II. Mi muy estimado Cromwell

(Primavera. Diciembre de 1530)

Llega temprano a York Place. Las gaviotas atrapadas, encerradas en sus rediles, gritan a sus hermanas libres del río, que sobrevuelan en círculos chillando y descienden hasta las murallas del palacio. Van llegando los carreteros que transportan artículos desde el río y los patios huelen a pan haciéndose en el horno. Unos niños llevan juncos atados en haces y le saludan por su nombre. Les da una moneda a cada uno por su cortesía y se paran a hablar.

—Así que vais a ver a la dama malvada. Ha hechizado al rey, ¿sabéis? ¿Tenéis una medalla o una reliquia que os proteja, señor?

—Tenía una medalla, pero la perdí.

—Deberíais pedirle otra a nuestro cardenal —dice un niño—. Él os la dará.

El olor de los juncos es fresco y penetrante. La mañana es espléndida. Conoce bien las habitaciones de York Place y cuando las cruza hacia las cámaras interiores ve un rostro vagamente familiar y dice: ¿Mark?

El muchacho se aparta de la pared en que se apoya.

—Madrugas. ¿Cómo estás?

Se encoge de hombros hoscamente.

—Debe de resultarte extraño estar de nuevo aquí en York Place, ahora que las cosas han cambiado tanto.

—No.

—¿No echas de menos a Su Eminencia?

—No.

—¿Estás contento?

—Sí.

—Su Eminencia se alegrará de saberlo.

Mientras se aleja, se dice: tal vez no pienses nunca en nosotros, Mark, pero nosotros pensamos en ti. Al menos yo. Recuerdo que me llamaste felón y predijiste mi muerte. Es cierto que el cardenal siempre dice que no hay ningún lugar seguro, no hay habitaciones selladas, tanto si gritas en Cheapside tus pecados como si te confiesas con un sacerdote en cualquier lugar de Inglaterra. Pero cuando yo hablaba con el cardenal de matar, cuando vi una sombra en la pared, no había nadie que me oyera. Así que si Mark me considera un asesino, solo se debe a que cree que lo parezco.

Ocho antesalas: en la última, donde debería estar el cardenal, encuentra a Ana Bolena. Mira, ahí están Salomón y la reina de Saba, desplegados de nuevo, de nuevo en la pared. Hay una corriente de aire. La reina de Saba remolinea hacia él, sonrosada, redondeada, y él la reconoce: Anselma, dama hecha de lana, creía que no volvería a verte nunca.

Había mandado recado a Amberes para enterarse discretamente. Anselma se había casado, le había dicho Stephen Vaughan, con un hombre más joven, un banquero. Pues si se ahoga o algo parecido, dijo él, hacédmelo saber. Vaughan le escribe contestando: vamos, Thomas, ¿es que no está llena de viudas Inglaterra? ¿Y de muchachas jóvenes y lozanas?

La reina de Saba deja mal a Ana, que resulta a su lado cetrina y agria. De pie junto a la ventana, arranca y estira una ramita de romero y la rompe. La deja caer al verle, y vuelve a sepultar las manos en las mangas.

El rey dio un banquete en diciembre para celebrar la ascensión del padre de Ana a la condición de conde de Wiltshire. La reina estaba en otra parte, y Ana se sentó donde debería haberse sentado Catalina. Había escarcha en el suelo, escarcha en la atmósfera. Ellos solo lo oyeron, en la casa de Wolsey. La duquesa de Norfolk (que siempre está indignada por algo) estaba furiosa por el hecho de que se otorgase una posición más encumbrada a su sobrina. La duquesa de Suffolk, hermana de Enrique, se negó a comer. Ninguna gran dama habló con la hija de sir Thomas. Sin embargo, Ana había ocupado su sitio como primera dama del reino.

Pero ahora es el final de la Cuaresma y Enrique ha vuelto con su esposa. No tiene el descaro de estar con su concubina cuando se acerca la semana de la pasión de Cristo. El padre de Ana está en el extranjero, por asuntos diplomáticos; lo mismo que su hermano George, ahora lord Rochford; y lo mismo Thomas Wyatt, el poeta al que ella tortura. Está sola y se aburre en York Place. Y se ve reducida a llamar a Thomas Cromwell para ver si él le proporciona alguna diversión.

Un revuelo de perrillos (son tres), que se apartan rápidos de sus faldas y corren hacia él.

—No les dejéis salir —dice Ana, y él los levanta con manos expertas y suaves. Son, como sus Bellas, el tipo de perros de orejas desiguales y rabillos móviles que tendría la esposa de cualquier mercader al otro lado del estrecho. Cuando se los devuelve, le han mordisqueado los dedos y la chaqueta, le han lamido la cara cariñosamente con ojos desorbitados: como si fuese alguien a quien ansiaran encontrar.

Deja en el suelo a dos; entrega el más pequeño a Ana.

Vous êtes gentil —le dice ella—. ¡Cuánto os quieren mis niños! Yo no podría amar a esos monos que tiene Catalina, ¿sabéis? Les singes enchaînés. Sus manitas, sus cuellecillos encadenados. Mis niñitos me quieren por mí misma.

Es tan menuda. Tiene unos huesos tan delicados, una cintura tan fina. Si dos estudiantes de leyes hacen un cardenal, dos Anas hacen una Catalina. Hay varias mujeres sentadas en taburetes bajos que cosen o fingen coser. Una es María Bolena. Mantiene la cabeza baja, no es para menos. Otra es Mary Sheldon, una audaz prima Bolena blanca y sonrosada, que le mira de arriba abajo y se dice (muy claramente): ¡Madre de Dios, es eso lo mejor que pensó lady Carey que podría conseguir! Detrás, en la sombra, hay otra muchacha que vuelve la cara, intentando ocultarse. Él no sabe quién es, pero comprende por qué mira fijamente al suelo. Parece inspirarlo Ana. Ahora que ha dejado los perros, él hace lo mismo.

Alors; —dice Ana suavemente—. De pronto no se habla más que de vos. El rey no para de citar al señor Cromwell.

Lo pronuncia como si no dominara el inglés: Cremuel.

—Tiene tanta razón. Acierta en todo… Y también, no lo olvidemos, Maître Cremuel nos hace reír.

—Veo que el rey se ríe a veces, pero ¿vos, madame? ¿En vuestra situación? ¿Tal como os halláis?

Le lanza una mirada sombría por encima del hombro.

—Creo que lo hago raras veces. Reír. Ahora que lo pienso. No lo había pensado.

—Vuestra vida se ha convertido en esto.

Le han caído de las faldas briznas polvorientas, hojas y tallos secos. Mira fijamente la mañana.

—Permitidme decirlo de este modo —dice él—. Desde que mi señor el cardenal fue apartado, ¿cuánto habéis visto que progrese vuestra causa?

—Nada.

—Nadie sabe cómo funcionan los países cristianos mejor que mi señor el cardenal. Nadie conoce mejor a los reyes. Pensad lo obligado que se sentiría con vos, lady Ana, si mediaseis para deshacer ese malentendido y restaurarle en el favor del rey.

Ella no contesta.

—Pensadlo —dice él—. Es el único hombre de Inglaterra que puede proporcionaros lo que necesitáis.

—Muy bien. Defended su causa. Disponéis de cinco minutos.

—Por otra parte, veo que estáis muy ocupada.

Ana le mira con irritación. Y habla en francés.

—¿Sabéis cómo ocupo mis horas?

—Señora, ¿hablamos en francés o en inglés? Lo dejo a vuestra elección. Pero elijamos una cosa u otra. ¿Sí?

Él ve un movimiento por el rabillo del ojo; la muchacha medio oculta ha alzado la cara. Es pálida y vulgar; parece sobrecogida.

—¿Os es indiferente? —dice Ana.

—Sí.

—Muy bien, en francés.

Se lo explica de nuevo: el cardenal es el único que puede obtener un buen veredicto del papa. Es el único hombre que puede aliviar la conciencia del monarca y dejarla libre.

Ella escucha. Tiene que decir eso en su favor. Siempre se ha preguntado cómo pueden oír las mujeres, debajo de los pliegues amortiguadores de los velos y tocas que las cubren, pero Ana da la impresión de que ha oído lo que él ha dicho. Espera con paciencia, al menos; no interrumpe, hasta que lo hace al fin: así, dice, si el rey lo quiere y el cardenal lo quiere, él que era antes el primer súbdito del reino, debo decir entonces, señor Cremuel, ¡qué está tardando un tiempo asombrosamente largo en llegar a pasar!

Su hermana añade desde el rincón con voz casi inaudible: «Y ella no se está haciendo precisamente más joven mientras tanto».

Ni una puntada han añadido las mujeres a su labor desde que él ha entrado en la habitación.

—¿Me permitís que siga? —pregunta, persuasivo—. ¿Os queda aún un momento?

—Oh, sí —dice Ana—, pero solo un momento. En Cuaresma, raciono la paciencia.

Él le dice que desdeñe a los calumniadores que afirman que el cardenal puso obstáculos a su causa. Le explica cuánto le apena al cardenal que el rey no pueda satisfacer los deseos de su corazón, que siempre son también los suyos. Le dice que todos los súbditos del rey depositan en ella sus esperanzas de un heredero para el trono; y que él está convencido de que tienen razón al hacerlo. Le recuerda las muchas y gentiles cartas que ella ha escrito al cardenal en el pasado: todas las cuales guarda él en un archivo.

—Muy bien —dice ella cuando él calla—. Muy bien, señor Cremuel. Pero intentadlo de nuevo. Una cosa. Una simple cosa le pedíamos al cardenal y él no la hacía. Una simple cosa.

—Sabéis que no era simple.

—Tal vez yo sea una persona simple —dice Ana—. ¿Creéis que lo soy?

—Podéis serlo. Apenas os conozco.

Esa respuesta indigna a Ana. Él ve que su hermana sonríe.

—Podéis iros —dice Ana.

Y María se levanta de un salto y le sigue.

María tiene una vez más las mejillas ruborosas, los labios entreabiertos. Ha llevado consigo la costura, lo que a él le parece extraño, pero tal vez Ana le saque las puntadas si la deja atrás.

—¿Sin aliento de nuevo, lady Carey?

—Pensamos que podría levantarse y abofetearos. ¿Vendréis de nuevo? Shelton y yo lo estamos deseando.

—Ella puede aguantarlo —dice él. Y María dice: ciertamente, a ella le gusta una escaramuza con alguien de su nivel. ¿Qué es lo que estáis haciendo ahí?, le pregunta. Y ella se lo enseña. Es el nuevo escudo de armas de Ana. Se pondrá en todas sus cosas, me imagino, dice él, a lo que ella responde con una amplia sonrisa, oh, sí, en las enaguas, en los pañuelos, en las cofias y en los velos; tiene prendas que nadie ha usado jamás, para que se puedan bordar sus armas en todas ellas, sin mencionar las colgaduras de las paredes, las servilletas…

—¿Y vos cómo estáis?

Ella baja los ojos y aparta la mirada.

—Cansada. Un poco desmadejada, podríamos decir. Las Navidades fueron…

—Se pelearon. Es lo que dicen.

—Él se peleó primero con Catalina. Luego vino aquí buscando compasión. Ana dijo: ¡qué! Os avisé de que no debíais discutir con Catalina. Sabéis que perdéis siempre. Si no fuese rey —dice con satisfacción—, se le podría compadecer. Por la vida de perro que le hacen llevar.

—Se rumorea que Ana…

—Sí, pero no es cierto. Yo sería la primera en saberlo. Si engordase un centímetro, sería yo quien le ensanchase la ropa. Además, no puede, porque ellos no… No han…

—¿Os lo ha dicho ella?

—Sí, claro… ¡Por despecho!

María no le mira a los ojos aún. Pero parece creer que le debe información.

—Cuando están a solas, ella le permite desatarle el corpiño.

—Al menos no os pide a vos que lo hagáis.

—Le baja la ropa y le besa los pechos.

—Hombre hábil, si es capaz de encontrarlos.

María se ríe; una risa bulliciosa y nada fraterna. Debe de ser audible dentro, porque al momento se abre la puerta y aparece la muchachita que se ocultaba. Su expresión es grave, su reserva, absoluta; tiene la piel tan delicada que es casi translúcida.

—Lady Carey, lady Ana os llama.

Dice sus nombres como si estuviese presentando a dos cucarachas.

¡Por todos los santos!, exclama María, y se gira sobre los talones batiendo la cola del vestido en retirada con la facilidad que da la larga práctica.

Para sorpresa de él, la muchachita pálida atrae su mirada; tras la espalda en retirada de María Bolena, alza sus propios ojos al cielo.

Cuando sale caminando (ocho antecámaras ha de recorrer para incorporarse al resto de su jornada) sabe que Ana ha dado un paso al frente, situándose donde él pueda verla, la luz de la mañana bañando la curva de la garganta, ve el fino arco de la ceja, la sonrisa, el giro de su cabeza en el cuello largo y esbelto. Ve su rapidez, su inteligencia y su rigor. No había pensado que fuese a ayudar al cardenal, pero ¿qué se pierde por preguntar? Es la primera propuesta que le he hecho, piensa. Probablemente no sea la última.

Ana le dedicó toda su atención en determinado momento: aquella mirada suya sombría y penetrante. También el rey sabe mirar; ojos azules, de engañosa suavidad. ¿Es así como se miran entre ellos? ¿O de otro modo? Por un segundo, lo entiende. Luego, no. Se detiene junto a una ventana. Una bandada de estorninos se posa entre las negras y prietas yemas de un árbol sin hojas. Luego, como negras yemas que se abriesen, despliegan las alas. Aletean y cantan, poniéndolo todo en movimiento, aire, alas, notas negras de música. Se da cuenta de que los está observando con placer: ese algo casi extinto, cierto leve gesto hacia el futuro, está listo para dar la bienvenida a la primavera; de algún modo supletorio y desesperado, está deseando que llegue la Pascua, que termine el ayuno cuaresmal, el final de la penitencia. Hay un mundo más allá de este mundo sombrío. El mundo de lo posible, un mundo en el que Ana puede ser reina, es un mundo en el que Cromwell puede ser Cromwell. Lo ve; luego ya no. El momento es fugaz. Pero no puede recuperar la intuición. No puedes volver al momento anterior.

En Cuaresma hay carniceros que venden carne roja, si sabes dónde tienes que buscarla. En Austin Friars baja a hablar con el personal de cocina, y le dice al jefe:

—El cardenal está enfermo, está dispensado del ayuno.

El cocinero se quita el gorro.

—¿Por el papa?

—Por mí.

Recorre con la mirada la hilera de cuchillos colgados en los ganchos, las hachas de carnicero para partir huesos. Coge una, examina el filo, decide que necesita que la afilen y dice:

—¿Creéis que parezco un asesino? Según vuestra sincera opinión.

Silencio. Al poco rato, Thurston dice:

—En este momento, señor, tendría que decir…

—No, supongamos que voy camino de Gray’s Inn…, ¿podéis imaginároslo? Con un legajo de papeles y un tintero…

—Supongo que eso lo llevaría un sirviente.

—Así que no podéis imaginarlo.

Thurston vuelve a quitarse el gorro, le da la vuelta. Lo mira como si pudiesen estar en su interior sus propios sesos, o al menos alguna indicación de lo que ha de decir a continuación.

—Yo creo que pareceríais un abogado. No un asesino, no. Pero si me perdonáis, señor, siempre parecéis un hombre que sabe despiezar una res.

Da orden en la cocina de que preparen rollos de carne para el cardenal, con salvia y mejorana, atados y colocados uno al lado de otro en bandejas, para que los cocineros de Richmond solo tengan que ponerlos en el horno. Mostradme dónde dice en la Biblia que un hombre no debe comer rollos de carne en marzo.

Piensa en lady Ana, en su apetito insatisfecho de pelea. En las tristes damas que la rodean. Envía a aquellas damas unas cestas planas de pastelillos, hechos con miel y naranjas en conserva. A la propia Ana le envía un plato de crema de almendra. Está sazonada con agua de rosas y adornada con pétalos y con violetas confitadas. Él está por encima de lo de llevarlo personalmente cabalgando por el campo, pero no muy por encima. No hace tantos años de la cocina de Frescobaldi de Florencia; o quizá los haga, pero su recuerdo es nítido y preciso. Estaba aclarando una gelatina de pie de ternera, charlando en su mezcla de francés, toscano e inglés de Putney, cuando alguien gritó: «Tommaso, os llaman arriba». Sus movimientos fueron sosegados cuando hizo una seña a un marmitón, que le llevó un cuenco de agua. Se lavó las manos, se las secó con un paño de lino. Se quitó la bata y la colgó en un gancho. Que él sepa, aún debe de estar allí.

Vio a un muchacho (más joven que él) de rodillas fregando las escaleras. Cantaba mientras trabajaba:

Scaramella va alla la guerra

Colla lancia et la rotella

La zombero boro brorombetta,

La boro borombo

—Por favor, Giacomo —dijo.

El muchacho se desplaza hacia la curva de la pared para dejarle paso. Un cambio de la luz borró la expresión de curiosidad de su rostro, dejándolo en blanco, desvaneciendo su pasado en el pasado, limpiando el futuro. Scaramella va alla guerra… Pero yo ya he estado en la guerra, pensó.

Había subido. En sus oídos el estruendo y el tartamudeo del tambor militar de la canción. Había subido y no había vuelto a bajar nunca más. En un rincón de la contaduría de Frescobaldi, le esperaba una mesa. Scaramella fa la gala, tarareó. Había ocupado su sitio, afilado una pluma. Sus pensamientos remolineaban, juramentos en toscano, en inglés de Putney, en castellano. Pero cuando encomendaba sus pensamientos al papel, salían en latín, con una tersura perfecta.

Antes incluso de que entre en las cocinas de Austin Friars, las mujeres de la casa saben que ha ido a ver a Ana.

—Decidnos —pide Johane—. ¿Alta o baja?

—Ni lo uno ni lo otro.

—Me han dicho que es muy alta, cetrina, ¿verdad?

—Sí, cetrina.

—Dicen que es gentil. Que baila bien.

—No bailamos.

—Pero ¿qué os parece? —dice Mercy—. ¿Amiga de los Evangelios?

—No rezamos —dice él, encogiéndose de hombros.

—¿Cómo vestía? —pregunta su sobrinita Alice.

Ah, eso puedo decíroslo; da precios y procedencias, desde la toca al dobladillo, del talón a la punta del pie. En cuanto al peinado, Ana se atiene al estilo francés, la capucha redonda le ensancha los delicados huesos de la cara. Lo dice y, aunque su tono es frío, mercantil, parece que por alguna razón las mujeres no lo aprecian.

—¿No os gusta ella, verdad? —dice Alice, y él dice que no es cosa suya tener una opinión. Ni tampoco vuestra, Alice, dice abrazándola y haciéndola reír. La niña Jo dice: nuestro amo está de buen humor. Ese ribete de piel de ardilla, dice Mercy, y él dice: calabrés. Alice dice: oh, calabrés, y arruga la nariz; Johane comenta: he de decir, Thomas, que parece que os acercasteis mucho a ella.

