III. Los difuntos se quejan de su entierro

(Navidad de 1530)

La llamada al portón llega pasada la medianoche. El vigilante despierta a toda la casa, y cuando él baja las escaleras (con expresión furiosa y completamente vestido, por lo demás), encuentra a Johane en camisón, con el pelo suelto, que pregunta: «¿Qué pasa?». Richard, Rafe, los hombres de la casa la apartan; en el vestíbulo de Austin Friars está William Brereton, de la cámara del rey, con su escolta armada. Vienen a detenerme, piensa él. Se acerca a Brereton.

—¡Feliz Navidad, William! ¿Madrugáis o trasnocháis?

Aparecen Alice y Jo. Él recuerda la noche que murió Liz, cuando encontró a sus hijas despiertas, en camisón, tristes y desconcertadas, esperando que él llegase a casa. Jo se echa a llorar. Llega Mercy y se las lleva. Baja Gregory, vestido para salir.

—Aquí estoy por si me necesitáis —dice respetuosamente.

—El rey está en Greenwich —dice Brereton—. Quiere veros ahora.

Tiene formas ordinarias de manifestar su impaciencia: se golpea la palma de la mano con el guante y taconea.

—Volved a la cama —dice a los de su casa—. El rey no me mandaría ir a Greenwich para apresarme; no es así como sucede eso.

Aunque no sabe exactamente cómo sucede. Se vuelve a Brereton.

—¿Para qué me quiere?

La mirada de Brereton vaga por el entorno. Quiere ver cómo vive esta gente.

—En realidad no puedo decíroslo.

Él mira a Richard y ve cuánto desea partirle la boca a ese señoritingo. Yo también lo habría hecho en otros tiempos, piensa. Pero ahora soy tan dulce como una mañana de mayo. Richard, Rafe, su hijo y él salen a la oscuridad y el frío intenso.

Un grupo de pajes de hacha esperan con las luces. Una barca espera en las escaleras de embarque más próximas. El palacio de Placentia queda tan lejos y el Támesis es tan negro que podrían estar navegando por la laguna Estigia. Los muchachos van sentados frente a él, encogidos, en silencio, parecen un solo pariente múltiple; aunque Rafe no es pariente suyo, claro. Hago lo mismo que el doctor Cranmer, se dice: los Tamworth de Lincolnshire se cuentan entre mis parientes, y los Clifton de Clifton, la familia Molyneux, de la que habréis oído hablar, ¿o no? Alza la vista hacia las estrellas, que le parecen tenues y lejanas; y, piensa: probablemente lo estén.

¿Qué debería hacer, pues? ¿Debería intentar conversar con Brereton? Las tierras de su familia están en Staffordshire, Cheshire, en la frontera galesa. Sir Randal ha muerto este año y su hijo ha tomado posesión de una buena herencia, al menos mil libras anuales en concesiones de la Corona, más unas trescientas de los monasterios locales… Suma mentalmente. No es demasiado pronto para heredar, Brereton debe de tener su misma edad, o casi. Su padre Walter habría congeniado con los Brereton, gente pendenciera, grandes perturbadores de la paz. Recuerda un proceso contra ellos en Star Chamber, debió de ser hace unos quince años… No parece un tema de conversación adecuado. Ni tampoco Brereton parece dispuesto a conversar.

Todos los viajes terminan; concluyen en algún puerto, algún desembarcadero, algún muelle envuelto en la niebla, donde esperan antorchas. Tienen que dirigirse de inmediato a la presencia del rey, a sus aposentos privados. Harry Norris los espera. ¿Quién más? «¿Cómo está ahora?», pregunta Brereton. Norris pone los ojos en blanco.

—Bueno, señor Cromwell —dice—, nos vemos en las más extrañas circunstancias. ¿Son estos vuestros hijos? —Sonríe, examinando sus rostros—. No, es evidente que no, al menos que tengan diferentes madres.

