(1531)
Sea por dolor o por miedo, o por algún defecto natural; sea por el calor del verano o por el sonido lejano de los cuernos de caza o el remolino de polvo que brilla en las habitaciones vacías; o sea porque en el hogar itinerante de su padre se está haciendo el equipaje desde el amanecer y la niña ya no puede dormir; sea cual sea la razón, ella está encogida y tiene los ojos del color del agua de zanja. En una ocasión, cuando está formulando las cortesías preliminares en latín, ve su mano apretada en el respaldo del asiento de su madre. «Señora, vuestra hija debería sentarse». Y, por si pudiese seguir un enfrentamiento de voluntades, coge un taburete y lo coloca con un golpe resuelto junto a las faldas de Catalina.
La reina se echa hacia atrás, rígida en su jubón emballenado, para hablarle a su hija en susurros. Las damas de Italia, aparentemente libres de cuidados, llevaban armazones de hierro debajo de las sedas. Había que desplegar una paciencia infinita, no solo en la negociación, sino también para sacarlas de sus ropas.
María baja la cabeza para susurrar también; insinúa en castellano que se trata de su trastorno de mujer. Dos pares de ojos se elevan para enfrentar los suyos. La mirada de la niña está casi desenfocada. Le ve, supone él, como una masa voluminosa de sombra, en un espacio del que emana aflicción. Ponte derecha, murmura Catalina, como una princesa de Inglaterra. María, apoyada en el respaldo de la silla, toma aliento. Vuelve hacia él su feo rostro crispado: duro como la uña del pulgar de Norfolk.
Es primera hora de la tarde, hace mucho calor. El sol traza en la pared cuadrados cambiantes lila y oro. Fuera se extienden los campos resecos de Windsor. El Támesis se estrecha entre sus riberas.
La reina habla en inglés.
—¿Sabéis quién es este? Es el señor Cromwell, que ahora escribe todas las leyes.
—Madam —dice él, atrapado embarazosamente entre lenguas—, ¿seguiremos en inglés o en latín?
—Vuestro cardenal hacía la misma pregunta, como si yo fuese una extraña aquí. Os diré, como le dije a él, que ya me llamaban princesa de Gales cuando tenía tres años. Tenía dieciséis cuando vine aquí para casarme con Milord Arturo. Era virgen y tenía diecisiete cuando él murió. Y veinticuatro cuando me convertí en reina de Inglaterra. Y, para que no haya duda, diré que tengo ahora cuarenta y seis y aún soy la reina. Y creo que, de momento, prácticamente una inglesa. Pero no os repetiré todo lo que le dije al cardenal. Supongo que él os dejó notas de esas cosas.
Él cree que debe hacer una venia.
—Desde que empezó el año —dice la reina— se han llevado ciertos proyectos de ley al Parlamento. Para lo que hasta ahora tenía talento el señor Cromwell era para prestar dinero, pero ha descubierto que también lo tiene para hacer leyes: si necesitas una ley nueva, no hay más que pedírsela. Tengo entendido que os lleváis de noche los borradores a vuestra casa de…, ¿dónde está vuestra casa?
Lo dice como si dijese «vuestra madriguera».
—Esas leyes están hechas contra la Iglesia —dice María—. Me pregunto por qué lo permiten nuestros lores.
—Ya sabéis —dice la reina— que el cardenal de York fue acusado, de acuerdo con las leyes de praemunire, de usurpar la jurisdicción de vuestro señor padre como soberano de Inglaterra. Ahora, el señor Cromwell y sus amigos consideran a todo el clero cómplice de ese delito, y les piden que paguen una multa de más de cien mil libras.
—Una multa no. Nosotros lo llamamos una muestra de buena voluntad.
—Yo lo llamo extorsión —se vuelve hacia su hija—. Si preguntas por qué no se defiende la Iglesia, solo puedo decir que en este país hay nobles… —se refiere a Suffolk, a Norfolk—… que, al parecer, han declarado que acabarán con el poder de la Iglesia, que no volverán a soportar nunca, emplean esa palabra, que un eclesiástico se haga tan eminente como nuestro difunto legado. Que no necesitamos un nuevo Wolsey es algo con lo que estoy de acuerdo. Pero con los ataques a los obispos no. Wolsey fue para mí un enemigo. Eso no altera mis sentimientos hacia nuestra Santa Madre Iglesia.
Wolsey fue para mí un padre y un amigo, piensa él. Eso no modifica mis sentimientos hacia nuestra Santa Madre Iglesia.
—Vos y el portavoz Audley os confabuláis a la luz de las velas.
La reina menciona el nombre del portavoz del Parlamento como si dijese «vuestro pinche de cocina».
—Y cuando llega la mañana, inducís al rey a considerarse cabeza de la Iglesia de Inglaterra.
—Mientras que —dice la niña— la cabeza de la Iglesia en todas partes es el papa, y del trono de san Pedro emana la legitimidad de todo gobierno. De ninguna otra fuente.
—Lady María —dice él—, ¿no vais a sentaros?
La coge justo cuando dobla las rodillas y la sienta en el taburete.
—Es el calor —le dice, para que no se avergüence. Ella alza unos ojos vacuos y grises, con una mirada de simple gratitud; y, en cuanto se sienta, adopta una expresión tan pétrea como la muralla de una ciudad cercada.
—Decís «inducir» —responde a Catalina—. Pero Su Alteza sabe mejor que nadie que al rey no se le puede dirigir.
—Pero se le puede seducir —dice ella, volviéndose a María, que ha cruzado los brazos sobre el regazo—, así que nombran a vuestro padre el rey jefe de la Iglesia, y para tranquilizar la conciencia de los obispos introducen esta fórmula: «Mientras la ley de Cristo lo permita».
—¿Qué significa? —pregunta María—. No significa nada.
—Lo significa todo, Alteza.
—Sí. Es muy ingenioso.
—Os ruego —dice él— que lo consideréis de este modo, que penséis que el rey se ha limitado a definir una posición que ya existía, que cuenta con precedentes antiguos…
—… inventada en los últimos meses.
—… que legitiman su derecho.
La frente de María está cubierta de sudor bajo la incómoda toca triangular.
—Lo que ya está definido puede redefinirse, ¿verdad?
—Cierto —dice su madre—. Y redefinirse a favor de la Iglesia… Solo con que yo ceda a sus deseos y renuncie a la condición de reina y esposa.
La princesa tiene razón, piensa él. Hay espacio para la negociación.
—No hay nada irrevocable.
—No, esperad a ver lo que llevo yo a vuestra mesa de negociaciones. —Catalina muestra las manos abiertas, unas manos rollizas e hinchadas, para indicar que están vacías—. Solo me defiende el obispo Fisher. Solo él ha sido constante. Solo él es capaz de decir la verdad, que es que la cámara de los Comunes es un nido de paganos.
Suspira, deja caer las manos a los lados.
—Y ahora —continúa—, ¿con qué pretexto se ha ido mi esposo sin despedirse? Nunca lo había hecho. Nunca.
—Quiere cazar unos días fuera de Chertsey.
—Con esa mujer —dice María—. Esa persona.
—Luego irá a Guildford a visitar a lord Sandys, quiere ver su hermosa galería nueva en el Vyne. —Él emplea un tono natural y afable, como el del cardenal; ¿tal vez demasiado?—. Desde allí, según el tiempo que haga y la caza, seguirá hasta Basing, a casa de William Faulet.
—Debo seguirle, ¿cuándo?
—Volverá en unos quince días, si Dios quiere.
—Unos quince días —dice María— solo con esa persona.
—Antes de eso, señora, debéis ir a otro palacio…, se ha elegido el de More, en Hertfordshire, que ya sabéis que es muy confortable.
—Siendo la residencia del cardenal, será lujoso —dice María.
Mis hijas nunca hablarían así, piensa él.
—Princesa —le dice—, ¿queréis ser caritativa y dejar de hablar mal de un hombre que nunca os hizo daño?
María se ruboriza.
—No pretendía faltar a la caridad.
—El difunto cardenal es vuestro padrino. Debéis recordarle en vuestras oraciones.
Ella le mira parpadeando; parece asustada.
—Rezo para que se acorte su tiempo en el Purgatorio…
Catalina la interrumpe.
—Enviad una caja a Hertfordshire. Enviad un paquete. No tratéis de enviarme a mí.
—Tendréis con vos toda vuestra corte. La casa está preparada para alojar a doscientas personas.
—Escribiré al rey. Le llevaréis la carta. Mi sitio está a su lado.
—Os aconsejo que lo toméis con calma —dice él—. O él podría… —Señala a la princesa. Une y separa las manos—. Separaros.
La niña reprime el dolor. Su madre reprime el pesar y la cólera, el disgusto y el miedo.
—Ya lo esperaba —dice la reina—, pero no esperaba que enviase a un hombre como vos a decírmelo.
Él tuerce el gesto. ¿Acaso piensa que le iría mejor si se lo dijese Norfolk?
—Dicen que trabajasteis como herrero; ¿es cierto?
Ahora dirá: ¿herrasteis caballos?
—Era el negocio de mi padre.
—Empiezo a entenderos —dice ella con un cabeceo—. El herrero se hace sus propias herramientas.
Media milla de paredes de caliza, un espejo para el resplandor del sol, lanzan sobre él un calor incandescente. A la sombra de un portón, Gregory y Rafe forcejean y se empujan, se zahieren con insultos culinarios que les ha enseñado él. Caballero, sois un flamenco gordo y untáis el pan con mantequilla. Caballero, sois un pobre romano, ojalá vuestros vástagos coman caracoles. El señor Wriothesley, recostado al sol, les observa con una lánguida sonrisa; le orlan la cabeza mariposas.
—Ah, sois vos —dice. Wriothesley parece contento.
—Estáis perfecto para que os pinten, señor Wriothesley. Jubón azul oscuro y un rayo de luz en el punto adecuado.
—Decidme, señor, ¿qué dice Catalina?
—Dice que nuestros precedentes son falsos.
—¿No sabe que vos y el doctor Cranmer trabajasteis en ello toda la noche? —pregunta Rafe.
—¡Oh, tiempos locos! —dice Gregory—. ¡Viendo amanecer, con el doctor Cranmer!
Echa un brazo sobre los hombros pequeños y huesudos de Rafe y los estrecha. Es una liberación estar lejos de Catalina, de la niña que retrocede como una perra azotada.
—Una vez, yo, con Giovannino…, bueno, con algunos muchachos que conocía…
Se interrumpe: ¿qué es esto? Yo no cuento historias sobre mí mismo.
—Continuad, por favor —dice Wriothesley.
—Bueno, habíamos hecho una escultura, una diosecilla risueña con alas, y luego le dimos con martillos y cadenas para que pareciese antigua, y contratamos a un mulero y la llevamos a Roma, y se la vendimos a un cardenal. —Qué día tan caluroso cuando los acompañaron a su presencia: nebuloso, truenos lejanos y el polvillo blanco de las obras en construcción que flotaba en el aire—. Recuerdo que el cardenal tenía lágrimas en los ojos cuando nos pagó. —«Pensar que el emperador Augusto debió de contemplar estos preciosos piececillos y estas dulces alas»—. Cuando los muchachos de Portinari se pusieron en camino para Florencia, se tambaleaban con el peso de sus bolsas.
—¿Y vos?
—Yo tomé mi parte y me quedé a vender las mulas.
Caminan cuesta abajo atravesando los patios interiores. Al salir al sol, se protege los ojos con la mano como si intentase ver a través de la espesura de las copas de los árboles que se pierden en la lejanía.
—Le he dicho a la reina que deje a Enrique irse en paz. O que podría impedir que la princesa vaya con ella al interior.
—Pero ya se ha decidido. Tienen que separarse —dice Wriothesley, sorprendido—. María tiene que ir a Richmond.
Él no lo sabía. Espera que su vacilación no sea perceptible.
—Por supuesto. Pero a la reina no se lo habían dicho, y merecía la pena intentarlo, ¿no?
Ved lo útil que es el señor Wriothesley. Ved cómo nos aporta información secreta del secretario Gardiner.
—Es duro —dice Rafe— usar a la niña contra su madre.
—Duro, sí… Pero la cuestión es: ¿has elegido a tu príncipe? Porque eso es lo que haces, le eliges, y sabes lo que es. Y luego, cuando has elegido, le dices sí, sí, eso es posible, sí, eso puede hacerse. Si no te agrada Enrique, puedes irte al extranjero y encontrar otro príncipe. Pero os lo aseguro, si esto fuese Italia, Catalina llevaría tiempo en la tumba.
—Pero jurasteis que respetaríais a la reina —dice Gregory.
—Y lo hago. Y respetaría su cadáver.
—No procuraríais su muerte, ¿verdad?
Él se detiene. Agarra del brazo a su hijo, le da la vuelta para mirarle a la cara.
—Volvamos al principio del razonamiento. —Gregory se aparta—. No, escucha, Gregory. Yo dije: cedes a las peticiones del rey. Abres el camino a sus deseos. Eso es lo que hace un cortesano. Ahora bien, comprende esto: es imposible que Enrique me pida a mí ni a ninguna otra persona que haga daño a la reina. ¿Acaso es un monstruo? Incluso ahora siente cariño por ella; ¿cómo podría no sentirlo? Y tiene un alma que espera que se salve. Se confiesa todos los días con uno u otro de sus capellanes. ¿Crees que hacen lo mismo el emperador o el rey Francisco? Te aseguro que Enrique tiene un corazón lleno de sentimientos; y que su alma es el alma más escudriñada de la Cristiandad.
—Señor Cromwell —dice Wriothesley—, es vuestro hijo, no un embajador.