—¿Tiene buenos dientes? —pregunta Mercy.

—Por amor de Dios, mujer, cuando me los clave os lo haré saber.

Cuando el cardenal oyó que el duque de Norfolk iba a ir a Richmond a despedazarle a dentelladas, se rio y dijo: «Dios santo, Thomas, es hora de ponerse en marcha».

Pero el cardenal necesita fondos para ir al norte. Se plantea el problema al consejo del rey, que se disuelve sin acuerdo. La disputa continúa en su audiencia.

—Después de todo —dice Charles Brandon—, no se puede permitir que un arzobispo tenga que ir de cualquier manera a su entronización como un sirviente que ha robado los cubiertos.

—Ha hecho más que robar los cubiertos —dice Norfolk—. Se ha tragado la comida que habría alimentado a toda Inglaterra. Ha robado el mantel, santo cielo, y ha vaciado la bodega.

El rey puede ser esquivo. Un día, cuando él cree que tiene una cita para verle, se encuentra con el secretario de Estado en vez del monarca.

—Sentaos —dice Gardiner—. Sentaos y escuchad. Tened paciencia porque he de aclararos unos cuantos asuntos.

Él observa cómo divaga Stephen, el demonio del mediodía. Es un individuo de articulaciones flojas, de cuyas arrugas fluyen amenazas. Tiene las manos grandes y velludas, y unos nudillos que restallan cuando aprieta el puño derecho en la palma izquierda.

Él toma nota de la amenaza implícita, y del mensaje. Se detiene al llegar a la puerta y dice en voz baja:

—Vuestro primo os envía saludos.

Gardiner le mira fijamente. Se le erizan las cejas como los pelos del cuello a los perros. Cree que Cromwell supone…

—No el rey —le dice suavemente—. No Su Majestad. Me refiero a Richard Williams.

—¡Ese viejo cuento! —dice Gardiner, consternado.

—Vamos —dice él—. No es una desgracia ser bastardo real. O, al menos, eso pensamos en mi familia.

—¿En vuestra familia? ¿Acaso saben ellos lo que es el decoro? No me interesa lo más mínimo ese joven. No admito ningún parentesco con él y no haré nada por él.

—No tenéis por qué hacerlo, ciertamente. Ahora se llama Richard Cromwell. —Cuando ya se marcha, esta vez de verdad, añade—: No dejéis que eso os quite el sueño, Stephen. Yo me he hecho cargo del asunto. Podéis estar emparentado con Richard, pero no estáis emparentado conmigo.

Sonríe. En el fondo, está fuera de sí, la cólera le inunda, es como si su sangre fuese tenue y estuviese llena de veneno diluido, como la sangre incolora de una serpiente. En cuanto llega a casa, a Austin Friars, abraza a Rafe Sadler y le revuelve el pelo, erizándoselo.

—Guiadme, Cielos: ¿muchacho o puercoespín? Rafe, Richard, me siento como un penitente.

—Es la estación —dice Rafe.

—Quiero conseguir una calma perfecta —dice él—. Quiero ser capaz de entrar en el gallinero sin que se les levanten las plumas a las gallinas. Quiero parecerme menos a tío Norfolk y más a Marlinspike.

Mantiene una conversación larga y reconfortante en galés con Richard, que se ríe de él porque se le esfuman de la memoria las viejas palabras y siempre está introduciendo frases en inglés, con una entonación furtiva de la frontera. Da a sus sobrinitas los brazaletes de perlas y corales que les compró hace semanas y había olvidado. Baja a la cocina y hace sugerencias, todas animosas.

Reúne al servicio de la casa, a sus empleados.

—Tenemos que planearlo —dice—, ver cómo puede estar más cómodo el cardenal en el viaje al norte. Quiere ir despacio, para que la gente pueda admirarle. Necesita llegar a Peterborough para Semana Santa, y seguir desde allí por etapas hasta Southwell, donde organizará la etapa siguiente hasta York. El palacio del arzobispo en Southwell tiene buenas habitaciones, pero de todos modos tal vez tengamos que conseguir albañiles en…

George Cavendish le ha contado que el cardenal se pasa el tiempo rezando. Ha buscado la compañía de algunos monjes de Richmond. Ellos le explican detalladamente el valor de las espinas en la carne y la sal en la herida, los méritos del régimen de pan y agua y los lúgubres placeres de la flagelación. «Oh, eso lo confirma —dice enojado—. Tenemos que ponerle en marcha. Estará mejor en Yorkshire».

Le dice a Norfolk: «Bueno, Milord, ¿cómo lo haremos? ¿Queréis que se vaya o no? ¿Sí? Entonces venid conmigo a ver al rey».

Norfolk gruñe. Se envían mensajes. Uno o dos días después, se encuentran en una antecámara. Esperan. El duque pasea. «¡Por san Judas! —exclama—. ¿No podemos respirar un poco de aire fresco? ¿O los abogados no lo necesitan?».

Pasean por los jardines. O pasea él, el duque patea el suelo.

—¿Cuándo salen las flores? —pregunta el duque—. Cuando yo era muchacho, nunca teníamos flores. Fue Buckingham, ¿sabéis?, quien trajo todo eso del jardín. ¡Santo cielo, era fantástico!

Al duque de Buckingham, notable jardinero, lo decapitaron por traición. Eso fue en 1521: menos de diez años antes. Resulta triste mencionarlo ahora, en presencia de la primavera, que canta en cada arbusto, en cada rama.

Llega al fin la convocatoria. Cuando se dirigen a la entrevista, el duque se para de pronto y se muestra reacio. Revuelve la mirada y se le dilatan las narices, se le acelera la respiración. Cuando le pone una mano en el hombro, se ve obligado a aminorar el paso y se arrastran ambos (él luchando contra el impulso de zafarse de aquella mano) como veteranos de guerra en un desfile de mendigos. Scaramella va alla guerra. A Norfolk le tiembla la mano.

Pero solo al pasar a presencia del rey comprende él plenamente cómo le crispa los nervios al viejo duque estar en la misma habitación que Enrique Tudor. Su áurea efervescencia le hace encogerse. Enrique los recibe cordialmente. Dice que el día es maravilloso, y el mundo bastante maravilloso también. Da vueltas por la habitación con los brazos abiertos recitando unos versos compuestos por él mismo. Hablará de cualquier cosa menos del cardenal. A Norfolk, frustrado, se le pone la cara de un rojo intenso y empieza a refunfuñar. Despedidos, retroceden. Enrique dice:

—Oh, Cromwell…

El duque y él se miran. «Por la santa misa…», masculla el duque.

Marchaos, Milord Norfolk, os veré más tarde, le indica él, con una mano a la espalda.

El rey espera, con los brazos cruzados y la mirada fija en el suelo. No dice nada hasta que él, Cromwell, se acerca.

—¿Mil libras? —susurra Enrique.

Él está a punto de decir: eso será la primera parte de las diez mil que debéis al cardenal de York hace una década, que yo sepa.

No lo dice, por supuesto. En tales ocasiones, Enrique espera que se inclinen de rodillas ante él: duque, conde, plebeyo, ágil o torpe, viejo o joven. Él lo hace. El tejido cicatrizal le da tirones. Pocos a los cuarenta no llevamos heridas.

Podéis levantaros, le indica el rey con una seña. Y añade, con curiosidad:

—El duque de Norfolk os da muchas muestras de amistad y favor.

Se refiere a la mano en el hombro: la minúscula e inesperada vibración de la palma ducal en el músculo y los huesos plebeyos.

—El duque procura respetar cuidadosamente todas las diferencias de rango. —Enrique parece aliviado.

Un pensamiento inoportuno se desliza entonces en su mente: ¿y si vos, Enrique Tudor, enfermarais y cayeseis a mis pies? ¿Me estaría permitido levantaros, o debería llamar a un conde para que lo hiciese? ¿O a un obispo?

Enrique se aleja. Se vuelve de pronto y dice, en voz baja:

—Todos los días echo de menos al cardenal de York. —Hace una pausa. Susurra—: Aceptad el dinero con nuestra bendición. No se lo digáis al duque. No se lo digáis a nadie. Pedid a vuestro señor que rece por mí. Decidle que es todo lo que puedo hacer.

El agradecimiento de él, todavía de rodillas, es amplio y elocuente. Enrique le mira sombríamente y dice: Dios santo, señor Cromwell. Sabéis hablar, ¿verdad?

Él sale con expresión serena, luchando con el impulso de sonreír de oreja a oreja. Scaramella fa la gala… «Todos los días echo de menos al cardenal de York». ¿Qué, qué, qué ha dicho?, pregunta Norfolk. Oh, nada, dice él. Solo unas palabras especialmente duras que quiere que le transmita al cardenal.

El itinerario está trazado. Los efectos del cardenal se cargan en barcazas costeras, para llevarlos a Hull, e ir por tierra desde allí. Él mismo ha conseguido personalmente una rebaja en el precio de las barcazas, hasta reducirlo a una cantidad razonable.

¿Sabes?, le dice a Richard, mil libras no es mucho cuando hay que trasladar a un cardenal.

—¿Cuánto dinero vuestro habéis aportado a esta empresa? —pregunta Richard.

Algunas deudas no deberían contabilizarse nunca, dice él.

—Yo personalmente sé lo que me deben, pero por Dios que sé muy bien lo que debo yo.

A Cavendish le dice: «¿Cuántos sirvientes lleva?».

—Solo ciento sesenta.

—Solo —asiente—. Bien.

Hendon. Royston. Huntingdon. Peterborough. Ha ordenado que vayan delante hombres a caballo, con instrucciones precisas.

La última noche, Wolsey le da un paquete. Contiene un objeto pequeño y duro, un sello o un anillo. «Abridlo cuando me haya ido».

Entra y sale gente del aposento privado del cardenal, con baúles y legajos. Cavendish vaga por allí con una custodia de plata.

—¿Vendréis al norte? —dice el cardenal.

—Iré a buscaros en cuanto el rey os llame de nuevo.

Cree y no cree que sucederá esto.

El cardenal se levanta. Hay una presión en el aire. Él, Cromwell, se arrodilla para recibir la bendición. El cardenal tiende la mano para que se la bese. No lleva en ella el anillo de turquesa. A él no se le escapa el hecho. El cardenal le apoya la mano abierta en el hombro un momento, con el pulgar en el hueco de la clavícula.

Es hora de que se vaya. Se han dicho tanto entre ellos que es innecesario añadir un comentario marginal. No le corresponde a él ahora glosar el texto de sus acuerdos, ni añadir una moraleja. No es la ocasión del abrazo. Si el cardenal no tiene más elocuencia que ofrecer, él, desde luego, no tiene ninguna. Antes de llegar a la puerta de la habitación, el cardenal se vuelve hacia la chimenea. Empuja su silla hacia el fuego y alza una mano para protegerse la cara, pero su mano no está entre él y el fuego, está entre él y la puerta que se cierra.

Se dirige hacia el patio. Vacila; en un hueco ennegrecido por el humo donde la luz se ha extinguido, se apoya en la pared. Está llorando. Que no pase George Cavendish y me vea, se dice, y lo escriba y lo convierta en una obra de teatro.

Maldice en voz baja y en varios idiomas: contra la vida, contra sí mismo por ceder a sus exigencias. Pasan criados, diciendo: «¡Ha llegado ya el caballo del señor Cromwell! ¡La escolta del señor Cromwell está a la puerta!». Espera hasta que recupera el control, y sale, desembolsando monedas.

¿Tenemos que borrar el escudo de armas del cardenal?, le preguntan los sirvientes cuando llega a casa. No, por Dios, dice él. Todo lo contario, repintadlo. Retrocede para mirar. «Las cornejas podrían destacar más. Y necesitamos un rojo mejor para el capelo».

Apenas duerme. Sueña con Liz. Se pregunta si ella le conocería, si reconocería al hombre que él jura que pronto será: inflexible, bondadoso, un guardián de la paz del rey.

Hacia el amanecer, se adormila. Despierta pensando: en este momento, el cardenal estará montando en su caballo. ¿Por qué no estoy con él? Es el 5 de abril. Johane se encuentra con él en las escaleras; le besa la mejilla, castamente.

—¿Por qué nos pone Dios a prueba? —musita ella.

—No creo que la superemos —susurra él.

¿No debería ir personalmente a Southwell?, pregunta. Iré yo por vos, dice Rafe. Él le da una lista. Haced que barran bien todo el palacio del arzobispo. Milord llevará su propia cama. Conseguid personal para la cocina en el King’s Arms. Comprobad cómo estabulan a los animales. Conseguid músicos. La última vez que pasé por allí vi que había unas pocilgas adosadas al muro del palacio. Buscad al propietario, pagadle, y derribadlas. No vayáis a beber a la Crown. La cerveza es peor que la de mi padre.

—Señor…, es hora de dejar al cardenal —dice Richard.

—Es una retirada táctica, no una derrota.

Creen que se ha marchado, pero no ha hecho más que entrar en un cuarto interior. Se oculta entre los archivos. Oye que Richard dice: «Se deja guiar por el corazón».

—Es un corazón experto.

—Pero ¿puede un general organizar la retirada cuando no sabe dónde está el enemigo? Es evidente que el rey tiene dos caras en este asunto.

—Podría retirarse uno directamente en sus brazos.

—¡Santo cielo! ¿Creéis que también nuestro señor tiene dos caras?

—Tiene tres por lo menos —dice Rafe—. Mirad, a él no le beneficiaba abandonar al anciano… Solo conseguiría con eso que le llamasen desertor. Tal vez haya algo que ganar manteniéndose fiel. Para todos nosotros.

—Pues marchaos, entonces, porquero. ¿A quién más que a él se le ocurriría pensar en las pocilgas? A Thomas Moro, por ejemplo, jamás.

—O exhortaría al porquero, buen hombre, se acerca la Pascua…

—… ¿estáis preparado para recibir la santa comunión? —Rafe se ríe—. Por cierto, Richard, ¿lo estáis vos?

—Puedo tomar un pedazo de pan cualquier día de la semana —dice Richard.

En Semana Santa llegan informes de Peterborough: nadie recuerda que se haya congregado nunca tanta gente como la que ha acudido a ver a Wolsey en esa ciudad. Cuando el cardenal continúa hacia el norte, él le sigue en el mapa que recuerda de esas islas. Stamford, Grantham, Newark; la corte itinerante llega a Southwell el 28 de abril. Él, Cromwell, escribe para tranquilizarle, escribe para prevenirle. Teme que los Bolena o Norfolk o ambos hayan dado con algún medio de introducir un espía en su comitiva.

El embajador Chapuys, al salir precipitadamente de una audiencia con el rey, le ha tocado en la manga, le ha llevado aparte. «Monsieur Cremuel, pensaba visitaros. Somos vecinos, ¿sabéis?».

—Seríais bienvenido.

—Pero me han informado de que ahora estáis a menudo con el rey, lo cual es grato, ¿no? Recibo noticias de vuestro viejo señor todas las semanas. Se interesa mucho por la salud de la reina. Pregunta si conserva el buen ánimo, y le ruega que considere que pronto se verá restaurada en el seno del rey. Y en la cama. —Chapuys se ríe; le divierte—. La concubina no le ayudará. Sabemos que lo habéis intentado sin resultado. Así que ahora él recurre a la reina de nuevo.

—¿Y qué dice la reina? —se ve forzado a preguntar.

—Dice: espero que Dios en su misericordia considere posible perdonar al cardenal, porque yo nunca podré hacerlo.

Chapuys espera. Él guarda silencio.

—Creo —continúa el embajador— que sabéis muy bien el desastroso conflicto que se produciría si se concediese ese divorcio o, digamos, si se forzase de algún modo a Su Santidad a otorgarlo. El emperador, en defensa de su tía, puede hacer la guerra a Inglaterra. Vuestros amigos mercaderes perderán su medio de sustento y muchos perderán la vida. Vuestro rey Tudor puede caer y la vieja nobleza camparía por sus respetos.

—¿Por qué me decís esto?

—Se lo digo a todos los ingleses.

—¿Vais de puerta en puerta?

Se pretende que transmita este mensaje al cardenal: que su crédito con el emperador se ha agotado. ¿Qué hará eso sino conducirle a apelar al rey francés? De un modo u otro, la traición acecha.

Él imagina al cardenal en Southwell entre los canónigos, en su asiento de la casa capitular, presidiendo bajo el alto techo abovedado, como un príncipe a sus anchas en algún claro del bosque, con una guirnalda de tallas de flores y hojas. Son tan flexibles que es como si las columnas, las nervaduras, hubiesen adquirido movimiento, como si la piedra hubiese estallado en vida floreciente; los capiteles están adornados con bayas, los remates son vástagos retorcidos, se enredan rosas en los fustes, florecen en un tallo semillas y flores; en el follaje atisban rostros, rostros de perros, liebres, cabras. Y también rostros humanos, que parecen tan vivos que tal vez puedan cambiar de expresión, quizá miren abajo, atónitos, la corpulenta forma purpúrea de su patrón. Y tal vez los hombres de piedra silben y canten en el silencio de la noche, cuando los canónigos duermen.

Él había aprendido en Italia un método para recordar basado en imágenes. Algunas se componen de bosques y campos, de setos y arboledas: tímidos animales ocultos, ojos que brillan en la espesura. Algunos son zorros y ciervos, otros son grifos, dragones; algunos son hombres y mujeres: monjas, soldados, doctores de la Iglesia. Coloca en sus manos objetos inverosímiles, santa Úrsula, una ballesta; san Jerónimo, una guadaña, mientras que Platón lleva un cucharón y Aquiles una docena de ciruelas damascenas en un cuenco de madera. Es inútil pretender recordar con la ayuda de objetos corrientes, de rostros familiares. Se necesitan yuxtaposiciones sorprendentes, imágenes un tanto peculiares, ridículas, incluso indecentes. Cuando has hecho las imágenes, las sitúas por el mundo en los emplazamientos que eliges, cada uno con su lote de palabras, de figuras, que acudirán cuando las llames. En Greenwich, un gato afeitado puede mearte desde detrás de un aparador; en el palacio de Westminster, una culebra puede mirar de reojo desde una viga del techo y silbar tu nombre.

Algunas de esas imágenes son planas y puedes caminar sobre ellas. Otras están cubiertas de piel y caminan por una habitación, pero pueden ser hombres con la cabeza vuelta o con rabos peludos como los leopardos de los escudos de armas. Algunos te miran ceñudos como Norfolk, o boquiabiertos y desconcertados como Milord Suffolk. Algunos hablan, otros graznan. Él los conserva en un estricto orden en la galería del ojo de su mente.