Él los nombra: el señor Rafe Sadler, el señor Richard Cromwell, el señor Gregory Cromwell. Advierte un destello de disgusto en el semblante de su hijo y aclara: «Este es mi sobrino y este mi hijo».

—Entrad solo. Vamos, os espera —y añade, volviendo la cabeza—: El rey tiene miedo a enfriarse. ¿Queréis ir a buscar la camisa de dormir bermeja, la de martas cibelinas?

Brereton responde con un gruñido. Valiente trabajo, sacudir las pieles, cuando podrías estar en Chester despertando al populacho, batiendo un tambor alrededor de las murallas de la ciudad.

La cámara del rey es espaciosa, con una cama alta tallada; él la recorre con un parpadeo. A la luz de la vela, las colgaduras parecen negras. La cama está vacía. Enrique se sienta en un taburete de terciopelo. Parece que está solo, pero hay un aroma seco en la estancia, una calidez de cinamomo, que le induce a pensar que el cardenal debe de estar en las sombras, con la naranja pelada cubierta de especias que llevaba en la mano siempre que estaba entre la muchedumbre. Los difuntos querrían evitar el olor de los vivos; pero lo que ve al otro lado de la habitación no es la figura oscura del cardenal sino un pálido óvalo a la deriva que es el rostro de Thomas Cranmer.

El rey vuelve la cabeza hacia él cuando entra.

—Cromwell, mi hermano muerto acudió a mí en un sueño.

Él no contesta. ¿Cuál sería una respuesta razonable a eso? Observa al rey. No siente ninguna tentación de reírse.

—En los doce días entre la Navidad y la Epifanía —dice el rey—, Dios permite salir al mundo a los difuntos. Es algo bien sabido.

—¿Qué aspecto tenía vuestro hermano? —pregunta él amablemente.

—Tal como lo recuerdo…, pero pálido, muy delgado. Le rodeaba un fuego blanquecino, una luz. Pero ¿sabéis?, Arturo tendría ahora cuarenta y cinco años. ¿Es esa vuestra edad, señor Cromwell?

—Más o menos —dice él.

—Se me da bien calcular la edad de la gente. Me pregunto qué aspecto tendría Arturo ahora si viviera. El de mi padre, probablemente. Yo, en cambio, me parezco a mi abuelo.

Él piensa que el rey dirá: ¿a quién os parecéis vos? Pero no: ha llegado a la conclusión de que no tiene antepasados.

—Murió en Ludlow, en invierno. Los caminos estaban intransitables. Tuvieron que llevar su ataúd en un carro de bueyes. Un príncipe de Inglaterra en un carro. Creo que no estuvo bien.

Llega Brereton con el terciopelo bermejo forrado de pieles de martas cibelinas. Enrique se levanta y se desprende de una capa de terciopelo, toma otra más gruesa y velluda. El forro de marta le cubre las manos como a un rey monstruo al que le creciese un pelaje propio.

—Lo enterraron en Worcester —dice—. Pero me atribula. Nunca le vi muerto.

—Los difuntos —dice el doctor Cranmer desde las sombras— no regresan para quejarse de su entierro. Son los vivos quienes se preocupan por esos asuntos.

El rey se abriga bien con su manto.

—Nunca vi su rostro hasta hoy en el sueño, ni su cuerpo, de un blanco brillante.

—Pero no es su cuerpo —dice Cranmer—. Es una imagen formada en la mente de Su Majestad. Esas imágenes son quasi corpora, como cuerpos. Leed a Agustín.

No parece que el rey quiera pedir un libro.

—En el sueño, se paraba ante mí y me miraba. Parecía triste, muy triste. Como si me dijera que le había suplantado. Como si me dijera: me habéis usurpado el reino y habéis tomado a mi esposa. Ha vuelto para avergonzarme.