Él suelta a Gregory.
—¿Iremos por el río? Quizá haya viento.
En el gran patio inferior, seis parejas de perros de caza se agitan y ladran en jaulas con ruedas, donde van a transportarlos campo a través. Se echan unos sobre otros, moviendo el rabo, las orejas, mordisqueando, aumentando con sus ladridos y aullidos la sensación casi de pánico que se ha apoderado del castillo. Más parece la evacuación de una fortaleza que el inicio de un traslado estival. Sudorosos porteadores cargan los enseres del rey en los carros. Dos individuos con un baúl tachonado quedan atascados en una puerta. Él piensa en sí mismo en el camino, un niño magullado, cargando carros para conseguir que le llevasen. Se acerca.
—¿Cómo ha pasado, muchachos?
Sostiene una esquina del baúl y les hace retroceder hacia las sombras; ajusta el grado de rotación con un golpe, y, tras un instante de tanteo y deslizamiento, irrumpen en la luz, gritando «¡Ahí va!», como si se les hubiese ocurrido a ellos. Cargad luego las cosas de la reina, dice, para el palacio del cardenal en More, y ellos dicen sorprendidos: ¿de verdad, señor, y si la reina no quiere ir? Entonces, la envolveremos en una alfombra y la meteremos también en el carro, dice él. Reparte monedas: tomáoslo con calma, hace demasiado calor para trabajar tanto. Vuelve con los muchachos. Un hombre guía a los caballos, dispuestos para engancharlos a los carros de los perros; y, en cuanto los perros los olfatean, inician un nervioso coro de ladridos, que todavía siguen oyendo cuando llegan al río.
El río está oscuro y letárgico; en la orilla de Eton, sale y entra deslizándose entre los juncos un grupo de apáticos cisnes. La barca cabecea cuando suben a ella.
—¿No es este Sion Madoc? —pregunta él.
—Nunca olvidáis una cara, ¿eh?
—No cuando es fea.
—¿Os habéis visto, bach? —el barquero se ha comido una manzana, corazón y todo; meticuloso, escupe las pepitas por la borda.
—¿Qué tal vuestro padre?
—Murió. —Sion escupe el rabo de la manzana—. ¿Es vuestro alguno de estos?
—Yo —dice Gregory.
—Este es mío. —Sion señala con la cabeza al remo opuesto, a un muchacho grueso que enrojece y aparta la vista—. Vuestro padre solía cerrar el negocio cuando hacía tanto calor. Apagaba el fuego y se iba a pescar.
—A azotar el agua con la caña —dice él— y matar peces a puñetazos. Saltaba al agua y los sacaba boqueando del fondo. Les metía los dedos en las agallas. «¿Qué miras tú, hijo de puta escamoso? ¿Me miras a mí?».
—No era hombre que se sentase a disfrutar del sol —dice Madoc—. Podría contaros muchas historias sobre Walter Cromwell.
La cara del señor Wriothesley es un estudio. No entiende lo mucho que se puede aprender de los barqueros, su jerga blasfema y rápida. Él la hablaba a los doce años con fluidez, su lengua materna, y ahora brota de su boca como algo natural, algo sucio. Hay muletillas de griego que domina, que intercambia con Thomas Cranmer, con Llamadme Risley: idioma temprano, jugoso, como fruta tierna. Pero nunca las palabras de un helenista se clavan en tus oídos como las de Sion ahora, con lo que opina Putney de los malditos Bullen. Enrique lo hizo con la madre, buena suerte para él. Lo hace con la hermana, ¿para qué sirve un rey? Pero hay que pararle en algún sitio. No somos animales del campo. Sion dice que Ana es una anguila, dice que es una escurridiza habitante del cieno, y él recuerda lo que la había llamado el cardenal: mi enemiga serpentina. Según Sion, ella lo hace con su hermano. ¿Quién, su hermano George?, dice él.
—Con los hermanos que tenga. Los de esa clase lo guardan en la familia. Hacen sucios trucos franceses, como…
—¿Podéis bajar la voz? —mira alrededor, como si pudiese haber espías nadando al lado de la barca.
—… y así se asegura ella de que no se lo dará a Enrique, porque si le deja hacerlo y tiene un chico, bueno, muchas gracias, ahora largo, muchacha… Así que ella dice: oh, Majestad, no podría permitirlo…, porque sabe que esa misma noche se lo hará su hermano, lamiéndola hasta los pulmones, y luego le dirá: perdonad, mi señora hermana, pero qué voy a hacer yo ahora con todo este paquete…, y ella le dice: oh, no os preocupéis, mi señor hermano, podéis meterlo por la entrada de atrás, por allí no hará daño a nadie.
Gracias, dice él, no tenía ni idea de cómo se las arreglaban.
Los muchachos solo han entendido una de cada tres palabras. Sion recibe propina. Merece la pena ponerse de nuevo en contacto con la imaginación de Putney. Considerará la imagen maliciosa de Sion, tan distinta de la Ana real.
Más tarde, en casa, Gregory dice:
—¿Debe hablar así la gente? ¿Y que les paguen por ello?
—Decía lo que pensaba —se encoge de hombros—. Si quieres saber lo que piensa la gente…
—Llamadme Risley os tiene miedo. Dice que cuando veníais de Chelsea con el secretario amenazasteis con tirarlo de su barca y ahogarle.
No es eso precisamente lo que recuerda él de la conversación.
—¿Y Llamadme Risley cree que yo lo haría?
—Sí. Cree que haríais cualquier cosa.
En Año Nuevo le regala a Ana un juego de tenedores de plata con mango de cristal de roca. Espera que los use para comer, no para pinchar a la gente.
—¡De Venecia! —está agradecida. Los alza para que los mangos capten y reflejen la luz.
Ha llevado otro regalo para que ella lo entregue. Está envuelto en una pieza de seda azul claro.
—Es para la muchachita que siempre está llorando.
Ana entreabre la boca.
—¿No lo sabéis? —pregunta, con un brillo lúgubre en los ojos—. Venid, para que pueda decíroslo al oído.
Le roza la mejilla con la suya. Tiene la piel ligeramente perfumada. Ámbar, rosa.
—¿Sir John Seymour? ¿El estimado sir John? ¿El viejo sir John, como le llama la gente?
Sir John tal vez no le lleve doce años, pero su amabilidad puede estar envejeciendo; con sus hijos Edward y Tom, que ahora son los jóvenes, en la corte, él da la impresión de haberse acomodado en su retiro.
—Ahora sabemos por qué no le vemos nunca —susurra Ana—. Ahora sabemos lo que hace en el campo.
—Cazar, supongo.
—Sí, y ha cazado a Catherine Fillol, la mujer de Edward. Los sorprendieron in fraganti, pero no he podido saber dónde, si en la cama de ella, en la de él, en un prado o en un pajar…, Sí, un lugar frío, desde luego, pero se estaban dando calor uno a otro. Y ahora sir John lo ha confesado todo, de hombre a hombre, le ha contado a su hijo en la cara que ha estado con ella sin perder semana desde la boda, así que eso es un par de años y, digamos, seis meses, así que…
—Podríamos redondearlo diciendo que ciento veinte meses, suponiendo que se abstuviesen en las fiestas mayores…
—Los adúlteros no paran en Cuaresma.
—Ah, pues yo creía que sí.
—Ella ha tenido dos niños, así que hay que tener en cuenta el descanso del parto… Y son varones, ¿sabéis? Así que Edward está… —Él imagina cómo estará Edward, ese puro perfil aguileño—. Está alejándolos de la familia. Han de ser bastardos. A ella, a Catherine Fillol, hay que meterla en un convento. ¡Creo que deberían meterla en una jaula! Está pidiendo la anulación. En cuanto al estimado sir John, creo que no le veremos pronto en la corte.
—¿Por qué cuchicheamos? Debo de ser la última persona de Londres que se entera.
—El rey no lo sabe. Y ya sabéis lo recto que es. Así que si alguien llega a bromear sobre ello, mejor que no seamos ni vos ni yo.
—¿Y la hija? Se llama Jane, ¿no?
Ana suelta una risilla.
—¿Cara de Pasta? Se ha marchado a Wiltshire. Lo mejor que podría hacer sería seguir a su cuñada al convento. Su hermana Lizzie hizo una buena boda, pero a la Llorica no la quiere nadie, y ahora ya nadie la querrá. —Posa la mirada en el regalo de él; y pregunta de pronto, nerviosa, celosa—: ¿Qué es?
—Solo un libro de dibujos de bordados.
—Mientras no sea algo que ponga a prueba su ingenio. ¿Por qué queréis hacerle un regalo?
—La compadezco. —Ahora más, por supuesto.
—Ah. No os gusta, ¿verdad? —La respuesta correcta es: no, mi señora Ana. Solo me gustáis vos—. Porque ¿es correcto que le hagáis un regalo?
—No es como si fuesen cuentos de Boccaccio.
—Ellos sí que podrían contarle un cuento a Boccaccio, esos pecadores de Wolf Hall —dice ella riéndose.
El sacerdote Thomas Hitton fue quemado justo cuando terminaba febrero; le detuvo Fisher, obispo de Rochester, por introducir de contrabando las Escrituras de Tyndale. Poco después, al levantarse de la frugal mesa del obispo, una docena de invitados se habían desmayado, vomitaban, agarrotados de dolor, y hubo que trasladarles, pálidos y casi sin pulso, a sus camas y encomendarles a los cuidados de los médicos. El doctor Butts dijo que la causa había sido el caldo. Según el testimonio de los sirvientes, era el único plato que habían tomado todos. Hay venenos que fabrica la propia naturaleza, y él, antes de someter a tortura al cocinero del obispo, habría visitado las cocinas y pasado una espumadera por la olla del caldo. Pero nadie más duda de que haya sido un intento de asesinato.
Finalmente, el cocinero confiesa haber añadido al caldo un polvo blanco que le dio alguien. ¿Quién? Solo un hombre, un desconocido, que había dicho que sería una broma darles a Fisher y a sus invitados un purgante.
El rey está fuera de sí. Cólera y miedo. Echa la culpa a los herejes. El doctor Butts dice, moviendo la cabeza y alzando el labio inferior, que el veneno es algo que Enrique teme más que al propio Infierno.
¿Echarías veneno en la comida del obispo porque un desconocido te dijese que sería divertido? El cocinero no dirá más, o quizás haya llegado ya a una etapa en que no pueda decirlo. El interrogatorio se ha llevado muy mal, le dice a Butts. Me pregunto por qué. El médico, un hombre amante del Evangelio, se ríe amargamente y dice: «Si querían que el hombre hablase, tendrían que haber llamado a Thomas Moro».
Dicen que el Lord Canciller se ha convertido en maestro de las artes gemelas de estirar y comprimir a los siervos de Dios. Cuando se detiene a un hereje, él acude a la Torre y presencia la aplicación de la tortura. Se dice que en la casa del guarda de Chelsea tiene detenidos a sospechosos en el cepo, y les predica y les asedia: el nombre de vuestro impresor, el nombre del capitán del barco que trajo esos libros a Inglaterra. Cuentan que emplea el látigo, las manillas y un aparato de tortura que llaman «la hija del carroñero». Es un instrumento portátil, en el que meten a un hombre encogido, con las rodillas pegadas al pecho y con un aro de hierro a la espalda. Por medio de un tornillo, se va apretando el aro hasta que se le rompen las costillas. Hace falta arte para manejarlo bien sin que el hombre se ahogue, porque, si se ahoga y se muere, se pierde todo lo que sabe.
La semana siguiente murieron dos invitados. Fisher, por su parte, se recupera. Es posible, piensa él, que el cocinero hablase pero que lo que dijese no fuera para los oídos de súbditos corrientes.
Va a ver a Ana. Una espina entre dos rosas. Está sentada con su prima Mary Shelton y la esposa de su hermano, Jane, lady Rochford.
—¿Sabéis, señora, que el rey ha ideado una nueva forma de muerte para el cocinero de Fisher? Va a ser hervido vivo.
Mary Shelton suspira y se ruboriza como si algún galán la hubiese pellizcado. Jane Rochford dice entre dientes: «Vere dignum et justum est, aequum et salutare». Ella traduce para María: «Apropiado».
En el rostro de Ana no hay ninguna expresión. Ni siquiera un letrado como él puede leer nada en su semblante.
—¿Cómo lo harán?
—No pregunté la mecánica del asunto. ¿Os gustaría que lo hiciese? Creo que van a izarle con cadenas, para que así la multitud vea cómo se le desprende la piel y le oigan gritar.
Para ser justos con Ana, hay que decir que si te acercases a ella y le dijeseis: vais a ser hervida, probablemente se encogiese de hombros y dijese: «C’est la vie».
Fisher tiene que guardar cama un mes. Cuando se levanta y sale, parece un cadáver ambulante. La intercesión de los ángeles y los santos no ha bastado para curarle las tripas llagadas y poner de nuevo carne sobre sus huesos.
Son días en que se demuestra la verdad brutal de Tyndale. Los santos no son tus amigos y no te protegerán. No pueden ayudarte a alcanzar la salvación. No puedes ganar su favor con oraciones y velas, como harías con un jornalero que contratases para la recolección. El sacrificio de Cristo se hizo en el Calvario, no se hace en la misa. Los sacerdotes no pueden ayudarte a alcanzar el cielo; no necesitas sacerdotes entre tu Dios y tú. Sus méritos, por muchos que sean, no pueden salvarte. Solo los méritos del Cristo vivo.