Tal vez sea porque está acostumbrado a componer esas imágenes por lo que su mente esté poblada por el reparto de mil obras de teatro, de diez mil entremeses. A esta práctica se debe que tienda a vislumbrar a su difunta esposa atisbando en una escalera, su rostro blanco alzado, o doblando rápidamente una esquina de Austin Friars, o de la casa de Stepney. La imagen empieza a fundirse ahora con la de su hermana Johane, y todo lo que pertenecía a Liz empieza a pertenecerle a ella: la semisonrisa, la mirada inquisitiva, su forma de desnudarse. Hasta que él dice basta y la borra de su mente.

Rafe cabalga hacia el norte con mensajes para Wolsey, demasiado secretos para ponerlos por escrito. Iría él mismo, pero, aunque el Parlamento siga aplazando sus sesiones, no puede irse, porque teme lo que podría decirse sobre Wolsey si no estuviese allí él para defenderle; y el rey podría llamarle con urgencia, o lady Ana. «Y aunque no estoy con vos en persona —escribe—, estad seguro de que estoy, y estaré toda la vida, con Su Eminencia en el corazón, en espíritu, en la oración y el servicio…».

El cardenal contesta: él es «mi propio grato, fiel y seguro refugio en esta calamidad mía». Él es «mi muy estimado Cromwell».

Escribe para pedir codornices. Escribe para pedir semillas de flores.

—¿Semillas? —pregunta Johane—. ¿Piensa echar raíces?

El crepúsculo encuentra melancólico al rey. Otro día de retrocesos en su campaña para ser de nuevo un hombre casado; niega, por supuesto, que esté casado con la reina.

—Cromwell —dice—, necesito hallar el medio de adquirir la titularidad de esos… —Mira de reojo, resistiéndose a decir a qué se refiere—. Comprendo que hay dificultades legales. No pretendo entenderlas. Y antes de que empecéis, no quiero que se me expliquen.

El cardenal ha dotado a su colegio de Oxford, y también a la escuela de Ipswich, con tierras que producirán unas rentas a perpetuidad. Enrique quiere su vajilla de plata y oro, sus bibliotecas, sus rentas anuales y la tierra que produce esas rentas. Y no comprende por qué no debería tener lo que quiere. Se han destinado a esas fundaciones las riquezas de veintinueve monasterios, los monasterios clausurados con permiso del papa, a condición de que sus bienes reviertan a los colegios. Pero ¿sabéis que empiezan a preocuparme muy poco el papa y sus permisos?, dice Enrique.

Es el principio del verano. Los atardeceres son largos y la hierba y el aire, fragantes. Se diría que un hombre como Enrique, en una noche como esta, podría ir a cualquier lecho que le apeteciese. La corte está llena de mujeres deseosas. Pero, después de esta entrevista, paseará con lady Ana por el jardín, la mano de ella apoyada en su brazo, conversando, absorto; luego se irá a su lecho vacío, y ella, se supone, al suyo.

Cuando el rey le pregunta qué sabe del cardenal, él le dice que el cardenal añora la luz del semblante de Su Majestad; que se han iniciado los preparativos para su entronización en York.

—Entonces, ¿por qué no se va a York? Me parece que lo está demorando. —Enrique le mira, furioso—. Diré algo en vuestro favor. Sois fiel a vuestro señor.

—Solo he recibido amabilidad del cardenal. ¿Por qué no iba a serlo?

—Y no tenéis ningún otro señor —dice el rey—. Milord Suffolk me pregunta de dónde ha salido ese hombre. Le digo que hay Cromwells en Leicestershire, en Northamptonshire: hacendados o que lo fueron en tiempos. Supongo que pertenecéis a alguna rama desdichada de esa familia.

—No.

—Tal vez no conozcáis a vuestros antepasados. Pediré a los heraldos que investiguen.

—Su Majestad es muy bondadoso. Pero tendrán escaso éxito.

El rey se exaspera. No consigue sacar partido de la oferta: una genealogía, aunque modesta.

Milord, el cardenal me contó que sois huérfano, me dijo que os educasteis en un monasterio.

—Ah. Ese era uno de sus cuentecillos.

—¿Me contaba cuentecillos? —Varias expresiones se suceden en el rostro del rey: enojo, diversión, deseo de evocar tiempos pasados—. Supongo que sí. Me contó que menospreciabais a los consagrados a la vida religiosa. Por eso supuso que seríais diligente en la tarea que os encomendaba.

—No fue esa la razón. —Alza la mirada—. ¿Puedo hablar?

—¡Oh, por amor de Dios! —exclama Enrique—. Me gustaría que alguien lo hiciera.

Él se sobresalta. Luego comprende. Enrique desea conversar, sobre cualquier tema. Uno que no tenga nada que ver con el amor, la caza o la guerra. Ahora que ya no está Wolsey, no hay muchas posibilidades para eso; a menos que quieras hablar con algún tipo de sacerdote. Y si haces llamar a un sacerdote, ¿qué será lo que vuelva? El amor, Ana, lo que deseas y no puedes tener.

—Si me preguntáis por los monjes, hablo por experiencia, no por prejuicio. Y, aunque no me cabe duda de que algunas fundaciones están bien regidas, mi experiencia me dice que son más frecuentes el derroche y la corrupción. ¿Puedo sugerir a Su Majestad que si desea ver un desfile de los siete pecados capitales, no organice un baile de máscaras en la corte, sino una visita sin previo aviso a un monasterio? He visto monjes que viven como grandes señores de las ofrendas de los pobres, que prefieren comprar una bendición a comprar pan, y ese comportamiento no es cristiano. Tampoco acepto que los monasterios sean las sedes de cultura que creen algunos. ¿Fue Groeyn un monje, o Colet o Linacre, o cualquiera de nuestros grandes eruditos? Eran universitarios. Los monjes toman niños y los emplean de sirvientes, ni siquiera les enseñan latín macarrónico. No les niego el derecho a algunas comodidades corporales. No siempre puede ser Cuaresma. Lo que no soporto es la hipocresía, el engaño, la ociosidad, sus viejas reliquias, su culto trillado y su falta de inventiva. ¿Cuándo ha salido últimamente algo bueno de un monasterio? No inventan, solo repiten, y lo que repiten es corrupto. Durante siglos, los monjes han acaparado la pluma, y lo que han escrito es lo que consideramos nuestra Historia, pero yo no creo que lo sea, en realidad. Creo que han suprimido la Historia que no les gusta y han escrito una favorable a Roma.

Parece que Enrique mirara a través de él la pared que hay a su espalda. Él espera.

—¿Madrigueras, entonces? —pregunta Enrique.

Él sonríe.

—Nuestra Historia… —dice Enrique—. Como sabéis, estoy recogiendo datos. Manuscritos, opiniones. Comparaciones con la organización de los asuntos en otros países. Tal vez deberíais consultar con esos gentilhombres ilustrados. Encauzar un poco sus esfuerzos. Hablad con el doctor Cranmer… Os dirá lo que hace falta. Yo podría hacer buen uso del dinero que va anualmente a Roma. El rey Francisco es muchísimo más rico que yo. No tengo ni una décima parte de los súbditos que tiene él. Les pone los impuestos que quiere. Yo, en cambio, tengo que convocar al Parlamento. Si no lo hago, hay disturbios. —Añade con amargura—: Y si lo hago, también.

—Vos no toméis lecciones del rey Francisco —dice él—. Le gusta demasiado la guerra y demasiado poco el comercio.

Enrique esboza una leve sonrisa.

—Vos no lo creéis, pero yo considero que es la misión de un rey.

—Cuando el comercio va bien, se pueden subir los impuestos. Y si hay oposición a los impuestos, puede haber otros medios.

Enrique asiente.

—Muy bien. Empezad con los colegios. Hablad con mis abogados.

Harry Norris le acompaña a la salida de los aposentos privados del rey. Sin sonreír ni un momento, más bien adusto, dice:

—Yo no sería su recaudador de impuestos.

¿Pasaré los momentos más notables de mi vida bajo la vigilancia de Henry Norris?, piensa él.

—Él mató a los mejores hombres de su padre. Empson, Dudley. ¿No consiguió el cardenal una de sus casas?

Sale una araña corriendo de debajo de un taburete, presentándole un hecho.

—La casa de Empson de Fleet Street. Otorgada el 9 de octubre, el primer año de este reinado.

—Este reinado glorioso —dice Norris, como si aportara una corrección.

Gregory tiene quince años cuando empieza el verano. Sabe montar a caballo espléndidamente, y los informes de su destreza con la espada son buenos. En cuanto al griego…, bueno, su griego sigue igual.

Pero tiene un problema.

—En Cambridge se ríen de mis lebreles.

—¿Por qué?

Son dos perros negros parejos. Tienen cuellos curvos y musculosos y las patas finas. Mantienen los ojos bajos, dulces y recatados, hasta que ven la presa.

—Dicen: ¿por qué tienes perros que no se ven de noche? Solo los felones tienen perros así. Dicen que cazo en los bosques violando la ley. Dicen que cazo tejones, como los patanes.

—¿Qué quieres? —pregunta él—. ¿Unos blancos, o que tengan manchas de colores?

—Ambos serían buenos.

—Me haré cargo de tus perros negros.

No es que tenga tiempo para salir de caza, pero ya los usarán Richard o Rafe.

—Pero ¿y si la gente se ríe?

—Vamos, Gregory —dice Johane—. Te aseguro que nadie se atreverá a reírse.

Cuando llueve demasiado para salir de caza, Gregory se concentra en la lectura de La leyenda dorada; le gustan las vidas de los santos.

—Algunas cosas son ciertas y otras no —dice. Lee Le morte d’Arthur, y, como es la nueva edición, se agrupan todos a su alrededor para ver la cubierta, mirando por encima de su hombro: «Aquí comienza el libro primero del más noble y digno príncipe rey Arturo, en tiempos del rey de la Gran Bretaña…». En el primer plano de la ilustración se abrazan dos parejas. Sobre un caballo que trota muy alzado de patas hay un hombre con un sombrero de tubos enroscados como serpientes gruesas. Señor, ¿llevabais un sombrero como ese cuando erais joven?, pregunta Alice; y él dice que tenía uno de un color diferente para cada día de la semana, pero más grandes.

Una mujer monta a la grupa detrás del hombre.

—¿Creéis que representa a lady Ana? —pregunta Gregory—. Dicen que al rey no le gusta separarse de ella, así que la sube detrás como si fuese la mujer de un campesino.

La mujer tiene los ojos grandes y parece mareada de las sacudidas; podría muy bien ser Ana. Hay un castillo pequeño, poco más alto que un hombre, con un tablón a modo de puente levadizo. Los pájaros, que sobrevuelan la escena en círculos, parecen dagas voladoras.

—Nuestro rey se considera descendiente de ese Arturo —dice Gregory—. No murió, en realidad, sino que esperó en el bosque el momento oportuno, o tal vez en un lago. Tiene varios siglos. Merlín es un mago. Viene después, ya veréis. Hay veintiún capítulos. Pienso leerlos todos si sigue lloviendo. Algunas historias son ciertas y otras no, pero todas son buenas historias.

Cuando el rey le llama la próxima vez a la corte, quiere que se envíe un mensaje a Wolsey. Un mercader bretón cuyo navío había sido requisado por los ingleses ocho años antes, declara que no ha recibido la indemnización prometida. Nadie encuentra el documento. Fue el cardenal quien llevó el caso. ¿Lo recordará?

—Estoy seguro de que sí —dice él—. Debe de ser el navío que llevaba perlas en polvo de lastre y la bodega llena de cuernos de unicornio…

¡Dios nos asista!, dice Charles Brandon; pero el rey se ríe y dice: «Será ese».

—Si las sumas son dudosas, o todo el caso lo es, en realidad, ¿puedo ocuparme yo?

El rey vacila.

—No estoy seguro de que tengáis locus standi en el asunto.

En ese momento, Brandon le da de improviso su apoyo. «Harry, dejadle. Cuando este hombre haya terminado, el bretón os pagará».

Los duques giran en sus esferas. Cuando conferencian, no es por el placer de la mutua asociación; les complace verse rodeados de sus propias cortes, de individuos que les reflejan y son obsequiosos con ellos. Por gusto, tanto pueden encontrarse con un encargado de las perreras como con otro duque; así pasa él una hora amistosa con Brandon, examinando los perros del rey. Aún no ha llegado la temporada de la caza del ciervo, así que los perros de la jauría están en las perreras bien alimentados. Su ladrido musical se eleva en el aire vespertino, y los perros rastreadores, silenciosos como les han enseñado a ser, se alzan sobre las patas traseras y vigilan babeantes la llegada de la cena. Los niños de las perreras llevan cestos con pan y huesos, cubos de menudillos y cuencos con un guiso de sangre de cerdo. Charles Brandon inhala complacido como una viuda en una rosaleda.

Un cazador llama a una perra blanca con manchas de color canela, Barbada, de cuatro años. Se monta en ella a horcajadas y le echa la cabeza hacia atrás para mostrar sus ojos, nublados por una telilla fina. Le contraría mucho tener que matarla, pero duda de que sea de alguna utilidad en esta temporada. Él, Cromwell, sujeta la mandíbula de la perra con la mano.

—Podéis quitarle la membrana con una aguja curva. He visto que lo hacen. Hace falta mano firme y rapidez. A ella no le gustará, pero tampoco le gustará quedarse ciega. —Le acaricia las costillas, apreciando el medroso latido de su pequeño corazón animal—. Tiene que ser una aguja muy fina. Y de este tamaño. —Se lo indica con el pulgar y el índice—. Dejadme hablar con vuestro herrero.

Suffolk le mira de soslayo.

—Sois un hombre de gran utilidad.

Se alejan.

—Veréis. El problema es mi esposa —dice el duque. Él espera—. Siempre he querido que Enrique tenga lo que desea; siempre le he sido leal. Incluso cuando hablaba de cortarme la cabeza por haberme casado con su hermana. Pero, ahora, ¿qué voy a hacer? Catalina es la reina. ¿No? Mi mujer siempre ha sido amiga de ella. Ha empezado a hablar de, no sé, a decir que daría la vida por la reina, cosas así. Y el que la sobrina de Norfolk tenga preferencia sobre mi mujer, que fue reina de Francia, no lo soportamos. ¿Comprendéis?

Él asiente. Comprendo. «Además —continúa el duque—, me han dicho que Wyatt vuelve de Calais».

—Sí, ¿y?

—Me pregunto si debería contárselo. A Enrique, quiero decir. Pobre diablo.

—Dejadle en paz, Milord —dice él. El duque se sume en lo que, en otro hombre, se llamaría pensamiento silencioso.

Verano: el rey está cazando. Si él le necesita, tiene que seguirle. Y si el rey envía a alguien a buscarle, él acude. Enrique visita en su itinerario de verano a sus amigos de Wiltshire, de Sussex, de Kent, o se instala en sus propias residencias, o en las que le ha quitado al cardenal. A veces, ahora incluso, la reina cabalga con su pequeña y recia figura armada con un arco, cuando el rey caza en uno de sus grandes parques o en el parque de algún señor, donde conducen los ciervos hacia los arqueros. Lady Ana también cabalga (en distintas ocasiones) y disfruta de la búsqueda. Pero hay una estación para dejar a las damas en casa, y cabalgar por el bosque con los rastreadores y los perros; para levantarse antes del amanecer, cuando la luz está nublada como una perla; para consultar con el cazador y luego levantar el ciervo elegido. No sabes dónde ni cuándo terminará la cacería.

Harry Norris le dice, riéndose: pronto llegará vuestro turno, señor Cromwell, si él continúa favoreciéndoos como lo hace. Un pequeño consejo: cuando se inicie el día y salgáis a cabalgar, elegid una zanja. Grabadla en vuestra mente. Cuando él haya agotado tres buenos caballos, cuando suene el cuerno para otra persecución, soñaréis con esa zanja y os imaginaréis tumbado en ella: hojas secas y agua fresca de esa zanja será todo lo que deseéis.

Él mira a Norris: su encantador menosprecio de sí mismo. Estabais en Putney con mi cardenal cuando cayó de rodillas en el barro, piensa. ¿Contasteis esas cosas en la corte, al mundo, a los estudiantes de Gray’s Inn? Porque si no vos, ¿entonces quién?

En el bosque podéis encontraros perdido, sin compañeros. Podéis llegar a un río que no figura en ningún mapa. Podéis perder de vista a la presa, y olvidar por qué estáis allí. Podéis encontraros con un enano, o con el Cristo viviente, o con un antiguo enemigo, o con uno nuevo, uno que no conocéis hasta que veis aparecer su rostro entre las hojas crujientes y veis el brillo de su daga. Podéis encontraros con una mujer dormida en una enramada. Por un instante, antes de que no la reconozcáis, creeréis que es alguien que conocéis.

En Austin Friars hay pocas posibilidades de estar solo o únicamente con una persona. Cada letra del alfabeto te observa. En la contaduría está el joven Thomas Avery, a quien preparas para que se haga cargo de tus finanzas privadas. A medio camino entre las letras llega Marlinspike, caminando por el jardín con sus dorados ojos observadores. Hacia el final del alfabeto llega Thomas Wriothesley, que se pronuncia Risley. Es un joven inteligente, de unos veinticinco años y bien relacionado, hijo del heraldo de York, sobrino del jefe de los heraldos. Trabajó en casa de Wolsey bajo su dirección, luego se lo llevó Gardiner, como secretario jefe, a trabajar para él. Ahora está unas veces en la corte, otras en Austin Friars. Es el espía de Stephen, dicen los muchachos, Richard y Rafe.

El señor Wriothesley es alto, de cabello rubio rojizo, pero nada propenso (como otros individuos de piel clara, como el rey, por ejemplo) a sonrojarse cuando está contento o a las manchas rojizas cuando se enfada. Él está siempre pálido y frío, conserva siempre su gallardía, siempre está sereno. En Trinity Hall era un gran actor en las obras de los estudiantes, y es un tanto afectado, siempre pendiente de sí mismo y de su apariencia. Richard y Rafe le imitan a sus espaldas, y dicen: «Me llamo Wri-oth-es-ley, pero quiero ahorraros el esfuerzo, podéis llamarme Risley». Dicen que solo complica su apellido de ese modo para venir aquí y firmar cosas y gastar nuestra tinta. Ya conocéis a Gardiner, dicen, es demasiado irascible para emplear apellidos largos, y le llama simplemente «vos». Les encanta esta broma y por un tiempo, cada vez que aparece el señor W, ellos gritan: «¡Es vos!».

Sed compasivos con el señor Wriothesley, dice él. Los hombres de Cambridge merecen nuestro respeto.

Le gustaría preguntar a Richard, a Rafe, al señor Wriothesley Llamadme Risley: ¿parezco un asesino? Hay un muchacho que dice que lo parezco.

Este año no ha habido peste estival. Los londinenses dan las gracias de rodillas. La víspera de san Juan arden las hogueras toda la noche. Al amanecer llegan azucenas de los campos. Las jóvenes de la ciudad las trenzan con dedos temblorosos en guirnaldas marchitas que se colocan en las entradas y en las puertas de la ciudad.