—Si el hermano de Su Majestad murió antes de poder reinar —dice Cranmer con cierta impaciencia—, fue voluntad de Dios. En cuanto a vuestro supuesto matrimonio, todos sabemos y creemos que fue claramente contrario a las Escrituras. Sabemos que el hombre de Roma no tiene poder para dispensar de la ley divina. Eso fue un pecado, lo reconocemos; pero Dios es bastante misericordioso.

—No conmigo —dice Enrique—. Cuando llegue el Día del Juicio, mi hermano declarará contra mí. Ha vuelto para avergonzarme y he de soportarlo. —La idea le enfurece—. Yo. Yo solo.

Cranmer está a punto de hablar. Él capta su mirada, cabecea imperceptiblemente.

—¿Os habló vuestro hermano Arturo en el sueño?

—No.

—¿Hizo alguna señal?

—No.

—Entonces, ¿por qué creéis que desea algo que no sea vuestro bien? Me parece que habéis leído en su rostro lo que no había en él, en realidad. Que es un error que cometemos con los difuntos. Escuchadme.

Alarga la mano hacia el rey, hacia la manga de terciopelo bermejo, hacia su brazo, y lo aprieta lo suficiente para hacerse sentir.

—¿Conocéis el dicho de los abogados Le mort saisit le vif? El muerto ase al vivo. El príncipe muere, pero su poder se transmite en el momento de su muerte, no hay lapso, interregno. Si vuestro hermano os ha visitado, no es para avergonzaros, sino para recordaros que os invistieron con el poder de ambos, de los vivos y los muertos. Es una señal que os envía para que consideréis vuestra realeza. Y la ejerzáis.

Enrique alza la vista hacia él. Está pensando. Acaricia la bocamanga de piel con expresión absorta.

—¿Es posible?

Cranmer empieza a hablar de nuevo. Él vuelve a interrumpirle.

—¿Sabéis lo que está escrito en la tumba de Arturo?

Rex quondam rexque futurus. El rey anterior es el futuro rey.

—Vuestro padre lo aseguró. Un príncipe que venía de Gales hizo cumplir la palabra dada a sus antepasados. Volvió del destierro y reclamó su antiguo derecho. Pero no basta con reclamar un país; hay que conservarlo. Hay que conservarlo y asegurarlo en cada generación. Si vuestro hermano parecía decir que habíais ocupado su lugar, eso significa que os convertisteis en el rey que habría sido él. Él no pudo cumplir la profecía, pero quiere que lo hagáis vos. Para él, la promesa. Y para vos, el cumplimiento de la promesa.

El rey vuelve la mirada hacia Cranmer, que dice secamente:

—No veo nada que se oponga a eso. Os aconsejo, de todos modos, que no hagáis caso de los sueños.

—Oh —dice él—, pero los sueños de los reyes no son como los de los demás hombres.

—Tal vez tengáis razón.

—Pero ¿por qué ahora? —pregunta Enrique, bastante razonablemente—. ¿Por qué vuelve ahora? Soy rey hace veinte años.

Él resiste la tentación de decir «Porque tenéis cuarenta años y os pide que maduréis. ¿Cuántas veces habéis representado las historias de Arturo, cuántas mascaradas, cuántas funciones, cuántas compañías de actores con escudos de papel y espadas de madera?».

—Porque este es un momento decisivo —dice—. Porque es el momento en que tenéis que convertiros en el soberano que debéis ser y en la única y suprema cabeza de vuestro reino. Preguntad a lady Ana. Ella os lo dirá. Ella os dirá lo mismo.

—Lo hace —confiesa el rey—. Dice que no deberíamos seguir inclinándonos ante Roma.

—Y si se os apareciese vuestro padre en un sueño, interpretadlo exactamente igual que este. Pensad que ha venido a fortalecer vuestra mano. Ningún padre desea que su hijo sea menos poderoso que él.

Enrique sonríe lentamente. Parece desembarazarse y desprenderse del sueño, de la noche con sus terrores amortajados, de larvas y gusanos. Se levanta. Le brilla la cara. El fuego traza franjas luminosas en su ropaje, cuyos profundos pliegues parpadean con tonos ocre y amarillo oscuro, colores de tierra, de arcilla.