Marzo: Lucy Petyt, cuyo marido es maestro tendero y miembro de los Comunes, acude a verle a Austin Friars. Viste piel de cordero negra (importada, a primera vista) y modesto vestido gris de estameña. Alice recibe sus guantes y desliza subrepticiamente un dedo en uno para valorar el forro de seda. Él se levanta del escritorio y la coge de la mano. La conduce hasta el fuego y le ofrece un vaso de vino caliente con especias. Le tiemblan las manos con que sostiene el vaso y dice:
—Ojalá John tuviese esto, este vino, este fuego.
Nevaba al amanecer el día que hicieron el registro en Lyon’s Quay, pero pronto salió un sol invernal, abrillantando los cristales y trazando en los paneles de las habitaciones de las casas de la ciudad agudos relieves, cañadas de sombras y gélidos rayos de luz. «Eso es lo que no puedo quitarme de la cabeza. El frío», dice Lucy. Y el propio Moro, con la cara cubierta de pieles, en la puerta con sus agentes, dispuesto a registrar el almacén y hasta sus propias habitaciones.
—Fui la primera que salió —dice ella—, y le entretuve con palabras corteses… Querido mío, ha venido el Lord Canciller por algún asunto del Parlamento, le grité a John.
El vino le calienta la cara y le suelta la lengua.
—¿Habéis desayunado, señor?, le dije, ¿estáis seguro? Y las sirvientas tejían a sus pies, impidiéndole el paso —suelta una risilla escandalosa, sin alegría—, y, mientras tanto, John estaba guardando sus papeles detrás de un panel…
—Lo hicisteis bien, Lucy.
—Cuando subieron, John estaba preparado. Oh, Lord Canciller, bienvenido a mi humilde casa. Pero el desdichado había guardado su volumen del Testamento debajo del escritorio; fue lo primero que vi, me pregunté si los ojos de ellos no seguirían los míos.
El registro de una hora no dio ningún resultado; así que estáis seguro, John, dijo el canciller, de que no tenéis ningún libro nuevo, porque a mí me han informado de que los tenéis (y Tyndale allí plantado como una mancha venenosa en los mosaicos). No sé quién puede haberos informado, dijo John Petyt. Me sentí orgullosa de él, dice Lucy, tendiendo el vaso para que le sirvan más vino, me sentí orgullosa de lo que dijo. Y Moro dijo: es verdad, no he encontrado nada hoy, pero tenéis que acompañar a estos hombres. Señor teniente, ¿queréis haceros cargo de él?
John Petyt no es un hombre joven. Por instrucciones de Moro duerme en un colchoncillo de paja tirado sobre las losas. Solo se han permitido visitas para que cuenten a sus vecinos lo enfermo que parece.
—Hemos enviado alimentos y ropas de abrigo —dice Lucy—. Y los han rechazado por orden del Lord Canciller.
—Hay una tarifa para propinas a los carceleros. ¿Necesitáis dinero en efectivo?
—Si lo necesitase acudiría a vos —deja el vaso en su escritorio—. No puede encerrarnos a todos.
—Tiene suficientes prisiones.
—Para los cuerpos, sí; pero ¿qué son los cuerpos? Puede llevarse nuestros bienes, pero Dios nos hará prosperar. Puede encerrar a los libreros, pero seguirá habiendo libros. Tienen sus viejos huesos, sus santos de cristal en las ventanas, sus velas, sus altares, pero Dios nos ha dado la imprenta. —Le brillan las mejillas; baja la vista hacia los dibujos de su escritorio—. ¿Qué es esto, señor Cromwell?
—Los planos de mi jardín. Espero poder comprar algunas casas de la parte de atrás. Quiero el terreno.
—Un jardín —dice ella, y sonríe—. Es lo primero agradable que oigo en mucho tiempo.
—Espero que podáis venir con John a disfrutar de él.
—¿Y esto?… ¿Vais a hacer que os construyan una pista de jeu de paume?
—Si consigo el terreno… Y aquí, mirad, me propongo plantar un huerto de frutales.
A ella se le llenan los ojos de lágrimas.
—Hablad con el rey. Contamos con vos.
Él oye pasos. De Johane. Lucy se lleva una mano a la boca.
—Dios me perdone… Por un momento creí que erais vuestra hermana.
—Es un error que se comete —dice Johane—. Y a veces persiste. Lamento mucho saber que vuestro marido está en la Torre, señora Petyt. Pero os lo habéis buscado. Fuisteis los primeros que calumniasteis al difunto cardenal. Supongo que ahora querríais que volviera.
Lucy se marcha sin añadir una palabra. Solo lanza una larga mirada por encima del hombro. Oye a Mercy saludarla fuera. De ella recibirá algunas palabras fraternales. Johane se acerca al fuego y se calienta las manos.
—¿Qué cree que puedes hacer por ella?
—Acudir al rey. O a lady Ana.
—¿Y lo harás? No. No lo hagas —dice ella. Se enjuga una lágrima con el nudillo. Lucy la ha alterado—. Moro no le torturará. Se sabría y la ciudad no lo permitiría. Pero puede morir de todos modos —alza la vista hacia él—. Es bastante vieja, ¿sabes?, Lucy Petyt. No debería vestir de gris. ¿Has visto cómo se le han hundido las mejillas? No tendrá más hijos.
—Comprendo —dice él.
Ella aprieta con la mano la tela de la falda.
—Pero ¿y si lo hace? ¿Y si le tortura? ¿Y si da nombres?
—¿Y a mí qué me importa? —se vuelve—. El mío ya lo conoce.
Habla con lady Ana. ¿Qué puedo hacer?, pregunta ella; y él dice: sabéis cómo complacer al rey, supongo; ella se ríe y dice: ¿cómo, mi doncellez por un tendero?
Habla con el rey cuando puede. Pero el rey le dirige una mirada vacua y dice que el Lord Canciller sabe lo que hace. Ana dice: lo he intentado, yo misma he puesto, como sabéis, libros de Tyndale en sus manos, en sus reales manos. ¿Creéis que Tyndale podría volver a este reino? En invierno negociaron, las cartas cruzaron el Canal. En primavera, Stephen Vaughan, su hombre en Amberes, preparó un encuentro: noche, oscuridad protectora, un campo fuera de las murallas de la ciudad. Tyndale lloró con la carta de Cromwell en la mano: quiero volver a Inglaterra, dijo, estoy harto de esto. Perseguido de ciudad en ciudad y de casa en casa. Quiero volver a mi patria y si el rey dijese simplemente sí, si dijese sí a las Escrituras en nuestra lengua, puede elegir a su traductor. Yo no volveré a escribir más. Puede hacer conmigo lo que le plazca, torturarme o matarme, con tal de que deje que el pueblo de Inglaterra oiga el Evangelio.
Enrique no ha dicho que no. No ha dicho que nunca. Aunque la traducción de Tyndale y cualquier otra estén prohibidas, él puede permitir un día que un estudioso al que apruebe haga una traducción. ¿Cómo puede decir menos él? Desea complacer a Ana.
Pero llega el verano y él, Cromwell, sabe que ha llegado al límite y que tiene que retroceder con cautela. Enrique es demasiado timorato, Tyndale demasiado intransigente. En sus cartas a Stephen hay una nota de pánico: abandona el barco. No quiere sacrificarse a la truculencia de Tyndale. Santo cielo, dice, Moro, Tyndale, se merecen el uno al otro, esas mulas que pasan por hombres. Tyndale no apoyará el divorcio de Enrique. Y, en realidad, tampoco lo aprobará el monje Lutero. Lo lógico sería que sacrificasen una cuestión delicada de principios para ganarse la amistad del rey de Inglaterra: pero no.
Y cuando Enrique pregunta «¿Quién es Tyndale para juzgarme?», Tyndale se apresura a responder, tan rápido como pueden volar las palabras: «Un cristiano puede juzgar a otro».
—Un gato puede juzgar a un rey —dice él. Está acunando en brazos a Marlinspike y conversa con Thomas Avery, el muchacho al que enseña su oficio. Avery ha estado con Stephen Vaughan para aprender con los mercaderes de allí, pero cualquier barco puede llevarle a Austin Friars con su bolsita, que contiene un jubón de lana y unas cuantas camisas. Entra con estrépito y llama a voces a Mercy, a Johane, a las niñas, a las que trae confites y bisutería de los vendedores callejeros. Con Richard, con Rafe y con Gregory, si está en casa, intercambia algunos golpes como una forma de decir «Estoy de vuelta», pero siempre conserva la bolsa bien sujeta debajo del brazo.
El muchacho le sigue a su despacho.
—¿Nunca sentíais nostalgia, señor, cuando estabais fuera en vuestros viajes?
Él se encoge de hombros: supongo que si hubiese tenido un hogar. Deja el gato en el suelo, abre la bolsa. Saca con el dedo una hilera de cuentas de rosario; para enseñar, dice Avery; y él dice, buen chico. Marlinspike salta al escritorio. Atisba en la bolsa dando golpecitos con una zarpa. «Los únicos ratones que hay dentro son de azúcar». El muchacho tira de las orejas al gato, juguetea con él.
—En casa del señor Vaughan no tenemos animalitos.
—Stephen solo piensa en el negocio. Y va muy mal últimamente.
—Él dice: Thomas Avery, ¿a qué hora llegaste anoche? ¿Has escrito a tu señor? ¿Has ido a misa? ¡Cómo si a él le importase la misa! Es casi como si me dijese: ¿has hecho de vientre?
—La primavera próxima podrás venir a casa.
Mientras hablan, él desenrolla el jubón, le da la vuelta con una sacudida y con unas tijeras pequeñas empieza a cortar una costura.
—Muy bien cosido…, ¿quién lo hizo?
El muchacho vacila. Se ruboriza.
—Jenneke.
Él saca del forro el fino papel doblado. Lo abre.
—Pues debe de tener buenos ojos.
—Los tiene.
—¿Y bonitos también?
Alza la vista sonriendo. El muchacho le mira a la cara. Por un momento, parece sobresaltado y como si fuese a hablar. Luego baja la vista y aparta la cara.
—Solo bromeaba, Tom. No te lo tomes a pecho —lee la carta de Tyndale—. Si es una buena chica y está en casa de Stephen, ¿qué mal hay en ello?
—¿Qué dice Tyndale?
—¿Has traído la carta sin leerla?
—Prefería no saberlo. Por si acaso.
Por si acaso acaba también como invitado de Thomas Moro. Él sostiene la carta con la mano izquierda; aprieta la derecha.
—Que se acerque a mi gente. Le sacaré a rastras de su corte de Westminster y le aplastaré la cabeza en los adoquines hasta meterle en ella un poco de sentido del amor de Dios y de lo que significa.
El muchacho sonríe y se sienta en un taburete. Él, Cromwell, mira de nuevo la carta.
—Tyndale dice que cree que no podrá volver nunca, ni aunque milady Ana sea reina… Un proyecto en el que no piensa ayudar, debo añadir. Dice que no confiaría en un salvoconducto aunque lo firmase el propio rey mientras Thomas Moro siga vivo y ocupe su cargo. Porque Moro opina que no hay por qué cumplir las promesas hechas a un hereje. Toma, léela si quieres. Nuestro Lord Canciller no respeta la ignorancia ni la inocencia.
El muchacho se sobresalta, pero coge el papel. Qué mundo este, en el que no se cumplen las promesas.
—Contadme quién es Jenneke —dice él amablemente—. ¿Queréis que escriba a su padre en vuestro nombre?
—No. —Avery alza la vista, asustado; le mira, ceñudo—. No, es huérfana. El señor Vaughan la tiene a su cargo. Estamos todos enseñándole inglés.
—¿Así que no te aportará dinero?
El muchacho parece confuso.
—Supongo que Stephen le dará una dote.
El día es demasiado templado para encender el fuego y la hora demasiado temprana para encender una vela. En lugar de quemar el mensaje de Tyndale, lo rompe. Marlinspike alza las orejas y masca un trozo.
—El hermano gato —dice él— siempre amó las Escrituras.
Scriptum sola. Solo el Evangelio te guiará y te consolará. De nada vale rezar a un poste tallado o encender una vela a un rostro pintado. Tyndale dice que «evangelio» significa buena noticia, significa cantar, significa bailar: dentro de ciertos límites, claro.
—¿De verdad podré volver a casa la primavera próxima? —pregunta Thomas Avery.
Permiten a John Petyt dormir en una cama en la Torre, pero no hay posibilidad de que vuelva a su casa, a Lion’s Square.
Cranmer le había dicho una vez mientras conversaban a altas horas de la noche: san Agustín dice que no necesitamos preguntar dónde está nuestro hogar, porque al final todos llegamos a nuestro hogar, que es Dios.
La Cuaresma debilita el ánimo, como sin duda se pretende que haga. Cuando va de nuevo a casa de Ana, se encuentra a Mark, que toca algo triste, inclinado sobre su laúd. Le da en la cabeza con un dedo al pasar y dice:
—Más alegre, ¿o no sabes?
Mark casi se cae del taburete. A él le parece que hay personas que están en las nubes, tan vulnerables al sobresalto, a caer en una emboscada. Ana despierta de su sueño y pregunta:
—¿Qué acabáis de hacer?
—Pegarle a Mark. Solo —se lo muestra— con un dedo.
—¿Mark? —pregunta Ana—. ¿Quién? Ah, ¿se llama así?
Esta primavera de 1532, él se propone animarse. El cardenal era muy gruñón, pero siempre refunfuñaba de un modo divertido. Cuanto más se quejaba él, más se animaba su servidor Cromwell. Ese era el acuerdo.