Él piensa en aquella niña como una flor blanca. La que acompañaba a lady Ana y que se asomó a la puerta. Habría sido fácil averiguar su nombre, pero no lo hizo, porque estaba ocupado intentando descubrir los secretos de María. La próxima vez que la vea… Pero de qué vale pensar eso. Pertenecerá a una familia noble. Había pensado escribir a Gregory y decirle: he visto a una muchacha muy dulce. Me enteraré de quién es y si consigo guiar a mi familia con habilidad en los próximos años, tal vez puedas casarte con ella.

No lo ha escrito. En su precaria situación actual, sería más o menos tan útil como las cartas que solía escribirle Gregory. Querido padre: espero que os encontréis bien. Espero que vuestro perro se encuentre bien. Y, bueno, nada más, porque no tengo tiempo.

Él Lord Canciller dice: «Venid a verme y hablaremos de los colegios de Wolsey. Estoy seguro de que el rey hará algo por los pobres profesores. Venid. Venid y veréis mis rosas antes de que el calor las marchite. Venid y veréis mi nueva alfombra».

Es un día apacible y gris; cuando llega a Chelsea, ve la barca del secretario de Estado amarrada. La bandera de los Tudor cuelga lánguida en el aire bochornoso. Pasada la entrada, la casa de ladrillo rojo, de nueva construcción, muestra su alegre fachada que da al río. Camina hacia ella entre las moreras. Stephen Gardiner espera en el pórtico, bajo la madreselva. Los jardines de Chelsea están llenos de pequeños animales domésticos. Cuando él se acerca y su anfitrión le saluda, ve que el Canciller de Inglaterra tiene en brazos un orejudo conejo de níveo pelaje; cuelga pacíficamente de sus manos como unos mitones de armiño.

—¿No nos acompaña hoy vuestro yerno Roper? —pregunta Gardiner—. ¡Qué lástima! Esperaba verle cambiar de religión otra vez. Deseaba presenciarlo.

—¿Un paseo por el jardín? —propone Moro.

—Creía que podríamos verle sentarse a la mesa, amigo de Lutero, como antes, y volviendo a la Iglesia cuando trajesen las grosellas y las uvas crespas.

—Will Roper ya está asentado —dice Moro— en la fe de Inglaterra y de Roma.

—Este año no es bueno para los frutos pequeños —dice él.

Moro le mira de reojo, sonríe. Conversa afablemente mientras entran en la casa. Detrás de ellos, camina torpemente Henry Pattinson, un sirviente de Moro al que él llama a veces su bufón, y al que otorga cierta licencia. Es un gran provocador, muy pendenciero. Normalmente se acepta a un tonto para protegerle. Pero, en el caso de Pattinson, son los demás quienes necesitan protección. ¿Es realmente tonto? Hay algo taimado en Moro, disfruta poniendo a los demás en situaciones embarazosas. A él le gustaría tener un tonto que no lo fuese. Dicen que Pattinson se cayó de cabeza desde el campanario de una iglesia. Lleva a la cintura una cuerda con nudos que a veces dice que es su rosario. Otras veces dice que es su flagelo. Y otras, que es la cuerda que debería haberle salvado de su caída.

Al entrar en la casa, la familia colgada en la pared recibe a los visitantes, que los ven pintados a tamaño natural antes que en carne y hueso. Y Moro, consciente de ese doble efecto, se detiene para que los examinen, para que se fijen en ellos. La favorita, Meg, se sienta a los pies de su padre con un libro en las rodillas. Agrupados relamidamente en torno al Lord Canciller están su hijo John, su pupila Anne Cresacre, esposa de John; Margaret Giggs, también pupila suya; el anciano padre, sir John; sus hijas Cecily y Elizabeth; Pattinson, con ojos saltones; y su esposa Alice, con la cabeza baja y un crucifijo sobre el pecho, a un extremo del cuadro. El maestro Holbein les ha agrupado bajo su mirada, plasmándolos para siempre: mientras no los consuman las polillas, las llamas, el moho o el tizón.

En la vida real, hay algo en su anfitrión que se deshilvana, una sospecha de tejido deshilachado. Como está en su tiempo de holganza, viste una sencilla túnica de lana. La nueva alfombra está extendida en dos mesas de caballete para que la examinen. El fondo no es carmesí, sino de color rosa. Rubia tintórea no, piensa él, sino un tinte rojo mezclado con suero.

—A Su Eminencia el cardenal le gustaban las alfombras turcas —susurra él—. El Dux le envió una vez sesenta.

La lana es suave, de ovejas de montaña, pero ninguna de ellas era negra; donde el dibujo es más oscuro, la superficie da una sensación quebradiza, de tinte desigual, y con el tiempo y el uso se desprenderá. Dobla una esquina, pasa las yemas de los dedos por los nudos contándolos por pulgadas, con la facilidad de la costumbre.

—Es nudo de Ghiordes —dice—, pero el diseño es de Pérgamo… ¿Veis ahí en los octógonos, la estrella de ocho puntas? —Suelta la esquina de la alfombra y se distancia de ella, vuelve a acercarse y añade—: Ahí.

Se acerca más, posa suavemente una mano en el fallo, la interrupción en el tejido, el rombo ligeramente deformado, desequilibrado. En el peor de los casos, la alfombra son dos alfombras unidas. En el mejor, se ha tejido en la aldea de Pattinson, o la recompusieron y remendaron el año pasado esclavos venecianos en el taller de una callejuela. Para asegurase tendría que darle la vuelta.

—¿No es una buena compra? —pregunta su anfitrión.

Es hermosa, dice él, que no quiere estropear la satisfacción de Moro. Pero la próxima vez, piensa, llevadme con vos. Repasa la superficie rica y suave con la mano. El defecto del tejido apenas importa. Una alfombra turca no es un juramento. Hay personas en este mundo a las que les gusta todo preciso y ajustado, y las hay que aceptan alguna desviación marginal. Él es ambos tipos de persona. No permitiría, por ejemplo, una ambigüedad despreocupada en un arriendo, pero el instinto le indica que a veces un contrato no tiene por qué redactarse con demasiado rigor. Arriendos, autos judiciales, cláusulas, se escriben para que se lean, y cada cual los lee en función de su propio interés.

—¿Qué les parece, caballeros? —pregunta Moro—. ¿Para andar sobre ella o para colgar de la pared?

—Para andar sobre ella.

—¡Qué gustos fastuosos, Thomas!

Y se ríen. Cualquiera que los viese pensaría que son amigos.

Salen al aviario; se entregan a la conversación mientras revolotean y cantan los pinzones. Llega dando pasitos inseguros un nieto pequeño. Le sigue, vigilante, una mujer que viste una bata. El niño señala los pinzones, emite sonidos expresivos de placer, agita los brazos. Mira a Stephen Gardiner; frunce la boquita. La niñera se apresura a llevárselo antes de que empiece a llorar. ¿Cómo se puede ejercer esa influencia en los jóvenes sin esfuerzo?, le pregunta a Stephen. Stephen frunce el ceño.

Moro le coge del brazo.

—Bueno, respecto a los colegios —le dice—, he hablado con el rey, y aquí el secretario ha hecho todo lo posible. Lo ha hecho, de verdad. El rey debe refundar el colegio del cardenal en su nombre. Pero en cuanto a Ipswich, creo que no hay ninguna esperanza, después de todo, solo es…, lamento decirlo, Thomas, pero solo es el lugar en que nació un hombre que ha caído en desgracia, así que no tenemos ninguna obligación.

—Es una vergüenza para los maestros.

—Lo es, sin duda. ¿Entramos a cenar?

En el salón de Moro se habla exclusivamente en latín, aunque su esposa, Alice, que es la anfitriona, no entiende una palabra. Es costumbre de la familia leer un pasaje de las Escrituras, a modo de benedícite.

—Hoy es el turno de Meg —dice Moro.

Le gusta exhibir a su favorita. Ella coge el libro, lo besa; lee en griego, sin reparar en las interrupciones del tonto. Gardiner permanece con los ojos firmemente cerrados. No parece piadoso sino exasperado. Él observa a Margaret. Tendrá unos veinticinco años. La cabeza es lustrosa, de movimientos rápidos, como la de la zorrilla que Moro dice que ha domesticado; aunque pese a ello está en una jaula, por motivos de seguridad.

Entran los sirvientes. Miran a Alice al colocar los platos. ¿Aquí, señora, y aquí? La familia del cuadro no necesita sirvientes, claro. Existen solo por sí mismos, flotando en la pared.

—Comamos, comamos —dice Moro—. Todos menos Alice, que, si no, le estallará el corsé.

Ella vuelve la cabeza al oír su nombre.

—Esa expresión de sorpresa dolorida no es natural en ella —dice Moro—. Es consecuencia de peinarse hacia atrás e introducir en el cabello grandes agujas de marfil, con peligro para su cráneo. Cree que tiene la frente demasiado estrecha. Y así es, sin duda. Alice, Alice —dice—, recordadme por qué me casé con vos.

—Para que llevara la casa, padre —dice Meg en voz baja.

—Sí, sí —dice Moro—. Una ojeada a Alice me libera de la mancha de la concupiscencia.

Él percibe algo extraño, como si el tiempo hubiese efectuado una vuelta atrás o se hubiese atrapado a sí mismo en un lazo corredizo; les ha visto en la pared tal como les congeló Hans, y ahora se representan a sí mismos, con sus diversas expresiones de retraimiento o diversión, bondad y gracia: una familia feliz. Él prefiere a su anfitrión como le pintó Hans; en el Thomas Moro de la pared puedes ver que está pensando, pero no lo que está pensando, y así es como debería ser. El pintor los ha agrupado con tanta habilidad que no queda espacio entre las figuras para nadie más. El de fuera solo puede superponerse a la escena, como una mancha o un borrón imprevistos. Ciertamente, piensa él, Gardiner es un borrón o una mancha. El secretario agita sus mangas negras. Discute vigorosamente con su anfitrión. ¿Qué quiere decir san Pablo cuando afirma que Jesús fue hecho un poco por debajo de los ángeles? ¿Hacen chistes alguna vez los holandeses? ¿Cuál es el escudo de armas que corresponde al heredero del duque de Norfolk? ¿Es un trueno lo que oye a lo lejos o seguirá este calor? Alice tiene un monito con una cadena dorada, exactamente igual que en el cuadro. En el cuadro, juega junto a sus faldas. En la vida real, está en su regazo y se aferra a ella como un niño. Ella se inclina a veces y le habla, lo hace así para que nadie más lo oiga.

Moro no toma vino, pero se lo sirve a sus invitados. Hay varios platos, que saben todos igual. Carne de algún tipo, con una salsa tan arenosa como el cieno del Támesis. Y luego, cuajadas y queso que él dice que ha hecho una de sus hijas… Una de sus hijas, sus pupilas, sus hijastras, una de las mujeres que llenan la casa.

—Porque hay que mantenerlas ocupadas —dice—. No pueden estar siempre con sus libros. Y las muchachas jóvenes tienden a la mala conducta y la holgazanería.

—Sin duda —susurra él—. Y luego acabarán peleándose por las calles.

El queso atrae involuntariamente su mirada. Está picado y tiembla, como la cara de un mozo de establo tras una noche libre.

—Henry Pattinson está nervioso esta noche —dice Moro—. Tal vez habría que sangrarle. Espero que su dieta no haya sido copiosa.

—Oh —dice Gardiner—. No tengo temor alguno a ese respecto.

El anciano sir John, que debe de tener ya ochenta años, ha entrado a cenar, y le ceden la palabra. Le gusta contar historias.

—¿No han oído nunca la de Humphrey, duque de Gloucester, y el mendigo que se fingía ciego? ¿No han oído nunca la del hombre que no sabía que la virgen María era judía?

Uno espera más de un agudo y viejo abogado, incluso en su decrepitud. Luego, empieza con anécdotas de mujeres necias, de las que posee una vasta colección. E incluso cuando se queda dormido, el anfitrión aporta más. Lady Alice está ceñuda. Gardiner, que ya había oído todas las historias, rechina los dientes.

—Miren a mi nuera, Anne —dice Moro, y la muchacha baja los ojos; encoge los hombros esperando lo que se avecina—. Anne anhelaba…, ¿se lo cuento, cariño?… Anhelaba un collar de perlas. No paraba de hablar de él, ya sabéis cómo son las muchachas. Así que cuando le di una caja que resonaba al moverla, imagínense la cara que puso. E imagínense la que puso luego cuando la abrió. ¿Qué había dentro? ¡Guisantes secos!

La joven hace una profunda inspiración. Alza la cara. Él se da cuenta del gran esfuerzo que le cuesta.

—Padre —dice—, no olvidéis contar la historia de la mujer que no creía que el mundo fuese redondo.

—No, esa es buena —dice Moro.

Cuando él se fija en Alice, que mira a su marido con dolorosa concentración, piensa: ella todavía no lo cree.

Después de cenar, hablan del malvado rey Ricardo. Thomas Moro empezó a escribir muchos años atrás un libro sobre él. No era capaz de decidir si escribirlo en inglés o en latín, así que lo hizo en ambas lenguas, aunque no ha llegado a terminarlo nunca, ni a enviar ninguna parte al impresor. Ricardo nació para el mal, dice Moro; estaba escrito en él desde su nacimiento. Mueve la cabeza. «Hechos sangrientos. Juegos de reyes».

—Tiempos oscuros —dice el tonto.

—Que nunca vuelvan.

—Amén. —El tonto señala a los invitados—. Y que tampoco vuelvan estos.

Hay gente en Londres que dice que John Howard, abuelo del Norfolk de ahora, estuvo bastante involucrado en la desaparición de los niños que entraron en la Torre y nunca volvieron a salir. Los londinenses dicen (y él admite que los londinenses saben) que fue cuando estaban bajo la vigilancia de Howard cuando se vio a los príncipes por última vez. Aunque Thomas Moro cree que fue el condestable Brakenbury quien entregó las llaves a los asesinos. Brakenbury murió en Bosworth; no puede salir de su tumba para protestar.

El hecho es que Thomas Moro está muy próximo al Norfolk actual, y deseoso de negar que su antepasado ayudase a hacer desaparecer a alguien, no digamos ya a dos niños de sangre real. Él, con el ojo de su mente, enmarca al duque actual: en una mano empapada y nervuda sostiene un pequeño cadáver de cabello dorado, y en la otra el tipo de cuchillo pequeño que lleva uno a la mesa para cortar la carne.

Vuelve a la realidad: Gardiner, punzando el aire con el índice, presiona al Lord Canciller con sus pruebas. Llega un momento en que los susurros y gruñidos del tonto se hacen insoportables.

—Padre, echad a Henry, por favor —dice Margaret.

Moro se levanta para reñirle, le coge del brazo. Todas las miradas lo siguen. Pero Gardiner aprovecha el respiro. Se inclina y habla en inglés en voz baja.

—Acerca del señor Wriothesley. Recordadme. ¿Trabaja para mí o para vos?

—Yo diría que para vos, ahora que le han nombrado oficial del Sello. Ayudan al secretario de Estado, ¿no?

—¿Por qué está siempre en vuestra casa?

—No es un aprendiz vinculado. Puede ir y venir.

—Supongo que está harto de los eclesiásticos. Quiere ver qué puede aprender de… lo que digáis que sois vos, en estos tiempos.

—Una persona —dice él plácidamente—. El duque de Norfolk dice que soy una persona.

—El señor Wriothesley mira por sus intereses.

—Confío en que todos lo hagamos. ¿O para qué nos dio Dios los ojos, si no?

—Él piensa hacer fortuna. Todos sabemos que el dinero se pega a vuestras manos.

Como los pulgones a las rosas de Moro.

—No —dice con un suspiro—, desgraciadamente pasa por ellas. Ya sabéis lo que amo el lujo, Stephen. Mostradme una alfombra y andaré sobre ella.

Reprendido y expulsado el tonto, Moro vuelve con ellos. «Alice, ya sabes lo que te he dicho sobre beber vino. Te brilla la nariz.» Alice crispa el gesto, con disgusto y con cierto temor. Las mujeres más jóvenes, que entienden todo lo que se dice, bajan la cabeza y se miran las manos, jugueteando con los anillos y dándoles vueltas para captar la luz. Luego, algo aterriza en la mesa con un golpe, y Anne Cresacre, impulsada por la sorpresa a volver a su lengua materna, grita: «¡Henry, para ya!». Hay una galería encima, con miradores; el tonto mira por uno de ellos y les acribilla con mendrugos de pan.

—No se sobresalten, señores —grita—. ¡Les apedreo con Dios!

Consigue alcanzar al anciano, que despierta sobresaltado. Sir John mira a su alrededor; se limpia la baba del mentón con la servilleta.

—¡Vamos, Henry! —grita Moro—. Has despertado a mi padre. Y estás blasfemando. Y desperdiciando el pan.

—¡Santo cielo! Habría que azotarle —exclama Alice.

Él mira a su alrededor. Siente algo que identifica como lástima, una agitación agobiante bajo la clavícula. Piensa que Alice tiene buen corazón. Lo sigue creyendo incluso cuando, dispuesto ya a marcharse, con licencia para darle las gracias en inglés, ella le pregunta:

—¿Por qué no volvéis a casaros, Thomas Cromwell?

—Nadie me querría, lady Alice.

—Tonterías. Vuestro señor puede haber caído en desgracia, pero no sois pobre, ¿verdad? Tenéis vuestro dinero en el extranjero, según me han dicho. Tenéis una buena casa, ¿verdad? El rey os escucha, según mi marido. Y, por lo que cuentan mis hermanas de la ciudad, lo tenéis todo dispuesto en muy buen orden.

—¡Alice! —dice Moro. La toma por la cintura sonriendo, la zarandea un poco. Gardiner se ríe: una risa con un tono grave de bajo, como si se riese por una hendidura de la tierra.

El aroma de los jardines impregna el aire cuando salen hacia la barcaza del secretario de Estado.

—Moro se acuesta a las nueve —dice Stephen.

—¿Con Alice?

—La gente dice que no.

—¿Tenéis espías en la casa?

Stephen no contesta.

Ha oscurecido ya. Se balancean luces en el río.

—¡Santo cielo, estoy hambriento! —se queja el secretario de Estado—. Ojalá hubiese guardado uno de los mendrugos del tonto. Ojalá hubiese echado mano al conejo blanco, me lo comería crudo.

—¿Sabéis?, no se atreve a hablar claro —dice él.

—Es cierto, no se atreve —dice Gardiner; sentado bajo el dosel, se encoge como si tuviese frío—. Pero todos conocemos sus opiniones, que yo creo que son fijas e inmunes al debate. Cuando asumió su cargo dijo que no se mezclaría en el asunto del divorcio y el rey lo aceptó. Pero no sé cuánto tiempo lo aceptará.