—Muy bien —dice—. Comprendo. Lo entiendo todo. Sabía a quién tenía que llamar. Siempre lo sé. —Se vuelve y habla hacia la oscuridad—. Harry Norris, ¿qué hora es? ¿Las cuatro? Que el capellán se vista para decir misa.

—Podría celebrar la misa yo —propone el doctor Cranmer, pero Enrique dice:

—No, estáis cansado. Les he sacado de la cama, caballeros.

Así de simple, de perentorio. Deben irse ya. Pasan entre los guardias. Caminan en silencio, vuelven con los suyos, seguidos por Brereton como una sombra. Por fin, el doctor Cranmer dice:

—Buen trabajo.

Él le mira. Ahora desea reírse, pero no se atreve.

—Un toque diestro, «y si vuestro padre se os apareciese». Supongo que no os gusta que os despierten a menudo a altas horas.

—Los míos se alarmaron.

El doctor parece lamentarlo, como si pudiese haber sido un comentario frívolo.

—Por supuesto —susurra—. Como no estoy casado, no pienso en esas cosas.

—Yo tampoco estoy casado.

—No, lo olvidaba.

—¿Alguna objeción a lo que dije?

—Fue perfecto en todos los sentidos. Como si lo hubieseis preparado.

—¿Cómo podría haberlo hecho?

—Sí. Sois hombre de gran inventiva. De todos modos…, en cuanto a la verdad, sabéis…

—En cuanto a la verdad, lo considero un buen trabajo nocturno.

—Pero me pregunto —dice Cranmer, casi para sí mismo—, me pregunto qué pensáis que es el Evangelio. ¿Creéis que es un libro de hojas en blanco en las que Thomas Cromwell imprime sus deseos?

Él se detiene, le pone una mano en el brazo y dice:

—Cranmer, miradme: creedme, soy sincero. No puedo evitar que Dios me haya dado apariencia de pecador. Algo debe de proponerse con eso.

—Seguro —dice Cranmer con una sonrisa—. Ha dispuesto vuestro rostro así para que podáis desconcertar a nuestros enemigos. Y esa mano vuestra, el que aprovechaseis de ese modo el momento, cuando asisteis el brazo del rey, yo pestañeé. Y Enrique, lo sintió —cabecea—. Sois una persona de gran fuerza de voluntad.

Los clérigos pueden hacerlo: hablar de tu carácter. Emitir veredictos. Este parece favorable, aunque el doctor, como un adivino, solo le ha dicho lo que él ya sabía.

—Vamos —dice Cranmer—. Vuestros muchachos deben de estar inquietos y deseosos de veros.

Rafe, Gregory y Richard se agrupan a su alrededor. ¿Qué ha pasado?

—El rey tuvo un sueño.

—¿Un sueño? —pregunta Rafe, asombrado—. ¿Nos sacó de la cama por un sueño?

—Creedme —dice Brereton—. Le saca a uno de la cama por menos de eso.

—El doctor Cranmer y yo estamos de acuerdo en que los sueños de un rey no son como los sueños de los demás hombres.

—¿Era un mal sueño? —pregunta Gregory.

—Inicialmente. Él creía que lo era. Pero ya no.

Le miran. No entienden, pero Gregory sí.

—Cuando yo era pequeño soñaba con demonios. Creía que estaban debajo de la cama. Pero me dijisteis que no podía ser, que no hay demonios en esta orilla del río, que los guardias no les dejan cruzar el Puente de Londres.

—¿Por eso te aterra cruzar el río hacia Southwark? —dice Richard.

—¿Southwark? —pregunta Gregory—. ¿Qué es Southwark?

—¿Sabéis? —dice Rafe, en tono de maestro—, a veces veo una chispa de algo en Gregory. No es una llama, desde luego, solo una chispa.

—¡Y que te burles tú! ¡Con una barba como esa!