El rey es un quejica también. Le duele la cabeza. El duque de Suffolk es un necio. Hace demasiado calor para esta época del año. El país va a la ruina. Está inquieto, además; tiene miedo a los hechizos, y a que el pueblo piense mal de él de forma concreta o inconcreta. Cuanto más se inquieta el rey, más tranquilo se siente su nuevo servidor, más confiado, más seguro. Y cuanto más se insolenta y protesta el rey, más buscan sus solicitantes la compañía de Cromwell, de una cortesía a toda prueba.
En casa, Jo acude a él con expresión perpleja. Ya es una joven dama de ceño femenil, una leve arruga en la frente, como la de su madre Johane.
—¿Cómo pintamos los huevos de Pascua, señor?
—¿Cómo los pintasteis el año pasado?
—Antes les poníamos todos los años gorros como los del cardenal. —Le mira a la cara, para ver el efecto de sus palabras; es exactamente su propio hábito, y piensa: no solo vuestros hijos son vuestros hijos—. ¿Hicimos mal?
—En absoluto. Ojalá lo hubiese sabido. Le habría llevado uno. Le habría gustado.
Jo pone su manita suave en la suya. Aún es una mano de niña, con rozaduras en los nudillos y las uñas mordidas.
—Ahora pertenezco al Consejo Real —dice él—. Podéis pintar coronas si queréis.
Esta locura con su madre, este disparate, tiene que acabar. Johane también lo sabe. Solía dar excusas para estar donde estaba él. Pero ahora, si él está en Austin Friars, ella está en la casa de Stepney.
—Mercy lo sabe —susurra ella de pasada.
Lo sorprendente es que haya tardado tanto, pero hay una lección aquí. Uno cree que la gente siempre le observa, pero es el remordimiento, que te hace saltar en las sombras. Sin embargo, finalmente, Mercy descubre que tiene ojos en la cara y lengua para hablar, y elige un momento en que puedan estar a solas.
—Me han dicho que el rey ha encontrado el medio de sortear al menos uno de sus obstáculos. Me refiero al problema de casarse con lady Ana a pesar de que su hermana María ha estado en su lecho.
—Hemos solicitado los mejores consejos —dice él suavemente—. El doctor Cranmer, por recomendación mía, ha pedido asesoramiento sobre el sentido de los textos antiguos a una ilustre corporación de rabinos de Venecia.
—Entonces ¿no es incesto? ¿Salvo que hayas estado realmente casado con una hermana?
—Los clérigos dicen que no.
—¿Cuánto ha costado?
—El doctor Cranmer no lo sabía. Los sacerdotes y los letrados van a la mesa de negociaciones, luego algunos hombres menos piadosos les siguen, con una bolsa de dinero. No tienen que encontrarse ni al entrar ni al salir.
—Poco ayuda eso en vuestro caso —dice ella bruscamente.
—En mi caso no hay ayuda posible.
—Ella quiere hablar con vos. Johane.
—¿Qué se puede decir? Todos sabemos…
Todos sabemos que no hay salida. Aunque su marido John Williamson siga tosiendo todavía: uno siempre está medio esperando oírlo, aquí y en Stepney, el jadeo anunciador en la escalera o en la habitación de al lado; una cosa que tiene John Williamson es que nunca aparecerá por sorpresa. El doctor Butts le ha recomendado el aire del campo, y mantenerse alejado de vapores y humos.
—Fue un momento de debilidad —dice él. Luego… ¿qué? Otro momento—. Dios lo ve todo. Según me dicen.
—Tenéis que escucharla. —La cara de Mercy cuando se vuelve es incandescente—. Se lo debéis.
—Tal como a mí me parece, es como si fuese parte del pasado. —La voz de Johane es insegura; con un leve movimiento de los dedos se asienta la toca de media luna y se echa el velo, una nube de seda, sobre un hombro—. Durante mucho tiempo no creía que Liz se hubiese ido de verdad. Esperaba verla entrar un día.
Ha sido una tentación constante para él, tener a Johane bellamente ataviada, y la ha afrontado, como dice Mercy, derrochando el dinero con los orfebres y merceros de Londres, para que todas las casadas de la ciudad hablen de las mujeres de Austin Friars y cuchicheen (en un murmullo respetuoso, casi una genuflexión): santo cielo, Thomas Cromwell, a ese debe de llegarle el dinero como llega la gracia de Dios.
—Así que ahora pienso —dice ella— que lo que hicimos porque ella había muerto, cuando estábamos sobrecogidos, cuando estábamos afligidos, eso tenemos que dejar de hacerlo ya. Quiero decir, aún estamos afligidos. Siempre lo estaremos.
Él comprende. Liz murió en otra época, cuando el cardenal aún brillaba con toda su pompa, y él era el hombre del cardenal.
—Si quisierais casaros —dice ella—, Mercy tiene su lista. Pero, bueno, probablemente vos tengáis también la vuestra. En la que no figurará nadie que conozcamos. Por supuesto —añade—, si John Williamson… Dios me perdone, pero cada invierno pienso que será el último para él. Entonces, claro, yo sin duda, quiero decir, enseguida, Thomas, tan pronto como fuera decente, no que nos cojamos de la mano delante del ataúd…, aunque, bueno, entonces la Iglesia no lo permitiría, la ley no lo permitiría.
—Nunca se sabe —dice él.
Ella mueve las manos, no puede parar de hablar.
—Dicen que intentas someter a los obispos y hacer al rey jefe de la Iglesia y quitar sus rentas al Santo Padre y dárselas a Enrique, y entonces Enrique podrá hacer las leyes, aprobar la ley si quiere y deshacerse de su esposa como desea y casarse con lady Ana. Y será él el que diga lo que es pecado y lo que no y quién puede casarse. Y la princesa María, Dios la perdone, será bastarda y el próximo rey después de Enrique será el hijo que le dé esa dama.
—Johane… Cuando se reúna de nuevo el Parlamento, ¿te gustaría ir a decirles lo que acabas de decir ahora? Porque eso ahorraría mucho tiempo.
—Es imposible —dice ella, abatida—. Los Comunes no lo votarán. Los lores tampoco. El obispo Fisher no lo permitirá. Ni el arzobispo Warham. Ni el duque de Norfolk. Ni Thomas Moro.
—Fisher está enfermo. Warham es viejo. Norfolk me dijo el otro día sin ir más lejos: «Estoy harto de luchar bajo el estandarte de la sábana manchada de Catalina», si se me permite emplear sus palabras, «y si Arturo pudo o no pudo gozarla, a quién demonios le importa ya».
Modifica sobre la marcha, en realidad, las palabras del duque, que fueron mucho más groseras.
—«Dejemos paso a mi sobrina Ana —dijo— y que haga todo el mal que pueda».
—¿Y qué mal puede hacer ella? —Johane tiene la boca entreabierta; las palabras del duque rodarán por Gracechurch Street abajo, llegarán al río y cruzarán el puente, llegarán hasta las damas pintadas de Southwark, hasta ellas las pasarán de boca en boca, como úlceras; pero eso son los Howard para ti, eso son los Bolena; con o sin él, las noticias sobre el carácter de Ana llegarán a Londres y al mundo.
—Ella provoca la cólera del rey —dice él—. Él se queja de que Catalina nunca le habló como Ana lo hace. Norfolk dice que emplea con él un lenguaje que nadie emplearía ni con un perro.
—¡Jesús! Me pregunto por qué no la azota.
—Tal vez lo haga cuando se casen. Mira, si Catalina retirase su pleito de Roma, si aceptara que se juzgase su caso en Inglaterra, o si el papa estuviese dispuesto a acceder a los deseos del rey, entonces todo esto, todo lo que has dicho, no ocurriría. Solo ocurriría… —Mueve levemente la mano en un ademán de retroceso, como si enrollase un pergamino—. Si Clemente acudiese a su escritorio una mañana, no despierto del todo, y firmase con la mano izquierda un papel que no hubiese leído, en fin, ¿quién podría reprochárselo? Y entonces yo le dejo, nosotros le dejamos, sin molestarle, en posesión de sus rentas, en posesión de su autoridad, porque en este momento Enrique solo desea una cosa, a Ana en su cama. Pero el tiempo corre y él empieza a pensar, créeme, en otras cosas que podría hacer.
—Sí. Por ejemplo en lo que él quiere.
—Es el rey. Está acostumbrado a hacerlo.
—¿Y si el papa sigue mostrándose obstinado?
—Acabará suplicando por sus rentas.
—¿Puede el rey coger el dinero del pueblo cristiano? El rey es rico.
—En eso te equivocas. Es pobre.
—Oh. ¿Y él lo sabe?
—No estoy seguro de que sepa de dónde llega su dinero ni adónde va. Mientras el cardenal vivía, nunca deseó una joya ni un sombrero ni un caballo ni una hermosa mansión. Henry Norrisse ocupa de sus gastos privados. Pero también interviene en los ingresos, demasiado para mi gusto. Henry Norris —aclara antes de que ella le pregunte— es la maldición de mi vida.
Está siempre con Ana (esto lo piensa pero no lo dice), cuando yo necesito verla a solas.
—Bueno, si quiere cenar, siempre puede venir aquí. No me refiero a ese Henry Norris. Me refiero a Enrique, nuestro pobre rey.
Se levanta; se mira al espejo; se aparta, como si le diese vergüenza su propio reflejo, y dispone el rostro en una expresión más alegre, más curiosa y distanciada, menos personal; él la ve hacerlo, ve cómo enarca las cejas levemente, curva hacia arriba las comisuras de los labios… Podría pintarla, piensa, si tuviese la habilidad. La he contemplado tanto tiempo; pero la contemplación no nos devuelve a los muertos. Cuanto más miras, más rápido y más lejos se van. Él nunca había imaginado que Liz Wykys le sonriese desde el cielo por lo que hacía con su hermana. No, piensa, lo que he hecho es empujar a Liz a la oscuridad; y algo vuelve a él, lo que dijo una vez Walter, lo de que su madre solía rezar a un pequeño santo tallado que llevaba en su hatillo cuando llegó del norte de joven y al que solía darle la vuelta antes de acostarse con él. Walter había dicho: Santo cielo, Thomas, era, si no me equivoco, santa jodida Felicidad. Y la noche que te hice a ti estaba de cara a la pared, puedes estar seguro.
Johane da vueltas por la habitación. Es una estancia amplia y luminosa.
—Todo esto, lo que tenemos ahora —dice—, el reloj, ese cofre nuevo que pediste a Stephen que nos mandara de Flandes, con las tallas de aves y flores, he oído muy bien cómo le decías a Thomas Avery: oh, dile a Stephen que lo quiero, no me importa lo que cueste. Todos esos retratos de gente que no conocemos, todo eso, no sé, laúdes y libros de música, son cosas que nunca teníamos. Yo, cuando era joven, nunca me miraba al espejo. Pero ahora lo hago todos los días. Y un peine, me regalaste un peine de marfil. Nunca había tenido uno. Liz me trenzaba el pelo y me lo recogía en la toca. Y luego se lo trenzaba yo a ella, y si no teníamos el aspecto que teníamos que tener, enseguida nos lo decía alguien.
¿Por qué estamos tan encariñados con los rigores del pasado? ¿Por qué estamos tan orgullosos de nosotros mismos por haber soportado a nuestros padres y a nuestras madres, y los días sin fuego y los días sin carne, los crudos inviernos, las lenguas afiladas? No había alternativa. Incluso Liz, una vez, cuando eran jóvenes, cuando le había visto una mañana temprano poner la camisa de Gregory a calentar delante del fuego, hasta ella le había dicho con aspereza: no hagas eso, luego esperará que lo hagas todos los días.
—Liz —dice—, quiero decir, Johane…
Lo has hecho demasiadas veces, le dice la expresión de ella.
—Quiero ser bueno contigo. Dime qué puedo darte.
Espera que le grite, como hacen las mujeres: crees que puedes comprarme, pero no, escucha, y él piensa que está en trance, la expresión atenta, los ojos fijos en los suyos, escuchando su teoría sobre lo que puede comprar el dinero.
—Había un hombre en Florencia, un fraile, fray Savonarola, que indujo a todo el mundo a pensar que la belleza era un pecado. Algunos creen que era un mago y que habían estado un tiempo bajo su hechizo, porque hicieron hogueras en las calles y arrojaron en ellas todo lo que les gustaba, todo lo que habían hecho o habían comprado gracias a su trabajo, piezas de seda y lino que habían bordado sus madres para sus lechos de matrimonio, libros de versos escritos a mano por el poeta, contratos y testamentos, registros de rentas, títulos de propiedad, perros y gatos, las camisas que vestían, los anillos que llevaban en los dedos, las mujeres sus velos, y, ¿sabes qué fue lo peor, Johane?, que también quemaron sus espejos. Así que luego no podían verse la cara y saber que eran diferentes de los animales del campo y de las criaturas que chillaban en la pira. Y cuando se fundieron los espejos, volvieron a sus casas y las encontraron vacías, y se echaron en el suelo porque habían quemado las camas. Y cuando se levantaron al día siguiente, les dolía todo el cuerpo, y no tenían mesa para desayunar, porque habían usado la mesa para alimentar las hogueras, y no tenían taburetes para sentarse, porque los habían hecho astillas; y no tenían pan que comer, porque los panaderos habían arrojado a las llamas los recipientes y la levadura y la harina y las balanzas. ¿Y sabes lo peor de todo? Que estaban sobrios. La noche anterior habían quemado también los pellejos de vino… —mueve el brazo, imitando a alguien que arroja algo al fuego—, así que estaban sobrios y despejados y miraron a su alrededor y no tenían nada que comer ni nada que beber ni dónde sentarse.