—No me refería a que sea claro con el rey. Me refería a Alice.

Gardiner se ríe.

—La verdad es que si Alice hubiese entendido lo que dijo de ella le habría mandado a la cocina y le habría desplumado y asado.

—Supongamos que ella muriese. Él lo lamentaría.

—Tendría otra esposa en la casa antes de que el cadáver se enfriase. Una aún más fea.

Él cavila: vislumbra vagamente la oportunidad de hacer unas apuestas.

—Esa joven —dice—, Anne Cresacre. ¿Sabéis si es una heredera o una huérfana?

—Hubo cierto escándalo, ¿verdad?

—Cuando murió su padre, los vecinos la robaron para que se casara con su hijo. El muchacho la violó. Ella tenía trece años. Eso fue en Yorkshire. Así fue como llegaron ellos allí. Mi señor el cardenal se puso furioso cuando se enteró. Fue él quien se la llevó. La puso bajo la tutela de Moro porque creyó que estaría protegida.

—Y lo está.

No de la humillación.

—El hijo de Moro vive de las tierras de ella desde que la tomó en matrimonio. Tiene cien libras al año. Creo que podría permitirse un collar de perlas.

—¿Creéis que Moro está decepcionado con su hijo? No muestra talento para los negocios. De todos modos, creo que tenéis un hijo como él. Pronto le buscaréis una heredera.

Él no contesta. Es cierto; John Moro, Gregory Cromwell, ¿qué les hemos hecho a nuestros hijos? Los hemos convertido en jóvenes caballeros ociosos…, pero ¿quién puede culparnos por querer para ellos las comodidades que no tuvimos nosotros? Una cosa buena de Moro es que no está ocioso ni un momento, se ha pasado la vida leyendo, escribiendo, hablando de lo que cree que es bueno para la comunidad cristiana. Stephen dice:

—Debéis de tener otros hijos, claro. ¿No estáis deseando saber qué esposa os buscará Alice? Os alabó muy encarecidamente.

Él siente miedo. Es como Mark, el tocador de laúd: gente que imagina lo que no se puede saber. Está seguro de que Johane y él han sido discretos.

—¿Vos no pensáis casaros nunca? —le dice.

Sopla sobre las aguas una brisa fría.

—Soy un eclesiástico.

—Vamos, Stephen. Debéis de tener mujeres, ¿no?

La pausa es tan larga, tan silenciosa, que oye los remos cuando se hunden en el Támesis, el leve chapoteo cuando se alzan; oye el rumor de las olas de la estela de la barcaza. Oye los ladridos de un perro en la orilla sur. El secretario pregunta:

—¿Y qué hay de esa investigación en Putney?

El silencio se prolonga hasta Westminster. Pero, en conjunto, no es un viaje muy malo. Como menciona él, al desembarcar, ninguno de los dos ha arrojado al otro al río.

—Espero hasta que el agua esté más fría —dice Gardiner—. Y hasta que pueda ataros algún peso. Tenéis un truco para salir a la superficie, ¿verdad? Por cierto, ¿por qué os llevo a Westminster?

—Voy a ver a lady Ana.

Gardiner se ofende.

—No me lo habíais dicho.

—¿Acaso he de informaros de todos mis planes?

Sabe qué es lo que querría Gardiner. Dicen que el rey está perdiendo la paciencia con su consejo. Les grita: «El cardenal sabía hacer las cosas mejor que todos vosotros». Si regresa Su Eminencia, piensa él, lo que podría suceder en cualquier momento por un capricho del rey, estáis todos muertos, Norfolk, Gardiner, Moro. Wolsey es compasivo, pero solo hasta cierto punto.

Mary Shelton está presente; alza la vista, sonríe bobaliconamente. Ana tiene un aspecto suntuoso, con su bata de seda oscura. Lleva el cabello suelto, los delicados pies en unas chinelas de cabritilla. Se retrepa en el asiento, como si el día la hubiese dejado sin fuerzas. Pero de todos modos, cuando alza la vista, le chispean los ojos hostiles.

—¿Dónde habéis estado?

—En Utopía.

—Oh —se interesa—. ¿Y qué pasó?

—La dama Alice tiene un monito que se sienta a la mesa en su regazo.

—Yo los odio.

—Ya lo sé.

Él pasea. Ana le deja tratarla con bastante normalidad, salvo cuando tiene un arrebato súbito y fiero de «yo, que seré reina» y le zahiere, despectiva. Examina la punta de su chinela.

—Dicen que Thomas Moro está enamorado de su hija.

—Pienso que deben de tener razón.

La risa socarrona de Ana.

—¿Es una joven bonita?

—No. Pero es culta.

—¿Hablaron de mí?

—Nunca os mencionan en esa casa.

Me gustaría saber el veredicto de Alice, piensa él.

—¿De qué se habló entonces?

—De los vicios y necedades de las mujeres.

—Supongo que participasteis, ¿no? Es cierto, en realidad. Casi todas las mujeres son necias. Y viciosas. Lo he visto. He vivido demasiado tiempo entre mujeres.

—Norfolk y vuestro padre están muy ocupados viendo embajadores —dice él—. Francia, Venecia, el hombre del emperador…, solo en estos dos últimos días.

Sé que le están preparando una trampa a mi cardenal, piensa él.

—No creí que pudieseis conseguir tan buena información, aunque dicen que habéis gastado mil libras en el cardenal.

—Espero recuperarlas, de un sitio u otro.

—Supongo que la gente os está agradecida si ha recibido donaciones de las tierras del cardenal.

Vuestro hermano George, lord Rochford, vuestro padre Thomas, el conde de Wiltshire, piensa él, ¿no se han enriquecido con la caída del cardenal? Mirad cómo se viste George últimamente, el dinero que gasta en caballos y mujeres; pero no veo muchas muestras de gratitud de los Bolena.

—Yo solo cobro mis honorarios como abogado por las cesiones —dice.

Ella se ríe.

—Parece que se os da bien.

—Bueno, hay modos y modos…, a veces, la gente me cuenta cosas.

Es una invitación. Ana baja la cabeza. Está a punto de convertirse en una de esas personas que le cuentan cosas. Pero tal vez no esta noche.

—Mi padre dice: nunca se puede estar seguro con ese hombre, nunca sabes para quién trabaja. Yo diría que está muy claro que trabajáis para vos mismo, pero, bueno, solo soy una mujer.

Eso nos hace iguales, piensa él, pero no lo dice.

Ana bosteza, un leve bostezo gatuno.

—Estáis cansada —dice él—. Me iré. Por cierto, ¿cuál fue el motivo de que me llamaseis?

—Nos gusta saber dónde estáis.

—Entonces, ¿por qué no me llamó vuestro señor padre o vuestro hermano?

Ella alza la vista. Quizá sea tarde, pero no demasiado para la sonrisa perspicaz de Ana.

—Ellos creían que no vendríais.

Agosto: el cardenal escribe al rey una carta llena de quejas, en la que dice que los acreedores le están asediando, «cercado por la miseria y el miedo»… Pero las historias que llegan son diferentes. Está celebrando comidas e invitando a toda la aristocracia local. Está haciendo caridad a su antigua escala principesca, resolviendo conflictos y convenciendo con tiernas palabras a maridos y mujeres enemistados para que vuelvan a vivir bajo el mismo techo.

—Llamadme Risley estuvo en Southwell en junio con William Brereton, de la cámara privada del rey: consiguió la firma del cardenal para una petición que Enrique está haciendo circular y que se propone enviar al papa. Es idea de Norfolk el que los pares del reino y los obispos firmen esa carta pidiendo a Clemente que deje que el rey disponga de libertad. Contiene ciertas amenazas turbias e inconcretas, pero Clemente está acostumbrado a que le amenacen, nadie mejor que él para dar la vuelta a un asunto, para enfrentar a una parte con otra, para enredar las cosas.

El cardenal tiene buen aspecto, según Wriothesley. Y parece que su trabajo de construcción va más allá de unas reparaciones y unas cuantas renovaciones. Ha estado buscando por todo el país vidrieros, carpinteros y fontaneros; es terrible cuando mi señor decide mejorar el saneamiento. Nunca tuvo una iglesia parroquial, pero construyó la torre más alta. Nunca se alojó en ningún lugar donde no trazase planes de drenaje. Pronto habrá movimientos de tierra, alcantarillas y tuberías. Luego instalará fuentes ornamentales. El pueblo le aclama dondequiera que va.

—¿El pueblo? —dice Norfolk—. Aclamaría a un mono de Berbería. ¿Qué importa a quién aclamen esos? Habría que ahorcarles a todos.

—Pero ¿quién pagaría impuestos entonces? —dice él. Y Norfolk le mira temeroso, sin saber muy bien si bromea.

Los rumores sobre la popularidad del cardenal no le alegran, le dan miedo. El rey ha otorgado su perdón a Wolsey, pero si se sintió ofendido una vez, puede volver a hacerlo. Si pudieron inventar cuarenta y cuatro acusaciones entonces, si la fantasía no está constreñida por la verdad, pueden inventar otras cuarenta y cuatro.

Ve que Norfolk y Gardiner juntan las cabezas, le miran. Le miran furiosos y no hablan.

Wriothesley continúa con él, es su sombra, sigue sus pasos, escribe sus cartas más confidenciales, las dirigidas al cardenal y al rey. Nunca dice «Estoy demasiado cansado». Nunca dice «Es tarde». Recuerda todo lo que se le exige que recuerde. Ni siquiera Rafe es más perfecto que él.

Es hora de que las chicas se incorporen al negocio familiar. Johane se queja de lo mal que cose su hija, y parece ser que, trasladando subrepticiamente la aguja a la mano que no es, la niña ha ideado un tipo de punto torpe que sería difícil imitar. Él le encomienda la tarea de coser los despachos que van al norte.

Septiembre de 1530: el cardenal sale de Southwell camino de York, viajando en cómodas etapas. La parte siguiente de su itinerario se convierte en un desfile triunfal. Acude en masa gente de todo el país, le esperan emboscados en los cruces de los caminos para que pueda posar sus mágicas manos sobre sus hijos. A eso lo llaman «confirmación», pero parece ser un sacramento más antiguo. Llegan a miles, para contemplarle, boquiabiertos, y él reza por todos.

—El consejo tiene al cardenal bajo vigilancia —dice Gardiner al pasar a su lado—. Han cerrado los puertos.

—Decidle que si vuelvo a verle alguna vez me lo comeré crudo. Huesos, carne y ternilla —dice Norfolk. Él lo escribe así y lo envía al norte: «huesos, carne y ternilla». Imagina el crujido y el chasquido de los dientes del duque.

El 2 de octubre, el cardenal llega a su palacio de Cawood, a diez millas de York. Su entronización está prevista para el 7 de noviembre. Llega la noticia de que ha convocado a la Iglesia del norte; deben reunirse en York al día siguiente de su entronización. Es una demostración de su independencia. Algunos pueden considerarlo señal de rebeldía. No ha informado al rey, no ha informado al anciano Warham, arzobispo de Canterbury. Él puede oír la voz del cardenal, suave y burlona, diciendo: «Bueno, Thomas, ¿por qué tienen que saberlo?».

Norfolk le llama. Tiene la cara roja y espumilla en la boca cuando empieza a gritar. Ha estado con su armero para una prueba y aún lleva puestas diversas partes de la armadura (la coraza, los guardarrenes), así que parece una olla de hierro burbujeante a punto de hervir. «¿Es que piensa que puede atrincherarse allí y adjudicarse un reino? No le basta el capelo cardenalicio, solo será bastante una corona para el maldito Thomas Wolsey, ese condenado hijo de carnicero, y os diré algo, os diré algo…»

Él baja la vista por si el duque se parase a leerle el pensamiento. Mi señor habría sido un rey excelente, piensa; tan benigno, tan seguro y afable en sus tratos, tan equitativo, tan diligente y tan juicioso. Su reinado habría sido el mejor; sus súbditos, los mejores; y cómo habría disfrutado él de su condición.

Sigue con la mirada al duque, que continúa cabeceando y echando espuma; pero, para su sorpresa, cuando el duque se vuelve, se golpea el muslo metalizado y tiembla en sus ojos una lágrima, por el dolor, o por alguna otra cosa. «Ay, Cromwell, creéis que sois un hombre duro. ¿Sabéis lo que os digo? Os digo que no conozco un hombre en Inglaterra que hubiese hecho lo que habéis hecho vos por alguien caído en desgracia y condenado. El rey lo dice. Hasta él, Chapuys, el hombre del emperador, dice: no podéis echar la culpa a “como se llame”. Yo digo que es una lástima que entraseis al servicio de Wolsey. Es una lástima que no trabajéis para mí».

—Bueno —dice él—. Todos queremos lo mismo. Que vuestra sobrina sea reina. ¿No podemos trabajar juntos?

Norfolk gruñe. Hay algo que falla, en su opinión, en esa palabra, «juntos», pero no puede determinarlo. «No olvidéis cuál es vuestro lugar».

Él se inclina. «Hago buena cuenta de los constantes favores que me dispensa vuestra señoría».

—Mirad, Cromwell. Desearía que me visitarais en mi casa de Kenninghall y hablaseis con mi señora esposa. Es una mujer de exigencias monstruosas. Cree que yo no debería tener ninguna mujer en la casa, para mi placer, ¿sabéis? Yo digo: ¿en qué otro lugar debería estar? ¿Queréis que salga una noche de invierno y me aventure por esos caminos helados? No soy capaz de expresarme correctamente con ella. ¿Creéis que podríais ir hasta allí y defender mi caso? —Luego añade, precipitadamente—: Ahora no, por supuesto. No. Es más urgente… que veáis a mi sobrina…

—¿Cómo está?

—En mi opinión —dice Norfolk—, Ana está dispuesta a asesinar. Quiere las entrañas del cardenal en un plato para alimentar a sus perros, y que claven sus miembros en las puertas de la ciudad de York.

La mañana es oscura y sus ojos se vuelven espontáneamente hacia Ana, pero hay algo sombrío que se balancea alrededor, en los bordes del círculo de luz.

—El doctor Cranmer acaba de volver de Roma —dice Ana—. No trae buenas noticias, por supuesto.

Ellos se conocen. Cranmer trabajaba a veces para el cardenal; ¿quién no lo ha hecho, en realidad? Ahora trabaja activamente en el caso del rey. Se abrazan con cautela: maestro de Cambridge, persona de Putney.

—Señor —dice él—, ¿por qué no vinisteis a nuestro colegio? Me refiero al colegio del cardenal. Su Eminencia lo lamentó mucho. Habríamos procurado que os sintieseis muy cómodo.

—Creo que quería algo más permanente —dice Ana, sonriendo.

—Respecto a eso, lady Ana, el rey casi me ha dicho que se hará cargo personalmente de la fundación de Oxford —sonríe—. Tal vez pudiese llevar vuestro nombre.

Ana lleva esta mañana un crucifijo con una cadena de oro. A veces tira de él con impaciencia y luego esconde de nuevo las manos en las mangas. Es una costumbre tan presente en ella que la gente dice que tiene algo que ocultar, alguna deformidad; pero él cree que es una mujer a la que no le gusta enseñar la mano.

—Mi tío Norfolk dice que Wolsey anda con ochocientos hombres armados tras él. Dicen que recibe cartas de Catalina…, ¿es cierto? Dicen que Roma emitirá un decreto en el que se dirá que el rey tiene que separarse de mí.

—Sería un error manifiesto por parte de Roma —dice Cranmer.

—Sí, lo sería. Porque a él no se le puede decir lo que ha de hacer. ¿Acaso es el rey de Inglaterra un sacristán? ¿O un niño? En Francia no pasaría eso; su monarca controla bien a sus clérigos. El señor Tyndale dice: «Un rey. Una ley. Eso es lo que manda Dios en cada reino». He leído su libro La obediencia de un cristiano. Yo misma se lo he enseñado al rey y le he indicado los pasajes relacionados con su autoridad. El súbdito debe obedecer a su rey como obedecería a su Dios; ¿no digo bien? El papa aprenderá cuál es su sitio.

Cranmer mira a Ana con una leve sonrisa. Ella es como un niño al que enseñas a leer y que te desconcierta con su súbita aptitud.

—Esperad. Tengo algo que enseñaros —dice ella. Lanza una mirada rápida—. Lady Carey…

—Oh, por favor —dice María—. No lo difundáis.

Ana chasquea los dedos. María Bolena avanza hacia la luz, un resplandor de cabello rubio.

—Dámelo —dice Ana; es un papel y lo despliega—. Lo encontré en mi cama. ¿Podéis creerlo? Fue una noche, cuando esta rastrera pálida y empalagosa retiró las sábanas, y, por supuesto, no pude sacarle nada que tuviese sentido, llora solo con que la mires de reojo, así que no puedo saber quién lo dejó allí.

Muestra un dibujo. Hay tres figuras. La central es el rey. Es corpulento y apuesto, y, para que no quepa duda, lleva corona. A cada lado de él hay una mujer. La de la izquierda no tiene cabeza.

—Esa es la reina —dice ella—, Catalina. Y esa soy yo. —Se ríe—. Anne sans tête.

El doctor Cranmer tiende la mano para que le dé el papel.

—Dejádmelo a mí. Lo romperé.

Ella lo estruja en la mano.

—Puedo romperlo yo misma. Hay una profecía según la cual una reina de Inglaterra será quemada. Pero no me asusta una profecía. Y, aunque fuese verdad, correré el riesgo.

María permanece inmóvil como una estatua en la posición en que la ha dejado Ana. Tiene las manos unidas como si el papel siguiese en ellas. Oh, santo cielo, piensa él, cuánto daría por verla fuera de aquí, por llevarla a algún sitio en que pudiese olvidar que es una Bolena. Me lo pidió una vez. Le fallé. Si volviese a pedírmelo, le fallaría de nuevo.

Ana se vuelve hacia la luz. Tiene las mejillas chupadas, qué delgada está, le brillan los ojos.

Ainsi sera —dice ella—. No importa quién proteste, sucederá. Quiero tenerle.

El doctor Cranmer y él salen en silencio, hasta que ven acercarse a la muchachita pálida, la rastrera empalagosa que lleva ropa blanca doblada.

—Creo que esta es la que llora —dice él—. Así que no la miréis mal.

—Señor Cromwell —dice ella—, este puede ser un largo invierno. Enviadnos algunos de vuestros pastelillos de naranja.

—Hace mucho que no os veo… ¿Qué habéis estado haciendo? ¿Dónde habéis estado?

—Cosiendo más que nada —considera cada pregunta por separado—. Donde me mandan.

—Y espiando, creo.

Ella asiente.

—No lo hago muy bien.

—No sé. Sois muy pequeña y pasáis desapercibida.

Lo dice como un cumplido. Ella pestañea, agradecida.

—No hablo francés. Así que no lo hagáis vos, por favor, porque entonces no tengo nada de lo que pueda informar.

—¿Para quién espiáis?

—Para mis hermanos.