—¿Eso es una barba? —dice Richard—. ¿Esos cuatro hilajos pelirrojos? Creía que solo era una negligencia del barbero.

Se abrazan, aliviados, entusiasmados.

—Creíamos —dice Gregory— que el rey os había encerrado en alguna mazmorra.

Cranmer cabecea, tolerante, divertido.

—Vuestros hijos os aman.

—No podemos arreglárnoslas sin el encargado —dice Richard.

Faltan muchas horas para que amanezca. Parece la mañana sin luz en que murió el cardenal. El aire huele a nieve.

—Creo que volverá a llamarnos —dice Cranmer—. Cuando piense en lo que le habéis dicho y siga después hasta donde le lleven sus pensamientos.

—De todos modos, volveré a la ciudad para que me vean la cara. —Para cambiarme de ropa, piensa, y esperar lo que llegue después; a Brereton le dice—: Ya sabéis dónde encontrarme, William.

Un cabeceo y se aleja.

—Doctor Cranmer, decidle a la dama que hemos hecho un buen trabajo nocturno por ella. —Echa un brazo por los hombros a su hijo y susurra—: Gregory, esas historias de Merlín que leíste, vamos a escribir alguna más.

—Oh, no las terminé —dice Gregory—. Salió el sol.

Ese mismo día, más tarde, vuelve a Greenwich. Es el último día de 1530. Se quita los guantes, piel de cabritilla perfumada con ámbar. Acaricia con los dedos de la mano derecha el anillo de turquesa, ajustándolo en su sitio.

—El consejo espera —dice el rey; se ríe, como de algún triunfo personal—. Id con ellos. Os tomarán juramento.

El doctor Cranmer acompaña al rey. Muy pálido, muy silencioso. El doctor asiente, a modo de saludo; y luego, de forma sorprendente, esboza una sonrisa que ilumina la tarde entera. Sobre la hora siguiente pende un aire de improvisación. El rey no quiere esperar y se trata de ver a qué consejeros pueden avisar con rapidez. Los duques están en sus tierras, con sus cortes navideñas. Está con nosotros el anciano Warham, arzobispo de Canterbury. Hace cincuenta años que Wolsey le echó a patadas de su puesto de Lord Canciller; o, como decía siempre el cardenal, le liberó de los trabajos mundanos, dándole la oportunidad de entregarse a una vida de oración en sus últimos años.

—Bueno, Cromwell —dice—. ¡Vos, consejero! ¡Cómo está el mundo!

Tiene la cara llena de arrugas como costurones y ojos de pez muerto. Le tiemblan un poco las manos cuando ofrece el libro sagrado.

Está con nosotros Thomas Bolena, conde de Wiltshire, lord del Sello Privado.

Está aquí el Lord Canciller. Él piensa con irritación: ¿por qué Moro no puede afeitarse nunca como es debido? ¿Es que no puede disponer de tiempo, abreviar su sesión de azotes? Cuando Moro se acerca a la luz, comprueba que está más desgreñado de lo habitual, que está demacrado, que tiene manchas moradas bajo los ojos.

—¿Qué os ha pasado?

—¿No lo sabéis? Mi padre ha muerto.

—Aquel buen anciano —dice él—. Echaremos de menos sus sabios consejos en el foro.

Y sus tediosas historias. No lo creo.

—Murió en mis brazos. —Moro empieza a llorar; o, mejor dicho, parece encogerse y deshacerse en lágrimas—. Era la luz de mi vida, mi padre. Nosotros no somos ya aquellos grandes hombres. Somos una sombra de lo que fueron ellos. Pedid a los vuestros en Austin Friars que recen por él. Es extraño, Thomas, desde que ha muerto, me pesan los años. Como si hasta hace pocos días fuera un muchacho. Pero Dios ha chasqueado los dedos y veo que mis mejores años quedan atrás.