—Pero eso no era lo peor. Has dicho que lo peor era lo de los espejos, no poder verse.
—Sí, bueno, eso creo. Espero que yo siempre pueda mirarme a la cara. Y tú, Johane, deberías tener siempre un buen espejo para verte. Porque eres una mujer digna de verse.
Podrías escribir un soneto, Thomas Wyatt podría escribirle un soneto, y no hacer este efecto… Ella aparta la cabeza, pero a través de la fina película de su velo él ve cómo le brilla la piel. Porque las mujeres rogarán: decidme, decidme solo alguna cosa, decidme lo que pensáis; y eso es lo que ha hecho él.
Se separan amigos. Consiguen separarse incluso sin una última vez en honor a los viejos tiempos. No es que se separen, en realidad, pero su relación es ya diferente.
—Thomas —dice Mercy—, cuando estéis frío y debajo de una lápida, os convenceréis vos mismo de que debéis salir de la tumba.
La casa está silenciosa, tranquila. El tumulto de la ciudad queda encerrado al otro lado de la puerta; ha mandado renovar las cerraduras, que refuercen las cadenas. Jo le lleva un huevo de Pascua.
—Mirad, hemos guardado este para vos.
Es un huevo blanco sin pintas. Solo tiene dibujado un rizo, del color de la piel de cebolla, un rizo que asoma de una corona ladeada. Eliges a tu príncipe y sabes cómo es, ¿o no?
—Mi madre —dice la niña— os manda un mensaje: dile a tu tío que, como regalo, me gustaría un vaso hecho con la cáscara de un huevo de grifo. Es como un león con cabeza y alas de pájaro. Ahora está muerto, así que ya no puedes conseguirlo.
—Pregúntale de qué color lo quiere —dice él.
Jo le planta un beso en la mejilla.
Él mira el espejo y ve toda la luminosa habitación: laúdes, retratos, cortinas de seda. En Roma, había un banquero llamado Agostino Chigi. En Siena, de donde procedía, afirmaban que era el hombre más rico del mundo. Cuando el papa se sentó a su mesa, Agostino le sirvió la comida en platos de oro. Luego contempló el corolario: los cardenales saciados y retrepados en sus asientos, los restos, los huesos, las raspas de pescado, las conchas de las ostras, las mondas de naranjas, y dijo: qué caramba, no vale la pena lavar todo esto.
Los invitados tiraron por las ventanas al Tíber cubiertos y vajilla. El lino manchado que cubría la mesa voló tras ellos, con las servilletas flotando como ávidas gaviotas detrás de las sobras. Resonaron las risas romanas en la noche romana. Chigi había colocado redes en las orillas y tenía buceadores dispuestos para recoger lo que pudiese escapar de las redes. Uno de sus sirvientes de más alto rango, que tenía buena vista, bajó a la orilla en cuanto amaneció y fue comprobando en la lista, marcando con un alfiler cada objeto que se sacaba del río.
1531: es el verano del cometa. En el largo anochecer, bajo la curva de la luna creciente y la luz de esa extraña estrella nueva, caminan por el jardín unos gentilhombres hablando de la Salvación. Son Thomas Cranmer, Hugh Latimer, los eclesiásticos y empleados de la casa de Ana, y van flotando abstraídos en una brisa de cháchara teológica camino de Austin Friars; ¿dónde se equivocó la Iglesia? ¿Cómo podemos volver a encauzarla por el buen camino?
—Sería un error —dice él, observándoles desde la ventana— pensar que alguno de esos gentilhombres está de acuerdo con otro en algún punto de la interpretación de las Escrituras. Si les diesen un tiempo de respiro sin Thomas Moro, se dedicarían a perseguirse unos a otros.
Gregory, sentado en un cojín, juega con la perrita. Se divierte acariciándole el hocico con una pluma y haciéndola estornudar.
—Señor —dice—, ¿por qué llamáis siempre a los perros Bella y son siempre tan pequeños?
Detrás de él, sentado a una mesa de roble, está Nikolaus Kratzer, el astrónomo del rey, con su astrolabio, su papel y su tinta. Posa la pluma y alza la vista.
—Señor Cromwell —dice alegremente—, o mis cálculos son erróneos, o el universo no es como pensamos.
—¿Por qué son los cometas una mala señal? —dice él—. ¿Por qué no son una buena señal? ¿Por qué anuncian la caída de las naciones? ¿Por qué no la ascensión?
Kratzer es de Múnich, un hombre moreno, de su misma edad, con una boca grande y cómica. Acude allí por la compañía, por la amena y docta conversación, parte de ella en su propio idioma. El cardenal había sido protector suyo, y él le había hecho un hermoso reloj de sol de oro. Cuando el gran hombre lo vio, se ruborizó de placer. «¡Nueve caras, Nikolaus! Siete más que el del duque de Norfolk».
En el año 1456 hubo un cometa como este. Los sabios lo reseñaron, el papa Calixto lo excomulgó, y es posible que aún haya uno o dos ancianos vivos que lo vieran. Se indicó que tenía la cola en forma de sable, y que aquel año, los turcos pusieron sitio a Belgrado. Conviene registrar todos los portentos que puedan brindar los cielos. El rey busca el mejor consejo. El alineamiento de los planetas en Piscis en el otoño de 1524 fue seguido de grandes guerras en Alemania, la aparición de la secta de Lutero, de levantamientos de gentes del común y la muerte de cien mil súbditos del emperador; también hubo tres años de lluvias. Se predijo así mismo el saco de Roma, diez años antes de que sucediese, con ruidos de combates en el aire y bajo tierra: un choque de ejércitos invisibles, acero contra acero, y los gritos espectrales de los moribundos. Él no estaba en Roma para oírlo, pero ha conocido a muchos hombres que dicen que tienen un amigo que conoce a un hombre que sí estaba.
—Bueno —dice él—, si podéis responder de la lectura de los ángulos, yo puedo comprobar vuestro trabajo.
—Doctor Kratzer —dice Gregory—, ¿adónde va el cometa cuando nosotros no estamos viéndolo?
Se ha puesto el sol. Cesa el canto de los pájaros. Sube el olor de la hierba y entra por la ventana abierta. Kratzer está inmóvil, un hombre transfigurado por la oración o por la pregunta de Gregory, contempla sus papeles con los largos y nudosos dedos unidos. Abajo en el jardín, el doctor Latimer alza la vista y hace señas.
—Hugh tiene hambre. Gregory, haz pasar a nuestros invitados.
—Repasaré primero las cifras —dice Kratzer, moviendo la cabeza—. Lutero dice que Dios está por encima de las matemáticas.
Traen velas para Kratzer. La madera de la mesa es negra en la penumbra y la luz cae sobre ella en temblorosas esferas. Los labios del astrónomo se mueven como los de un monje en vísperas. Brotan con fluidez de su pluma las cifras. Él, Cromwell, se vuelve en la puerta y las mira. Se alzan en un revoloteo de la mesa, se deslizan y se funden en los rincones de la habitación.
Llega Thurston muy agitado de las cocinas.
—¡A veces me pregunto qué piensa esta gente! Dad algunas comidas o no sabremos qué hacer. Todos esos gentil hombres cazadores y las damas también nos han enviado carne suficiente para alimentar a un ejército.
—Mandadla a los vecinos.
—Suffolk nos envía cada día un cabrito.
—Monsieur Chapuys es vecino nuestro. No recibe muchos regalos.
—Y Norfolk…
—Dadlo por la puerta de atrás. Preguntad al párroco quién pasa hambre.
—¡Pero el problema es el trabajo de carnicero! ¡El desollar y despiezar!
—Ya iré yo a echaros una mano. ¿Puedo?
—¡Vos! No podéis hacerlo. —Thurston se retuerce el delantal.
—Será un placer —se quita el anillo del cardenal.
—¡Sentaos y estaos quieto! Quedaos ahí y sed un gentilhombre, señor. Haced una proclama, ¿no podéis? ¡Redactad una ley! Tenéis que olvidar que conocisteis en tiempos estas artes.
Se sienta de nuevo con un hondo suspiro.
—¿Están recibiendo nuestros benefactores cartas de agradecimiento? Sería mejor que las firmara yo.
—Se les están dando gracias y más gracias —dice Thurston—. Hay una docena de escribanos dedicados a la tarea.
—Debéis tomar más sirvientes para la cocina.
—Y vos más escribanos.
Si se lo pide el rey, va desde Londres hasta donde él esté. Agosto le sorprende con un grupo de cortesanos que observan a Ana, de pie en un estanque de claridad, vestida como lady Marian, la compañera de Robin Hood, disparando a un blanco.
—William Brereton, buenos días —dice él—. ¿No estáis en Cheshire?
—Sí. Pese a las apariencias, estoy.
Me lo busqué.
—Creía que estarías cazando en vuestras tierras.
Brereton frunce el ceño.
—¿Es que tengo que daros cuenta de todos mis pasos?
Ana en su verde claro del bosque, en sus sedas verdes, está enojada, furiosa. No le gusta su arco. Lo lanza a la hierba en un arrebato.
—Ya era así de pequeña.
Se vuelve y ve a María Bolena a su lado: una pulgada más cerca de lo que lo estaría cualquier otra persona.
—¿Dónde está Robin Hood? —sigue mirando a Ana—. Tengo un despacho.
—No los mirará hasta que se ponga el sol.
—¿No estará ocupado entonces?
—Ella se vende a pulgadas. Todos los gentilhombres dicen que la aconsejáis vos. Quiere un regalo en efectivo por cada avance por encima de la rodilla.
—No como vos, María. Un revolcón y buena chica. Aquí tenéis cuatro peniques.
—Bueno, ¿sabéis? Si son reyes los que lo hacen… —se ríe—. Ana tiene las piernas muy largas. Cuando llegue a su parte secreta, el rey estará en la ruina. Las guerras francesas resultarán baratas en comparación.
Ana ha rechazado la oferta de la señora Shelton de otro arco. Se dirige hacia ellos por la hierba. La redecilla dorada con que lleva recogido el pelo brilla con puntos diamantinos.
—¿Qué es esto, María? ¿Otra vez atacando la reputación del señor Cromwell?
Hay risillas en el grupo.
—¿Tenéis alguna buena noticia para mí? —le pregunta a él. Suaviza el tono de voz. Y la expresión. Le pone una mano en el brazo. Las risillas cesan.
En un pequeño aposento que da al norte, fuera de la claridad del sol, ella le dice:
—Tengo noticias para vos, en realidad. Gardiner va a conseguir Winchester.
Winchester era el obispado más rico de Wolsey.
Él tiene todas las cifras en la cabeza.
—Eso puede hacerle más amable.
Ella sonríe: frunce los labios.
—No conmigo. Se ha esforzado por librarse de Catalina, pero no querría que yo la reemplazase. Ni siquiera Enrique hace de eso un secreto. Ojalá no fuese secretario de Estado. Vos…
—Demasiado pronto.
Ella asiente.
—Sí. Tal vez. ¿Sabéis que han quemado al Pequeño Bilney? Mientras andábamos jugando a los ladrones por los bosques.
Habían llevado a Bilney ante el obispo de Norwich, le habían sorprendido predicando por el campo y distribuyendo páginas de los Evangelios de Tyndale entre la gente. El día que le quemaron hacía viento, y el viento apartaba las llamas de él, así que tardó mucho en morir.
—Thomas Moro dice que se arrepintió cuando estaba en la hoguera.
—Eso no es lo que me han contado los que lo vieron.
—Era un necio —dice Ana; enrojece, un rojo intenso y colérico—. La gente debe decir lo que la mantenga con vida, hasta que lleguen mejores tiempos. No es ningún pecado. ¿No os parece? —Él no suele vacilar—. Oh, vamos, habéis pensado en ello.
—Bilney se arrojó él mismo a la hoguera. Siempre dije que lo haría. Se había arrepentido antes y le habían perdonado, así que no podía haber más misericordia.
Ana baja los ojos.
—Qué suerte tenemos de que la misericordia de Dios nunca se acabe.
Parece que tiembla. Estira los brazos. Huele a hojas verdes y lavanda. Sus diamantes son fríos como gotas de lluvia en la oscuridad.
—El rey de los forajidos estará volviendo ya a casa. Será mejor que vayamos a su encuentro.
Se estira de nuevo.
Ha empezado la recolección. Las noches tienen una tonalidad violácea y sobre los campos en rastrojo brilla el cometa. Los cazadores llaman a los perros. Después del Día de la Santa Cruz, el ciervo estará seguro. Cuando él era niño, esta era la época en que los muchachos que habían vivido en el campo a su libre albedrío todo el verano volvían a casa y hacían las paces con sus padres; entraban furtivamente la noche de la cena de la cosecha, con la parroquia entera bebiendo. Desde antes de Pentecostés habían vivido al rebusco y valiéndose de las artimañas del mendigo, cazando con trampas pájaros y conejos, y cocinándolos en su olla de hierro, persiguiendo a todas las chicas que veían, que huían gritando a sus casas, y refugiándose las noches de lluvia y de frío en cobertizos y pajares, donde se calentaban cantando y contando acertijos y chistes. Cuando terminaba la estación, era hora de vender el caldero, llevándolo de puerta en puerta y proclamando sus méritos.
—Esta olla nunca está vacía —explicaba—. Si solo os quedan cabezas de pescado, basta echarlas en ella para que aparezca nadando un lenguado.
—¿No estará agujereada?
—Esta olla es sólida, y si no me creéis, señora, podéis mear en ella para comprobarlo. Vamos, decidme cuánto me daréis. No ha habido olla igual desde que Merlín era pequeño. Echad en ella un ratón que tengáis en la ratonera y antes de que os deis cuenta será una cabeza de jabalí con especias y con una manzana en la boca.
