea para encargos. El rey me tiene trabajando en la Torre. Estamos restaurando las fortificaciones. Tiene constructores y pintores y doradores, estamos vaciando las antiguas dependencias reales y engalanándolas, y voy a construir un nuevo alojamiento para la reina. En este país, ¿sabéis?, los reyes y las reinas duermen en la Torre la noche antes de su coronación. Cuando le llegue el día a Ana, habrá trabajo abundante para vos. Habrá funciones que diseñar, banquetes, y la ciudad encargará una vajilla de oro y plata para regalarle al rey. Hablad con los mercaderes de la Hansa, querrán exponer sus mercancías. Hablad con ellos cuando aún estén haciendo planes. Aseguraos el trabajo antes de que lleguen aquí la mitad de los artesanos de Europa.

—¿Va a tener joyas nuevas?

—Tendrá las de Catalina. No ha perdido del todo el sentido.

—Me gustaría pintarla. A Ana Bolena.

—No sé. Tal vez no quiera que la estudien.

—Dicen que no es bella.

—No, tal vez no lo sea. No la escogeríais como modelo para una Primavera. Ni para una imagen de la Virgen, ni para un símbolo de la paz.

—Entonces, qué. ¿Eva? ¿Medusa? —pregunta Hans riéndose—. No contestéis.

—Tiene una gran presencia, esprit… Tal vez no fueseis capaz de plasmarlo en un cuadro.

—Veo que me consideráis limitado.

—Algunos temas se os resisten, estoy seguro.

Entra Richard.

—Ha llegado Francis Bryan.

—El primo de lady Ana —dice él, y se levanta.

—Tenemos que ir a Whitehall. Lady Ana está rompiendo los muebles y destrozando los espejos.

Él maldice entre dientes.

—Dad de comer al maestro Holbein.

Francis Bryan se ríe tanto que su caballo tiembla debajo de él, inquieto, y brinca hacia los lados, con peligro para los transeúntes. Cuando llegan a Whitehall, él ya tiene todos los datos de lo sucedido: Ana acaba de enterarse de que la mujer de Harry Percy, Mary Talbot, se dispone a pedir al Parlamento el divorcio. Dice que su marido lleva dos años sin compartir su lecho, y cuando finalmente le preguntó por qué, él le dijo que no podía seguir fingiendo. En realidad, no estaban casados y nunca lo habían estado, porque él estaba casado con Ana Bolena.

—Milady está furiosa —explica Bryan; el parche del ojo, adornado con joyas, se le arruga cuando ríe—. Dice que Harry Percy va a estropearlo todo. No puede decidir si matarle de un mandoble o despedazarle torturándole públicamente durante cuarenta días, como hacen en Italia.

Esas historias son muy exageradas. Él nunca ha presenciado ni creído del todo las explosiones incontroladas de cólera de lady Ana. Cuando le pasan a su presencia, está paseando con las manos unidas y parece pequeña y tensa, como si alguien la hubiese tejido con los puntos demasiado apretados. La siguen con la mirada tres damas (Jane Rochford, Mary Shelton y María Bolena). En el suelo hay una alfombrilla arrugada que tal vez colgase antes de la pared. Jane Rochford dice: «Hemos barrido el espejo roto». Sir Thomas Bolena, monseñor, está sentado a la mesa con un montón de documentos delante. George está a su lado, sentado en un taburete. Apoya la cabeza en las manos. Las mangas son solo medio abullonadas. El duque de Norfolk mira la chimenea, con la leña preparada pero sin encender; tal vez esté intentando encenderla con la fuerza de su mirada.

—Cerrad la puerta, Francis —dice George—, y no dejéis entrar a nadie.

Él es la única persona de la habitación que no es un Howard.

—Propongo que hagamos el equipaje de Ana y la enviemos a Kent —dice Jane Rochford—. La cólera del rey, una vez desatada…

—Si decís una palabra más, puedo pegaros —dice George.

—Es un consejo sincero. —Jane Rochford, Dios la ampare, es una de esas mujeres que no saben parar—. Señor Cromwell, el rey ha dicho que debe hacerse una investigación. Debe hacerse antes del Consejo. Esta vez no puede eludirse. Harry Percy testificará sin que nadie se lo impida. El rey no puede seguir haciendo todo lo que ha hecho y todo lo que se propone hacer por una mujer que oculta un matrimonio secreto.

—Ojalá pudiese divorciarme de vos —dice George—. Ojalá tuvieseis un matrimonio secreto, pero, santo cielo, no hay la menor posibilidad. Los campos estaban llenos de hombres que corrían en la otra dirección.

Monseñor alza una mano.

—Por favor…

—¿De qué sirve llamar al señor Cromwell y no explicarle lo que ha ocurrido? —pregunta María Bolena—. El rey ha hablado ya con mi señora hermana.

—Lo niego todo —dice Ana. Es como si estuviese el rey delante ella.

—Bien —dice él—. Bien.

—Admito que el conde me habló de amor. Me escribió versos y yo, que era entonces una jovencita y lo consideraba inofensivo…

Él tiene que contener la risa.

—¿Versos? ¿Harry Percy? ¿Los conserváis?

—No. Por supuesto que no. Nada escrito.

—Eso facilita las cosas —dice él afablemente—. Y no hubo promesas, por supuesto, ningún contrato, ni se habló de ello siquiera.

—Y no se consumó nada de ningún género —dice María—. No es posible. Es bien sabido que mi hermana es virgen.

—¿Y cómo estaba el rey? ¿Estaba…?

—Salió de la habitación —dice María— y la dejó plantada.

Monseñor alza la vista. Carraspea.

—En esta coyuntura, hay una diversidad y un número de enfoques, me parece, que se podrían…

Norfolk explota. Patea sin parar el suelo como Satanás en una representación del Corpus Christi.

—¡Oh, por el sudario tres veces cagado de Lázaro! Mientras elegís un enfoque, monseñor, mientras adoptáis un punto de vista, vuestra señora hermana es calumniada por todo el país. La mente del rey está envenenada y la fortuna de esta familia se desmorona ante vuestros ojos.

—Harry Percy —dice George; alza las manos—. Escuchad, ¿me dejáis hablar? Tal como lo veo yo, a Harry Percy le convencieron una vez de que olvidase sus reclamaciones, así que si se le persuadió una vez…

—Sí —dice Ana—, pero le persuadió el cardenal. Y por desgracia ahora el cardenal está muerto.

Se hace el silencio. Un silencio dulce como música. Él mira sonriendo a Ana, a monseñor, a Norfolk. Si la vida es una cadena de oro, a veces Dios cuelga de ella un amuleto. Para prolongar el momento, cruza la habitación y recoge la colgadura caída. Telar estrecho. Fondo índigo. Nudo asimétrico. ¿Isfahán? La cruzan animalitos desfilando rígidamente, sorteando nudos de flores.

—Mirad —dice él—. ¿Sabéis lo que son? Pavos reales.

Mary Shelton se acerca a mirar por encima de su hombro.

—¿Qué es esto que parece como serpientes con patas?

—Son escorpiones.

—Virgen santa. ¿No muerden?

—Pican —dice él—. Lady Ana, si el papa no puede impedir que lleguéis a ser reina, y yo no creo que pueda, no debería interponerse en vuestro camino Harry Percy.

—Pues quitadle de en medio —dice Norfolk.

—Comprendo por qué no sería una buena idea para la familia…

—Hacedlo —dice Norfolk—. Partidle el cráneo.

—Figurativamente, Milord —dice él.

Ana se sienta. Aparta la cara de las mujeres. Aprieta los diminutos puños. Monseñor mueve los documentos. George, perdido en sus pensamientos, se quita la gorra y juega con su alfiler enjoyado, probando la punta en la yema del índice.

Él ha enrollado la colgadura y se la entrega cortésmente a Mary Shelton.

—Gracias —susurra ella, ruborizándose como si le hubiese propuesto algo íntimo. George grita; ha conseguido pincharse.

—Muchacho imbécil —dice tío Norfolk agriamente.

Francis Bryan le sigue fuera.

—Por favor, podríais dejarme ahora, sir Francis.

—Pensaba acompañaros. Quiero aprender cómo lo hacéis.

Él se detiene, apoya la mano abierta en el pecho de Bryan, le da la vuelta y oye el golpe del cráneo contra la pared.

—Tengo prisa —le dice. Alguien le llama. El señor Wriothesley dobla una esquina.

—Está en San Marcos y el León. Cinco minutos a pie.

Llamadme ha mandado seguir a Harry Percy desde que llegó a Londres. Lo que le preocupaba era que los que le deseaban mal a Ana en la corte (el duque de Suffolk y su esposa, los soñadores que creían que Catalina volvería) habían estado reuniéndose con el conde y animándole a una revisión del pasado que consideraban que sería útil desde su punto de vista. Pero no ha tenido lugar ninguna reunión, al parecer: salvo que se haya celebrado en las casas de baños de la orilla de Surrey.

Llamadme se vuelve bruscamente y corre por una calleja, y acaban saliendo al sucio patio de una posada. Mira alrededor; dos horas con una escoba y un corazón diligente podrían hacerlo respetable. La hermosa cabeza de un dorado rojizo del señor Wriothesley brilla como un faro. San Marcos, que chirría sobre su cabeza, está tonsurado como un monje. El león es pequeño y azul y tiene una cara sonriente. Llamadme le toca el brazo: «Ahí dentro». Están a punto de entrar por una puerta lateral cuando oyen un silbido. Dos mujeres se han asomado a una ventana y con un graznido y una risa ahogada menean sus pechos desnudos en el alféizar.

—¡Santo cielo! —exclama él—. Más damas Howard.

En San Marcos y el León hay varios hombres con librea de Percy apoyados en las mesas y tirados debajo de ellas. El conde de Northumberland bebe en una habitación privada. Privada si no hubiese una trampilla para servir, por la que se ven caras riéndose. El conde le ve. «Oh, casi os esperaba». Tenso, se pasa las manos por el pelo corto, que se le eriza por toda la cabeza.

Él, Cromwell, va hacia la trampilla, alza un dedo hacia los espectadores y la cierra en su cara. Pero cuando se sienta con el muchacho habla como siempre con voz suave y dice:

—Vamos, Milord, ¿qué hacéis aquí? ¿Cómo puedo ayudaros? Decís que no podéis vivir con vuestra esposa. Pero ella es una dama tan encantadora como la que más del reino. Si tiene alguna falta, jamás la he oído mencionar. Así que, ¿por qué no podéis entenderos con ella?

Pero Harry Percy no está allí para que le manejen como a un halcón tímido. Está allí para gritar y llorar.

—Si no pude entenderme con ella ni siquiera el día de nuestra boda, ¿cómo voy a hacerlo ahora? Me odia, porque sabe que en realidad no estamos casados. ¿Por qué solo el rey puede tener una conciencia en este asunto, por qué no puedo tenerla yo? Si él duda de su matrimonio, grita para que le escuche toda la Cristiandad. Pero cuando yo dudo del mío, me envía al hombre más persuasivo que tiene a su servicio para que me encandile con palabras dulces y me diga que vuelva a casa y que me conforme. Mary Talbot sabe que yo estaba prometido con Ana. Sabe dónde está mi corazón y dónde estará siempre. He dicho la verdad, he dicho que nos casamos ante testigos y por tanto ninguno de los dos era libre. Lo juré y el cardenal me amedrentó para que me retractara; mi padre dijo que me expulsaría de la familia, pero mi padre ha muerto y ya no me da miedo decir la verdad. Enrique puede ser rey, pero está robando la esposa de otro hombre. Ana Bolena es legalmente mi mujer, y ¿qué hará él el Día del Juicio, cuando llegue ante Dios desnudo y despojado de su séquito?