—¿Conocéis al doctor Cranmer?

—No —dice ella; le parece que es solo una pregunta.

—Bueno —la instruye—, debéis decir quién sois vos.

—Ah. Entiendo. Soy la hija de John Seymour. De Wolf Hall.

Él se sorprende.

—Creía que sus hijas estaban con la reina Catalina.

—Sí, a veces. Ahora no. Ya os lo he dicho. Yo voy donde me mandan.

—Pero no donde sois apreciada.

—Lo soy, en cierto modo. Bueno, lady Ana no rechaza a ninguna dama de la reina que quiera pasar tiempo con ella. —Alza los ojos, una pálida y momentánea claridad—. Muy pocas lo hacen.

Todas las familias en ascenso necesitan información. Con el rey considerándose soltero, cualquier jovencita puede tener la llave del futuro, y él no apuesta todo su dinero por Ana.

—Bien, buena suerte —dice él—. Procuraré que hablemos en inglés.

—Os lo agradecería —dice ella con una inclinación—. Doctor Cranmer.

Él se vuelve para observarla mientras camina hacia Ana Bolena. Cruza por su mente una leve sospecha sobre el papel de la cama. Pero no, piensa, no es posible.

—Tenéis muchas conocidas entre las damas de la corte —dice Cranmer con una sonrisa.

—No tantas —le dice—. Todavía no sé qué hija es esa. Hay por lo menos tres. Y supongo que los hijos de Seymour son ambiciosos.

—Apenas les conozco.

—El cardenal educó a Edward. Es listo. Y Tom Seymour no es tan tonto como aparenta.

—¿El padre?

—Está en Wiltshire. Nunca le vemos.

—Se le podría envidiar —susurra el doctor Cranmer.

La vida en el campo, la felicidad rural. Una tentación que él nunca ha conocido.

—¿Cuánto tiempo pasasteis en Cambridge antes de que el rey os llamase?

Cranmer sonríe.

—Veintiséis años.

Los dos visten para cabalgar.

—¿Regresáis hoy a Cambridge?

—No para quedarme. La familia —se refiere a los Bolena— quiere tenerme a mano. ¿Y vos, señor Cromwell?

—Un cliente privado. No puedo ganarme la vida con las miradas sombrías de lady Ana.

Los mozos esperan con sus caballos. El doctor Cranmer saca de los pliegues de su ropa objetos envueltos en tela. Uno es una zanahoria cuidadosamente cortada a lo largo y otro, una manzana mustia en cuartos. Le da dos trozos de zanahoria y la mitad de la manzana, como si fuese un niño que repartiese solidariamente una golosina, para que se lo dé a su caballo. Mientras lo hace, dice:

—Debéis mucho a Ana Bolena. Tal vez más de lo que creéis. Se ha formado una buena opinión de vos. Estoy seguro de que quiere ser vuestra cuñada, ¿sabéis?…

Los animales inclinan la cabeza, mordisquean, mueven las orejas, agradecidos. Es un momento de paz, como una bendición.

—No hay secretos, ¿verdad? —dice él.

—No. No. Absolutamente ninguno —el sacerdote niega con la cabeza—. Me preguntasteis por qué no fui a vuestro colegio.

—Era solo por hablar.

—De todos modos… Cuando nos enteramos en Cambridge, vos realizabais tantos trabajos para la fundación…, los estudiantes y los maestros os alababan…, al señor Cromwell no se le escapa un detalle. Aunque, desde luego, esas comodidades de que os ufanabais… —El tono suave y sin énfasis no cambia—. ¿En la bodega del pescado? ¿Dónde murieron los estudiantes?

—Su Eminencia no se tomó eso a la ligera.

—Ni yo —dice Cranmer sin acritud.

—Su Eminencia nunca fue un hombre que condenase a otro por sus opiniones. No habríais tenido ningún problema.

—Os aseguro que no habría encontrado en mí ni sombra de herejía. Ni siquiera en la Sorbona encontrarían una falta en mí. No tengo nada que temer —una sonrisa desvaída—, aunque tal vez…, bueno, quizá sea solo un hombre de Cambridge en el fondo.

—¿Es ortodoxo en todo? —le dice a Wriothesley.

—Es difícil saberlo. No le gustan los frailes. Deberíais investigar más.

—¿Le apreciaban en el Colegio de Jesús?

—Dicen que era un examinador severo.

—Supongo que no lo añora mucho. Aunque cree que Ana es una dama virtuosa —suspira—. ¿Y qué pensamos nosotros?

Llamadme Risley suelta un bufido. Acaba de casarse (con una parienta de Gardiner), pero sus relaciones con las mujeres no son en general afables.

—Parece un hombre melancólico —dice él—, de los que quieren vivir retirados del mundo.

Wriothesley enarca las rubias cejas de forma casi imperceptible.

—¿Os contó lo de la moza de taberna?

Cuando Cranmer llega a la casa, él le da de comer la exquisita carne del corzo. Cenan en privado, y le saca su historia poco a poco, con facilidad. Le pregunta de dónde es y cuando le contesta: «De ningún sitio que conozcáis», le dice: «Probadme, he estado en casi todos los sitios».

—Aunque hubieseis estado en Aslockton, no os habríais dado cuenta de que estabais allí. Si un hombre recorre las quince millas que hay desde allí hasta Nottingham, basta con que pase una noche fuera para que no vuelva a acordarse más de ese lugar.

Su aldea no tenía ni siquiera iglesia, solo unas cuantas casuchas y la de su padre, donde había vivido su familia tres generaciones.

—¿Vuestro padre es gentilhombre?

—Lo es, sí. —Cranmer parece ligeramente sorprendido: ¿qué otra cosa podría ser?—. Los Tamworth de Lincolnshire figuran entre mis parientes. Los Clifton de Clifton. La familia Molyneux, de la que habréis oído hablar. ¿O no?

—¿Y teníais muchas tierras?

—Si lo hubiese pensado, habría traído los documentos.

—Disculpad. Nosotros, los hombres de negocios…

Le examina valorativamente. Cranmer asiente.

—Una pequeña propiedad. Y yo no soy el primogénito. Pero él me educó bien. Me enseñó a montar. Me dio mi primer arco. Me regaló el primer halcón para que lo adiestrara.

Muerto, piensa él, el padre muerto hace mucho: y aún busca su mano en la oscuridad.

—Cuando tenía doce años me envió a la escuela. Sufrí allí. El director era muy severo.

—¿Con vos? ¿O también con los otros?

—Si he de ser sincero, yo solo pensaba en mí mismo. Era débil, sin duda. Supongo que él buscaba la debilidad. Los maestros lo hacen.

—¿No podíais quejaros a vuestro padre?

—Ahora me pregunto por qué no lo hice. Pero luego él murió. Yo tenía trece años. Al cabo de un año, mi madre me envió a Cambridge. Yo estaba contento de poder escapar. Huir de la palmeta. No es que la llama de la sabiduría ardiese con mucho vigor. La apagó el viento del este. Oxford, Magdalen especialmente, donde estaba vuestro cardenal, lo era todo por aquel entonces.

Él piensa: si hubieses nacido en Putney, veríais el río todos los días y lo imaginaríais ensanchándose hacia el mar. Aunque no hubieseis visto nunca el océano, tendríais una imagen de él en la cabeza después de que los extranjeros que subían a veces río arriba te hubiesen contado cosas. Sabías que un día saldrías a un mundo de pavimentos de mármol y pavos reales, de laderas vibrando de calor, de fragancia de hierbas aplastadas elevándose a tu alrededor al caminar. Planeabas adónde te llevarían tus viajes: el tacto de la terracota caliente, el cielo nocturno en otro clima, flores extrañas, la mirada de ojos de piedra de los santos de otras gentes. Pero si habías nacido en Aslockton, en anchos campos bajo un ancho cielo, solo serías capaz de imaginar Cambridge, nada más.

—El cardenal le contó a un hombre de mi colegio que os robaron los piratas de pequeño —dice vacilante el doctor Cranmer.

Él le mira fijamente un instante, sonríe con un gozo tranquilo.

—Cuánto echo de menos a monseñor. Ahora que se ha ido al norte, no hay nadie que me invente.

—¿Así que no es verdad? —dice cautamente el doctor Cranmer—. Es que yo me preguntaba si no podría haber dudas sobre si estabais bautizado. Porque, bueno, podría haberlas en un caso así.

—Pero ese secuestro jamás tuvo lugar. De veras. Y los piratas me habrían devuelto.

—¿Erais un niño rebelde? —pregunta el doctor Cranmer frunciendo el ceño.

—Si os hubiese conocido entonces, podría haberle dado a vuestro maestro una zurra por vos.

Cranmer ha dejado de comer. No es que haya comido mucho. Él piensa: este hombre seguirá albergando en el fondo la idea de que yo soy pagano; ya nunca conseguiré quitárselo del todo de la cabeza.

—¿Echáis de menos los estudios? Habéis visto interrumpida vuestra vida desde que el rey os nombró embajador y os envió a ultramar.

—En el golfo de Vizcaya, cuando venía de España, tuvimos que achicar la nave. Oí las confesiones de los marineros.

—Debieron de ser algo digno de oírse —se ríe—. Gritadas por encima del estruendo de la tormenta.

Tras ese viaje agotador, y aunque el rey estaba satisfecho de su embajada, Cranmer podría haber vuelto a su antigua vida, si no hubiese comentado, al encontrarse con Gardiner en el pasillo, que se podría consultar a las universidades europeas para que apoyasen la causa del rey. Habéis hablado con los canonistas, probad ahora con los teólogos. ¿Por qué no?, dijo el rey. Traedme al doctor Cranmer y encargadle que lo haga. El Vaticano dijo que no tenía nada contra la idea, salvo que no se debería ofrecer dinero a los eclesiásticos. Una advertencia divertida procediendo de un pontífice que se apellidaba Médici. A él esta iniciativa le parece casi fútil. Pero piensa en Ana Bolena, piensa en lo que había dicho su hermana: ella no se hace más joven cada día.

Decidme, habéis visto a un centenar de letrados en una serie de universidades, y algunos dicen que el rey tiene razón…

—La mayoría…

—Y si encontráis otros doscientos qué importaría. Clemente ya no cederá a la persuasión, solo a la presión. Y no me refiero a la presión moral.

—Pero no es a Clemente a quien tenemos que persuadir sobre el caso del rey sino a toda Europa. A todos los cristianos.

—Me temo que convencer a las cristianas puede ser más difícil aún.

Cranmer baja la vista.

—Yo nunca pude convencer a mi esposa de nada. Nunca pensé en intentarlo, en realidad —hace una pausa—. Somos dos viudos, creo, señor Cromwell, y si vamos a ser colegas, no debo permitir que os hagáis ciertas preguntas, o que estéis a merced de historias que os contará la gente.

La luz se está consumiendo a su alrededor mientras habla, y su voz, cada murmullo, cada vacilación, se desvanece en la oscuridad. Fuera de la habitación en la que están sentados, donde la casa sigue su curso nocturno, hay ruidos y roces, como si se estuviesen arrastrando caballetes, y un leve rumor de vítores y gritos alegres. Pero él lo ignora. Concentra la atención en el sacerdote. Joan, una huérfana, dice, sirvienta en la casa de un gentilhombre donde él solía ir de visita. Sin familia, sin dote. Le inspiró compasión. Un susurro en una habitación hace surgir espíritus de los pantanos, trae a los difuntos: oscureceres de Cambridge, la humedad de las marismas, las velas de junco y sebo arden en una habitación barrida y desnuda donde se produce un acto de amor. No podía hacer otra cosa, tenía que casarme con ella, dice el doctor Cranmer. Y en realidad cómo puede uno no casarse. Su colegio le retiró la beca, por supuesto, no puede haber becarios casados. Y naturalmente, ella tuvo que dejar la casa en la que trabajaba, y como no sabía qué hacer con ella, la alojó en El Delfín, que llevaban unos parientes suyos, unos (confiesa, no sin bajar los ojos), unos familiares de ella, sí, es verdad que gente de su familia llevaba El Delfín.

—No es nada de lo que haya que avergonzarse. El Delfín es un buen establecimiento.

Ah, lo conocéis: y se muerde el labio.

Observa al doctor Cranmer: su forma de pestañear, el dedo cauteloso que apoya en la barbilla, sus ojos elocuentes y sus pálidas manos suplicantes. Así que Joan no era, dice, no era, bueno, una moza de taberna, diga lo que diga la gente. Y sé lo que dice. Era una esposa con un hijo en el vientre, y él un pobre hombre de letras que se disponía a vivir con ella en una pobreza honesta, aunque eso no sucedió finalmente. Él pensaba que podría encontrar un puesto de secretario con algún gentilhombre, o de tutor, o que podría ganarse la vida con la pluma. Pero ninguno de esos planes sirvió de nada. Pensó que podrían irse de Cambridge, incluso que podrían abandonar Inglaterra, pero al final no tuvieron que hacerlo. Esperaba que algún pariente hiciese algo por él antes de que naciese el hijo, pero cuando murió Joan de parto, ya nadie pudo hacer nada por él. «Si el niño hubiera vivido, habría salvado algo. Pero tal como fueron las cosas, nadie sabía qué decirme. No sabían si darme el pésame por la pérdida de mi mujer, o felicitarme porque el Colegio de Jesús me había aceptado de nuevo. Me hice eclesiástico; ¿por qué no? Todo aquello, el matrimonio, el hijo que pensaba que tendría, mis colegas parecían considerarlo una especie de error de cálculo. Como perderle en el bosque. Llegas a casa y no vuelves a acordarte de ello».

—Hay en este mundo una gente extraña y fría. Y son los sacerdotes, creo yo, y perdonadme que os lo diga. Se adiestran para no sentir lo natural. Lo hacen con una finalidad buena, claro.

—No fue un error. Tuvimos un año. Pienso en ella todos los días.

Se abre la puerta. Alice, que trae luces.

—¿Es vuestra hija?

En vez de hablarle de su familia, dice:

—Es mi querida Alice. Esto no es trabajo tuyo, Alice…

Ella hace una reverencia, una pequeña genuflexión para un eclesiástico.

—No, pero Rafe y los otros quieren saber de qué habláis tanto tiempo. Y quieren saber también si habrá un despacho para el cardenal esta noche. Jo también espera con la aguja y el hilo.

—Diles que ya lo escribiré yo y que lo enviaré mañana. Jo puede irse a la cama.

—Oh, no vamos a irnos a la cama. Estamos haciendo correr a los lebreles de Gregory arriba y abajo por el salón, y haciendo tanto ruido como para despertar a los muertos.

—Ya veo por qué no queréis dar por terminada la velada.

—Sí, lo estamos pasando muy bien —dice Alice—. Tenemos modales de fregonas y nadie querrá casarse nunca con nosotras. Si nuestra tía Mercy se hubiese comportado así de joven le habrían aporreado la cabeza hasta hacerla sangrar por las orejas.

—Entonces vivimos en tiempos felices —dice él.

Cuando Alice se marcha y cierra la puerta, Cranmer pregunta:

—¿No se azota a los niños en esta casa?

—Procuramos enseñarles con el ejemplo, como propone Erasmo, aunque a todos nos gusta hacer correr a los perros y armar bulla, así que no hacemos muy bien las cosas en ese aspecto.

No sabe si debería sonreír. Él tiene a Gregory. Tiene a Alice y a Johane, y a la niña Jo y, por el rabillo del ojo, por la periferia del campo de visión, la niñita pálida que espía en casa de los Bolena. Tiene halcones en jaulas que se mueven hacia donde suena su voz. ¿Este hombre qué tiene?

—Yo pienso en los consejeros del rey —dice el doctor Cranmer—. El tipo de hombres que le rodean ahora.

Y él tiene al cardenal, si el cardenal sigue pensando bien de él después de todo lo que ha pasado. Si se muere, tiene los perros negros de su hijo para que se tiendan a sus pies.

—Son hombres hábiles —dice Cranmer— que harán todo lo que él quiera. Pero a mí me parece, no sé lo que pensáis vos, que no entienden en absoluto la situación en que se encuentra…, que carecen de compasión y de bondad. Que no tienen ninguna caridad. Ni amor.

—Eso es lo que me hace pensar que llamará de nuevo al cardenal.

Cranmer estudia su rostro.

—Me temo que eso ya no puede suceder.

Él siente deseos de hablar, de expresar la cólera y el dolor contenidos.

—La gente ha procurado crear malentendidos entre nosotros. Convencer al cardenal de que no defiendo sus intereses, solo los míos, que he sido comprado, que veo a Ana todos los días…

—La veis, desde luego…

—¿Cómo voy a saber si no lo que he de hacer? Su Eminencia no puede saber, no puede entender cómo están las cosas aquí ahora.

—¿No deberíais ir a verle? —pregunta amablemente Cranmer—. Vuestra presencia disiparía cualquier duda.

—No hay tiempo. Le han tendido una trampa y no me atrevo a moverme.

Ha refrescado; los pájaros del verano se han ido y abogados de negras alas acuden a los campos de Lincoln’s Inn y de Gray’s Inn para el nuevo periodo. La temporada de caza (o al menos la temporada en que el rey caza a diario) terminará pronto. Pase lo que pase en otros lugares, haya los engaños y frustraciones que haya, en el campo uno puede olvidarlos. El cazador figura entre los hombres más inocentes de este mundo; vive en el momento y eso le hace sentirse puro. Cuando regresa al oscurecer, le duele el cuerpo, tiene la cabeza llena de imágenes de hojas y cielo; no quiere leer documentos. Sus desdichas, sus perplejidades han retrocedido, y se mantendrán apartadas, siempre que (después de comer y beber, reír e intercambiar historias) se levante al amanecer para volver a hacerlo todo de nuevo.

Pero en invierno, el rey, menos ocupado, empezará a pensar en su conciencia. Empezará a pensar en su orgullo. Empezará a pensar en las recompensas con que premiará a los que puedan proporcionarle resultados.

Es un día de otoño, asoma tras las hojas que tiemblan y caen un sol trémulo y blanquecino. Entras en el campo de tiro con arco. Al monarca le gusta hacer más de una cosa al mismo tiempo: hablar, lanzar flechas a un blanco.

—Aquí estaremos solos —dice— y podré deciros libremente lo que pienso.

En realidad circula alrededor de ellos la población de un pueblo pequeño como podría ser Aslockton. El rey no sabe lo que significa «solo». ¿Está solo alguna vez, incluso en sueños? «Solo» significa sin Norfolk matraqueando detrás de él. «Solo» significa sin Charles Brandon, a quien, en un ataque de furia estival, el rey aconsejó que se fuese y se mantuviese a más de cincuenta millas de la corte. «Solo» significa tener únicamente al lado a mi arquero y a sus ayudantes, a mis gentilhombres de cámara, que son mis amigos más escogidos e íntimos. Dos de esos gentilhombres duermen al pie de su cama, salvo que esté con la reina; hace años que prestan ese servicio.