—¿Qué edad tienes? —le pregunta una mujer.
—Eso no podría decirlo.
—Volved al año que viene y podremos yacer en mi lecho de plumas.
Él vacila.
—El año que viene me marcho.
—¿Vas a andar por los caminos como un titiritero? ¿Con esa olla?
—No, he pensado hacerme ladrón y vivir en el bosque. O domador de osos, que es un buen oficio.
—Espero que te vaya bien —dice la mujer.
Esta noche, después de bañarse, cenar, cantar y bailar, el rey quiere dar un paseo. Tiene gustos campesinos, le agrada lo que podría llamarse el vino rústico, que no es nada fuerte; pero estos días se echa al coleto enseguida el primer vaso, y cabecea, indicando que quiere más. Así que, cuando abandona la fiesta, necesita el brazo de Francis Weston para apoyarse. Ha caído una copiosa rociada, y los gentilhombres, con antorchas, caminan aplastando la hierba. El rey respira unas cuantas bocanadas de aire húmedo.
—Gardiner —dice—, no sigáis.
—A mí no me molesta —dice él suavemente.
—Entonces, es a él a quien le molestáis vos.
El rey se desvanece en la oscuridad. Luego habla detrás de la llama de una antorcha, como Dios desde la zarza ardiente.
—Puedo manejar a Stephen. Le conozco bien. Y yo lo que necesito ahora es un servidor fuerte. No quiero hombres que tengan miedo a la controversia.
—Su Majestad debería volver a entrar. Estos vapores nocturnos no son saludables.
—Habláis como el cardenal —dice el rey riéndose.
Él se sitúa a la izquierda del rey. Weston, que es joven y de constitución frágil, muestra signos de que le fallan las rodillas.
—Apoyaos en mí, señor —aconseja.
El rey le echa un brazo al cuello, en una especie de presa de lucha. Domador de osos es un buen oficio. Le parece por un momento que el rey está llorando.
Al año siguiente no se escapará, para ser domador de osos y para ningún otro oficio. Porque al año siguiente fue cuando llegaron los rebeldes de Cornualles bramando campo a través, decididos a quemar Londres y capturar al rey inglés y obligarle a someterse a su voluntad. El miedo se extendía ante su ejército, porque se sabía que quemaban almiares y desjarretaban el ganado, que incendiaban viviendas con la gente dentro, que mataban a los sacerdotes y se comían a los niños y pisoteaban el pan del altar.
El rey le suelta bruscamente.
—Marchaos a vuestros fríos lechos. ¿O es solo el mío el que está frío? Mañana cazaréis. Si no tenéis buena montura, se os proporcionará. Veré si puedo cansaros, aunque Wolsey decía que era imposible. Vos y Gardiner tenéis que aprender a empujar juntos. Este invierno vais a ser uncidos al arado.
No son bueyes lo que él quiere, sino animales que se lanzarán uno contra otros, testuz contra testuz, que se herirán y mutilarán luchando por conseguir su favor. Es evidente que sus posibilidades con el rey son mejores si no se pone de acuerdo con Gardiner que si lo hace. Divide y vencerás. De todos modos, será él el que venza.
Aunque no se ha reunido el Parlamento, el periodo de san Miguel es el más ajetreado que ha visto en su vida. Llegan casi cada hora gruesos archivos de los asuntos del rey, y Austin Friars se llena de mercaderes de la ciudad, monjes y sacerdotes de diversos tipos, solicitantes que piden cinco minutos de su tiempo. Y, como si percibiesen algo, un cambio de poder, un suceso inminente, empiezan a reunirse a la entrada pequeños grupos de londinenses que señalan las libreas de los hombres que vienen y van, el del duque de Norfolk, el criado del duque de Wiltshire. Él les mira por una ventana y cree reconocerlos. Son los hijos de los hombres que se reunían todos los otoños a murmurar y a calentarse a la puerta de la fragua de su padre. Son muchachos como fue él: inquietos, esperando que suceda algo.
Los mira y dispone su rostro. Erasmo dice que debe hacerse por las mañanas antes de salir de casa. «Ponerte una máscara, como si dijésemos». Él lo aplica a cada lugar, cada castillo o posada o sede de noble donde despierta. Envía un poco de dinero a Erasmo, como hacía el cardenal. «Para que se pague las gachas», solía decir. «Y pueda disponer el pobre de plumas y tinta». Erasmo está sorprendido. Solo ha oído cosas malas de Thomas Cromwell.
Desde el día en que prestó juramento en el consejo del rey, ha dispuesto su rostro. Durante los primeros meses del año observó los rostros de los demás, para ver cuándo indicaban duda, reserva, oposición. Para captar ese momento fugaz antes de que se asiente en los rasgos suaves El cortesano, el facilitador, el subordinado servil. Rafe le dice: no podemos confiar en Wriothesley, y él se ríe. Sé dónde estoy con Llamadme. Está bien relacionado en la corte, pero empezó en la casa del cardenal: ¿quién no? Pero Gardiner fue profesor suyo en el Trinity, y nos ha visto ascender a los dos. Nos ha visto sacar músculo, dos perros de presa, y no es capaz de decidir por cuál apostar. Yo podría sentir lo mismo en su caso, le dice a Rafe; en mis tiempos era fácil, lo apostabas todo por Wolsey. No tenía miedo a Wriothesley ni a nadie como él. Las acciones de los hombres sin principios pueden calcularse, mientras les veas correr pisándote los talones. Menos predecibles y más peligrosos son los individuos como Stephen Vaughan, hombres que te escriben como hace Vaughan: Thomas Cromwell haría cualquier cosa por vos. Hombres que dicen que te comprenden, cuyo abrazo es tan fuerte y tenaz que pueden lanzarte al abismo.
En Austin Friars envía cerveza y pan a los hombres que están a la puerta. Caldo, cuando las mañanas se hacen más frías. Thurston dice: bueno, si queréis alimentar a todo el vecindario. Solo el mes pasado, dice él, os quejabais de que las despensas estaban llenas a rebosar, y también las bodegas. San Pablo nos dice que debemos saber florecer en tiempos de escasez y en tiempo de abundancia, con el estómago lleno y con el estómago vacío. Baja a las cocinas a hablar con los muchachos que ha contratado Thurston. Gritan sus nombres y lo que saben hacer, y él anota muy serio sus conocimientos en un libro. Simon sabe preparar una ensalada y tocar el tambor. Mathew sabe decir el Pater noster. Todos estos garzoni deben ser adiestrables. Deben ser capaces de subir un día las escaleras como él, y ocupar un puesto en la contaduría. Deben disponer de ropa decente y de abrigo, y hay que animarlos a usarla, a no venderla, pues él se acuerda de sus tiempos de Lambeth, del frío intenso en los almacenes. En las cocinas de Wolsey en Hampton Court, donde las chimeneas tiraban bien y confinaban el calor, ha visto copos de nieve extraviados en las vigas del techo y posándose en los alféizares.
Cuando en las mañanas crudas sale al amanecer de su casa con su séquito de empleados, ya están reunidos allí los londinenses. Se retiran y le observan, ni amistosos ni hostiles. Les dice buenos días y que Dios les bendiga, y algunos responden buenos días, se quitan el sombrero y, como es un consejero del rey, no vuelven a ponérselo hasta que se va.
Octubre: Monsieur Chapuys, embajador del emperador, acude a cenar a Austin Friars, y entra en el menú Stephen Gardiner.
—Después de enviarle a Winchester, le enviarán al extranjero —dice Chapuys—. ¿Y qué le parecerá eso al rey Francisco? ¿Qué puede hacer él como diplomático que no pueda hacer sir Thomas Bolena? Aunque supongo que él es parti pris. Siendo el padre de la dama. Gardiner es más… ambivalente, ¿no os parece? Más desinteresado, esa es la palabra. No entiendo lo que ganará el rey Francisco apoyando el enlace, salvo que vuestro monarca le ofreciese… ¿Qué? ¿Dinero? ¿Navíos de guerra? ¿Calais?
En la mesa, con los de la casa, Monsieur Chapuys ha hablado, complacido, de poesía, de la pintura de retratos y de sus años de universitario en Turín. Dirigiéndose a Rafe, cuyo francés es excelente, ha hablado de cetrería como algo que parece probable que interese a los jóvenes.
—Debéis salir con nuestro señor —le dice Rafe—. Es casi su único recreo en estos tiempos.
Monsieur Chapuys vuelve hacia él sus ojillos brillantes.
—Juega ya juegos de reyes.
Al levantarse de la mesa, Chapuys alaba la comida, la música, el mobiliario. Se percibe cómo gira su cerebro, se oyen los pequeños clics como mecanismos de una compleja cerradura, cuando anota sus opiniones para incluirlas en los despachos que envía a su señor el emperador.
Después, en el gabinete, el embajador lanza sus preguntas; habla sin parar, sin pausa para una respuesta.
—Si el obispo de Winchester está en Francia, ¿cómo se las arreglará Enrique sin secretario? La embajada del señor Stephen no puede ser breve. Tal vez esta sea vuestra oportunidad para aproximaros más, ¿no creéis? Decidme, ¿es cierto que Gardiner es primo bastardo de Enrique? ¿Y ese muchacho vuestro, Richard, también? Estas cosas asombran al emperador. Tener un rey que es tan poco regio. No es extraño por ello que quiera casarse con una pobre dama hija de un gentilhombre.
—Yo no llamaría pobre a lady Ana.
—Cierto, el rey ha enriquecido a su familia. —Chapuys sonríe, burlón—. ¿Es habitual en este país pagar a una muchacha por sus servicios por adelantado?
—Sí lo es. Deberíais tenerlo en cuenta. Lamentaría mucho veros perseguido por la calle.
—¿Aconsejáis vos a lady Ana?
—Reviso sus cuentas. No es demasiado trabajo, para una amiga estimada.
Chapuys ríe alegremente.
—¡Una amiga! Es una bruja, ¿sabéis? Ha hecho un encantamiento con el que tiene sometido al rey, por lo que se arriesga a todo…, a ser expulsado de la Cristiandad, a condenarse. Y creo que él casi lo sabe. He visto cómo ella le domina con la mirada, he visto su ingenio disperso y en fuga, su alma retorciéndose como una liebre bajo la mirada de un halcón. Tal vez os haya encantado también a vos.
Monsieur Chapuys se inclina y posa en la mano de él su pequeña zarpa simiesca.
—Romped el encantamiento, mon cher ami. No lo lamentaréis. Yo sirvo a un príncipe más generoso.
Noviembre: sir Henry Wyatt está en el vestíbulo de Austin Friars. Mira el espacio en blanco de la pared, donde se han borrado las armas del cardenal.
—Hace solo un año que murió, Thomas. A mí me parece más. Dicen que, cuando eres viejo, un año es igual que el siguiente. Puedo aseguraros que no es cierto.
Oh, vamos, señor, gritan las niñas. No sois tan viejo como para no poder contarnos un cuento. Le arrastran hacia uno de los nuevos sillones de terciopelo y le entronizan en él. Sir Henry podría ser el padre de todas, si hubiesen podido elegir, el abuelo de todas. Ha servido en el Tesoro de este Enrique y del Enrique anterior; si los Tudor son pobres, no es por culpa suya.
Alice y Jo han salido al jardín, donde intentan coger al gato. A sir Henry le gusta ver que se honra a un gato en una casa. A petición de las niñas, explicará por qué.
—Una vez —empieza—, en esta tierra de Inglaterra, hubo un tirano muy cruel que se llamaba Ricardo Plantagenet…
—Oh, hubo gente malvada con ese nombre —interviene Alice—. ¿Sabéis si quedan más todavía?
Risas.
—Bueno, es verdad —grita Alice, con las mejillas ardiendo.
—… y yo, vuestro servidor Wyatt, que cuenta esta historia, fui encerrado por ese tirano en una mazmorra, donde tenía que dormir sobre la paja, una mazmorra que solo tenía un ventanuco, y ese ventanuco tenía rejas…
Llegó el invierno, dice sir Henry, y no tenía fuego; no tenía alimentos ni agua, porque los guardias se olvidaron de mí. Richard Cromwell escucha, sentado con la barbilla apoyada en la mano. Intercambia una mirada con Rafe; ambos le miran a él, y él hace un leve gesto, silenciando el dolor del pasado. Saben que a sir Henry no le olvidaron en la Torre. Sus guardianes le pusieron cuchillos al rojo vivo en la carne. Le arrancaron los dientes.
—¿Qué podía hacer? —dice sir Henry—. Por suerte para mí, aquella mazmorra era muy húmeda. Bebí el agua que corría por la pared.
—¿Y para comer? —pregunta Jo, en tono grave y expectante.
—Y ahora llegamos a lo mejor de la historia.
Un día, dice sir Henry, cuando creía que si no comía algo moriría, me di cuenta de que no entraba luz por el ventanuco; alcé la vista y, ¿qué vi?, nada menos que la figura de un gato, un gato londinense blanco y negro. «Hola, minino», le dije; y él maulló y, al hacerlo, dejó caer su carga. ¿Y sabéis lo que me había llevado?
—¡Una paloma! —grita Jo.
—Señorita, o bien habéis estado presa o habéis oído antes este cuento.
Las niñas han olvidado que él no tenía cocinero, ni espetón ni fuego. Los jóvenes bajan la vista ante la imagen mental de un preso descuartizando con las manos esposadas una masa de plumas en la que hormiguean piojos de ave.