Él deja de oír. De oírle deslizarse y despeñarse en la incoherencia…, amor verdadero…, promesas…, juró que me entregaría su cuerpo. Me permitió libertades que solo permitiría una prometida…

Milord —le dice—, habéis dicho lo que teníais que decir. Ahora escuchadme a mí. Sois un hombre que apenas tiene dinero ya. Yo soy un hombre que sabe cómo lo habéis gastado. Sois un hombre que ha pedido prestado por toda Europa. Yo soy un hombre que conoce a vuestros acreedores. Una palabra mía y os exigirán el pago de las deudas.

—¿Ah, sí? ¿Y qué pueden hacer? —pregunta Percy—. Los banqueros no tienen ejércitos.

—Tampoco vos los tenéis, señor, si vuestros cofres están vacíos. Miradme. Entended esto. Tenéis vuestro condado por el rey. Vuestra tarea es asegurar el norte. Los Percy y los Howard nos defienden de Escocia. Ahora, suponed que los Percy no pueden hacerlo. Vuestros hombres no combatirán solo por una palabra amable…

—Son mis colonos, su deber es luchar.

—Pero, señor, necesitan suministros, necesitan provisiones, necesitan armas, necesitan murallas y fuertes en buen estado. Si no podéis proporcionárselos, sois peor que inútil. El rey os quitará el título, y la tierra y los castillos, y se los dará a alguien que haga el trabajo que no podéis hacer vos.

—No lo hará. Respeta todos los títulos antiguos, todos los derechos antiguos.

—Entonces, digamos que lo haré yo.

Digamos que te destrozaremos la vida. Mis amigos banqueros y yo.

¿Cómo puede explicarle? El mundo no se gobierna desde donde él cree. No se gobierna desde sus fortalezas en la frontera, ni siquiera desde Whitehall. El mundo se rige desde Amberes, desde Florencia, desde lugares que él nunca ha imaginado. Desde Lisboa, desde donde los barcos con velas de seda navegan hacia el oeste y se abrasan al sol. No desde murallas de castillos, sino desde contadurías, no por la llamada del clarín sino por el clic del ábaco, no por la rejilla y el clac del mecanismo del cañón, sino por el rumor de la pluma en el papel del pagaré con el que se compra el arcabuz y al arcabucero, y la pólvora y la bala.

—Os imagino sin dinero y sin título —dice—. Os imagino en una choza, vestido con toscas ropas de lana y llevando a casa un conejo para la olla. Imagino a vuestra legítima esposa, Ana Bolena, desollando y partiendo el conejo. Os deseo que seáis muy feliz.

Harry Percy se desploma sobre la mesa. Brotan de sus ojos lágrimas furiosas.

—Nunca hubo acuerdo de matrimonio —le dice él—. Cualquier promesa estúpida que hicieseis carece de valor real. Lo que pudieseis pensar que teníais no lo teníais. Y hay algo más, Milord. Si volvéis a decir una palabra más sobre la libertad —concentra en esa palabra su cólera— de lady Ana, tendréis que responder ante mí, y los Howard y los Bolena y George Rochford no cuidarán tiernamente de vuestra persona, y Milord Wiltshire humillará su orgullo y, en cuanto al duque de Norfolk, si oye la más leve imputación contra el honor de su sobrina os sacará a rastras de cualquier madriguera en que os hayáis metido y os arrancará los huevos de un mordisco. Ahora —añade, volviendo a su afabilidad inicial—, ¿está claro, Milord?

Cruza la habitación y abre de nuevo la trampilla.

—Ya pueden mirar.

Aparecen rostros; o, a decir verdad, solo frentes que se balancean y ojos. Se detiene en la puerta y se vuelve hacia el conde.

—Y os diré esto, para que no tengáis ninguna duda: si creéis que lady Ana os ama, no podéis estar más equivocado. Os odia. El único favor que podéis hacerle ahora, aparte de morir, es retractaros de lo que le dijisteis a vuestra pobre esposa, y hacer cualquier juramento que os exijan, para despejar su camino y que pueda convertirse en reina de Inglaterra.

Cuando salen, le dice a Wriothesley: «Lo siento por él, la verdad». Llamadme se ríe tan fuerte que tiene que apoyarse en la pared.

Al día siguiente, se levanta temprano para la reunión del consejo del rey. El duque de Norfolk ocupa su puesto a la cabecera de la mesa, y lo abandona cuando llega la noticia de que presidirá el propio rey. «Y ha venido Warham», dice alguien: se abre la puerta. No pasa nada. Luego, despacio, muy despacio, entra el anciano prelado arrastrando los pies. Se sienta. Le tiemblan las manos cuando las apoya en la tela que cubre la mesa. Le tiembla la cabeza en el cuello. Tiene la piel del color del pergamino, como el dibujo que le hizo Hans. Mira a su alrededor con un lento parpadeo de lagarto.

Él cruza la estancia y se detiene al otro lado de la mesa, frente a Warham, preguntándole por su salud, por cortesía; es evidente que se está muriendo.

—Esa profetisa a quien albergáis en vuestra diócesis, Eliza Barton —le dice—. ¿Cómo le va?

Warham apenas alza la vista.

—¿Qué queréis, Cromwell? Mi comisión no encontró nada contra esa muchacha. Ya lo sabéis.

—He oído que anda diciendo a sus seguidores que si el rey se casa con lady Ana solo tendrá un año de reinado.

—Eso no podría jurarlo. No lo ha dicho delante de mí.

—Tengo entendido que el obispo Fisher ha ido a verla.

—Bueno…, fue ella a verle a él. Una cosa u otra. ¿Por qué no debería hacerlo? Es una joven piadosa.

—¿Quién la controla?

Parece que la cabeza de Warham vaya a salirse de los hombros.

—Puede ser imprudente, puede desvariar. A fin de cuentas, es una simple campesina. Pero tiene un don, de eso estoy seguro. Cuando la gente va a verla, puede decirles de inmediato qué les atribula, qué pecados les pesan en la conciencia.

—¿De veras? Tengo que ir a verla. Me pregunto si podría decirme qué me atribula…

—Paz —dice Thomas Bolena—. Ha llegado Harry Percy.

Entra el conde acompañado de dos custodios. Tiene los ojos enrojecidos y una vaharada de vómito rancio indica que se ha resistido a los intentos de los suyos de adecentarle. Entra el rey. Es un día de calor y viste sedas claras. Los rubíes se amontonan en sus nudillos como burbujas de sangre. Posa sus ojos azul mate en Harry Percy.

Thomas Audley (en funciones de Lord Canciller) guía al conde por sus negativas: ¿contrato previo? No. ¿Promesas de algún género? ¿Ningún conocimiento carnal (lamento mencionarlo)? Por mi honor, no, no y no.

—Lamento tener que decirlo, pero necesitaremos más que vuestra palabra de honor —dice el rey—. Las cosas han ido demasiado lejos, Milord.

Harry Percy parece aterrado.

—¿Qué más he de hacer entonces?

Él dice suavemente: «Acercaos a Su Gracia de Canterbury, señor. Él sostendrá el Libro».

Eso es, ciertamente, lo que el anciano intenta hacer. Monseñor hace ademán de ayudarle y Warham le aparta las manos bruscamente. Sujetándose a la mesa y arrastrando el tapete que la cubre, consigue ponerse en pie.

—Harry Percy, habéis afirmado cosas y os habéis desdicho en este asunto. Habéis afirmado, negado y vuelto a afirmar; ahora os han traído aquí para que neguéis de nuevo. Pero esta vez no solo ante los hombres. Ahora… pondréis la mano sobre esta Biblia y juraréis ante mí y en presencia del rey y de su consejo que no habéis tenido conocimiento ilícito de lady Ana y que no hicisteis ningún contrato de matrimonio con ella.

Harry Percy se frota los ojos. Tiende la mano. Le tiembla la voz.

—Lo juro.

—Ya está —dice el duque de Norfolk—. Se preguntarán cómo ha podido ocurrir todo este asunto en primer término, ¿verdad?

Se acerca a Harry Percy y le coge por el codo.

—¿No volveremos a oír mencionar nada de esto, muchacho?

—Howard —dice el rey—, ya le habéis oído prestar juramento. Dejad de molestarle. Que alguien ayude al arzobispo, es evidente que no se encuentra bien. —Aplacado su mal humor, sonríe a los consejeros—. Caballeros, iremos a mi capilla privada y veremos a Harry Percy recibir la comunión para sellar esta promesa. Luego, lady Ana y yo pasaremos la tarde dedicados a la reflexión y a la oración. No quiero que se me moleste.

Warham se arrastra hasta el monarca.

—Winchester está vistiéndose para decir esa misa para vos. Yo me voy a mi diócesis.

Enrique se inclina con un susurro a besarle el anillo.

—Enrique —dice el arzobispo—, he visto que admitís en vuestra corte y en vuestro consejo a personas cuyos principios y moralidad difícilmente resistirán una inspección. He visto que deificáis vuestra voluntad y vuestros apetitos, para pesar y escándalo del pueblo cristiano. Os he sido leal, hasta el extremo de violentar mi conciencia. He hecho mucho por vos, pero lo que he hecho ahora es la última cosa que haré.

Rafe está esperando por él en Austin Friars.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Y ahora?

—Ahora, Harry Percy puede pedir prestado más dinero y precipitarse más en la ruina. Algo que yo facilitaré complacido —se sienta—. Creo que podré quitarle ese condado algún día.

—¿Cómo lo haríais, señor? —Él se encoge de hombros: no sé—. No querréis que los Howard tengan más fuerza de la que ya tienen en la frontera…

—No. No, probablemente no —cavila—. ¿Podéis buscar esos documentos sobre la profetisa de Warham?

Mientras espera, abre la ventana y mira al jardín. El sol ha clareado el color de las rosas. Lo siento por Mary Talbot, piensa; su vida no será más fácil después de esto. Durante unos días, solo unos cuantos días, no hablarán de Ana en la corte del rey sino de ella. Piensa en Harry Percy, llegando a detener al cardenal, con las llaves en la mano, la guardia que dispuso alrededor del lecho del moribundo.

Se retira de la ventana. «Me pregunto si se darían aquí los melocotones». Llega Rafe con el legajo.

Retira la cubierta y extiende cartas y memorandos. Todo este desagradable asunto empezó hace seis años, en una maltrecha capilla situada a la orilla del cenagal de Kent, cuando una imagen de la Virgen empezó a atraer peregrinos, y una joven llamada Elizabeth Barton empezó a montar espectáculos para ellos. ¿Qué hacía la imagen en primer lugar para llamar la atención? Probablemente moverse, o llorar lágrimas de sangre. La chica es huérfana, criada en la casa de uno de los administradores de fincas de Warham. No tiene más familia que una hermana.