—¿Sabéis?, cuando murió Elizabeth, mi esposa… —Y luego, desea decir, mis hijas, mi hermana, mi familia diezmada, los míos siempre de luto, y ahora, mi cardenal…, pero no admitirá ni por un momento que el dolor ha debilitado su voluntad; no puede uno conseguir otro padre, pero él, en realidad, no lo querría, y en cuanto a esposas, Thomas Moro las considera inútiles—. Ahora os parece que no, Thomas, pero el sentimiento volverá. Por el mundo y todo lo que debéis hacer en él.

—Vos habéis tenido vuestras pérdidas. Lo sé. Bueno, bueno —el Lord Canciller suspira y cabecea—. Hagamos esta tarea que tenemos que hacer.

Es Moro quien empieza a leerle el juramento. Jura dar consejo fiel, ser claro en su palabra, imparcial, reservado en su actitud, sincero en su fidelidad. Cuando llega al consejo sabio y discreto se abre la puerta y aparece Gardiner, que se abalanza como un cuervo que ha divisado una oveja muerta.

—Creo que no podéis hacerlo sin el secretario —dice. Por la santa Cruz, exclama Warham, ¿tenemos que empezar a tomarle juramento de nuevo?

Thomas Bolena se mesa la barba. Ha puesto los ojos en el anillo del cardenal y su expresión pasa de asombrada a meramente sardónica.

—Si nosotros no conocemos el procedimiento —dice—, estoy seguro de que Thomas Cromwell lo tiene anotado. Dadle uno o dos años y tal vez todos resultemos superfluos.

—Estoy seguro de que no viviré para verlo —dice Warham—. Lord Canciller, ¿podemos continuar? ¡Oh, vuestro pobre padre! Llorando de nuevo. Lo siento mucho por vos, pero la muerte nos llega a todos.

Santo cielo, piensa él, si es eso todo lo que se puede conseguir del arzobispo de Canterbury, podría encargarme yo de su trabajo.

Jura apoyar a las autoridades del rey, sus potestades, sus jurisdicciones. Jura respaldar a sus herederos y legítimos sucesores. Y piensa en el niño bastardo, Richmond, y en María, la renacuaja parlante, y en el duque de Norfolk mostrando a los presentes la uña de su pulgar.

—Bien, ya está —dice el arzobispo—. Y amén, porque ¿qué elección nos queda? ¿Podemos tomar un vaso de vino caliente? Este frío se mete en los huesos.

—Ya sois miembro del consejo —dice Moro—. Espero que digáis al rey lo que debe hacer. No simplemente lo que puede hacer. Si el león conociese su fuerza, sería difícil controlarlo.

Fuera cellisquea. Caen sobre las aguas del Támesis copos oscuros. Inglaterra se extiende a lo lejos, un sol rojo y bajo sobre campos nevados.

Recuerda el día que desmantelaron York Place. George Cavendish y él estaban junto a los cofres cuando los abrieron y sacaron las vestiduras del cardenal. Las capas pluviales, cosidas con hilo de oro y plata, con bordados de estrellas doradas, aves, peces, ciervos, leones, ángeles, flores, girándulas. Después de que volvieron a guardarlas en los baúles de viaje y clavaron las tapas, los hombres del rey pasaron a las cajas donde estaban las albas y las sobrepellices, todas dobladas con un toque experto en delicados pliegues. Pasaron de mano en mano, ingrávidas como ángeles en reposo. Brillaban tenues a la luz; despliega una, dijo uno de los hombres, comprobemos su calidad. Palparon las cintas de lino; vamos, dejadme, dijo George Cavendish. Libre, la tela flota gentil en el aire, de un blanco deslumbrante, delicada como ala de mariposa. Cuando alzaron las tapas de los baúles de las vestiduras surgió un olor a cedro y especias, sombrío, lejano, con una sequedad de desierto. Pero los ángeles flotantes los habían guardado con espliego; golpeaba el cristal la lluvia de Londres e impregnaba la tarde oscura el olor del verano.