—Luego, lo siguiente que oí tumbado en la paja fue que empezaron a sonar las campanas y a oírse gritos en las calles. ¡Un Tudor!, gritaban. ¡Un Tudor! Sin el regalo del gato, no habría vivido para oírlo, ni para oír la llave girar en la cerradura y al rey Enrique, que gritaba: «Wyatt, ¿eres tú? ¡Ven a recibir tu recompensa!».
Había cierta exageración perdonable en esto. El rey Enrique no había estado en aquella celda, pero el rey Ricardo sí. Había sido él quien había supervisado cómo calentaban el cuchillo y había escuchado con la cabeza un poco ladeada cómo gritaba Henry Wyatt; y luego se había marchado, porque le resultaba desagradable el olor a carne quemada, pero no sin ordenar antes que recalentaran el cuchillo y volvieran a aplicarlo.
Dicen que Pequeño Bilney, la noche antes de que le quemaran, puso los dedos en la llama de una vela y pidió a Jesús que le enseñase a soportar el dolor. Eso no fue prudente, hacerse daño antes del hecho; prudente o no, él piensa en ello.
—Sir Henry —dice Mercy—, ahora tenéis que contarnos la historia de la leona, porque si no nos la contáis no nos dormiremos.
—Bueno, en realidad es una historia de mi hijo, tendría que estar él aquí.
—Si estuviese aquí él —dice Richard—, todas las damas estarían mirándole y suspirando… Sí, no lo dudes, Alice… Y no harían caso de historias de leonas.
Cuando sir Henry recuperó el buen nombre después de salir de la prisión, se convirtió en un hombre poderoso en la corte y un admirador le envió de regalo un cachorro de leona. La crie en el castillo de Allington, como si fuese una hija, dice, hasta que desarrolló una personalidad propia, como haría una muchacha. Un día de despreocupación, y por culpa mía, salió de la jaula. Leontina, le había puesto de nombre, Leontina, le dije, estate quieta que volveré a meterte en la jaula; pero ella se encogió, muy silenciosa, y me miró, y tenía los ojos como fuego. Entonces me di cuenta, dice Sir Henry, de que yo no era su padre, por mucho que la hubiese querido. Yo era su comida.
—Sir Henry —dice Alice, con una mano en la boca—, debisteis de pensar que había llegado vuestra hora.
—Y tanto que sí, y así habría sido de no haber dado la casualidad de que en aquel momento bajó al patio mi hijo Thomas. Se dio cuenta enseguida del peligro en que me hallaba y la llamó: Leontina, ven; y ella volvió la cabeza. Entonces yo, al ver que estaba distraída, retrocedí paso a paso. Mírame, decía Thomas. Aquel día iba vestido con una ropa de brillantes colores, con mangas largas y flotantes y una túnica suelta que movía el viento, y luego ese cabello tan rubio que tiene, ¿sabéis?, y lo llevaba largo, así que debió de parecerle una llama, creo yo, alto, y brillando al sol, y, por un momento, se quedó quieta, desconcertada, y yo seguí retrocediendo paso a paso…
Leontina se vuelve. Se encoge; dejando al padre, empieza a avanzar hacia el hijo. Podías verla avanzar paso a paso y podías sentir el olor a sangre en su aliento. (Entretanto, él, Henry Wyatt, muerto de miedo, retrocedió hasta que pudo escapar a pedir ayuda.) Tom Wyatt, con voz suave y encantadora, con amorosos susurros, con los tonos de la oración, habla a la leona, pidiendo a san Francisco que abra su corazón brutal a la gracia.
Leontina observa. Escucha. Abre la boca. Ruge: «¿Qué dice?».
—Fi, fi, fo, fas y fes, huelo la sangre de un inglés.
Tom Wyatt se queda inmóvil como una estatua. Los sirvientes avanzan cautelosos con redes por el patio. Leontina está ya muy cerca de él, pero se para de nuevo a escuchar. Se yergue, insegura, moviendo las orejas. Él puede ver la baba rosada que le cae de la boca, y huele su piel fétida. Leontina se agacha, dispuesta a saltar. Él le huele el aliento. Ve cómo le tiemblan los músculos, cómo tensa la mandíbula; Leontina salta…, pero gira en el aire con una flecha clavada en las costillas. Se vuelve, se revuelca y rompe la flecha, brama, gime, se le clava otra flecha en el potente flanco y, cuando se vuelve otra vez, gimiendo, cae sobre ella la red. Sir Henry se acerca entonces tranquilamente y le clava una tercera flecha en la garganta.
Incluso mientras agoniza, ruge. Escupe sangre y lanza zarpazos. Un sirviente lleva la marca de su zarpa aún. Su piel puede verse colgada en la pared en Allington.
—Y cuando estas jóvenes me visiten —dice sir Henry—, podrán ver qué clase de animal era.
—Las oraciones de Tom no fueron escuchadas —dice Richard, sonriendo—. Por lo que puedo ver, san Francisco no hizo nada por él.
—Sir Henry —dice Jo tirándole de la manga—, no nos habéis contado la mejor parte.
—No. Se me olvidó. Después, mi hijo Tom, el héroe del día, se marchó de allí a vomitar entre los matorrales.
Los niños respiran con alivio. Todos aplauden. En su tiempo, la historia había llegado a la corte y el rey, que entonces era más joven y de dulce disposición, quedó muy impresionado al oírla. Cuando ve a Tom, incluso ahora, le saluda y susurra para sí: «Tom Wyatt, que es capaz de domar leones».
Sir Henry, que es muy aficionado a las frutas blandas, después de comer unas gruesas moras con natillas, dice: «Unas palabras con vos a solas», y se retiran. Si yo estuviese en vuestro lugar, dice sir Henry, le pediría que me hiciese tesorero de la Casa de las Joyas.
—En ese puesto, cuando yo lo desempeñé, descubrí que tenía una visión clara de todos los ingresos.
—¿Pedírselo cómo?
—Haced que se lo pida lady Ana.
—Tal vez pudiera ayudar vuestro hijo pidiéndoselo a Ana.
Sir Henry se ríe. Mejor dicho, indica con un leve ejem que comprende el chiste. Según cuentan los bebedores de las tabernas de Kent, y los sirvientes de las escaleras de atrás en la corte (el músico Mark, por ejemplo), Ana ha hecho a Thomas Wyatt todos los favores que podría pedir razonablemente un hombre, incluso en un burdel.
—Pienso retirarme de la corte este año —dice sir Henry—. Es hora de que escriba mi testamento. ¿Puedo nombraros albacea?
—Será un honor.
—No hay nadie más a quien pueda confiar mis asuntos. Sois la mano más firme que conozco.
Él sonríe desconcertado. Nada en este mundo le parece firme.
—Os comprendo —dice Wyatt—. Sé que nuestro buen amigo de vestidura escarlata casi os arrastra consigo. Pero, en fin, basta miraros, comiendo almendras, con todos los dientes en la boca. Y vuestra casa y vuestros asuntos prosperan, y hombres como Norfolk os hablan cortésmente.
No necesita añadir, sin embargo, que hace un año se limpiaban los pies en vos. Sir Henry se interrumpe, con una oblea de cinamomo entre los dedos, y se la pone en la lengua, eucaristía cuidadosa y secular. Hace cuarenta años de lo de la Torre, pero aún le duele la mandíbula martirizada.
—Thomas, tengo que pediros algo. ¿Querréis velar por mi hijo? ¿Ser un padre para él?
—Pero Tom tiene, cuántos años, ¿veintiocho? Tal vez no le guste tener otro padre.
—No podéis hacerlo peor de lo que lo he hecho yo. Tengo muchas cosas que lamentar, sobre todo su matrimonio. Tenía diecisiete años, no quería casarse, era yo el que quería, porque el padre de ella era el barón Cobham, y yo deseaba mantener una posición elevada entre mis vecinos de Kent. Tom siempre fue un joven apuesto, un muchacho bueno y afable; además, daba la impresión de que haría lo que fuese por la chica, pero no sé si ella le fue fiel un mes siquiera. Así que, claro, luego él le pagó con la misma moneda. Aquello estaba lleno de amantes suyas. Abrías un armario en Arlington y salía una moza de él. Luego se va al extranjero, y qué resulta de eso. Acaba prisionero en Italia. Nunca entenderé aquel asunto. Desde lo de Italia ha tenido todavía menos sentido. Escribir una pieza en terza rimaz, sí, muy bien. Pero sentarse a trabajar donde está su dinero —se frota la barbilla—. Aunque todo hay que decirlo: la verdad es que no hay muchacho más valiente que mi hijo.
—¿Volvéis ahora y continuáis la velada? Ya sabéis que es un día de fiesta para nosotros cuando nos visitáis.
Sir Henry se levanta con esfuerzo. Es un hombre corpulento, aunque viva de potajes y purés.
—Thomas, ¿cómo es que me he hecho viejo?
Cuando vuelven al salón, se encuentran con una representación teatral. Rafe interpreta el papel de Leontina, y los demás le rugen. No es que los muchachos no se crean la historia de la leona; es que les gusta ponerle sus propias palabras. Él extiende una mano perentoria hacia Richard, que está subido en un taburete que rechina.
—Le tienes envidia a Tom Wyatt —le dice.
—Oh, no os enfadéis con nosotros, señor. —Rafe recupera la forma humana y se sienta en un banco—. Habladnos de Florencia. Contadnos qué más hicisteis con Giovannino.
—No sé si debo. ¿Haréis también una obra de teatro de eso?
Oh, vamos, le persuaden, y él mira alrededor: Rafe le estimula con un ronroneo.
—¿Estamos seguros de que no está aquí Llamadme Risley? Bueno… Cuando teníamos un día libre, solíamos echar abajo los edificios.
—¿Echarlos abajo? —pregunta Henry Wyatt—. ¿Lo hacíais?
—Quiero decir volarlos. Pero no sin permiso del propietario. A menos que creyésemos que se estaban desmoronando y fuesen un peligro para los transeúntes. Solo cobrábamos los materiales explosivos. No por nuestra habilidad.
—Que era considerable, supongo.
—Hay que cavar mucho por solo unos segundos de diversión. Pero conocí a algunos que lo convirtieron en profesión. En Florencia —dice— era solo algo que hacías para divertirte. Como pescar. Evitabas así meterte en líos —vacila—. Bueno, en realidad, no. En realidad no.
—¿Llamadme se lo contó a Gardiner? ¿Lo de vuestro Cupido?
—¿Qué creéis?
El rey se lo había dicho: me he enterado de que hicisteis una estatua antigua. El rey se reía. Pero quizá también tomase nota. Se reía porque era una broma a costa de los clérigos, los cardenales, y estaba de humor para chistes de ese género.
El secretario Gardiner dice: «Estatua, estatutos, no hay mucha diferencia».
—En la legislación, unas letras lo son todo. Pero mis precedentes no son falsos.
—¿Exagerados? —pregunta Gardiner.
—Majestad, el concilio de Constanza otorgó a vuestro antecesor Enrique V un control sobre la Iglesia de Inglaterra superior al que pudiese ejercer cualquier otro monarca cristiano en su reino.
—Esas concesiones no se aplicaron. No de forma coherente. ¿Por qué?
—No sé. ¿Incompetencia?
—Pero ahora tenemos mejores consejeros…
—Mejores reyes, Su Majestad.
Gardiner, detrás de Enrique, adopta una expresión de gárgola. A él casi se le escapa la risa.
El plazo legal concluye. Ana dice: venid a disfrutar conmigo de una cena pobre de Adviento. Usaremos tenedores.
Él va, pero no le gusta la compañía. Ella ha convertido en perrillos falderos a los amigos del rey, los gentilhombres de su cámara privada. Henry Norris, William Brereton, esa gente y su hermano, por supuesto, lord Rochford. Ana es frágil en compañía de ellos, y tan implacable con los cumplidos que le dedican como un ama de casa cortando cabezas de alondras para la mesa. Si su escueta sonrisa se esfuma un instante, todos se inclinan deseosos de hallar el modo de complacerla. Sería difícil encontrar una pandilla de necios mayores.
En cuanto a él, puede ir a donde sea, ha estado en todas partes. Educado en la charla de sobremesa de la familia Frescobaldi, la familia Portinari, y últimamente en la mesa del cardenal entre sabios y grandes ingenios, es improbable que no se desenvuelva bien entre la gente que Ana reúne en torno a ella. Bien sabe Dios que ellos hacen cuanto pueden, esos gentilhombres, para que se sienta incómodo; pero él lleva consigo la comodidad, la calma, su conversación precisa y aguda. Norris es hombre de talento, y ya no es joven, se embrutece con semejante compañía: ¿y por qué? La proximidad a Ana le hace temblar. Es casi un chiste, pero un chiste que nadie cuenta.
Después de esa primera ocasión, Norris le sigue fuera, le toca en la manga y le hace detenerse y mirarle de frente.
—No os gusta, ¿verdad? ¿Ana?
Él dice que no con la cabeza.
—Entonces, ¿qué os gusta a vos? ¿Alguna frau gorda de vuestros viajes?
—Yo solo podría amar a una mujer por la que el rey no mostrase ningún interés.
—Si es un consejo, dádselo al hijo de vuestro amigo Wyatt.
—Oh, yo creo que el joven Wyatt ya ha resuelto ese problema. Es un hombre casado. Y como dicen, de tus privaciones haz un poema. ¿No nos hacemos todos más sabios dando alfilerazos al amour propre?
—¿Podéis mirarme y pensar que yo me hago más sabio? —pregunta Norris.