—Nadie se fijó en ella —le dice a Rafe— hasta que a los veinte años padeció una enfermedad y cuando mejoró empezó a tener visiones y a hablar con voces extrañas. Dice que ha visto a san Pedro a las puertas del Cielo con las llaves. Ha visto al arcángel san Miguel pesando las almas. Si le preguntas dónde están tus parientes difuntos, puede decírtelo. Si es en el Cielo, habla con voz aguda; si en el Infierno, con voz grave.

—El efecto podría ser cómico —dice Rafe.

—¿Eso crees? Qué muchachos tan irreverentes he criado. —Lee. Luego alza la vista—. A veces se pasa nueve días sin comer. A veces se cae de pronto al suelo. No es sorprendente, ¿verdad? Sufre espasmos, contorsiones y trances. No debe de ser nada agradable. La entrevistó monseñor el cardenal, pero… —revuelve los papeles— no hay nada, ninguna reseña de la reunión. Me pregunto qué pasaría. Es probable que intentase que comiera, y a ella no le gustara. Pero veamos esto —lee—… Está en un convento de Canterbury. La maltrecha capilla ha conseguido un tejado nuevo y reciben dinero en abundancia para el clero local. Hay curaciones. Los paralíticos caminan, los ciegos ven. Velas que se encienden solas. Los peregrinos llenan los caminos. ¿Por qué tengo la impresión de haber oído antes esta historia? Tiene un rebaño de frailes y curas a su alrededor, que dirigen los ojos de la gente hacia el cielo mientras les roban las bolsas. Y cabe suponer que son los mismos frailes y sacerdotes los que le han dicho que difunda su opinión sobre el matrimonio del rey.

—Thomas Moro ha ido a verla. Y Fisher también.

—Sí, no se me olvida. Oh, y…, caramba…, María Magdalena le ha enviado una carta iluminada en oro.

—¿Sabe leer?

—Sí, parece que sí —alza la vista—. ¿Qué pensáis? ¿Creéis que el rey aguantará que le insulten, aunque se trate de una virgen santa? Supongo que está acostumbrado. Ana le riñe con bastante frecuencia.

—Es probable que tenga miedo.

Rafe ha estado con él en la corte; es evidente que comprende mejor a Enrique que algunas personas que le conocen de toda la vida.

—Lo tiene, sí. Cree en doncellas sencillas que pueden hablar con los santos. Está dispuesto a creer en profecías, mientras que yo… creo que lo dejaremos correr un tiempo. Veremos quién la visita. Quién hace ofrendas. Algunas damas de la nobleza han estado en contacto con ella. Querían que les leyese el futuro, que rezase por sus madres para sacarlas del Purgatorio.

—Milady Exeter —dice Rafe.

Henry Courtenay, marqués de Exeter, es el pariente varón más próximo del rey, nieto del viejo rey Eduardo; útil, por tanto, para el emperador, cuando llegue con sus tropas a echar a patadas a Enrique y poner un rey nuevo en el trono.

—Si yo fuese Exeter, no dejaría que mi esposa le bailase el agua a una muchacha estúpida que alimenta sus fantasías de llegar a ser reina algún día. —Empieza a recoger los documentos—. Esta muchacha, ¿sabes?, afirma que puede resucitar a los muertos.

En el funeral de John Petyt, mientras las mujeres están arriba con Lucy, él organiza una reunión improvisada abajo en el Lion’s Quay para hablar con sus colegas los mercaderes sobre los disturbios que hay en la ciudad. Antonio Bonvise, amigo de Moro, se excusa y dice que se va a casa; «la Trinidad os bendiga y os dé prosperidad», dice, retirándose y llevándose consigo la móvil isla de frialdad que le ha seguido desde su aparición inesperada. «¿Sabéis? —dice, volviéndose en la puerta—, si se plantea ayudar a la señora Petyt, yo, con mucho gusto…». —No es necesario. La ha dejado rica.

—Pero ¿la ciudad permitirá que ella se haga cargo del negocio?

Él le corta: «Ya me ocupo yo de eso».

Bonvisi cabecea y se marcha.

—Es sorprendente que haya aparecido por aquí. —John Parnell, del gremio de pañeros, tiene un historial de choques con Moro—. Señor Cromwell, si vais a haceros cargo de eso, significa que… ¿tenéis pensado hablar con Lucy?

—¿Yo? No.

—¿Podemos celebrar primero la reunión y acordar matrimonios luego? —pregunta Humphrey Monmouth—. Estamos preocupados, señor Cromwell, como debéis de estarlo vos, como debe de estarlo el rey… Todos lo estamos, creo —mira a su alrededor—. Estamos todos, ahora que Bonvisi se ha marchado, por la causa por la que nuestro difunto hermano Petyt fue, en realidad, martirizado, pero tenemos la obligación de mantener la paz, de distanciarnos de las explosiones blasfemas…

El domingo anterior, en una parroquia de la ciudad, en el momento de la elevación de la Sagrada Hostia, y cuando el sacerdote decía «hoc est enim corpus meum» se oyó que alguien canturreaba «hoc est corpus, oh, qué incordio», y en una parroquia contigua, en la evocación de los santos, cuando el sacerdote nos pide que recordemos nuestra hermandad con los santos mártires, «cum Joanne, Stephano, Mathia, Barnaba, Ignatio, Alexandro, Marcellino, Petro…», alguien había gritado, «y no me olvidéis a mí y a mi prima Kate y a Dick con su barril de berberechos en Leadenhall y a su hermana Susan y a su perrito Posset».

Se lleva una mano a la boca.

—Si Posset necesita un abogado, ya sabéis dónde estoy.

—Señor Cromwell —dice un anciano malhumorado del gremio de peleteros—. Habéis convocado esta reunión, dadnos ejemplo de seriedad.

—Se hacen baladas —dice Mommouth— sobre lady Ana. No son letras respetables que puedan repetirse en esta compañía. Los sirvientes de Thomas Bolena se quejan de que les insultan por la calle, les tiran estiércol a las libreas. Los maestros tienen que controlar a sus aprendices. Habría que denunciar la charla desleal.

—¿A quién?

—Probad conmigo —dice él.

Encuentra a Johane en Austin Friars. Ha dado una excusa para quedarse en casa: un catarro estival.

—Pregúntame qué secreto sé —dice él.

Para guardar las apariencias, ella se frota la punta de la nariz.

—Veamos. ¿Sabes cuánto tiene el rey en su Tesoro hasta el chelín?

—Lo sé hasta el cuarto de penique. No es eso. Pregúntame, dulce hermana.

Cuando ella lo ha intentado lo suficiente, le dice:

—John Parnell va a casarse con Lucy.

—¿Cómo? ¿Y John Petyt aún no está frío? —se aparta para sobreponerse—. Tus hermanos se mantienen unidos. La casa de Parnell no está libre de sectarios. Me han dicho que tiene un criado preso en la cárcel del obispo Stokesley.

Se asoma a la puerta Richard Cromwell.

—Señor. La Torre. Ladrillos. Cinco chelines el millar.

—No.

—Está bien.

—Lo lógico sería que se casase con un hombre más seguro.

Él se acerca a la puerta.

—Richard, vuelve. —Se da la vuelta y le dice a Johane—: No creo que ella conozca a nadie.

—¿Señor?

—Bajadlo seis peniques y comprobad cada hornada. Tenéis que elegir unos cuantos de cada carga e inspeccionarlos bien.

—De todos modos —dice Johane en la habitación, detrás de él—, hiciste lo que había que hacer.

—Por ejemplo, mídelos… Johane, ¿crees que yo iba a casarme de una forma precipitada? ¿Por accidente?

—¿Qué decís? —pregunta Richard.

—Porque si los mides, los ladrilleros se asustan, y podrás darte cuenta por la cara que pongan si han hecho alguna trampa.

—Supongo que tendrás alguna dama prevista. En la corte. El rey te ha dado un nuevo cargo…

—Supervisor del Cesto. Sí, un puesto en las finanzas de la cancillería…, no es que proporcione muchas oportunidades para las relaciones amorosas. —Richard se ha ido, dejando el eco de sus pasos escaleras abajo—. ¿Sabes lo que pienso?

—Piensas que debes esperar. Hasta que ella, esa mujer, sea reina.

—Creo que es el transporte lo que sube el coste. Incluso por barca. Tendría que haber despejado un poco de terreno y haber construido unos hornos propios.

Domingo, 1 de septiembre, Windsor: Ana se arrodilla ante el rey para recibir el título de marquesa de Pembroke. Los caballeros de la charretera la observan desde sus sitiales, las damas nobles de Inglaterra la flanquean y (después de negarse la duquesa, y mascullar una maldición ante la sugerencia) la hija de Norfolk, Mary, lleva en un cojín la pequeña corona. Los Howard y los Bolena están en fête. Monseñor se acaricia la barba, cabecea y sonríe al recibir las felicitaciones susurradas del embajador francés. El obispo Gardiner lee el nuevo título de Ana. Esta luce tonos vivos de armiño y terciopelo rojo, y el negro cabello le cae, estilo virgen, en bucles serpentinos hasta la cintura. Él, Cromwell, ha dispuesto que le asignen para financiar su nueva dignidad las rentas de quince mansiones rurales.

Se canta un Te Deum. Se pronuncia un sermón. Cuando la ceremonia termina y las mujeres se inclinan a recoger la cola del vestido, él capta un relampagueo de azul, como un martín pescador, y alza la vista y ve a la hijita de John Seymour entre las damas Howard. Un caballo de batalla levanta la cabeza ante el sonido de trompetas y las grandes damas alzan la vista y sonríen; pero cuando los músicos inician un floreo y la procesión abandona la capilla de san Jorge, ella mantiene bajo su pálido rostro y los ojos clavados en las puntas de los pies, como si temiese tropezar y caer.

En el banquete, Ana se sienta al lado de Enrique, en el dosel, y cuando se vuelve para hablarle, sus pestañas negras le acarician los pómulos. Está ya casi allí, casi, el cuerpo tenso como la cuerda de un arco, la piel espolvoreada de oro, con tintes de color albaricoque y miel. Cuando sonríe, lo cual hace a menudo, muestra unos dientes pequeños, blancos y agudos. Está planeando hacerse cargo de la barca real de Catalina, le dice, y borrar la divisa E & C, borrar todas sus huellas. El rey ha enviado a por sus joyas, para que pueda llevarlas Ana en el proyectado viaje a Francia. Ha pasado una tarde con ella, dos tardes, tres, con el tiempo espléndido del mes de septiembre, el orfebre real a su lado, haciendo dibujos, y él, como intendente de las joyas, añadiendo sugerencias. Ana quiere que se hagan nuevos engastes. Al principio, Catalina se había negado a entregar las joyas. Había dicho que no podía separarse de lo que era propiedad de la reina de Inglaterra y ponerlo en manos de la desgracia de la Cristiandad. Había sido necesaria una orden real para que las entregara.

Ana se lo cuenta todo; dice riéndose: «Cromwell, sois mi hombre». Se ha levantado un viento favorable y la marea también le favorece. Siente el tirón bajo los pies. Su amigo Audley debe ser confirmado como canciller. El rey se está acostumbrando a él. Viejos cortesanos han dimitido, para no servir a Ana; el nuevo interventor de la Casa Real es sir William Paulet, amigo suyo de los tiempos de Wolsey. Entre los nuevos cortesanos hay muchos que son amigos suyos de los tiempos de Wolsey. Y el cardenal no empleaba a tontos.