Cuando ve a Enrique tensar el arco, piensa: ahora veo que es regio. En palacio o en el exterior, en tiempo de guerra o en tiempo de paz, feliz o enojado, al rey le gusta practicar varias veces por semana, como debería hacer todo inglés; aprovechando su talla, los músculos bien adiestrados de los brazos, los hombros y el pecho, lanza las flechas para que vayan a clavarse en el centro preciso del blanco. Luego tiende el brazo para que alguien ate o desate el protector real; para que alguien se lleve el arco y le traiga otro. Un esclavo servil le entrega un pañuelo para enjugarse la frente y lo recoge de donde él lo haya tirado; y luego, exasperado porque ha fallado una o dos veces, el rey de Inglaterra chasquea los dedos, para que Dios cambie la dirección del viento.

—Recibo de diversas partes —grita el rey— el consejo de que debería considerar disuelto mi matrimonio ante la Europa cristiana y casarme a mi elección. Y pronto.

Él guarda silencio.

—Pero otros dicen… —sopla la brisa, llevándose hacia Europa sus palabras.

—Yo soy uno de esos hombres.

—Santo cielo —dice Enrique—, no me desanimará eso. ¿Cuánto creéis que va a durar mi paciencia?

Él no se decide a decir: aún vivís con vuestra esposa. Compartís un techo, una corte, vais juntos a dondequiera que os desplacéis, ella en la condición de reina, vos en la de rey. Dijisteis al cardenal que ella era vuestra hermana, no vuestra esposa, pero si hoy no tiráis bien con el arco, si el viento no os favorece o vuestra vista se nubla con lágrimas súbitas, es solo a la hermana Catalina a la que podréis recurrir; con Ana Bolena no podéis admitir debilidad, ningún fallo.

Él ha estudiado detenidamente a Enrique mientras practica con el arco. Ha tomado también un arco a invitación suya, lo que causa cierta consternación en las filas de los gentilhombres que tachonan la hierba y se apoyan en los árboles, vistiendo sus sedas del color de frutos maduros, morado, oro y ciruela. Enrique tira bien, pero no tiene los movimientos de un arquero nato; el arquero nato apoya todo el cuerpo en el arco. Le compara con Richard Williams, Richard Cromwell, como se llama ahora. Su padre, ap Evan, era un artista con el arco. Aunque él nunca llegase a verle, seguro que tenía músculos como maromas y que los empleaba todos, desde los talones hasta la cabeza. Observando al rey, se convence de que su bisabuelo no era el arquero Blaybourne, como cuenta la historia, sino Ricardo, duque de York. Su abuelo era de sangre real. Su madre era de sangre real; tira con el arco como un gentilhombre aficionado, y es rey, de eso no cabe duda alguna.

El rey le dice: —tenéis buen brazo, buen ojo. Él alega desdeñosamente: oh, a esta distancia. Tiramos al arco todos los domingos, explica, los de mi casa. Vamos a San Pablo para el sermón y luego a Moorfields; nos encontramos allí con nuestros compañeros del gremio y derrotamos a los carniceros y a los tenderos, y luego comemos todos juntos. Tenemos contiendas muy reñidas con los vinateros—. Enrique se deja llevar por un impulso y le mira.

—¿Y si os acompañase una semana? Podría ir disfrazado. A los Comunes les gustaría, ¿no? Podría tirar para vos. Un rey debería mostrarse a veces, ¿no os parece? Sería divertido, ¿verdad?

No mucho, piensa él. No puede jurarlo, pero le parece que hay lágrimas en los ojos de Enrique. «Seguro que ganaríamos —le dice. Es lo que le diríais a un niño—. Los vinateros bramarían como osos».

Empieza a lloviznar y cuando caminan hacia una arboleda protectora, un dibujo de hojas sombrea el rostro del rey. Ana amenaza con dejarme, explica. Dice que hay otros hombres y que está desperdiciando su juventud.

Norfolk, aterrado, esa última semana de octubre de 1530: «Escuchad. Este tipo de aquí —señala con el pulgar groseramente a Brandon, que ha vuelto a la corte, ha vuelto, por supuesto—, este individuo, hace unos años arremetió contra el rey en la liza y casi le mata. Enrique no se había puesto la visera, sabe Dios por qué, pero esas cosas pasan. Aquí Milord arremete con la lanza, ¡paf!, en el yelmo del rey y la lanza dio, a una pulgada, una pulgada, del ojo».

Norfolk se ha hecho daño en la mano derecha por la fuerza aplicada en la demostración. Con un rictus de dolor, pero furioso, vehemente, prosigue:

—Un año después, Enrique iba siguiendo a su halcón, era ese tipo de terreno cortado, llano pero engañoso, ya sabéis, y llega a una zanja, asienta una vara para ayudarse a cruzar, y el infernal instrumento se rompe, Dios hizo que estuviese podrido, y allá va Su Majestad y hunde la cara aturdido en un pie de agua y barro, y si un sirviente no lo hubiese sacado de allí, en fin, caballeros, tiemblo al pensarlo.

Él piensa que es una pregunta contestada. En caso de peligro, puedes sacarle de él. Como a un pez. Como sea.

—¿Y si se muere? —pregunta Norfolk—. Supongamos que se lo lleva una fiebre. Que se cae del caballo y se rompe el cuello. Entonces, ¿qué? ¿Su bastardo, Richmond? No tengo nada contra él, es un buen muchacho, y Ana dice que debería casarle con mi hija María. Ana no es tonta, pongamos un Howard en todas partes, dice, en todas las partes a las que pueda mirar el rey. Yo no tengo nada contra Richmond, en realidad, salvo que nació fuera del matrimonio. ¿Puede reinar? Preguntáoslo vos mismo. ¿Cómo consiguieron la corona los Tudor? ¿Por título? No. ¿Por la fuerza? Exactamente. Ganaron la batalla por la gracia de Dios. El viejo rey tenía un puño como no encontraríais en muchas millas a la redonda. Tenía grandes libros en los que anotaba sus agravios y perdonaba, ¿cuándo? ¡Nunca! Así se gobierna, señores.

Se vuelve a su público, a los consejeros que aguardan y observan y a los gentilhombres de corte y de cámara. A Henry Norris, a su amigo William Brereton, al secretario de Estado Gardiner, a (casualmente, en realidad) Thomas Cromwell, que está cada vez más donde no debería.

—El viejo rey engendró, y con la ayuda del cielo engendró varones. Pero cuando Arturo murió, se afilaron las espadas en Europa y se afilaron para repartirse este reino. Enrique, que es rey ahora, era un niño de nueve años. Si el rey hubiese aguantado unos años más, habría habido guerras de nuevo. Un niño no puede gobernar Inglaterra. ¿Y un niño bastardo? ¡Dios me dé fuerzas! ¡Ya estamos otra vez en noviembre!

Es difícil poner objeciones a lo que dice el duque. Él lo entiende todo. Incluso el último grito, que le sale al duque del alma. Es noviembre de nuevo y ha transcurrido un año desde que Howard y Brandon entraron en York Place y exigieron la cadena del cargo al cardenal y le expulsaron de su casa.

Se hace el silencio. Luego, alguien tose, alguien suspira. Alguien (probablemente Henry Norris) se ríe. Es él quien habla.

—El rey tiene una hija de su matrimonio.

Norfolk se vuelve. Furioso, la cara de un rojo intenso y moteado.

—¿María? —pregunta—. ¿Esa renacuaja parlante?

—Crecerá.

—Eso esperamos todos —dice Suffolk—. Ya ha cumplido los catorce, ¿no?

—Pero tiene la cara del tamaño de la uña de mi dedo pulgar —dice Norfolk.

El duque muestra su dedo a los presentes.

—Una mujer en el trono inglés —añade—. Eso ofende a la naturaleza.

—Su abuela fue reina de Castilla.

—Ella no puede ponerse al mando de un ejército.

—Isabel lo hizo.

—Cromwell —dice el duque—, ¿por qué estáis aquí? ¿Escuchando lo que hablan los gentilhombres?

—Señor, cuando gritáis pueden oíros hasta los mendigos de la calle. En Calais.

Gardiner se vuelve a mirarle. Interesado.

—Así que creéis que María puede reinar…

—Depende de quién la aconseje —dice, encogiéndose de hombros—. Depende de con quién se case.

—Tenemos que actuar pronto —dice Norton—. Catalina tiene a la mitad de los abogados de Europa trabajando para ella. Esta dispensa. Aquella dispensa. La otra dispensa con una condenada redacción distinta que dicen que procede de España. No importa. Es algo que va más allá de los documentos.

—¿Por qué? —pregunta Suffolk—. ¿Acaso está vuestra sobrina encinta?

—¡No! Y es una lástima. Porque si lo estuviese, no habría más remedio que hacer algo.

—¿Qué? —dice Suffolk.

—No sé. ¿Qué él mismo se otorgue el divorcio?

Se oye un arrastrar de pies, un susurro, un suspiro. Algunos miran al duque. Otros se miran los zapatos. No hay nadie en la habitación que no quiera que Enrique consiga lo que desea. Sus vidas y fortunas dependen de ello. Él ve el camino que hay delante: un camino tortuoso por un terreno llano, el horizonte engañosamente despejado, el campo entrecruzado por zanjas, y el Tudor actual, con cierta cantidad de salpicaduras de barro por cuerpo y rostro, es sacado de la zanja jadeando al aire claro.

—Aquel buen hombre que sacó al rey de la zanja, ¿cómo se llamaba? —pregunta.

—Al señor Cromwell le gusta escuchar las hazañas de las personas de baja condición —dice secamente Norfolk.

No cree que ninguno de ellos lo sepa. Sin embargo, Norris contesta:

—Yo lo sé. Se llamaba Edmund Ludy.

Todo sería más apropiado, dice Suffolk, y suelta una carcajada. Le miran todos fijamente.

Es el Día de Difuntos: noviembre otra vez, como dice Norfolk. Han llegado Alice y Jo para hablar con él. Las acompaña Bella (la Bella de ahora) con una cinta de seda rosa. Él alza la vista: ¿puedo hacer algo por estas dos damas?

—Señor —dice Alice—, hace más de dos años que murió mi tía Elizabeth, vuestra esposa. ¿Escribiréis al cardenal pidiéndole que pida al papa que la deje salir del Purgatorio?

—¿Y qué me decís de vuestra tía Kat? —pregunta él—. ¿Y de vuestras primitas, mis hijas?

Las niñas intercambian miradas.

—No creemos que ellas hayan estado allí tanto. Anne Cromwell se enorgullecía de su trabajo con los números y se ufanaba de estar aprendiendo griego. Grace estaba envanecida con su cabello y solía decir que tenía alas, lo cual era mentira. Creemos que tal vez ellas deban sufrir más. Pero el cardenal podría intentarlo.

Pedid y se os dará, piensa él.

—Habéis trabajado tanto —dice Alice animosamente— en los asuntos del cardenal que no os lo negaría. Y aunque ya no cuente con el favor del rey, seguro que contará con el del papa.

—Y supongo que el cardenal escribe al papa todos los días —dice Jo—. Aunque no sé quién le coserá las cartas. Y supongo que el cardenal podría enviarle un regalo por ese favor. Dinero, quiero decir. Nuestra tía Mercy dice que el papa no hace nada si no se le da dinero.

—Venid conmigo —dice él. Ellas intercambian miradas. Les pide que vayan delante. Las patitas de Bella corren. Jo aminora la marcha, pero, de todos modos, Bella tiene que correr.

Mercy y Johane, la mayor, están sentadas juntas. El silencio no es alegre. Percy lee, murmurando las palabras para sí. Johane mira a la pared con la costura en el regazo. Mercy señala con el dedo la línea que está leyendo.

—¿Qué es esto? ¿Una embajada?

—Decídselo —dice él—. Jo, explícale a tu madre lo que me habéis pedido que haga.

Jo se echa a llorar. Alice habla y expone su propuesta.

—Queremos que nuestra tía Liz salga del Purgatorio.

—¿Qué les has estado enseñando? —pregunta él.

Johane se encoge de hombros.

—Muchas personas mayores creen lo mismo que ellas.

—Santo cielo, ¿qué está pasando en esta casa? Estas niñas creen que el papa puede bajar al otro mundo con un manojo de llaves. Mientras que Richard niega el sacramento…

—¿Qué? —pregunta Johane, boquiabierta—. ¿Lo hace?

—Richard tiene razón —dice Mercy—. Cuando nuestro Señor dijo este es mi cuerpo, quería decir esto significa mi cuerpo. No dio permiso a los sacerdotes para ser conjuradores.

—Pero dijo es. No dijo esto es como mi cuerpo. Dijo es. ¿Puede mentir Dios? No. Es incapaz de hacerlo.

—Dios puede hacer lo que quiera —dice Alice.

—Ay, bonita —dice Johane mirándola fijamente.

—Si mi madre estuviera aquí te daría una bofetada por eso.

—Nada de peleas, por favor —dice él.

Austin Friars es como un mundo en pequeño. En los últimos años se parece más a un campo de batalla que a un hogar. O a un campamento de tiendas de campaña en las que los supervivientes contemplan desesperados sus miembros maltrechos y sus expectativas frustradas. Pero es él quien tiene que dirigir a estas últimas tropas endurecidas; para que no se las desbaraten en el siguiente ataque, es él quien debe enseñarles el arte defensivo de afrontar ambas vías, la fe y las obras, el papa y los nuevos hermanos, Catalina y Ana. Mira a Mercy, que sonríe, burlona. Mira a Johane, que se ha ruborizado. Desvía la atención de Johane y de sus propios pensamientos, que no son precisamente teológicos.

—No habéis hecho nada malo —les dice a las niñas; pero ellas están afligidas y las engatusa—. Te haré un regalo por coser entre las ropas las cartas del cardenal, Jo; y a ti otro, Alice, estoy seguro de que no hace falta ninguna razón. Te regalaré unos monitos.

Ellas se miran. Jo se siente tentada.

—¿Sabéis dónde conseguirlos?

—Creo que sí. He estado en casa del Lord Canciller y su esposa tiene uno. Se lo sienta en las rodillas y escucha todo lo que le dice.

—Ya no están de moda —dice Alice.

—Pero os lo agradecemos —dice Mercy.

—Pero os lo agradecemos —repite Alice—. Aunque ya no se ven monitos en la corte desde que apareció lady Ana. Nos gustarían cachorrillos de Bella para estar a la moda.

—Tal vez con el tiempo —dice él.

La habitación está llena de corrientes subterráneas, y algunas se le escapan. Coge a su perra, se la pone debajo del brazo y sale a ver cómo conseguir algo más de dinero para el hermano George Rochford. Sienta a Bella en el escritorio, para que eche un sueñecito entre sus papeles. Ha estado chupando la punta de su lazo intentando sutilmente deshacer el nudo del cuello.

El 1 de noviembre de 1530 le entregan una orden para la detención del cardenal a Harry Percy, el joven conde de Northumberland. El conde llega a Cawood para detenerle. Cuarenta y ocho horas antes de su llegada a York para la investidura como estaba previsto. Se lo llevan bajo guardia al castillo de Pontefract, de allí a Doncaster, y de allí a Sheffield Park, la casa del conde de Shrewsbury. Donde cae enfermo. El 26 de noviembre llega el condestable de la Torre con veinticuatro hombres armados, para escoltarle al sur. Le llevan desde allí hasta la abadía de Leicester. Muere tres días después.

—¿Qué era Inglaterra antes de Wolsey? Una islita de ultramar pobre y fría.

George Cavendish llega a Austin Friars. Llora mientras habla. A veces se seca las lágrimas y moraliza. Pero sobre todo llora.

—Ni siquiera habíamos acabado de cenar —dice—. Monseñor estaba tomando el postre cuanto llegó el pobre Harry Percy. Estaba salpicado de barro del camino y llevaba las llaves en la mano. Ya se las había quitado al portero y había puesto centinelas en las escaleras. Monseñor se levantó, dijo: Harry, si lo hubiese sabido os habría esperado para cenar. Me temo que casi hemos acabado ya el pescado. ¿Queréis que rece pidiendo un milagro? Yo le susurré: monseñor, no blasfeméis. Entonces, Harry Percy avanzó hacia él. Monseñor, os detengo por alta traición.

Cavendish espera. Espera que le dé un ataque de furia. Pero él une los dedos, los junta como si estuviese rezando. Piensa: Ana lo ha preparado, debe de haberle procurado una satisfacción profunda y secreta; una venganza aplazada, por ella misma, por su antiguo amante, a quien reprendió severamente el cardenal y echó de la corte.

—¿Y cuál era la actitud de él, de Harry Percy?… —pregunta.

—Temblaba de pies a cabeza.

—¿Y Monseñor?

—Le pidió que le enseñase la orden. Percy dijo: hay cosas en mis instrucciones que no debéis ver. Así que yo le dije a monseñor: si no os la enseña, no os entregaré, así que tenéis un problema, Harry. Vamos, George, me dijo monseñor, entraremos en mis habitaciones a hablar. Ellos le siguieron pisándole los talones, los hombres del conde, así que me planté a la puerta y les corté el paso. Monseñor entró en su cámara con un gran dominio de sí mismo, y cuando se volvió, dijo: Cavendish, miradme a la cara: no tengo miedo a ningún hombre vivo.

Él, Cromwell, se aleja paseando, para no tener que ver la congoja de Cavendish. Mira la pared, los paneles nuevos forrados de lino, y recorre con el índice sus ranuras.

—Cuando le sacaron de la casa, la gente del pueblo se había congregado fuera. Se arrodillaban en el camino llorando. Pedían a Dios venganza contra Harry Percy.

Dios no tiene por qué molestarse, piensa él: ya me encargaré yo.

—Cabalgamos hacia el sur. El tiempo empeoraba. Era tarde cuando llegamos a Doncaster. La gente del pueblo se amontonaba en la calle, codo con codo, cada uno con una vela en la oscuridad. Creímos que se dispersarían, pero pasaron toda la noche en el camino. Aunque se les apagaron las velas. Y llegó la claridad del día, al menos una poca.

—Debió de animarle mucho. Lo de la gente.

—Sí, aunque por entonces, no lo he dicho, debería haberlo hecho, llevaba una semana sin comer.

—¿Porqué? ¿Por qué lo hizo?

—Algunos dicen que quería morir. Yo no lo creo, un alma cristiana… Pedí para él un plato de peras asadas con especias… No sé si hice bien.

—¿Y comió?

—Un poco. Pero luego se llevó la mano al pecho y dijo: noto algo frío en mi interior. Frío y duro como una piedra de afilar. Y entonces fue cuando empezó. —Cavendish se levanta; pasea también por la habitación—. Pedí que avisaran a un boticario. Le preparó unos polvos y los echó en tres vasos. Yo tomé uno. Él, el boticario, bebió otro. Señor Cromwell, yo no confiaba en nadie. Mi señor bebió el suyo y de momento el dolor se calmó. Y dijo: bueno, era flato, y se echó a reír, y yo pensé: mañana estará mejor.