Pasa a Norris su pañuelo. Norris se limpia la cara y se lo devuelve. Él piensa en santa Verónica grabando en su velo los rasgos de Cristo en la Pasión; se pregunta si cuando llegue a casa estarán impresos en la tela los rasgos caballerescos de Henry, y, si es así, ¿colgará él el resultado en la pared?
Norris se vuelve con una risilla.
—Weston, el joven Weston, ¿sabéis?, tiene celos de un muchacho que ella trae algunas noches para que nos cante. Está celoso del hombre que entra a avivar el fuego, y de la doncella que le quita a ella las medias. Lleva la cuenta de las veces que os mira, mirad, mirad, ¿veis?, está mirando a ese carnicero gordo. Le ha mirado quince veces en dos horas.
—El hijo del carnicero gordo era el cardenal.
—Para Francis, un mercader es igual que otro.
—Lo sé muy bien. Buenas noches.
Buenas noches, Tom, dice Norris dándole una palmada en el hombro. Ausente, distraído, casi como si fuesen iguales, como si fuesen amigos. Vuelve a mirar a Ana, vuelve con sus rivales.
¿Un mercader es igual que otro? En el mundo real no. Cualquier hombre con mano firme y un cuchillo de carnicero en la mano puede llamarse carnicero: pero sin el herrero, ¿dónde conseguirá el cuchillo? Sin el hombre que trabaja el metal, ¿dónde están vuestros martillos, guadañas, tijeras y cepillos? Vuestras armas y armaduras, vuestras puntas de flechas, las picas y las armas de fuego. Dónde están vuestros navíos en el mar y vuestras anclas. Dónde vuestros garfios, clavos, cerrojos, bisagras, atizadores y tenazas. Dónde están vuestros espetones, ollas, trébedes, argollas de arneses, hebillas y bocados de caballerías. Dónde están vuestros cuchillos.
Recuerda el día que oyeron que se acercaba el ejército de Cornualles. Él tenía…, ¿cuántos?…, ¿doce años? Estaba en la fragua. Había limpiado los grandes fuelles y estaba aceitando el cuero. Walter se acercó y lo miró.
—Tienes que calafatear.
—Sí —dijo él. (Ese era el tipo de conversación que tenía con Walter.)
—Pues no se hará solo.
—¡Ya he dicho que sí, sí, lo estoy haciendo!
Alzó la vista. Su vecino Owen Madoc estaba en la puerta.
—Ya se han puesto en marcha. Ha llegado la noticia por el río. Enrique Tudor está dispuesto para el combate. La reina y los pequeños están en la Torre.
Walter se limpia la boca.
—¿A qué distancia están?
—Sabe Dios —dice Madoc—. Esos cabrones pueden volar.
Él se yergue. Empuña un martillo de cuatro libras con mango de fresno.
Los días siguientes trabajan hasta que están a punto de desplomarse. Walter hace armaduras para los amigos y él pone filo a cualquier cosa que pueda cortar, rasgar o lacerar carne rebelde. Los hombres de Putney no sienten la menor simpatía por esos paganos. Ellos pagan sus impuestos. ¿Por qué no han de pagarlos los de Cornualles? Las mujeres temen que los rebeldes las ultrajen.
—Nuestro sacerdote ha dicho que ellos solo lo hacen con sus hermanas —dice él—. Así que no tendrás que preocuparte, Bet. Pero el caso es que dice también que tienen el miembro frío y escamoso como el diablo, así que podría gustarte la novedad.
Bet le tira algo. Él lo esquiva. Esa es siempre la excusa para justificar lo que se rompe en la casa: se lo tiré a Thomas.
—Bueno, yo no sé lo que te gusta a ti —le dice.
Esa semana proliferan los rumores. Los hombres de Cornualles trabajan bajo tierra, así que tienen la cara negra. Están medio ciegos, así que puedes cazarlos con red. El rey te dará un chelín por cada uno; dos chelines si es uno grande. ¿Y cómo son de grandes? Porque lanzan Hechas de una yarda.
Ahora, todos los objetos de la casa se ven a una luz nueva. Pinchos, espetones, agujas de mechar: cualquier cosa para defenderse en la lucha cuerpo a cuerpo. Los vecinos están dejando todo el dinero en el otro negocio de Walter, la destilería, como si creyeran que los de Cornualles quisiesen dejar seca Inglaterra. Owen Madoc entra y encarga un cuchillo de caza, con guardamano, canal para la sangre y hoja de doce pulgadas.
—¿Doce pulgadas? —pregunta él—. Te cortarás una oreja al blandirlo.
—No serás tan insolente cuando te coja un cornuallés. Clavan a los niños como tú en un espetón y los asan en hogueras.
—¿No puedes atizarles con un remo sin más?
—Voy a cerrarte la boca de un sopapo —grita Owen Madoc—, condenado bocazas. Ya tenías mala fama antes de nacer.
Enseña a Owen Madoc el cuchillo que se ha hecho para él. Lo lleva colgado de un cordel debajo de la camisa. La hoja parece un raigón, un solo diente maligno.
—¿Qué te parece?
—¡Santo cielo! —dice Madoc—. Mira bien a quién se lo clavas.
¿Por qué tenía yo mala fama antes de nacer?, le dice a su hermana Kat, posando el martillo de cuatro libras en el alféizar del Pegaso.
Pregúntale a Norman William, dice ella, él te lo contará. Ay, Tom, Tom, dice. Le coge por la cabeza y le besa. No vayas tú. Déjale luchar a él.
Ella tiene la esperanza de que los cornualleses maten a Walter. No lo dice, pero él lo sabe.
Cuando sea yo el hombre de la familia, dice, las cosas serán distintas, te lo aseguro.
Morgan le cuenta (ruborizándose porque es un hombre educado) que los muchachos solían seguir a su madre por la calle gritando: «¡Mirad, la vieja yegua está preñada!».
—Otra cosa que tienen los de Cornualles —dice su hermana Bet— es un gigante llamado Travesaño, que está enamorado de santa Inés y la sigue a todas partes, y los de Cornualles llevan la imagen de ella en las banderas, así que el gigante también los sigue hacia Londres.
—¿Travesaño? —pregunta él, riéndose—. Espero que sea así de grande.
—Ya verás —dice Bet—. Cuando llegue no vas a ser tan rápido contestando.
Las mujeres del barrio, dice Morgan, se agrupaban alrededor de su madre fingiendo interés: ¿qué será cuándo nazca? ¡Ella es como la pared de una casa!
Luego, cuando él llegó al mundo llorando, con los puños cerrados y húmedos rizos negros, Walter y sus amigos se dedicaron a recorrer Putney cantando. Gritaban: «¡Venid que aquí lo tenéis, chicas!», y «¡Qué las estériles vengan y se sirvan!».
Nunca anotaron la fecha. Él le dijo a Morgan: da igual, no tengo horóscopo, así que no tengo destino.
El destino quiso que no hubiese ninguna batalla en Putney. Para dar cuenta de los escoltas y los fugitivos, las mujeres estaban armadas con cuchillos de cortar el pan y navajas de afeitar; los hombres, con palas y azadones para aporrearles, azuelas para destriparles y colgarles en ganchos de carnicero. La gran batalla se dio en Blackheath: los Tudor descuartizaron e hicieron picadillo a los cornualleses con su máquina militar de picar carne. Todos ellos estaban ya a salvo de los cornualleses, aunque no de Walter.
—¿Sabes lo que le pasó al gigante, a Travesaño?, pregunta su hermana Bet. —Oyó decir que santa Inés había muerto. Se cortó un brazo y, con la pena que sentía, la sangre corrió hasta el mar. Se llenó con ella una cueva que nunca puede llenarse, que acaba en un agujero, que va por debajo del resto del mar y llega al centro de la tierra y al Infierno. Así que se murió.
—¡Qué bien! Porque yo estaba muy preocupado con Travesaño.
—Está muerto hasta la próxima vez —dice su hermana.
Así que él nació en fecha desconocida. A los tres años ya recogía leña para la forja. «¿Veis a mi pequeño?», decía Walter, dándole golpecillos cariñosos en la cabeza. Le olían los dedos a quemado y tenía la palma sólida y negra.
En años recientes, claro está, algunos sabios han intentado trazarle un destino; hombres doctos en la lectura del cielo han intentado remontarse a su nacimiento partiendo de lo que es y cómo es ahora. Júpiter se mostraba favorable, indicando prosperidad. Mercurio en ascenso, brindando el don del lenguaje rápido y persuasivo. Kratzer dice: si Marte no estaba en Escorpio, no conozco mi oficio. Su madre tenía cincuenta y dos años y creían que no podría concebir ni tener hijos. Ella ocultó sus poderes y le camufló con tela en las profundidades de sí misma durante todo el tiempo posible. Cuando salió, dijeron: ¿qué es esto?
A mediados de diciembre, James Bainham, abogado del Middle Temple, abjura de sus herejías ante el obispo de Londres. La ciudad dice que ha sido torturado, que el propio Moro le interrogó mientras accionaban el potro y le pidió que diera los nombres de otros miembros del gremio de abogados infestados. Unos días después quemaron juntos a un antiguo monje y a un vendedor de cueros. El monje había introducido libros por los puertos de Norfolk, y luego, de forma bastante estúpida, por el muelle de Saint Katharine, donde estaba el Lord Canciller esperando para requisarlos. El vendedor de cueros tenía en su poder La libertad de un cristiano, de Lutero, un texto copiado por él mismo. Son hombres a los que él conoce, el desdichado y torturado Bainham, el monje Bayfield, John Tewkesbury, que no era doctor en teología, bien lo sabe Dios. Así termina el año, con una vaharada de humo, un dosel de ceniza humana colgando sobre Smithfield.
El día de Año Nuevo despierta antes de amanecer y ve a Gregory a los pies de la cama.
—Será mejor que vengáis. Han detenido a Tom Wyatt.
Se levanta al instante. Lo primero que piensa es que Moro ha golpeado el núcleo del círculo de Ana.
—¿Dónde está? ¿No le habrán llevado a Chelsea?
Gregory parece desconcertado.
—¿Por qué iban a llevarle a Chelsea?
—El rey no puede permitir…, le toca demasiado de cerca… Ana tiene libros, se los ha enseñado a él…, él mismo ha leído a Tyndale…, ¿qué va a hacer ahora Moro, va a detener al rey?
Busca una camisa.
—No tiene nada que ver con Moro. Es que unos idiotas han organizado un escándalo en Westminster. Andaban por la calle saltando hogueras y luego les dio por romper ventanas. Ya sabéis cómo son esas cosas… —Gregory habla en tono cansino—. Después se ponen a pelearse con la guardia y les encierran, y llega un mensaje: ¿podrá el señor Cromwell bajar a darle al guardia de la prisión un regalo de Año Nuevo?
—¡Santo cielo! —dice él.
Se sienta en la cama, súbitamente consciente de su desnudez, de pies, canillas, muslos, pene, y la capa de vello corporal, la barbilla sin afeitar: y nota los hombros sudorosos. Se pone la camisa.
—Tendrán que llevarme cuando me encuentren dice. —Primero tengo que desayunar.
—Aceptasteis ser un padre para él —dice Gregory con cierta malicia—. Esto es lo que significa ser padre.
Él se levanta.
—Llama a Richard.
—Yo también iré.
—Ven si te parece, pero quiero que venga Richard por si hay problemas.
No hay ningún problema, solo un poco de regateo. Amanece ya cuando los jóvenes caballeros salen torpemente, demacrados, maltrechos, la ropa rota y sucia.
—Francis Weston —dice él—. Buenos días, caballero.
Él piensa: si hubiese sabido que estabais aquí os habría dejado.
—¿Por qué no estáis en la corte?
—Lo estoy —dice el muchacho, lanzando una bocanada de aliento agrio—. Estoy en Greenwich. No estoy aquí. ¿Comprendéis?
—Bilocación —dice él—. Muy bien.
—Oh, Jesús. Oh, Jesús mi Redentor. —Thomas Wyatt se detiene a la brillante y nívea luz, frotándose la cabeza—. Nunca más.
—Hasta la próxima vez —dice Richard.
Él se vuelve para ver salir tambaleante al último.
—Francis Bryan —dice—. Tendría que haber sabido que esta empresa no sería completa sin vos. Caballero.
Expuesto al primer frío de Año Nuevo, el primo de lady Ana se sacude como un perro mojado.
—Por las tetas de santa Inés, qué frío hace.
Tiene el jubón rasgado y las mangas de la camisa rotas, y solo lleva un zapato. Se sujeta las medias para que no se le caigan. Hace cinco años perdió un ojo en una justa; ahora ha perdido el parche de ese ojo y se le ve la cuenca lívida. Mira a su alrededor con el equipamiento ocular que le queda.
—¿Cromwell? No recuerdo que estuvieseis con nosotros anoche.
—Estaba en la cama y me alegraría poder seguir allí.
—¿Por qué no lo hacéis? —extiende las manos, arriesgándose a un peligroso resbalón—. ¿Qué mujeres de la ciudad os esperan? ¿Tenéis una para cada día de los doce de Navidad?
Casi se echa a reír, hasta que Bryan añade:
—¿Los sectarios no tenéis las mujeres en común?
—Wyatt —dice, dándole la espalda—, haz que se tape, porque si no se le van a congelar las partes. Ya es bastante que le falte un ojo.
—Dad las gracias —vocifera Thomas Wyatt, y golpea a sus compañeros—. Dad las gracias al señor Cromwell y pagadle lo que le debéis. ¿Qué otro se habría levantado tan temprano un día de fiesta y con la bolsa preparada? Podríamos haber estado aquí hasta mañana.
No parece que tengan un chelín entre todos.
—No os preocupéis —dice él—. Lo anotaré en la cuenta.