Después de la misa y la investidura de Ana, atiende al obispo de Winchester mientras se desviste, se deshace de sus prendas canónicas y las sustituye por ropa más adecuada para celebraciones seculares. «¿Pensáis bailar?», le pregunta. Se sienta en el alféizar de piedra de una ventana, medio atento a lo que pasa abajo, en los patios, los músicos que llegan con flautas y laúdes, arpas y rabeles, oboes, violas y tambores. «Causaríais muy buena impresión. ¿O no bailáis ahora que sois obispo?».

La conversación de Stephen sigue una vía propia.

—Es lógico pensar que a una mujer le baste con eso, ¿no os parece?, con que la hagan marquesa por derecho propio… Ahora cederá a los deseos de él. Un heredero en el vientre, si Dios quiere, antes de Navidad.

—Ah, ¿deseáis que ella lo consiga?

—Deseo que él se calme. Y que resulte algo de esto, no que se haga para nada.

—¿Sabéis lo que anda diciendo Chapuys de vos? Que tenéis dos mujeres en casa vestidas de muchachos.

—¿Yo? —frunce el ceño—. Supongo que es mejor que tener dos muchachos vestidos de mujer. Eso sí que sería un oprobio.

Luego lanza una carcajada. Caminan juntos hacia el banquete. Tralará, cantan los músicos.

—Pasar el tiempo en buena compañía es algo que estimo y seguiré estimando hasta la muerte.

El alma es musical por naturaleza, dicen los filósofos. El rey llama a Thomas Wyatt para que cante con él; y al músico Mark. «Ay, ¿qué no haré yo por amor? Por amor, ay, ¿qué no haré yo?».

—Cualquier cosa que se le ocurra —dice Gardiner—. No hay límite, que yo pueda ver.

—El rey es bueno —dice él— con los que le consideran bueno.

Se lo dice al obispo, por debajo de la música.

—Bien —dice Gardiner—, si uno tiene la mente infinitamente flexible. Como veo que debe de ser la vuestra.

Habla con la señora Seymour.

—Mirad —dice ella. Alza las manos. El azul brillante con que las ha ribeteado, ese relampagueo de martín pescador, está cortado de la seda con que envolvió el regalo que le hizo, aquel libro de modelos de bordado. ¿Cómo andan ahora las cosas en Wolf Hall?, pregunta él, con el mayor tacto posible: ¿cómo va a estar una familia, en medio de las secuelas del incesto? Ella dice con su vocecilla clara: sir John está muy bien. Pero, bueno, sir John siempre está muy bien.

—¿Y los demás?

—Edward, furioso. Tom, inquieto. Mi señora madre, rechinando los dientes y dando portazos. La recolección, en marcha, las manzanas en el árbol, las muchachas ordenando; nuestro capellán con sus oraciones; las gallinas poniendo; los laúdes afinados y sir John…, sir John muy bien, como siempre. ¿Por qué no hacéis algún negocio en Wiltshire y os acercáis a visitarnos? Oh, y si el rey toma una nueva esposa, necesitará matronas que la atiendan, y mi hermana Liz viene a la corte. Su marido es el gobernador de Jersey, le conocéis, Anthony Oughtred… Yo, por mi parte, preferiría ir al norte con la reina, pero dicen que va a trasladarse otra vez, y que su séquito se está reduciendo.

—Si yo fuese vuestro padre…, no… —Lo reformula—: Si yo tuviese que aconsejaros, os diría que sirvieseis a lady Ana.

—La marquesa —dice ella—. Por supuesto, es bueno ser humilde. Ella se asegura de que lo seamos.

—Ella en este momento se enfrenta a dificultades. Creo que cuando consiga lo que desea su corazón se suavizará.

Incluso mientras lo dice, sabe que no es verdad.

Jane baja la cabeza, pero alza la vista hacia él.

—Esta es mi cara humilde, ¿creéis que servirá?

—Os llevaría a cualquier parte —dice él, riéndose.

Mientras los bailarines descansan, abanicándose, de gallardas, pavanas y almanas, él y Wyatt cantan el pequeño aire de los soldados: «Scaramella se ha ido a la guerra, con su escudo y con su lanza». Es melancólica, como son las canciones, sea cual sea la letra, cuando se apaga la luz y la voz humana se desvanece en las sombras de la habitación sin acompañamiento. Charles Brandon le pregunta: «¿De qué trata esa canción? ¿De una dama?».

—No, solo de un muchacho que se va a la guerra.

—¿Y cuál es su suerte en ella?

Scaramella fa la gala.

—Es todo una gran fiesta para él.

—Aquellos eran mejores tiempos —dice el duque—. Vida de soldado.

El rey canta al compás del laúd, con voz fuerte, veraz, resonante: «Cuando caminaba por los bosques solitarios». Algunas mujeres lloran, un poco achispadas por los fuertes vinos italianos.

En Canterbury, el arzobispo Warham yace frío sobre una losa. Tiene en los párpados monedas del rey, como para sellar en su cerebro por toda la eternidad la imagen de su monarca. Espera a que le depositen bajo el suelo de la catedral, en el húmedo vacío del osario, junto a los huesos de Becket. Ana está sentada con una inmovilidad de estatua. Los ojos fijos en su amado. Solo se le mueven, inquietos, los dedos. Tiene en el regazo uno de sus perrillos, y le acaricia la piel una y otra vez, retorciéndole los rizos. Cuando se apaga la última nota, llevan velas.

Octubre, y vamos a ir a Calais. Un séquito de dos mil personas se extiende desde Windsor hasta Greenwich, desde Greenwich hasta Canterbury, a través de los verdes campos de Kent: para un duque, séquito de cuarenta; para un marqués, de treinta y cinco; para un conde, de veinticuatro; mientras que un vizconde ha de conformarse con veinte; y él, con Rafe y los empleados que puede meter en las ratoneras de los barcos. El rey va a encontrarse con su hermano de Francia, que piensa granjearse su gratitud hablando con el papa en favor de su nuevo matrimonio. Francisco ha propuesto casar a uno de sus tres hijos (cuánto debe de amarle Dios) con la sobrina del papa, Catalina de Médici; dice que exigirá como condición previa que la reina Catalina renuncie a apelar a Roma, y que su hermano de Inglaterra pueda resolver sus asuntos matrimoniales de acuerdo con su propia jurisdicción, utilizando a sus propios obispos.

Será la primera vez que se vean estos dos poderosos monarcas desde su último encuentro, que se celebró en el llamado Campo de la Tela de Oro, y que preparó el cardenal. El rey dice que el viaje debe costar menos que en aquella ocasión, pero cuando se le interroga sobre cosas concretas, quiere más de eso, y dos veces más de aquello…, todo más grande, más lujoso, más espléndido y con más dorados. Lleva sus propios cocineros y su propia cama, sirvientes y músicos, caballos, perros y halcones, y a su nueva marquesa, a la que en Europa llaman su concubina. Lleva a los posibles aspirantes al trono, incluidos lord Montague, de la casa de York, y a los Neville, de la casa de Lancaster, para demostrar lo domesticados que los tiene, y lo seguros que están los Tudor. Lleva su vajilla de oro, su ropa de cama, a su repostero mayor y a los que escogen las aves y los que prueban la comida, e incluso lleva su propio vino: lo cual podría considerarse superfluo, pero ¿quién sabe?

Rafe le ayuda a preparar los documentos que va a llevar: «Tengo entendido que el rey Francisco hablará con Roma en defensa de la causa del rey. Pero no estoy seguro de qué va a sacar él de este tratado».

—Wolsey siempre decía que lo importante de hacer un tratado es el tratado en sí. No importa cuáles sean los términos, basta con que los haya. Lo que importa es la buena voluntad. Cuando eso se acaba, el tratado se rompe, sean cuales sean los términos.

Lo que importa son los desfiles, el intercambio de regalos, los juegos regios de bolos, las justas y torneos y los bailes de máscaras: no son preliminares del proceso, son el proceso mismo. Ana, acostumbrada a la corte francesa y a la etiqueta gala, expone las dificultades que les aguardan. «Si el papa fuese a visitarle, entonces Francia podría avanzar hacia él, tal vez encontrarse con él en un patio. Pero dos monarcas que se encuentran, una vez que se ven, deberían dar el mismo número de pasos uno hacia otro. Y esto funciona, a menos que uno de ellos, hélas, diera pasos muy pequeños, obligando al otro a andar más».

—Santo cielo —estalla Charles Brandon—. Ese hombre sería un truhán. ¿Lo haría Francisco?

Ana le mira, con los párpados entornados.

—Señor Suffolk, ¿está vuestra señora esposa lista para el viaje?

Suffolk enrojece.

—Mi esposa es una antigua reina de Francia.

—Estoy al corriente de ello. Francisco se alegrará de volver a verla. La consideraba muy bella, aunque, por supuesto, ella era joven entonces.

—Mi hermana aún es Bella —dice Enrique, pacificador, pero en el interior de Charles Brandon bulle la tempestad, que estalla con un grito como el restallar de un trueno:

—¿Esperabais que ella os sirviese? ¿A una hija de los Bolena? ¿Qué os pasase los guantes, madame, y os sirviese la primera en la comida? Convenceos, ese día nunca llegará.

Ana se vuelve a Enrique, y le coge del brazo.

—Me humilla ante vuestra propia cara.

—Charles —dice Enrique—. Dejadnos ahora y volved cuando recuperéis el control. Ni un momento antes. —Suspira, hace una seña—. Cromwell, id tras él.

El duque de Suffolk bufa y hierve.

—Un poco de aire fresco, Milord —sugiere él.

Ha llegado el otoño; sopla un viento crudo del río. Levanta un pequeño remolino de hojas mojadas que aletean en su camino como banderas de un ejército en miniatura.

—Windsor siempre me ha parecido un lugar frío. ¿A vos no, Milord? Me refiero a la situación, no solo al castillo. —Su voz continúa sin interrupción, tranquilizadora, suave—. Si yo fuese el rey, pasaría más tiempo en el palacio de Woking. ¿Sabéis que allí nunca nieva? Una vez cada veinte años, como máximo.

—¿Si fueseis rey? —Brandon patea cuesta abajo—. Si Ana Bolena puede ser reina, por qué no.

—Lo retiro. Debería haber utilizado una expresión más humilde.

Brandon gruñe.

—Nunca figurará mi esposa en el séquito de esa puta.

Milord, haríais mejor considerándola casta. Todos lo hacemos.

—Su señora madre la adiestró, y fue una gran puta, dejadme que os cuente. Liz Bolena, Liz Howard en realidad, fue la primera que se llevó a la cama a Enrique. Sé todo eso, soy su más viejo amigo. Diecisiete años, y no sabía por dónde meterla. Su padre la educó como una monja.

—Pero ninguno de nosotros cree ahora esa historia sobre la esposa de monseñor.

—¡Monseñor! ¡Santo cielo!

—Le gusta que le llamen así, no hace daño a nadie.