—Entonces llegó Kingston.

—Sí. ¿Cómo podía decirle a monseñor: ha llegado el condestable de la Torre para llevaros con él? Monseñor se sentó en un baúl del equipaje. Dijo: ¿William Kingston? ¿William Kingston? Y seguía repitiendo su nombre.

Y todo ese tiempo, un peso en el pecho, una piedra de afilar, un acero, un cuchillo aguzado en sus entrañas.

—Yo le dije: vamos, tomáoslo con buen ánimo, monseñor. Compareceréis ante el rey, limpiaréis vuestro nombre. Y Kingston dijo lo mismo. Pero monseñor dijo: me conducís a una felicidad engañosa. Sé lo que está previsto para mí y la muerte que me espera. Aquella noche no dormimos. Mi señor expulsó sangre negra del vientre. A la mañana siguiente, estaba demasiado débil para tenerse en pie, así que no pudimos cabalgar. Pero luego lo hicimos. Y por fin llegamos a Leicester.

»Los días eran muy cortos, la luz pobre. El domingo despertó a las ocho de la mañana. Yo entraba en aquel momento con unas velas y las estaba poniendo en el aparador. Me dijo: ¿de quién es la sombra que salta por la pared? Y gritó vuestro nombre. Dios me perdone. Le dije que estabais de camino. Él dijo: los caminos son traidores. Yo dije: ya conocéis a Cromwell, ni el demonio es la paz de detenerle. Si él dice que se ha puesto en camino, pronto llegará.

—George, abreviad la historia. No puedo soportarlo.

Pero George debe contarlo todo: a la mañana siguiente, a las cuatro, un cuenco de caldo de pollo, pero no lo tomó. ¿No es hoy día de abstinencia? Pidió que lo retiraran. Llevaba ya ocho días enfermo, vaciando continuamente el vientre, sangrando, y con dolores, y decía: creedme, el final de esto es la muerte.

Poned a mi señor ante una dificultad y él hallará un medio. Con su habilidad y su astucia, hallará un medio, una salida. ¿Veneno? Si es así, entonces por su propia mano.

Exhaló el último suspiro al día siguiente a las ocho de la mañana. Alrededor de su cama, el tintinear de las cuentas de los rosarios. Fuera, el patear inquieto de los caballos en los establos, la luna tenue del invierno iluminando el camino de Londres.

—¿Murió en el sueño? —Le habría deseado menos dolor. George dice: no, estuvo hablando hasta el final—. ¿Volvió a hablar de mí? ¿Dijo algo? ¿Alguna palabra?

Le lavé, dice George. Le preparé para el entierro. «Debajo de la camisa de holanda encontré un cinturón de cerdas… Lamento contároslo, sé que no os agradan esas prácticas, pero es verdad. Creo que él no hizo nunca eso, hasta que estuvo en Richmond con los monjes».

—¿Qué se hizo de él? ¿Del cinturón de cerdas?

—Se lo quedaron los monjes de Leicester.

—¡Santo cielo! Sacarán buen dinero de él.

—¿Sabéis que no pudieron proporcionar nada mejor que un simple ataúd de tablas?

Solo al decir esto flaquea George Cavendish. Solo en este punto jura y dice, por la pasión de Cristo, les oí clavarlas. Cuando pienso en el escultor florentino y en su tumba, el mármol negro, el bronce, los ángeles a la cabeza y a los pies… Pero pude verle vestido con sus ropas de arzobispo y le abrí los dedos para ponerle en la mano el báculo, tal como creía él que debería empuñarlo cuando fuese entronizado en York. Solo faltaban dos días. Ya habíamos preparado el bagaje y estábamos a punto de ponernos en camino cuando apareció Harry Percy.

—Mirad, George —dice él—. Yo le rogué: daos por satisfecho con lo que habéis salvado de la ruina, marchaos a York, alegraos de estar vivo… Si las cosas hubiesen seguido su curso, habría vivido otros diez años. Lo sé.

—Mandamos llamar al alcalde y a todas las autoridades de la ciudad para que le vieran en el ataúd, para que no corrieran falsos rumores de que seguía vivo y había huido a Francia. Algunos hicieron comentarios sobre su bajo nacimiento, santo cielo, ojalá hubieseis estado allí…

—Ojalá, sí.

—Delante de vos, señor Cromwell, no lo habrían hecho, no se habrían atrevido. Cuando oscureció, le velamos, con cirios encendidos alrededor del ataúd, hasta las cuatro de la mañana, que, como sabéis, es la hora canónica. Luego oímos misa. A las seis le depositamos en la cripta. Allí se quedó.

A las seis de la mañana, un miércoles, la festividad de san Andrés apóstol, yo, un simple cardenal. Le dejaron allí y partieron hacia el sur, para ver en Hampton Court al rey. Que le dice a George: «Ni por veinte mil libras habría querido que el cardenal muriese».

—Mirad, Cavendish —dice él—, cuando os pregunten qué dijo el cardenal en sus últimos días, no les contéis nada.

George enarca las cejas.

—Ya lo he hecho. Se lo he contado todo. El rey me preguntó. Y Milord Norfolk.

—Si le habéis contado algo a Norfolk, lo tergiversará para convertirlo en traición.

—De todos modos, como es el Lord Tesorero, me ha pagado mis salarios atrasados. Eran tres o cuatro años de atrasos.

—¿Cuánto os pagaban, George?

—Diez libras anuales.

—Deberíais haber acudido a mí.

Estos son los hechos. Estas, las cifras. Si el Señor del Inframundo se apareciese mañana en la cámara privada del rey y ofreciese que un difunto volviese a la vida, saliese de la tumba, saliese de la cripta, el milagro de Lázaro por veinte mil libras… Enrique Tudor se vería impulsado a reunirías. ¿Norfolk Lord Tesorero? Bien, no importa quién ostente el título, quién tenga las llaves tintineantes de los cofres vacíos.

—¿Sabéis? —dice—, si el cardenal pudiese preguntarme como solía hacer: Thomas, qué os gustaría de regalo de Año Nuevo, yo diría: me gustaría ver las cuentas de la nación.

Cavendish vacila; empieza a hablar; se detiene; empieza de nuevo.

—El rey me dijo ciertas cosas. En Hampton Court. «Tres pueden celebrar consejo si dos están ausentes». —Creo que es un proverbio.

—Dijo: «Si creyese que mi gorra iba a darme consejos, la arrojaría al fuego».

—Creo que también es un proverbio.

—Parece indicar que ya no elegirá ningún consejero: ni Milord Norfolk ni Stephen Gardiner ni nadie, ninguna persona que esté próxima a él, nadie que esté tan próximo como lo estaba el cardenal.

Él asiente. Parece una interpretación razonable.

Cavendish tiene aspecto de estar enfermo. Es la tensión de las largas noches insomnes, del velatorio junto al ataúd. Está preocupado por diversas sumas de dinero que tenía el cardenal en el viaje y que no tenía cuando murió. Está preocupado por cómo llevar sus propios efectos a su casa desde Yorkshire; al parecer, Norfolk le ha prometido un cargo y dinero para el transporte. Él, Cromwell, habla de ello mientras piensa en el rey, y, sin que George lo vea, dobla los dedos uno a uno con firmeza en la palma de la mano. María Bolena trazó en su palma cierta forma. Él piensa: Enrique, tengo tu corazón en mi mano.

Cuando Cavendish se marcha, se acerca a su cajón secreto y saca el paquete que le dio el cardenal el día que inició su viaje al norte. Desata el hilo que lo cierra. El hilo se enreda, se traba, él lo manipula con paciencia. Antes de lo que esperaba, el anillo turquesa rueda en la palma de su mano, tan frío como si llegara de la tumba. Se imagina las manos del cardenal, de dedos largos, blancas y sin cicatrices, firmes tantos años al timón de la nave del Estado; pero el anillo se adapta como si hubiese sido hecho para él.

Los ropajes escarlata del cardenal yacen ahora doblados y vacíos. No pueden desperdiciarse. Se cortarán y se convertirán en otras prendas. Quién sabe dónde acabarán con el paso de los años. Tu mirada quedará atrapada por un cojín carmesí o un trozo de rojo en un estandarte o una enseña. Tendrás un atisbo de ellas en la manga interior de alguien o en el destello de la enagua de una puta.

Otro hombre iría a Leicester a ver dónde murió y a hablar con el abad. Otro hombre tendría problemas imaginando, pero él no tiene problemas. El rojo del fondo de una alfombra, el rubor de la pechuga del pinzón, el rojo de un sello de cera o el corazón de la rosa: implantado en su paisaje, embalsamado en su ojo interior y captado en el brillo de un rubí, en el color de la sangre, el cardenal sigue vivo y habla. Miradme a la cara: yo no tengo miedo a ningún hombre vivo.

En el gran salón de Hampton Court representan un entremés; se titula El descenso del cardenal al Infierno. Le recuerda la representación del año anterior, en la Gray’s Inn. Bajo la mirada de los funcionarios de la casa real, los carpinteros han estado trabajando denodadamente con estipendios extra, alzando estructuras en las que colocan telas pintadas con escenas de tortura. Al fondo del salón, las mamparas están llenas de llamas.

La diversión consiste en lo siguiente: una enorme figura escarlata aullando en posición supina es arrastrada por el suelo por actores vestidos de demonios. Hay cuatro demonios, uno para cada extremidad del difunto. Los demonios llevan máscaras. Tienen tridentes con los que pinchan al cardenal, haciéndole retorcerse y saltar y suplicar. Él tenía la esperanza de que el cardenal muriese sin dolor, pero Cavendish había dicho que no. Murió consciente, hablando del rey. Había despertado lleno de sobresalto y había dicho: ¿de quién es esa sombra que hay en la pared?

El duque de Norfolk pasea por el salón riendo satisfecho: «¿Verdad que está bien, eh? ¡Merecería que se imprimiese! Por la santa misa, ¡es lo que haré! Haré que lo impriman para poder llevármelo a casa y podremos así representarlo otra vez en Navidad».

Ana está sentada y ríe, señala, aplaude. Nunca la había visto así: deslumbrante, resplandeciente. Enrique está sentado a su lado, inmóvil. A veces se ríe, pero él cree que si pudiese acercarse lo suficiente vería el miedo en su mirada. El cardenal rueda por el suelo, dando patadas a los demonios, pero ellos le acosan vestidos con sus trajes negros de lana y gritan: «Vamos, Wolsey, tenemos que llevarte al Infierno, porque nuestro señor Belcebú te espera para cenar».

Cuando la montaña escarlata alza la cabeza y pregunta: «¿Qué vino se sirve?», él está a punto de olvidarse también y de reírse. «No tomaré vino inglés», proclama el difunto. «Ninguno de esos orines de gato que sirve Milord Norfolk».

Ana cacarea; señala; señala a su tío. El ruido se eleva hacia las vigas del techo a la par que el humo de la chimenea, las risas y cánticos de las mesas, los aullidos del gordo prelado. No, le aseguran, el demonio es un francés, y hay rechiflas y silbidos y se oyen canciones. Los demonios echan un nudo corredizo al cuello del cardenal. Le obligan a ponerse de pie, pero él lucha con ellos. Los puñetazos que lanza no son todos fingidos, y él oye sus gruñidos, cuando se quedan sin aliento. Pero hay cuatro verdugos y un gran saco escarlata que se sofoca, que araña; la corte grita: «¡Dejadle caer! ¡Dejadle caer!».

Los actores alzan las manos; dan un salto brusco hacia atrás y le dejan caer. Cuando rueda por el suelo jadeante, le clavan los tridentes y devanan de él tripas de lana escarlata.

El cardenal blasfema, ventosea y, en los rincones del local, estallan fuegos artificiales. Él ve por el rabillo del ojo a una mujer corriendo con una mano en la boca; pero tío Norfolk corretea señalando: «Mirad, le están sacando las tripas, como se las sacaría el verdugo. ¡Vaya que sí, yo pagaría por verlo!».

Alguien grita: «Avergüénzate, Thomas Howard, habrías vendido el alma por ver caer a Wolsey». Se vuelven cabezas y él también se vuelve, pero nadie sabe quién ha hablado. Él piensa, sin embargo: ¿podría ser…, sería quizá… Thomas Wyatt? Los demonios gentilhombres se han sacudido el polvo y recuperan el aliento. Arremeten de pronto gritando «¡Ahora!»; el cardenal les ha arrastrado al Infierno, que al parecer está detrás de las mamparas del fondo del salón.

Él les sigue. Salen corriendo pajes con toallas de lino para los actores, pero el remolino de diablos les aparta violentamente. Al menos, uno de los niños recibe un codazo en un ojo y deja caer el cuenco de agua humeante a sus pies. Ve cómo los demonios forcejean para quitarse las máscaras y cómo las arrojan maldiciendo en un rincón; ve cómo intentan quitarse los trajes de demonios; se vuelven, se miran, riéndose, empiezan a quitárselos unos a otros. «Parece la camisa de Neso», dice George Bolena, cuando Norris le libra del suyo.

George sacude la cabeza para asentar el cabello en su sitio. Su piel blanca brilla por el contacto con la áspera lana. George y Henry Norris son los demonios de las manos, los que sujetaban al cardenal por los brazos. Los dos demonios de los pies siguen pugnando por quitarse sus atavíos. Un muchacho llamado Francis Weston y William Brereton, que (como Norris) tiene años de sobra para saber más. Están tan absortos en sí mismos (maldiciendo, riéndose, pidiendo ropa limpia) que no se fijan en quién les observa y les da igual, en realidad. Se echan agua por encima unos a otros, se secan el sudor, arrancan las camisas de la mano de los pajes, se las meten por la cabeza. Y con las pezuñas diabólicas aún puestas, salen contoneándose a saludar.

En el centro del espacio que han dejado vacío yace inerte el cardenal, protegido por las mamparas. Tal vez esté durmiendo.

Él se acerca al montículo escarlata. Se detiene. Baja la vista. Espera. El actor abre un ojo.

—Esto debe de ser el Infierno —dice—. Esto debe de ser el Infierno si está aquí el italiano.

El muerto se quita la máscara. Es Sexton, el bufón: el señor Patch, que tanto gritaba hace un año cuando querían separarle de su amo.

Patch estira una mano para que le ayude a levantarse, pero él la ignora. Así que se levanta solo, maldiciendo. Empieza a quitarse la ropa escarlata, arrastrándola y rompiéndola. Él, Cromwell, se mantiene inmóvil, con los brazos cruzados, apretando el puño de la mano con la que escribe. El bufón se deshace del relleno, gruesos almohadones de lana. Es flaco, esquelético, tiene un pecho velludo de pelo hirsuto.

—¿Qué vienes a hacer a mi país, italiano? —dice—. Por qué no te quedas en el tuyo, ¿eh?

Sexton es un bufón, pero no está mal de la cabeza. Sabe perfectamente que él no es italiano.

—Deberías haberte quedado allí —dice Patch, con su tono londinense—. Ahora tendrías una ciudad amurallada. Tendrías una catedral. Tendrías tu propio cardenal de mazapán para después de comer. Lo tendrías todo uno o dos años, ¿eh? Hasta que llegara un grupo más grande y te apartara del pesebre.

Él recoge la vestidura que ha tirado Patch. Su rojo es el escarlata intenso y barato que se apaga enseguida, el del tinte de madera de Brasil, y huele a sudor ajeno.

—¿Cómo puedes representar este papel?

—Yo represento el papel por el que me pagan. ¿Y tú? —Se ríe: un ladrido agudo, que le hace parecer un loco—. No me extraña que estés tan malhumorado últimamente. Nadie te paga, ¿verdad?, Monsieur Cremuel, el mercenario retirado.

—No tan retirado. Puedo castigarte.

—¿Con esa daga que guardas dónde tenías en tiempos la cintura? —Patch se aparta de un salto, cabriolea. Él, Cromwell, se apoya en la pared. Le observa. Oye el gemido de un niño en algún lugar fuera de la vista; tal vez sea el pequeño al que pegaron un codazo en el ojo, al que estén dando sopapos por dejar caer el cuenco, o tal vez solo por llorar. La infancia era así; te castigaban y luego volvían a castigarte por protestar. Así uno aprende a no quejarse. Es una lección dura, pero nunca se olvida.

Patch ensaya varias posturas, gestos obscenos, como si se preparara para alguna futura representación.

—Sé en qué zanja te engendraron, Tom —dice él—, y era una zanja que no quedaba lejos de la mía.

Se vuelve hacia el salón, donde, invisible y al otro lado de la mampara divisoria, el rey continúa, es de suponer, su grata jornada. Patch separa las piernas, saca la lengua.

—El bufón ha dicho en su corazón que no hay papas —vuelve la cabeza, sonríe—. Vuelve dentro de diez años, señor Cromwell, y cuéntame entonces quién es el bufón.

—Desperdicias tus chistes conmigo, Patch, derrochas tu repertorio.

—Los bufones podemos decir lo que nos dé la gana.

—No donde rige mi mandato.

—¿Y dónde es eso? Ni siquiera en el charco del patio trasero donde te bautizaron. Ven y vuelve a reunirte aquí conmigo dentro de diez años, si aún sigues vivo.

—Te daría miedo si estuviese muerto.

—Porque yo seguiré aquí aún y te dejaré derribarme.

—Podría aplastarte el cráneo contra la pared ahora. Nadie te echaría de menos.

—Cierto —dice el señor Sexton—. Me sacarían por la mañana y me tirarían en un estercolero. ¿Qué es un bufón? Inglaterra está llena de bufones.

Le sorprende que aún haya luz del día. Estaba convencido de que era noche cerrada. En esos patios, Wolsey persiste; los construyó él, dobla cualquier esquina y creerás ver a monseñor, con un rollo de planos en las manos, con su alegría por las sesenta alfombras turcas, su esperanza de alojar y agasajar a los mejores constructores de espejos venecianos: «Mirad, Thomas, debéis añadir a vuestra carta algunos halagos venecianos, algunas frases encubiertas que sugieran, en el dialecto local y de la forma más sutil posible, que yo pago los precios más altos».

Y él añadirá que los ingleses dan la bienvenida a los extranjeros y que el clima del país es benigno, que pájaros dorados cantan en doradas ramas y que hay un rey dorado sentado en una montaña de monedas, cantando una canción que él mismo ha compuesto.

Cuando llega a casa, a Austin Friars, entra en un espacio que le resulta extraño y vacío. Ha tardado horas en llegar desde Hampton Court y es tarde. Mira el lugar de la pared en el que brillan las armas del cardenal: la birreta escarlata, retocada recientemente a petición suya.

—Ya podéis borrarlas —dice.

—¿Y qué pintaremos, señor?

—Dejadlo en blanco.

—Podríamos poner una bonita alegoría.

—Estoy seguro —da la vuelta y se aleja—. Dejad ese espacio en blanco.