—Su hermana María la adiestró, y a María la adiestraron en un burdel. ¿No sabéis lo que hacían en Francia? Me lo contó mi señora esposa. Bueno, no me lo contó, pero me lo escribió en latín. Al hombre se le empina, ¡y ella se lo mete en la boca! ¿Imagináis algo así? Una mujer que puede hacer algo tan sucio, ¿podéis llamarla virgen?

Milord…, si vuestra esposa no va a Francia, si no sois capaz de persuadirla…, ¿diréis que está enferma? Podríais hacerlo por el rey, que sabéis que es vuestro amigo. Le salvaríais de… —casi dice de la áspera lengua de la dama; pero cambia la frase iniciada por algo distinto—… Se guardarían las apariencias.

Brandon asiente. Siguen hacia el río, y él intenta aminorar el paso, porque Ana esperará que vuelva pronto con noticias de una disculpa. Cuando el duque se vuelve hacia él, su expresión es un cuadro de aflicción.

—De todos modos es verdad. Ella está mala. Sus pequeñas y lindas —hace un gesto indicativo con las manos en el aire—, todas caídas. Yo la amo de todos modos. Está tan delgada como una oblea. Le digo: María, un día despertarás y no podré encontrarte. Te tomaré por un hilo de las sábanas.

—Lo lamento —dice él.

El duque se frota la cara.

—Oh, Dios, volved con Enrique, ¿queréis? Decidle que no puede hacer eso.

—Él esperará que vayáis a Calais, aunque vuestra esposa no pueda.

—No me gusta dejarla sola. No me gusta dejarla, ¿comprendéis?

—Ana no perdona —dice él—. Es difícil de complacer, fácil de ofender. Milord, guiaos por mí.

Brandon gruñe.

—Todos lo hacemos. Debemos hacerlo. Sois vos quien lo hace todo. Ahora sois todas las cosas. Decimos: ¿cómo sucedió? Nos lo preguntamos —gime—. Nos lo preguntamos, pero por la sangre humeante de Cristo, no obtenemos ninguna maldita respuesta.

La sangre humeante de Cristo es un juramento digno de Thomas Howard, el viejo duque. ¿Cuándo se convirtió él en el intérprete de los duques, su aclarador? Se lo pregunta, pero no obtiene ninguna maldita respuesta.

Cuando vuelve con el rey y la futura reina, se están mirando los dos amorosamente a la cara. «El duque de Suffolk pide perdón», dice. Sí, sí, dice el rey. Os veré mañana, pero no demasiado temprano.

Se diría que son ya marido y mujer, con una lánguida noche ante ellos, llena de delicias conyugales. Se pensaría eso, si no fuese por el hecho de que tiene la palabra de María Bolena de que con el marquesado solo ha comprado el derecho a acariciar la parte interior del muslo de su hermana. María se lo dice, y ni siquiera en latín. Siempre que pasa tiempo a solas con el rey, Ana informa luego a sus parientes, sin ahorrar detalles. Resulta admirable. Su mesura precisa, su contención. Utiliza su cuerpo como un soldado, conservando sus recursos; es como uno de los profesores de la Escuela de Anatomía de Padua, lo divide y nombra cada parte, este muslo mío, este pecho mío, esta lengua mía.

—Tal vez en Calais —dice él—. Quizá él consiga lo que quiere allí.

—Ella tendrá que estar segura —dice María, y se va; pero de pronto se detiene y se vuelve, con expresión atribulada—. Ana dice: Cromwell es mi hombre. No me gusta que lo diga.

En los días siguientes surgen otras cuestiones que atormentan a la expedición inglesa. ¿Quién será la real dama que reciba a Ana cuando se encuentren con los franceses? No será la reina Leonor…, no puede esperarse eso, es la hermana del emperador, y sus sentimientos de familia se ven afectados por el hecho de que Su Desgracia haya postergado a Catalina. La hermana de Francisco, la reina de Navarra, alega enfermedad para no recibir a la amante del rey de Inglaterra. «¿Es la misma enfermedad que aflige a la pobre duquesa de Suffolk?», pregunta Ana. Quizá, sugiere Francisco. ¿Sería apropiado que recibiese a la nueva marquesa la duquesa de Vendôme, su propia maîtresse en titre?

Enrique está tan furioso que le da dolor de muelas. Llega el doctor Butts con su caja de específicos. Un narcótico parece lo más adecuado, pero cuando el rey despierta, aún sigue tan atormentado que durante unas horas parece que no hay más alternativa que suspender la expedición. ¿Es que no pueden comprender, no pueden darse cuenta de que Ana no es la amante de ningún hombre sino la prometida de un rey? Pero comprender eso no se corresponde con el carácter de Francisco. Él jamás esperaría más de una semana por una mujer a la que quisiese. ¿Ejemplo de caballerosidad, él? ¿El más cristiano de los reyes? Lo único que sabe ese, vocifera Enrique, es bramar como un ciervo. Pero os aseguro que cuando su bramido cese, los otros ciervos le abatirán. ¡Preguntad a cualquier cazador!

Al final se propone que la solución será dejar a la futura reina en Calais, en suelo inglés, donde nadie puede ofenderla, mientras el rey se encuentra con Francisco en Boulogne. La pequeña ciudad de Calais debería poder controlarse mejor que Londres, aunque la población acuda al puerto para gritar «¡Putain!». Y «¡Gran puta de Inglaterra!». Si cantan canciones obscenas nos negaremos simplemente a entenderles. En Canterbury, con la expedición regia sumándose a los peregrinos de todas las naciones, las casas están llenas desde las bodegas hasta el tejado. Rafe y él son alojados con cierta comodidad cerca del rey, pero hay señores en posadas llenas de pulgas y caballeros en las habitaciones traseras de burdeles, peregrinos obligados a instalarse en establos y cobertizos, y a dormir a la intemperie bajo las estrellas. Por suerte, el tiempo es templado para el mes de octubre. Cualquier año anterior, el rey habría ido a rezar a la tumba de Becket y a dejar una cuantiosa ofrenda. Pero Becket fue un rebelde contra la corona, no la clase de arzobispo que nos agrada ensalzar en este momento. Todavía cuelga en el aire de la catedral el incienso del entierro de Warham. Y se oye el zumbido constante, como de mil panales, de las oraciones que se rezan por su alma. Se han enviado cartas a Cranmer, que se encuentra en algún lugar de Alemania, con la corte itinerante del emperador. Ana ha empezado a referirse a él como futuro arzobispo. Nadie sabe cuánto tardará en volver a Inglaterra. Con su secreto, dice Rafe.

Por supuesto, dice él, su secreto, escrito en el margen de la página.

Rafe visita el sepulcro. Es la primera vez que lo hace. Vuelve asombrado, diciendo que está cubierto de joyas del tamaño de huevos de pato.

—Lo sé. ¿Crees que son auténticas?

—Enseñan una calavera, dicen que es de Becket. Los caballeros la rompieron, pero está unida con una placa de plata. Si pagas en efectivo, puedes besarla. Tienen una bandeja con los huesos de los dedos. Y un pañuelo con mocos suyos. Y un trozo de bota. Y una ampolla que agitan, dicen que es su sangre.

—En Walsingham tienen una ampolla con leche de la Virgen.

—¡Santo cielo! Me pregunto qué será. —Rafe hace un gesto de asco—. La sangre se ve claramente que es agua con un tinte rojo, flota en grumos.

—Bueno, piensa en esa pluma de ganso arrancada de las alas del arcángel san Gabriel, cógela y escribiremos con ella a Stephen Vaughan. Debemos conseguir que se ponga en camino para traer a casa a Thomas Cranmer.

—Tendréis que esperar un poco —dice Rafe— hasta que me lave las manos y borre de ellas todo rastro de Becket.

Aunque no irá al sepulcro, el rey quiere mostrarse al pueblo con Ana. Después de la misa, y contra todo consejo, pasea entre la multitud, respaldado por sus guardias, rodeado de consejeros. Ana mueve de un lado a otro la cabeza sobre el esbelto tallo de su cuello para captar los comentarios que oye a su paso. La gente tiende las manos para tocar al rey.

Norfolk, a su lado, tieso de desconfianza, mira a todas partes.

—No me gusta este proceder, señor Cromwell.

Él mismo, que en tiempos fue rápido con el puñal, está atento a cualquier movimiento por debajo de la línea de visión. Pero lo más parecido a un arma es un gran crucifijo que blanden unos frailes franciscanos. La multitud les deja pasar hasta un grupo de sacerdotes con vestiduras, un contingente de benedictinos de la abadía y en medio de ellos una joven con hábito de benedictina.

—¿Majestad?

Enrique se vuelve.

—Santo cielo, esta es la santa doncella —dice él.

Los guardias intervienen, pero Enrique alza una mano.

—Dejadme verla.

Es una muchacha corpulenta, pero no tan joven, de unos veintiocho años. Rostro vulgar, morena, excitada, con un rubor compulsivo. Avanza hacia el rey y, por un instante, él lo ve con los ojos de ella: una mancha de rojo y oro, y carne sonrosada, un cuerpo dispuesto, priápico, una mano como un jamón tendida para sostenerla por el codo monjil.

—Señora, ¿tenéis algo que decirme?

Ella intenta hacer una reverencia, pero la presa del rey se lo impide.

—El Cielo y los santos, con los que converso, me dicen que los herejes que os rodean deben ser arrojados a una gran hoguera. Y si no encendéis esa hoguera, acabaréis también ardiendo —le dice.

—¿Qué herejes? ¿Dónde están? Yo no acepto herejes a mi alrededor.

—Ella es una hereje.

Ana se encoge y se apoya en el rey; se funde como cera en el escarlata y oro de su chaqueta.

—Y si contraéis alguna forma de matrimonio con esa mujer indigna, no reinaréis siete meses.

—Vamos, señora, ¿siete meses? Redondead la cifra, ¿no podéis? ¿Qué clase de profeta dice «siete meses»?

—Eso es lo que me dice el Cielo.

—¿Y cuando transcurran los siete meses quién me reemplazará? Hablad, decid quién os gustaría que reinase en mi lugar.

Los frailes y los sacerdotes intentan llevársela. Aquello no formaba parte del plan.

—Lord Montague, él es de sangre real. El marqués de Exeter, él es de sangre real. —Ella, por su parte, intenta zafarse del rey; le dice—: Veo a vuestra señora madre rodeada de pálidos fuegos.

Enrique la suelta como si su carne quemara.

—¿Mi madre? ¿Dónde?

—He estado buscando al cardenal de York. Le he buscado en el Cielo, en el Infierno y en el Purgatorio. Pero no está allí.

—¿No veis que está loca? Está loca y habría que azotarla. Y si no está loca, ahorcarla.

—Señora —dice un sacerdote—, es una persona muy santa. Habla con lenguaje inspirado.

—Apartadla de mi camino —dice Ana.

—El rayo te alcanzará —dice la monja a Enrique. Él se ríe, inseguro.

Norfolk irrumpe en el grupo, apretando los dientes, un puño alzado.

—Llevadla a su burdel antes de que pruebe esto.

En la melé, un fraile pega a otro con el crucifijo. Se llevan a la doncella, que sigue profetizando. Aumenta el alboroto de la multitud y Enrique coge a Ana del brazo y retrocede con ella. Él, por su parte, sigue a la doncella, manteniéndose cerca de los últimos del grupo, hasta que la multitud se dispersa y puede darle un golpecito en el brazo a un fraile y preguntarle si puede hablar con ella.

—Yo fui servidor de Wolsey —dice—. Quiero oír su mensaje.

Se hacen consultas y al final le dejan pasar.

—¿Señor? —dice ella.

—¿Podríais intentar encontrar al cardenal de nuevo? ¿Si hago una ofrenda?

Ella se encoge de hombros. Un franciscano dice: «Tendría que ser una ofrenda sustancial».

—¿Cómo os llamáis?

—Soy el padre Risby.

—No tengo problema para dar lo que me pidáis. Soy un hombre rico.

—¿Queréis simplemente localizar un alma, reforzar vuestras propias oraciones, o pensáis en misas, tal vez, o en un donativo?

—Lo que aconsejéis. Pero necesitaría saber que no está en el Infierno, claro. No tendría sentido desperdiciar unas buenas misas tratándose de un caso perdido.

—Tendré que hablar con el padre Bocking —dice la muchacha.

—El padre Bocking es el director espiritual de la dama.

Él inclina la cabeza.

—Volved y preguntadme —dice la chica. Da la vuelta y se pierde entre la multitud. Él reparte un poco de dinero entre el séquito. Para el padre Bocking, sea quien sea. Al parecer, el padre Bocking es quien elabora la lista de precios y lleva las cuentas.

La monja ha sumergido al rey en las tinieblas. ¿Cómo os sentiríais si os dijesen que os abatiría un rayo? Por la noche se queja de dolor de cabeza; también le duelen la cara y la mandíbula.

—Marchaos —dice a los médicos—. Nunca me curáis, así que ¿por qué ibais a hacerlo ahora? Y vos, señora —le dice a Ana—, que os lleven a la cama vuestras damas. No soporto las voces agudas.

Norfolk masculla algo. Siempre hay algún problema con el Tudor.

En Austin Friars, si alguien moquea o tiene una torcedura, los chicos interpretan una farsa titulada «Si Norfolk fuese el doctor Butts». ¿Dolor de muelas? ¡Qué se las arranquen! ¿Un dedo aplastado? ¡Qué le corten la mano! ¿Dolor de cabeza? ¡Qué se la corten y le pongan otra!

Norfolk, que retrocedía, se detiene.

—Majestad, ella no ha dicho que vaya a fulminaros un rayo.

—Claro que no lo ha dicho —añade Brandon alegremente.

—No muerto sino destronado, no muerto sino fulminado y chamuscado, no es algo deseable, ¿verdad?

El rey, indicando patéticamente el estado en que se halla, grita a un sirviente que lleve troncos para la chimenea y a un paje que caliente un poco de vino.

—¿Es que tengo que sentarme aquí, yo, el rey de Inglaterra, con un fuego miserable y sin nada que beber? —parece frío y distante; dice—: Ha visto a mi señora madre.

—Majestad —dice él con cautela—, ¿sabéis que en una de las vidrieras de la catedral hay una imagen de vuestra señora madre? ¿No entraría el sol y la iluminaría de forma que pareciese envuelta en un resplandor de luz? Creo que eso fue lo que vio la monja.

—¿No creéis en esas visiones?

—Yo creo que tal vez ella no pueda diferenciar lo que ve en el mundo exterior y lo que hay en su cabeza. Algunas personas son así. Tal vez sea digna de compasión. Aunque no de demasiada.

El rey frunce el ceño.

—Pero yo amaba a mi madre —dice; y añade—: Buckingham daba mucha importancia a las visiones. Tenía un fraile que profetizaba para él. Le dijo que sería rey.

No tiene necesidad de añadir que Buckingham fue un traidor que murió hace más de diez años.

Cuando la corte zarpa para Francia, él va con el grupo del rey, en el Swallow. Está en cubierta viendo cómo se aleja Inglaterra, con el duque de Richmond, bastardo de Enrique, emocionado porque es su primer viaje por mar, y porque lo hace en compañía de su padre. Fitzroy es un muchacho apuesto de trece años, cabello rubio, alto para su edad, pero delgado: Enrique, como debe de haber sido de joven príncipe, y dotado de una adecuada conciencia de sí mismo y de su dignidad.

—Señor Cromwell, no os veía desde la caída del cardenal —dice; vacila, con un embarazo momentáneo—. Me alegro de que prosperaseis, porque en el libro llamado El cortesano se dice que en hombres de baja condición vemos a menudo grandes dotes naturales.

—¿Leéis italiano, señor?

—No, pero partes de ese libro se han traducido al inglés para que yo lo lea. Es una lectura muy buena para mí. —Una pausa—. Ojalá —vuelve la cabeza y baja la voz—, ojalá no hubiese muerto el cardenal, porque ahora mi tutor es el duque de Norfolk.

—Y tengo entendido que Su Gracia va a casarse con una hija suya, Mary…

—Sí. Pero no quiero.

—¿Por qué?

—La he visto. No tiene nada de pecho.

—Pero tiene buen ingenio, señor. Y el tiempo puede remediar el otro asunto antes de que lleguéis a vivir juntos. Si vuestra gente os tradujese la parte del libro de Castiglione que trata de las damas y de sus cualidades, estoy seguro de que veríais que Mary Howard las tiene todas.

Esperemos, piensa él, que no resulte como la boda de Harry Percy, o la de George Bolena. Por el bien de la joven también. Castiglione dice que todo lo que entienden los hombres pueden entenderlo las mujeres, que su capacidad de comprensión es la misma, sus facultades y sin duda también sus amores y odios. Castiglione estaba enamorado de su esposa, Ippolita, pero murió cuando hacía solo cuatro años que la tenía. Escribió un poema para ella, una elegía, pero lo escribió como si lo escribiera Ippolita, la mujer muerta, dirigiéndose a él.

Las gaviotas gritan como almas perdidas en la estela de la nave. El rey acude a cubierta y dice que se le ha pasado el dolor de cabeza.

—Majestad —dice él—, estábamos hablando del libro de Castiglione. ¿Habéis tenido tiempo de leerlo?

—Ciertamente. Alaba la sprezzatura, el arte de hacerlo todo bien y gentilmente, sin apariencia de esfuerzo. Una cualidad que también deberían cultivar los príncipes —y añade, bastante dubitativo—: El rey Francisco la tiene.

—Sí. Pero además de sprezzatura, uno ha de mostrar siempre una digna contención pública. Estaba pensando que podría encargar una traducción como regalo para Milord Norfolk.

Debe de estar pensando en la escena de Thomas Howard en Canterbury, amenazando con asestar un puñetazo a la monja santa; Enrique sonríe.

—Deberíais hacerlo.

—Bueno, siempre que no lo tome como un reproche. Castiglione recomienda que un hombre no debe rizarse el pelo ni arrancarse las cejas. Y ya sabéis que Milord hace ambas cosas.

El príncipe le mira, ceñudo. «¿Milord de Norfolk?». Enrique suelta una carcajada nada regia ni digna ni contenida. Él la oye complacido. La tablazón de la nave cruje. El rey le apoya una mano en el hombro para guardar el equilibrio. El viento hincha las velas. Baila el sol en el agua.

—Llegaremos a puerto en una hora.

Calais, ese puesto avanzado de Inglaterra, su última posesión en Francia, es una ciudad donde él tiene muchos amigos, muchos compradores, muchos clientes. La conoce, Watergate y Lantern Gate, la iglesia de San Nicolás y la iglesia de Nuestra Señora. Conoce sus torres y baluartes, sus mercados, patios y muelles, la Staple Inn, donde reside el gobernador, y las casas de las familias Whethill y Wingfield, casas con jardines sombreados, donde los gentilhombres viven en grato retiro de una Inglaterra que afirman no comprender ya. Conoce las fortificaciones (que se desmoronan) y más allá de las murallas de la ciudad, las tierras aún bajo dominio inglés, sus bosques, aldeas y marismas, sus compuertas, diques y canales. Conoce el camino de Boulogne, y el de Gravelines, que es territorio del emperador, y sabe que cualquiera de los dos monarcas, Francisco o Carlos, podría tomar esa ciudad con un ataque decidido. El inglés lleva allí doscientos años, pero en las calles se oye hablar más francés y flamenco.

El gobernador recibe a Su Majestad. Lord Berners, viejo militar y hombre ilustrado, es el modelo de la virtud a la antigua, y si no fuese por su cojera y su evidente nerviosismo por los enormes gastos en que está a punto de incurrir, parecería salido del libro titulado El cortesano. Ha dispuesto incluso que el rey y la marquesa se alojen en habitaciones comunicadas por una puerta.

—Creo que será muy adecuado, Milord —dice—, siempre que haya un buen cerrojo de ambos lados.

Porque María le había dicho antes de embarcar: «Hasta ahora ella no quería hacerlo, pero ahora sí». Sin embargo, él no lo hará. Le dice que quiere asegurarse de que si queda embarazada el niño nazca dentro del matrimonio.

Los monarcas van a entrevistarse durante cinco días en Boulogne, así que serán cinco días en Calais. La idea de que la dejen atrás ofende a Ana. Él advierte en su nerviosismo que sabe que esta es una tierra dudosa, en la que podrían suceder cosas imprevisibles. Entretanto, tiene asuntos personales que resolver. Deja atrás incluso a Rafe, y se dirige furtivamente a una posada que queda en un patio trasero de Calkwell Street.

Es un lugar bastante miserable, que huele a humo de leña, pescado y moho. En una pared lateral hay un espejo desvaído en el que atisba su propio rostro, pálido, solo los ojos vivos. Por un instante, le sorprende. No esperas ver tu imagen en un tugurio como este.

Se sienta a una mesa y espera. A los cinco minutos hay una perturbación en el aire, al fondo de la estancia. Pero no pasa nada. Él ha previsto que le harán esperar. Para pasar el tiempo, repasa mentalmente las cifras de los recibos del rey del ducado de Cornualles del último año. Está a punto de pasar a las cifras presentadas por el chambelán de Chester, cuando se materializa una figura oscura que se convierte en la persona de un anciano con una larga túnica. Avanza vacilante y luego le siguen otros dos. Parecen los tres intercambiables: toses sordas, barbas largas. De acuerdo con alguna preferencia que negocian entre gruñidos, toman asiento en un banco enfrente de él. Odia a los alquimistas, y ellos le parecen alquimistas: tienen en las ropas salpicaduras indefinidas, los ojos húmedos, el moqueo inducido por los vapores. Les saluda en francés. Ellos vacilan y uno le pregunta en latín si no van a tener algo para beber. Él llama al mozo y le pregunta sin mucha esperanza qué sugiere.

—¿Beber en otro sitio? —propone el mozo.

Llega una jarra de algo avinagrado. Él deja que los ancianos beban ávidamente antes de preguntar: «¿Quién es el maestro Camillo?».

Ellos intercambian miradas. Les lleva tanto tiempo como a las Grayas pasarse el ojo único que comparten.

—El maestro Camillo se ha marchado a Venecia.

—¿A qué?

Toses.

—A consultar.

—¿Pero no piensa volver a Francia?

—Es muy probable.

—Eso que tenéis, lo quiero para mi señor.

Silencio. ¿Qué pasaría, se pregunta él, si les quitase el vino hasta que dijesen algo útil? Pero uno se le adelanta, apoderándose de la jarra; le tiemblan las manos y derrama el vino en la mesa. Los otros gimotean irritados.

—Creí que podríais traer dibujos —dice él. Ellos se miran.

—Oh, no.

—¿Pero hay dibujos?

—No exactamente.

El vino derramado empapa la madera astillada. Ellos observan en un triste silencio cómo sucede eso. Uno se entretiene pasando un dedo por un agujero de polilla que tiene en la manga.

Él decide pedir al mozo otra jarra.

—No queremos ofender —dice el portavoz—. Debéis comprender que el maestro Camillo está de momento bajo la protección del rey Francisco.

—¿Se propone hacer un modelo para él?

—Es posible.

—¿Un modelo operativo?

—Cualquier modelo sería, por su propia naturaleza, operativo.

—Si considerase que las condiciones del servicio no son satisfactorias, mi señor Enrique le daría gustoso la bienvenida en Inglaterra.

Otra pausa, hasta que llega la jarra y se va el mozo. Esta vez decide servir él. Los ancianos vuelven a intercambiar miradas, y uno dice:

—El maestro cree que le disgustaría el clima inglés. Las nieblas. Y además, toda la isla está llena de brujas.

La entrevista ha sido insatisfactoria. Pero por algún sitio hay que empezar. Cuando se marcha, le dice al mozo:

—¿Podrías limpiar esa mesa?

—También podría esperar que ellos derramen la segunda jarra, Monsieur.

—Cierto. Llévales algo de comer. ¿Qué tenéis?

—Potaje. No os lo recomendaría. Parece lo que queda donde una puta acaba de lavar su ropa sucia.

—No tenía noticia de que las muchachas de Calais lavasen algo. ¿Sabes leer?

—Un poco.

—¿Escribir?

—No, Monsieur.

—Deberías aprender. Entretanto, usa los ojos. Si viene alguien a hablar con ellos, si sacan algún dibujo, pergamino, rollos, cualquier cosa de ese género, quiero saberlo.

—¿De qué se trata, Monsieur? —pregunta el mozo—. ¿Qué venden?

Está a punto de decírselo. ¿Qué mal podría hacer? Pero al final no se le ocurren las palabras exactas.

A medio camino de las conversaciones de Boulogne, recibe el mensaje de que a Francisco le gustaría verle. Enrique delibera antes de darle permiso. Los monarcas deberían tratar cara a cara solo con otros monarcas y señores y eclesiásticos de elevado rango. Desde que desembarcaron, Brandon y Howard, que fueron bastante amistosos a bordo de la nave, se han distanciado de él, como para dejar muy claro a los franceses que no le otorgan ningún rango. Él es un capricho de Enrique, fingen, un novedoso consejero que pronto desaparecerá, sustituido por un vizconde, un barón o un obispo.

—No se trata de una audiencia —le explica el mensajero francés.

—No —dice él—, lo comprendo. Nada de ese género.

Francisco está sentado esperando, acompañado de unos cuantos cortesanos, para lo que no es una audiencia. Parece una vara de enramar judías, hombros y rodillas sobresalen en el aire, los grandes pies huesudos se mueven inquietos en unas enormes zapatillas almohadilladas.

—Cremuel —le dice—. Vamos a ver, dejad que me haga cargo. Sois galés.

—No, majestad.

Ojos afligidos de perro; le examinan de arriba abajo, vuelven a examinarle.

—No sois galés.

Él ve la dificultad con que se enfrenta el monarca francés. ¿Cómo habrá conseguido introducirse en la corte si no es de alguna familia de humildes sirvientes de los Tudor?

—Fue el difunto cardenal quien me introdujo en los asuntos del rey.

—Sí, ya lo sé —dice Francisco—, pero me parece que hay algo más en el asunto.

—Puede ser que lo haya, Majestad —dice él sucintamente—, pero, desde luego, no es el hecho de que sea galés.

Francisco se acaricia la punta de la nariz ganchuda, inclinándola aún más hacia la barbilla. Elige a tu príncipe: no te gustaría tener que contemplar a este todos los días. Enrique es tan saludable, en su blancura sonrosada, carnosa y pulcra.

—Cuentan —dice Francisco, apartando la vista de él— que luchasteis en tiempos por el honor de Francia.

Garellano. Baja la vista por un momento, como si recordase un accidente muy grave en la calle; alguna mutilación irreparable en las extremidades.

—Un día muy desafortunado.

—De todos modos…, esas cosas pasan. ¿Quién recuerda hoy Agincourt?

Casi se ríe.

—Es verdad —dice—. Una generación o dos, o tres… o cuatro, y esas cosas se olvidan.

—Cuentan —dice Francisco— que estáis en muy buena relación con Esa Dama —se muerde el labio—. Decidme, tengo curiosidad, ¿qué piensa mi hermano el rey? ¿Piensa que es doncella? Yo, por mi parte, nunca la he probado. Cuando estaba aquí en la corte era joven, y plana como una tabla. Su hermana, sin embargo…

Le gustaría interrumpirle, pero no puede interrumpir al rey. Su voz recorre a María desnuda, desde la barbilla a la punta de los pies, y luego le da la vuelta como a una torta y hace lo mismo por el otro lado, desde la nuca a los talones. Un servidor le entrega un cuadrado de lino delicado y, cuando termina, se limpia la comisura de los labios y devuelve el pañuelo.

—Bien, basta ya —dice Francisco—. Veo que no confesaréis que sois galés, así que es el final de mis teorías.

Esboza una sonrisa, mueve un poco los codos; agita las rodillas; la no audiencia ha terminado.

Monsieur Cremuel —dice—, tal vez no volvamos a vernos. Vuestra súbita fortuna tal vez no dure, así que, venid, dadme la mano como un soldado de Francia. Y recordadme en vuestras oraciones.

Él se inclina.

—Rezaré por vos, señor.

Cuando se va, un cortesano se adelanta y, susurrando: «Un regalo de Su Alteza», le entrega unos guantes bordados.

Otro hombre se sentiría complacido, piensa él, y se los probaría. Pero lo que hace es tantear los dedos de los guantes y encuentra lo que busca. Sacude el guante con cuidado, con la palma debajo.

Va directamente a ver a Enrique, que está jugando una partida de bolos al sol, con unos caballeros franceses. Enrique puede convertir una partida de bolos en algo tan estruendoso como un torneo: grita, gruñe, vocifera los resultados, gime, maldice. El rey le mira, preguntando con la mirada: «¿Qué tal?». Él le responde también con la mirada: «A solas». El rey dice: «Más tarde». Y no se habla una palabra, porque el rey no deja ni por un instante las bromas y las palmadas en la espalda, y se yergue, para mirar cómo se desliza su bola por la hierba cortada y señala en su dirección.

—¿Veis a este consejero mío? Os lo advierto. No juguéis nunca una partida con él, porque no respetará vuestra alcurnia. Él no tiene escudo de armas ni nombre, pero cree que ha nacido para ganar.

—Perder gentilmente —dice uno de los caballeros franceses— es un arte que cultiva todo gentilhombre.

—Espero cultivarlo también —dice él—. Si veis un ejemplo que pueda seguir, indicádmelo, por favor.

Porque se da cuenta de que todos ellos se esfuerzan por ganar la partida, por recibir una pieza de oro del rey de Inglaterra. Jugar no es un vicio si puedes permitírtelo. Tal vez pudiese darle fichas de juego, piensa, reembolsables solo si su poseedor se presenta personalmente en algún despacho de Westminster, con tortuoso papeleo añadido y honorarios para los empleados y el indispensable sello especial que ha de figurar. Eso nos ahorraría algún dinero.

Pero la bola del rey avanza suavemente hacia su objetivo. Enrique está ganando la partida. Se oyen unos aplausos corteses de los franceses.

Cuando está ya a solas con el rey, dice: «Tengo algo que os complacerá».

A Enrique le gustan las sorpresas. Con un grueso pulgar, su limpia y sonrosada uña inglesa da vueltas al rubí en el dorso de la mano. «Es una piedra buena —dice—. Soy buen juez para estas cosas. —Una pausa—. ¿Quién es el orfebre principal aquí? Decidle que venga a verme. Es una piedra oscura, Francisco volverá a verla; la llevaré en el dedo antes de que terminen nuestras conversaciones. Francia verá cómo me sirven. —Está de muy buen humor—. Pero os daré lo que vale. —Él cabecea, desechando la idea—. Ya sé que hablaréis con el orfebre para asignarle un valor más alto y os partiréis con él el beneficio… Pero seré generoso».

Dispón tu rostro.

El rey se ríe.

—¿Por qué iba a confiar a un hombre mis asuntos si no fuese capaz de manejar los suyos? Un día, Francisco os ofrecerá una pensión. Debéis aceptarla. Por cierto, ¿qué os preguntó?

—Me preguntó si era galés. Parecía importarle mucho. Lamenté decepcionarle.

—Oh, vos no decepcionáis —dice Enrique—. Pero cuando lo hagáis os lo haré saber.

Dos horas. Dos reyes. ¿Qué os parece, Walter? Se queda parado en el aire salobre, hablando con su padre difunto.

Cuando Francisco regresa con Enrique a Calais, Ana le saca a bailar después del gran banquete de la velada. Tiene las mejillas ruborosas y le chispean los ojos bajo la máscara dorada. Cuando baja la máscara y mira al rey de Francia, hay en su rostro una extraña sonrisa, no del todo humana, como si detrás de la máscara hubiese otra máscara. Puede verse que el rey se queda boquiabierto, que empieza a babear. Ella enlaza los dedos en los de él y le conduce a un asiento junto a la ventana. Hablan una hora en francés, cuchicheando, la cabeza oscura de cabello lacio y brillante de él inclinada hacia la de ella; a veces se ríen, mirándose a los ojos. Hablan, sin duda, de la nueva alianza. Parece que él piensa que ella tiene otro tratado guardado en el justillo. En una ocasión, Francisco le alza la mano. Ella retrocede, medio resistiéndose y, por un momento, parece que él pretende colocar los dedos de ella en su indescriptible braguetón. Todo el mundo sabe que Francisco ha pasado recientemente por un tratamiento de mercurio, pero nadie sabe si ha sido eficaz.

Enrique baila con las esposas de los notables de Calais: gigas, saltarelos. Charles Brandon, olvidada su mujer enferma, hace chillar a sus parejas de baile lanzándolas al aire para que se les alcen las faldas. Pero Enrique se vuelve una y otra vez a mirar a Ana y Francisco. Se le agarrota la columna de pánico. Su semblante expresa una angustia risueña.

Él piensa finalmente: debo poner fin a esto. ¿Es posible, se pregunta, que yo, como debería hacer todo súbdito, ame realmente al rey?

Saca a Norfolk del rincón oscuro en que se esconde por miedo a que le manden bailar con la esposa del gobernador.

Milord, ocupaos de vuestra sobrina. Ya ha hecho suficiente diplomacia. Nuestro rey está celoso.

—¿Qué? ¿De qué demonios se queja ahora?

Pero Norfolk ve con una mirada lo que está pasando. Maldice y cruza la estancia, entre los bailarines, no rodeándolos. Ase a Ana de la muñeca, doblándosela como si fuera a partírsela.

—Con vuestro permiso, Alteza. Milady, ¿bailamos?

La levanta de un tirón. Bailan, aunque lo que hacen no tenga relación con ninguna danza que se haya visto hasta entonces. Por parte del duque, un atronar de pezuñas demoníacas; por parte de ella, un leve cabrioleo, con un brazo alzado como un ala rota.

Él mira a Enrique. El rostro del rey expresa una satisfacción sobria y justa. Ana debería ser castigada, y ¿por quién, sino por los suyos? Los caballeros franceses se juntan con risillas. Francisco mira achicando los ojos.

Aquella noche, el rey se retira temprano, despidiendo incluso a los gentilhombres de su cámara privada. Solo entra y sale Henry Norris, seguido de un subalterno que lleva vino, fruta, un gran edredón, luego una gran cacerola llena de brasas; ha empezado a hacer frío. Las mujeres, por su parte, están inquietas e irritables. Se ha oído alzar la voz a Ana. Portazos. Mientras él habla con Thomas Wyatt, se le acerca presurosa la esposa de Shelton.

—¡Mi señora quiere una Biblia!

—El señor Cromwell puede recitar el Nuevo Testamento entero —dice servicial Wyatt.

—Creo que la quiere para jurar sobre ella.

—En tal caso, no le seré de ninguna utilidad.

Wyatt le coge las manos.

—¿Quién va a daros calor esta noche, decidme?

—Ella se zafa, y sigue buscando las Escrituras. —Os diré quién. Henry Norris.

Él mira a la muchacha, que se aleja.

—¿Atrae a muchos?

—Yo he sido afortunado.

—¿Al rey?

—Quizá.

—¿Recientemente?

—Ana les sacaría el corazón a los dos y los asaría.

Él percibe que no debe ir más lejos, por si le llama Enrique. Encuentra un rincón para jugar una partida de ajedrez con Edward Seymour. Entre jugadas, dice:

—¿Vuestra hermana Jane…?

—Una criaturilla extraña, ¿verdad?

—¿Qué edad debe tener?

—No sé…, ¿unos veinte? Se dedicó a recorrer Wolf Hall diciendo: «Estas mangas son de Thomas Cromwell», y nadie sabía de qué hablaba. —Se ríe—. Muy satisfecha de sí misma.

—¿Le ha buscado marido vuestro padre?

—Algo se habló de… —alza la vista—. ¿Por qué lo preguntáis?

—Solo por distraeros.

Tom Seymour irrumpe en la habitación y le grita a su hermano:

—Buenas noches, abuelo. —Le quita el gorro y le revuelve el pelo—. Hay mujeres esperándonos.

—Aquí, mi amigo lo desaconseja. —Edward quita el polvo al gorro—. Dice que son como las inglesas, pero más sucias.

—¿La voz de la experiencia? —pregunta Tom.

Edward se pone el gorro con remilgo.

—¿Cuántos años tiene nuestra hermana Jane?

—Veintiuno, veintidós. ¿Por qué?

Edward mira el tablero, busca su reina. Ve que está atrapado. Alza la vista, reconociéndolo.

—¿Cómo lo habéis conseguido?

Más tarde, se sienta con una hoja de papel delante. Se propone escribir una carta a Cranmer y divulgarla a los cuatro vientos, enviarla en su busca por toda Europa. Alza la pluma pero no escribe. Repasa mentalmente su conversación con Enrique sobre el rubí. Su rey supone que él tomaría parte en un furtivo engaño, de la clase que le habría solazado en los tiempos en que daba aspecto antiguo a cupidos y se los vendía a los cardenales. Pero defenderse de tales acusaciones te hacía parecer culpable. ¿Era extraño que Enrique no confiara en él? Un príncipe está solo: en la cámara del Consejo, en su dormitorio y, por último, en la antecámara del Infierno, desnudo —como decía Harry Percy— para el Juicio Final.

Esta visita ha condensado las disputas e intrigas de la corte en el reducido espacio de las murallas de la ciudad. Los viajeros han intimado unos con otros como los naipes de una baraja: contiguos pero con ojos ciegos de cartón. Se pregunta dónde estará Tom Wyatt y en qué clase de líos estará metido. Cree que no podrá dormir, aunque no porque le preocupe Wyatt. Se acerca a la ventana. La luna arrastra harapos de una nube negra, como si estuviese ultrajada.

En las paredes de los jardines arden antorchas en abrazaderas, pero él camina lejos de la luz. El leve oleaje del mar es firme e insistente como los latidos de su corazón. Sabe que comparte esta oscuridad y un instante después oye un paso, un rumor de faldas, alguien toma aliento suavemente, se desliza en su brazo una mano.

—Vos —dice María.

—Yo.

—¿Sabéis que han abierto el cerrojo de la puerta que les separaba? —Se ríe, una risa implacable—. Está en sus brazos, desnuda como vino al mundo. Ya no puede cambiar de actitud.

—Creía que esta noche reñirían.

—Lo han hecho. Les gusta pelearse. Ella afirma que Norfolk le ha roto el brazo. Enrique la llamó Magdalena y otros nombres más que he olvidado. Creo que de damas romanas. Lucrecia no.

—No. Al menos, espero que no. ¿Para qué quería la Biblia?

—Para jurar ante él. Con testigos. Yo. Norris. Él hizo una promesa de compromiso. Se han casado ante Dios. Y él jura que se casará de nuevo con ella en Inglaterra y la coronará reina cuando llegue la primavera.

Él piensa en la monja, en Canterbury: si os unís en alguna forma de matrimonio con esta mujer indigna, no reinaréis siete meses.

—Así que ahora —dice María— es solo cuestión de si él descubre que es capaz de realizar la hazaña.

—María. —Le coge la mano—. No me asustéis.

—Enrique es tímido. Piensa en lo que se espera que ha de ser capaz de hacer un rey. Pero si es tímido, Ana sabrá cómo ayudar. —Añade cuidadosamente—: Quiero decir, la he aconsejado. —Le posa la mano en el hombro—. Así que ahora, ¿nosotros qué? Ha sido una lucha agotadora traerles aquí. Creo que nos hemos ganado un esparcimiento.

Él no responde.

—¿Aún tenéis miedo a mi tío Norfolk?

—María, vuestro tío Norfolk me aterra.

De todos modos, esa no es la razón, no es la razón por la que vacila, no se aleja del todo. Ella le roza los labios con los suyos.

—¿Qué pensáis? —le pregunta.

—Pensaba que si yo no fuese el siervo más fiel del rey, posiblemente me embarcase en la próxima nave.

—¿Adónde iríais?

Él no se acuerda de invitar a alguien.

—Al este. Aunque admito que este no sería un buen punto de partida.

Al este de los Bolena, piensa, al este de todo el mundo. Piensa en el Mediterráneo, no en esas aguas norteñas. Y sobre todo en una noche, una medianoche cálida en una casa de Larnaca: luces venecianas iluminando el peligroso puerto, el rumor de pies esclavos en los mosaicos, aroma de incienso y cilantro. Rodea a María con un brazo y encuentra algo blando, totalmente inesperado: piel de zorro.

—Muy lista —dice.

—Oh, lo trajimos todo. Hasta el último detalle. Por si tenemos que quedarnos aquí hasta el invierno.

Un brillo de luz sobre carne. Su garganta muy blanca, muy suave. Todas las cosas parecen posibles si el duque se queda en casa. Recorre la piel hasta que la piel se encuentra con la carne. Tiene el hombro caliente, perfumado y un poco húmedo. Puede sentir cómo le late el pulso.

Un sonido a su espalda. Se vuelve, daga en mano. María chilla, le tira del brazo. La punta del arma se detiene en el jubón del hombre, debajo del esternón.

—Está bien, está bien —dice en inglés una voz sobria e irritada—. Apartad eso.

—Cielos —dice María—. Casi matáis a William Stafford.

Hace retroceder al desconocido hasta la luz. Cuando le ve la cara, solo entonces, aparta la hoja de la daga. No sabe quién es Stafford: ¿el caballerizo de alguien?

—William, creí que no veníais —dice María.

—Pues parece que teníais a alguien de reserva por si no venía yo.

—¡No sabéis lo que es la vida de una mujer! Crees que has acordado algo con un hombre y no es así. Él dice que se reunirá contigo y no aparece.

Es un grito desde el corazón.

—Os doy las buenas noches —dice él; María se vuelve como para decir: oh, no os vayáis—. Es hora de que rece mis oraciones.

Ha empezado a soplar un viento del estrecho que hace chasquear los aparejos de las naves en el puerto, y traquetear las ventanas en tierra. Mañana, piensa él, puede que llueva. Enciende una vela y vuelve a su carta. Pero la carta no tiene ningún atractivo para él. Se agitan las hojas en los jardines, en los planteles de frutales. Se mueven en el aire imágenes al otro lado del cristal, vuelan gaviotas como fantasmas: un relampagueo del gorro blanco de su esposa Elizabeth, cuando le sigue hasta la puerta en su última mañana. Salvo que no lo hizo: ella estaba durmiendo, envuelta en lino húmedo, bajo el edredón turco amarillo. Si piensa en la suerte que le trajo aquí piensa igualmente en la suerte que le llevó hasta aquella mañana de cinco años atrás, en que salió de Austin Friars casado, los documentos de los asuntos de Wolsey bajo el brazo: ¿era feliz entonces? No lo sabe.

Aquella noche en Chipre, hace tanto ya, había estado a punto de entregar al banco su dimisión, o al menos de pedirles cartas de introducción para irse al este. Tenía curiosidad por ver Tierra Santa, su flora y su gente, besar las piedras sobre las que habían caminado los discípulos, comerciar en barrios ocultos de ciudades desconocidas y en tiendas negras donde mujeres veladas se escabullían, rápidas como cucarachas, en los rincones. Esa noche había tenido una suerte equilibrada. En la habitación que había atrás, cuando miraba fuera las luces del puerto, oyó la risa gutural de una mujer, su suave «alhamdu lillah» al agitar en la mano los dados de marfil. La oyó lanzarlos, los oyó correr y detenerse: «¿Cuánto?».

Gana el Este. Pierde el Oeste. Jugar no es un vicio, si puedes permitírtelo.

—Tres y tres.

¿Es eso? Debes decir que lo es. El destino no le ha dado un empujón, más bien una palmada suave. «Volveré a casa».

Pero no esta noche. Es demasiado tarde para la marea.

Al día siguiente sintió los dioses a su espalda, como una brisa. Volvía a Europa. Su casa entonces era una casa estrecha con postigos en un canal tranquilo, Anselma arrodillada, desnuda y cremosa bajo la bata de damasco verde larga hasta el suelo, con un brillo negruzco a la luz de la vela; arrodillada delante del pequeño retablo de plata que tenía en su habitación, que le había explicado que era un objeto valioso para ella, la cosa más valiosa que poseo. Perdóname, es solo un momento, le había dicho; rezaba en su propio idioma, ya rogando, lisonjera, ya casi amenazando, y debía de haberles sacado a sus santos de plata alguna chispa de gracia, o percibido alguna desviación en su relumbrante rectitud, porque se puso de pie y se volvió hacia él, diciendo: «Ya estoy lista», y tiró de las cintas de seda de la bata para que él pudiese cogerle los pechos en sus manos.